5. Fred

El peor año de mi vida, 1985, comenzó como el mejor de todos.

Recuerdo el tiempo que pasé con Mickey como un largo abrazo amoroso. Empezamos a besarnos bajo la nevada delante del Memorial Hall de Rushton en diciembre del ochenta y cuatro y casi no nos separamos para tomar aire hasta que me enviaron al internado a comienzos de año. No sé si lo que nació entre los dos en aquellos primeros meses fue amor o no, pero sí que me dejó más de una noche sin lágrimas que derramar pensando en ella. Me parecía que Mickey estaba muy, muy lejos, y lo único que deseaba era poder tocarle la mano.

Mientras los trimestres se sucedían, por las noches soñaba que estaba de vuelta en Rushton. Flotaba por las habitaciones de mi casa como un espectro, cruzándome con Miles en los pasillos y rellanos, viéndolo hablar por lo bajo con personas semejantes a fantasmas, ocultándose tras una puerta cerrada cuando reparaba en mí. Luego oía a mamá ajetreada con los cacharros en la cocina, hablando por teléfono o seleccionando ropa para una venta benéfica, y el sonido familiar de su voz me llenaba siempre de paz. Sin embargo, invariablemente, terminaba caminando por las calles del pueblo de la mano de Mickey, bajo un sol de estío que arrojaba nuestras sombras como gigantes sobre muros y bardas. Todos esos trayectos terminaban en aquel momento de cinco veranos antes: Mickey y yo junto a la verja del cementerio con la cabeza levantada hacia el estornino que se elevó al cielo de color óxido, y yo con el corazón dividido por primera vez en mi vida.

Los sueños se desvanecían llegada la mañana. Con el estrépito de los timbres eléctricos, me encontraba de nuevo en el dormitorio oyendo el extraño ruido de otros veinte quinceañeros despertando, tirándose pedos y afanándose en los lavabos con sus cepillos de dientes, cremas antiacné y desodorantes. Me levantaba, me lavaba y me vestía, y me sumaba al bullicioso torrente de mis compañeros de clase camino del comedor en el edificio principal para desayunar e iniciar un nuevo día.

Situado en una finca de cien acres en el corazón de los Cots-wolds, el Greenaway College era (y que yo sepa, sigue siendo) el hogar de unos trescientos chavales de trece a dieciocho años. Otrora una mansión normanda, se había convertido con el paso de los años en una colección de edificios de color miel hasta formar un pequeño pueblo. En algún momento (he olvidado la fecha) un industrial Victoriano de nombre Endicot Greenaway compró los terrenos con el fin de fundar una escuela para hijos de la clase gobernante del Imperio Británico. Recuerdo que los nombres de los gloriosos muertos del colegio estaban grabados en los respaldos de las sillas, en los dormitorios colectivos y en las aulas, junto con las batallas de ultramar donde habían perdido la vida.

Yo estaba en quinto curso, a medio camino de mi estancia en el centro. Si no conseguía convencer a Miles y mamá para que me dejaran hacer sexto en un centro próximo a Rushton, me esperaban otros dos años y medio hasta salir de Greenaway. Todo lo que para mí era normal en Rushton (autobuses, tiendas, libertad de movimientos y, sobre todo, Mickey) me estaba vedado o era inaccesible. Eran cosas que pertenecían al mundo exterior, del que yo ya no formaba parte. Tenía quince años y medía un metro setenta y cuatro, y lo único que sabía de la vida era que transcurría fuera de esa finca y esos edificios.

Desde que llegué allí con trece años, había vivido para las vacaciones y la posibilidad de volver a casa. Ahora que Mickey era mi novia, la ansiedad por regresar se tornaba aún más intensa. Quería tenerla a mi lado, en carne y hueso. Quería algo más que su voz al extremo de la línea telefónica o que el olor de su perfume en una carta.

Todas las semanas me llegaba como mínimo una carta de Mickey. Sus sobres siempre eran de formas y tamaños curiosos, de colores y estampados extraños. Los adornaba con pegatinas y dibujos, o escribía con tinta metálica en tonos verdes, granates, plateados y dorados. De vez en cuando me enviaba pequeños paquetes con copias en cásete de los discos que había comprado, así como chucherías, dulces y cigarrillos aplastados.

Al inicio del trimestre de verano de 1985, al final del cual tenía mis exámenes de bachillerato elemental, releyendo sus cartas por la noche empecé a darme cuenta, y a regocijarme en silencio después, de que en algún momento de aquellos últimos meses me había enamorado de Mickey.

Sus cartas cumplían, además, otro propósito. Mediante un servicio de noticias que habría podido rivalizar con la agencia Reuters, Mickey Maloney devolvió el mundo real a mi vida. Nada de lo que ocurrió los primeros cinco meses de aquel año en Rushton me pasó inadvertido, gracias a ella.

Las esporádicas visitas de Miles a casa, por ejemplo, habían cesado bruscamente al término de las vacaciones de Pascua, al volver yo a Greenaway. Mamá había empezado a organizar reuniones de cristianos los miércoles por la noche e intentado varias veces (sin éxito) convencer a Mickey para que asistiera también. La señorita McKilroy (sí, la de las grandes tetas colgantes) se había quedado embarazada, y Sam Johnson, el presunto padre de la criatura, había puesto en venta su casa de Rushton y se había mudado a Gales. Dave había sido expulsado del instituto de Bowley por enseñar el trasero desde la parte posterior del autobús escolar a un Rolls Royce a cuyo volante iba un alto magistrado particularmente falto de sentido del humor. El hermano mayor de Mickey, Scott, había alcanzado mayor notoriedad todavía dejando plantada a Alison Rawling la noche en que ésta cumplía diecisiete años, lo que la impulsó a grabarse en el brazo con un cortaplumas las iniciales de Scott en un arranque de despecho gótico («Un ejemplo para todos nosotros de por qué debemos tener fe en Dios y no en el prójimo», según la opinión de mamá, y «Un ejemplo de las trágicas consecuencias de escuchar demasiados discos de The Cure», según Mickey).

Ciertas noticias, sin embargo, no podían transmitirse por carta. Ciertas noticias tenías que verlas para creerlas.

– Padre nuestro…

– Pásalo -me dijo Rob Oldfield al oído.

– … que estás en los cielos…

– Fíjate en ese macarra de la cola de caballo y la sonrisa de hiena -continuó Rob por lo bajo.

– … santificado sea tu nombre…

Le di un codazo a Luke Davidson, el chico que tenía a mi izquierda, y dije entre dientes:

– Pásalo.

– … venga a nosotros tu reino…

Miré hacia el otro lado de la nave enlosada de la capilla, a los bancos de madera reservados para los padres. Era el segundo domingo del trimestre, día que, como consecuencia de las teorías de un profesor Victoriano loco, se había fijado como el primero en que los padres de los alumnos estaban autorizados a visitar a sus hijos. Mamá tenía que venir, pero había caído enferma de gripe unos días antes, y Miles no se había presentado ni una sola vez en los dos años y medio que yo llevaba en el centro. Así pues, estaba resignado a pasearme a solas por los terrenos de la escuela mientras el resto de mi curso se largaba a almorzar. Cualquier cosa que sirviese de distracción era bienvenida, de modo que escudriñé las caras de los presentes en busca del macarra con cola de caballo.

– … hágase tu voluntad…

Y lo vi sentado dos filas más atrás.

– … así en la tierra como en el cielo…

Sonriendo como el ganador de un concurso de imitadores de los Bee Gees.

– … el pan nuestro de cada día, dánoslo hoy…

Mirándome.

– … y perdona nuestros pecados…

Con un bronceado color caoba y la marca alrededor de los ojos de haber llevado gafas de sol.

– … así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…

Vestido con una camisa roja y un traje gris brillante.

– … y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal…

Con un Rolex de oro enorme en una muñeca.

– … pues tuyos son el reino…

Y una gruesa pulsera de cobre en la otra.

– …el poder y la gloria…

– ¿Pasar el qué? -preguntó Luke, siguiendo la dirección de mi mirada.

– … por los siglos de los siglos…

– Nada -respondí.

– … Amén.

– Te apuesto lo que quieras a que lleva calcetines blancos y mocasines grises -susurró Oldfield desde mi derecha mientras el capellán daba algunos avisos.

– ¿Qué? -murmuré sin dejar de mirar a aquel hombre.

– ¡Mocasines horteras! -insistió Oldfield, un poco demasiado alto para el gusto del capellán, que miró hacia nosotros con cara de enfado. Oldfield guardó silencio unos segundos antes de susurrar-: ¿Cómo crees que se llamará?

– ¿El capellán?

– No, imbécil, el macarra.

Lo pensé un poco y luego respondí en voz baja:

– Miles.

Oldfield se aguantó la risa.

– Miles le pega. Yo iba a decir Trevor, Warren o algo muy hortera como Randy, pero Miles le va bastante bien…

– No -aclaré yo, torciendo el cuello para mirar sus ojos con gafas-. Quiero decir que se llama Miles. -Puse una cara que confié se semejara, aun vagamente, a la de Clint Eastwood en la escena del tiroteo final de El bueno, el feo y el malo, y luego se lo solté, sabiendo que era sólo cuestión de tiempo que el vínculo genético quedara en evidencia-. Es mi padre.

Oldfield me miró boquiabierto de incredulidad. Se quedó callado y desvió la vista hacia Miles. Luego respondió a mi Eastwood con un Lee Van Cleef, mirándome duramente a los ojos como yo antes a él, esperando que me echara a reír. Pero no lo hice, porque lo que había dicho era verdad: aquel tipo bronceado era mi padre. Oldfield cerró al fin la boca y vi cómo paulatinamente su cara pasaba del blanco al rosa y de éste al rojo. Luego sus hombros temblaron y grandes burbujas de moco surgieron de las ventanas de su nariz mientras contenía la risa.

Luke me dio en las costillas y formó con la boca estas palabras: «¿Qué le pasa?»

En vez de responder, dirigí la vista hacia la base de madera del banco, entre mis pies. Visualicé a Miles y deseé verlo muerto. ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué había venido? Entonces recordé dónde estaba y, acordándome de mi madre, pedí rápidamente disculpas a Dios por desear la muerte de Miles y lo cambié por desear que estuviera en cualquier otra parte del planeta. Al fin y al cabo, se suponía que tenía que estar en otra parte. Concretamente en Málaga, con su secretaria Janine, buscando emplazamiento para un nuevo club en el que invertir. O eso me había explicado mi madre.

– Es el padre de… -oí que Oldfield decía a quien tuviera a su derecha, con los hombros temblándole todavía-. El macarra ése. Es el padre de Roper… el macarra es su papi…

Oldfield se volvió para mirarme con ojos risueños, y en ese preciso instante mi vergüenza se desvaneció, desterrada por la ira. ¿Quién se había creído que era? ¿Qué se habían creído todos? ¿Y qué si Miles se vestía como un macarra? ¿Qué significaba para mí? Yo ni siquiera conocía esa palabra antes de venir a Greenaway.

La había aprendido una vez aquí, lo mismo que había oído hablar de «plebeyos», «lumpen», «currantes», «horteras», acentos «chabacanos» y todos los otros vectores de clase que nada me importaban a mí, pero que tan importantes parecían para la mayoría de la gente en Greenaway.

¿Acaso los padres de Oldfield y los demás tenían un aspecto mejor, con sus aburridos trajes de tweed, sus bufandas, sus corbatas institucionales? Para mí no, desde luego. Pensé en Mickey, en mamá, en Pippa y en Dave, en toda la gente de Rushton a quien sin duda Oldfield consideraría despreciable por inferior. Lo miré con fiereza a los ojos y le espeté:

– ¡Vete al cuerno, gilipollas de mierda!

El efecto fue inmediato. La histeria silenciosa de Oldfield se desvaneció tal como había surgido. Su boca recuperó la expresión pasmada. Boqueó. Torció el gesto. Apenas parecía respirar. Yo nunca había visto a nadie tan afectado por el poder del lenguaje.

Fue entonces cuando noté que me bajaba por la columna un extraño escozor eléctrico. No me moví, sólo agucé los oídos: nada. Entonces lo oí, inequívoco aunque muy débil: el eco de mi exabrupto resonaba en el cargado aire de la capilla. Cuando alcé la vista, las tripas se me aflojaron de golpe. Todas las caras de los presentes estaban vueltas hacia mí y reproducían fielmente la expresión azorada de Oldfield. Luego, como el público de una final de tenis en Wimbledon que sigue la dirección de una buena volea, giraron al unísono y miraron hacia el pulpito.

El capellán, un escocés cuarentón de formidable planta, tenía los ojos del color de la pizarra mojada. Sus antebrazos eran gruesos como asados de domingo, y contaban que de joven había ganado premios cargando troncos allá en las Highlands, mientras que otros aseguraban que los fines de semana se dedicaba a rastrear los pubs del pueblo cercano en busca de ateos y alcohólicos con que liarse a puñetazos.

Que hubiera o no algo de verdad en esos rumores me pareció de repente la cosa más irrelevante, pues vi que en aquellos momentos el tipo con quien el capellán estaba pensando en liarse a puñetazos era yo. La sobrepelliz se frunció alrededor de sus brazos al abalanzarse hacia el frente y su nariz ganchuda bajó hasta el nivel del pico del águila tallada en madera que remataba el facistol.

– ¡Frederick Roper! -rugió, y las chispas que despidieron sus ojos eran otras tantas promesas de condenación eterna en las llamas del infierno-. Venga a verme al claustro después del servicio.

Miles me esperaba fuera, apoyado en el Porsche 928 blanco, con los faldones de su elegante chaqueta ondeando con la brisa y las mangas de la camisa subidas a la altura del codo, como un personaje de Corrupción en Miami. Es una imagen suya que aún hoy conservo tan clara como entonces. No sé en qué película creía estar actuando mi padre, pero si lo pienso ahora, sospecho que el otro protagonista sería Burt Reynolds y la trama tendría que ver con alcohol, coches y chicas en topless rescatadas de las garras de corruptos polis téjanos.

Eché a andar hacia él. El capellán no se había tragado mi explicación sobre las palabrotas pronunciadas en la capilla y, aparte de media hora seguida de sermón sobre la naturaleza del pecado, me había impuesto una penitencia consistente en limpiar de maleza los arriates de la capilla los lunes por la mañana dos horas antes del desayuno. Cuando estuve a unos pasos de él, Miles arrojó su cigarrillo de un capirotazo y vi que caía al asfalto y daba varias vueltas de campana.

Me agarró la mano y me la estrechó, mirando mientras tanto al capellán, que nos observaba desde el umbral de la cripta. De cerca, Miles tenía un aspecto turbulento. No es que fuera sin afeitar ni nada tan superficial. Su turbulencia provenía de dentro. Estaba en sus ojos, en los oscuros pliegues de su piel. Ojeras que hablaban de noches de insomnio, preocupaciones y temores. Me recordó a los chicos nuevos que llegaban cada septiembre a la escuela, chicos que mantenían el tipo todo el día para derrumbarse luego y dormirse llorando. La voz de Miles, empero, contradecía todo eso. Era tan engreída como siempre.

– ¿Qué te ha dicho ese cura? -preguntó.

– ¿Por qué has venido? -repliqué yo-. Mamá dijo que estabas buscando un sitio nuevo…

– ¿Un qué?

– Un sitio para un club. En España. Dijo que…

– Ah, sí. Eso -murmuró-. La cosa no salió bien. Venga -continuó, abriendo la puerta del coche-, vamos a beber algo.

No le dije nada mientras el coche recorría con su mágico ronroneo el largo camino particular. Mirando por la ventanilla de mi lado, distinguí entre la espesura del bosque destellos que el sol sacaba aquí y allá de varios templos y otros caprichos arquitectónicos abandonados desde hacía mucho tiempo.

Encontramos un pub a unos quince kilómetros de Greenaway y Miles me depositó en la terraza, lejos de la vista del tabernero, mientras él entraba a pedir un par de pintas de cerveza. Muchos chavales de mi edad, estoy convencido, habrían deseado tener un padre como Miles, un padre capaz de quebrantar la ley por su hijo, pero yo no me contaba entre ellos. Esos detalles de Miles me incomodaban, había en ellos una frivolidad latente. Las pocas ilusiones infantiles que yo podía haber abrigado acerca de su papel como amoroso padre de familia se habían disipado definitivamente cuando trabajé para él en Pascua a fin de reunir unos ahorrillos.

Yo ya había estado antes en Clan, por supuesto, pero siempre durante el día, cuando mamá estaba ocupada y Miles se veía obligado a cuidar de mí. En dichas ocasiones el club de mi padre siempre me había parecido un lugar deprimente, desconectado de la vida y la alegría como una tumba. Miles se iba al piso de arriba para hablar de negocios y yo quedaba a mi suerte en la fantasmagórica media luz del club desierto. Con los años había visto desfilar una cohorte de mujeres de la limpieza que barrían el suelo de colillas y cristales rotos y fregoteaban la cerveza derramada en la barra. Me había preguntado a santo de qué tanto ajetreo y había intentado imaginarme la pequeña pista de baile repleta de parejas elegantísimas moviéndose al compás de orquestas y cantantes.

Las primeras noches que trabajé en el club fueron un shock. Era todo lo que durante años había insinuado aquella foto de Miles y las modelos, pero que yo siempre había negado para mis adentros. Miles era realmente el hombre que salía en el periódico. El Miles de casa, el que se levantaba tarde o haraganeaba junto a la piscina nueva en verano, fumando cigarrillo tras cigarrillo y gritando a la gente por teléfono, encajaba perfectamente allí. El club lo había moldeado y era su elemento. El hogar familiar, como comprendí enseguida, no era el centro de su universo; el club sí. Entonces, ¿qué pintaba yo?

Miles me había dado el trabajo en parte porque yo era alto para mi edad, y en parte porque le preocupaba que estar siempre metido en aquella escuela pudiese volverme blando. Había desdeñado groseramente las objeciones de mamá.

– ¿No dices siempre que debería mostrar más interés por él? -lo oí decirle a ella-. Pues déjame hacer. No se trata de que vaya a estar trabajando en la barra ni nada, sólo será recoger vasos…

Mamá guardó silencio, cosa que Miles interpretó como consentimiento.

– Haré que Tony lo meta en vereda -añadió Miles, para dorar la pildora.

Tony Hall, o Tony el Compinche, como yo lo llamaba para mis adentros, llevaba diez años o más trabajando con Miles. Cinco años más joven que él, era un tipo callado y meditabundo, con cuello de toro y unos ojos azules siempre alerta a los que no se les escapaba nada. Yo lo conocía de toda la vida, pero él apenas me había dirigido la palabra en todo ese tiempo, prefiriendo saludarme con un gesto de la cabeza en vez de preguntar cómo estaba. Me daba un poco de miedo, para ser sincero. Siempre parecía estar esperando que ocurriera algo malo, a sabiendas de que él sería quien tendría que solucionarlo. Miles confiaba en Tony sin reservas. Siempre que yo iba a Clan, los veía juntos, inseparables; eran el cerebro y la fuerza del club.

Miles estaba en el negocio desde que era un adolescente y pensaba que cuanto antes me introdujera yo en ello, mejor. Solía decirme que también era mi negocio. Su antiguo socio, Cari, no había regresado de su viaje al extranjero cuatro años atrás, y Miles, olvidada su teoría de que Cari estaba en una clínica de rehabilitación, decía ahora que seguramente se había metido en líos con alguien más cerdo aún que el propio Cari, y que ese alguien le habría ajustado las cuentas para siempre. En cualquier caso, a Miles no le importaba ya dónde pudiera estar. La propiedad de Clan había pasado hacía tiempo a sus manos y algún día, según daba a entender en público, el club sería mío.

Miles solía ocuparse de la puerta por las noches, hasta dos horas después de abrir el local. Saludaba a los invitados y conducía a los famosos o (en el caso de las mujeres) a las guapas a mesas reservadas próximas a la suya, en el lado izquierdo del escenario. Él y Tony se reunían con ellos a eso de las nueve, y mientras Tony supervisaba la pista de baile, Miles fumaba, bromeaba y se emborrachaba.

Las primeras noches que trabajé allí conocí a mucha gente. En general sus nombres no me decían nada, pero había futbolistas, alguna estrella del rock y de la televisión, y resultaba emocionante estar cerca de ellos, observar a Miles sabiendo que era mi padre y que los otros lo respetaban (aunque jamás le habría dado el gusto de decirle que eso era lo que yo pensaba). En cambio, me imaginaba a mamá en Rushton, sola, esperando a que yo llegara a casa, bajara del taxi y me reintegrara en su mundo. Para mí, revelarle a Miles que me gustaba trabajar para él habría sido una traición a mi madre. Y tal vez a mí mismo. No estaba muy seguro.

Lo cierto es que la actitud de Miles hacia mí me tenía confuso. En público siempre sonreía cuando me presentaba a alguien, como si yo fuera la persona más importante de su vida. Pero en privado apenas nos comunicábamos, y si lo hacíamos, a él no parecía interesarle nada de cuanto yo le decía. Tal vez quería herir a mamá. Era la única explicación posible a su postura ambivalente respecto a mí. Quizá tenerme allí con él, lejos de mamá, le causaba algún tipo de satisfacción. O quizá mi presencia hacía que se sintiera menos culpable.

Una noche, que a la postre fue la última que trabajé en el club, subí a su despacho al final de mi jornada y encontré la puerta cerrada con llave. Eso no era extraño, en realidad. Miles celebraba reuniones clandestinas la mayoría de las noches con tipos cuyo nombre yo ignoraba y a quienes nunca me había presentado. Eran hombres de expresión ruda, invariablemente bien vestidos y escoltados por sujetos más corpulentos aún que Tony. Sin embargo, aquella noche, cuando me disponía a llamar con los nudillos, no fueron voces masculinas lo que pude oír, sino a una mujer que jadeaba y gritaba de placer, y luego a Miles, que con voz grave le decía lo que iba a hacerle a continuación.

El primer empleo que dejé por iniciativa propia fue el que mi propio padre me había dado. Al día siguiente se lo dije por teléfono, pero no el porqué, y nunca volví a pisar el club.

Sentado en la terraza del pub cercano a la escuela, vi llegar a Miles con un nuevo cigarrillo entre los labios y una pinta de espumeante cerveza en cada mano. Se sentó delante de mí, sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo y me la acercó a través de la mesa.

– No fumo -mentí; no quería darle el gusto de verme encender uno, cuando él sabía que mamá se enfadaría si se enteraba. Sería otro secreto entre padre e hijo, una razón más para que Miles pensara que me tenía de su parte.

– ¿Vas a decirme qué diablos pasaba en la iglesia? -preguntó.

No respondí. A tenor de lo que Miles acababa de decir, no tenía sentido hablar del motivo de mi blasfemia. Además, yo ya había renunciado a justificar mis actos ante él. Que de repente mostrara interés por mí, el hecho mismo de que estuviera allí, me empujaba a ser más cauto todavía.

– Bueno ¿qué?

– ¿Acaso te importa? -mascullé sin levantar la vista de la mesa.

Me esperaba una regañina, pero Miles sólo dijo:

– He venido, ¿no? -Se frotó la nariz con la mano-. Ese chico raro que estaba a tu lado te estaba molestando por algo, ¿no es cierto?

Asentí con la cabeza.

– ¿Quieres contármelo? -preguntó tras unos segundos.

– No.

– ¿Quieres que vaya a hablar con él?

– Ya me ocuparé yo. Mira, vamos a olvidarlo, ¿de acuerdo? No tiene importancia.

– Si eso es lo que quieres…

De nuevo guardé silencio.

– ¿Cómo van las clases?

Cogí la jarra de cerveza que me había pedido y tomé un sorbo, fijándome en que él había vaciado ya la mitad de la suya, aunque acababa de sentarse. Me supo acre y me revolvió el estómago, pero conseguí tragarla. Carraspeé un poco e intenté aparentar que no pasaba nada.

– Muy bien -respondí.

– ¿Estudias mucho?

– Sí. -Arrugué la cara, buscando algún tema de conversación trivial-. A ratos. La Historia me cuesta, ¿sabes? Y el Latín… Me hago un lío… Hay chicos de mi clase que han estudiado Latín desde los siete años…

Miles asintió con la cabeza y yo interpreté que se hacía cargo.

– Pronto tendrás los exámenes, ¿no?

– Sí. Dentro de un mes.

– No te preocupes demasiado.

– No me preocupo.

Su boca amagó una sonrisa.

– Pero tampoco te preocupes demasiado poco. Me sale bastante caro que estudies aquí.

– Ya lo sé.

– Ahora en serio, hijo, si suspendes, suspendes y ya está. Yo nunca obtuve ningún título y no me ha pasado nada.

Lo miré, impasible. No era la primera vez que lo oía decir eso.

– Siempre puedes venir a trabajar al club -añadió.

Tomé otro sorbo de cerveza.

– ¿Y en cuanto al resto? -preguntó.

– ¿El resto de qué?

– La escuela, en general. ¿Qué haces cuando no estás estudiando? ¿Cómo es la vida ahí?

«¿Qué es lo que quieres saber? -pensé-. ¿Que estoy harto de este sitio y que el final de curso me parece increíblemente lejano? ¿Que pienso negarme (tanto si te gusta como si no) a hacer sexto como no sea en Rushton y con Mickey? ¿O que me aterra suspender los exámenes antes de eso? No -me dije-. Te interesa tan poco saber de estas cosas como a mí contártelas. Preferirías no saber nada, igual que te importa un comino lo que tenga que ver con mamá y conmigo que no sea de tu agrado.

»Y, aunque te dijera la verdad, tú no serías capaz de aguantarla, ¿a que no? No entenderías nada de los exámenes, de lo importantes que son para mí, de que quiera convertirme en algo decente. No lo entenderías porque crees que los exámenes son para los idiotas, y tu idea de decencia está entreverada de tipos fraudulentos y putas baratas, a espaldas de tu mujer.»

Miles encendió otro pitillo y me sonrió indeciso, esperando a que yo hablara.

– Todo va bien -dije encogiéndome de hombros.

– ¿Sigues viendo a Mickey?

La pregunta me incomodó.

– Nos escribimos -respondí, y luego añadí-: Vamos a irnos juntos de vacaciones en verano.

Eso último se me escapó, porque la idea de irme con Mickey, los dos solos, había estado ocupando mis pensamientos durante meses. No quería que Miles lo supiera, por si ponía reparos y decía que éramos demasiado jóvenes. Mi idea era soltárselo a él y a mamá cuando Mickey y yo saliéramos de casa con nuestras bolsas ya hechas. El corazón me dio un vuelco, esperando su reacción, pero Miles no puso objeciones.

– Es una chica muy guapa -dijo, sonriendo un poco-. ¿Estás enamorado de ella?

No respondí. Mis sentimientos eran cosa mía. No quería que Miles (la persona que a mi modo de ver había convertido el egoísmo en una forma de arte) husmeara en ellos y me contaminara con su escepticismo ante la vida.

– Si lo estuvieras, lo sabrías… -afirmó, con los ojos brillantes.

– Sí, claro -le espeté-, tú eres el que sabe mucho de amor, ¿verdad?

– Yo no he dicho tal cosa.

– ¿Qué más te da lo que sienta por ella?

Vi que se rascaba la barbilla, absorto en sus pensamientos. No respondió y desvió la vista hacia los campos que había más allá de la terraza.

– No te caigo muy bien, ¿verdad, Fred? -dijo al fin, mirándome a los ojos.

– No.

– Pues lo siento.

Escrutó mi rostro en busca de una reacción. No le di ese gusto. Me tragué mi malestar. Yo quería a Miles, pero no, no me caía bien. Decirle lo contrario habría sido traicionarme, y no quería concederle mi perdón; Miles no había hecho nada para merecerlo. La vida para él era muy fácil, pero muy difícil para quienes lo rodeábamos. Deseaba hacerlo sufrir un poco, como yo había sufrido por su causa. No quería mentirle acerca de la opinión que me merecía.

– Sí -dije-, bueno, quizá podrías haberlo pensado antes.

– Quizá -concedió él, pero con aspereza en la voz-. Aunque quizá es lo que estoy haciendo ahora mismo, ¿no?

Levantó su jarra y bebió hasta casi apurar el líquido. Dio vueltas al resto con aire contemplativo.

– Hay algo que tengo que decirte.

Lo miré con atención. La inseguridad que había detectado en él fuera de la capilla volvía a reflejarse en su expresión. «Vamos -pensé-. Dilo. Di que vas a abandonar a mamá.»

– Ha habido ciertos problemas en el club -continuó.

Miles nunca hablaba de su negocio conmigo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Se trata de Tony. Se ha marchado y no creo que vuelva.

«Eso no tiene sentido», me dije.

– Pero…

Miles levantó la mano para interrumpirme.

– Antes de irse me amenazó. No voy a abrumarte con los detalles, porque puede que no sea nada.

– ¿Y si lo fuera?

– Entonces… no sé. Todavía no lo sé, Fred… pero todo… -agregó, enfatizando esa palabra casi para sí mismo, no para mí- todo podría cambiar. -Su rostro se descompuso; estaba siendo sincero.

– No lo entiendo.

– Lo que te he dicho antes -prosiguió-, eso de que lo sentía… Quiero que sepas que hablaba en serio. Yo no pensaba que las cosas iban a ser así entre nosotros dos. Siempre pensé que cuando fueras un poco mayor, yo… nosotros… -Sacó un Zippo del bolsillo-. Fíjate -rezongó-, ni siquiera me sale la voz.

Al inclinarse para encender otro cigarrillo, le miré el pelo y advertí por primera vez una calvicie incipiente. Quería saber qué estaba pensando esa cabeza. Tony había proferido amenazas. ¿Miles estaba enfadado, asustado, ambas cosas? ¿Se hallaba en peligro? ¿Iba a perder el club, tal vez? ¿Qué iba a hacer al respecto y por qué me hablaba con enigmas? Cualquier otro hijo, creo yo, habría hecho esas preguntas a su padre, pero yo no me decidí. Sólo veía en ello una oportunidad para rechazarlo, aprovecharme de su debilidad y arrojarle a la cara su amor. No iba a sentir compasión. No iba a permitir que mi opinión sobre él cambiara por una nimiedad. Miles tendría que ganárselo a pulso.

– Debería volver a la escuela -dije-. Tengo cosas que hacer.

Miles levantó la vista y yo hice caso omiso de la tristeza que reflejaban sus ojos; mi expresión era seca como una piedra.

Hace tres años me enganché a un complejo y violento juego de ordenador, el Quake. Era un juego de disparar, y Eddie y yo nos pasábamos horas en el piso matándonos el uno al otro, o aunando nuestros recursos contra otros adversarios en línea. Cada vez que hacía una pausa o abandonaba el juego, me entraban unas tremendas ansias de volver a ese mundo virtual tan bellamente diseñado. Mi entorno real me parecía soso y monocromo en comparación, y lo único que me apetecía era conectarme otra vez cuanto antes.

Es lo que me pasa ahora con Mickey: una dosis me deja muerto de ganas de otra. Las relativas angustia, melancolía y depresión que invariablemente acompañaban mis primeros síndromes de abstinencia del Quake están presentes ahora, corregidas y aumentadas. (De ahí que me encuentre apoyado en el vacío e inutilizado archivador de mi oficina, mirando por la ventana, como si fuera un enamorado quinceañero de los años cincuenta arrimado a una Wurlitzer.) Como también los flashes retínales que solía sufrir entonces, sólo que esta vez veo instantáneas y recuerdos de una infancia pasada en Rushton durante el siglo anterior, y no (menos mal) metralletas virtuales trinchando a enemigos virtuales.

Con Mickey me siento muy relajado, muy… aceptado tal como soy. Es como si me arrancaran toda la presión acumulada en los últimos quince años, tras la muerte de Miles. Es como quitarme la máscara y sonreír con mis propios labios por primera vez. Mickey estuvo allí. Sabe cómo fue. Ve todas mis imperfecciones y no me juzga por ello. Y si puede obrar ese milagro (si yo puedo ser así en su compañía), ¿dónde quedan Rebecca, Eddie y todos los demás? ¿Nos conocemos realmente los unos a los otros?

Mi portátil suelta un eructo detrás de mí, una de las últimas innovaciones de Susan, la señal de que ha pasado la hora del almuerzo y hay que volver al tajo. Suspiro profundamente, me aparto del archivador, regreso a mi mesa y tomo asiento. Me paso una mano por la frente, y al contemplar la película de sudor en la palma de mi mano maldigo a la empresa del aire acondicionado y al calentamiento terrestre por enésima vez en lo que va de día. Mi portátil ladra y empieza a jadear (otro de los truquitos de Susan), y abro el programa de correo:

«Eh, señor Romántico de la Mirada Perdida. ¿Soñando con el día de tu boda?»

Giro en mi butaca y miro por una brecha en la pared de cristal de mi despacho, entre los gráficos de tonos plata y rojo de sendos pósters de newsasitbreaks.com que sobraron de la feria tecnológica del año pasado.

Cómo no, al otro lado de las mesas del siempre animado departamento de ventas está Susan, mirándome desde su propio cubículo de cristal. Veo que me sonríe mientras se abanica la cara con una chancleta naranja fluorescente. Niego con la cabeza y ella continúa mirándome mientras procede a teclear otra misiva. Mi pantalla ladra otra vez y leo:

«¿Con Rebecca?»

Vuelvo a mirar a Susan y niego nuevamente con la cabeza. Aparece otro mensaje en mi bandeja de entrada:

«Pues espero que no sea con otra…»

Sin pensar (en Rebecca ni en la boda ni en las meras consecuencias de toda esta bromita) escribo a mi vez:

«Pues sí…»

Apenas un pestañeo después de enviarla, mi respuesta aparece en el monitor de Susan. Y yo tardo más o menos lo mismo en darme cuenta de que la confusión que me corroe ha alcanzado el dominio público.

Mi intento de evaluar la reacción de Susan queda frustrado por Jim, uno del equipo de ventas, que se ha puesto en pie y está entre ella y yo, con un teléfono alojado entre la mandíbula y el hombro y agitando los brazos como si estuviera conduciendo una bici hacia un pozo de petróleo en medio de una tempestad.

Mi frustración, sin embargo, es sólo temporal; Susan manda un mensaje a los pocos segundos.

«¿En serio?»

El índice de mi mano derecha se cierne sobre la S de mi respuesta «SÍ» cuando mis dedos quedan inmóviles sobre el teclado.

No, no puedo contárselo a Susan, aunque las ansias de liberar todas esas emociones que llevo dentro y confiarme a alguien son muy fuertes. Por otra parte, estoy convencido de que hablar de mis sentimientos será como provocar un alud que irá arrasando cuanto encuentre a su paso y cambiando para siempre la apariencia de mi mundo personal. Es lo que suele pasar, ¿no? Por ejemplo, de chaval, uno le confía a alguien alguna cosa y ese alguien se lo cuenta a otro, y de la noche a la mañana ves que todo el mundo está al corriente de lo que dijiste y no puedes echarte atrás. Deja de ser una posibilidad que tú tenías simplemente en la cabeza para convertirse en un propósito y se espera que obres en consecuencia.

Y yo no puedo hacer nada de nada. No puedo ver de nuevo a Mickey sin decírselo primero a Rebecca. Mickey ha insistido mucho en eso. «Nada de rarezas», dijo. ¿Y cómo se la presento a Rebecca como una amiga cuando existe el riesgo de que a Mickey se le escape decir algo de Miles, cuando… cuando la verdad es que ayer, sentados en la terraza de mi piso, pensé en ella como mucho más que una amiga?

Borro la S que ya había tecleado y decido poner:

«Olvídalo.»

Susan responde ipso facto.

«OK, pero si algún día quieres hablar, ya sabes dónde estoy.»

Tecleo OK y miro el emparedado de beicon y aguacate que sigue todavía dentro de su triángulo de plástico, en el alféizar de la ventana. Sé que debería comer algo, pero he perdido el apetito; en cambio, echo mano de la lata de Coca-Cola light y tomo un trago.

Contemplo mi oficina, el techo de poliestireno, la diana de velero de la pared, la carta de objetivos con sus banderitas magnéticas rojas y negras (efecto colateral de un gurú de la gestión estrictamente analógica reclutado el año pasado por los de Personal). Luego, distraído y alucinado por lo que casi le revelo a Susan, hago lo que he evitado durante toda la mañana: pasar revista a mi mesa.

Me considero un tipo de persona contraria al desorden, pero lo que tengo ante mí refuta dicha opinión. Normalmente, mi trabajo es tan portátil como mi ordenador y mi móvil, pero hoy no, hoy mi mesa es un almacén de papelería. A la derecha del portátil hay un montón de iniciativas de esponsorización con sus correspondientes sugerencias de contenido, sobre las que Susan ha estado trabajando con Graham y ahora me corresponde a mí tamizar. Hay también algunas facturas de la presentación de Brick Lane que los de Contabilidad me piden que aclare. Pero nada de eso me molesta. No, la responsable de esta atípica obstinación hacia mi mesa de trabajo es la pila mucho mayor que tengo a la izquierda de mi portátil. Con la alfombrilla de Wonder Woman para el ratón (un detalle de generosidad de Michael para su sucursal británica) a modo de cimientos, el edificio de papel se balancea precariamente al borde de la mesa como una chimenea condenada. Trato de apartar la vista, pero es inútil: como ocurre con una película de terror especialmente truculenta en una coyuntura especialmente truculenta, me tiene enganchado.

Allí está: la pila de quehaceres para la boda.

Lo preocupante es que no me decido a conectar con lo que significa todo eso, y mucho menos a hacer algo al respecto. Y me asusta. Dentro de dos semanas me caso. Debería estar impaciente y emocionado, pero no lo estoy. Me siento distante de todo ello. Mi convicción se ha esfumado y parece que no puedo hacer nada para recuperarla.

Lo que hago, en cambio, es imaginarme ante el altar de la iglesia de Shotbury el día de nuestra boda mientras espero que llegue Rebecca, mirando a la gente que está detrás de mí en los bancos, buscando, siempre buscando la cara que deseo ver, la única cara que sé que no está ni puede estar allí.

Amor. ¿Qué es eso? ¿Lo que hay entre Rebecca y yo? ¿Lo que pensaba que había entre nosotros? ¿Lo que pienso que podría haber de nuevo entre Mickey y yo? No he estado enamorado de verdad desde que era un adolescente. Tal vez esa clase de enamoramiento sólo es posible en los adolescentes, o en personas que han tenido la fortuna de que nadie les partiera el corazón. Tal vez es una locura querer más de lo que ya tengo.

– Sinceramente, estos tíos están atontados -dice Rebecca-. Tres habitaciones y jardín. Eso es lo que les dije. No una habitación e invernadero, ni tres habitaciones y balcón. No es tan difícil, ¿verdad? Y luego te salen con que si el mercado esto, si el mercado aquello. ¿Qué sabrán ellos de mercados o márketing? Tengo yo más diplomas de márketing que ellos cenas calientes en su vida, o kebabs, o lo que sea que se metan en su grasienta tripa. ¿Y quieres saber otra cosa, Fred? ¿Fred…?

– ¿Eh? -Veo de pronto la calzada y miro a Rebecca, que va en el asiento del conductor.

– ¿Me estás escuchando, Fred?

Lo último que recuerdo es subir al coche después de un decepcionante vistazo a un pequeño sótano en la zona de Carlton Vale.

– ¿Qué?

– ¿Me estás…?

– Oh, claro -respondo, rebuscando en mi memoria sus últimas palabras y aventurando una conjetura arriesgada-. Decías que te dolía la tripa, ¿no?

Rebecca pone los ojos en blanco y murmura:

– Los de la inmobiliaria, cariño. Estaba hablando de los de la inmobiliaria. -Vuelve a mirar hacia la calzada.

El rojo cereza de sus labios se contrae de repente cuando pisa el acelerador a fondo, aporrea el claxon con la palma de la mano y gira a la izquierda. La bocina suena y suena, y yo me quito las gafas de sol y contemplo el cielo azul desde el descapotable.

– ¡Que te den, abuelete! -grita Rebecca por la ventanilla al enfurruñado conductor de un viejo Mini Metro al que acaba de cortarle el paso-. Bueno -continúa, guiñándome un ojo, y se recoge un rizo extraviado-, ¿quién es el siguiente?

– ¿El siguiente?

– De la lista, hombre.

Miro la carpeta con el membrete «Sábado» que tengo encima del regazo. «Domingo», junto con las correspondientes a otros tantos días tachados previos a nuestra boda, está en el piso de Rebecca, de donde hemos salido esta mañana a poco de dar las ocho, «Para adelantarnos a todo el mundo y tener diez horas por delante para hacer las cosas».

– ¿Qué lista? -pregunto, porque en la carpeta «Sábado» hay varias, todas esmeradamente mecanografiadas y cromocodificadas por Paul, el ayudante de Rebecca.

– Ciñámonos de momento a las inmobiliarias. Después de comer podemos pasar a las agencias de viajes. -Me da un apretón en el muslo, otra vez llena de paz y amor, sonriéndome con afecto-. ¿Has pensado algo más sobre dónde te gustaría llevarme? -pregunta.

Una respuesta malvada acude a mi cabeza («A una mina de sal en Siberia»), pero me la callo. Callarme una diversidad de cosas ha sido mi salvación esta mañana. Me he callado lo incómodo que me siento al buscar piso cuando el mío me parece la mar de bien. Y me he callado la inquietud que me produce no poder mirar a Rebecca a los ojos cada vez que menciona algo relacionado con la boda. Y, por supuesto, me he callado hablar de Mickey. En resumidas cuentas, creo que gracias a mi silencio no me han expulsado físicamente del Saab ni me han dado calabazas u otras hortalizas, cosa que, lo reconozco, posiblemente me merezco.

– Bueno -digo, tratando de ganar tiempo cuando paramos en un semáforo. Lo cierto es que, como ni ella ni yo podemos tomarnos unos días libres inmediatamente después de la boda, no me he parado a preparar nada para la luna de miel-. Había pensado que…

– Las Vírgenes -me interrumpe Rebecca.

Confuso, miro hacia las dos aceras, pero las únicas personas que veo son una mujer que empuja un cochecito de bebé y dos hombres vestidos con monos salpicados de pintura que hablan frente a una cafetería.

– ¿Dónde? -pregunto.

– Las Islas Vírgenes británicas -aclara-. Dice Eddie que las americanas están sobreexplotadas y…

– ¿Eddie? -No puedo sino sorprenderme de que Eddie haya servido de fuente de información sobre lunas de miel.

El semáforo cambia a verde y Rebecca pisa a fondo, recorremos volando unos veinte metros de calle despejada y luego ella frena a un centímetro del último coche de un nuevo atasco. Se nota un olor acre a caucho quemado.

– El otro día en Hyde Park me explicó que había estado allí como tripulante de un yate en el que se enroló al acabar los estudios, y que aquello es hiperbonito. -Me mira y recalca-: Hiper.

– No estaría nada mal.

Rebecca mira de nuevo al frente y me toca la rodilla.

– La lista… -me recuerda.

Abro la carpeta y saco la hoja de las inmobiliarias. Reviso las que ya hemos visitado. (Rebecca: «Telefonear es una pérdida de tiempo. Hay que ir y dar la cara. Es como todo en la vida: tienes que demostrar que lo quieres.») Ya lo hemos demostrado en no menos de doce agencias, peinando toda la zona de Maida Vale, y ahora ensanchamos nuestro campo de operaciones a los alrededores de Queen's Park, mi barrio.

Leo en voz alta la primera agencia de la lista, James Peters Limited, y le doy la dirección a Rebecca: al instante, dentro de mi cabeza empieza a sonar una alarma y no tardo ni un segundo en saber por qué.

– Creo que podríamos saltarnos esa agencia -digo.

– ¿Por qué? -pregunta Rebecca.

– Bah, no sé -mascullo, tratando de aparentar que la cosa no va conmigo-. He pasado alguna vez por delante. Tiene mala pinta.

– En ese caso, es posible que cobren menos comisión -contraataca ella-. Además, está a un paso. No nos cuesta nada parar. Mira -añade, antes de que yo pueda ponerle más reparos, señalando al frente-. Es allí.

La fachada pintada al más puro estilo de los primeros ochenta (pintura que, misteriosamente, me recuerda una funda de edredón roja y gris que tuve una vez, a los diez o doce años) de una agencia inmobiliaria se va acercando poco a poco, al igual que los carteles pegados ilegalmente en el escaparate de una tienda clausurada dos puertas más allá. Pero no es eso lo que llama mi atención, sino la tienda emparedada entre los dos edificios anteriores, y cuyo elegante pero llamativo rótulo me tiene la vista paralizada a medida que, inexorablemente, sus letras se forman en mi retina.

– ¡Ideal! -canturrea Rebecca.

El intermitente hace tictac mientras esperamos a que una ranchera Volvo que tenemos enfrente nos deje sitio libre. Miro desolado a los cielos y vuelvo a bajar lentamente la vista hasta ese rótulo que está a menos de cinco metros y dice: «las flores de mickey.»

Radiante de felicidad, Rebecca conduce el Saab hacia la plaza que el Volvo acaba de desocupar. La sonrisa que le devuelvo es apagada y medrosa, casi en perfecta sintonía con lo que siento. Pero luego, cuando mi visión periférica me informa de un pequeño movimiento en el umbral de la floristería, dejo de sonreír por completo y me hundo cuanto puedo en el asiento del coche, doblando las piernas todo lo posible.

– Qué floristería más mona -dice Rebecca, apagando el motor. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se sube las gafas de sol a la cabeza como si fueran una diadema.

– Sí -gruño, procurando no comprometerme y mirando decidido al frente, mientras me pregunto si podría echar un rápido vistazo a través del escaparate y verificar hasta qué punto corro peligro.

Pero no bien he hecho eso, descubro que no puedo. Allá está Mickey Maloney en persona, a un par de metros de la puerta, con el pelo recogido en un pañuelo rojo de lunares y hablando con un hombre que sostiene un gigantesco ramo envuelto en plástico. El hombre se mueve hacia un lado, y durante un momento la pierdo de vista.

– ¿Realmente es necesario ir hoy? -digo, a la desesperada-. ¿No tenemos ya bastantes cosas que hacer para liarnos ahora a ver inmobiliarias?

Rebecca esboza un mohín.

– No es culpa mía que lo de mi piso vaya tan deprisa -me reprende. Y es verdad. Apenas hace dos días que colgaron el letrero y ya tiene dos ofertas en firme-. Y deja de poner pegas. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

– Está bien. Vamos -digo, apeándome deprisa.

Por primera vez en su vida, Rebecca hace las cosas con lentitud. Se mira en el retrovisor y luego espera a que pase un camión. Finalmente baja del coche, lo rodea por delante y se reúne conmigo.

Señalo con la cabeza hacia la agencia James Peters Limited.

– Vamos a dar la cara ahí dentro -le recuerdo, con una sonrisa entusiasta-. A demostrarles que queremos lo que queremos…

En lo que tarda Rebecca en alisarse los costados del ceñidísimo top rosa y la microfalda de piel de topo, el genoma humano queda trazado de principio a fin.

– ¿Por qué nos mira? -pregunta al cabo.

– ¿Quién? -digo, repentinamente fascinado por un hilo suelto que cuelga del bolsillo de mis vaqueros.

– La chica de la floristería.

Miro calle arriba y empiezo a caminar en esa dirección.

– ¿Qué chica?

Rebecca me pone una mano en el hombro, deteniéndome.

– Por ahí no. Date la vuelta. Detrás de ti.

– Pues ni idea -respondo sin mirar-. Además, deberíamos…

– Nos está haciendo señas.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Oh.

– Y viene hacia aquí -añade.

– Ah.

– Y ahora va a tocarte en el hombro.

– Ya.

Al notar la mano de Mickey y oír su voz diciendo «¿Fred?» con suavidad detrás de mí, me giro despacio y la miro.

Desde ayer por la mañana, cuando estuvimos en mi terraza tomando café, le ha dado el sol y en sus mejillas han aparecido pequeñas pecas, y ahora me gustaría más que nada en el mundo rozarlas con las yemas de mis dedos. Me pone triste pensar que esos cambios sólo me parecen grandes porque yo no estaba allí para ver cómo se producían. Me sorprendo mirándole los labios, recordando el día que la besé en la nieve, hace siglos.

– Mickey -exclamo, con un tono de voz inadecuado-. Qué curioso encontrarte aquí.

Me mira extrañada.

– Estooo -dice, sonriendo a medias-, pues sí. Qué curioso, justo delante de mi tienda…

Oigo que Rebecca carraspea a mi lado y empiezo a asentir con la cabeza, sonriendo como un tonto a Mickey. No sé qué decir. ¿Qué se dice en una situación como ésta? Sólo sé cómo me siento: estúpido, rastrero y traidor, como si al no reconocer a Mickey cuando la veo claramente estuviera rebobinando el tiempo, borrando todo cuanto ha sucedido entre nosotros desde que nos encontramos aquella tarde en ToyZone. Rebecca carraspea otra vez, pero no puedo dejar de mirar a Mickey, hechizado por el simple hecho de estar otra vez con ella.

– Bueno, tú… ¿tú estás… bien? -pregunto.

Mickey todavía no sabe qué me pasa.

– Sí -responde, sin duda asombrada de mi ceremoniosidad-, ¿y tú…?

En ese momento Rebecca ejecuta un ataque de tos y consigue que por fin me vuelva hacia ella.

– Te presento a… Mickey -le digo-. Es una vieja amiga. Nos criamos juntos.

Rebecca la mira como echándole un repaso.

– Ah, entonces se explica.

– ¿El qué? -pregunta Mickey.

– Que Fred no haya hablado nunca de ti… Se pone muy misterioso en lo que respecta a su pasado…

Mickey ladea un momento la cabeza y, casi imperceptiblemente, levanta la vista y me mira. Pero antes de que yo pueda negar con la cabeza, transmitirle un «Lo siento» o comunicarle de alguna manera lo complicado de la situación, ella sonríe a Rebecca y le dice, secándose las manos en el pantalón:

– Pues a mí sí me ha hablado de ti. Eres Rebecca, ¿no?

– Sí. -Parece un poco sorprendida por esa información, pero no demasiado; habrá deducido que si Mickey conoce su nombre, eso quiere decir que nos hemos visto alguna vez recientemente.

Inspiro hondo mientras decido aquí y ahora tratar de compensar a Mickey por mi extraño comportamiento explicándole a Rebecca lo ocurrido. De todos modos tendrá que salir algún día, y prefiero que lo sepa por mí. De ese modo, al menos, habré cumplido mi trato con Mickey. Y, traviesa paradoja, eso se me antoja ahora mucho más importante que las sospechas que pueda suscitar en la mente de Rebecca.

– Nos encontramos por casualidad en ToyZone hace unas semanas -digo-, y me pareció que sería buena idea, ya que faltaba poco para la presentación…

Pero hasta ahí puedo llegar con la reciente historia de mi amistad con Mickey. Rebecca no me escucha; se pone a hablar con ella:

– ToyZone. No me digas que tú también eres una adicta a los juegos de ordenador…

– No, yo… Estaba comprando un regalo para Joe.

– ¿Joe?

– Es mi hijo.

Rebecca se limita a asentir con la cabeza, pero experimenta un cambio visible. Sonríe a Mickey por primera vez, con la sonrisa del asesino, claro, como la que me dedicó la noche en que nos conocimos. Toda ella parece relajarse, desde los hombros hasta los brazos que tiene cruzados, uno de los cuales se mueve ahora para rodearme por la cintura.

Observo a Rebecca mirando a Mickey de arriba abajo y me pregunto qué es lo que ve en ella que le hace estar tan cómoda. ¿Una florista, una insignificante Eliza Dolittle, más baja que ella y peor vestida? ¿Alguien que se gana la vida con un trabajo manual? ¿Una mujer que es guapa, pero que no tiene ni idea de moda ni maquillaje? Ve todas esas cosas, quizá, pero por encima de todo, creo yo, ve a una madre, alguien completamente diferente de ella y, por definición, carente de interés para mí.

En ese preciso instante veo aparecer a Joe montado en un monopatín y seguido del chico al que conoció en la presentación de los juegos. Ambos llevan pantalones superholgados y, pese al calor que hace, un gorro de lana. El otro chaval pasa de largo y se aleja unos pasos.

– ¿Qué hay, mamá? -dice Joe, saltando del patín a los pies de Mickey y dándole un zapatazo a la tabla de forma que le queda apoyada en la pierna.

– Tú debes de ser Joe -dice Rebecca, otra vez con la sonrisa exagerada.

Él asiente con la cabeza, indeciso, y ve que nuestras caderas se tocan.

– ¿Y cuántos años tienes? -pregunta Rebecca.

Joe tuerce el gesto y la mira detenidamente.

– Cuarenta y siete. Soy enano. ¿No te lo ha dicho mamá? -Me sonríe tímidamente-. Hola, Fred. ¿Qué tal?

– Estupendo -le digo, separándome de la mano de Rebecca que me ciñe la cintura al dar un paso hacia él-. ¿Y tú?

– Muy bien -responde, con un encogimiento de hombros.

– ¿Tienes algo bueno en perspectiva?

Sacude la cabeza.

– No -dice, pero luego cambia de parecer-. El sábado que viene vamos a casa de los abuelos -me informa-. A Rushton. Mamá dice que tú vivías allí…

– Pues sí. Hace muchos años. -Me arriesgo a mirar a Mickey, pero está pendiente de Joe-. Tengo muy buenos recuerdos de Rushton.

Joe se remete el flequillo bajo el gorro.

– Mamá me explicó que te marchaste cuando eras muy joven -dice, mirándome de soslayo-. ¿Nunca has vuelto?

– No -digo, con gesto triste.

Joe asiente como si comprendiera.

– ¿Por qué no te vienes con nosotros? -propone-. Los abuelos estarán fuera, y podríamos…

– ¡Joe! -Mickey le pone una mano en el hombro y se lo aprieta. Está colorada-. Perdón -le dice a Rebecca-. A veces se embala un poco…

Joe parece avergonzado. Agacha la cabeza, pensativo, y gira la rueda inferior de su patín con el pie.

– Yo sólo decía que… -murmura.

– Me encantaría -intervengo yo, tratando de aligerar la tensión-. Y en cualquier otra circunstancia estaría muy bien, pero ahora no puedo…

– ¿Por qué?

– Pues porque… No puedo porque me caso dentro de dos semanas -digo al fin.

Los ojos de Joe vuelan hacia Rebecca, y luego otra vez a mí.

– ¿Con ella? -pregunta.

– Sí. Con Rebecca.

Joe se suelta de su madre y deja caer el monopatín a la acera, y al momento se aleja en dirección a su amigo sin volver la vista atrás.

Mickey se queda mirándolo, estupefacta.

– Lo siento mucho -empieza-. Joe…

– Olvídalo -le digo.

Rebecca se mira ostensiblemente el reloj y sonríe a Mickey.

– Es un encanto -afirma, y luego le tiende la mano-. Ha sido un placer conocerte -añade mientras se dan un apretón-. Pero tendríamos que irnos, ¿no es verdad, Fred?

Mis ojos encuentran los de Mickey. Toda su cara es una interrogación, pero no tengo respuesta que ofrecerle, con Rebecca aquí. Me inclino para besarla levemente en la mejilla. Su pelo huele a flores.

– Adiós -me despido, retrocediendo un paso.

– Adiós -dice Mickey, y en el instante en que sus ojos examinan mi rostro, me sorprendo a mí mismo confiando en que la palabra adiós le resulte a ella tan difícil de pronunciar como a mí oírla.

El domingo por la mañana voy a buscar a mi madre a la estación de King's Cross y la llevo a almorzar al piso de Rebecca. Los padres de ella están allí también y la comida sirve para que se conozcan un poco mejor, pues su único contacto previo ha consistido en una sola conversación telefónica tras el anuncio de nuestro compromiso. Mamá está muy aislada en Escocia; esta excursión a Londres es el resultado de meses de persuasión.

George, como era de prever, despliega todo su encanto y buen humor durante la comida, pero en el fondo me huelo que los dos, él y Mary, encuentran a mamá demasiado puritana para su gusto. Así es como ella misma se presenta: una aburrida y amargada matrona escocesa, muy diferente de como yo la recuerdo cuando era un niño. Las pocas veces que interviene en la conversación es para hacer preguntas educadas sobre la iglesia de Shotbury y el tipo de servicio religioso que habrá el día de la boda.

Cuando nos despedimos en el andén de la estación a la mañana siguiente, es innegable que mi madre se siente aliviada; está contenta de irse a casa.

– Es una chica preciosa -me dice-. Cuídala bien. Organiza tu vida en función de ella. Es lo que yo he hecho con Alan.

– Mamá… -Pero me quedo sin palabras. Quisiera poder hablarle de las dudas que me asaltan. Quiero que sea otra vez mi madre y me simplifique las cosas, que me explique dónde y cómo encajo yo en el mundo. No deseo seguir sintiéndome aislado-. Saluda a Alan de mi parte -le digo poco antes de que suene el silbato y ella suba al tren.

Cuando se despide con la mano, creo ver lágrimas en sus ojos, pero luego se retira de la ventanilla y ya no estoy seguro. Me alejo de allí preguntándome si mi madre ve en mí a Miles y si es eso lo que nos mantiene mucho más alejados que los cientos de kilómetros que median entre su casa y la mía.

En los días sucesivos tengo tanto que hacer que apenas me queda tiempo para meditar sobre mis apuros. Es como si mis pies estuvieran encolados a una cinta transportadora que me lleva hacia mi boda, y nada, absolutamente nada, pudiera frenarme.

Llega el jueves por la tarde y voy en coche con Eddie hasta más allá de Kingston-on-Thames, a un pub llamado Rose and Thorn. Llegamos sobre las siete y media. Es un local pequeño y cursi con pretensiones de antigua posada, a pesar de que los enormes bloques de pisos de los suburbios londinenses están a poco más de medio kilómetro.

Las vigas de madera del pub están atestadas de cascos de la Guerra Civil inglesa, mosquetes de nuevo cuño y demás parafernalia de anticuario. Hay un par de lugareños sentados a la barra, y al fondo una máquina de discos vomita himnos de rock suave a un volumen tan bajo que no turbaría el sueño de un bebé. Pero no estamos aquí por el ambiente, sino porque aquí empieza mi fin de semana de despedida de soltero.

Digo fin de semana, pero gracias a Dios (debido a que Eddie ha tenido problemas para reservar plaza en el barco), en principio sólo durará hasta el sábado. Y digo gracias a Dios porque, francamente, no estoy de humor para estas cosas. Aunque pronto me doy cuenta de que soy el único al que le pasa.

Mientras van llegando paulatinamente los otros integrantes de la fiesta (nueve en total), el ritmo de las copas aumenta y eso disipa enseguida mi depresión, sofocada por los vapores étnicos. Juego al billar con Andrewy John, dos de mis viejos compañeros de cuarto en la Universidad de Manchester, y charlo largo y tendido con Will, la única persona de Kemble (el colegio donde terminé estudiando cuando mamá decidió que nos mudáramos a Escocia) con quien he mantenido contacto.

A las nueve y media cogemos las bolsas y vamos con Eddie a la parte de atrás del pub. Hay varias barcas amarradas a un par de destartalados pontones en la orilla del Támesis. Subimos a bordo del Naseby, nuestro hogar provisional para las próximas dos noches, y el crepúsculo se va diluyendo en una bruma cargada de alcohol.

Al día siguiente sigo utilizando la bebida como anestésico mientras vamos corriente abajo, deteniéndonos aquí y allá en pubs ribereños, lanzándonos los unos a los otros por la borda, tomando el sol en cubierta y olvidándonos de todo lo que no sea el aquí y ahora. Pero al anochecer, una vez amarrados frente al cuarto pub del día y recién cenados, la anestesia deja de hacer efecto. Es como si hubiera bebido para estar sobrio, no al revés, y me siento terriblemente solo en medio de mis amigos.

Dejo a los demás en el camarote, subo a cubierta y camino hasta la proa. Una vez allí, me siento con las piernas colgando por la regala y enciendo un cigarrillo que le he birlado a Eddie hace un rato. Pese a la cantidad de alcohol que he consumido, noto perfectamente el efecto de la nicotina. Mis pulmones la absorben como esponjas y la esparcen por mi corriente sanguínea, y por primera vez en esta semana, la tensión desaparece de mis hombros y entonces (en cuanto tengo la guardia baja) languidezco como un niño melancólico, sabiendo que no pinto nada aquí y que todo ha cambiado.

Miro el cielo estrellado que se refleja en las tranquilas aguas oscuras. Desde aquí el río parece no tener fondo, como si, en caso de caerte, pudieras ir bajando y bajando a través de la oscuridad, cada vez más lejos de la luz y el aire. Me imagino a Miles. Me es imposible no hacerlo, como siempre que pienso en la muerte. Me pregunto cómo debió de ser para él. ¿Supo enseguida que había llegado su fin? ¿Experimentó la misma mezcla de impotencia y desesperación que me invadió a mí cuando me abandonó?

¿Qué pensaría Miles de todo esto? ¿De Mickey? ¿Y de mí? ¿De cómo me siento? «Es una chica muy guapa», dijo. Puedo verlo ahora en aquel pub, sonriendo antes de preguntarme: «¿Estás enamorado de ella?» Trago saliva mordiéndome el labio para no pensar en él. Es en vano. Ojalá le hubiera respondido entonces, ojalá le hubiera permitido entrar en mi vida antes de que me dejara definitivamente. Creo que le habría complacido. Aunque las cosas le iban mal con mamá, Miles habría querido que yo fuera feliz, ¿no?

– ¿Por qué no estás aquí? -susurro con la voz ronca y la garganta seca-. ¿Por qué no puedes estar aquí para decírmelo tú mismo?

Una lágrima solitaria me desciende por la mejilla. Bebo de la botella de cerveza y doy otra calada al cigarrillo. No voy a llorar por él, después de tanto tiempo. Me digo a mí mismo que no importa lo que él hubiera podido pensar. Está muerto, eso es lo único que importa. Todo lo que creo saber acerca de Miles carece de sentido. Es pura apariencia. Él ni siquiera existe.

Oigo pisadas en la cubierta, y al volverme veo a Eddie que avanza tambaleante hacia mí con la cámara todavía en la mano.

– Niño travieso -me regaña, con un gesto hacia el cigarrillo, y luego se sienta a mi lado.

– Apágala -le digo.

No hace caso. Me pregunta:

– ¿Por qué?

– Porque no puedes vivir así, hombre, delante de una cámara… como un actor.

Accede a desconectarla.

– ¿Estás bien?

– Sí -respondo, pero automáticamente me encuentro justificándome a mí mismo, tapando lo que llevo dentro, como siempre-. Me ha dado un poco por la lágrima, nada más. Será el alcohol…

– ¿Estás nervioso por lo de la boda?

– Algo así.

– Menudo cambio de vida, ¿eh?

Asiento con la cabeza.

– Es lo que hay -dice-. Mejor no estarse quieto mucho tiempo, uno se acaba aburriendo.

– Supongo.

– Es bonito este lugar, ¿no? -señala Eddie, tumbándose de espaldas-. En Londres nunca se ve un cielo tan estrellado. Hay demasiada luz. Tienes que alejarte de la electricidad para apreciar algo así.

– Gracias por encargarte de todo.

– ¿Lo has pasado bien?

– Sí.

– Estupendo, porque…

– Porque ¿qué? -pregunto al ver que no continúa.

– No sé. -Vuelve a callar, sin duda tomándose tiempo para organizar sus pensamientos demasiado ebrios-. Es difícil -dice al cabo-. A veces es difícil ser amigo de alguien. A veces cuesta encontrar el punto.

– ¿Qué quieres decir? -pregunto, lanzando la colilla al río, en cuya superficie las estrellas se agitan borrosas.

– Mientras lo hayas pasado bien, ya está…

– Sí. ¿Y mañana…? -le pregunto. Su cara está en sombras-. ¿A qué hora calculas que regresaremos?

– Hacia el mediodía. ¿Por qué?

– No, por nada -digo, poniéndome de pie-. Venga, vamos a ver qué hacen los otros.

Mientras volvemos hacia la popa y el camarote, pienso en mi coche aparcado frente al Rose and Thorn allá en Kingston, y pienso en montar en él. Y pienso también en las numerosas direcciones que podría tomar.