Cuando Vannar Treece entraba en una habitación, todo se detenía. Incluso este grupo de luminarias, advirtió Kerra.
Tras quitarse el manto oscuro de piloto Sith, Vannar vestía de nuevo su habitual túnica blanca y su chaleco gris claro. Con su cabello rubio tornando a un elegante blanco, hacía todo lo posible para tener la apariencia de cualquier otro Jedi. Pero, claramente, eso no era así. Después de tantos años siendo su aprendiz, Kerra a veces olvidaba la influencia que Vannar realizaba sobre los demás. Educado como era, sin duda Dorvin no pretendía ofenderla en ningún modo al dejarla de lado, a pesar de que ella era, técnicamente, la ayudante principal de Vannar. Era perfectamente entendible. Había problemas, y había problemas para Vannar.
–Muy bien, Dorvin –dijo Vannar, rodeado de sus vigilantes colegas en la cabina del piloto–. Dímelo de nuevo, sin la parte técnica.
–Es malo.
–Eso no es lo suficientemente técnico.
–La computadora de navegación no va a arrancar.
–¿Has probado a apagarla y encenderla?
–No, quiero decir que no puede arrancar –dijo Dorvin. Abrió el panel de la cubierta. Había un enorme agujero en el dispositivo, lo suficientemente amplia como para que el cereano introdujera su brazo en él–. ¿Ves esto? ¡Le falta el cilindro de activación!
Vannar se quedó mirando.
–Es como una llave –dijo Dorvin–. Sin él, esta nave no va a ninguna parte.
De pie junto a la puerta donde se había quedado desde que fue a buscar a su líder, Kerra escondió sus puños cerrados. No tenía ningún sentido. Los otros transportes ya estaban dejando Chelloa. Éste estaba dispuesto para partir; sólo estaba esperando a su tripulación de vuelo. No estaba en reparación.
Debería estar completo.
–¿Nos hemos perdido algo? –dijo Vannar–. Cuando nos ocupamos de la tripulación de vuelo, ¿estaban llevando algo?
Kerra entornó los ojos. La valija de envío.
Eso tenía que ser. Kerra no había sido la encargada de derribar la pequeña nave que llevaba a la esperada tripulación de vuelo, pero sí que había entrado en los escombros para recuperar sus capas y placas de identificación. Débilmente, habló.
–Había un maletín atrapado debajo de una de las consolas –dijo–. Pensé que era una pertenencia personal.
Dorvin le devolvió la mirada.
–¿Cómo de grande?
–Así de grande. –Tragando saliva, señaló el agujero en la consola de control.
Un murmullo se levantó entre los Jedi reunidos. Casi uno cada una de ellos tenía el doble de su edad o más, y su primera misión había pasado ya hace mucho tiempo. Ella no estaba aquí por Vannar; de hecho, él prefería mantenerla fuera de peligro. Ella estaba aquí porque pensaba en todo.
Pero no había pensado en esto.
–Calma, todo el mundo –dijo Vannar, ofreciendo a Kerra una mirada y un gesto tranquilizador–. Las cosas deben de haber cambiado desde que estuve aquí la última vez –dijo. Se acercó a la consola inactiva–. ¿Por qué no mantendrían los cilindros de activación en las naves? ¿Por qué las tripulaciones de vuelo los llevan consigo?
El trandoshano de rostro curtido habló.
–Sssecuridad –dijo Mrssk–. Daiman quiere asssegurarssse de que losss sssuyosss no dessserten...
–O que no se unan al otro bando –dijo Kerra, atreviéndose a alzar la mirada.
Vannar se apoyó en el respaldo de una silla y suspiró.
–Tiene sentido –dijo–. Los equipos de vuelo de Daiman reciben mucho más adoctrinamiento que sus equipos de tierra. Si tiene miedo a que alguien pueda robar un transporte, esto se ocuparía de ello.
Kerra se apoyó en la jamba de la puerta. Había sospechado que podría haber alguna seguridad adicional, más allá de las tarjetas de identificación. Pero había supuesto que se limitaría a que nadie salvo el piloto conociera las coordenadas hiperespaciales. Los Jedi tenían sus propias coordenadas para llegar y para salir de Chelloa. Pero esto era algo que nunca había esperado.
–No parecía que fuera nada importante –dijo Kerra, sacudiendo la cabeza–. Y estaba atascado, después del accidente. –Levantó la vista–. Pero yo podría haberlo sacado.
–No puedes pensar en todo, Kerra. Son cosas que pasan –dijo Vannar. Unas cuantas caras amables le devolvieron la mirada.
–Tenemos el vehículo en que llegamos –dijo Dorvin–. No tenemos ninguna pieza que encaje en esta computadora de navegación. Pero, ¿no podemos hacer la misión con nuestra propia nave? ¿Sin el transporte daimanita?
–No nos dejarían acercarnos a Chelloa –respondió Vannar–. Tiene que parecer que tenemos derecho a acercarnos.
Sólo tenían una hora para entrar en el sistema chelloano, sabotear la terminal de embarque, y escapar según el plan de Vannar. Abrirse camino al sistema luchando alertaría a Daiman del peligro, lo que le permitiría redoblar su guardia planetaria. No, tenía que parecer que pertenecían a la caravana, de principio a fin. No había otra manera.
Irguiéndose, Vannar llegó a una decisión.
–Pasemos al plan de reserva.
–¡No, Maestro Treece! –Kerra se puso en tensión. Ella conocía bien el plan alternativo; había ayudado a elaborarlo. Si no podían llegar a Chelloa, tendrían que regresar a la República, aprovechando todas las oportunidades que se les presentaran para derribar los transportes de mineral que partieran de Oranessan hacia Chelloa. Era un plan muy inferior. Seguramente, no podrían derribar más de un par... y Daiman podría desviar fácilmente otras naves hacia el mundo minero. La industria letal en Chelloa seguiría funcionando, como estaba previsto.
–Kerra, no sé qué otra cosa podemos...
–¡Todavía podemos ir a Chelloa! ¡Tal vez podamos secuestrar un transporte de mineral en ruta, de la misma manera que emboscamos a la tripulación de vuelo!
–Eso fue una pequeña lanzadera de personal –dijo Vannar. Los transportes de mineral, por el contrario, estaban erizados de armas. Era parte de lo que hacía que robar uno valiera la pena.
–O podemos volver a la nave de la tripulación de vuelo. ¡Puedo conseguir el cilindro esta vez!
–Está demasiado lejos, Kerra... y dijiste que la nave estaba destrozada. Tal vez ya no funcione.
–¡Podemos probarlo!
Mirando incómodamente a sus oyentes, Vannar atravesó la cabina llena de gente.
–Perdonadme –dijo, tomando a Kerra del brazo y llevándola hacia el pasillo exterior.
En las largas sombras del pasillo, habló en voz baja.
–Estos no son mis caballeros, Kerra. Ya lo sabes. Están en préstamo, más o menos. ¡Le debo a la canciller Genarra no desperdiciar sus vidas en un plan con pocas probabilidades!
Kerra miró por el pasillo hacia la salida, y luego de nuevo a Vannar.
–Hemos llegado hasta aquí –dijo–. Estamos aquí. Podemos hacer algo. No debemos volver atrás.
–¿Estás hablando en nombre de todos nosotros, Kerra? –dijo Vannar. La miró a los ojos–. Porque a mí me parece que estás hablando por ti misma. Y ya lo sé: un único Jedi no le sirve de mucho a nadie aquí en el espacio Sith. Pasas inadvertido. No llegas a ninguna parte.
Kerra le sostuvo la mirada un momento antes de mirar para otro lado. Este era el Vannar que escuchaban otras personas... la voz de la autoridad. Ella siempre lo había escuchado de su lado, rara vez en el extremo receptor.
De repente, ambos oyeron una nueva voz chasqueando en la cabina. Vannar y Kerra se volvieron para mirar a su interior.
–¡...y más le vale empezar a moverse, transporte cuatro! –Era la torre de control Sith, situada en el otro lado del gran hangar. No habían podido ver la lucha bajo la lluvia y la oscuridad, pero sin duda sabían que el transporte no estaba en el aire–. ¡Pónganse en marcha, o iremos allí para detenerles!
Vannar apretó la muñeca de Kerra y la soltó antes de volver a entrar en la cabina del piloto.
–Está bien, sólo podemos hacer una cosa –ordenó–. No tenemos hiperimpulsor, pero sí tenemos un transporte. No tiene sentido caminar de vuelta los kilómetros que nos separan de nuestra nave bajo este monzón. –Dio una palmadita sobre la consola rota–. Dorvin, cierra esto y sácanos de aquí.
Kerra vio como Vannar caminaba hacia el visor delantero. Con los brazos cruzados a su espalda, se asomó a la lluvia torrencial. Detrás de él, los Jedi reunidos asentían entre murmullos. En la oscuridad del pasillo, Kerra sabía que Vannar tenía razón.
Sólo podía hacerse una cosa.