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El hombre levantó la trampilla y con el halo de luz de su linterna iluminó el sótano. Allí estaban los tres mudos, mirándole impacientes. Bajó la destartalada escalera que conducía a aquel sótano oculto, y sintió un leve estremecimiento. Tenía ganas de que los mudos se marcharan, pero también sabía que cualquier decisión precipitada podía dar con los huesos de todos ellos en la cárcel y, lo que era peor, con la vergüenza de un nuevo fracaso y el desprecio eterno de Addaio, que hasta podría dictar su excomunión.
—Los policías de Roma se han marchado. Hoy se han despedido del cardenal y el jefe, el tal Marco, ha estado un buen rato con el padre Yves. Creo que ya podéis salir de aquí, porque por lo que he podido escuchar los carabinieri no sospechan de que además de vuestro compañero muerto hubiera nadie más. De acuerdo con las instrucciones de Addaio tenéis que seguir cada uno vuestro plan de fuga.
El mayor de los mudos, un hombre de unos treinta y pocos años, asintió mientras en un papel escribía una pregunta:
«¿Estás seguro de que no hay peligro?».
—Todo lo seguro que puedo estar. Escríbeme en ese papel si necesitáis algo.
El mudo que parecía el jefe volvió a escribir en el papel:
«Necesitamos asearnos, no podemos salir así. Tráenos más agua, un barreño donde podamos lavarnos a fondo, y ¿qué pasa con los camiones?».
—Pasada la medianoche, hacia la una, bajaré a buscarte. Te acompañaré por el túnel hasta el cementerio monumental. Allí saldrás tú solo al exterior. Un camión esperará en la estación de Merci Vanchiglia, al otro lado de la plaza, no se detendrá más de cinco minutos. Ésta es la matrícula —le dio un papel con un número apuntado—, a ti te llevará hasta Génova; allí embarcas como marinero en el Estrella del Mar y en un una semana estarás en casa.
El jefe asintió con la cabeza. Sus dos compañeros habían permanecido expectantes. Eran más jóvenes, apenas en la veintena, el uno con el pelo negro cortado estilo militar, ancho de espaldas, brazos musculosos, alto. El otro de complexión más endeble, y más bajo, cabello castaño y un destello permanente de impaciencia en la mirada.
El hombre se dirigió al del pelo negro.
—Tu camión pasará a recogerte la madrugada de mañana. Haremos el mismo recorrido por el túnel hasta el cementerio. Cuando salgas a la calle tuerce a la izquierda, camina hacia el río; el camión te estará esperando. Pasaréis la frontera con Suiza, de allí a Alemania. En Berlín te esperan; ya conoces la dirección de los que te llevarán a casa.
El joven de complexión débil se le quedó mirando fijamente. El hombre sintió miedo porque percibió ira en los ojos castaños del joven mudo.
—Te toca salir el último. Tienes que estar otros dos días aquí. El camión te recogerá también de madrugada, a las dos, vas directamente a casa. Que tengáis suerte. Os traeré el agua.
El mudo con el pelo cortado estilo militar le agarró fuerte del brazo y le indicó que quería hacer una pregunta que escribió rápido en el papel.
—¿Quieres saber de Mendibj? Está en prisión, ya lo sabéis. Se comportó como un loco, no quiso esperar a que llegaran sus compañeros, se introdujo en la catedral y llegó hasta la capilla. No sé lo que hizo, pero la alarma empezó a sonar. Tengo órdenes de Addaio de no correr riesgos, de manera que no puedo ayudarle. Le cogieron corriendo por la Piazza del Castelo. Seguid las instrucciones y no habrá problemas, no tiene por qué haberlos. Nadie sabe de este sótano, ni del túnel. En el subsuelo de Turín se cruzan decenas de túneles, pero no se conocen todos; éste no ha sido descubierto, sería una catástrofe que lo hicieran. Nos obligarían a desaparecer de la faz de la tierra.
Cuando el hombre entrado en años abandonó el sótano, se miraron. El jefe empezó a escribir en un papel las instrucciones que había de seguir cada uno. Dentro de unas horas iniciarían un largo viaje y o bien lograban llegar a casa o eran detenidos. La suerte no les había abandonado del todo, la prueba es que estaban vivos, pero huir de Turín no sería tan fácil. No es fácil que tres mudos pasen inadvertidos. Que Dios escuchara sus oraciones y pudieran llegar hasta Addaio.
Espontáneamente se abrazaron, las lágrimas de los tres se fundieron con el abrazo.