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Guillaume de Beaujeu, gran maestre del Temple, guardó cuidadosamente el documento en un cajón secreto de la mesa en que trabajaba. La preocupación se dibujó en su enjuto rostro. La misiva enviada por los hermanos de Francia le alertaba de que en la corte de Felipe ya no contaban con tantos amigos como en tiempos del buen rey Luis, que Dios tendría en su gloria porque no hubo rey más caballero y valiente en toda la cristiandad.
Felipe IV les debía oro, mucho oro, y cuanto más les debía más parece que crecía su inquina. En Roma, algunas órdenes religiosas tampoco ocultaban su envidia por el poder del Temple.
Pero en esa primavera de 1291, Guillaume de Beaujeu tiene otro problema más urgente que las intrigas de las cortes de Francia y de Roma. François de Charney y Said habían regresado con malas nuevas de su incursión al campamento de los mamelucos.
Durante un mes han vivido en su campamento, han escuchado a los soldados y compartido con ellos el pan, el agua y los rezos a Alá el Misericordioso. Se han hecho pasar por comerciantes egipcios, deseosos de vender provisiones al ejército.
Los mamelucos dominan Egipto y Siria, y se han hecho con Nazareth, la ciudad que vio nacer a Jesús Nuestro Señor, y su bandera ondea en el puerto de Jaffa, a pocas leguas de San Juan de Acre.
El caballero De Charney más parece un musulmán que un cristiano, y se confunde con ellos como si hubiese nacido en esa tierra en vez de en la lejana Francia. De Charney ha sido contundente: en pocos días, quince a lo más, atacarán San Juan de Acre. Así lo dicen los soldados, así se lo han asegurado los oficiales con los que ha confraternizado en el campamento. Los comandantes mamelucos le aseguraban que pronto serían ricos, una vez que se hicieran con los tesoros guardados en la fortaleza de Acre, que juraban caería, como tantos otros enclaves habían caído en sus manos.
El viento suave de marzo presagiaba el calor intenso de los próximos meses en aquella Tierra Santa regada de sangre cristiana. Hacía dos días que un grupo escogido de templarios llenaban los cofres con el oro y los tesoros que el Temple guardaba en la fortaleza. El gran maestre les había ordenado embarcarse en cuanto estuvieran dispuestos, poner rumbo a Chipre, y de allí a Francia. Ninguno quería marcharse y habían pedido a Guillaume de Beaujeu que les permitiera quedarse a luchar. Pero el gran maestre se había mostrado inflexible: la pervivencia de la Orden dependía en buena medida de ellos, puesto que serían los encargados de salvar el tesoro templario.
El más compungido de los caballeros era François de Charney. Había tenido que frenar las lágrimas cuando De Beaujeu le anunció que debía afrontar una misión lejos de Acre. El francés rogó a su superior que le permitiera combatir por la Cruz, pero éste ni siquiera le escuchó. La decisión estaba tomada.
El gran maestre bajó las escaleras hasta llegar a los fríos sótanos de la fortaleza, y allí, en una sala custodiada por caballeros, revisó los arcones que debían partir para Francia.
—Repartiremos los arcones en tres galeras. Estad preparados para embarcar en cualquier momento. El tesoro repartido en tres naves tiene más posibilidades de llegar a su destino que si lo colocamos en una sola. Ya sabéis en qué nave vais cada uno…
—Aún me falta saberlo a mí —le dijo François de Charney.
—Vos, caballero, me acompañaréis a la sala capitular, allí he de hablaros y daros las órdenes de vuestro destino.
Guillaume de Beaujeu clavó la mirada en De Charney. Éste, un hombre con más de sesenta años pero aún fuerte, con el rostro oscuro curtido por el sol, era uno de los templarios más veteranos. Había sobrevivido a mil peligros y como espía no tenía parangón, lo mismo que su amigo el fallecido Robert de Saint-Rémy, muerto durante la defensa de Trípoli en la que una flecha sarracena le atravesó el corazón.
El gran maestre leyó en la mirada de De Charney la angustia que le provocaba alejarse de aquella tierra que había hecho suya, de aquella vida en la que las más de las ocasiones dormía al raso bajo las estrellas, cabalgaba con caravanas en busca de información y se perdía en los campamentos sarracenos de donde siempre volvía.
Para François de Charney regresar a Francia era una tragedia.
—Sabed, De Charney, que sólo a vos os puedo encomendar esta misión. Hace años, cuando erais un mozalbete recién ingresado en la Orden, junto al caballero De Saint-Rémy trajisteis de Constantinopla la única reliquia cierta de Jesús, el lino que le sirvió de mortaja, y en el que quedó reflejado su rostro y su figura. Gracias a esa Santa Sábana conocemos el rostro de Jesús, y a Él le rezamos. Hace tiempo que rozáis la ancianidad, pero tranquilo, sé de vuestra fuerza y valor, por eso os voy a confiar que salvéis la mortaja de Cristo Nuestro Señor. De todos los tesoros que tenemos ése es el más preciado porque contiene el rostro y la sangre del Señor. Vos lo salvaréis. Pero antes quiero que regreséis al campamento de los mamelucos. Hemos de saber si pueden impedir que los barcos lleguen a su destino, si nos aguarda alguna emboscada en el mar. Una vez cumplida vuestra misión marcharéis a Chipre con los hombres que estiméis oportuno. Podéis elegir la ruta, bien en barco o a caballo. En vuestro buen juicio confío para que llevéis a Francia la Santa Sábana. Nadie ha de saber lo que lleváis, vos mismos dispondréis la manera de transportar la reliquia. Y ahora, preparaos para vuestra misión.
El caballero De Charney, acompañado de su fiel escudero, el viejo Said, se infiltró de nuevo en las filas mamelucas. Los soldados reflejaban la tensión que precede a las batallas, y alrededor de las hogueras recordaban a sus familias, añorando la imagen difusa de los hijos que ya se estarían haciendo hombres.
Durante tres días el templario escuchó los comentarios perdidos de soldados y oficiales, y de los numerosos sirvientes de los que disponían los jefes sarracenos. Alarmado, decidió regresar a la fortaleza cuando Said le aseguró que un viejo conocido le había contado que el ataque se produciría dos días más tarde.
Esa noche se escabulleron del campamento. Entraban en la fortaleza de Acre cuando las primeras luces de la mañana doraban la piedra de la imponente fortaleza templaria.
Guillaume de Beaujeu ordenó a los caballeros templarios que se prepararan para resistir el ataque. La histeria se apoderó de muchos cristianos que no encontraban transporte para abandonar la fortaleza cuya suerte era más que incierta.
De Charney ayudó a sus compañeros a preparar la defensa, mil veces ensayada, y a contener las peleas entre algunos cristianos capaces de matar al prójimo con tal de escapar. Ya no quedaban naves en que partir y la desesperación había hecho presa de los hombres.
Caía de nuevo la noche cuando el gran maestre lo mandó llamar.
—Caballero, debéis marcharos. Cometí una equivocación al mandaros al campamento sarraceno, ahora no hay barco en el que podáis viajar.
François de Charney dominó sus emociones y respiró hondo antes de hablar.
—Lo sé, y he de pediros un favor. Quisiera viajar sólo en compañía de Said.
—Será más peligroso.
—Pero nadie sospechara de nosotros, dos mamelucos.
—Haced lo que estiméis.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo. Era la última vez que se verían en la tierra; la suerte de ambos estaba echada. Los dos sabían que el gran maestre moriría allí, defendiendo la fortaleza de San Juan de Acre.
— o O o —
De Charney buscó un lino del mismo tamaño que el de la Santa Sábana. No quería que sufriera las vicisitudes del camino, y esta vez no creía conveniente guardarlo en un arcón. Le costaría llegar a Constantinopla, desde donde pensaba embarcar a Francia, y cuanto menos equipaje llevara, mejor.
Al igual que Said, estaba acostumbrado a dormir al raso, alimentándose de lo que cazaban en el camino, ya fuera en un bosque o en el desierto. Sólo necesitaban dos buenas cabalgaduras.
Sintió una punzada de remordimiento por marcharse al pensar que sus compañeros, de seguro, morirían. Sabía que dejaba esa tierra para siempre, que nunca más regresaría, y que en la dulce Francia recordaría el aire seco del desierto, y la alegría de los campamentos sarracenos donde tantos amigos había hecho, porque al cabo los hombres eran hombres, no importaba a qué Dios rezaran. Y él había visto honor, justicia, dolor, alegría, sabiduría y miseria en las filas de sus enemigos lo mismo que en las suyas. No eran diferentes, sólo luchaban con banderas distintas.
Pediría a Said que le acompañara un trecho, pero luego continuaría solo. No podía exigir a su amigo que dejara su tierra, no, no se acomodaría a vivir en Francia, por más que él le había contado las maravillas de su pueblo, Lyrey, cercano a Troyes. Allí aprendió a cabalgar por los verdes prados de la casa familiar, y a manejar las pequeñas espadas que su padre mandaba hacer al herrero para que sus hijos se convirtieran en caballeros.
Said se había hecho viejo como él, ya era demasiado tarde para volver a aprender a vivir otra vida.
Terminó de doblar cuidadosamente la mortaja con el lino nuevo y la guardó en un zurrón que siempre llevaba consigo. Fue a buscar a Said y le explicó las órdenes recibidas. Le preguntó si quería acompañarlo parte del camino antes de separar para siempre sus destinos. El hombre asintió. Sabía que cuando regresara no quedaría ningún cristiano en Acre. Volvería con los suyos, a consumir lo que le quedaba de vejez.
— o O o —
Llovía fuego. Las flechas incendiarias irrumpían por encima de las murallas arrasando lo que encontraban en su recorrido. El 6 de abril de aquel año del Señor de 1291 los mamelucos habían comenzado el asedio de San Juan de Acre. Llevaban varios días martirizando la fortaleza que los caballeros templarios defendían con fiereza.
Guillaume de Beaujeu había mandado confesar y comulgar el mismo día en que comenzó el asedio. Sabía que pocos de ellos lograrían sobrevivir, de manera que les pidió que pusieran sus almas en orden con Dios.
Sabía a François de Charney cabalgando, despidiéndose de aquellos lugares que se habían convertido en su hogar. Confiaba en que salvaría la mortaja de Cristo y la haría llegar a Francia. Su corazón le había dictado la decisión de mandar a De Charney con la tela sagrada. El joven que cuarenta años atrás la trajera de Constantinopla volvía a custodiarla camino de Occidente. Insh’Allah!
¿Cuántos caballeros quedaban? Apenas cincuenta defendían las murallas que no querían rendir, mientras los civiles cristianos corrían desesperados, gritando. Lo peor de la condición humana afloraba en aquellos momentos en que la vida era lo único que se podía salvar.
Las escenas de pánico se sucedían. Un barco había naufragado a pocos metros de la costa por la carga exagerada de hombres y pertrechos que buscaban huir de la muerte segura.
En Acre, la gran fortaleza templaria, en aquella ciudadela amurallada, se combatía cuerpo a cuerpo. Los templarios no cedían ni un palmo de terreno, lo defendían con su vida, y sólo cuando les era arrancada, avanzaba el enemigo.
Guillaume de Beaujeu, espada en ristre, se batía desde hacía horas; no sabía cuántos hombres había matado ni cuántos habían muerto a su alrededor. Había pedido a sus caballeros que intentaran marcharse antes de que cayera Acre. Petición inútil, porque todos combatían sabiendo que pronto responderían de sus actos ante Dios.
El gran maestre luchaba contra dos fieros sarracenos, intentaba esquivar los mandobles con el escudo, pero ¡ay! ¿Qué había hecho? De pronto siente un dolor agudo en el pecho, no ve nada, se ha hecho la noche. Insh’Allah!
Jean de Perigod logró arrastrar el cuerpo de Guillaume de Beaujeu y resguardarlo junto al muro. Se corrió la voz: el gran maestre ha muerto. Acre está a punto de sucumbir, pero Dios no ha dispuesto que sea esa noche.
Los mamelucos regresan a su campamento, de donde llegó aroma de cordero especiado y el sonido de canciones que hablan de victoria. Los caballeros se reúnen, exhaustos, en la sala capitular. Deben elegir a un gran maestre, allí, ahora, no pueden esperar. Están cansados, agotados, poco les importa quién se convierta en su jefe cuando mañana van a morir, quizá pasado, ¿qué más da? Pero rezan y meditan, y piden a Dios que los ilumine. Guillaume de Beaujeu.
El 28 de mayo de 1291 en Acre hacía calor y olía a miseria. Antes de que saliera el sol Thibaut Gaudin ha dispuesto que escucharan la santa misa. Las espadas entrechocan sin descanso y las flechas buscan a ciegas a sus víctimas. Antes de que caiga el sol ondeará sobre Acre la bandera de los enemigos. Insh’Allah! La fortaleza se asemeja a un cementerio. Apenas quedaban caballeros con vida.