14
El Apartamento Acogedor
E
sther se puso al volante a las afueras de Ámsterdam, serpenteó por las calles y cruzó los puentes de la dudad hasta llegar al hotel de Antoine Joliette, el Intercontinental Amstel, un establecimiento de cinco estrellas, con vistas al canal. En medio del atasco vespertino, a Henson le parecía que su compañera conducía de un modo demasiado atrevido, pero procuró no dejarse las uñas clavadas en el salpicadero. Una cosa era morir y otra muy diferente permitir que una mujer notase lo mucho que le aterrorizaba su forma de conducir.
El Intercontinental Amstel era uno de esos hoteles concebidos para recordarle a la mayoría de los simples mortales lo abajo que estaban en la cadena alimentaria. El recepcionista les informó con mucha amabilidad de que monsieur Joliette había salido. Pensaron dejarle una nota, pero Henson se dio cuenta de que llevaba encima el teléfono móvil estadounidense por error, y que se había dejado el europeo en su hotel.
—Si vuelve —dijo Henson—, ¿le podría decir, por favor, que el señor Henson y la señorita Goren están cenando en el restaurante?
—Desde luego, señor.
Esther se apretó contra Henson cuando él la tomó del brazo.
—No vamos a cenar aquí —dijo ella—. Es La Rive, uno de los restaurantes más caros, en una ciudad muy cara.
—¿Y qué? Tengo ganas de tomar el perrito caliente con chile que preparan o, si no puede ser, su faisán al coñac. ¿Tú qué opinas?
—Que los americanos tienen más dinero del que deberían.
—Puede que tengas razón, pero nos merecemos una recompensa, ¿no crees? Y esto va por cuenta del Departamento del Tesoro. Es el que autentifica los billetes, ¿sabías?
Lo que Esther sabía era que nunca le pasaría la cuenta a su jefe, que lo iba a pagar todo él pero..., bueno, tenía hambre y rechazar la invitación habría sido descortés.
Comieron hasta la saciedad y cotejaron tranquilamente lo que habían averiguado hasta entonces. ¿Era falso el autorretrato? Toorn se había especializado en hacer falsificaciones, al menos, eso había dicho él mismo después de la guerra, pero esa era una cuestión que sólo podían aclarar los expertos. Si se trataba de una falsificación, se daría por concluida la búsqueda del legítimo propietario. Ningún gobierno tendría el menor interés en hacer pasar una falsificación, carente de valor, por algo saqueado en el Holocausto. Si eso era cierto, puede que quedasen sin respuesta las dos preguntas que ambos se hacían: ¿Cómo llegó el autorretrato al desván de Chicago? ¿Era Samuel Meyer, en realidad, el nazi Stéphane Meyerbeer?
Ya se marchaban del restaurante, cuando apareció Joliette.
—¿Dónde estaban? —les preguntó—. Me he pasado el día mandando mensajes.
—Me llevé el móvil equivocado.
—Toorn nos ha dejado plantados.
—¿Qué quieres decir?
—¡Se ha esfumado! Ha desaparecido —Joliette metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una nota escrita en papel con membrete.
—Esto es lo que encontró la comisión cuando se reunió esta mañana.
Henson la leyó para sí: «Madame et messieurs, rien que vous ferez ne changera mon jugement. Adieu.» Se la enseñó a Esther.
—»Nada de lo que hagan me hará cambiar de opinión. Adiós« tradujo Henson—. ¿Qué te parece?
—Parece escrito con una pluma —dijo ella, y cogiendo la nota, se pasó el papel fino entre las yemas del índice y el pulgar.
—No es sólo una opinión —dijo Joliette—, es todo un «veredicto». ¡Vaya insulto a la comisión! ¡Cómo si todos fuesen unos idiotas! Tardaron una hora en soltar toda la rabia que sentían, te garantizo que si pueden demostrarán que está equivocado.
—¿Me dices que puede afectar al resultado de la comisión?
—¡Baleara tenía un enfado tal que estaba dispuesto a declarar que el retrato era falso sin examinarlo! —dijo Joliette—. Pero creo que no, que todos son personas de bien y han de mantener su reputación. No creo que actúen con rencor.
—¿Adonde se marchó Toorn? —preguntó Esther.
—Lo único que tenemos es su dirección en Ámsterdam. Fui hasta allí en coche, pero nadie respondió.
—Llévenos allí —dijo Esther.
—Está lejos. Algunos miembros de la comisión dijeron que a lo mejor me llamaban más tarde —dijo Joliette—, todavía están con sus análisis.
—Llévanos allí —dijo Henson—. O danos la dirección. Aunque ninguno de los dos habla holandés.
—Diré en recepción que me recojan los recados —dijo Joliette— ¿Creen que le ha pasado algo?
—Si no le ha pasado nada, no será porque no se lo merezca —dijo Esther.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el erudito francés.
Joliette conducía casi tan alocadamente como Esther, pero Henson tenía la mente ocupada en las distintas posibilidades. Tanto Esther como él estaban preocupados por la espantada de Toorn pero ¿por qué? ¿Acaso no podía ser simplemente otro gesto de arrogancia? ¿Temía que hubiesen descubierto algo de su pasado nazi? ¿Cómo se habría enterado? ¿Le había llamado alguien desde Beekberg? ¿Sabía que el retrato de Van Gogh era falso porque lo había pintado él mismo? ¿Por qué declaró la primera vez que era auténtico? Nadie habría descubierto que él era el falsificador.
El lugar donde vivía Toorn resultó ser un edificio de ladrillo, modesto, con una relojería en la planta baja. Joliette señaló las ventanas a oscuras que había más arriba:
—Vive en el segundo.
—¿Sube las escaleras? —dijo Henson.
—Esto es tan solo un pied-à-terre —dijo Joliette—, un piso para cuando baja a la ciudad; tiene otra casa en el campo, tal vez más de una.
Al lado del escaparate había una puerta negra con postigos metálicos bien cerrados. En un cajetín de latón había una tarjeta de plástico con un nombre: «Toorn». Henson tocó el timbre durante un buen rato. Sonaba tanto dentro del apartamento, que se oía desde la calle.
—¿Cómo es la cerradura? —preguntó Esther.
Henson miró a ambos lados de la callejuela:
—¿No lo dirás en serio?
Ella se inclinó y le echó una ojeada a la cerradura. Hizo un guiño.
—Oh, no —dijo Henson—, no irás a...
—Espera en el coche si quieres —dijo Esther.
—Hay un bar en la esquina —dijo Joliette.
—¿También tú? —dijo Henson.
—Alguien tiene que quedarse de centinela, ¿no?
—Tienes aspecto de necesitar una copa, Martin —dijo Esther, y abrió la cremallera de un bolsillo lateral del bolso. Henson no se marchó.
—Entonces, ¿qué? —dijo ella.
Henson examinó la calle en ambas direcciones.
—No pienso quedarme fuera en ningún bar.
—Esto es muy emocionante —dijo Joliette—. ¡Nunca he visto descerrajar una puerta!
Esther sacó un aro con un juego de llaves. No había nada que lo diferenciara de cualquier otro llavero. Pasaría el control de rayos X de un aeropuerto y ni siquiera una persona experimentada que lo examinara detenidamente vería que algunas llaves se desplegaban en un conjunto de ganzúas. Se puso a trabajar mientras Henson vigilaba la calle.
—Procuren no parecer tan sospechosos —dijo Joliette.
—Asombroso —dijo Henson cuando la pesada puerta se abrió.
—Era fácil —dijo ella—, y no hay alarma.
—Dios mío —dijo Joliette, con los ojos muy abiertos.
—¿No conocía este método? —le dijo Esther, y le guiñó un ojo.
—Está bien, veamos si el gordo está en casa —dijo Henson.
—Creía que tú eras el centinela —dijo Joliette.
—Vamos, rápido —dijo Henson.
—Tal vez —dijo Joliette— yo no debiera entrar de este modo en el apartamento de tan insigne caballero.
—Entonces el centinela eres tú —dijo Henson—. ¡Chitón! Y si alguien pregunta, la puerta ya estaba abierta, ¿vale?
Esther palpó la pared hasta encontrar un interruptor de la luz. El estrecho recibidor sólo tenía un par de metros de longitud. La escalera conducía a un descansillo igualmente reducido, que tenía una bombilla pobre. Mientras subían se imaginaban a Toorn en los peldaños con sus bastones, a tan solo escasos centímetros de la pared por ambos lados. La puerta de arriba estaba lacada de rojo y tenía una cerradura que Esther consiguió abrir en quince segundos, como máximo.
—Serías una ladrona sensacional —dijo Henson.
—Si hiciese falta... —dijo ella.
—¿Doctor Toorn? ¿Hola?
El suelo de la habitación era de vinilo con cuadrados concéntricos blancos y negros, que resultaban muy llamativos y se veían a pesar de la escasa luz. Cuando Esther encendió la lámpara vieron que las paredes eran blancas y los muebles negros. Había una silla Eames en un rincón. La mesa que estaba al lado de la silla era de estilo chino, con dragones dorados sobre laca negra, a juego con el aparador. Una anticuada estufa de gas era lo único de la habitación que no había sido cuidadosamente seleccionado. No había alfombra, ni objetos dispersos como revistas o ceniceros sobre la mesa. La habitación era tan austera, pensó Henson, como la sala de exposición de un museo.
—¡Qué acogedor! —dijo Henson, con ironía.
Esther estudió el único cuadro que había. Era un amplio paisaje con pastores y pastoras que bebían vino a la sombra de un gran árbol. Una chapa de latón, a modo de etiqueta, rezaba «Jaap Donkers».
—¿Qué significa esto? —preguntó Esther— ¿Es un nombre?
—El autor, tal vez.
Henson cruzó la habitación y tiró de los pomos adornados con borlas del aparador.
—Está cerrado con llave.
Esther se desplazó hasta la parte de atrás del apartamento. La cocina estaba tan limpia y vacía como el salón. En las alacenas había platos de porcelana fina con grabados japoneses en rojo y negro. En los muebles bajos había cacerolas esmaltadas, de distintos tamaños. En el pequeño frigorífico sólo había un recipiente con mantequilla.
Mientras Henson registraba el dormitorio, Esther abrió la sencilla cerradura del aparador. Había una botella de armagnac con forma de banjo, acompañada por una de kirschwasser, una de anís, una de whisky escocés y varias de diferentes vinos.
—No había nada allá atrás —dijo Henson.
—A excepción del mueble bar, he visto habitaciones de hotel mucho mejor surtidas.
—¿Por que mantendrá este lugar? —dijo Henson—. ¿Por qué no alquilará una habitación cuando viene a Ámsterdam? No parece que haya pasado mucho tiempo aquí.
—¿Crees que ha vivido aquí alguna vez? —preguntó Esther—. Esto parece un piso franco.
—En la pared del dormitorio hay un retrato de un hombre joven. Me parece que es él. Está firmado por «G. W. Toorn».
—Quizá lo pintase él.
—Se parece a él —dijo Henson—, pero el estilo es de Van Gogh.
—¿Quieres tomar un trago antes de que vuelva a cerrar esto?
Henson se había ido hasta la ventana para atisbar.
—Vaya —dijo él—. Antoine está hablando con alguien.
Esther cerró de nuevo el aparador y se dirigió hacia la puerta.
—Échale una ojeada rápida al retrato y dime si es Toorn.
Entró en el dormitorio y se sorprendió del tamaño y de la forma redondeada que tenía la cama. Seguro que no la habían subido por la escalera. Debieron de meter el mobiliario por las ventanas.
Sí, no había la menor duda de que el retrato era de Toorn, un Toorn escuálido, pero Toorn al fin y al cabo. Tenía el mismo aire arrogante, la prominente barbilla, la mirada de superioridad. El hombre ya tenía esa actitud hace cuarenta, cincuenta y hasta puede que sesenta años. Los expertos más famosos del mundo no se hacían, nacían.
La pintura en sí intentaba imitar concienzudamente el estilo de Van Gogh. Estaba realizada con la capa espesa de pintura denominada impasto, que es una técnica típica del óleo. Algunas partes parecían el mapa con relieve de una cordillera y, aunque los colores que se arremolinaban junto a la cabeza de Toorn eran mucho menos brillantes, la pose era exactamente la misma que la del boceto de la edición conmemorativa publicada por el colegio y museo De Groot. La cabeza estaba girada de tres cuartos, como la de Vincent. La mano estaba torcida hacia arriba, como si sujetase una pelota de tenis, inmóvil entre los dos botones superiores de la chaqueta. Había intentado imitar el Van Gogh del De Groot. ¿Habría sido aquel cuadro el primer paso para llegar a falsificarlo?
Por un momento, Esther pensó en llevárselo, pero decidió que iba a ser demasiado descarado. Se dirigió al inmaculado cuarto de baño, cogió un poco de papel higiénico y lo dobló; después desescamó con una uña una brizna del impasto amarillo que había en el retrato cerca de la mano, la envolvió con cuidado en el papel, guardó todo en el bolso y cerró la cremallera. Para cuando llegó al descansillo y se puso a cerrar la puerta de nuevo, Henson y Joliette la esperaban al pie de la escalera.
—Deprisa —dijo Henson.
—¿Es la policía?
—Date prisa.
—¿No estaría bien que Antoine viera el retrato?
—¿Qué retrato? —preguntó Joliette.
—Luego te lo cuento —dijo Henson.
Esther se acomodó en el asiento de atrás. Joliette metió la primera y arrancó.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
—La anciana de la acera de enfrente —dijo Joliette—. Cuando volvió del mercado, vio que Toorn se marchaba. Le pareció que un coche con chofer le recogía. El chofer vestía traje y guantes negros.
—¿Y?
—Pero al chofer se le cayó esto cuando se metía en el coche. La vecina no sabía qué era, pero pensó que lo podía necesitar. Creyó que tal vez nosotros lo conocíamos —dijo Joliette, girando hacia el oeste en dirección al centro de la ciudad.
Esther miró la etiqueta de equipaje de una compañía aérea. El pasajero era «Gerhart Brewer», y había viajado de Toronto a Ámsterdam el día anterior.
—¿Tenemos que buscar al Brewer este? —preguntó ella.
—La anciana dijo que el conductor medía más de uno ochenta y que tenía el pelo rubio.
—¡Manfred Stock! —exclamó Esther— ¡Ahora tiene a Toorn!