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Los Secretos de Samuel Meyer

 

E

l agudo sonido de los nudillos contra la puerta metálica hizo que Esther levantase la cabeza y abandonase la extenuante tarea de anudarse los cordones de las zapatillas. Creyó que sería otro médico. Las enfermeras no solían llamar. Pero se trataba de un hombre delgado, de mandíbula cuadrada, con pelo corto y rubio. Un detective, pensó. Un traje mejor que lo habitual, pero poli hasta la médula. Esther soltó los cordones y se desplomó otra vez en la silla baja de vinilo.

—¿Cuántas veces? —preguntó ella.

—¿Qué?

—¿Cuántas veces tomáis declaración?

—No he venido a tomarte declaración.

—Entonces, ¿para qué has venido? ¿Para cambiarme de habitación de nuevo? Ni en sueños. Me he mudado de habitación seis veces en tres días. Me voy de aquí. Deberían darme kilómetros gratis por ser viajera asidua, en vista de cómo se me ha trasladado de un sitio a otro en este lugar.

—¿Te importa que pase? —preguntó el hombre—. Te puedo echar una mano con los cordones.

Esther lo miró como si esperase que fuese a venderle un programa para perder peso. Pero todo era demasiado agotador desde el tiroteo.

Se encogió de hombros con indiferencia.

—Si te apetece.

Él sonrió como un niño cohibido y después echó una rodilla a tierra mientras ella se giraba hacia la ventana. Con rapidez le ató una zapatilla, y luego le cogió con suavidad el talón para meterle los dedos de los pies dentro de la otra. Los rayos del sol entraban por la ventana y se reflejaban en la alianza de oro que él llevaba en el dedo. Esther bajó la vista para ver si le miraba las piernas, pero sólo le vio la coronilla. Él notó la mirada y alzó la cabeza.

—Soy Martin Henson —dijo— ¿Te encuentras mejor?

—Como si alguien me hubiese golpeado con un martillo de goma durante doce años.

—Dicen que te recuperas maravillosamente.

—¿Quién lo dice? He tenido suerte. Me tiró a todas las partes vitales, pero no se llevó el premio.

—Mejor afortunada y viva —dijo Henson— que habilidosa y muerta.

Esther se movió, incómoda. Se le ocurrió que a lo mejor aquel hombre estaba pensando en el balazo que le había atravesado un pecho. ¿Le excitaría pensar en eso?

—¿Duele mucho? —le preguntó.

—Estar dolorida implica estar viva. Un poco. Siempre pueden darte Percocet.

Él se levantó.

—¿Te habían disparado antes?

Ella pensó: «disparado, sí; herido, no».

—No. ¿Por qué iban a dispararme? Sólo soy una agente de viajes.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Si no te importa...? —dijo, mientras se acercaba a la puerta y, tras mirar a ambos lados del pasillo, la cerraba sin esperar a que asintiera.

Esther se tensó un poco, pero le parecía que el tal Henson estaba demasiado relajado, casi demasiado embobado para representar una amenaza física.

—Odio los hospitales —dijo— ¿Tú, no?

No lo decía para entrar en conversación, era obvio.

—¿Sabes que podrían derivarse consecuencias —susurró, tras una pausa— de la actuación clandestina de una agente del Mossad en los Estados Unidos? La diplomacia puede ser muy cochina. Esto podría dar al traste con las conversaciones en pro de la paz que pudiéramos mantener con los palestinos o con quien fuese.

—¿El Mossad? —Esther se rió—. Puedes decir lo que quieras. ¿Qué tiene que ver el Mossad con esto? Yo soy agente de viajes.

—¿Crees que no les seguimos la pista a los espías que entran en los Estados Unidos? —dijo Henson, con tranquilidad—. Especialmente en los tiempos que corren. Y además, luego tu gobierno siempre nos mantiene informados. La policía de Chicago tenía mucha curiosidad por una ciudadana israelí que se baja de un avión y dos horas después recibe varios balazos. Tanto que llamó al FBI, que a su vez llamó a tu embajada, la cual llamó al Departamento de Estado, etcétera. Nos aseguraron que no estabas aquí «por razones profesionales». También nos aseguraron que colaborarías en todo lo que te fuera posible.

—Fui a ver a mi padre. Un ladrón me disparó y me dio por muerta.

—Eso fue lo que me aseguró Yossi Lev —dijo Henson—, que colaborarías.

Esther le mantuvo la vista para no demostrar que la mención de ese nombre la había alarmado. Los analgésicos no eran tan fuertes, pero no estaba segura de que su rostro no telegrafiase cada uno de sus pensamientos. ¿Quién era ese Henson? ¿Le leía el pensamiento?

—¿Perdón?

—Yossi Lev. Hablé con él esta mañana. El comandante Lev te dice shalom. Comentó que después de todas las cosas por las que has pasado, no podía creer que te sucediese algo así durante tus vacaciones. Al principio sospecharon de Hamás, ¿sabes?, pero ha quedado descartado.

—No sé de quién hablas, ni mucho menos de qué.

—No —dijo Henson con una sonrisa—, por supuesto que no. Escucha, no ando detrás de nada. Permíteme que te explique en qué estamos interesados.

—Tengo que estar en el aeropuerto dentro de noventa minutos.

—No hay prisa.

Sacó del bolsillo interior de la chaqueta una libreta y una estilográfica Montblanc. Una pluma cara no era frecuente entre los polis. ¿Sería del Departamento de Estado? Sin embargo Henson no le quitó el capuchón, se limitó a usarla como puntero para repasar sus anotaciones.

—Según Thomas, detective de la policía de Chicago —dijo él—, declaraste que tu padre te había telefoneado para decirte que tenía metástasis por cáncer de próstata y que le quedaban sólo un par de semanas de vida.

—Sí —Esther se volvió y miró por la ventana—, días, tal vez.

Meyer la había llamado media docena de veces. Suplicó. Lloró. Le contó que se había gastado miles de dólares en llamadas internacionales para seguirles la pista a lo largo de los años y que sabía que Rosa nunca se había vuelto a casar, que simplemente utilizaba otra vez su apellido de soltera. ¿No era una muestra de que se preocupaba por ellas? Él tampoco se había vuelto a casar. Todavía amaba a Rosa, decía entre sollozos, y también a Esther.

¿Cómo podía llamar «amor» a eso? Lo único que consiguió fue espolear la ira de Esther, que se mantuvo inflexible. No tenía el menor deseo de verlo. Abandonó a su madre menos de un año después de que ella naciera. ¿Cómo se lo iba a perdonar? Dio un respingo al recordar cómo le había gritado que lo odiaba para después colgar el auricular de un golpe. Él volvió a llamar. Lo oyó lloriquear e implorar en el contestador automático, en un hebreo rudimentario entremezclado con un yiddish aún peor. Le dijo que tenía algo para ella, algo que podría compensarla por todo lo que le había hecho. Que su madre lo entendería. Que su vida carecía de sentido y que era la última oportunidad de hacer algo por su única hija.

Esther se atormentaba en el dilema. No le importaba lo más mínimo lo que él quisiera darle. Ni siquiera tenía curiosidad por saber de qué se trataba. Pero, fuera lo que fuese lo que había hecho, quería saber quién era, mirarlo a los ojos y hacer el intento de comprender a su padre. Necesitaba los consejos de su madre, pero Rosa estaba más allá de la comprensión. El año anterior a veces la confundía con la tía Pola, que había muerto asfixiada en el tren que las llevaba a Auschwitz. Mientras iba perdiendo la lucidez, Rosa pasó un tiempo reviviendo los horrores de su juventud. Ahora, la mujer mantenía fija la mirada desde la silla de ruedas sin ser presa de la confusión, como un pálido fantasma, libre por fin de todos los recuerdos de pesadilla. Rosa Goren sólo estaba viva en el padrón. Esther se preguntaba si en realidad había decidido ver a Samuel Meyer para llenar el vacío al que se enfrentaba, para reconstruir algo parecido a una familia durante el breve plazo que le otorgaba su padre.

En una noche de insomnio, cruzó Tel Aviv en coche para ver a Yossi Lev, en busca de consejo. El la escuchó con paciencia y luego respondió como siempre, sin rodeos.

—Visítalo, no lo visites. Sigue tu instinto —dijo él—. Tu instinto te ha ayudado en mil situaciones adversas.

Pero, ¿qué le decía el instinto? No lo sabía. Sus emociones la apedreaban desde direcciones opuestas, como arrojadas por una turba encolerizada.

Mientras volvía a casa se acordó de un rabino ortodoxo que había conocido en la residencia de su madre. Esther nunca había sido especialmente religiosa, pero aquel rabino le había parecido afectuoso y bastante sabio. Al día siguiente llamó para concertar una cita. El rabino le aconsejó que no se dejase llevar por los sentimientos que ella misma le atribuía a su madre, que aceptase que su madre estaba ya en un mundo situado más allá de los sentimientos. También le dijo que quizá no llegara nunca a sentirse en paz si no se encontraba cara a cara con su padre. El visitarlo y tal vez concederle el perdón, si era capaz, sería un mitzvah, un acto de caridad con un moribundo, sin que los agravios de ese hombre importasen. La caridad era un bien superior al castigo, y eso redundaría en su propio beneficio.

—Así que tomaste un avión a Chicago —dijo Henson.

—Sí —asintió ella.

Pero Meyer no sabía que iba de camino. Esther compró el billete con la idea de que podría echarse atrás en el último momento. Tal vez sabía que no se echaría atrás, pero fue lo que se dijo a sí misma.

—Entonces, ¿lo llamaste desde el aeropuerto y él te dio su dirección?

—Me dio lo que llamaba «los números de la grilla». Ciento no sé cuántos al Norte y no sé cuántos al Oeste. No sabía a qué se refería, pero el taxista, sí.

—Usan una grilla. El cruce de State con Madison es el punto cero —explicó Henson—. Es una idea muy práctica. Es fácil perderse en una gran ciudad, sobre todo en el viejo mundo: Londres, Damasco, El Cairo... Por esas calles antiguas.

—No lo sabía.

—¿Y eres agente de viajes? —preguntó Henson, sonriendo.

—Organizo viajes.

—Ah, ya entiendo, te contradices.

Esther recordó la voz temblorosa de Meyer al teléfono. Por un instante pensó que quizá Stock ya estuviera allí, encañonándolo, pero sabía que era genuina emoción lo que había oído: la gratitud ante la perspectiva del perdón.

—Mi padre me dio la dirección y el código de grilla de la ciudad cuando llamé desde O’Hare. Y luego me vi envuelta en... Bueno, en todo esto.

Henson la estudió un momento.

—El tal Stock tiene que ser un hombre alfa para haberte llevado al huerto. Me refiero a tu entrenamiento. Lev dice que eres de los agentes más capacitados.

—¿Entrenamiento? No se de qué hablas.

Henson miró la libreta pero no dijo nada. Esther lo veía tan pagado de sí mismo que le entraban ganas de abofetearlo.

—Mira —masculló, enojada— ¿por qué la Compañía está interesada en esto? La policía de Chicago tiene un asesinato que resolver. Les di la descripción, les dije todo lo que sabía. Tienen que encontrar al hombre que mató a mi padre. Los asesinatos son problema de ellos, no de la Compañía.

—¿La Compañía? ¿Quién ha nombrado a la CIA? —Henson sonrió—. Ahora soy yo quien no sabe de qué hablas.

Vale, pensó ella. Devuélveme la pelota.

—Tengo que tomar un taxi.

—El detective Thomas al principio pensaba que tú habías matado a Meyer.

—¿Yo? ¡Si me cosieron a tiros!

—Era su teoría. No estoy de broma.

—¿Qué Meyer me pegó tres tiros y luego se metió dos balas en la cara? O que yo le disparé y luego me herí para que pareciese...

—De locos, ¿no? Pero cuando recibió los antecedentes de Meyer pensó...

—¿Antecedentes?

—Las razones por las qué tu madre lo dejó.

Se produjo un silencio como si el universo se estremeciera. ¿Qué decía este hombre?

—¡Fue Meyer quien nos abandonó! ¡Mi madre no lo dejó!

—¿De verdad no lo sabes? —Henson inclinó la cabeza hacia un lado—. Perdona que te lo diga, pero me resulta difícil de creer. Quiero decir que podrías haberlo descubierto sola si hubieses querido. Pero no querías, ¿me equivoco? Supongo que es comprensible.

—Él dejó a mi madre por una shiksa. Una shiksa rubia.

Henson estaba pálido.

—No.

Esther creyó que se le paraba el corazón. Se había negado a ver a su padre, incluso sabiendo que se moría. Luego, cuando por fin había accedido a verlo, se lo habían arrebatado en el momento en que podría haberle explicado el porqué de su abandono. No, ninguna explicación sería convincente. ¿Por qué no había tratado de ponerse en contacto con ella en treinta y cinco años? El dolor que afloraba a los ojos de su madre siempre que Esther le preguntaba por su padre... ese dolor no era infundado.

—Naciste a principios de 1966 —dijo Henson—. Por esas fechas, los de Inmigración y Nacionalización investigaban algunos casos de judíos que habían pedido asilo alrededor de 1951. Se preocupaban menos por encontrar nazis que posibles espías soviéticos encubiertos. En cualquier caso, algunas características de tu padre parecían corresponderse con las de un villano llamado Stéphane Meyerbeer.

A Esther le empezó a correr un sudor frío por la frente. Su madre no le había contado nada de eso.

—¿Y?

Henson le hizo un resumen de los hechos. Desde que llegara a los Estados Unidos, Samuel Meyer llevó una vida corriente. Se estableció en la zona de Chicago y aceptó un empleo en una tienda de maquinaria. A veces conducía taxis el fin de semana para sacarse un dinero extra. Ahorraba y, a la larga, se compró con Rosa Goren la casa en la que finalmente murió. Su nombre aparecía sólo dos veces en los ficheros de la policía. En 1959 presenció el apuñalamiento de un negro por parte de un blanco a las puertas de un club de jazz. El caso nunca llegó a los tribunales porque la víctima no se personó para formular la denuncia. En 1963 fue detenido durante una huelga mientras formaba parte de un piquete junto con diez o doce trabajadores más de la empresa de maquinaria. Las denuncias se habían presentado para hostigar a su sindicato y fueron retiradas horas más tarde. Meyer llevaba una vida tranquila, trabajaba, iba a la sinagoga de vez en cuando y se echaba partidas de dominó con algunos compañeros de trabajo italianos. A principios de 1966 nació Esther. Samuel Meyer y su esposa, Rosa, se incorporaban al famoso sueño americano.

Unos meses después del nacimiento de la niña, Samuel Meyer fue a una casa de empeños cercana a la terminal del ferrocarril elevado, con una caja de rapé de plata, decorada con dos cañones cruzados y unas flores de lis. El prestamista le atribuyó mayor antigüedad y valor del que Meyer había previsto. Un mes antes habían forzado una de las mansiones de Lake Forest y habían robado varias antigüedades. En la lista tutelar que había recibido el prestamista no figuraba ninguna caja de rapé, pero de todos modos se lo notificó a la policía. Los detectives encontraron a Meyer en la parada de taxis y lo interrogaron. Dijo que un hombre se la había dado durante la guerra, cuando estuvo en Holanda, y que siempre la había llevado en el bolsillo como amuleto de la suerte hasta que emigró. Tras un examen más minucioso la policía encontró un monograma y un sello distintivo en la parte inferior y averiguó que era una de las cinco cajas de rapé encargadas por Felipe, el hermano gay y comandante en jefe militar de Luis XIV para regalárselas a sus amigos. Tres de ellas estaban en museos, de otra no había referencia alguna y la quinta fue robada en 1943 a un banquero judío de Niza por un nazi francés llamado Stéphane Meyerbeer.

Meyer fue encarcelado. El hecho de que supiese francés y de que no pudiese justificar su paradero desde mediados de 1940 hasta que apareció en Avignon en 1947 concordaba con el historial de Meyerbeer. En la Francia de Vichy, gobernada por el régimen títere de Petain, Meyerbeer había colaborado en las redadas de judíos y en el saqueo de sus posesiones. Cuando los alemanes empezaron a ejercer un control más directo en el sur de Francia, Meyerbeer puso todo su empeñó en demostrarles su lealtad. Un ex oficial del ejército alemán estuvo dispuesto a declarar que había visto a Meyerbeer darle patadas a una embarazada hasta matarla. Dos supervivientes de un campo de concentración habían visto a Meyerbeer sacarle los ojos a un niño con una cuchara sopera. En ambos casos estaban seguros de poder identificar a Samuel Meyer como Stéphane Meyerbeer, si bien el ex oficial estaba casi ciego. Se realizaron los preparativos para una vista en la que se considerase la anulación de la nacionalidad de Meyer y su deportación a Francia para ser juzgado. Se fijó la fecha de la vista para noviembre de 1966.

Esther sintió un vacío en el estómago. Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.

—¿Con...confesó mi padre que era Meyerbeer?

—No lo admitió ante nadie del gobierno. Siguió insistiendo en que un refugiado holandés le había dado la caja en algún lugar cercano a Maastricht en pago de una comida y algo de ropa. A finales de ese verano todo era una locura. Hacia el Día del Trabajo, un primer lunes de septiembre, tu madre salió sigilosamente de Chicago, contigo en brazos, y tomó un avión de Nueva York a Tel Aviv. Al bajar pidió asilo para las dos, por ser judías, y más adelante renunció a la nacionalidad estadounidense. Se negó a dar explicaciones por su sospechosa conducta y dijo desconocer el pasado de Samuel Meyer; se limitó a asegurar que era, perdona por decirlo, un cerdo. Rosa insistió en mantener silencio incluso cuando las autoridades israelíes la amenazaron con la deportación a los Estados Unidos si no decía cuanto supiera de su marido.

—¡Enviarla de vuelta habría sido contrario a la Ley de Retorno!

—Tal vez fuese sólo una amenaza —dijo Henson—. Pero también es cierto que, después, los israelíes impidieron la entrada a Meyer Lansky, el gángster, a pesar de la Ley de Retorno, ¿me equivoco? Una semana antes de la vista, llegaron noticias de un pueblecito situado cerca de Ginebra, de Chantèrie. Los cargos contra tu padre se habían publicado en el International Herald Tribune, y un ingeniero que los había leído recordaba una historia que le había contado su padre. Un hombre que aseguraba ser Stéphane Meyerbeer cruzó ilegalmente la frontera desde Francia en 1945. Normalmente, a esos hombres se los deportaba de inmediato. Años antes, los suizos ya habían mandado a muchos judíos a una muerte segura al obligarlos a regresar a Alemania. Sin embargo, el hombre que decía ser Meyerbeer tenía una salud muy precaria. Intentó sobornar a los agentes municipales con un crucifijo, que posteriormente fue identificado como parte del saqueo que había sufrido una colección de Avignon. Cuando Meyerbeer llegó a Chantèrie tosía sangre después de una paliza y tenía mucha fiebre. A los cuatro días murió.

Henson se inclinó hacia adelante y se acercó a Esther.

—Los habitantes del pueblo pensaron que tal vez aquel hombre había sido víctima de un crimen o que le habían dado una paliza por venganza, como sucedía en la mayoría de los países liberados, así que le hicieron una fotografía acostado en la cama. Lo enterraron con los indigentes, y habría caído en el olvido de no ser por el crucifijo y porque el ingeniero se acordaba de la historia que le contó su padre. Al quedar suficientemente demostrado que Meyerbeer estaba muerto, las autoridades cerraron el caso contra tu padre. Muchos aseguraron que consideraban un montaje la muerte de Meyerbeer, tal vez con la connivencia de algunos suizos compasivos, pero carecían de pruebas que confirmasen sus sospechas ante los tribunales. Der Spinne, los de Odessa, todos los grupos de nazis clandestinos eran duchos en la fabricación de «muertes». En fin, la confirmación de que Samuel Meyer y Stéphane Meyerbeer fueran la misma persona no revestía al parecer tanta importancia en aquel momento en el que se agravaba la guerra de Vietnam y las superpotencias tenían el dedo cerca del botón.

Los ojos de Esther centellearon.

—¡Estás convencido de que mi padre era Meyerbeer!

Henson no intentó esquivar la mirada hostil que le lanzó.

—Sí, señorita Goren, me temo que sí.

Esther se levantó como accionada por un resorte y dio unos pasos por la habitación, al tiempo que realizaba unos movimientos desgarbados para desentumecerse de las contusiones.

—Es absurdo.

—¿Por qué? ¿Qué te contó tu padre?

—No me contó nada. Nunca tuvo la menor oportunidad de decirme nada. He recorrido miles de kilómetros para... ¡Para esto! ¿Crees que mi madre permitiría que un criminal de guerra viviese en libertad? Mi madre tenía catorce años cuando le dieron una paliza la Noche de los Cristales Rotos. Sobrevivió en Auschwitz sólo porque se convirtió en el juguete de un comandante. Tras la liberación, la capturaron las tropas soviéticas y la violaron durante tres días. ¿Cómo iba a dejar que Meyerbeer se saliera con la suya? Es de locos.

Henson había reculado al oír los detalles de la historia de Rosa Goren. Daba la impresión de que no sabía muy bien qué decir.

—Creemos que deseaba ocultártelo.

De repente, Esther dejó de caminar con nerviosismo por la habitación.

—¿Qué efectos habría tenido en tu vida de ciudadana israelí que se te conociese como la hija de Meyerbeer? —prosiguió Henson— ¿Mantendrías un secreto de esa índole para proteger a tu hija? Quiero decir, si tuvieses una hija.

Esther se volvió hacia la ventana y se agarró a la silla para apoyarse.

—No —dijo ella—. No. Habría tenido que entregarlo. No soy tan fuerte como mi madre. Como lo era mi madre.

Hubo un largo silencio y después los ruidos habituales del hospital llegaron hasta el torbellino de su conciencia. Llamaban a un médico por megafonía. Una silla de ruedas chirriaba al pasar por el pasillo.

Henson habló con prudencia:

—Creo que te infravaloras. Te enfrentaste a un hombre armado, y tú sólo tenías un destornillador y un atomizador de pintura.

—Y ese hombre no debería haber tenido una sola oportunidad. Tendría que haberlo vencido.

Mirándola fijamente a sus grandes y oscuros ojos, Henson le dijo:

—Me da la impresión, y me dirás si me equivoco, de que quieres saber quién era tu padre, para bien o para mal.

—Se supone que debo estar en el aeropuerto a las cuatro —dijo Esther, como atontada.

—La compañía El-Al tiene vuelos todos los días —dijo Henson—. El mundo es un pañuelo, después de todo.