7. Fred

A menos de un mes del inicio de los exámenes finales, el señor Pearce, director de mi internado en el Greenaway College, fue la persona encargada de decirme que mi padre había muerto.

Me llamaron cuando estaba en la última clase antes de la merienda. Un monitor me acompañó al estudio del señor Pearce. Una vez allí, éste me indicó que me sentara y repitió lo que le había dicho mi madre: que Miles había fallecido en un accidente de coche cerca de casa, que había complicaciones y que la policía quería investigar. Tenía que reunirme con mi madre en la estación de King's Cross a las once en punto de la mañana siguiente, y debía llevar una bolsa con lo indispensable pues tal vez me quedase un tiempo.

– Va a ser difícil -me dijo el señor Pearce-, pero procure ser valiente, por ella y por usted mismo.

Aparte de rechazar el vaso de whisky que me ofrecía y agradecerle su oferta de escribir a la junta de calificaciones explicando mi situación, no dije nada más.

Aquella noche la pasé en vela en mi cama, mirando al techo hasta que amaneció, derramando silenciosas lágrimas de pena y culpa. Sólo hacía una semana que Miles había ido a verme y que habíamos estado en aquel pub, yo negándome a escuchar lo que intentaba decirme.

A la mañana siguiente, en el tren a Londres, recibí el segundo golpe, que me dejó conmocionado, aturdido como estaba todavía por la noticia que me habían dado la tarde anterior. La prensa no sólo publicaba la muerte de Miles sino también las circunstancias de la misma. Por lo visto, la policía había ido a buscarlo a fin de proceder a su interrogatorio y él había perdido el control del vehículo y se había estrellado. Lo que aún no estaba claro eran los motivos del interrogatorio y por qué Miles había decidido escapar.

Cuando me reuní con mi madre, me explicó que la policía estaba revisando las posesiones de Miles, tanto en casa como en Clan. Aunque a ella ya la habían interrogado, lo único que le habían dicho era que seguían un chivatazo en relación con un crimen en el que Miles podría haber estado involucrado. Le dijeron que nos tendrían al corriente de cualquier novedad.

Recuerdo muy poco de los días siguientes. Tomamos un tren a Aberdeen y nos fuimos a casa de la abuela. Mi madre se pasaba el día en el salón pegada al teléfono, contemplando la pared y rezando en voz baja. Yo me sentaba a su lado y consumía los litros de té que la abuela nos preparaba, decidido a que mamá no me viera llorar. Oía el pesado tictac del reloj de pared, apenas capaz de aprehender un pensamiento durante más de un segundo.

La información que estábamos esperando llegó una semana después en el periódico de la mañana. La policía había descubierto un cadáver en el sótano de Clan. Al principio, mi cabeza no quiso procesar esa información, que permaneció separada de la realidad, como semanas antes me había sido imposible asimilar el horror de la tragedia del estadio de Heysel.

El muerto era el antiguo socio de Miles, Cari. La policía lo había desenterrado a los pocos días de la muerte de Miles. Antes de leerlo en la primera página de The Times, el nombre de Cari no significaba para mí nada en especial, como tantas otras personas que habían tenido relación con Miles o con mamá. Cuando se marchó al extranjero, yo tenía once años. Pero después de leer otra vez su nombre y ver la granulada fotografía del hombre a quien recordaba a medias, mi mente empezó a formular miles de preguntas sin respuesta. Había sido un asesinato tipo ejecución; la causa de la muerte, un disparo en la nuca.

Tres semanas más tarde, con las pesquisas en marcha, la investigación sobre la muerte de Miles todavía pendiente y mi madre aún en Escocia, volví al Greenaway para preparar mis exámenes finales. El funeral de Miles, al que sólo asistimos mi madre y yo, se celebró unos días antes con el mínimo de atención y el máximo de rapidez, en un crematorio cercano al pueblo natal de Miles, Warminster. La ceremonia me dejó entumecido.

Sentado en la biblioteca del centro, contemplando la capilla por la ventana, no podía más que pensar en lo poco que habría quedado del pobre Miles para incinerar. Así estuve varios días. Me acudían a la cabeza destellos de lo que le había pasado. De repente, todo en mi vida parecía relacionado con su muerte, desde el olor de las tostadas a la hora del desayuno hasta el sonido del motor de un coche. No había manera de evadirse.

Un chico mayor que yo me observaba desde un pupitre cercano. Según las normas del centro, la biblioteca era terreno acotado para los de sexto en la época de exámenes, en tanto que los de los cursos inferiores estudiaban en las aulas comunitarias de los internados. Mi presencia allí era excepcional, un privilegio que me habían concedido dadas las circunstancias por las que atravesaba. Pero no era ése el motivo de que el chico me mirara.

Como cualquier otro alumno del centro, sabía quién era yo y lo que mi padre había hecho. Le sostuve la mirada hasta que él bajó la vista y siguió con lo suyo. No se había demostrado aún la implicación de Miles en el «asesinato de Clan», como lo llamaba la prensa. Pero todos lo habían condenado «en ausencia» por las circunstancias que rodearon su muerte. La prensa, así como la opinión pública, argumentaba que si él no lo hubiera hecho, ¿por qué habría intentado huir? Lo difamaban por gángster, dando por sentado que estaba al corriente del cadáver sepultado, si no era él mismo quien lo había dispuesto todo.

En esos dos últimos días me había acostumbrado a las miradas; no esperaba menos de la mayoría de los alumnos que no me conocían. Lo que más miedo me daba (que fue lo que en realidad pasó) era que mis amigos me condenaran al ostracismo. No es que dejaran de hablarme, sino que, cuando lo intentaban, se veían incapaces de articular palabra. Nuestra conversación se agotó enseguida la noche que volví, y a la mañana siguiente ya no teníamos nada que decirnos. Fue como si un temblor de tierra nos hubiera lanzado a cada uno en una dirección distinta. Yo había aterrizado en un lugar nuevo, un lugar al que los otros no podían seguirme, aunque hubieran querido.

Miré los apuntes que tenía desplegados ante mí sobre la mesa. Cogí una de las hojas y traté de leer mi propia letra, pero una vez más fue en vano. Lo que miraba me recordó un vídeo sobre la dislexia que había visto meses atrás en una clase de Sociales. Las letras del alfabeto parecían animadas, bailaban y se fundían unas con otras cada vez que yo intentaba ponerlas mentalmente en orden. Por más que me esforzara, su significado me resultaba tan indescifrable como un jeroglífico egipcio.

No tenía la menor esperanza de aprobar los exámenes. Lo supe en cuanto mi madre sacó el tema de mi regreso al centro. Entonces me puse a discutir, previendo la acogida que iba a tener por parte de los otros alumnos. Sin embargo, la discusión en sí misma (el hecho de que mi madre hubiera encontrado por fin un motivo para romper su silencio) fue algo que recibí con agrado. Ver que mamá tomaba otra vez las riendas, sentirme sometido de nuevo a su voluntad, me devolvió a la madre de siempre, la mujer práctica y capaz de solucionar problemas. Y no bien fui testigo de esa resurrección, supe que haría lo que ella me dijera que hiciese, porque así al menos nos moveríamos y escaparíamos del estancamiento en que nos hallábamos sumidos.

Había otra razón, más importante para mí: estar en Greenaway me acercaría también a Mickey, y fue el deseo de verla lo que borró todas mis dudas.

La única alternativa posible era quedarse en Escocia. Gracias a mi madre, cualquier paso en dirección a Rushton había dejado de existir como posibilidad. Sin consultarme a mí, había puesto en venta nuestra casa. Yo había reaccionado con verdadero horror. Rushton, para mí, significaba Mickey; y Mickey, para mí, lo era todo. ¿Cómo se atrevía mamá a separarnos? ¿Y no tenía yo voto a la hora de decidir sobre nuestro lugar de residencia? Mi madre me había contestado con evasivas. En cualquier caso, nunca volveríamos a Rushton y ésa era su última palabra. Ella pensaba, creo, que con el tiempo olvidaría a Mickey, que me sobrepondría. Y así fue como mamá vivió a partir de entonces, sobreponiéndose y olvidándose de todo y de todos.

Intenté llamar a Mickey tres veces desde Escocia. Las dos primeras contestó su madre, Marie, y dijo que Mickey no estaba. Al tercer intento lo cogió también Marie, pero esa vez me pasó con Geoff, el padre de Mickey. Con la voz triste pero decidida, él me dijo lo que yo creo que Marie había intentado decirme en las dos ocasiones anteriores: no querían que viera a su hija, la llamara o le escribiera nunca más.

Miré el reloj de la biblioteca: acababan de dar las nueve. A las diez apagaban las luces y yo quería ducharme antes. Me sentía sucio, como me había sentido todo el tiempo desde hacía tres semanas. Con una súbita sensación de claustrofobia, recogí el inútil cargamento de lápices, libros y apuntes que tenía sobre la mesa. Necesitaba salir de allí enseguida, lejos del silencio y los libros mohosos. Pero mientras lo pensaba supe que no tenía adonde ir. En ninguna parte podía sentirme mejor; mi desdicha era demasiado grande. Miles había muerto, Mickey estaba lejos, y yo no tenía medios de ponerme en contacto con ella.

Cuando salí, estaba oscureciendo y encendí un cigarrillo pasando despreocupadamente por delante de la sala de los profesores. Me daba lo mismo que me pillaran fumando. Podían multarme o expulsarme, y qué. Ya todo me daba igual. Como la escuela misma, sus normas habían perdido para mí toda importancia. Pertenecían a otro mundo, un mundo más benigno. Dejé atrás la capilla y me senté al pie de un árbol. Un grupo de chicos de mi edad daba patadas a un balón en el campo de deportes. Me levanté y aplasté el cigarrillo con la suela del zapato y eché a andar por el sendero que llevaba a mi dormitorio.

Más tarde, el sonido de mi nombre me llegó entre el rumor del agua caliente de la ducha.

– ¡Roper!

– ¿Qué? -dije sin moverme, y el agua convirtió mi voz en un gruñido líquido.

– ¡Roper!

Esa vez la llamada fue un ladrido estridente, de modo que me quité el champú de los ojos y giré en redondo sobre el piso embaldosado de la ducha comunitaria.

– He dicho qué -le espeté a la silueta de un chico que distinguí entre el vapor.

– Teléfono -respondió, súbitamente contrito.

– ¿En la cabina?

– Sí.

– ¿Ha dicho quién era? -pregunté, apartándome del chorro de agua y cerrando el grifo.

Alcancé la toalla. Había aprendido a no fiarme de la cabina de teléfonos para uso de los alumnos desde que un periodista llamó para hacerme preguntas necias acerca de Miles y de cómo me sentía yo. Mi madre siempre llamaba por la línea privada del señor Pearce, de modo que no podía ser ella.

– No lo sé -murmuró el chico-. Lo siento -agregó, rascándose la rodilla-. No lo he preguntado.

– Di que enseguida voy.

– Vale, Roper.

– Y gracias -añadí.

Me sequé, me ceñí la toalla a la cintura y salí del vestuario pasillo abajo hasta las cabinas, que estaban en el sótano junto a la sala de juegos. Oldfield, a quien no le había dirigido la palabra desde el día en que llamó macarra a Miles en la capilla, estaba usando un teléfono, y el auricular del otro estaba descolgado y apoyado en la caja del dinero atornillada a la pared. Tras la puerta de la sala de juegos se oyó el ruido de una bola de billar al ser golpeada y a alguien maldiciendo su mala suerte. Recostado en la puerta estaba un tal Clarkson, monitor, con los hombros y el cuello envueltos en un caftán.

– Date prisa, Roper -masculló, lanzándome una mirada asesina mientras se echaba atrás el flequillo con gesto lánguido-. Algunos tenemos llamadas importantes que hacer.

En otro tiempo habría tomado sus palabras por lo que eran: una orden. Clarkson, capitán de nuestro equipo de rugby, pesaba seis o siete kilos más que yo y estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y cuando quería.

– Que te den por el culo -le solté, dándole la espalda. Cogí el auricular y me lo llevé al oído, haciendo caso omiso de los gruñidos que sonaban detrás de mí-. ¿Sí?

– ¿Fred?

– ¡Mickey! -exclamé, incrédulo.

– ¡Fred!

– Yo… -dijimos los dos.

– No, tú… -volvimos a decir al unísono.

Noté que la piel de mi cara se tensaba; hacía tiempo que no sonreía.

– Gracias a Dios -musité, envuelto en la presencia de Mickey como si fuera una manta que daba calor y confort-. Menos mal que has llamado.

– ¿Cómo…? -empezó, luego hizo una pausa y la oí reír.

Cerré los ojos y me la imaginé sonriendo: mi bella y querida Mickey.

– Háblame -pedí.

– ¿Cómo estás? -Su voz sonó más grave.

– Pues… -sacudí la cabeza. ¿Cómo estaba? Menuda pregunta-. Yo… Es cojonudo oír tu voz.

– Te echaba de menos.

– Intenté llamarte -balbucí-. Hablé con tu madre y luego con tu padre y me dijeron que no… -De repente, tenía tantas cosas que decir que no supe por dónde continuar-. ¿Dónde estás? Tus padres no estarán escuchando, ¿verdad? Porque…

– Voy a matarlos.

– No -dije, recordando cómo me sentí cuando su padre me colgó-. Sólo lo hacen para… ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

– Porque, aunque esté en Escocia, tu madre sigue siendo Louisa y tú todavía no te has examinado…

– Tengo tantas ganas de verte…

– ¿De veras?

– Naturalmente. ¿Por qué me…?

– Entonces perfecto -me interrumpió.

– ¿Perfecto? -reí-. Pero tus padres…

– Olvídate de ellos.

– Bueno, ¿y mi madre? Ella quiere que vuelva a Escocia. De ninguna manera va a permitir que…

– Yo estoy hablando de ahora.

– ¿Qué?

Hubo una pequeña pausa. Y luego:

– Estoy en la estación.

– ¿Qué estación?

La oí reír al otro extremo de la línea.

– Pues la que, según el mapa de carreteras de papá, está a unos quince kilómetros de tu escuela.

– ¿Pero cómo…?

– ¿Importa eso?

– Claro que no -dije, lleno de esperanza.

– ¿Puedes escaparte?

– No sé. Bueno, sí. Ya encontraré la manera. -Traté de pensar a toda prisa-. Dentro de media hora apagan las luces. Creo que podré hacerlo después. -Recordé entonces que Clark-son estaba cerca y empecé a susurrar-. ¿Quieres que vaya a la estación?

– ¿Hay alguien por ahí? -preguntó Mickey.

– Sí -confirmé-, pero no importa. Dime.

– ¿Y si voy yo? Tengo dinero para tomar un taxi. Puedo estar ahí para cuando tú te escapes. ¿Hay algún sitio seguro donde podamos reunimos?

Oldfield terminó su llamada en la cabina contigua y Clarkson ocupó su sitio y empezó a marcar. Mientras lo hacía, me miró con ojos malévolos y yo aparté la vista.

– Espera un momento -le dije a Mickey, y aguardé un par de segundos hasta que Clarkson comenzó a hablar-. Ya -continué-. En el recinto de la escuela hay varios edificios abandonados. Podríamos meternos en uno. Quedamos dentro de una hora al principio del camino particular…

– Llevaré unas velas. Y también algo de comer y bebida…

– Y tabaco -añadí-. Me he quedado sin nada.

– Y tabaco.

– Vale. Al principio del camino particular, ¿no? A las once. ¿Estás segura de que podrás encontrarlo?

– Descuida. Allí estaré.

La línea crepitó y yo no dije nada. Tenía que despedirme, pero no podía. Fue Mickey quien rompió el silencio.

– Fred…

– ¿Qué?

– Te quiero.

Media hora más tarde, en el dormitorio, tumbado en mi cama con el sabor del dentífrico todavía en la boca, contemplé la oscuridad con los ojos muy abiertos. Alrededor el silencio estaba salpicado por los sonidos habituales de un dormitorio comunitario. Susurros, crujir de muelles de somier. Ruidos a los que había ido acostumbrándome en los últimos tres años. Hacía mucho tiempo que no me molestaban ni me impedían dormir. Pero esa noche no quería dormir. Mi cuerpo y mi mente estaban tan despiertos como si me hubieran tirado a una piscina de agua helada. Quería que los murmullos y los movimientos cesaran. Porque en cuanto eso ocurriera, me largaría de allí.

Sentado ahora en mi coche frente al crematorio cercano a Warminster, me inclino sobre el volante y despejo con la mano un espacio en el parabrisas empañado. Veo cómo el saturado cielo gris exprime toda su agua. Goterones grandes como granizo martillean el capó del coche cuando alcanzo el abrigo y empiezo a ponérmelo. Saco una gorra de béisbol de la guantera, me la calo hasta las cejas y pongo la mano en el tirador de la puerta.

Aunque sé que esto es algo que debo hacer solo, me gustaría que Mickey estuviera aquí. Este puente entre mi pasado y mi futuro sería, lo sé, mucho más sencillo con ella a mi lado mostrándome el camino. Pero Mickey no está. Y tampoco sabe que yo estoy aquí. No la he visto desde el domingo por la mañana, cuando desperté a solas en el sofá de la casa de sus padres, me vestí y salí de allí.

Suelto el tirador y vuelvo a hundirme en el asiento, saco un paquete de cigarrillos de la guantera y enciendo uno. El humo se arremolina delante de mi cara y miro cómo escapa hacia el exterior al bajar unos centímetros la ventanilla.

Mickey tenía razón en lo que dijo después de que Joe nos interrumpiera en la cocina. Y también acertó al impedir que las cosas entre nosotros fueran más lejos. Sin embargo, yo no puedo renunciar al precioso olor de su piel cuando estábamos sentados en el escalón y la besé en los labios. No puedo renunciar a eso, como tampoco al contacto de sus manos en mi piel ni a su mirada de deseo mientras le echaba las culpas a lo mucho que habíamos bebido. La pasión que yo había sentido unos momentos antes había sido embriagadora, pero nada tenía que ver con el alcohol. La pasión que había sentido al besarnos sólo la había experimentado en una ocasión anterior, y también estaba con Mickey.

Estoy enamorado de ella. De eso no hay duda. Mickey flota en mis sueños y despierto con su cara grabada en mi cerebro. Paso los días suspirando por ella. Estoy enamorado de Mickey y ya no lo estoy de Rebecca. Me he desenamorado de Rebecca. Lo mire por donde lo mire, una cosa está clara: el sábado, dentro de tres días, voy a casarme con una mujer de la que ya no estoy enamorado, una mujer a la que he sido mentalmente infiel durante varias semanas y a la que, tan sólo hace unos días, habría sido físicamente infiel si me lo hubieran permitido.

Pero Mickey tenía razón. Lo que yo quería hacer (lo que casi hicimos) estaba mal. Ya no tenemos dieciséis años. Nuestras vidas han crecido más de lo deseado. Hay demasiadas cosas que considerar, demasiadas personas implicadas. El bagaje que hemos acumulado con los años es demasiado grande para desprenderse de él y empezar de cero. Nos hemos vuelto demasiado maduros para eso.

Aplasto el cigarrillo a medio consumir en el cenicero del coche, deseando no haberlo encendido. Abro la puerta y salgo. Tras cerrar, me protejo la cara de la lluvia con la mano y cruzo el aparcamiento a la carrera. El crematorio es un edificio bajo y alargado, de hormigón. Al llegar allí me cobijo bajo un alero chorreante y rodeo el edificio hasta la entrada. Hay unas cuarenta personas charlando en voz baja y cuando entro, algunas se vuelven a mirarme con una expresión colectiva de serena interrogación.

Un hombre de aproximadamente mi edad se adelanta. Sus mejillas delatan un mar de lágrimas vertidas y sus ojeras son profundas.

– ¿Era amigo de Bill? -me pregunta-. Yo soy Roger, su hijo mayor.

Niego con la cabeza.

– No -respondo, repentinamente asombrado de que tanta gente se haya reunido aquí para honrar al muerto-. Sólo venía a… -Carraspeo un poco-. ¿Sabe quién es el encargado del crematorio? ¿Hay alguien que se ocupe de todo?

– Espere un momento -dice, y me da la espalda-. ¿Jonathan? -llama de viva voz, y un clérigo de baja estatura y hombros cuadrados se acerca a nosotros.

– Necesito encontrar a… -empiezo, pero la lucidez me abandona y no sé qué más decir-. Una tumba -prosigo-. He dicho tumba, pero… -Señalo con la cabeza hacia el techo, encima del cual están sin duda las chimeneas del crematorio.

– La señora Philips podrá ayudarlo -afirma el clérigo-. Lleva un registro de todo, creo que ya habrá vuelto de comer. -Apunta hacia el otro lado de la carretera, más allá de un césped cuidado, a una casita de ladrillo rojo-. La encontrará allí.

Le doy las gracias y cruzo la calzada hacia la verja distante, donde un coche fúnebre encabeza una lenta procesión de automóviles hacia el grupo de gente que queda a mi espalda. Recuerdo la última vez que estuve aquí, un sol implacable llenaba el cielo y no había más personas que mi madre y yo.

La señora Philips, una mujer de cuarenta y pocos años, me sonríe con gesto abierto y curioso cuando entro en su despacho y me acerco al mostrador de madera tras el cual trabaja.

– ¿En qué puedo ayudarlo?

– Miles… -empiezo, y me corrijo-: Mi padre… fue incinerado aquí en mil novecientos ochenta y cinco y he venido desde Londres porque quería ver dónde estaba enterrado, sólo que acabo de darme cuenta de que eso es una estupidez, porque, evidentemente, no debieron de quedar restos después de que lo quem… de que lo incineraran. -Veo por su expresión que estoy hablando demasiado deprisa y tomo aire antes de continuar-. Pensaba que quizá usted podría decirme dónde están sus cenizas. Sé que mi madre no las tiene. No nos llevamos nada después del funeral y…

Pero ahí se me termina el fuelle. Bajo la cabeza y miro mi reflejo borroso en la madera barnizada del mostrador. Mentalmente, me abofeteo por ser tan tonto. Debería haber sabido que no había nada que buscar.

– Disponemos de un jardín de los recuerdos -dice la señora Philips-. Algunos clientes optan por dejar allí las cenizas de sus familiares. ¿Sabe usted si su madre…?

– No. Dudo que ella…

– En ese caso -prosigue, un tanto incómoda-, si no recibimos instrucciones en contra, nuestra política es esparcir las cenizas en el bosque que hay detrás del crematorio. Es un lugar muy apacible -añade con una sonrisa bondadosa.

– Gracias. Iré a ver.

– Pero antes -dice, cuando me dispongo a partir-, si me permite, haré una comprobación. -Se pone en pie.

– No es necesario. Sólo…

Pero la señora Philips insiste.

– Nunca se sabe. Es posible que su padre esté en el jardín, y sería una pena que no lo viera usted después de haberse tomado la molestia de venir.

Estoy a punto de darle las gracias y declinar su ofrecimiento. (No creo que mi madre quisiera que nadie se acordara de Miles.) Pero es demasiado tarde. La señora Philips ha atravesado ya la puerta que separa esta sala de lo que hay detrás. Me miro los zapatos mojados y de pronto soy consciente del brillo de sudor que empapa mi cara húmeda. Oigo una puerta y, al levantar la vista, veo que la señora Philips regresa con un grueso libro de registro encuadernado en piel.

Lo pone encima del mostrador y lo abre.

– Ha dicho usted mil novecientos ochenta y cinco…

– Junio -digo, nervioso ante lo que sé que va a continuación.

– ¿El apellido?

– Roper. Miles Roper.

La miro fijamente, pero ella no parece inmutarse ante mi respuesta. Todo lo contrario. La oigo murmurar el nombre mientras examina las páginas recorriendo con el dedo las columnas de difuntos.

– Ya lo tengo -dice contenta, y gira el libro señalando el nombre de Miles junto a una cuadrícula-. ¿No se alegra de que lo hayamos mirado?

– Entonces, ¿quiere decir que tiene un lugar propio en ese jardín? -pregunto, sin acabar de creérmelo.

– Por supuesto. Fila veintisiete, parcela dieciséis.

– Gracias, señora Philips.

– De nada, señor Roper -dice, y luego, sin duda al ver mi cara de consternación, pregunta-: ¿Ocurre algo?

– No -respondo, relajando mis músculos faciales-. Creo que todo está bien.

Llueve un poco menos que antes, y ahora es como polvo que cae sin ruido. Al pasar de nuevo frente al crematorio oigo sonar un órgano y voces amortiguadas que cantan The Lord's my Shepherd. Siguiendo las instrucciones de la señora Philips me dejo guiar por las señales blancas hasta el jardín de los recuerdos, que está a la derecha del crematorio. Ocupa un par de acres, no más, y mientras zigzagueo entre las parcelas voy pensando en la mísera condición humana.

La fila veintiséis está cerca del bosque. Caminando por ella con la cabeza gacha, empiezo a sentirme débil de nerviosismo, casi como si Miles pudiera aparecer en cualquier momento. ¿Qué le diría si lo viera sentado en una de estas parcelas de tierra, fumando un cigarrillo y mirándome con aquellos ojos fríos y calculadores? ¿Qué me transmitirían: arrepentimiento o inocencia? Naturalmente, Miles no tendría el aspecto de antes. Han transcurrido quince años desde su muerte, esto es, ahora tendría cincuenta y tres años y no los treinta y ocho que yo le recuerdo. Es decir, tenía entonces casi diez años más que yo ahora.

Sigo adelante, fijándome en las pequeñas chapas de latón que hay en el suelo y en las flores frescas o de plástico que la gente ha puesto al lado. Al pasar la parcela número quince noto un nudo en el estómago y luego, al llegar a la diecisiete, me paro en seco. Ya sabía que mamá no habría hecho algo así. Sabía que habría preferido esparcir al viento las cenizas de Miles. El libro de la señora Philips está equivocado.

Pero cuando ya me dispongo a volver, algo llama mi atención y me fijo en la maleza que hay entre las dos parcelas. Me arrodillo, ajeno al frío y a la humedad que me cala a través de la tela del pantalón, escarbo entre las hojas de acedera y los cardos y descubro una chapa deslustrada con esta inscripción:

Miles Stanley Roper

1947-1985

Oh, Cristo nuestro Salvador: disipa nuestras penas;

pues unos están enfermos y otros tristes,

y unos nunca te han querido bien,

y otros han perdido el amor que tenían.

Releo una y otra vez esas palabras, elegidas por mi madre, y levanto la vista al cielo encapotado.

No, Miles nunca amó a Cristo, ni a Dios tampoco, para el caso. Miles siempre vivió de acuerdo a sus propias normas, y dudo que incluso ahora se deje doblegar por normas ajenas. La chapa de latón tiene el brillo apagado de un fuego en lontananza; paso los dedos por el nombre, pero no despide ningún calor en este día desapacible y frío.

La vida de Miles, y por supuesto su muerte, están envueltas en un nimbo de misterio. ¿Intervino en el asesinato de Cari? De ser así, ¿apretó él mismo el gatillo? La policía creía que la respuesta a ambas preguntas era un sí con mayúsculas, aunque naturalmente Miles no se enfrentó a un tribunal ni a un interrogatorio.

La policía fue informada de todo eso por Tony Hall, el mismo que, tras reñir con Miles, les dijo dónde encontrar el cuerpo. Miles no tuvo oportunidad de dar su versión de los hechos. Según Tony, Miles se habría jactado de matar a Cari de resultas de una discusión sobre la firma de ciertos papeles concernientes a la propiedad del club. Para la policía eso era prueba suficiente, y tras la muerte de Miles el caso del asesinato quedó oficialmente abierto, pero extraoficialmente no se siguió ninguna otra línea de investigación.

Tony el Compinche, fuera cual fuese su propia implicación, no fue acusado de nada y el club cerró para no volver a abrir sus puertas. Los ingresos por la venta del edificio y de su contenido sufragaron las deudas contraídas por Miles en vida.

Por mi parte, dudo que Miles fuera culpable de asesinato. Tal fue mi reacción visceral en su momento, como hijo suyo, pero con los años me he ido convenciendo de ello, no tanto para mi propia protección cuanto porque no creo que Miles fuese capaz de asesinar a nadie. Era un mafioso, eso no lo niego. No era un buen hombre, en la misma medida en que no fue un buen marido ni un buen padre. Pero no era malvado. Lo movían la ambición y la codicia, y a veces era egoísta y poco compasivo, pero malvado no. Yo no creo que fuese lo bastante duro y cruel para matar a alguien de un tiro en la nuca. Eso encaja más con el estilo de Tony. Dicho esto, sí creo que Miles estaba al corriente; no creo que hubiese nada relativo a Clan que él no supiera de primera o segunda mano. Es posible que persuadiese a Tony para que lo llevara a cabo. Eso habría sido más propio de él, y explicaría por qué había intentado huir.

Pero quizá… quizá me equivoco… quizá sí lo hizo Miles. Quizá mató a Cari con la misma pistola con la que yo disparé al toro de Jimmy Dughead. Porque de algo sí estoy convencido todavía: con Miles, cualquier cosa era posible.

Al levantar la vista, el crematorio me recuerda uno de aquellos refugios nucleares que yo solía recortar de revistas en los años setenta para enseñárselos a Miles con la esperanza de que construyera uno en el jardín de atrás.

– Rushton no es un objetivo militar -me decía.

– Pero tú eres el mejor agente secreto de las Islas Británicas -replicaba yo-. Los rusos querrán liquidarte a ti primero. Tú conoces todos los secretos.

Y en eso, al menos, nada ha cambiado. Los secretos que guardaba sigue guardándolos. Para siempre.

Saco del bolsillo interior de mi chaqueta las gafas de sol que Mickey y yo enterramos con el resto del tesoro en el terreno de Jimmy Dughead. Rememoro aquel día, hace casi un cuarto de siglo, en que Miles me las puso por primera vez cuando me subió en brazos para acostarme.

– Son propiedad del Estado -me dijo-. Cien por cien a prueba de Carnages. Nada malo puede pasarte cuando las llevas puestas.

Separo las varillas de las gafas, me inclino hacia delante y las hundo en la tierra blanda, de modo que los cristales oscuros miren hacia mí desde la placa de latón.

– Adiós, papá -digo.

Me pongo de pie, doy media vuelta y regreso al coche.

El viernes salgo temprano del trabajo y vuelvo al piso para recoger mis cosas. Luego voy en coche a Shotbury y me instalo en la habitación que he reservado en el hotel King's Head, encima del bar.

Consiste en un dormitorio amplio de techo bajo con vigas vistas y un cuarto de baño adjunto. La habitación tiene dos camas, una para mi padrino, Eddie, y otra para mí. Eddie se enteró ayer de que tenía que reemplazar a alguien esta noche en Nitrogene y no se reunirá conmigo hasta mucho más tarde. Su idea es venir directamente desde el club cuando termine su turno, así que es improbable que llegue antes de las cuatro de la madrugada. Eso significa, y lo digo con alivio, que su tan cacareada velada de copas y nostalgia de mis últimos días de celibato no va a celebrarse.

Miro la hora y calculo que Rebecca está a punto de aterrizar tras su viaje a Oslo, y que con toda seguridad no llegará a Thorn House hasta dentro de un par de horas. George me ha llamado al trabajo esta mañana para comprobar que todo estaba bien y proponerme tomar unas cervezas esta tarde conmigo y con Eddie. Por lo visto, Thorn House está demasiado repleta de damas de honor y floristas para su gusto, y George no iba a dejar pasar la menor oportunidad de restaurar el equilibrio de su masculinidad.

Es algo que de todos modos yo había previsto, una visita a Thorn House esta tarde, pero al explicarle los problemas de Eddie, George ha insistido en que fuera a cenar con él, Mary, Rebecca y los demás; o bien podía acudir él y vernos en el bar del King's Head. Le he dicho que lo de la cena me parecía buena idea. De todos modos quería ir a visitarlos. Además, sé que ahora me sería imposible hablar con él a solas.

Sin molestarme en colgar la ropa en el armario, tiro la bolsa de viaje sobre la cama de Eddie y me tumbo en la mía. Me acomodo unas almohadas en la espalda, hago un recorrido de canales de televisión y opto por una serie de dibujos animados con personajes de vivos colores que dicen burradas con voz estridente mientras se persiguen los unos a los otros. Cierro los ojos y pienso en mi madre, que sin duda estará acompañada de Alan, subiendo al tren en Escocia para poder llegar aquí mañana por la mañana y asistir a la boda de su único hijo.

Thorn House es un hervidero de actividad cuando aparco en el camino de grava poco después de las ocho. Hombres y mujeres con camiseta y vaqueros están descargando cajas de una furgoneta y metiéndolas en uno de los anexos. Tal como convinimos con George hace menos de dos meses, un hermoso entoldado blanco domina ahora el césped delantero, en contraste cada vez más acusado con el telón crepuscular de la propia casa. Al apearme del coche diviso a Rebecca, que sale corriendo por la puerta principal para recibirme. Me echa los brazos al cuello y me estrecha mientras yo, con la mirada perdida, me pregunto cuánto durará esta noche.

– ¿Estás bien? -inquiere, apoyando las manos en mis hombros.

– ¿Por qué lo dices?

Duda, me interroga con la mirada y tengo que bajar la vista.

– Fred -dice muy seria-, ¿te encuentras bien? No ha ocurrido nada horrible, ¿verdad?

– No -respondo, sin mentir-, no ha ocurrido nada horrible.

– Pero algo hay… se te ve como triste…

Me devano los sesos en busca de algo que alegar.

– Es que Eddie… -empiezo.

– ¿Qué? -me interrumpe.

– No llegará hasta primera hora de la mañana.

– Oh -exclama, apartando la vista hacia la casa, distraída por algo que no puedo ver. Noto que sus manos se relajan-. ¿Eso es todo? -pregunta al girar su cara hacia mí.

– Sí, eso es todo.

Sonríe, me toma de la mano y dice:

– Tengo muchas cosas que enseñarte, cariño. Mamá y papá han dedicado el fin de semana a organizarlo todo… -Tira de mi mano y empezamos a cruzar el césped-. Ven, ven a verlo.

Katie y Susan, las damas de honor, están ya en el entoldado, y entre las tres me explican muy agitadas la disposición de las mesas, señalando dónde estarán sentados ciertos grupos de invitados durante el ágape y los discursos.

– Va a ser fabuloso -afirma Kate, abarcando el espacio con un gesto del brazo-. Imagínate cuando todo el mundo esté aquí, con las flores en su sitio y las velas encendidas…

– Espera a ver a Rebecca con su vestido de novia -me dice Susan.

Miro a mi prometida, que contempla con semblante sereno la mesa principal donde mañana, como mujer casada, se sentará junto a mí, hombre casado.

– Olvida el vestido -ríe Susan-. Te interesa más la ropa interior, ¿no es cierto, Fred?

Asiento con la cabeza, pero mi rostro permanece impasible. Me caen bien Katie y Susan, pero preferiría que no estuvieran aquí. Necesito hablar con Rebecca y quiero hacerlo a solas.

Pero las cosas se tuercen. Después del entoldado vienen las cocinas y media hora de charla con Mary y George acerca del orden en que habrá de servirse la comida, el champán y el vino. Y yo, cada vez más distante de todo el festejo. Desearía que todo se planeara de forma más normal y sencilla. El dinero que se han gastado me pone enfermo. No puedo evitar pensar en la casa de mi madre en Escocia y en el hecho de que es el único familiar mío invitado a este evento, y lo diferente que soy de la familia de Rebecca. Y, por supuesto, pienso en Mickey y en lo que pasó en casa de sus padres el último fin de semana, y su reacción tan sensata, nada que ver con lo que aquí sucede. Las voces de Mary y George van alejándose cada vez más en mi mente hasta que ya apenas los oigo. Mi actitud es la de un espectador ante una película muda. Pero no puedo cambiar de canal. No puedo apagar el vídeo e irme de aquí.

Hasta después de cenar no se me presenta la oportunidad de hablar a solas con Rebecca.

– Ya sé que eso no se hace la noche previa a la boda -me susurra al oído mientras vamos hacia la sala de estar-, pero yo nunca he creído en supersticiones…

– ¿Qué? -digo, dejando de caminar y viendo cómo George, Mary y las chicas van pasando por la puerta del salón.

– Un polvo rápido, ¿vale? -propone Rebecca, arrastrándome hacia la escalera-. Nadie se dará cuenta. Están todos bebidos.

Su última afirmación es acertada. De los seis que estábamos a la mesa, yo soy el único que permanece sobrio, después de excusarme con tener que conducir para reunirme después con Eddie en el King's Head para no participar en la cata de los vinos de la boda que George ha promovido tan pronto nos hemos sentado.

– Está bien -acepto-, mientras sea en algún sitio seguro. No quiero que nadie nos sorprenda…

– Descuida -dice con una sonrisa, y sin más empieza a subir la escalera.

Sigo el intrincado dibujo floral de su vestido hasta el rellano de la segunda planta y luego recorremos un pasillo que no me resulta familiar. Mientras camino detrás de ella, me fijo en que lleva el pelo más corto de lo habitual y ahora la piel de su nuca es claramente visible desde atrás.

Rebecca dobla una esquina y se detiene frente a una puerta cerrada. Luego se da la vuelta y me dedica una sonrisa ebria.

– El estudio de papá. Con su bonito y amplio escritorio… Soy una chica muy mala…

– Pero ¿y tu padre no…?

Ella niega con exagerados movimientos de cabeza, haciendo bailar su flequillo de lado a lado.

– Demasiado borracho -me dice-. Y alterado, además. Lo último que se le ocurriría ahora es subir a trabajar…

Abre la puerta y entramos en el estudio, que huele a humo de cigarro puro. Es una habitación de proporciones modestas, forrada de libros en sus cuatro paredes. Frente a la puerta, que cierro mientras Rebecca va a encender la lámpara del escritorio, hay una ventana que da a los jardines. Pienso en mi bolsa sobre la cama de Eddie en el hotel. Rebecca se gira, se levanta el vestido y empieza a bajarse las bragas.

– No -digo, sin moverme del sitio.

– ¿Cómo que no? -replica, y me mira agitada.

Apoyo la espalda en la puerta.

– Tengo que hablarte de una cosa.

Ella se endereza, se sube las bragas y deja que el vestido le caiga sobre las piernas.

– Adelante -dice, cruzándose de brazos-. Te escucho.

– Se trata de nosotros. De nosotros como pareja.

Busco las palabras adecuadas y ella me apremia:

– ¿Qué pasa con nosotros?

– Verás, se trata de que mañana vamos a casarnos, y vamos a jurarnos amor y fidelidad delante de nuestros amigos y familiares. Y si no somos sinceros, sería mejor no decir lo que vamos a decir mañana. -La cara empieza a arderme mientras la tormenta busca un sitio por donde descargar. Me llevo una mano a la frente y comienzo a masajeármela-. Se trata de la verdad, Rebecca, de que seamos francos el uno con el otro. Y con nosotros mismos.

Ella dice algo que no entiendo y, al levantar la vista, veo su cara, siempre tan segura de sí misma, que ahora tiembla a la luz de la lámpara de mesa.

– Perdona -digo, pasados unos segundos-, no he entendido lo que has dicho.

– Lo sabía. -Se ha puesto a llorar-. Lo he sabido en cuanto has bajado del coche.

Al verla así, mi instinto me empuja a consolarla, pero me resisto.

– ¿Y cómo…? -pregunto, sorprendido de lo que acaba de decirme.

– ¿Tú qué crees? -me espeta, y sus hombros empiezan a temblar-. Porque te conozco, Fred… porque te leo el pensamiento, por la misma razón que tú ya has adivinado…

Antes de que pueda transmitirle la confusión que esas últimas palabras han provocado en mi interior, ella toma aire en un intento de recobrar la compostura.

– Tienes razón, hemos de hablar de esto ahora. Debería habértelo dicho antes. Lo siento, Fred. Debería habértelo dicho en cuanto pasó.

Cuando ya me dispongo a preguntarle de qué está hablando, me reprimo y digo en cambio:

– Habla.

Rebecca alcanza una caja de kleenex que tiene detrás sobre la mesa, saca uno y se suena la nariz con ruido. Cuando comienza a hablar, lo hace sin mirarme:

– Yo no quería que ocurriera. Ninguno de los dos quería. Estábamos colocados, habíamos fumado. Tú mismo viste cómo estábamos cuando te marchaste…

¿Estábamos? ¿Ella y quién más?

Rebecca se suena otra vez.

– Y Eddie dijo que no importaba…

¿Eddie?

– … porque -continúa- sólo íbamos a divertirnos un rato y, además, tú y yo aún no estábamos casados, y si pasó lo que pasó fue solamente porque habíamos fumado mucho. No es que yo te fuera infiel ni nada de eso…

– Eddie… -digo, asintiendo con la cabeza, al darme cuenta de lo ciego que he estado a lo que sucedía a mis espaldas.

Visualizo el momento en que los dejé sentados en la estera en Hyde Park, la tarde de la fiesta de cumpleaños de Phil. Enseguida me asalta un recuerdo más reciente, Eddie hablando conmigo en la proa de la gabarra hace ahora una semana, diciéndome lo difícil que era a veces ser amigo de alguien.

– Eddie… -repito, sin dejar de cabecear y mirando a los ojos a Rebecca.

– Lo siento, cariño -dice entre sollozo y sollozo-. No significó nada. Fue sólo uno de esos… Te lo juro, no volverá a suceder nunca más.

Ya he oído bastante.

– No tiene importancia -aseguro con voz queda.

Rebecca deja caer el kleenex y da un paso al frente, indecisa.

– ¿Lo dices en serio? -pregunta.

No lo dudo ni un instante:

– Sí.

– Es que yo entendería que te enfadaras…

– No. No me enfado en absoluto.

Se oyen voces en el pasillo y los dos guardamos silencio. El ruido suena otra vez.

– Es tu padre -digo, reconociendo su voz-. Nos está llamando.

Rebecca hace ademán de tocarme la cara. Está aliviada e incrédula a partes iguales.

– ¿Estás seguro de que…?

– Sí -repito-, pero ya que hablamos con sinceridad, yo también tengo que decirte una cosa…

– ¿Qué? -Me mira a los ojos, sobresaltada.

Aparto la vista, sin responder a su pregunta.

– Ve a ver qué quiere tu padre -le digo, abriendo la puerta-. Y cuando acabes, reúnete conmigo. Te estaré esperando en el jardín de la cocina.

Una vez fuera, camino por el sinuoso sendero del jardín y espero la llegada de Rebecca. El intenso olor de las glicinas y de la acedera nocturna domina el aire, que es cálido y acogedor. Sintiéndome vivo de verdad, pienso en mañana. Lo que le he dicho a Rebecca iba muy en serio. No importa lo que pasó entre ella y Eddie. Lo que voy a decirle se lo habría dicho de todos modos, independientemente de que ella me hubiera contado lo de Eddie.

Me detengo en un recodo del camino y contemplo el jardín a media luz. Entonces, sin darme cuenta, me encuentro recordando otro verano, otro lugar, y a otra chica.

Al final el sonido de voces se fue apagando poco a poco y el silencio dominó el dormitorio comunitario. Era una suerte que los exámenes estuvieran encima, de lo contrario, podía haber acabado esperando horas el momento propicio para escapar.

Retiré el edredón y, sentado en el borde de la cama, alcancé la bolsa de gimnasia que tenía debajo y que había preparado unos tres cuartos de hora antes de apagarse las luces. Permanecí inmóvil, escuchando la respiración de los otros alumnos, esforzándome por percibir alguna señal de gente despierta.

Al ponerme en pie agucé los sentidos. Sentía como si hubieran conectado mi cuerpo a un amplificador. Oía el sonido de mi respiración y el crujir de mis articulaciones, pero lo que dominaba eran los latidos erráticos de mi corazón. El cierre de la ventana conectaba con una alarma en el estudio que el señor Pearce tenía en el piso de abajo. Si alguien levantaba la aldaba, empezaría a sonar un timbre, y el señor Pearce estaría aquí en cuestión de minutos para ver qué andaba mal.

El otro extremo del dormitorio (la ruta que yo pensaba tomar) terminaba en una pesada puerta giratoria que daba a los lavabos y al resto del edificio. Desde allí, una escalera subía a los dormitorios de los pequeños o descendía a los estudios-dormitorio de los de sexto. Debido a la alarma de la salida de incendios, tendría que arriesgarme a bajar y confiar en que el señor Pearce no estuviera haciendo la ronda y que los monitores de guardia estuvieran encerrados, estudiando para sus exámenes.

En un intento de mitigar una creciente paranoia, me obligué a serenarme amparado en la seguridad que me proporcionaba la oscuridad. En el dormitorio, al menos, podían oírme pero no verme. Una vez fuera, lo mismo. Entretanto (en el piso de abajo) tendría que confiar en la suerte.

Coloqué la almohada debajo del edredón de forma que la cama pareciera ocupada. Mientras lo hacía me di cuenta de que era un detalle gratuito. Era por mi propia tranquilidad de ánimo. Una inspección poco más que somera descubriría mi engaño. Pero para entonces yo ya estaría lejos.

Sin nada más encima que el calzoncillo que Mickey me había regalado al final de las fiestas y con la bolsa de gimnasia en la mano, enfilé el pasillo camino de la puerta. A mi izquierda alguien gimió en sueños, pero aparte de eso sólo oí el sonido de mis pasos pisando con cuidado la gastada moqueta marrón.

Antes de abrir la puerta dudé, consciente de que si Pearce o alguno de los monitores estaba al otro lado, el contenido de mi bolsa bastaría para acusarme y acabar en el estudio del director, respondiendo preguntas a cuál más incómoda, mientras Mickey esperaba sola en el camino particular de la escuela.

Al abrir la puerta lo suficiente para pasar, un potente haz de luz penetró en el dormitorio, pero el corredor estaba despejado. Corrí hacia los lavabos, me metí en un retrete y cerré la puerta. Con el sonido de fondo de la vieja cisterna que goteaba y el resplandor de la bombilla desnuda sobre mi cabeza, abrí la bolsa y empecé a vestirme.

Dos minutos después, habiendo dejado la bolsa vacía tras la puerta del cubículo, me encontraba ya en el descansillo, vestido con el pantalón negro del colegio, zapatos negros de reglamento y un jersey de cuello alto azul marino. En el cinturón llevaba metida una linterna y un cuchillo que había conseguido en la cocina. No era ni mucho menos como me habría gustado ir vestido para ver a Mickey, pero, dadas las circunstancias, no había otra salida. Si mi seguridad hubiera dependido de ello, podría haber salido en pañales y con un casco de motorista.

Cuidando de pisar únicamente con la puntera de los zapatos para que mis tacones no resonaran en la superficie de plástico duro de la escalera, bajé los dos tramos. A mano izquierda, un pasillo llevaba a la lavandería, las duchas y los vestuarios, y a mano derecha otro pasillo dejaba atrás los estudios de los de sexto y terminaba en la puerta que separaba los aposentos del señor Pearce del resto del edificio.

Las luces cenitales estaban apagadas en ambos pasillos y la única luz procedía de una claraboya a mi izquierda. La luna había grabado un gran bloque de luz en el piso laminado de color blanco. El recuerdo infantil de cuando se abrían las puertas de la aeronave en Encuentros en la tercera fase me hizo estremecer. Torcí a la izquierda, alzando momentáneamente la vista hacia el cuadrado de cielo estrellado al pasar bajo la claraboya, sintiéndome más cerca ya de Mickey y con la idea de que ella tal vez estaba contemplando esa misma vista.

No me topé con nadie mientras recorría el resto del pasillo camino de la lavandería. Parecía que todo el mundo hubiera sido presa de un hechizo y que yo fuese un espectro que avanzaba sin ser visto entre la niebla.

Entonces, al llegar a la puerta de la lavandería pero sin haberla abierto todavía, oí voces y me quedé paralizado. Maldiciendo mi mala suerte pero negándome a dejarme vencer por el pánico, volví la cabeza y escudriñé el pasillo. A unos quince metros de distancia, de pie en el umbral de uno de los estudios-dormitorio, hablando en voz muy baja, estaba la silueta inconfundible de Clarkson, el monitor cuya ira había concitado aquella misma tarde al hablar por teléfono con Mickey. Para él sería un triunfo y una satisfacción pillarme in fraganti. No tenía más que darse la vuelta.

Noté una subida de adrenalina mientras esperaba a que Clarkson se moviera. Pero no lo hizo, siguió hablando agitadamente mientras golpeaba la jamba de la puerta con un bolígrafo hasta que, con un gesto muy suyo, se echó atrás el flequillo y cerró.

Se hizo la oscuridad y luego, con un «clic», noté como si me hubieran barrido con un reflector: la luz del pasillo estaba encendida. Pestañeando, pues mis ojos se habían acostumbrado a la negrura, esperé a que alguien gritara mi nombre. En cambio, oí pasos y vi que Clarkson se alejaba en dirección opuesta, totalmente ajeno a mi presencia. Abrió las puertas del otro extremo del pasillo y subió los tres peldaños hacia la parte privada de la casa.

Rezando en silencio, me apresuré hacia el fondo de la lavandería. Sentado en el alféizar de pintura desconchada y rodeado del olor familiar de las prendas de deporte húmedas, empecé a abrir el pestillo. Levanté la ventana, me asomé al jardín iluminado por la luna y aspiré el aire cálido y quieto. Más allá del césped, los edificios del centro estaban envueltos en oscuridad bajo el amplio cielo de la noche, como si estuvieran dibujados al carbón. Me descolgué y caí en la tierra blanda de los arriates que había debajo. Estiré el brazo para cerrar de nuevo la ventana y, temeroso de utilizar la linterna, empecé a cruzar el césped hacia las matas que había al fondo.

Hasta que estuve a más de quinientos metros del internado y del edificio principal, no me arriesgué a dejar los arbustos y los árboles y salir al camino. La gravilla crujía bajo mis pies mientras avanzaba a saltos, corriendo una cincuentena de metros, deteniéndome para escuchar, corriendo otros cincuenta más. Pensaba en el capellán y en las historias que contaba de sus correrías nocturnas por los pueblos cercanos, y veía su cara en todo zarzal que encontraba a mi paso. Sólo comencé a tranquilizarme cuando llegué al final del camino varios minutos más tarde.

Entonces vi los faros. Un coche estaba doblando una curva a unos trescientos metros. Los haces gemelos oscilaron sobre la cerca de hierro fundido que señalaba el límite de la escuela, y cuando decidí moverme otra vez, pude oír el rumor del motor diesel que se acercaba. Recordando dónde me encontraba y qué estaba haciendo allí, crucé el sendero a la carrera y me refugié tras uno de los pilares de piedra que flanqueaban la entrada a la escuela.

El vehículo no pasó de largo, sino que redujo la velocidad y sus faros describieron una curva hasta apuntar camino arriba hacia las distantes siluetas del Greenaway. El nerviosismo me contrajo el estómago. Entonces oí que el coche se detenía y el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse. Con mucha cautela, me separé unos centímetros de mi escondite, asomé la cabeza y sonreí.

Mickey estaba de pie junto a la ventanilla del conductor del taxi, nimbada por la luna como una actriz en escena. Llevaba su cazadora tejana colgada al hombro y el pelo recogido en coletas y más corto que la última vez que la había visto. Vestía un pantalón pirata negro y ceñido. El taxista le dio el cambio y ella se apartó del vehículo, que dio un giro de ciento ochenta grados y se alejó por donde había llegado.

Me quedé observando, abrumado por la llegada de ese momento tan esperado. Sabía que tenía una pinta horrorosa. Había adelgazado en las últimas semanas, y al mirarme en el espejo del lavabo antes de que apagaran las luces, me había fijado en lo flaco que estaba. Pero todo iría bien, ¿verdad? Mickey me recordaría tal como yo era y no por los acontecimientos que me habían rodeado. Me decidí, salí de las sombras de la columna y carraspeé.

– Hola -dije, con una voz preñada de un arrojo que no sentía-. ¿Te acuerdas de mí?

– ¡Fred! -exclamó con un grito ahogado, soltando su bolsa y corriendo hacia mí.

Me estrechó entre sus brazos, diciéndome cosas que yo no pude oír. Lloraba y me besaba la cara y cuando retrocedió un poco y pasó sus dedos por mis mejillas, me di cuenta de que yo también tenía los ojos llenos de lágrimas. Su presencia era como una liberación; fue como si Mickey hubiera abierto la puerta tras la que se agolpaban todas esas cosas horribles: cuanto me había sucedido en el último mes estaba saliendo de mi mente a borbotones. Me abrazó de nuevo, su cara pegada a la mía, recibiendo en sus labios las lágrimas que yo derramaba.

– Estoy aquí -la oí susurrar una y otra vez mientras yo continuaba sollozando-. Estoy aquí, cariño. He venido.

Finalmente me aparté de ella y le dije:

– Démonos prisa. Puede que lo hayan descubierto. Si creen que me he escapado, el primer sitio donde mirarán será en el camino particular.

Mickey asintió con la cabeza.

– Sé un sitio donde podemos ir -proseguí, centrado en la parte práctica.

La conduje hacia los árboles. Por necesidad, apenas cruzamos palabra mientras andábamos. Al principio avanzamos un buen trecho, pues sólo teníamos que aflojar la marcha para sortear los arbustos, heléchos y zarzales. Al cabo de unos quince minutos llegamos a la vista de los campos de deporte de la escuela. Mickey se detuvo a mi lado y miró. A lo lejos, minúsculos bloques de luz señalaban las ventanas de los edificios del Greenaway.

– ¿Tan grande es esto? -preguntó, asombrada.

– Deberías verlo de día. Lo verás mañana cuando despertemos.

Y en aquel preciso momento comprendí que, mentalmente, había tomado una decisión. No iba a volver al internado, ni esa noche ni al día siguiente. Estaba con Mickey. No permitiría que me separaran de ella otra vez. Deslicé mi mano en la suya y seguimos caminando.

Cinco minutos después nos encontrábamos frente a un pequeño templo ornamental de piedra blanca al otro lado de los campos de deportes, y a centenares de metros de cualquier zona habitada de la escuela. Se decía que el edificio había sido pasto de las llamas hacía más de una década. Desde luego, en los dos años y medio que yo llevaba en Greenaway, el templo en cuestión sólo se había utilizado una vez, como telón de fondo para un montaje de El sueño de una noche de verano. Los jardineros (de eso hacía más de un año) habían formado una platea al aire libre eliminando las ortigas y las zarzas que rodeaban la estructura, pero la naturaleza había vuelto a reclamar todo el espacio.

Ninguno de los dos sabía lo que nos esperaba tras los cristales negros de hollín de los ventanales. El haz de la linterna que Mickey sostenía osciló sobre el candado, que yo intentaba arrancar de la húmeda madera de la puerta con mi cuchillo. Finalmente el candado cedió; me volví hacia Mickey y la besé.

– Vamos -dije, cogiéndole la linterna-, a ver qué tal está esto.

Franqueé el umbral y barrí el espacio con la linterna. Era una sola estancia del tamaño de una pista de squash. Sábanas blancas cubrían objetos desconocidos. Las paredes estaban chamuscadas y cubiertas de telarañas; algo invisible se movió por allí cerca y me puse tenso.

– Tranquilo -dijo Mickey pasándome el brazo por la cintura-. Será un ratón de campo.

Iluminé el techo abovedado y recorrí los restos de un fresco. Entre las manchas de humedad y hollín, aún podían distinguirse unos ángeles surcando un cielo de nubes. Oí suspirar a Mickey.

– Esto debía de ser increíble -musitó.

Empezamos a hacer un poco de sitio. Con una escoba medio pelada que encontré junto a una de las paredes, barrí una parte del suelo polvoriento.

Mickey retiró las sábanas. Debajo había pupitres rotos y sillas apiladas. Tras sacudir las sábanas, las dispuso encima del suelo. Luego sacó un paquete de velas que llevaba dentro de la bolsa, calentó el extremo inferior de cada una y utilizó la cera derretida para apuntalarlas en el piso de piedra formando un círculo alrededor de las sábanas. Por último encendió los pábilos y examinó su obra.

– Bueno, no es el Ritz, pero servirá.

– Es ideal -dije yo, sentándome en las sábanas con las piernas cruzadas y observando a Mickey, que se había acercado a la puerta para coger la bolsa que había dejado allí. Luego cerró y se volvió hacia mí.

Mientras se aproximaba, pensé en lo bien que nos conocíamos y lo lejos que habíamos llegado en nuestra relación. Al verla en aquel extraño entorno sentí que la estaba viendo por primera vez.

Anteriormente a aquel momento, Mickey había sido para mí tanto un puñado de recuerdos como una persona de carne y hueso. Pensar en ella siempre me hacía recordar el relato de un milagro que tuve que leer una vez en un concurso de lectura cuando iba a la escuela primaria. Jesús curó a un hombre llamado Legión, que estaba poseído por muchos demonios, traspasando aquellos demonios a una piara de cerdos.

No es que yo pensara que había demonios dentro de Mickey, siempre la había visto como un compuesto de las muchas versiones de sí misma que yo había ido conociendo. Su risa era la risa de la amiga sentada en un columpio mientras yo la empujaba cada vez más alto. Sus lágrimas eran las del cómplice de un crimen, que me había salvado de ahogarme en el río Elo cuando tenía nueve años de edad. Su tacto era el de la primera chica a la que besé.

Sin embargo, ahora era diferente: sólo la veía a ella. Ya no era la niña con quien había crecido. Así como la muerte de Miles había marcado el fin de mi infancia, la intervención de Mickey en los momentos significativos de mi vida había marcado, para mí, el fin de su infancia. Era algo que debería haber notado antes. Mickey había cambiado… en muchos sentidos. Sus caderas de chico, otrora rectas como reglas, se habían vuelto convexas. Mis torpes toqueteos alrededor de sus pechos en el jardín de su casa me parecían ahora cosa de alguien que no sabía de verdad lo que tenía literalmente entre manos. Su mirada había adquirido sabiduría y confianza. Ya no mostraba esa expresión de desafío ante la autoridad, sino de estar segura de sí misma.

Mientras le sucedían todas esas cosas (incluso a lo largo de los últimos seis meses en que habíamos estado viéndonos), yo no había dedicado tiempo a ver en qué clase de mujer se había convertido. Ya no era la vecinita de al lado, sino la chica a quien yo amaba.

– Eres preciosa. -Me di cuenta de que susurraba a pesar de que allí estábamos a salvo.

Mickey se encogió de hombros, un tanto avergonzada, y esbozó una sonrisa confusa.

– Parece que te sorprende -dijo, también en voz baja.

Se sentó conmigo en las sábanas y vació el contenido de su bolsa. Había un jersey con cuello de pico, una camiseta larga, cuatro cervezas, un paquete de tabaco y unos emparedados. Encima de éstos cayeron un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico.

– Siento que no haya agua corriente -susurré, y Mickey sonrió ofreciéndome el jersey; negué con la cabeza y ella procedió a ponérselo. Luego me pasó una lata de cerveza y encendió un cigarrillo para cada uno-. ¿No has tenido problemas para conseguir esto…? -dije, levantando la lata y tomando un sorbo.

– Las chicas siempre parecemos mayores de lo que somos -repuso; y en su caso era cierto.

Se arrimó a mí y apoyó la cabeza en mi hombro, rozándome la mejilla con sus cabellos. Bebimos y fumamos en silencio, acurrucados. Tuve la sensación, los dos allí sentados en aquel sitio extraño y maravilloso, de que éramos astronautas dentro de una cápsula espacial en órbita alrededor de la Tierra.

Pero entonces, como me había ocurrido cada vez que fumaba un cigarrillo desde la muerte de Miles, como si asociara el olor del tabaco a su persona, su desaparición se tornó de nuevo presente y fue como caer en picado.

– ¿Tú lo viste? -pregunté.

Mickey abrió la boca, pero le ahorré la molestia de tener que abordar el asunto.

– Cuando ocurrió el… ¿Estabas tú allí cuando Miles murió?

Vi otra vez en sus ojos cómo pugnaba por responder.

– Por favor -le supliqué-. Mi madre no quiere… no puede hablar de eso. Necesito saberlo.

Mickey me contó lo sucedido, que vio a Miles en el coche cuando volvía a casa por la Avenida después de bajar del autobús escolar, y que lo oyó discutir con mi madre, y lo de la policía y lo que aconteció después, de nuevo en la Avenida, y por último cuando Miles intentó sortear el coche patrulla y se estrelló contra el árbol.

– ¿Tú crees que murió tan rápido como dicen? -pregunté.

El cigarrillo tembló en sus labios cuando dio otra calada.

– Fred, no -dijo, apagando el cigarrillo y haciendo lo mismo con el mío. Me rodeó con sus brazos-. Siento que pasara lo que pasó. Siento que Miles no esté vivo y que esto te haga tan desdichado.

Miré nuestros dedos enlazados y recordé que así era como los mantenía mi madre día tras día en Escocia, mientras esperábamos noticias.

– No soy desdichado -empecé, pero la voz me temblaba. Intenté continuar con la esperanza de que hablando de ello me sentiría mejor-. Son cosas que pasan. Puedo superarlo. No tienes de qué preocuparte…

Pero mentía. No podía superarlo. Me eché a llorar otra vez y noté la mano de Mickey acariciándome la cabeza. Esa vez, sin embargo, mis lágrimas eran distintas de las que había derramado en sus brazos junto a la entrada de la escuela. Como sangre que mana de una herida, eran lágrimas sin dolor, indicativas solamente de la profundidad del corte.

– Juntos podemos superarlo -susurró Mickey.

Me fui calmando poco a poco y conseguí reponerme lo suficiente para hablar.

– Miles vino a verme -dije-. Vino aquí, a la escuela, para decirme que algo malo pasaba. Yo no lo escuché.

Mickey me habló con tono sereno:

– Tú no sabías lo que ocurriría después. Nadie lo sabía.

Negué con la cabeza y me aparté de ella.

– Miles sí. Sabía que estaba en apuros. Sabía que irían por él. Que alguien… Debería haberlo escuchado. Debería haber estado con él cuando me necesitó.

Mickey abrió mucho los ojos.

– No, Fred. Tú no podrías haber hecho nada para cambiar las cosas.

Otro temor acudió a mi mente.

– ¿Tú crees que…? Lo que dicen los periódicos que hizo… ¿Tú crees que es verdad?

Una lágrima bajó por su mejilla y cayó sobre su jersey.

– ¿Crees que él… que Miles pudo…?

Vi por su expresión que estaba asustada, que temía por mí.

El aire nos hacía cosquillas como electricidad estática. Suspiré y espiré aire otra vez. Mickey no tenía respuestas a mis preguntas. Nadie las tenía. Me froté la cara con las manos.

– No hablemos más de eso -dije.

Sus manos volvieron a mis hombros.

– Pero si tú…

– No.

Estaba decidido. Cogí mi lata y apuré la cerveza. Cerré los ojos, me sequé las lágrimas que me quedaban en la cara con el dorso de la mano. Conseguí amagar una sonrisa y dije:

– Catarsis. Lo aprendí en clase. Significa…

– Ya lo sé. Significa lo que estás haciendo tú ahora. Y antes de que lo digas, tienes razón: es bueno para ti… para nosotros…

Contemplé su cara, semejante a una estatua a la luz de las velas. Tan pronto como había llegado, Miles se esfumó en la oscuridad casi como si el brillo de Mickey lo hubiera ahuyentado.

– Lo que me has dicho por teléfono… ¿iba en serio? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– Sí -afirmó con expresión grave.

Tragué saliva, buscando alguna señal de duda en su rostro. Sus ojos brillaban a la luz de las velas. Me recordaban… Traté de apartar la imagen de mí, pero me fue imposible. Me recordaban los ojos de Miles cuando había ido a verme a la escuela un mes antes, intentando encontrar las palabras para decirme cómo se sentía. Sólo entonces reconocí lo que había detrás de aquella mirada: amor. Y era amor lo que estaba viendo en los ojos de Mickey, esa cosa que Miles había sido incapaz de expresar, pero que yo estaba decidido a declarar.

– Te quiero.

Nunca se lo había dicho a nadie, pero allí estaba, sin el menor esfuerzo. Después de todo eran sólo palabras, y los sentimientos que contenían habían estado dentro de mí durante meses. Verbalizarlas fue tan natural como decir: «Yo soy», porque así era como lo sentía. Mickey estaba viva en mí. Estábamos unidos. Yo no quería que eso muriera. No quería que nos separaran y no quería dejarla otra vez.

– Ven -dijo ella, tumbándose en las sábanas y tendiéndome los brazos.