4
El Desván
-¿T
e encuentras bien? —preguntó Henson a Esther.
Bajó la mirada hacia la carta en un intento de descubrir qué la había alterado tanto, pero ella, con un rápido movimiento, se guardó la carta en el bolsillo.
—Así no vamos a ninguna parte —dijo Esther, con aspereza—. ¿Qué esperas encontrar?
Volvió a estudiarla durante unos instantes, como si sopesara si debía preguntarle por la carta y el sobre. Cuando por fin habló, fue prudente.
—¿Quién sabe? —dijo Henson—. El hombre ese, Stock, andaba detrás de algo.
Se arrodilló ante ella y le tocó el dorso de la mano.
—Mira, si esto es demasiado para ti...
Esther retiró la mano y se puso de pie.
—¡Se trata de mi padre! ¡Mi padre! ¡Aquí estoy yo, mirando todas estas minucias de su vida, hasta el más mínimo detalle, y no me aclaran nada! ¡Nada! ¿Quién era realmente? ¿Quién era?
Sacó bruscamente la carta del bolsillo y se la arrojó. Unas lágrimas repentinas se acumularon como una gran burbuja que le subía desde el estómago, le hada un nudo en la garganta y seguía subiendo hasta reventar, derramándose por los ojos y por la nariz. Se cubrió la cara y huyó al pasillo. Henson fue tras ella, pero cuando le puso una mano en el hombro ella se la sacudió. Impotente, miró al suelo, a la misiva de Rosa Goren, y luego se echó hacia atrás.
—Lo siento —dijo él—. Descubriremos la verdad. Nadie está seguro de que él fuera Meyerbeer.
—¡Oh, déjalo ya! —dijo ella— ¡Tú crees que sí! ¡Sólo buscas pruebas!
Henson no sabía qué decir.
Esther se aferró al balaustre de la escalera y se recompuso un poco. Las heridas le palpitaban sin piedad. Agradecía el dolor físico, la apartaba de su padre.
—¿Por qué no esperas fuera? —le sugirió Henson.
—Sólo queda una habitación —dijo Esther.
Henson la observó entrar. El segundo dormitorio estaba tan polvoriento como el sótano. Hacía años que no se pintaban las paredes. No había ropa sobre el galán blanco, sólo un rollo de alambre para colgar cuadros. Había unas cuantas prendas de hombre, esparcidas al lado de una caja de cartón junto a la puerta, como si las hubiesen arrojado allí para almacenarlas. Había otra caja grande cerca del rincón, tapada con una sábana polvorienta. Cuando Esther la abrió por una esquina, pensó que contenía una jaula de madera. Al darse cuenta de que lo que observaba era, en realidad, una cuna, tuvo la sensación de que esa habitación había sido la suya cuando nació. A pesar de que había vivido en esa casa menos de un año, Meyer había conservado el mobiliario infantil durante más de treinta. Si no hubiese perdido el control antes, esto habría sido la puntilla. Pero ahora estaba insensibilizada. Miraba el techo, lleno de manchas; el galán de noche vacío y al armario desnudo a excepción de unas cuantas perchas de alambre. ¿Habría sido realmente esa su habitación? ¿Acaso debería recordar algo, algún detalle? «Tú sólo puedes hacerle daño».
—¿Ha habido suerte? —Henson estaba en el umbral.
Negó con la cabeza.
—Lo único que queda es el desván, lo puedo registrar yo.
—No —dijo ella—, voy contigo.
Henson abrió una puerta baja, y quedó a la vista una escalera de madera estrecha y empinada. Accionó un anticuado interruptor de baquelita, y sobre ellos se encendió una bombilla amarillenta. Con esa luz, la madera adquiría más color y le recordaba a Esther a algunas de las viejas escaleras de la parte antigua de Jerusalén.
En el desván, la viguería se extendía sobre sus cabezas como si fuesen las costillas de una bestia que se los hubiese tragado. Unas tablas sin barnizar cubrían sólo una parte de la superficie del suelo del desván. Más allá, las vigas estaban a la vista y quedaban al descubierto los techos alistonados de las habitaciones de abajo.
—Pues, por aquí lo que hay son unas cuantas cajas —dijo Henson.
De hecho, sólo había tres, abiertas y volcadas en el suelo.
—Y más polvo —dijo Esther, mirando la telaraña que cubría la pantalla de ventilación de hierro que había en la ventana alta del tejado.
—No pasaba mucho tiempo aquí arriba.
Henson había evitado tropezarse con un cuenco de metal esmaltado.
—Tenía una gotera —dijo él, echando una ojeada a la anticuada instalación eléctrica, desconectada hacía tiempo, que sobresalía de las vigas.
Cruzaban las vigas unos viejos cables eléctricos con aislante de tela, sujetos por anclajes de cerámica.
—No los toques —le advirtió Esther.
—Seguro que ya no llevan corriente —dijo Henson. Señaló con un gesto a su izquierda. Había un paraguas colgado de uno de los cables. —No veo nada por aquí atrás —dijo, según se aproximaba al final de las tablas y daba cautelosamente unos pasos hacia la ventana alta del tejado. —Alguna vez hubo murciélagos.
Esther se arrodilló para examinar el contenido de una caja volcada. Algunos trajes sencillos. Arrastró otra caja hasta dar con el único punto de luz y vio docenas de cintas de casete, con unos nombres escritos a mano.
—¿Alguna vez has oído hablar de un tal Reinhardt? —preguntó ella.
Henson se detuvo un momento, se encogió de hombros y se dio un golpe en la cabeza contra una de las vigas.
—¡Maldita sea!
—Ten cuidado —dijo ella—. ¿Y de Bixby... no, Bix Beiderbecke?
—¿Alemanes? —preguntó Henson—. Tal vez Meyer grabara cosas. ¿Has visto una grabadora abajo?
—Sólo la radio de la cocina y el televisor de la sala de estar.
—Nos llevaremos todas esas cintas —dijo, y comenzó a caminar hacia ella, frotándose la frente donde se había golpeado. Daba pasos torpes sobre la viga, según salía de la oscuridad a la luz.
—Tex Beneke —leía Esther—. Jimmie Lunceford. ¿Qué clase de alemanes se llaman Tex y Jimmy?
—¡Mierda! —dijo Henson—. Todos esos son miembros de una Big Band, la de Django Reinhardt. Mi padre...
Henson perdió el equilibrio y se tambaleó hacia un lado, pero de algún modo consiguió permanecer de pie. Estiró un brazo y se agarró al paraguas que pendía del cable y lo empleó para mantener el equilibrio.
Esther empezó a decirle que tenía suerte de no haberse electrocutado, pero Henson se había parado en el borde de las tablas y sacudía el paraguas con suavidad.
—¡Eh! —dijo él, y fue rápido hacia la luz.
Esther vio lo que le había llamado la atención. Del interior del paraguas sobresalía un papel amarillento enrollado al astil. Él tiró hacia atrás del borde superior del papel y vio más papel debajo; era papel grueso. No, era un lienzo pesado y rígido.
—¡Ajá! —gritó Henson y trató desesperadamente de deslizar el rollo para sacarlo del astil. La empuñadura del paraguas le estorbaba. Lo retorció hasta desenroscarlo y luego dejó caer el rollo sobre el entablado.
—¿Qué es eso? —preguntó Esther.
Henson se puso de rodillas, se subió las mangas lleno de satisfacción y se puso a desenrollar el lienzo. Apareció primero la capa de pintura con relieve de la parte superior, y luego el rojo amarillento del cabello de un hombre. Cuando quedó totalmente extendido, Henson se sentó sobre los talones.
—¡Es increíble! —exclamó él— ¡Vaya, por Dios!
—¿Una pintura? —preguntó Esther—. ¿Es eso?
—A no ser que esté totalmente confundido —dijo él—, es un Van Gogh.
Esther oyó las palabras pero ni por asomo conseguía entender qué querían decir.
Comenzó a balbucear una pregunta que le aclarase qué significaba, cuando se oyó un fuerte crujido seguido por una explosión, que sonó como la combinación de un rugido y un silbido. Fue como si el suelo del desván se elevase cinco centímetros y volviera a caer en su sitio, igual que cuando un avión atraviesa turbulencias en el aire. El efecto fue impresionante. Henson rodó hacía atrás en su posición de arrodillado y agitaba los brazos como una cucaracha moribunda. Esther cayó hacia delante, a gatas, y se acordó por un momento de la herida que tenía en la cabeza.
—¿Pero qué demonios ha sido eso? —gritó Henson.
Rememoró otros sonidos como aquél.
—¿Estaba conectado el gas?
Henson se incorporó y miró hacia el suelo con inquietud.
—¡Venga, vámonos! —dijo. Ya estaba a mitad de camino hacia la escalera estrecha cuando se detuvo— ¡El lienzo!
Esther se volvió a toda prisa y lo recogió. Fue entonces cuando notó que olía a humo.
Henson consiguió abrir la puerta del desván. Unas llamas enormes ascendían con fuerza por el hueco de la escalera desde la planta baja. Henson aguantó el intenso calor cuando el fuego se echó hacia él con un rugido y con dedos como garras que apuntaban hacia el final de la escalera que llevaba al desván. Le costó volver a cerrar la puerta.
—¡Dios mío! —gritó—. Estamos atrapados. Ya no hay escaleras.
Se quedaron mirándose una fracción de segundo. El fuego sube; siempre sube.
—¡El tejado! —dijo ella—. ¿Hay una trampilla que dé al tejado?
—¡La ventana!
Cruzaron el entablado a toda prisa. Esther vio volutas de humo que ascendían por entre las juntas de las maderas.
Henson se adentró en la zona de vigas descubiertas en el suelo y cruzó por una caminando como un equilibrista hasta el ventanuco.
—¡Tiene una malla de acero! No veo que tenga alféizar. ¡Podría dar directamente a la calle!
—¿Prefieres quemarte?
De un tirón, Henson sacó el teléfono móvil y tecleó 911 mientras examinaba los tornillos que fijaban el rectángulo de la malla de acero.
—Sí —gritó al teléfono—, hay un incendio. Estamos atrapados en el desván.
Miró alrededor, buscando algo con lo que desmontar los tornillos o quitar la malla, y casi se salió de la viga que pisaba.
—Pues, es que yo no... —Se volvió desesperado hacia Esther— ¿Qué dirección es esta?
Lo miró perpleja. No se acordaba. ¿Qué le había dicho su padre para que le diera instrucciones al taxista?
—No sé —gritó Henson al teléfono—. Estamos enfrente del Wrigley Field. ¡Sí! No sé si es la calle Addison. Un tal Samuel Meyer era el propietario de la casa. ¡Meyer! Sí. ¡Estamos atrapados en el desván!
Perdió otra vez el equilibrio y pisó los listones que había entre las vigas del suelo.
—¡Ten cuidado! —gritó Esther—. Se te puede colar el pie.
—¡Deprisa!
Se guardó el teléfono en el bolsillo y la miró con una expresión en la cara que significaba: «Estamos solos».
Esther intentó recordar cómo era la casa por fuera. La primera vez iba tan distraída que no se había fijado mucho. Creyó recordar que había una especie de tejado abuhardillado, no muy alto. ¿Habría algún modo de subir allí? ¿Habría algún tipo de ornamento al que pudieran sujetarse?
—¡Una malla de acero! ¡Tiene que ser para impedir el paso! —dijo ella— ¡Tiene que haber un modo de subir al tejado!
Se desplazó hacia la escalera y vio que la pintura de la puerta ya se estaba desconchando. ¿Pero qué clase de fuego infernal era ese? Hacía menos de un minuto que habían oído el estallido.
Henson intentaba hacer girar con la mano una de las tuercas que amarraban la malla a la ventana, y luego lo intentó con los dientes.
—¡Necesitamos herramientas, cualquier tipo de herramientas!
Esther saltó de un extremo del solado al otro, buscando desesperadamente entre los desechos de las cajas volcadas. ¿Vestidos? ¿Cintas? ¿El lienzo? ¿Es que no había nada contundente allí arriba? Se tiró de rodillas en el borde de las tablas e intentó arrancar una. Sentía el calor que ascendía del techo que había debajo. La atmósfera se enturbiaba. Hizo un gran esfuerzo al tirar de la tabla, que se soltó y se rompió.
La pieza no medía ni un metro. ¡No servía para nada!
Miró a Henson y una idea peregrina se le pasó por la mente. ¿Quién visitaría a su madre?
Cuando miró de nuevo, Henson había reventado el cristal con el codo y gritaba a través de la malla.
—¡Socorro! ¡Fuego! ¡Estamos atrapados!
—¡Dale una patada! —gritó Esther—. ¡Dásela!
Henson se colgó de la viga que tenía sobre la cabeza, se columpió y golpeó la malla con ambos pies. Fue como si le hubiese dado a un muro de ladrillos. Volvió a sujetarse a la viga y dio otra vez con fuerza a la malla. No pareció que aquel segundo golpe tuviera ningún efecto.
—¡El marco ha cedido! —gritó él—. ¡Creo que el marco se ha rajado!
Por un instante Esther creyó que había sido el tobillo de él al partirse, en lugar de la madera, lo que había oído, pero por el modo en que Henson seguía dando patadas, se preguntó si él creía que así lograba algo. A Esther los ojos le escocían y se le llenaban de lágrimas. El viejo alistonado que había bajo sus pies humeaba. No les quedaba mucho tiempo antes de que todo estallase en llamas.
—¡Échate hacia atrás! —gritó, agitando los brazos.
Henson le dio una última patada, pero la hoja de acero aún resistía. Se puso delante de ella, con el semblante sudoroso y polvoriento.
—¡Atrás, te digo!
Él dio unos pasos por las vigas y se agarró a un poste de sujeción.
Esther se enderezó junto al borde del suelo de tablas, reunió todas sus fuerzas y observó con atención la viga que iba directamente hasta el ventanuco. No habría una segunda oportunidad. Tenía que lograr enseguida una gran concentración mental. Tenía que imaginarlo, creérselo, y tal vez le saliese bien. El edificio era viejo, por lo que la viga era ligeramente más ancha que las actuales. Enorme, se dijo a sí misma. De cinco centímetros de anchura.
Confianza. Se ronroneaba esa palabra. Confianza. Respira hondo. Se trata de correr por una viga. Es fácil. Bajó la cabeza. Agitó las manos para eliminar la tensión.
Corrió hacia delante.
Un paso, dos, tres. Las plantas de los pies seguían la viga y las suelas de goma se adherían bien. Al cuarto paso, se lanzó con la pierna extendida y giró la cadera para dar el golpe con la máxima fuerza de los músculos del muslo y de la nalga.
Tenía tanta adrenalina que no sintió el poderoso golpe que dio con el pie contra la malla, pero hubo un chasquido como un disparo cuando cedió la ventana. Durante unos momentos, Esther tuvo la sensación de estar flotando y creyó que se había partido la tibia. Sus piernas salieron por la ventana y se agarró al marco con dificultad.
La parte inferior de la escuadra de la ventana subió como un bate y la golpeó en las costillas, dejándola sin aire. Golpeaba con las piernas contra el tejado abuhardillado y no encontraba nada donde apoyar los pies.
—¡Esther! —gritó Henson.
El marco al que se aferraba cedía.
Se le acercó. De alguna manera Esther consiguió introducirse lo suficiente para agarrarse a la viga, con una mano a cada lado. Con los zapatos golpeaba las tejas finas, casi verticales, sin encontrar ningún apoyo. El calor que subía del entarimado según se agarraba a la viga le trajo a la mente la imagen de un cabrito clavado al espetón de una parrilla.
Henson apoyó los pies en dos vigas contiguas y tendió los brazos para ayudarla a entrar. Mientras entraba poco a poco, él gritó:
—¡La has roto! ¡Has conseguido romperla!
—Hay una caída muy grande —dijo ella, jadeando.
Esther se llevó una mano a las costillas, porque creía que las tenía rotas, pero él la izó tirándola hacia arriba por la axila y entonces vio que la parte inferior del marco se había rajado por completo. La malla metálica ya no estaba, había caído a la calle. Los tornillos que la anclaban colgaban sueltos. Sintió un dolor agudo, y palpó sangre caliente que rezumaba por los puntos desgarrados de la herida del pecho.
—¡Fuera! —gritó Henson— ¡Fuera!
El la izó hacia la pequeña abertura.
—¡No hay por donde caminar! —dijo ella.
Sintió el aire fresco en la cara según pasó la cabeza y los hombros por la abertura. Hasta la calle habían salido volando objetos y trozos de la parte delantera de la casa: cristales de la ventana del frente, la Menorah, las revistas que habían encontrado en la sala de estar.
Había gente que miraba hacia arriba y señalaba. El ruido de las sirenas sonaba cada vez más cerca.
El tejado se curvaba ligeramente hacia fuera, según se alejaba del ventanuco. Un metro más abajo, debajo de donde Esther había tenido colgando los pies, había una cornisa de unos quince centímetros de ancho, que recorría el tejado, rematada con un adorno de hierro fundido. ¿Aguantaría? Era la única esperanza que tenían.
Esther volvió a meter la cabeza en aquel horno para salir con los pies primero por la pequeña ventana. Se deslizó hacia fuera; agarrada al marco roto, empezó a estirar los pies hacia la cornisa, y se dispuso a dejarse resbalar por el escaso espacio que la separaba de ella. Henson, sin embargo, que iba en dirección contraria dando pasos de equilibrista por la viga, se adentró en la humareda que cada vez estaba más oscura.
—¡Martin! ¿Qué haces?
Estaba a punto de volver a meterse cuando él reapareció entre el humo, tapándose la boca y la nariz con la corbata, y se bamboleó por la viga con el lienzo en la otra mano, a modo de batuta de director de orquesta.
Por el amor de Dios, pensó ella.
—¡Tira esa maldita cosa! ¡Vamos!
Henson se movía con rapidez. Se le fue un pie ligeramente de la viga y chocó con los listones del techo de debajo. Gracias a la velocidad a la que se movía, el pie no se le quedó atrapado cuando el cielorraso de la habitación de abajo se abrió y una llama surgió por la abertura.
—¡Vete! —gritó él.
Esther se soltó del marco de la ventana y cayó lentamente por las ásperas tejas. Sintió la cornisa, respiró hondo y luego comenzó a deslizarse lateralmente por el tejado. Notaba el calor que bullía al otro lado de las tejas. Parecía que no había aire, y luchaba contra la sensación de que iba a desmayarse.
La cara de Henson apareció en la ventana, manchada y grasienta por el humo y el sudor. Arrojó el lienzo, que cayó a los pies de Esther, sobre la cornisa ornamental. Se agarró después a la viga que estaba sobre su cabeza y salió con los pies primero, adhiriéndose como un insecto.
—¡Veo una forma de subir! ¡Por este lado! —señaló.
El tejado estaba tan caliente que apenas era soportable. El incendio corría hacia ellos, pero por lo menos estaban fuera.
Todo parecía sencillo ahora. Esther tenía que agacharse y pasar por debajo de la ventana, por la que salían llamaradas, hasta donde Henson había visto un asidero, un soporte donde antes había estado una antena de televisión. Podían emplearlo para izarse hasta la parte superior del tejado abuhardillado. El lienzo estaba a los pies de Esther, que miró a la calle, lo cogió y se lo pasó a Henson. Se desplazaron frenéticamente a pasitos cortos hasta donde podían trepar. Cuando estuvieron arriba, corrieron por el tejado desde el lado del callejón hacia el lado donde había una casa adosada y saltaron el murete que separaba los dos tejados. La sirena de un coche de policía que buscaba el lugar del incendio se acercaba, luego se oyó un camión de bomberos. Un bombero fornido los señalaba con el dedo desde su puesto detrás de la escalera. El 911 había sido rápido, pero no lo bastante como para una combustión tan prodigiosamente veloz.
Sólo después de bajar por unas escaleras situadas dos casas más allá, a las que accedieron por una trampilla, Esther se tambaleó y cayó de rodillas. Le parecía que las piernas eran de goma y sentía raros los zapatos. Justo antes de desmayarse, vio que las suelas habían empezado a derretirse al atravesar el tejado de Meyer.