CAPÍTULO X

Tres días más tarde en la sala del trono se celebró el Consejo de los Veintiuno.

Había que destruir K-Ti por todos los medios.

El Poder se reunió con Stillman y Sig-Primera para tratar del asunto, veinticuatro horas más tarde.

—¿Cuándo será?

Miguel dudó unos segundos antes de formular la respuesta.

—Dentro de un par de días, John. Estamos preparando las rampas de lanzamiento. Lanzaré sobre K-Ti tres mil naves de guerra, y será el fin, y una preocupación menos para Khal —le miró fijamente y preguntó—: ¿Quieres dirigir ese ataque?

Los ojos de Stillman se desviaron hacia la muchacha.

—¿Qué te parece a ti, Sig? —preguntó.

Ella le sonrió.

—Tenemos toda tu confianza. Tú, desde aquí, puedes hacerlo. Todas las naves te obedecerán como si se tratara de una sola.

Stillman pensó rápidamente.

—¿Y si fracaso? —inquirió.

—No existe ni la más remota posibilidad de que eso ocurra, John, y tú lo sabes.

No discutió más.

—De acuerdo —fue lo que dijo—; lo haré, Sig, ya que lo deseáis así —hizo una ligera pausa y prosiguió—: ¿Y Gord?

—¿Deseas conocerle? —el Poder se puso en pie—. Ven, hablarás con él.

Sig-Primera ya se encontraba a su lado cuando empezó a andar hacia la puerta.

Le vio en uno de los salones, con su monstruoso cuerpo extendido sobre un sofá, y sus ojos saltones e inexpresivos se clavaron en él, pero su pregunta fue dirigida a Miguel:

—¿Vas a ejecutarme?

—No.

—Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo?

—Expuse tu caso ante el Consejo, Gord, y vas a ser expulsado de Khal.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

Miró a Sig-Primera.

—Celebro verte, Sig-Primera —dijo con su voz de babosa—; y supongo que tú también estás de acuerdo en eso, ¿verdad?

—Sí, así es.

Guardó silencio durante unos segundos y finalmente contestó con otra pregunta:

—¿Hacia dónde?

—Hacia los límites de la Galaxia, en un viaje de un millón de años luz. Tardarás mucho en llegar, Gord. Lo entiendes, ¿verdad?

—¿Una estrella?

—Sí.

—Puede convertirse en Nova.

—Es un riesgo que tienes que afrontar

—Lo sé.

Se retorció como una culebra y acto seguido les miró alternativamente.

—Déjame solo, Miguel —dijo—, pero antes, quiero hacerte una pregunta.

—Dila.

—¿Qué fue de Laura-Tres?

—Abandonó la ciudad.

No respondió.

Sus ojos se cerraron y su enorme cuerpo pareció relajarse sobre el sofá que ocupaba.

Miguel hizo una seña y los tres se encaminaron hacia la puerta en tanto que sin saber cómo ni de dónde habían brotado, tal vez de la nada, tres lumínicos hacían su aparición en el interior de la estancia.

Siguiendo la dirección de su mirada, Miguel comentó:

—Mi hermana te enseñará cómo manejarlos, John. Es lo que único que te falta por saber en Khal.

Stillman no respondió.

En aquel momento estaba muy ocupado mirando la expresión de los ojos de Sig-Primera, obsesionantemente fijos en los suyos.

* * *

Víspera de la gran batalla y luego la paz y el olvido al lado de Sig-Primera, la inmortalidad junto con dos hijos que iba a darle.

¿Lo conseguiría?

Ni siquiera lo sabía, como tampoco por qué había ido allí, como no fuera para avivar viejos recuerdos.

Había registrado la casa palmo a palmo y ahora, un tanto cansado, se dejó caer sobre el lecho que ocupara desde el primer día en que fue transportado hasta aquella Dimensión.

Laura-Tres había abandonado la ciudad sin dejar rastro, obedeciendo la última orden que el Poder le diera.

Sin dejar una nota, sin tratar de verle.

Sig-Primera llevaba toda la razón cuando le dijo o le habló de su egoísmo. Para ella sólo existía una cosa antes que todas las demás: Laura-Tres.

Miró a su alrededor, y entonces la vio, junto al marco de la puerta, observándole atentamente, sonriéndole con sus ojos negros, más brillantes que nunca, y como impulsado por una ballesta, Stillman se sentó en el lecho.

—¿Puedo preguntarte cómo has llegado hasta aquí?

La sonrisa de Sig-Primera, mientras se le acercaba, se acentuó.

—Algunas veces, John, también me gusta comprobar personalmente las cosas que ocurren en Khal, sin necesidad de que nadie me las diga.

—¿Fue sólo por eso?

Sig-Primera se encontraba frente a él y en tanto formulaba la pregunta Stillman se puso en pie llevando las manos a su cintura.

—¿Qué quieres decir?

—Me preguntaba si me estabas vigilando.

—¡John! ¿Cómo has podido pensar una cosa así?

Llevó las manos a su cuello y se aplastó contra él buscándole los labios con los suyos por lo que por espacio de dos o tres minutos permanecieron estrechamente abrazados.

Al separarse, Sig-Primera insistió.

—¿Cómo, John? Dímelo, ¿quieres?

—Olvídalo.

Ella no insistió más.

Simplemente se limitó a preguntar:

—¿Nos vamos?

—Sí, cuando quieras.

Salieron fuera.

Frente a la puerta se encontraban dos bólidos, flotando en el aire, como si se encontraran suspendidos en el espacio o simplemente descansando sobre unas ruedas completamente invisibles para el ojo humano.

—Llévame tú, John. Una vez en la Gran Casa ya mandaré a uno de la guardia para que recoja el mío.

Subieron y el bólido empezó a adquirir velocidad.

—Estoy pensando en Gord.

Stillman la miró.

—¿Por qué?

—¿Sabes lo que le dijo a Miguel unos segundos antes de que fuera lanzado?

—No.

—Qué jamás llegaría a esa estrella. No es inmortal, ¿comprendes?

—¿Y…?

—Sus descendientes lo harán, John. Dijo que llenaría la estrella con ellos y que tal vez algún día regresarían a Khal.

—¿Qué contestó tu hermano?

—Que tú les estarías esperando.

Una vez más, Stillman se quedó sin saber lo que decir y calló.

A su lado, Sig-Primera también guardó silencio, pero fue durante muy poco tiempo, apenas treinta segundos, y entonces preguntó:

—Piensas en tu regreso, ¿verdad?

La miró.

—¿Mi regreso? —preguntó a su vez—. ¿Adónde?

—A tu Dimensión. Es así, ¿verdad, John?

—Nunca dije eso.

—Lo sé —repuso ella—, pero es así. Te obsesiona esa idea, y yo nada puedo hacer contra ese deseo.

Dudó por un breve espacio de tiempo antes de preguntar.

—¿Quieres que me quite ese cinturón, Sig?

—No.

Había firmeza en su voz cuando pronunció la palabra y Stillman la miró con asombro.

—¿Por qué? —preguntó.

Le sonrió.

—Soy feliz así, John, y si te pidiera eso, sabría que te ocasioné un dolor a ti y mi felicidad se enturbiaría. Tú también lo eres llevando eso puesto y no deseo, no quiero que te lo quites. Me comprendes, ¿verdad?

—Si, creo que sí.

Sobre sus cabezas, el sol brillando sobre un firmamento completamente azul.

La calma en el aire era perfecta.

En la distancia, muy cerca ya, dominándolo todo, se veían las cúpulas y las torres de la Gran Casa elevándose hacia aquel cielo magnífica y transparente que a él le recordaba el de la Madre Tierra.

Más cerca, mucho más cerca, estaban llegando, sumidos en sus propios pensamientos, sin presumir ni remotamente lo que iba a ocurrir dentro de unos momentos; segundos tal vez.

Estaban llegando a la gran explanada, casi frente a la escalinata que daba acceso a la puerta principal de la Gran Casa cuando un rayo de luz, vivísima, enturbiando la del propio sol, pasó por entre dos de los altos edificios y se estrelló contra otro.

Hubo un relámpago, un estampido terrorífico y todo saltó por el aire entre denso humo, cascotes y ayes de dolor mientras que sobre sus cabezas los rayos cósmicos se entrecruzaban tomando por blanco los edificios de Khal.

Casi al instante, como si quisiera acallar el estruendo, el Apocalipsis que empezaba, se oyeron los altavoces y la voz calmosa y siempre fría del Poder, dando órdenes, a la población que se deshacía por segundos y a las rampas de lanzamiento en tanto que en el azul del cielo aparecían las primeras naves de guerra de K-Ti y las rampas de lanzamiento de Khal se llenaban de llamaradas y de rugidos de infierno cuando las primeras defensas se lanzaron al encuentro de los invasores.

Sig-Primera detuvo el bólido, las portezuelas se abrieron y tomando a Stillman de un brazo tiró de él.

—Corre, John. Son las naves de K-Ti. Vamos, ven conmigo.

Pegados a las paredes, y a su alrededor se iban desplomando los edificios convertidos en materia cósmica, tratando de ver entre el polvo y las humaredas de los primeros incendios y sobre sus cabezas empezaban a desarrollarse las primeras luchas entre las naves interplanetarias, corrieron con ánimo de rodear el de la Gran Casa.

No llegaron.

Es decir, Stillman no llegó.

Repentinamente sintió un leve tirón en su cintura y empezó a elevarse más y más mientras que Sig-Primera se empequeñecía ante sus ojos y los restantes edificios iban desapareciendo en el vacío, en el precipicio que quedaba bajo sus pies.

Luego aquéllos se desprendieron del suelo y empezó a elevarse lentamente, ganando proporciones en estatura, y de un modo repentino, sin que aún supiera cómo y por qué de todo aquello, las primeras naves espaciales quedaron a la altura de su cintura, cuerpo ahora monstruoso leves picaduras de mosquito, salvaje en su rostro, movió las manos una y otra vez, destrozándolas a su paso, en tanto que los rayos cósmicos se estrellaban en contra suya produciendo en su cuerpo ahora monstruoso, leves picaduras de mosquito.

Luego, rápidamente, todo fue quedando por debajo de él.

Fríamente, con el pensamiento lúcido, Stillman procuró apartarse de aquel sol que le había alumbrado durante meses enteros, durante años, con objeto de que su cuerpo no produjera sombra alguna sobre Khal, si es que había quedado algo del planeta después de aquel ataque relámpago, y continuó subiendo.

Mirando a su alrededor, hacia los planetas que cada vez se empequeñecían más y más.

Recordando el emplazamiento de K-Ti según la pantalla de Miguel

Sí, aquél debía ser.

Se acercó mediante una contorsión y cuando le tuvo frente a él, al alcance de sus monstruosas manos lo sujetó, aplastando los valles, viendo ante sus ojos cómo se desplomaban las montañas, cómo las aguas de los ríos y de los mares se desbordaban arrasándolo todo.

Máquinas. Máquinas, mutantes, mutantes…

Con un alarido salvaje apretó con ambas manos sobre el Ecuador del planeta y éste se partió en mil pedazos, estallando entre sus dedos y vio correr por entre ellos el polvo, las piedras y los hierros retorcidos de los mutantes, que escaparon hacia el espacio infinito mientras que de su boca surgía una terrorífica carcajada que fue decreciendo poco a poco hasta que sólo fue un murmullo.

* * *

Con los ojos agrandados, casi con miedo, Ruth le vio surgir frente a ella, crecer por quintos de segundo hasta que recobró su estatura normal.

En su rostro había expresión parecida a la locura y no la miraba.

Sólo al profesor.

Sus manos estaban cruzadas, agarrotados los dedos, los unos contra los otros, y no hablaba, sólo miraba.

Hasta que de un modo repentino dio el estallido.

—Otra broma como ésta y le mato, profesor, a pesar de Los Seis. ¿Qué pretendía? ¿Eliminarme?

—¿Yo…?

Avanzó unos pasos sin desenlazar los dedos, y se detuvo muy cerca de él.

—¿Cuánto tiempo me ha tenido fuera de aquí, profesor? ¿Qué trataba de hacer conmigo? Convertirme en un viejo decrépito, ¿verdad? Cien años o más. ¿Comprende lo que significa eso?

La carcajada burlona del profesor le interrumpió:

—¿Has oído eso, Ruth? John ha vuelto del viaje mucho más loco que se fue. ¡Cien años! —se echó a reír en tanto que Stillman daba un paso hacia él con los labios crispados en una mueca, lleno de furia—. Cien años. ¡Treinta segundos, John, ni uno más! Puedes comprobarlo tú mismo.

Stillman se petrificó, dando la callada por respuesta.

Hasta que dijo lentamente:

—Aun así, profesor, no voy a perdonárselo nunca.

Ruth no decía nada, callaba, pero se estaba acercando a la gran computadora electromagnética.

—De acuerdo, no me lo perdones —hizo una ligera pausa y empezó a explicarse—: Tuve un pequeño fallo y perdí el contacto contigo, pero como ves, lo subsané en un instante.

No respondió.

¿Para qué hacerlo?

Las siguientes palabras del profesor les sorprendieron un poco:

—¿Puedo saber qué te pasa en los dedos, John?

Stillman se miró las manos crispadas.

Las venas estaban hinchadas.

Los descruzó y se las miró.

Polvo, simple polvo y partículas de arena o piedras. Algo apenas perceptible a simple vista.

Elevó los ojos hacia el profesor pensando que aquello era lo único que quedaba de K-Ti, y no sabía cómo explicarlo.

Fue a empezar, a decir algo, cuando surgió la llamarada azul-naranja.

Lo mismo que un loco, así se volvió el profesor hacia la computadora.

Ruth se encontraba allí, a su lado, mientras que rápidamente, aquélla se iba destruyendo hasta quedar convertida en cables quemados y hierros retorcidos.

—¿Qué has hecho? Has destrozado mi labor de…

Avanzó hacia ella pero Ruth le detuvo con la expresión de sus ojos y el movimiento de sus manos.

—Te lo prometí, profesor —dijo—. Nunca más, nadie será trasladado a la Dimensión 354-X. Nadie.

—Comparecerás ante el…

—Ante nadie, profesor, porque tú tampoco diste noticias alguna sobre tu descubrimiento. Deseabas comprobarlo y luego… luego… Hazlo, e iremos juntos.

Se volvió a mirar a Stillman.

Se encontraba en pie, completamente ausente de todo aquello, y se le acercó.

—¿Qué te ocurre, John? —preguntó—. ¿Qué… en qué estás pensando?

La miró.

¿Qué podía decirle?

Nada.

No podía explicarle que en una Galaxia infinitesimal, también en un planeta infinitesimal de aquella Galaxia, había encontrado a una mujer llamada Sig-Primera, que se habían amado, que contrajo matrimonio con ella y que iba a darle un hijo varón.

Tampoco que…

Hizo un rápido cálculo mental.

Un hijo que si su madre no había muerto en el ataque, ahora, en aquel momento, tendría veinticinco o treinta años, y que sería tan inmortal como ella misma.

Que gobernaría Khal conjuntamente con Miguel, y que tal vez esperaran su regreso durante siglos sin saber que aquello ya no ocurriría jamás porque otra mujer había destruido la única y poderosa fuerza que podría trasladarle a la Dimensión 354-X.

—Nada —fue lo que contestó—. Estaba pensando en todo esto.

Ruth le tomó de un brazo.

—Estás cansado, John —dijo tirando de él—. Ven conmigo. Te acompañaré hasta tu casa.

De pasada se miró a un espejo.

Su rubio pelo brillaba y había perdido todo aquel agotador cansancio.

Y mientras avanzaba con ella colgada del brazo por los largos corredores, Stillman sintió tentaciones de reír a carcajadas, burlándose de sí mismo, de ella, y de toda la Sede Central del Gobierno Terrícola.

¡Qué sabían ellos!

Treinta segundos…

Toda una vida.

¡Bah!

FIN

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