Capítulo segundo

 

 

 

Tuve que cambiar el chip en cuanto mi marido falleció. Debí hacerlo. Me paré a pensar, vi que el barrio adonde vivía no acarrearía nada bueno… y decidí cambiar.

 

Cogí a mi familia de un puñado, y me los llevé de allí, buscando aires mejores, unos aires nuevos que me ayudasen a enfrentar la vida como viuda, como madre de una prole que se me iba a escurrir del buen camino.

 

Mi marido, simplemente, desapareció. No pude ni velarlo. Es decir, estaba, pero no pude verlo. Apenas sentirlo, ya como un recuerdo. Justo como ahora, después de tres años de haberlo perdido.

 

Trabajaba en los muelles, cuando un contenedor de mercancías le calló encima. Con eso, simple y llanamente, desapareció. Se hizo una alfombra, o algo parecido. De ahí a la caja, y de la caja al incinerador sin que pudiera volver a verlo. Hoy lo veneramos en el mueble principal del salón, en un jarrón.

 

Así son los accidentes. No hay despedidas. Simplemente, una especie de adiós unilateral en el que participas, pero del que siempre te vas a llevar el amargo sabor de que, del otro lado, no hay palabras. Sólo silencio, y quietud. Un silencio y una quietud que te acompañan toda una vida.

 

Limpié retretes. Hice costura. Traté de hacerlo por el buen camino. Dios sabe que lo intenté.

 

…El señor Redmond fue el primer hombre que me pagó por acostarse conmigo. Lo sentí en el alma, pero llegó un momento en que tuve que aceptar mi destino y entregar mi cuerpo por dinero. Somos vecinos. Aún lo somos. En un momento de desesperación, cuando nos iban a echar a todos a la calle, acepté ir a tocarle a la puerta. Sabía que llevaba tiempo observándome desde la ventana. Sobretodo a mis hijas. Un cerdo. Un animal. Empero, una bestia de la que yo necesitaba su dinero. Por eso fui a hablar con él, a pedirle que dejara de espiar a mis hijas… que tenía en mí al premio gordo.

 

Aceptó, y pagó. Un tipo huraño y horrible como aquél no tiene otros recursos para hacer vida social, para tener sexo con lo más parecido a un ama de casa que lo pueda hallar en una de sus habituales prostitutas.

 

No recuerdo qué hizo conmigo. Creo que se perdió en mis pechos, más que nada. Lo que nunca olvidaré es cómo me pagó. A veces, la forma en que te entregan un dinero es más humillante que lo que hayas podido hacer para conseguirlo. Apretó el fajó, entre sus dedos, y me costó quitárselo. Eso sobra, pero le daba a él un último halo de poder que disfrutó con soberbia, como blanquito de raza superior; se lo vi en la cara. Una media sonrisa, que no engaña a nadie, y yo en silencio. La caridad, creyó entender él, y que me estaba haciendo un gran favor… cuando lo único que ocurría es que él debería agradecerme hasta la eternidad el haberme tenido tan de rebajas.

 

No he vuelto a tocarle a la puerta, aunque sé que me espía, que sigue haciéndolo. Y a las niñas, desde luego. Imagino que se masturbará allá, detrás de las cortinas.

 

Por eso, precisamente por eso, hago lo que hago, para proteger a mis hijos.

 

 

 

*   *   *

 

 

 

…Siempre creí que me harían un casting, o algo por el estilo. Pero no, llamé al número de teléfono que me facilitó una conocida y me citaron. Me dijeron que, directamente, contara con el dinero, que no hacían falta muchos más requisitos que ser mujer para trabajar con ellos, con la producción que se traían entre manos.

 

Así empecé, de sorpresa. Sin pensar. Vas, y ya te han explicado que vas a tener que hacer sexo delante de una cámara. Se hará in situ, sin demora. Ya…

 

Pero… si no me han visto siquiera. No saben cómo soy. ¿Sabré hacerlo…? ¿Sabré… “actuar”?

 

A ellos no les importa lo más mínimo que yo sepa hacer nada. Simplemente, cuando me vieron entrar por la puerta se frotaron las manos. Yo tenía la cara desencajada, muerta de miedo. Me sería imposible fingir normalidad, y ceñirme a un papel cualquiera que no fuera el del espanto. Quizá querrían que fingiera un orgasmo, que pusiera cara de placer, o que hiciera cosas de profesional… pero eso sobraba, creo entender.

 

Recordaré toda la vida una conversación que tuvieron entre ellos:

 

—Sonríe, y finge que lo pasas bien —había dicho alguien.

 

Otro lo corrige:

 

—No, no hace falta que ponga buena cara. Usted sea usted misma —me recomendó. —No finja nada que no le salga natural. Eso sí, déjese hacer lo que le pidamos.

 

Yo, entonces, asentí. Era temprano, y me habían advertido que fuese, por favor, sin orinar. “Como si fuese para un análisis clínico”, me habían dicho.

 

De forma absurda, tenían una habitación contigua para que me cambiara. Mi intimidad… Allí, una apretada lencería roja me hizo explotar las carnes, y tuve verdadera vergüenza de salir así, de volver a ellos con lo mejor y lo peor de mí. Porque me habían visto entrar, con mi ropa de una pieza y mi jersey, bien abrigada, sin insinuar nada… pero ya habían notado que tenía las formas exorbitantes por debajo de mis prendas, con unos pechos descomunales que les había hecho brillas los ojos. Ahora, la lencería no hacía sino confirmar sus sospechas. Yo era un bombazo… aunque, debo decir, apenas íbamos a rodar en un apartamentucho de mierda.

 

—Vale, Camila… Sólo tienes que usar la cama. No te asustes porque estarás tú sola. Aquí nadie va a tocarte. Yo te voy a ir haciendo señas de lo que quiero que vayas haciendo. Primero una sesión corta, un descanso y te explico la siguiente toma, ¿OK?

 

Yo asentí.

 

—Vale… Primero quiero que te cojas los pechos y te los manosees un buen rato. También tus partes, por favor. Por encima, sin prisas.

 

…No hacía falta que cambiara la cara. Yo no estaba allí para eso. Eso sí, cortaron la toma porque, a su entender, me había empezado a desnudar demasiado pronto.

 

—No, así no, cariño. Vas a robarle toda la magia al momento. Necesito que estés un buen ratito sin quitarte nada… y, por favor, junta más las tetas, ¿vale?

 

Cámara… y acción… Yo debía tener la misma expresión. Les encantaba. Mi cara de estupor les era maravillosa. Mientras, mi cuerpo de madre, debidamente prostituido en aquella lencería del infierno, iba y venía de mis manos para que los futuros espectadores de la cinta pudieran ir relativizando mis tallas.

 

…Entonces, brotó de nuevo mi pezón. Pardo, y “violento”. Así se les notaba, a ellos, porque le prestaban especial atención a mi “pormenor”. Quizá, un invitado especial, como si se hubiera personado otro individuo. Un tipo al que le hacerle los honores, perseguirlo…

 

“Tiene las tetas más guarras que he visto en mi vida”, oiría luego. Lo susurraron, pero yo lo escuché, mientras me vestía de nuevo en la habitación, terminado el trabajo.

 

No… Son los pechos con los que hasta hace poco amamantaba a mi hijo Rooney. Sólo eso, cariño y amor…

 

—Venga, nena… Enséñanos algo —parecía decir, de sus labios pero sin voz, el “director”, haciendo los gestos primero, y yo luego, en la cama, a solas, como había prometido, repitiéndolos casi al pie de la letra. Fue así que mostré mi vagina, que les estalló en la cara con sorpresa. A su entender, enorme y jugosa.

 

Soy grande. No puedo evitarlo. Algunos me han descrito, luego, como un animal africano sacado de quicio. Una brutalidad… Pero, joder, sólo soy Camila, la madre de unos niños maravillosos.

 

—Eso, muéstralo bien —y, el director, que vuelve a hacer claros gestos de que abra los labios de mi vagina, que rompan su intimidad. Luego quiere que me voltee, que mi trasero quede a la vista… que mi otro agujero tome protagonismo.

 

…Para entonces me tiemblan las manos, pero es eso precisamente lo que desean. No pasa nada. No hay tomas falsas. Todo sirve. Con o sin talento, sólo quieren mi carne.

 

Joder… Sale en primer plano la cicatriz de mi cesárea, la de los gemelos. Eso da más datos sobre mí que enseñar mi documento de identidad a la cámara. Les encanta. La toman de cerca, con morbo.

 

…Ahora me han dado un consolador. Jamás había visto un cacharro de esos. Quieren que lo use, y lo hago. La rutina de mi cara no muestra placer, sino eso mismo, una necesidad. Mi cara de necia, parecen pensar.

 

—Vale, preciosa. Ahora el final. Quieto que te pongas en este taburete, que abras bien las piernas y orines, por favor.

 

“¿Aquí, en el suelo?”

 

—Sí, sí… Aquí mismo. No pasa nada.

 

Gracias a Dios. Mi vejiga está a punto de explotar, Llevo toda la mañana conteniéndome. La película ya sólo requiere que me suba al taburete, que abra las piernas cogiéndomelas por los tobillos y que, con mis bajos plenamente expandidos, orine delante de la cámara.

 

Quiero hacerlo. Quiero que todo termine de una puta vez. Sin embargo, para cuando estoy a punto de hacerlo veo que hay otra mujer en la habitación. No la he visto entrar, pero, en un “descanso”, los tipos le han abierto la puerta a otra “actriz”, otra ama de casa necesitada que espera su turno para meterse en el papel. De hecho, ya se ha cambiado y lleva otra lencería bajo el albornoz.

 

No puedo hacerlo. Me cuesta… Ellos lo saben, pero no hay prisas.

 

Dudo. Creo que voy a decirles que no puedo. Empero, mis dudas son lo más oportuno, y siguen filmando. Ven mi incapacidad, y, como no quieren sino un aire natural en todo lo que va a salir grabado de aquella habitación de horrores, siguen filmando.

 

Al fin, La Naturaleza sigue su curso. No puedo más… Más que por mis fuerzas, orino, con una cadencia tal que quedan sobrecogidos.

 

Sirvo. Definitivamente, sirvo.