Los dos hombres estaban acampados al lado del riachuelo. Eran dos tipos extraños. El uno, por su vestimenta y su rostro, era indudablemente mejicano. Tendría unos cuarenta años y lucía un bigote descomunal; las largas melenas de cabello negro llevaban polvo de varios años, y colgando de la oreja derecha llevaba un ancho anillo de oro.
El otro sujeto podía ser de cualquier lugar del Oeste. Alto, delgado y desaliñado en el vestir, tenía todo el tipo de un vagabundo de las praderas. No representaba más allá de los veinticinco años, y algunos mechones de cabello, un cabello de color rubio subido y completamente virgen de peine, salían por debajo del ancho sombrero tejano.
Lo único que tenían de común aquellos dos tipos tan extraños, eran los dos pares de colts que pendían muy bajos de sus cintos.