4. Mickey

Joe sonríe de oreja a oreja al apartar la vista de la pantalla gigante. A miles de kilómetros, la cara pixelada de su adversario, un japonés que tendrá cerca de trece años, esboza una sonrisa refractaria. Su mirada barre nerviosa la parte inferior de la pantalla como un corresponsal de televisión novato, luego se vuelve borrosa y desaparece. Después del envolvente sonido digital del juego intergaláctico, los oídos me zumban y no puedo reprimir un bostezo cuando se encienden de nuevo las luces.

Fred, que no ha dejado de ir de un lado a otro durante la última hora, aparece a mi lado. Se suma a los aplausos de los chicos y adultos que han estado pendientes de los monitores mientras Joe y su oponente peleaban. Se acerca a mí cuando Joe baja del taburete para recibir su premio: una moderna mochila de plástico que va a entregarle Nina, la promotora con funciones de azafata. Ella parece un poco fuera de su elemento, con esa dentuda sonrisa robótica y ese despliegue de poses estudiadas que encajarían de maravilla si, además, estuviera sujetando un cartón con un número en un concurso de Miss Cualquier Cosa, en vez de vigilar a una turba ingobernable de chavales adrenalínicos.

– No puedo creerlo -dice Fred, aplaudiendo orgulloso mientras Joe trata de agarrar la mochila que Nina sigue sujetando al tiempo que hace posturitas para los fotógrafos-. Ni yo mismo habría podido lograrlo.

– Bueno, al menos todas esas horas pegado al ordenador le han servido de algo -contesto, viendo cómo Joe se abre paso hacia nosotros entre el tropel de chavales que se dirige a la batería de consolas. Detrás de él un anuncio americano de otro juego explota en la pantalla gigante, y la machacona banda sonora nos envuelve por todos lados.

– Hace muchos años, en otra galaxia… -empieza la voz en off.

– Jolín. Esto no para, ¿eh?

– Aventuras sin fin, ésa es la idea -responde Fred, que está radiante por el desarrollo del acto, aunque debo decir que, hasta ahora, yo no me he enterado de nada… y sí en cambio Joe, por lo visto-. Bien, ¿qué te ha parecido? -le grita en medio del follón, pero basta con ver la cara de Joe para deducir que convertirse en uno de los héroes de una presentación internacional de juegos de ordenador es lo más emocionante que le ha ocurrido en la vida.

– Una pasada -contesta.

Fred y yo sonreímos mientras él se arrodilla delante de nosotros y, loco de entusiasmo, abre la cremallera de la mochila. Dentro hay una camiseta negra de marca con el nombre de la empresa de Fred en discretas letras amarillas, dos de los últimos videojuegos y unas entradas para el cine.

Joe me mira con la boca abierta, pasmado ante unos regalos tan exclusivos.

Nina se le acerca y alisa su vistosa melena castaña sobre un hombro.

– ¿Qué te parece una clase en la rampa? -le propone, con su mejor voz aguda de vendedora. Lleva las uñas increíblemente largas y de color rosa, con las puntas blanquísimas, que arañan la lista de su sujetapapeles-. Irá Zack, ¿sabes? -añade-. O también podrías patinar con Quark. -Indica la rampa de monopatín que ocupa casi toda la sala y luego mira nerviosa a Fred.

– Lo estás haciendo muy bien, Nina, gracias -dice él, sin perder la oportunidad que ella le brinda.

Ella se deshace ante el cumplido. Sonríe con complacencia y resopla desagradablemente por la nariz. Le da las gracias, mientras otro de los chavales, un chico de la edad de Joe, se aproxima entre el gentío.

– ¿Son tus padres? -le pregunta a Joe.

Él asiente señalándome con la cabeza.

– Ésta es mi madre -responde, y luego ladea la cabeza-. Y Fred… un amigo nuestro. -Nos sonríe a los dos-. Tyler -nos dice, a modo de explicación-. Vive unas puertas más abajo.

– Hola -digo, sorprendida de Joe. Suele ser muy tímido.

Pillo a Fred sonriendo. Veo que le complace que Joe lo haya llamado «amigo nuestro».

Tyler murmura un saludo y vuelve a centrarse en Joe.

– Ha sido grandioso, tío, lo del juego. ¿Vas a patinar con Quark? Lo he visto en un vídeo…

Se alejan juntos por la reluciente rampa metálica hacia donde hacen las demostraciones de monopatín y patines en línea.

Las finísimas cejas de Nina se juntan. Coloca la palma de la mano sobre su tablilla y nos mira.

– Tranquilos, ya os encontraré -asegura, da media vuelta y corre tras los chicos.

– Parece que hemos quedado libres -dice Fred frotándose tímidamente la oreja.

La mochila de Joe está desparramada a mis pies y me agacho para recoger los regalos.

Fred me sostiene del codo cuando me incorporo de nuevo.

– Vamos a tomar una copa -propone. Me sonríe y se dirige hacia la otra pasarela camino de la barra.

Lo sigo mientras trato de cerrar la cremallera de la mochila, pendiente de los acróbatas del monopatín que escalan la empinada rampa y ejecutan volteretas desafiando la fuerza de la gravedad, mientras los focos barren la rampa captando sus evoluciones.

Aunque esto es un almacén en la zona este de Londres, nunca lo dirías. Los organizadores han transformado el enorme espacio en una jungla urbana, con pasarelas entre las diversas zonas, y resulta imposible definir el perímetro del local o sus dimensiones. Nunca he estado en un sitio tan moderno y vanguardista, y hasta ahora me ha costado sudores no exteriorizar mi euforia y asombro delante de Fred.

Al pie de una escalera metálica tipo industrial, la fiesta está en pleno apogeo en la zona del bar. Un espectáculo de luces ilumina allí unos monitores gigantes al ritmo de la música ambiente, acompañado por el murmullo de conversaciones y el tintineo de vasos.

– Mamá…

Levanto la vista y veo a Joe colgado de la barra de un andamiaje. Se está abrochando un casco de color plata.

– Es fantástico -grita, y yo sonrío y lo saludo con la mano. Veo por su expresión que por fin me ha perdonado.

Cuando Fred llamó hace unos días para invitarnos a la presentación, yo estaba medio dormida y tan sorprendida de que hubiera llamado, que accedí sin pensar. Pero tan pronto hube colgado el teléfono, empezó para mí un lapso de cuarenta y ocho horas de preocupaciones que culminó en un pánico en toda regla poco antes de salir de casa.

– ¿Por qué no llamas y le preguntas qué tienes que ponerte? -sugirió Lisa mientras me afanaba de un lado a otro de la floristería.

– No puedo -gemí, impotente-. Además, parecería…

– ¿Qué?

– Oh, nada-dije, totalmente desmoralizada.

Joe tampoco me sirvió de ayuda mientras procedía a revisar mi guardarropa por enésima vez.

– Tranqui, mamá. No sé por qué no te pones lo de siempre.

– ¿Lo de siempre? -repetí exasperada, con un gruñido de frustración-. Es una fiesta por todo lo alto. No querrás que vaya en vaqueros y zapatillas de deporte, ¿verdad, tonto? Se trata de una presentación oficial de la empresa de Fred.

– A él le dará igual cómo vayas vestida -replicó con su habitual sabiduría de niño de nueve años, aunque era evidente que se había ofendido porque lo llamara tonto.

– Oh… mira, ve a lavarte la cara -le solté injustamente-. Y cepíllate los dientes.

Joe hizo un gesto orgulloso y salió enfurruñado de mi habitación cerrando de un portazo. Además del sobresalto, me sentí inmediatamente culpable.

Una vez a solas, examiné mi cara en el espejo del armario y comprobé que había descuidado mucho mi aspecto. La última vez que había ido a un acto similar había sido en la presentación de la empresa de telefonía móvil de Martin, y lo pasé mal de principio a fin. Por insistencia de Martin, y aunque yo no quería, me puse un vestido de noche y estuve la mayor parte del tiempo con una servilleta encima del escote para protegerlo de los colegas de Martin, que me comían con los ojos. Pensando en Fred, no creí que esa vez fuera a ser igual, pero aun así me sentía nerviosa.

Pero lo que me daba verdadero pánico era Rebecca. Una parte de mí me aconsejaba llamar a Fred y excusar mi asistencia, pero no podía defraudar a Joe, de modo que me puse a ensayar. Sujetándome el pelo detrás de la cabeza, probé con mi mirada más confiada ante el espejo.

– Qué tal, Rebecca. -Ahí, mi mejor sonrisa-. Soy Mickey. -Me saqué la lengua a mí misma y lo intenté de nuevo-: Hola, soy Mickey Maloney. Fred y yo…

Me solté el pelo y me dejé caer en la cama, desesperada, mientras un torrente de preguntas me pasaba por la cabeza. ¿Estaría Rebecca en la presentación? ¿Sabría lo que hubo entre Fred y yo? ¿Qué le habría dicho él después de nuestro último encuentro? ¿Cómo me habría descrito? ¿Íbamos a ser los tres amigos y salir juntos? ¿Por qué, en el fondo, nos había invitado Fred? ¿Qué es lo que quería?

Ahora miro a Fred y sigo todavía a dos velas. En vez de obtener respuestas, sólo tengo más preguntas.

– ¿Qué? -me dice, sonriendo al detenerse en la escalera y mirar hacia arriba. La luz se refleja en sus ojos, que parecen centellear. Lleva una camiseta gris marengo que le sienta bien a su cara ligeramente bronceada, y durante un segundo se me hace un nudo en la garganta.

– Nada -respondo, pero en parte quiero decirle: «Eso, Fred, ¿qué? ¿De qué va todo esto? ¿Dónde está Rebecca? ¿Qué está pasando? Y… ¿desde cuándo eres tan guapo?»

– Dame -dice, estirando el brazo para alcanzar la mochila de Joe, y yo se la paso alegrándome de que no pueda leerme el pensamiento.

Naturalmente, Joe tenía razón. No debería haberme vestido así. Me siento ridicula con mi traje pantalón a rayas, que es la cosa más moderna, pero aun así pasada de moda, que he encontrado en el armario. Todas las chicas llevan extravagantes prendas urbanas, con ese look desaliñado pero caro y de diseño, y aparte de un poco de brillo de labios, parecen todas muy naturales.

En comparación, siento como si me hubiera dado de morros con el expositor de cosméticos del supermercado, cuyos mal conjuntados elementos acarreo de un lado a otro en mi enorme bolso de mamá junto con todo un cargamento de efectos personales. Me lo merezco por ser tan presumida. Pensé que llevar encima cosas esenciales como un cepillo de pelo y una sudadera para Joe, por no hablar de mi abultada agenda llena de correo basura y atada con gomas elásticas, haría que me sintiese moderna y adulta. Sin embargo, me siento sencillamente rara.

– Oye, Mickey, una cosa-susurra Fred cuando nos disponemos a ir hacia la barra entre la multitud. Se ha puesto serio.

– ¿Sí?

– Ahora mi apellido es Wilson.

– ¿Wilson?

Mira alrededor para cerciorarse de que nadie nos oye.

– Mi madre lo decidió después de… ya sabes. Nos pusimos su apellido de soltera. -Sonríe buscando mi aquiescencia, pero yo sólo lo miro aturdida-. No hay para tanto, Mickey. Sólo que es mejor que no me llames Roper, si alguien pregunta. Porque ya no soy Roper…

– De acuerdo -acierto a decir, escrutando su cara, pero él asiente como si hubiera hecho conmigo un pequeño pacto y, antes de que yo pueda añadir nada más, continúa andando.

No para de saludar a gente que se le acerca, y deduzco que debe de ser bueno en su trabajo, pues todos parecen mostrarle respeto y se deshacen en elogios a su empresa, pero Fred se los quita educadamente de encima y me indica que lo siga. Se muestra muy confiado y seguro de sí mismo este Fred Wilson. Es como ver a una persona nueva. Sin embargo, una parte de mí desea reclamar la atención de la gente y decir: «Lo siento, chicos, aquí hay un pequeño error. Este hombre se llama Fred Roper.»

No debería importar, pero sí importa. Ni Fred Wilson tiene que ver conmigo ni yo con Fred Wilson, y siento que al negar su pasado, me ha negado también a mí. Porque yo formaba parte de Fred Roper. La experiencia compartida que nos unía podía haberse alargado como una tela de araña con el paso de los años, pero seguía estando ahí. Ahora me doy cuenta de que, a pesar de las promesas, Fred hizo borrón y cuenta nueva y, pese a todos esos años de separación, él se sintió feliz de ser otra persona.

Claro que, bien pensado, ¿por qué no iba a cambiarse el nombre? Lo que le sucedió fue tan horrible que no puedo culparlo por tratar de olvidarlo todo. La gente se reinventa constantemente por motivos más nimios; si yo hubiera estado en su piel, quizá habría hecho lo mismo. Para ser sincera, creo que habría sido estupendo darme ese lujo. Al menos Fred no vio lo que pasó, a diferencia de mí. Él no estuvo presente. Él no percibió aquel espantoso olor que me ha perseguido durante años.

– Voy un momento al servicio -le susurro mientras saluda a otro colega más.

– No me muevo de aquí, ¿vale? -dice, y eso hace que me sienta halagada. Estoy tan acostumbrada a cuidar de Joe y de la tienda, que ya he olvidado lo bonito que es que alguien se preocupe de ti.

Tras examinar los extraños símbolos de una de las puertas, concluyo que debe de tratarse del aseo de señoras y abro la pesada puerta. Durante un momento miro hacia atrás, preguntándome si no me habré equivocado al ver una batería de paneles de acero inoxidable. Les doy empujoncitos, pero no pasa nada. Hasta los retretes son demasiado sofisticados para mí.

Una chica rubia aparece detrás de mí y acude al rescate. Empuja con fuerza uno de los paneles, que cede y deja ver un cubículo de acero inoxidable con un inodoro digno de la Guerra de las Galaxias.

– De lo más fácil, ¿verdad? -dice, y sonríe solidarizándose conmigo.

– Gracias.

Cuando salgo, está esperando lavándose las manos en una fuente de agua.

– Has venido con Fred, ¿verdad? -pregunta.

– Sí. -Le sonrío y cojo una gruesa toalla blanca de tocador que hay en un montón junto al lavabo.

– Soy Susan -dice, remetiéndose el flequillo detrás de la oreja al tiempo que apoya la cadera en el lavabo, sin dejar de mirarme. Saca un paquete de tabaco del bolsillo de sus extraños pantalones y enciende un cigarrillo-. Fred es mi jefe -explica-. Aunque, para serte franca, la mandona soy yo.

– Me llamo Mickey.

Da unas caladas con aire pensativo, observándome.

– Me gusta el look retro -dice, con un gesto de la cabeza hacia mi atuendo.

La miro a los ojos, preguntándome si es una grosería. Ella se da cuenta.

– No, de verdad. Te sienta de maravilla.

Estudio una vez más su rostro franco y ancho y decido que habla en serio.

– ¿Quieres decir que he llegado a esa fase en la que, de tan pasada de moda, voy a la moda?

– Querida, estás divina -dice Susan parodiando a una actriz de cine, y las dos reímos.

– Me siento como una tienda de accesorios andante -confieso, haciendo una mueca hacia mi superbolso.

Susan alarga la mano:

– Lo pondré con las cosas de Fred.

Agradecida, le paso el bolso y vamos hacia la puerta, aunque es un misterio cómo sabe ella dónde está la puerta.

– ¿Hace tiempo que conoces a Fred?

– De toda la vida, pero hacía bastante que no nos veíamos.

– Pues me alegro de que hayas venido. Así podrá divertirse un poco y no ser el tipo aburrido que sólo piensa en el trabajo, como suele hacer en estos actos.

– Ah, ¿sí? -digo, incapaz de contenerme-. ¿No suele acompañarlo Rebecca?

– ¿Rebecca? -repite Susan, como si yo estuviera bromeando, y luego se fija en mi expresión-. Deduzco que no te la han presentado.

– Pues no.

– Bien, digamos que no le va este rollo. -Hace una mueca y abre la puerta-. No es lo suficiente Gucci, encanto -añade en plan confidencial-, no sé si me entiendes.

Encuentro a Fred charlando junto a la barra. Me sonríe y me pasa un vaso, pero está conversando con otros dos hombres. Deduzco que hablan de cosas de informática, pero para mí es como si fuera marciano. Abro muchos los ojos mientras miro a Fred por encima del vaso.

– Perdona -dice, y me mira tranquilizadoramente-. Te lo traduciré. Éstos son Peter y Tim. Los reyes de los artículos para el hogar. Pídeles lo que quieras, desde pintalabios a pantallas para lámparas. Os presento a Mickey.

– Formas parte de la pandilla de Fred, ¿eh? -me pregunta Peter con un florido acento cockney. Es bajo y calvo y golpea su vaso con un grueso anillo de platino con verdadero brío.

– No, no -tartamudeo, sintiéndome como una impostora-. Yo soy… soy florista.

– Florista -repite Peter, moviendo con la cabeza-. Pues quizá eres la persona que andábamos buscando. ¿No te parece, Tim?

Tim, quien sin duda es su ayudante, asiente con ganas.

– Oh, bueno, no… Sólo tengo una pequeña floristería. No es…

– Es muy bonita -me corta Fred, deslizando discretamente un pie para presionarlo contra el mío-. Está en Kensal Rise, cerca de vuestras oficinas.

– Sí, estamos junto al canal -dice Peter con suficiencia, y me mira-. ¿No podrías venir y animarnos un poco el local? A mí no me va ese rollo de los cestos florales, pero nuestra oficina en Nueva York tiene flores fabulosas por todas partes. Todo muy moderno…

Miro a Peter, luego a Fred, y otra vez a Peter.

– Pues… supongo que podría ir a echar un vistazo… -respondo, siguiendo el ejemplo de Fred, que asiente de forma alentadora.

– Lo harías la mar de bien -asegura, y se vuelve a Peter-. En serio, es una florista excelente.

– Arréglalo, Tim -dice Peter, y empieza a alejarse-. Hasta luego, Fred, Mickey…

– ¿Me das tu número de teléfono? -pregunta Tim, sacando una agenda electrónica de bolsillo.

Sonrío a Fred mientras le doy las señas a Tim.

– Te llamaré el lunes para concertar una cita -concluye muy decidido después de cerrar su agenda electrónica.

Fred choca su vaso conmigo cuando Tim se marcha.

– Ya ves, no ha sido tan difícil. Quién sabe, la empresa de Peter es enorme. Si consigues entrar, habrás dado en la diana.

– Hum, bueno, ya veremos.

Sonrío, no quiero ser demasiado optimista. Es increíble que Fred haya podido hacerme ese favor y, aparentemente, sin esfuerzo. En comparación, me siento como una completa aficionada. Llevo varios meses hecha un lío por el texto de un anuncio que puse en el periódico local, y aquí está Fred organizando supercontratos mientras se toma una copa. Comparado con mi pequeño negocio, me parece estar ante un mundo muy distinto.

– Oye, ¿no tendrías que… bueno, hacer vida social…? -le pregunto mientras él tira de mí hacia la barra y se me pone muy cerca.

– Sí, pero no tengo ganas. -Sonríe y me pasa otro combinado.

– Te lo advierto -digo, tomando un sorbo del potente cóctel frutal-. No estoy acostumbrada a beber. Esto sabe de muerte.

– Creo que deberíamos ir a ver el juego de realidad virtual, en la sección de la selva. ¿Qué dices? -Me sonríe otra vez.

– Ya entiendo -bromeo-. Quieres que me emborrache para poder ganarme. El viejo truco. Pues no te será tan fácil engatusarme.

Estiro el brazo en ademán de golpearlo en las costillas (el alcohol empieza a hacer efecto), pero él es más rápido y esquiva el golpe.

– Vamos -dice-. A ver cómo están esos famosos reflejos tuyos.

– ¡Rapidísimos! -exclamo bufando-. Como siempre. Espera y verás.

Pero mientras camino detrás de él me siento ofuscada, y también vagamente feliz. Me alegro de que Rebecca no haya venido. Es estupendo tener para mí sola al hombre más importante y popular de la reunión, aunque sé que esto no durará. Y mientras pasamos junto a todas esas chicas tan atractivas, me dan ganas de pararme, señalar a Fred y decir en voz bien alta: «¿Lo veis bien? Pues una vez fue mío. Todo para mí sola.»

Al día siguiente amanezco con la peor resaca que recuerdo en muchos años. No sé ni lo que hago mientras intento preparar una comida ligera, y mi estado de ánimo no mejora cuando aparece Joe con el teléfono en la mano.

– Es la abuela -anuncia, pasándome el aparato.

Me limpio las manos en un paño. Mi madre no me saluda.

– No puedo creerlo. Después de tanto tiempo pensaba que ya te habrías sacado a ése de encima. ¡Fred Roper! -exclama, y parece impresionada de verdad-. Joe me lo ha contado todo.

– Hola, mamá -digo, desoyendo su perorata y sintiéndome extrañamente propensa a interrumpirla con viejos y nuevos insultos.

– Me he quedado de piedra. Cuando pienso en su padre… ¡Oh! -Traga aire y ya me la imagino en la escalera de la casa de Rushton, llevándose teatralmente una mano al pecho.

Al instante, noto que me pongo a la defensiva, como un gato al sacar las uñas.

– Vamos a ver: ¿cuál es el problema? -le pregunto entre dientes, pensando que ojalá fuera capaz de decir «tu problema».

– Ya sabes, hija, yo siempre he dicho…

– ¡Mamá! -la interrumpo, con la paciencia agotada-. Olvídalo de una vez. Eso pasó hace mucho tiempo. Fred lleva una vida completamente distinta. Es un hombre responsable, amable y, para tu información, ha sido estupendo verlo otra vez. No tiene nada que ver con Miles… -Callo, rabiosa por estar haciendo lo que siempre hago: justificarme delante de ella. Sé que nunca funciona.

– Pero ¿y Joe? Piensa en tu hijo…

– ¡Mamá! -Inspiro hondo-. Por favor. Esto no tiene nada que ver contigo.

– Es que estoy preocupada por mi nieto, cariño. Alguien ha de velar por él -dice con voz de beata, y me contengo para no replicarle.

Desde que Joe nació, ella siempre ha insinuado que yo era una madre horrible. He de procurar no sulfurarme. No voy a empezar siquiera a enumerar sus faltas. Me siento tentada de acusarla de leer aquellas cartas y de haber sido la culpable de que Fred y yo hayamos sufrido tanto durante estos años. No, es inútil. Ella siempre cree que obra bien. No tiene sentido tratar de explicarle todo el daño que ha hecho, porque ella lo negaría sin más.

– ¿Llamabas por algo en particular? -pregunto.

– Vamos al velatorio del primo de tu padre, este fin de semana no, el otro. Pensaba si podrías venir a dar de comer a Oscar mientras estamos fuera.

Oscar es el anciano gato de mis padres.

– Es que ahora mismo aquí todo el mundo parece estar de vacaciones -añade, y capto que eso lo ha dicho para mi padre, que debe de estar cerca.

– Descuida, iré -digo, y cuelgo apresuradamente.

A medida que transcurre la semana me siento molesta y nerviosa, pero no es el negocio lo que me preocupa, tampoco Joe ni ninguna de las otras cosas que normalmente me inquietan. No, el problema es que, a pesar de los esfuerzos de mi madre por quitármelo de la cabeza, no dejo de pensar en él. En Fred.

Asalta mis pensamientos a cada instante y me sorprendo a mí misma manteniendo conversaciones imaginarias con él. Pasan los días y no tengo noticias suyas, eso hace que me muera de ganas por hablar con Fred. El jueves me doy un madrugón para ir a comprar género al mercado y, de regreso, mientras renovamos todo el surtido de la tienda, Lisa decide que ya no aguanta más.

Como de costumbre estamos en la trastienda, detrás de la caja registradora. No hay mucho espacio, el suficiente para una mesa grande y una vieja pila de porcelana. He colocado un par de estantes donde tenemos cintas, la máquina de las tarjetas de crédito, un hervidor, un tarro de café y, ocupando el lugar de honor, la radio, que ahora suena con música pop. La mesa, entre Lisa y yo, está llena de helechos de diversas clases. Encima hay un manojo de flores, cuyos tallos apuntan hacia nosotras, y vamos cortando uno por uno el extremo inferior de los mismos antes de meter las flores en los cubos negros.

A simple vista parece todo muy caótico, pero una de las cosas que más me compensan en mi trabajo es que a las nueve, cuando abrimos la tienda, las flores tienen su mejor aspecto y el local se ve ordenado. O al menos ésa es la idea.

– Mickey. -Lisa chasquea los dedos delante de mi cara.

– ¿Eh?

– Baja de la nube.

Sacudo la cabeza y le sonrío.

– No has oído nada de lo que te he dicho, ¿verdad?

Me pongo tensa.

– ¿Era algo sobre los oasis? -pregunto.

– Sí. -Me mira exasperada-. De eso hace cinco minutos.

– Perdona.

Lisa deja sus tijeras de podar.

– Sé que estás pensando en él.

– ¿En quién? -pregunto con cara de inocente, pero sé que me ha descubierto.

Lisa se lleva una mano a la cadera y levanta las cejas.

– No sé lo que hay entre tú y Fred, pero está claro que la cosa no ha terminado. ¿Cuándo tienes que verlo otra vez?

– No lo sé -suspiro, metiendo un alambre por la cabezuela de una gerbera naranja y arrollándolo en torno al tallo-. Ahí está el problema. Que no sé nada. La otra noche lo pasamos de maravilla, pero todo quedó abierto, no concretamos nada.

– ¿Tú quieres verlo?

– Pues claro que quiero, pero la cosa es complicada. De entrada, Fred está a punto de casarse.

– Entonces, ¿por qué te invitó a esa presentación?

Me encojo de hombros sin saber qué responder.

– Mira, tú pensabas contarle lo de Peter, el de la fiesta. ¿Por qué no vas a visitarlo? -continúa.

– ¿Qué? ¿Ahora?

– ¿Por qué no? Eres tú la que me llama a mí impulsiva.

– Pero si es tempranísimo…

– ¿Y qué? ¿Desde cuándo importa la hora en estas cosas?

Tardo un buen rato en convencerme de que Lisa tiene razón. Cuando me meto en la furgoneta, ya estoy medio mareada de emoción, como si me dispusiera a hacer algo particularmente prohibido. Es una locura, en realidad, porque si estoy tratando de demostrar algo, sólo me lo demuestro a mí misma. No hay nadie más a quien le importe esto y, sin embargo, sigo dándole vueltas y más vueltas intentando persuadir a la remilgada Mickey de que es una buena idea.

Después de mucho buscar, resulta que la calle de Fred no es lo que yo esperaba. Me la imaginaba pija y elegante, pero es la típica calle comercial londinense, sucia, con plátanos a ambos lados y una parada de autobús con baches. Verifico en mi manoseado callejero la dirección que anoté con lápiz de ojos en mi agenda cuando Fred nos dejó a mí y a Joe en un taxi después de la fiesta, y aparco en una línea amarilla frente a la vieja casa adosada. Debo de haber pasado por aquí innumerables veces y ahora me choca que Fred haya estado viviendo en este lugar todo el tiempo sin que yo lo supiera.

Apago el motor y bajo de la furgo en el momento en que un cincuentón sale de una casa dos puertas más allá y empieza a hacer jogging en dirección a mí. Lo saludo con la cabeza y le digo hola, pero él mira con recelo y simplemente me rehuye.

Está claro que hay una guerra de artistas urbanos en este barrio, porque hasta el último trecho de pared aparece pintado con vistosos graffiti. Me subo las gafas de sol y observo las viejas ventanas del edificio de Fred preguntándome cuál será su piso. No veo señales de vida en ninguna de ellas, a excepción de un gato rubio y gordo sentado en la ventana salediza de la planta baja que pestañea lentamente al sol.

Se oye un estruendo un poco más allá cuando el dueño de una cafetería sube la persiana metálica, y decido concederme unos minutos y prepararme mentalmente antes de entrar en casa de Fred. El dueño del bar baja una silla de plástico de las que hay sobre la mesa de fórmica para que yo pueda sentarme. Me guiña el ojo y se pone a silbar al son de la radio y a barrer el suelo, y entonces, mientras toqueteo el azucarero, se me ocurre que hacía siglos que no tenía tiempo para estar un rato así, a solas. Apoyo la barbilla en el puño y disfruto del momento aspirando el aroma del café recién molido mientras mis ojos se relajan ante el sol que entra por las ventanas alumbrando como un reflector de partículas de polvo. Al otro lado de la ventana está el piso de Fred, y me doy cuenta de que experimento una emoción tan ridiculamente familiar que casi me echo a reír.

Pese a nuestros temores, cuando terminamos la primaria y yo empecé a estudiar en el instituto de Bowley después de un caluroso verano, el hecho de que Fred asistiera a otro centro apenas tuvo consecuencias en nuestras vidas. Nos adaptamos a las cosas, como hacen los niños. Él hizo nuevas amistades y yo también, pero seguíamos teniéndonos el uno al otro cuando nos faltaban los amigos y durante esas largas tardes de domingo entre la tierra de nadie televisiva y la hora de acostarse.

Yo estaba celosa entonces. Cuando Fred me describía su elegante escuela, me ponía los dientes largos oír hablar de sus grandes campos de deporte, sus laboratorios de idiomas y el chulísimo departamento de Arte. Dicho esto, no habría cambiado mis sábados por la mañana, cuando papá preparaba una fritura, por las clases de Fred el fin de semana, claro que al menos él parecía estar aprendiendo algo. En comparación, mi paso por el sistema educativo del instituto se me antojaba tedioso y más bien inútil.

Cuando sucedía algo importante (si había alguna pelea entre alumnos), se lo contaba a Fred, pero, por regla general, cuando llegaba a casa por la tarde me había olvidado ya de la escuela, que por lo visto no me aportaba nada nuevo. Aparte de que los váteres olían peor que en el cole de Rushton y había más caras en los espejos, las únicas diferencias reales que yo veía eran que las sillas de mi instituto parecían más grandes, los castigos, más prolongados, y que teníamos que andar más entre clase y clase.

Al igual que en la escuela primaria, los profesores me reprendían sin cesar por mirar las musarañas o por hablar en clase, y la única cosa que me inspiraba era el mapamundi descolorido que tapaba una de las paredes del aula. Me quedaba mirando los continentes pintados de tonos pastel, saboreando los nombres de las ciudades extranjeras, y fantaseaba como una cría viajando en un coche rojo trucado con la misión de localizar al astutamente disfrazado 00Fred, que dominaba el dialecto local y estaba siempre a punto para liquidar a los malos y restablecer el orden.

Luego volvía a la realidad, y lo que mantenía mi interés cotidiano eran los episodios de Dallas y los detalles extracurriculares de la vida escolar. Fumaba tabaco al fondo del campo de deportes, me formaba despectivas impresiones de todos los profesores y grababa palabrotas en los pupitres con un compás cada vez que se me presentaba la ocasión. Si evitaba meterme en mayores problemas era porque Pippa, mi compinche de primaria, me dejaba copiar sus pulcros deberes por las mañanas en el autobús, a cambio de que yo la dejara ser la subjefa de nuestra pandilla.

Como jefa de pandilla, yo estaba muy ocupada en llevar la voz cantante a la hora de decidir quién era amigo de quién, quién prefería a qué solista masculino de qué grupo pop y quién llevaba el corte más moderno cortesía de Crops amp; Bobbers, la peluquería de la calle mayor de Bowley. Y el tema más absorbente de todos: los chicos.

Huelga decir que los que teníamos a mano en el instituto eran repulsivos y dignos de nuestro escarnio, pero en privado se nos caía a todas la baba. Para demostrar mi superioridad dejé correr entre las chicas de mi clase el rumor de que me había «morreado con un chico» e inventé expresiones faciales que daban una impresión muy diferente de la experiencia que había tenido de hecho. El Beso Secreto de Mickey se convirtió en susurrado tema de conversación y, a falta de mejores chismes, mi fama de experta besadora se exageró sobremanera al tiempo que las chicas hacían concursos para adivinar la identidad del besado, y tan gorda fue haciéndose la bola que ya no pude revelar que sólo se trataba de Fred Roper.

Al principio me sorprendió salir impune de mi embuste, pero a medida que pasaba el tiempo y mi estado de secreta iluminación sexual persistía, empecé a tomarle gusto a la fama. Para no ser superada por Tracey Hitchin, mi rival de 2C, hice correr la voz de que yo me había «desarrollado» antes. Ni siquiera Pippa conocía la verdad. Sorprendentemente, nadie llegó a descubrir que me metía papel higiénico en las pequeñas copas de mi sujetador, como tampoco se olieron que el abdomen hinchado que mostraba una vez al mes, como si estuviera embarazada, era una combinación de patatas fritas con queso y cebolla y control muscular. Mientras que todo el mundo iba diciendo «Pobre Mickey», yo me tragué hasta tal punto mi supuesta feminidad que casi llegué a creer que había escrito en serio la carta que apareció en la página de consultorios de la revista Jackie acerca de un tampón que se me había quedado atascado… «allí abajo».

A decir verdad, yo no sabía a qué atenerme acerca de lo de «allí abajo». Evitaba cualquier conversación al respecto con mi madre, por suponer que era una chica rara y sufría disfunciones. En privado, miraba mi pecho plano y mi cuerpo infantil con impaciencia y rezaba para que empezara a pasar algo de verdad, cualquier cosa.

Luego, cuando cumplí trece años, Fred terminó sus estudios en la preparatoria de Rathborne y se fue al internado. Aunque sabíamos que eso ocurriría y estábamos prevenidos, su repentina ausencia definitiva fue un golpe terrible. Para mí, era como si se marchara a la otra punta del planeta. Cuando se alejó por Hill Drive en el Porsche de Miles, supe que allí terminaba una época, y pese a que le hice jurar que me escribiría todas las semanas y me explicaría con detalle su nueva vida lejos de casa, no lo hizo.

En su ausencia, el mundo enloqueció con la irrupción de la pubertad. Adiós al papel higiénico de relleno: en su lugar vi crecer y crecer mis pechos, como también crecieron las peleas con mis padres por los diversos, muy tempestuosos y brevísimos amores que tuve con una selección de jóvenes granujientos.

Cuando Fred volvía al pueblo, apenas lo veía, tal era mi ensimismamiento con lo que consideraba mi dramática y plenamente realizada existencia. Había que comprar discos, teñirse el pelo, ir a fiestas, y Fred sólo era el vecino de al lado. Y, encima, pijo.

Nada me había preparado, pues, para la llegada de Fred en las vacaciones de Navidad dos años más tarde. De repente había cambiado mucho: no sólo era más alto y corpulento, sino que le había salido la barba y llevaba el pelo cortado a la moda. Al observarlo por un resquicio en los visillos de mi comedor y verlo abrazar a Louisa, su madre, en el camino particular de su casa, envolviéndola en los pliegues de un gabán militar de segunda mano pero increíblemente moderno, no me quedó la menor duda de que Fred ya era un hombre. La conmoción, incluso a través del cristal ahumado de la ventana, fue tremenda.

No fui la única afectada. Con la necesidad imperiosa de nueva savia masculina en Rushton, y en vistas a la discoteca que iba a abrir por Navidad, casi todas mis rivales femeninas ficharon a Fred como posible pareja de besuqueo y baile lento. Hasta Annabel Roberts, la chica más guapa de mi clase y blanco de mis peores deseos, decidió hacerse amiga mía cuando descubrió que Fred y yo éramos vecinos.

Dudo mucho que Fred fuera consciente de su nuevo estatus social, o de que tantas chicas de Rushton suspiraran por él, pero yo decidí que el premio iba a ser para mí. Tal como veía las cosas, Fred me pertenecía por derecho. Lo conocía mejor que ninguna, vivía más cerca de él que nadie y tenía muchas oportunidades para seducirlo. De modo que la noche anterior a la disco, para asegurarme de que Fred supiera lo que había disponible, dejé las cortinas abiertas mientras me desnudaba.

Al fondo del Memorial Hall el fango se había congelado formando aristas y los charcos eran un espejo de hielo, pese a lo cual yo me sentía de un humor cálido y animado. Después de varias horas emperejilándome en casa de Pippa, por fin estaba preparada: mis pestañas pesaban con la dosis extra de rímel azul eléctrico, mis labios eran como dos caramelos de fresa, e iba totalmente perfumada con medio envase de espray corporal Impulso. No sólo eso, también tenía alcohol y cigarrillos.

– ¿Qué es eso? -me preguntó Pippa cuando desenrosqué el tapón de una botella de naranjada y aspiré los acres efluvios del turbio brebaje que había obtenido gracias a las botellas que mi padre guardaba en el armarito ad hoc.

– Ginebra, Martini, Cinzano Rosso… y algo verde.

Pippa arrugó la nariz cuando le pasé la botella.

– ¿No nos emborrachará?

– Ésa es la idea -dije, con una sonrisita.

– Pero hace mucho frío, Mickey. ¿No podemos beberlo dentro? -suplicó Pippa, que trataba de entrar en calor pateando el suelo, con lo que los pendientes de Santa Claus que se había comprado para la fiesta se bamboleaban. No había motivo para que tuviera frío, con aquellos zapatos de invierno y la bufanda de mohair que asomaba bajo su grueso abrigo del colegio.

– No -insistí. Como ya le había explicado, no nos convenía llegar antes que Fred. Yo no quería ser una más. Haríamos nuestra entrada cuando estuviera claro que todo el mundo iba a fijarse en nosotras-. Bebe. Te hará entrar en calor -le sugerí.

Pippa tomó un trago, torció el gesto y se palmeó el pecho antes de devolverme la botella. Aplasté mi cigarrillo con la puntera de mis zapatos de charol y tacón de aguja y asomé la cabeza para echar un vistazo al interior.

Pude ver que habían transformado totalmente el Memorial Hall. El belén de artesanía quedaba oscurecido por la Disco de Terry, que habían alquilado en Bowley. Luces de color rojo, azul y verde vibraban encima de la barra e iluminaban la pista de baile, mientras la enorme bola de cristales colgada del techo arrojaba sombras caprichosas a las paredes como un banco de peces plateados y convertía las gastadas tablas del suelo en un torbellino mágico. Había serpentinas colgadas de una red con globos color de rosa que la gente agitaba al pasar.

Una oleada de emoción se apoderó de mí cuando me pegué a la pared sin ser vista y di un trago a escondidas.

– Tienes escarcha en el flequillo -dijo Pippa.

– ¿Sí? -Procedí a arreglarme el flequillo, tieso y peinado hacia atrás con la ayuda de una capa solidificada de laca con purpurina-. ¿Quieres ir a mirar? -pregunté, ansiosa.

Pippa puso los ojos en blanco. Era la vigésima vez que se lo pedía en otros tantos minutos.

– Venga -supliqué.

Ceñuda y hastiada, Pippa salió del escondite y fue a echar una ojeada.

– Sí, está dentro -dijo un minuto después.

Me froté las manos de alegría. Iba a ser una gran noche.

– ¿Qué tal estoy? -pregunté, tirando del extremo de la falda de tubo hacia las rodillas, que se me habían puesto moradas.

– Bien.

Me olfateé las axilas de pura paranoia.

– No huelo a sudor, ¿verdad? -Hice la comprobación, agarrando la tela de mi top y acercándosela a Pippa, que tosió y agitó la mano frente a la nariz.

– No -dijo, poniéndose bizca.

– Entonces, vamos, que empiece la fiesta. -Eché a andar hacia la puerta, contoneándome.

Dentro, la música estaba a tope y las mesas de los rincones oscuros empezaban a llenarse.

– Allí está -dije, dándole un codazo a Pippa.

Fred estaba hablando con Dave y un grupo de nuestros antiguos amigos de la escuela primaria. Se le veía mucho más moderno que al resto con su camisa azul a rayas, y al hablar se levantaba el flequillo a bufidos.

Apretando los labios, envolví la botella de naranjada con mi delgada cazadora de raso para meterla de contrabando y caminé lo mejor que pude hasta una mesa rinconera.

– ¿Nos está mirando? -le pregunté a Pippa con los dientes apretados.

– Mickey -rezongó.

– ¿Sí o no?

Ella volvió la cabeza y miró directamente hacia Fred.

– Sí -respondió, saludando con el brazo levantado.

Yo se lo agarré, lanzándole una mirada amenazadora.

– Ni se te ocurra.

– ¿Qué pasa? -preguntó, irritada.

– El truco es hacerse la indiferente -dije, sentándome enseguida y fingiendo que no me importaban los chicos. Saludé a Annabel, Lucy y Claire, y al poco rato nuestra mesa estaba llena de chicas del instituto de Bowley.

La disco no tardó en animarse de lo lindo. Quedaban cuatro horas preciosas hasta el toque de queda de medianoche, y como en la cocina del Memorial Hall sólo servían naranjada y Coca-Cola, todos llevaban su ración de alcohol y estaban dispuestos a colocarse lo antes posible.

– Bueno, Mickey, ¿hay alguien que te guste en especial? -gritó Annabel para hacerse oír mientras repartía furtivamente su botella de Cinzano y limonada.

– Puede -respondí-. ¿Y a ti?

Asintió con la cabeza mirando significativamente hacia donde se encontraba Fred.

– Pero no te lo voy a decir.

Mosqueada, me puse en pie e inicié una infatigable campaña en la pista de baile. Yo no iba a seguirle la corriente, eso era demasiado obvio. Dejé bien claro que a mí no me importaba nadie en especial, encabezando nuestras evoluciones alineada con Claire, María y Denise. Hacia las once, Fred aún no había tenido oportunidad de acercarse a mí.

– Relax! -canté al unísono con Frankie Goes To Hollywood, adelantando un pie con las manos en la cintura mientras giraba con un salto de noventa grados a la vez que las demás.

– ¡Mickey! -Era Lisa, que me gritaba al oído.

– ¡¿Qué?!

– Es Pippa. Dice que vayas. Está en los lavabos.

Señaló hacia atrás con el pulgar, indicando la puerta de los servicios que había al fondo. Me salté la cola que había para entrar, llamé fuerte con la mano y grité el nombre de Pippa. Oí que descorrían el pestillo desde dentro y abrían la puerta. Pippa estaba arrodillada sobre el linóleo granate, agarrada a la taza del váter. Me miró con los ojos inyectados en sangre y las puntas del pelo empapadas de vómito.

– ¡Cielos, Pippa! -Entré y cerré la puerta.

– Agh -acertó a decir ella, y se puso a vomitar otra vez.

Aparté la vista para frenar las arcadas que me daba el olor del alcohol regurgitado al alimón con cacahuetes a medio masticar.

Pippa gimió y yo le froté la espalda. Entonces oí la voz por los altavoces.

– Señoritas, agarren a sus parejas. Vamos a calmarnos un poco -canturreó Terry entre acoples del micrófono mientras cambiaba el disco.

Eran Wham!, Last Christmas, mi canción favorita. Eso no podía perdérmelo.

Me agaché, presa del pánico.

– ¿Te encuentras bien? -le pregunté a Pippa-. Es que…

Ella me interrumpió con un acceso de vomitera. Entre escupir y toser, soltó un breve gemido.

– No te vayas, Mickey -imploró mirándome. A pesar de la poca luz de los aseos, pude ver que estaba de un pálido verdoso.

– Tranquila, enseguida se te pasa -dije con la mayor amabilidad que pude, agachándome a su lado mientras trataba sin éxito de limpiar aquello con papel higiénico satinado. A todo esto, mi letra favorita iba sonando sin que yo estuviera allí para disfrutarla.

– ¿Quién hay ahí dentro? -Era la señora Bevan-Jones, la directora del Club de Jóvenes de Rushton, que se ocupaba ahora del puesto de bebidas-. Aquí hay mucha cola.

Abrí cautelosamente la puerta del excusado y salí.

– Es Pippa. No se encuentra muy bien.

– ¿Y eso?

– Algo que ha comido le ha sentado mal -mentí-. Está echando la primera papilla. -Vi la mala cara de la señora Bevan-Jones y rectifiqué enseguida-: Está devolviendo.

– Santo cielo -exclamó ella con un gesto de desaprobación-. Tendrá que salir de ahí. A lo mejor el párroco puede acompañarla a casa.

Oí que Pippa vomitaba un poco más detrás de mí.

– ¿Mickey? -Su voz parecía un balido.

– Espera -le grité. Miré a la señora Bevan-Jones-. Creo que iré a buscar un poco de agua -dije con una mueca.

La señora Bevan-Jones asintió con la cabeza, me apartó y golpeó la puerta del váter. Me escabullí, sintiéndome culpable.

Sabía que Pippa se lo tomaría fatal, pero la señora Bevan-Jones era una autoridad en primeros auxilios. Lo que no sabía ella de hacerle el boca a boca a una muñeca Lagrimitas no lo sabía nadie, y cuando por fin se le pasara, Pippa me agradecería que la hubiera dejado en tan buenas manos.

La pista de baile era ya un hervidero de parejas en movimiento y busqué con la mirada a Fred, recorriendo el perímetro de la sala. No tardé en dar con él. En mitad de la gente, Annabel lo tenía bien sujeto por el cuello. Aunque bailaba con los ojos cerrados, era obvio que lo estaba conduciendo hacia el manojo de muérdago colgante. Me quedé clavada en las sombras, sintiendo que me asfixiaba al verlos bailar como yo había planeado hacerlo. En ese momento Terry tiró del cordel y la red llena de globos cayó del techo, y todo el mundo levantó la vista extasiado mientras los globos descendían en romántica cascada. Ciega de lágrimas, giré sobre mis talones, crucé la puerta y salí de la sala.

Había empezado a nevar. Me levanté el cuello de la cazadora, tiritando mientras gruesos copos flotaban a mi alrededor para formar un fina capa en los escalones del Memorial Hall. No había nadie en la calle y sólo las frenéticas luces navideñas que adornaban el escaparate del supermercado Spar alteraban la blanca quietud. Eché a andar, perdida toda esperanza, mientras a mi espalda, en el calor del local, cantaba George Michael.

¿Qué me había creído? Era obvio que Fred saldría con Annabel. ¿Qué posibilidades tenía yo? ¿Por qué iba Fred a pensar en mí como otra cosa que una vieja amiga?

– ¡Mickey! Espera.

Oí la voz de Fred que gritaba y me detuve, sin mirar atrás. Rápidamente me enjugué las lágrimas y hundí las manos en los bolsillos.

– ¿Adonde vas? -preguntó sin resuello al darme alcance. Iba en mangas de camisa, y tenía cara de frío y las mejillas de un rosa subido.

Me encogí de hombros y bajé la vista. Los zapatos de tacón no me habían causado problemas a la hora de bailar, pero ahora me estaban matando.

– A casa -murmuré, evitando la mirada de Fred. Lo último que quería era que se diese cuenta de lo furiosa que estaba.

– ¿No vas a quedarte hasta el final? -dijo, mirando hacia la disco.

Arrugué la nariz.

– Me estaba aburriendo -contesté, reemprendiendo la marcha y tratando de no cojear.

– Creía que bailaríamos juntos -añadió, y noté en su voz que estaba desilusionado.

Me volví. De la boca de Fred salían penachos de vapor blanco y la nieve empezaba a cuajar sobre su pelo.

– ¿De veras? -dije, consiguiendo aparentar indiferencia-. Me ha parecido que estabas ocupado.

– No seas así. Vamos, apenas te he visto desde que llegué a casa. Volvamos dentro, anda.

Negué obstinadamente con la cabeza.

– Pero si es Navidad… -Dio un paso hacia mí.

– ¿Y qué? -gruñí, sin dejarme embaucar por su tono amistoso.

Fred puso los ojos en blanco y sonrió.

– Bueno, pues si no vas a bailar conmigo ahí dentro, Mickey Maloney, tendrás que hacerlo aquí fuera -rió, y luego me agarró y me situó en medio de la calle.

– ¡Fred! -protesté, pero se me escapaba la sonrisa mientras él me tomaba por la cintura y sostenía mi mano en la suya. Tras la puerta del Memorial Hall, la amortiguada voz de Tina Turner empezó a cantar What's Love Got to Do with It, y Fred giró conmigo en la calzada.

– Hola, por fin -dijo, sonriéndome-. ¿Qué quieres por Navidad?

«A ti, tonto», tuve ganas de gritar. Pero me encogí de hombros y adopté mi maleado tono de «viejos colegas»:

– Poca cosa. Supongo que me pondrán jerséis, como siempre. Va a venir la abuela Ritchie, y ya sabes lo loca que está. ¿Y tú?

– En casa todavía no se habla de la Navidad. Miles no se ha presentado aún.

– ¿Qué…? Entonces, ¿no has visto a tu padre?

– Pues no. Y mamá está rabiando. Si Miles no aparece, creo que no celebraremos nada.

– Oye, no creo que haya inconveniente si vienes a mi casa. Supongo que miraremos la tele y eso. Ponen una de James Bond, creo… -Mis ojos se fundieron con los de Fred.

– Mickey -dijo, quitándome de la punta de la nariz un copo de nieve.

– ¿Qué?

– Cállate -susurró, me atrajo hacia él y me abrazó con fuerza. Y entonces, mientras la nieve caía y empezaba a cubrir nuestras pisadas, Fred me besó.

El propietario de la cafetería interrumpe mi ensueño al acercarse para limpiar un poco de café derramado en mi mesa. Sonriendo, pago la consumición y salgo con el desayuno que he encargado. Estoy convencida de que mi visita al piso de Fred no puede interpretarse más que como un sencillo pasaba-por-aquí, y de que él se alegrará de verme. Pero tan pronto aparto mi tembloroso dedo del timbre, el valor me abandona por completo.

En esos segundos vitales, mientras espero ver la sombra de Fred al otro lado de los cristales de la puerta, me entran todas las dudas. Fred, o la idea de Fred, está sólo en mi imaginación, y obrar con arreglo a ese sentimiento es como tratar de alcanzar el sol poniente en un bote de goma pinchado. Esto es absurdo; busco la amistad de un hombre del que no he sabido nada en quince años. Es de chiripa que todavía nos llevemos bien y nos riamos el uno con el otro. Todo esto es pura nostalgia por mi parte, porque en tiempos lo quise tanto que habría dado la vida por él, pero ¿ahora? No, ahora es un hombre maduro y debe de estar tan tranquilo en la cama acurrucado con la mujer con quien va a casarse.

Todo el cuerpo me está diciendo que eche a correr, y cuanto más permanezco ante el portal, mayor es la sensación de estar de nuevo en Rushton haciendo gamberradas. Ya me dispongo a salir pitando cuando la puerta se abre y tengo un sobresalto.

– ¿Mickey? -dice Fred, que parece y suena desconcertado, con la mano en el pestillo de seguridad.

Tiene marcas en la cara, el pelo todo revuelto y aplastado aquí y allá. Lleva un pantalón de pijama y el torso desnudo. Está moreno y musculoso, y cuando bosteza, veo el perfil de sus costillas. Como yo estoy un escalón más abajo, el pecho de Fred ocupa todo mi campo visual. Inmediatamente noto que la sangre me sube a la cara.

Hace mucho tiempo que no estoy tan cerca de un hombre semidesnudo y hace siglos que mis impulsos sexuales están en cuarentena. Quiero decir encerrados en una isla a muchos kilómetros de la civilización. Pero a la vista de Fred, las murallas se abren y todo cobra vida otra vez. Antes de que sepa lo que me pasa, las hormonas están agitándose en ciertas partes de mí que ya no recordaba que existieran.

– ¿Qué hora es? -pregunta, rascándose el vello del abdomen. La última vez que se lo vi era liso y no tenía pelo, y he de cerrar la mano para no tocárselo y reclamarlo otra vez como mío.

– Las ocho, o así -respondo, mirándolo a los ojos para no bajar la vista otra vez-. Lo siento, no he tenido en cuenta la hora. Para mí es como si fuera mediodía. Ya me marcho.

– No, no -dice, abriendo más la puerta-. Pasa, pasa.

– Olvídalo -digo con la voz rota, llena de confusión y miedo-. He venido en mal momento. Si Rebecca está aquí…

– ¿Rebecca? -repite sacudiendo la cabeza-. Tranquila. Rebecca nunca duerme aquí y Eddie no volvió anoche. Estoy solo en casa. Entra.

Se agacha para recoger propaganda del felpudo y se incorpora otra vez. Entro en el edificio y subimos la escalera.

Mientras piso con cuidado la moqueta raída, me conmino a no mirarle el trasero. ¿En calidad de qué estoy yo aquí? ¿De amiga? Sí, eso. Una amiga del barrio. Pero no bien pienso esto, sé que lo que me tiene confusa es la idea de ser amiga de Fred. Joe no tuvo problema en llamarlo «amigo nuestro», pero ¿qué clase de amiga soy yo?

No puede decirse que seamos muy buenos amigos, pero eso no nos convierte en ex amigos, ¿o sí? ¿O se trata de una amistad nueva? Y en tal caso, ¿por qué habría de importar el pasado? Si somos nuevos amigos, ¿debería alegrarme menos de que estemos solos? ¿Una amiga, de la clase que sea, tendría en la cabeza las palabras «Rebecca nunca duerme aquí» repitiéndose como un mantra a medida que está cada vez más a solas con Fred en su casa?

Me ceñiré a ser una vecina. Siempre es más seguro, menos comprometedor, aunque sea el tipo de vecina que fisga tras los visillos. Lo cierto es que estos últimos días he deseado ver dónde vivía Fred; quería verlo en su contexto y he imaginado que su casa sería muy moderna, llena de sofás de diseño y mobiliario minimalista. Y por eso me choca cuando empuja la puerta con el pie y entramos en su piso.

La sala de estar huele a cerrado y a tabaco rancio y el sofá está cubierto de periódicos. Fred coge una camiseta del respaldo y se la pone, del revés. Me siento intrépida y nerviosa al mirar el montón de vídeos y CDs. Hace siglos que no estaba en el piso de un tío y no sé muy bien qué hacer.

Me pregunto cuál es la razón de que Rebecca no se quede nunca aquí, cuando de repente veo una parte del cuarto de baño, cuya puerta está entreabierta, y deduzco una de las posibles razones. Hay una Game Boy sobre la cisterna del váter y la tapa está levantada. Una planta necesitada de riego ocupa una esquina del alféizar y el cristal opaco está astillado. No es lo que una chica quisiera ver, y desde luego está muy lejos de ser lo que le gustaría a Rebecca (muy poco Gucci, por utilizar las palabras de Susan).

– Pondré agua a hervir -dice Fred yendo a la cocina.

– No te molestes -contesto, pero sé que la voz me sale nerviosa y asustadiza-. He traído desayuno. -Le muestro la bolsa del bar de enfrente-. Café y bocadillos de salchicha.

Fred se revuelve el pelo y empieza a bostezar.

– Tú desayunas, ¿no? -pregunto.

Él sonríe e interrumpe el bostezo.

– Claro. Perdona, todavía no estoy despierto del todo.

– Ah. ¿Te acostaste muy tarde?

– Tuve que salir con un montón de gente del trabajo. Terminamos en un bar. He llegado hacia las cuatro de la mañana, creo.

– Menuda marcha -digo sonriendo, pero en el fondo se me cae el alma a los pies. Me he pasado estos últimos días pensando en todo lo que tenemos en común, pero creo que me engañaba. La realidad es que Fred lleva una vida completamente distinta de la mía. A las cuatro de la madrugada yo pensaba en levantarme, no en acostarme.

Echo un vistazo a la cocina, pero no acabo de encontrar un espacio donde dejar la bolsa. Sobre la mesa de pino hay un portátil abierto, rodeado de montañas de papeles, mientras que la encimera ostenta una pila de platos sucios junto a un envase de comida rápida india. Me asomo a la sucia cristalera del salón, con ganas de abrirla para que entre un poco de aire fresco.

– ¿Qué hay ahí fuera? -pregunto.

– Poca cosa. Una terraza. Si quieres, te la enseño.

Asiento con la cabeza y Fred abre la puerta.

La vista es impresionante y respiro hondo.

– Esto es precioso -digo, cruzando el piso de madera y mirando entre las chimeneas-. Con un poco de esfuerzo, podría quedarte muy bonito. Fíjate cuánta luz; es estupendo.

– ¿Sí? Nunca se me había ocurrido. -Fred pestañea al sol-. La verdad es que nunca había estado aquí fuera tan temprano.

– Tienes suerte de disponer de esta terraza. Yo me pasaría el día aquí -afirmo, sentándome en una de las butacas de plástico y sacando los vasos de café de la bolsa de papel, que luego coloco en la abandonada jardinera de ventana.

Fred se deja caer en la otra butaca y cruza las piernas. Parpadea mucho cuando le paso el bocadillo. Lo desenvuelve y mira dentro del pan.

– Bañado en ketchup. Me sorprende que te acuerdes.

– Tal como solía prepararlos Miles… -Me callo de golpe, consciente de mi falta de tacto.

Nos quedamos mirándonos unos segundos. Me llevo una mano a la boca.

– Lo siento… No quería…

Fred sacude la cabeza y sonríe.

– No pasa nada.

– Este desayuno -digo, alargándole el café- es lo menos que podía hacer para agradecerte lo de la otra noche. Tienes un nuevo fan que te adora.

– ¿De veras? Eres muy amable. No sabía que te importara tanto.

– No me refería a mí -aclaro con una sonrisa-, sino a Joe. Dice que eres muy molón. Es más, creo que quiere ser como tú.

– Espero que se lo hayas quitado de la cabeza.

– Lo he intentado, pero no es fácil.

Fred sonríe.

– Bueno, me alegro de que se lo pasara bien. -Hace una pausa y guiña un ojo, el sol le molesta-. ¿Y qué me dices de ti?

– ¿De mí? Me pareció increíble. De hecho, por eso he venido. Tengo fantásticas noticias y no podía guardármelas más tiempo. -Sonrío a Fred, que me mira arqueando las cejas-. Peter, el Peter que me presentaste la otra noche… -le explico-. No nos ha fallado. Bueno, eso es decir poco. Fui a su oficina y me ha contratado para que les organice las flores todas las semanas.

Fred se mueve en su asiento.

– Es estupendo, Mickey.

– Y que lo digas. Lo que piensa pagarme basta para cubrir todos mis impuestos. Y todo gracias a ti.

Fred me enseña el bocadillo.

– Estamos en paz. Esto es justo lo que necesitaba.

– Joe también está muy contento -prosigo-. No lo reconocerías; ha cambiado desde la otra noche. Le ha dado la tabarra a todo el mundo e incluso ha quedado con el chico que conoció allí, en la presentación, Tyler, para este fin de semana. -Doy un mordisco a mi bocadillo.

Fred sonríe mientras acaba de masticar.

– ¿Sabes? -dice-, Joe es muy… muy guay. Es la primera vez que conozco a un niño de verdad. Quiero decir, desde que yo lo era, ¿entiendes? Suponía que eran un poco, no sé, una carga… Pero Joe… -Hace una pausa buscando la palabra-. Joe es interesante.

Sin poder evitarlo suelto una carcajada mientras levanto la tapa de mi vaso de café.

– No te extrañe tanto. Los hijos no son extraterrestres. Tú fuiste pequeño una vez, y si no recuerdo mal eras… bastante interesante.

Hace una mueca.

– Supongo. Creo que lo había olvidado.

– En fin. Joe tiene a quién salir -bromeo-. Es lógico que sea… guay.

Fred asiente, mira su bocadillo y luego a mí. Como si fuera a decir algo.

– ¿Qué? -le pregunto sonriendo.

– Nada. Nada.

– ¿Qué?

– Es… No tiene importancia, sólo que… -Parece inquieto-. Ya sé que no es asunto mío, pero cuando estaba con Joe en el mostrador de sushi, le mencioné a Martin…

– ¿Y?

– Yo pensaba que Martin era su padre, pero Joe me dijo que no. Noté que hablar de ello le resultaba violento. Simplemente me pilló de sorpresa.

– Ah.

Bajo la vista. Siempre me pongo a la defensiva cuando oigo a Joe hablar de su padre o de Martin con alguien. Paso tanto tiempo tratando de hacer el papel de padre y madre que cuando Joe menciona su confuso origen, siempre me sorprende. Yo nunca pienso que eso sea un problema, pero para él quizá lo es. Me sorprende que le hablara a Fred de ello.

– Perdona. -Parece avergonzado-. No debería haber dicho nada…

– No seas tonto. No me importa. Es una larga historia, nada más.

Él sigue masticando y extiende el brazo como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo, y pienso que realmente le debo una explicación en nombre de Joe. Mi hijo detesta explicar nada, de modo que me toca a mí hacerlo. Me dispongo a dar mi acostumbrada versión de los hechos cuando se me ocurre que hace mucho que no confío lo suficiente en nadie como para contarle la verdadera historia. Miro a Fred, que está a la expectativa, y de repente me parece correcto contársela a él. A medida que voy desgranando los hechos, empiezo a sentirme aliviada.

Conocí a Dan en un concierto, en Camden, cuando tenía diecinueve años. Nunca había ido sola a Londres, pero eso no me impidió entrar en aquel bar muy decidida y coqueta y clavarle la vista. Dan era dos años mayor que yo, tocaba en un grupo y tenía la cabeza llena de las más peregrinas fantasías. Me embriagué de él, me enganché a su guapura morena desde la primera noche, y ya no lo perdí de vista. Al cabo de un mes me marchaba de casa y me iba a vivir con él a un estudio pequeñísimo en Brixton.

Londres me hechizó, y como provenía de Rushton, el anonimato me sedujo por completo. Me encantaba que cuando conocías a alguien y te presentaban, el otro no te mirara como diciendo: «Ah, ya, Mickey Maloney.» Fue como si hubiera mudado la piel y estuviera empezando de cero con otra identidad.

Y luego Dan. Iba con él a todas partes, extasiada y enamorada de la idea de estar enamorada. Yo creía que Dan me adoraba, pero en realidad sólo me concedía pequeñas dosis de atención cuando yo lo halagaba o respaldaba sus enormes expectativas de un futuro glamouroso y triunfal que, por lo visto, estaba siempre a la vuelta de la esquina.

Vistos desde ahora, los dos años que pasamos juntos fueron como unas larguísimas vacaciones. Lejos del idilio de personas adultas que yo creía estar viviendo, nuestro comportamiento era el de dos irresponsables y despreocupados adolescentes a quienes se les dejaba actuar a su antojo. Cobrábamos el paro todas las semanas, bebíamos latas de cerveza barata y nos comportábamos como conejos sedientos de sexo. Nuestra cabaña del amor, como llamábamos al piso, era húmeda y sucia, pero a mí se me antojaba el paraíso. Por primera vez desde Fred, con Dan pensé que todo era posible. Él me llamaba «mi musa» y, aunque el dinero no llegaba para comer otra cosa que fideos chinos, eso no parecía importar. Éramos creativos y nada se interponía en nuestro camino.

Esto es, hasta que me quedé embazada.

Al principio Dan estaba contentísimo y no paraba de hacer promesas sobre nuestro futuro. Era como si tener una familia fuese la cosa más natural del mundo. Escribía poemas sobre el hijo que aún no tenía, fardaba de mí con sus amigos y me besaba la tripa una y otra vez.

Pero luego nació Joe y todo cambió. De repente éramos tres en vez de dos y todo empezó a hundirse. Dan se enfadaba porque yo no podía salir con él o no aguantaba toda la noche de juerga como antes, y cuando Joe se ponía a llorar, no lo soportaba.

Un día (Joe tenía entonces dos meses) volví de la compra y me encontré una nota manchada de lágrimas. Dan había escrito frases muy manidas diciendo que me amaría siempre, pero que no podía renunciar a su sueño de triunfar en la música. Como si una luz se hubiera encendido de golpe, comprendí que me habían plantado de la manera más vulgar. Mi única opción era volver a Rushton con el rabo entre las piernas.

– Joder, Mickey, lo siento -murmura Fred cuando acabo de contarle la historia.

Me mira frunciendo el entrecejo en un gesto solidario, pero yo le quito importancia:

– Bah, es agua pasada -digo, y soy sincera.

De hecho, me siento bien hablando de Dan. Mi explicación habitual («La cosa no funcionó») está pensada para que la gente no conozca la verdad, pero ahora me tranquiliza que Fred sepa la versión íntegra. Por una vez resulta liberador contar los hechos tal como ocurrieron en vez de cargar con todas las culpas sólo por no tener que hablar de ello.

– ¿Le guardas rencor? -pregunta Fred.

– No. Tengo a Joe. Él me compensa de todo lo demás.

– ¿Has vuelto a ver a Dan desde entonces?

Niego con la cabeza y me encojo de hombros.

– Se esfumó. No creo que dé nunca la cara. Me debe nueve años de asignación. Da igual, yo no quiero verlo, y para Joe sería terrible. Creo que tiene una idea determinada de su padre, y Dan difícilmente podría estar a la altura de esa idea.

– ¿Y Martin? ¿Dónde encaja él en todo esto?

– Martin apareció justo cuando yo pensaba que iba a volverme loca viviendo en casa con mi madre y un bebé. Y cuando me pidió que me casara con él, le dije que sí más por pensar que Joe necesitaba una figura paterna que por otra cosa.

Fred se retrepa en la silla. Sabe escuchar. Me pregunta:

– ¿Cómo era Martin?

– Soso -respondo-. Sobre el papel, bien, y créeme que me esforcé por enamorarme de él, pero todo el tiempo que estuvimos juntos fue como una condena perpetua para mí. Martin era el polo opuesto a Dan. Tardé sólo dos meses en darme cuenta de que estaba encerrada en su interminable agenda: el viernes, copas con los chicos; el sábado, fútbol; el domingo, lavar el coche; etcétera, etcétera.

– Desde luego, no te pega mucho.

– Traté de amoldarme, pero no fue posible. Me sentía todo el tiempo como una espectadora observándome a mí misma desde un rincón, hasta que finalmente volví en mí.

– ¿Cómo terminó la cosa?

– Fue hace unos tres años. Desde que regresé a Rushton después de vivir con Dan, tenía muchas ganas de volver a Londres. Cuando comprendí que era perfectamente capaz de valerme por mí misma, me marché. Estaba decidida a abrirme paso yo sola. Pobre Martin. Creo que le dolió mucho; y para Joe fue injusto.

Fred guarda silencio. Cuando lo miro, veo que está observándome fijamente y algo en sus ojos hace que el corazón se me acelere.

– ¿Crees que podrías volver a enamorarte, Mickey?

– No lo sé -respondo con la voz ronca. Toso e interrumpo así el contacto visual, tratando de tomármelo a broma y cambiar de tema-. Quién sabe. De todos modos, ¿qué es el amor? Aquí el experto eres tú. ¿Qué opinas? Tú eres el que va a casarse dentro de nada.

Fred se despereza y se mira los pies. Sonríe irónicamente para sí.

– Ah, Rebecca -dice, pero casi parece triste, como si fuera reacio a pronunciar su nombre.

– Sí, Rebecca -replico, con la sensación de que hemos dicho demasiado y hemos llegado muy lejos sin mencionarla para nada-. ¿Cómo es la futura señora Roper?

– Wilson.

– ¡Perdona! -Me palmeo la cabeza-. Wilson. Bueno, ¿cuándo me la presentarás?

Fred mira hacia los tejados y no responde.

– ¿Ella… sabe que existo? -pregunto.

Fred suspira con todo su cuerpo, se frota los ojos y luego me mira. Está serio.

– No exactamente. Ahora mismo no -confiesa-. Es complicado…

– ¿Complicado? ¿Dónde está la complicación?

– No sabe nada.

– ¿A qué te refieres?

Fred inspira hondo.

– No sabe lo de Miles.

Mi sorpresa es tan grande que durante un momento me quedo sin habla.

– Entonces…

Fred mueve la cabeza.

– Sí, Rebecca sabe que yo vivía en Rushton, pero no que me llamaba Roper ni lo que le sucedió a Miles.

Estoy estupefacta.

– Entiendo -acierto a decir.

– No tenía sentido explicárselo. De hecho, no lo sabe nadie, a excepción de ti y de mí. -Expulsa el aire con sentimiento de culpa cuando ve mi cara de incredulidad-. Y ahora… no puedo decírselo. Es demasiado tarde. Además, no quiero decirle nada. Estoy contento de cómo van las cosas. El pasado, pasado está.

– Ya. Y supongo que eso me incluye a mí.

Fred niega con la cabeza.

– No, por supuesto que no.

– ¿Seguro?

– Seguro. Me alegro mucho de volver a verte. Lo digo de veras. Y le hablaré de ti a Rebecca, se lo contaré todo, salvo lo de Miles. Igualmente pensaba hacerlo, y…

– ¿Todo? ¿Incluido que nos llevaste a mí y a Joe a la presentación?

Fred asiente con la cabeza.

– No pienso volver a verte si eso significa hacerlo a escondidas de ella -declaro-. No está bien.

– Lo sé…

– Por favor, no hagas rarezas. No soporto a los hombres raros.

Fred pone cara de corderito y yo lo miro de reojo entre ceñuda e inquisitiva.

– ¿Me lo prometes? -insisto.

– Sí.

– Hum. -Me levanto para estirar las piernas y me aliso los vaqueros. Cruzándome de brazos, paseo por la terraza y finalmente me siento en el múrete.

Fred viene a sentarse a mi lado. Detrás de nosotros, cuatro pisos más abajo, la calle empieza a animarse de coches y veo gente que se dirige a la boca del metro. Desde aquí arriba el mundo parece otro.

– Creo que debería ir pensando en marcharme al trabajo -dice Fred, y suspira.

– No lo digas con tanto entusiasmo -río.

– Contigo siempre quería saltarme las clases. Estar aquí arriba hace que, en cierto modo, todo carezca de sentido. Ojalá pudiéramos pasarnos el resto del día sin hacer nada.

– Lo mismo digo. -Nunca he sido tan sincera. Contemplamos la vista.

– Eh. ¡Salvado! -dice, dándome un susto. Me levanta cogiéndome del brazo y los dos reímos. En ese instante, cuando nuestras miradas se cruzan a la distancia de un beso, contengo el aliento.