Capítulo sexto

 

 

 

Llaman, y tengo que ir. Caprichosamente, el destino ha querido que esta misma mañana tenga contratada una limpieza. Voy a fregar, a barrer, a cambiar sábanas y tender la ropa. Lo tengo apalabrado. Es un trabajo honesto… pero llaman. Llaman para grabar.

 

Es horrible. Tengo que decidir si ganar unos míseros treinta dólares haciendo algo honesto, o ganar unos mil dólares haciendo guarradas, hundiéndome un poco más en la miseria humana.

 

Tengo miedo de perder alguna de esas dos cosas. A limpiar voy digna, tranquila. Voy señora.

 

A grabar voy sucia, dolida, con miedo.

 

…No sé qué hacer, pero, al fin, me puede la cuantía de los billetes. No debo pensarlo mucho. Si alguna vez vendí mi cuerpo por eso mismo, por la cuantía, no hay mucho que sopesar al momento.

 

…Vuelve a ser un apartamento de mierda. Está sucio, y maloliente. Las escaleras comunes guardan drogatas, y hay escritos deshonestos en las paredes.

 

El ascensor no funciona. De hecho, lo queda de él es su hueco, y se ve que la vecindad ha ido tirando en él la basura de casa, y hasta que ésta copa hasta el tercer piso, embutida en lo que han empezado a usar como vertedero. Por eso todo apesta. Por eso las moscas.

 

Busco la habitación. Las puertas son dispares. Ya no hay números ni referencias en los quicios. Todo se ha ido yendo al garete, poco a poco y a las malas artes de la gente desquiciada.

 

Tropiezo con una yonqui. Me mira. Casi me quiere hablar, pero vive tan en otro mundo, en otra dimensión, que seguro que aún sopesa si soy real, o acaso un espectro ilusorio de su mente.

 

Un anciano me propone entrar en su apartamento. Creo que es del trasunto, del equipo de filmación. Empero, sólo es un viejo verde.

 

—Por aquí, Camila, por favor —me dicen. Me conocen. Está oscuro. Aquello es una ratonera, pero, desde allá, desde el fondo del interminable pasillo, el director primigenio, aquél que me “desvirgó” delante de la cámara, me reconoce.

 

Siento un gran alivio al verle. Las cosas van a ir bien a partir de ahora. Su ser me da un voto de confianza.

 

—Pasa, cariño —me dice. Allá, en la habitación, está el cámara.

 

El ambiente es horrible. El papel mohoso de las paredes está hecho jirones, las manchas de humedad, del tinte del café, trepan hasta el techo. Hay mosquitas volando. Jamás he visto esa fauna. Hay colchones arrumbados en el suelo, la ventana está sucia y no se ve la calle… No quieren que en la película salga algo que valga la pena, sino la realidad misma. Un polvo en un mal sitio, en un rincón cualquiera de lo peor que pueda encontrarse en cualquier ciudad del mundo.

 

—Oye, Camila… Te vamos a dar cinco mil dólares, ¿OK?

 

Me quedo de piedra. Es mucho dinero. Estoy muy contenta. El miedo se volatiliza con esa promesa. Sin embargo, ahora reparo en dos tipos que hay en la habitación contigua. Se están maquillando… si bien no es un maquillaje común. Se están pintando de payasos. Son horribles.

 

—Camila… Hoy te voy a pedir que seas muy comprensiva. Hay mucho dinero, como ves. Sin embargo, vas a tener que hacer cosas duras —me advierte. —Quiero que seas natural. Si quieres quejarte, puedes hacerlo. Eso sí, no quiero que salgas de plano, que te vayas. ¿Estás dispuesta a tomar esos riesgos?

 

No sé qué decir. El cámara, que suele ser un jilipollas, me mira. Está preocupado. Espera mi respuesta. Hoy está serio. Hoy, todo va en serio.

 

—¿Quiénes son esos dos? —pregunto, sobre los tipos de la otra habitación.

 

El director suspira.

 

—Son Tweedledee y Tweedledum —dice. Son sus nombres en clave, sus nombres artísticos. Para burla, son los mismos de dos personajes de Disney, de un par de gemelos graciosos y simpáticos que aparecen en Alicia en el País de las Maravillas.

 

Los miro. Tengo miedo de verdad. Ellos lo ven. Mi director y el cámara lo saben.

 

—Oye, si no quieres no pasa nada.

 

Trago saliva. Tengo mucho miedo. Más allá, uno de los payasos me mira. Levanta un pulgar, como que todo va bien. Empero, no me fío ni un pelo. Son de pesadilla. Me van a hacer muchas trastadas.

 

—Si no quieres hacerlo, no te preocupes —suspira el director. —Hay una yonqui en los pasillos que ya he indagado. Está tan ida que ocupará tu lugar si no te atreves a estar con esos dos —y se explica, por si acaso: —No vamos a obligarla, ni nada por el estilo. Le pagaremos sus servicios, por descontado.

 

Lo pienso. Estoy hecha un lío. Recuerdo la limpieza, el trabajo que he dejado de coger. Quizá busquen a otra… Quizá el director busque a otra a partir de ahora.

 

—Bueno, empezamos, ¿o qué? —dice uno de los payasos. Su acento es raro. ¿Otro ruso?

 

—No puedo —digo. —Tengo que irme.

 

—Vale, lo entiendo.

 

 

 

*   *   *

 

 

 

“¿Señora Loosle? Soy Camila… Voy para su casa”

 

“¿…No tenías cosas que hacer, Camila?”

 

“Ya he terminado. Voy para allá. Cojo un taxi y en diez minutos me tiene ahí”.

 

“No, no. Ya no hace falta que vengas. Hemos contratado a otra chica. Ya te llamaremos, ¿vale?”

 

Y me duelo. Tiro el teléfono público contra la cabina. Me maldigo. Me regreso. Subo al edificio maldito, a la habitación maldita. En efecto, la yonqui ya no está. Ya nadie me busca. De hecho, seguramente sobro. Toco a la puerta, aunque sé que están grabando.

 

…Mis nudillos apenas han rozado la madera. La puerta está abierta. El apartamento está tan en las últimas que hasta la puerta no cierra. Entonces, ésta se va lentamente, se abre casi sola… y veo al cámara, al director… y a Tweedledee y a Tweedledum con la yonqui. La están penetrando. Uno delante, en su boca, y otro detrás, en sus partes.

 

La visión me es demoníaca. Son dos payasos, pero no son para niños. Son de película de terror. Las caras están blancas, pero se derriten por el sudor. Por eso hay carne en sus rostros, escozor, rubor, y malas pintas. Uno es calvo, con pelambres verdes sobre las orejas. El otro tiene algo más de pelo, pero aún así no es suficiente como para cubrirle la sesera. Tiene mala cara. Tienen cara de odio. Son payasos malditos, con narices romas, redondas. Sus cuerpos son delgados, fibrosos… con tatuajes deshonestos.

 

La yonqui pierde sus pelos. La agarran así, como a un cachorro.

 

Me miran. Uno de ellos lo hace, y el otro, por deducción, me descifra en el quicio de la puerta, congelada.

 

Me doy media vuelta. Que me hayan descubierto me vuelve a doler el alma, y salgo corriendo. No estoy preparada para toda esa mierda.

 

 

 

*   *   *

 

 

 

Pasan dos pagas de viuda, y nadie llama. Yo los llamo, pero nadie contesta. De hecho, lo que “me coge” el teléfono en un contestador, en un mensaje que me aclara que están fuera. El director, que está fuera.

 

Conozco de sobra el contestador. Nunca suelen coger el teléfono. Ellos escuchan el mensaje, y entonces devuelven la llamada, si acaso les interesa.

 

No sé dónde andan, pero supongo que nunca se están quietos en ninguna parte. De hecho, ni me imagino que están por Sudamérica, explotando las favelas de Brasil, los pueblecitos olvidados de Chile o Perú… Buscan mujeres, mujeres comunes. No quieren nada sofisticado, sino todo lo que suena más prohibido, o más natural. En eso encajo yo. O encajaba…

 

Pasan dos meses sin que sepa de ellos. Estoy desesperada. Apenas consigo un par de trabajos de freganchina. Eso no da para mucho.

 

Tocan a la puerta. Es tarde. Acabo de acostar a los niños, y tocan a la puerta. Abro, y Devon entra como un vendaval. De hecho, cierra la puerta detrás de sí como si le persiguiera un tsunami.

 

—¡Devon…! ¡Ven aquí Devon! —lo persigo, al ver que corre como loco al interior de la casa, sin apenas mirarme.

 

—Me estoy haciendo caca, mamá —miente. Yo sé que miente. Se encierra en el baño, y yo, detrás, quedo así, en la puerta.

 

—¿Qué estás escondiendo, Devon?

 

—Mamá, por favor. Dame algo de intimidad, joder.

 

—¡No se te ocurra hablarme así, Devon! ¡Sal ahora mismo!

 

…Pero sé que no va a salir. Está en sus líos. Lo sé de sobra. Hará lo que quiera, porque vive su mundo, como yo el mío. Su mundo obscuro, que lo alimenta. Como yo alimento a los míos.

 

Suena la cisterna. Termina… ¿Ya…? Estoy cien por cien segura de que no ha hecho caca. Es una mentira bellaca. Abre, y me pone un revuelto de billetes en las manos.

 

—Toma, guarda esto.

 

—¿Qué has tirado por el retrete, Devon?

 

Y las niñas nos miran. Las dos mayores, Alice y Linda. Allison también se despierta, pero necesita ayuda para montarse en su silla y salir de la cama.

 

Devon me lo va a explicar. O, mejor dicho, va a mentirme de nuevo. Sin embargo, tocan a la puerta. De forma automática, Devon salta por la ventana de atrás, en un santiamén.

 

—¡Abran a la policía! —llaman. Los golpes son más fuertes, y hay luces de linterna que se cuelan por debajo de la puerta.

 

Abro, y entran los agentes en un tropel. Parecen guerreros con espadas láser, por sus linternas. Llevan las armas afuera, y eso nos rompe un pálpito horrendo, un dolor en el pecho que hace que las niñas griten, y corran a sus camas. Allí se abrazan, mientras yo pido explicaciones.

 

Hay gritos, gritos afuera. Atrás, en el patio trasero, han cogido a Devon. Lo tienen en el suelo, pisoteándole la cabeza.

 

Sé lo que es eso. Ya me lo han hecho. Lucho por él. Pierdo los papeles, y me retienen como pueden. Recibo algún empujón fuerte, y me saltan los hematomas en los antebrazos.

 

…También me han maltratado. Sé de qué va. Los policías me arremeten, y, dentro de la que cabe, respetan el hogar por los niños… pero no dudan en voltearlo mis veces en un registro tan poco decoroso como lo es un robo. Sobretodo, les llama la atención el baño. Aún la cisterna se está llenando, por lo que deducen que el camello de mierda ha tirado por él la mercancía.

 

…Ya no es nuestra casa. En las próximas horas, ya no es nuestra casa. Los agentes sociales se llevan a los niños. A mi me retienen… y a Devon se lo llevan los agentes; va a estar entre rejas, no en manos de nadie que quiera ser cuidadoso con él. Y no es nuestra casa porque el registro continúa hasta el amanecer. Incluso se alarga toda la mañana. Traen a unos especialistas que no van de uniforme, sino con monos de trabajo. Parecen obreros de la calle. Con unas mangueras, y sus herramientas, ponen patas arriba el entramado de desagües de la casa. Han sido muy cuidados de que nadie eche agua. Quieren encontrar lo que Devon ha tirado por el retrete, pero no encuentran nada.

 

Pasa el día… y, ya de noche, nos permiten volver a casa, que queda hecha una mierda.