CAPÍTULO IX
Las salas de la Gran Casa estaban abarrotadas de público que iba y venía de un lado para otro en espera del anuncio de que el Consejo de los Veintiuno se encontraba reunido.
Se estaban retrasando y todos se preguntaban por qué.
En el interior del salón del trono todo había sido dispuesto para recibirles.
Los sillones en torno a la alargada mesa, los micrófonos, las pantallas en circuito cerrado, y las cámaras que enfocarían la reunión desde los distintos ángulos del salón.
Laura-Tres le vio entre aquel público y se le acercó.
Le tomó de un brazo y Stillman se volvió a mirarla.
—Estás envejeciendo, John —fue su primer saludo.
Y Stillman se sobresaltó, lo que la hizo sonreír.
—¿Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto?
—Meses, Laura-Tres —repuso Stillman—. Meses.
—Te casaste, ¿verdad? Oí la noticia a través de los micrófonos de la Gran Casa. Dime, ¿cómo marchan las cosas?
—¿Entre Sig y yo?
—Sí, claro.
—Todo marcha bien, Laura-Tres. Gracias por preguntármelo.
Siguió un pequeño silencio en el transcurso del cual ella miró a su alrededor.
—¿Vas a asistir al Consejo de los Veintiuno, John?
La miró a los ojos.
Impasibles como en todo momento, lo mismo que su hermoso rostro de muñeca.
—Sí, claro.
—Bueno, nos estamos preguntando qué es lo que ocurre para que no estén ya en la sala del…
—Ha habido un ligero retraso, Laura-Tres. Mira, ahí les tienes.
Miguel, el Poder, en el centro, encabezando el grupo.
Se hizo el silencio.
Fue como si una pesada losa de plomo se hubiera aplastado contra ella, impidiendo de paso cualquier clase de sonido.
Lo rompió Laura-Tres en un susurro.
—¿Dónde está ella? —preguntó.
—¿Quién?
—Sig-Primera.
—No tardarás en verla.
Fue así.
Los miembros del Consejo de los Veintiuno estaban llegando al centro del salón donde se encontraban cuando la vieron aparecer procedente del interior de una de las habitaciones.
No miró a nadie.
Una túnica como la de su hermano la envolvía desde los hombros hasta los pies y tanto Stillman como los demás la vieron, un tanto fascinados, avanzar hasta colocarse a la izquierda del Poder.
Stillman habló ronco.
—Nos veremos luego, Laura-Tres —dijo—, deseo preguntarte cómo te ha ido en estos meses.
Ella no respondió, le dejó marchar sin pronunciar palabra, y se volvió hacia la salida.
Empezó a andar en aquella dirección.
A su espalda, Sig-Primera entraba en la sala del trono seguida por el Poder.
Justo en aquel momento y cuando ya Stillman llegaba al centro del salón, sobrevino la explosión.
La onda expansiva barrió materialmente el salón y el propio Stillman se vio proyectado contra una de las paredes donde quedó casi sin aliento mientras que por la puerta que daba acceso al salón del trono una nube de espeso humo, irritante, casi irrespirable, se proyectaba hacia adelante impidiendo respirar.
Stillman se puso en pie y corrió como un loco.
Tosiendo, envuelto en denso, humo entró en el salón.
La vio casi al instante.
En el suelo, de bruces, completamente inmóvil, y ya no pensó en nada más; se inclinó sobre la muchacha, la tomó entre sus brazos y volvió la espalda, para correr por segunda vez, pero ahora buscando rápidamente el laboratorio.
Detrás suyo, en el interior del salón del trono, todo era confusión, humo, hierros retorcidos, gritos y voces, y los hombres que componían el Consejo de los Veintiuno se buscaban entre sí, preguntándose in mente qué había pasado.
Cuando Stillman regresó tres cuartos de hora más tarde, todo había cambiado.
No había humo, tampoco se encontraba uno solo de los miembros del Consejo.
Sólo el Poder y seis lumínicos que zumbaban y zumbaban en torno a las cabezas de Laura-Tres, Klef y Sevigny.
Miró a su alrededor.
Todo había sido devastado, barrido por la pequeña bomba.
¿Una bomba?
Clavó los ojos en Laura-Tres que permanecía en pie, lo mismo que Sevigny y Klef, justo cuando le llegó la pregunta de Miguel.
—¿Cómo está? Vi cómo te la llevabas.
—Sólo sufre una conmoción, Miguel. Se recuperará dentro de poco. Ahora se encuentra en nuestro dormitorio. Una de las enfermeras está con ella. ¿Y aquí?
—Ya lo ves.
—¿Alguna víctima?
—No. Pero no será porque no se hizo lo posible para que desapareciéramos. De no ser por el retraso, la explosión nos hubiera barrido a todos.
—¿Qué fue?
—Una pequeña bomba atómica, John —desvió los ojos de los suyos y miró a Laura-Tres—: ¿Por qué? —le preguntó.
—Yo no lo hice. No tuve nada que ver en esto. Abandonaba la Gran Casa cuando tu guardia me detuvo, y eso no está bien.
Al parecer sin que mediara orden alguna para ello, uno de los lumínicos aleteó sobre su cabeza.
—Habla, Laura-Tres, o les daré la orden…
—No puedes. No estoy pensando en ellos.
Y en aquel momento uno de los seis entró en ella.
Laura-Tres sufrió una sacudida, su rostro se desencajó y con un grito ronco se llevó las manos a la cabeza.
Luego cayó como un sacó y se revolcó en el suelo mientras hasta sus oídos llegaban las palabras de Miguel.
—Contesta, Laura-Tres. Contesta. ¿Cómo lo conseguiste?
En su mente, el lumínico profería amenazas y las mismas preguntas.
Dejó de luchar.
Se encontraba pálida y desencajada, transpirando por todos los poros de su hermoso cuerpo mientras que a su lado, Klef y Sevigny no osaban moverse.
—¿Cómo fue, Laura-Tres?
—Un anfimorfo la trajo dentro de una burbuja de agua.
—¿Quién te ayudó?
Laura-Tres crispó los labios en una mueca.
En el interior de su mente notó la dolorosa punzada y se contrajo una vez más mientras oía la orden.
—Contéstale, Laura-Tres. Dile al Poder quién te ayudó.
Trató de ponerse en pie y ante su propio asombro vio que podía hacerlo sin dificultad alguna.
—Gord —dijo—. Le soborné.
—¡Mientes!
—Esa bestia inmunda me debía algunos favores.
—Sí, lo sé.
—Le pedí que me los devolviera todos en uno.
Hubo un silencio que se hizo pesado, y que rompió el Poder.
—¿Y esos dos? —preguntó.
Laura-Tres tardó unos segundos en contestar.
—Nada tienen que ver en esto. Si se encontraban aquí fue a causa de la reunión pero nada más.
Klef fue quien interrumpió.
—Laura-Tres está mintiendo. Ambos la ayudamos desde un principio. En la primera ocasión y en ésta. Esa es la verdad.
Un nuevo silencio que también rompió Miguel.
—Sabes cuál es la pena, ¿no es así, Laura-Tres?
—Sí, lo sé.
Se hizo la tercera pausa y, por tercera vez, el Poder la rompió.
—Ellos mismos te conducirán al lugar de tu ejecución, Laura-Tres —dijo—. A ti y a ellos.
—Iré sin protestar, pero saca eso de dentro de mí.
—No voy a hacerlo y lo sabes. Vamos, Laura-Tres, ya puedes quitarte de mi vista.
Empezó a obedecer pero no pudo terminar con el movimiento.
—Espera, Miguel.
Los cinco al unísono se volvieron hacia la derecha y la vieron.
Se encontraba tanto o más pálida que la propia Laura-Tres, y se había envuelto en una nueva túnica.
Empezó a avanzar hacia ellos fría, hermética, lejana, tan lejana como lo estaban las estrellas, con pasos firmes y los ojos completamente helados.
Pasó por el lado de Stillman, sin mirarle y se colocó, lo mismo que siempre, a la izquierda del Poder.
—Vas a irte en paz, Laura-Tres —dijo ante el estupor de su propio hermano—, pero tienes que jurarme que hoy mismo abandonarás la ciudad. No voy a matarte. Hoy no. Voy… voy a tener un hijo, y es varón, ¿comprendes? No quiero empañar mi felicidad con tu muerte ni con la de otro cualquiera, pero no vuelvas. Te perdono, sí, pero con esa condición. Si alguno de los miembros de la guardia te encuentra en la calle, a ti o a ésos, os ejecutarán.
Viéndola a su lado, magnífica, majestuosa, ni el propio Poder se atrevió a contradecirla.
Justo al terminar de hacerlo, el lumínico que había en el hueco de la mente de Laura-Tres escapó, se elevó hasta el techo y permaneció allí, lanzando destellos luminosos, cada vez más apagados.
Laura-Tres empezó a moverse en dirección a Sig-Primera.
Se detuvo muy cerca, mirándola fijamente.
—No volveré —declaró—. No lo haré nunca. Tú y los tuyos podéis dormir tranquilos, Sig-Primera. Yo ya no puedo sublevarme contra los mismos que por dos veces me dan la vida cuando yo traté de destruir las suyas.
No esperó respuesta, hizo una seña con la mano y escoltada por Klef y Sevigny se encaminó hacia el hueco que dejaba la destrozada puerta que daba acceso a la sala del trono donde se encontraban en aquel momento.
De los tres, fue Stillman el que soltó la primera pregunta, y lo hizo con voz ronca:
—¿Cómo es posible que sepas eso si sólo hace unos…?
La risa de ella le interrumpió, y luego sus ojos, negros y grandes, en los cuales brillaban dos puntitos burlones, se fijaron en los suyos.
—Tonto —susurró—; todo está controlado en la Gran Casa. Lo… lo pregunté en el laboratorio tan pronto como saliste. Será varón, John, y si quieres… si quieres se llamará Miguel.
Se le acercó y se le colgó del brazo.
—Llévame a nuestra habitación, John —siguió—. Estoy muy cansada, mucho.
Era verdad, o por lo menos aquélla fue la impresión que les dio a los dos hombres.
Tirando de ella, Stillman ladeó la cabeza para mirar a Miguel.
—¿Me necesitas?
—Ahora no.
—Volveré tan pronto pueda.
El Poder no respondió, pero le siguió con la mirada hasta que ambos entraron en uno de los ascensores.
Luego, a través de los intercomunicadores interiores de la Gran Casa, empezó a dar órdenes.
El salón del trono debía ser reconstruido inmediatamente para celebrar a continuación la reunión que se había visto aplazada a consecuencia del atentado.
Fue aquella misma noche, en tanto que Sig-Primera continuaba descansando en sus habitaciones, durante; la cena, sentados frente a frente, cuando Miguel preguntó:
—¿Por qué no me lo contaste?
—¿Contarte…? ¿El qué?
—El ataque de esas dos naves cuando regresabais de Cronos. Sé que debí preguntártelo mucho antes, pero entre unas cosas y otras…
—Bueno, lo cierto es que no hemos tenido ni un segundo libre para hablar a solas. No le di mayor importancia de la que puede tener.
Miguel frunció el ceño.
—El jamás se atrevió a tanto, John.
—Lo supongo. ¿Qué piensas hacer?
—Tratarlo dentro de tres días en el Consejo, y si puedo, ordenaré la destrucción de ese planeta. No me gusta, pero sé que debo hacerlo para evitar males mayores a Khal.
—¿Y…?
Sencillamente te estoy preguntando cuál es tu opinión. No olvides que dentro de un par de años tú me sustituirás.
Stillman le dedicó una sonrisa.
—Creo que es lo más conveniente, y deseo que me des el mando de una de las naves de guerra.
Miguel le miró fijamente y así se mantuvo durante unos segundos, hasta que finalmente contestó con una sola palabra.
—No.
—¿Por qué?
—Tu puesto está aquí, lo mismo que el mío y el de Sig-Primera. Es el Poder que gobierna Khal y por tanto no debe moverse de la Gran Casa. Lo comprendes, ¿verdad?
Stillman no respondió.
Meditaba una vez más.
Bajo las ropas que llevaba se encontraba el cinturón con la caja.
Algo que pertenecía a un pasado ya muerto, a una Dimensión que gravitaba en el presente o en el futuro de su tiempo.
Algo de lo que no tenía seguridad ya que ni él mismo sabía si es que llegó a ocurrir alguna vez.
Lo mismo que Ruth o el profesor, su padre.
En realidad, ¿habían existido?
Y el planeta Tierra, ¿no era también producto de su imaginación?
Sacudió la cabeza sin darse cuenta de la mirada atenta del Poder que no se apartaba ni un segundo de su rostro, y continuó pensando.
Recordaba su primer encuentro con Sig-Primera, en aquel prado, sus proposiciones y sus respuestas cuando pensó que nada de aquello le importaba; que él no pertenecía a aquel mundo, a aquella Galaxia que gravitaba en una Dimensión distinta.
La Dimensión 354-X como la denominaba el profesor.
Su encuentro con Laura-Tres, la rebelión y la derrota y las consecuencias que aquella derrota había tenido para él.
Su matrimonio con… Stillman no lo sabía, pero Sig-Primera era lo que en tiempos remotísimos de la Tierra fueron las primeras damas de una nación, tal vez aún con más importancia, ya que ella también gobernaba.
Antes el ataque de las dos naves de K-Ti, y ahora iba a darle un hijo.
Sig-Primera lo supo a los pocos días de su matrimonio, y que era varón.
Todo estaba controlado en aquel extraño mundo en que se encontraba.
Más tarde el nuevo atentado, la bomba dentro de una burbuja de agua llevada hasta la sala del trono por un anfimorfo.
El ligero retraso que les salvó la vida, y el nuevo perdón para la principal causante de todo aquello; para la ambición desmedida de una mujer.
Y por último su propia resignación que ahora ya no le parecía tan dura a causa de Sig-Primera.
¿La amaba?
Era una pregunta que aún no tenía respuesta para él; por lo menos, no en forma concreta.
—¿En qué piensas?
Se sobresaltó y apartando los ojos del plato que tenía delante le miró.
Los perennemente inexpresivos ojos de Miguel le aguantaron la mirada.
—En todo esto —respondió, diciendo parte de la verdad.
—Concreta un poco más.
Sonrió.
—Estaba reuniendo datos.
—Del pasado y del presente, ¿no?
—Sí, así es.
—¿No pensaste en el futuro?
—No, aún no.
Miguel guardó silencio por espacio de varios segundos y finalmente formuló una pregunta que tomó completamente desprevenido a Stillman:
—¿Por qué no destruyes de una vez ese cinturón que llevas puesto, John?
—No lo sé.
—¿No…?
—Así es. Estoy tratando de averiguar por mí mismo el motivo por el cual aún lo llevo puesto.
—¿Quieres que te lo diga yo, John?
—¿Y por qué no?
Tras dudar un poco, el Poder respondió:
—En tu fuero interno deseas regresar a tu Dimensión.
Stillman no dijo nada y los segundos de silencio se hicieron largos y pesados hasta que él mismo lo rompió:
—¿Esa opinión tuya, también la comparte Sig?
—Sí.
—En ese caso, Miguel, ¿quieres explicarme por qué se casó conmigo?
—Ella te ama, John. Lo ha sacrificado todo por ti y lo continuará sacrificando a pesar de todo.
No había respuesta a aquellas palabras y por tanto, Stillman no la dio.
Guardó silencio, y poco a poco su expresión se volvió cada vez más pensativa.
Sin dejar de observarle, el Poder tampoco dijo nada, por lo que a partir de aquel momento la cena transcurrió en el más completo silencio hasta que terminó.
Fue entonces cuando Stillman se decidió a cortarlo formulando una pregunta que cambiaba radicalmente el tema de la conversación.
—¿Qué hay de Gord? —preguntó.
—Dos guardianes de la Gran Casa han ido a buscarle, John.
—¿Vas a…?
—No. Será desterrado.
—¿De dónde vino?
—De una estrella fuera de esta Galaxia, John, cuando se convirtió en Nova. Al principio hubo muchas controversias para aceptarlo en nuestra comunidad, pero por fin se quedó. Laura-Tres fue una de las que más abogaron por él.
—¿Vino solo?
—Sí.
—Eso no lo comprendo.
—Es sencillo. Es un ser que se reproduce solo, John, ¿entiendes? Ahora en su reino de las aguas, los puede haber a miles.
—¿Qué piensas hacer?
—Nada por el momento. Sólo me preocupa uno de ellos y es Gord. El resto, sin el primero, poco o nada pueden hacer en contra mía.
Stillman se puso en pie sin contestar, y poco más tarde los dos hombres se separaban.
Aquella noche, ante el estupor de Sig-Primera, que le observaba mientras se desvestía, Stillman se quitó el cinturón y lo lanzó a través del dormitorio sobre uno de los sillones.
Pero volvió a colocárselo al día siguiente tan pronto como se levantó.
No obstante, según los pensamientos de Sig-Primera, el que se lo hubiera quitado la noche anterior, era una buena señal.
La mejor para ella.