CAPÍTULO IV

¡ERES UN APRENDIZ DE GUNMAN!

Lpenas había amanecido cuando Pancho despertó a Wilcom, a quien le aconsejaron diera una cabezada para estar más fresco y dispuesto a enfrentarse con lo que sucediera.

—Vamos, amigo; que es horita casi de acostarse ya otra vé.

Desde la ventana Joe miraba, observando todos los movimientos de los tipos que había reclutado el viejo Foster. Ya estaban en pie, y algunos de ellos estaban todavía lavándose en los cubos. Se movían exactamente como si nada hubiese ocurrido, o como si no les preocupase en absoluto la muerte del ranchero.

Hasta que el sol no estuvo bastante alto, ninguno de ellos se acercó a la casa para saber qué tal pasara la noche la patrona. Fue un tipo alto, delgado, vestido como los vaqueros de Arizona, el que se llegó hasta la puerta y, al comprobar que estaba cerrada por dentro, golpeó fuerte en ella.

La boca de Joe inició una sonrisa que más bien parecía una amenaza. En aquel sujeto había reconocido a «el Chacal» de Fuerte Worth y no lo esperaba tan pronto por allí. Debió llegar aquella noche también, sin duda para esconder en el rancho la humillación que él le hiciera sufrir en el «rodeo». Recordó la amenaza que le dirigiera entonces y pensó que se iban a encontrar frente a frente mucho antes de lo que el otro se esperaba.

Apartóse de la ventana y, ajustándose el cinto, dispúsose a salir para abrir la puerta al tipo aquél.

—Desde aquí, no perdáis de vista ninguno de los movimientos de aquéllos —le señaló a Pancho—. Usted, Wilcom, procure que si viene Ellen por aquí, no se acerque a la ventana, puede ser peligroso.

—Descuida; no la dejaré que se aproxime.

Salió al pasillo y encaminóse al final para bajar las escaleras. Ya había puesto el pie en el primer escalón cuando le detuvo la voz de la muchacha.

—No baje, Joe. He visto desde mí habitación al que está golpeando la puerta y es el peor de todos. Un día mató a un peón solamente porque le manchó las botas de barro.

Joe se acercó a ella y pasó la diestra por el cabello de la joven. Aquel cabello tan sedoso le tenía un tanto fascinado y sentía inmenso placer en notar su suavidad bajo los dedos.

—No tenga cuidado, señorita. Desde muy pequeño me enseñaron de qué forma tenía que tratar a tipos así… Además, creo que tenemos una cuenta pendiente ése y yo.

—Tratará de matarlo, como hizo con el peón.

—Es muy posible que lo intente, Ellen, pero es seguro que no lo ha de lograr. Mire, ahora váyase allí con Pancho y Wilcom. Yo vuelvo enseguida.

La empujó suavemente hacia la habitación que ocupaban los dos hombres, y Pancho, que había aparecido en la puerta la cedió el paso:

—Usted no tome preocupaciones, patronsita. Mi amigo Joe tiene rasones muy convinsentes para bandidos como ése; fíjese usté que una vé, cuando estábamos en Pecos…

Cerró la puerta y las siguientes palabras ya no llegaron a oídos de Joe. Éste sonrió y ascendió las escaleras para enfrentarse con «el Chacal». Sabía que Pancho le contaría a la muchacha una quimérica aventura en la que ellos dos debían ser forzosamente los héroes. El mejicano tenía una imaginación fantástica y una facultad enorme de soltar mentiras a quien estuviese dispuesto a escucharle.

Descorrió el cerrojo y abrió la puerta de par en par, de golpe, ofreciéndose así ante los asombrados ojos del bandido.

—¿Qué haces en esta casa? —preguntó «el Chacal» serenándose con la misma rapidez de la sorpresa.

—Es la misma pregunta que pensaba dirigirte yo a ti —respondió tranquilamente Joe—. Pero ya me lo supongo: escapaste de Fuerte Worth avergonzado al hallarte con que alguien te podía decir: ¡Eres un aprendiz de gunman!

El bandido retrocedió un paso, como si le hubiesen azotado el rostro con un látigo, y apretó las mandíbulas, conteniendo el impulso de sacar los colts. Joe estaba en el marco de la puerta, con las piernas ligeramente separadas, algo echado hacia adelante, y los brazos curvados, quedando las palmas de las manos peligrosamente cerca de las culatas de los revólveres.

—Por lo que has dicho te mataré —masculló el pistolero.

—Habladurías. Ya dijiste algo parecido en el prado y todavía estoy vivito y fresco.

—Aquella y ésta son dos cuentas que me tienes que pagar.

—¿Por qué no te las cobras ya… si puedes?

—¡Ahora mis…!

No terminó la frase, y el movimiento de desenfundar los revólveres quedó solamente a medio terminar. Joe había disparado sin sacar el colt de la funda, y la bala buscó exactamente el corazón del bandido.

Apenas tuvo tiempo de echarse de costado para evitar ser alcanzado por el disparo que le hizo otro de los pistoleros que acudieron en ayuda de «el Chacal» y desde el suelo apretó dos veces el gatillo comprobando que el nuevo enemigo se desplomaba en tierra, alcanzado por una de sus balas. Casi al mismo tiempo «Dorotea» envió un mensaje de muerte a otro de los pistoleros que salía del barracón con los colts en las manos.

Reptando para evitar los proyectiles que llovían desde el barracón de los vaqueros, Joe metióse nuevamente en la casa y logró cerrar la puerta por dentro. Desde allí dominarían perfectamente todo los movimientos de sus enemigos.

De cuando en cuando oíase el sordo estruendo de la carabina del mejicano y el seco ladrido de los colts del viejo —cazador. Los bandidos habían clareado el fuego, comprendiendo que sus disparos resultaban nulos y, en cambio se hallaban a merced de los de la casa. Al fin cesaron por completo y uno de ellos gritó fuerte para hacerse oír:

—¡Eh, los de la casa!

Joe ordenó a los dos hombres que cesaran de hacer fuego.

—¿Qué queréis?

—Saber por qué diablos nos hemos de tirotear de esta forma —respondió la misma voz de antes—. ¿Quién sois?

El mejicano le dio con el codo a su amigo y le aconsejó muy seriamente, al tiempo que cargaba la carabina:

—¡Anda, gringo, dile que somos nosotros!

—Somos los nuevos encargados del rancho —respondió Joe—, y solamente queremos que os alejéis con buen viento de aquí. Vuestro contrato con el difunto dueño ha terminado ya y no os necesitamos para nada.

—Perfectamente, pero para eso no era necesario armar tanto jaleo —respondió el bandido desde el barracón.

—Pues ya que estáis enterados, os damos cinco minutos de tiempo para abandonar estos terrenos.

Con precauciones para no ser alcanzados por alguna bala, cuatro hombres más salieron del barracón y se llegaron hasta el corral para tomar sus caballos y abandonar aquel lugar que tan poco saludable se había puesto en unos minutos.

Ya estaban montados y se disponían a partir, cuando otro grupo de jinetes hizo su aparición por el camino del rancho, galopando hacia la casa.

Entraron en la plazoleta que formaban las construcciones delante del edificio principal y, al ver de quien se trataba, Pancho dio un silbido entre sorprendido y alegre.

—El sheriff Wither —exclamó Ellen, con miedo agarrándose al brazo de Joe.

—El mismito, patronsita. Hoy nos vamos a divertir para estar riendo seis meses seguiditos.

—El sheriff, amenazó muchas veces a papá. Y cuando le mataron, me pareció conocer su voz.

—Cálmese, Ellen. Estando nosotros aquí no pasará nada. Wither ya sabe algo de cómo las gastamos los vagabundos.

—Es un mal sujeto —intervino Wilcom—. Tiene una forma muy especial de aplicar la ley, y se ha convertido en el amo del pueblo por el terror.

—Ya me di cuenta cuando pasamos por Dallas, pero si se empeña en ponerse delante de nosotros, se le va a terminar su imperio.

—Vaya que sí, gringo. Yo tengo una afisión loca por colesionar estrellitas como esa que lleva el sheriff y no pienso quedarme sin ella.

El representante de la autoridad de Dallas se detuvo un momento para cruzar dos palabras con los pistoleros que iban a abandonar el rancho, y luego, llegando hasta la puerta de la casa, desmontó y subió los dos escalones del porche, llamando.

Joe tuvo una idea.

—Ellen, si usted tuviese un poco valor, evitaría que yo matase tan pronto a ese coyote.

—Vaya, gringo —intervino Pancho—. Cuanto antes terminemos con las alimañas como esa mejor.

—Ya le daremos lo suyo, Pancho, pero ahora es necesario darle una nueva lección y el último aviso.

—¿Qué debo hacer yo? —preguntó la muchacha haciendo acopio de valor para que Joe no la creyese cobarde, pero en el interior sentía un miedo innato hacia aquel hombre al que suponía el asesino de su padre y de Charles.

—Poca cosa. Le abre la puerta y le invita a explicar lo que le trae por acá. Yo estaré junto a usted, y me presenta como el nuevo capataz del rancho. Vamos; vosotros vigilad a los que están fuera… y ya sabéis.

Descendieron los dos y Ellen, con un temblor incontenible en las piernas, abrió la gran puerta la casa. Wither, al principio, no vio a Joe, y éste descubrió un brillo extraño, entre lujurioso y amoroso, en las pupilas del sheriff.

—Buenos días, Ellen. Esta madrugada me enteré de que hubo algo extraño por el rancho y he venido por si me necesitabas… Me lo contó uno de mis hombres que vino de Valle Llano y pasó por aquí esta mañana. ¿Qué hace aquí este hombre? —dijo el ver a Joe, e instintivamente acercó una de sus manos al colt.

—Joe, es el nuevo capataz del rancho —contestó algo más serena la muchacha.

Al observar que el joven no estaba desprevenido y apoyaba las palmas de las manos en las culatas de sus revólveres, el sheriff detuvo el movimiento de las manos y dio un paso atrás.

—Este hombre tiene una cuenta pendiente con la ley; él y su amigo mataron a Ronald por la espalda.

—Parece que tiene usted buena memoria, sheriff. Sin embargo, la patrona podrá decirle algo sobre ese asunto y por qué terminó sus días ese famoso Ronald.

—Eso quiere decir que confiesas vuestro crimen.

—Eso quiere decir, sheriff, que haría lo mismo con usted si intentaba perjudicar a la patrona; y si ya la ha perjudicado, es mejor que abandone Dallas y se oculte en cualquier cañón del Colorado, porque le buscaré para matarle.

—La otra vez escapaste, pero ahora no podrás lograrlo. Entrégate y será mejor, de lo contrario mis hombres se encargarán de ti —y señaló a los ocho jinetes que le acompañaban, y a los pistoleros del rancho, que habíanse agregado.

Joe le miró fijamente, con unos ojos pequeños y grises, semejantes a dardos de acero:

—Ya me estoy cansando de oír sandeces, Whither. Fíjese en esos tres —y señaló los cuerpos de «el Chacal» y los dos pistoleros—, pues si continúan mucho rato por aquí, vamos a aumentar el número. Sus hombres están en estos momentos con la vida pendiente de un solo gesto mío, y usted. ¡Váyase de aquí! La vez anterior le dije que uno de los dos estorbaba en Dallas, y todavía quiero darle tiempo a que abandone el campo. Espero que cuando yo baje al pueblo, usted haya decidido marcharse o morir. ¡Ahora, fuera!

—Te arrepentirás de esto.

Whither se retiró, no muy seguro, y montando en su caballo dio a sus hombres la orden de partir, emprendiendo seguidamente una rápida marcha hacia el prado.

Joe y la joven se mantuvieron en el mismo lugar hasta que hubieron desaparecido de su vista. La primera en hablar fue Ellen:

—No debiera haberle hablado así, Joe. Ahora buscará la forma de matarle… como hizo con papá —y la mano que tenía apoyada en su brazo, temblaba ligeramente.

Él la miró a los ojos y su mirada se enterneció súbitamente. El temor de la muchacha por la vida de un hombre que de tan poco tiempo conocía, le halagaba en lo íntimo. Sentíase feliz sabiendo que ella tenía fe en ellos y él correspondería mientras quedase un soplo de aliento en su cuerpo.

—Wither es un cobarde, Ellen, como lo son todos los que se escudan tras la fuerza para matar. Pero sabe que conmigo no se juega impunemente.

—Pero, usted no bajará al pueblo, ¿verdad?

—Claro que bajaré, y no me pasará nada —terminó al ver el miedo que reflejaban los ojos de la muchacha.

Pancho y Wilcom bajaban las escaleras y Joe les sonrió:

—Me parece que el sheriff no asomará por ahora las narices por aquí.

—Y si las asoma, gringo, me voy a quedar con ellas pá tenerlas de amuleto.

—Ahora debemos almorzar alguna cosa —sugirió Joe—. La patrona nos preparará algo, ¿verdad?

La muchacha afirmó con un leve gesto de cabeza, y Joe recomendó al viejo cazador:

—Usted, Wilcom, la ayuda en lo que sea. Nosotros vamos a quitar esa carroña de ahí.

El trabajo de llevar los cadáveres hasta el río, les llevó poco rato. Los abandonaron allí y se volvieron al rancho sin detenerse a mirar la fúnebre caravana que arrastraba el agua. Ya los cuervos y los animales se encargarían de ellos.

Luego de almorzar dedicáronse a dar sepultura al cuerpo del viejo Foster, en el recinto vallado que orillaba el bosquecillo de abetos y que era el cementerio del rancho, junto a la tumba de su esposa.

Con la última palada de tierra, el mejicano se limpió el sudor y exclamó a forma de póstuma oración, mirando la rústica cruz de madera:

—Es bien sierto aquel refrán de que: «Quien se muere gana tierra». Pero, mira, Pancho Sánches te perdona.

Cuando volvieron a la casa y dejaron a Ellen más sosegada en su habitación, Joe expuso a los otros dos el plan que debían seguir:

—Debemos contratar enseguida un buen equipo de muchachos que sepan de las bregas del campo.

—Y que sepan también usar los cañones como Dios manda, gringo, eso é muy primerito —aconsejó Pancho, interrumpiendo a su amigo.

—Bueno, pues te encargas tú de ese negocio. Te largas ahora mismo para Fuerte Worth y, a medianoche, ya podéis estar aquí.

—Vaya que sí, compadre. Yo tengo un ojo de esos de sirujano para conosé los hombres. Hasta lueguito.

Descendió los escalones de dos en dos y un momento después, saludando a sus amigos con el sombrero en alto, abandonó el rancho a toda velocidad de «Sargento».

—Usted, Wilcom, acérquese al pueblo y tráigase a la vieja Ana, para que atienda a la señorita. Será una alegría para las dos mujeres.