21
Sacudo la manta de vellón, la dejo caer sobre el césped y estiro bien todas las esquinas con la esperanza de reducir al máximo cualquier necesidad obsesiva que Miller pueda tener de recolocarla.
—Siéntate —ordeno señalando la manta.
—¿Por qué no podíamos ir a un restaurante? —pregunta mientras deja dos bolsas de Marks & Spencer sobre el césped.
—No se puede hacer un picnic en un restaurante. —Observo cómo desciende incómodo hasta el suelo, sacándose la parte trasera de la chaqueta de debajo del culo al ver que se ha sentado sobre ella—. Quítate la chaqueta.
Dirige sus ojos azules hacia mí, cargados de estupefacción.
—¿Por qué?
—Estarás más cómodo. —Me arrodillo y empiezo a deslizarle la chaqueta por los hombros y a animarlo a estirar los brazos. No se queja ni objeta, pero observa con preocupación cómo la doblo por la mitad y la dejo lo más ordenadamente posible en un extremo de la manta.
—Mejor —concluyo, y cojo las bolsas.
Hago caso omiso de los ligeros tics que ha desarrollado el cuerpo de Miller. No merece la pena darles importancia, porque dentro de un minuto estará recolocando la chaqueta para atender su necesidad compulsiva, reconozca el problema o no. Podría plancharla y dejarla perfecta, que para él seguiría estando mal.
—¿Quieres gambas o pollo? —pregunto levantando dos recipientes de ensalada.
Lo pillo apartando rápidamente la vista de la chaqueta. Pone todo su empeño en hacer como si nada. Me mira y señala los recipientes con indiferencia.
—La verdad es que me da igual.
—A mí me gusta con pollo.
—Pues para mí la de gambas.
Noto cómo sus músculos oculares tiran de sus iris azules en sus cuencas en dirección a la chaqueta mientras le entrego la ensalada de gambas.
—Hay un tenedor en la tapa.
Retiro la tapa de mi ensalada y me siento sobre mis piernas observando cómo Miller inspecciona el envase.
—¿Es de plástico?
—¡Sí, es de plástico! —Me río, dejo mi recipiente sobre la manta y cojo el suyo. Le quito la tapa, saco el tenedor y lo hundo en un montón de hojas de lechuga y gambas—. Disfruta.
Coge el envase y juguetea un poco con la comida antes de llevarse con recelo el tenedor a la boca y masticar lentamente. Es como un proyecto de ciencias. La necesidad de estudiarlo en acción me supera. Sigo su ejemplo y cojo mi propia ensalada y mi tenedor y tomo un bocado.
Lo hago todo sin prestar atención, mi deseo de seguir observando a Miller es demasiado fuerte como para resistirme. Apuesto a que nunca antes se ha sentado en el suelo en Hyde Park.
Seguro que nunca se ha comido una ensalada de un recipiente de plástico, y nunca se le ha pasado por la cabeza que existan los cubiertos desechables. Todo resulta tremendamente fascinante, siempre lo ha sido, y probablemente siempre lo será.
—Espero que no estés calentándote la cabeza.
La declaración de Miller me saca de mi abstracción tan rápido que se me cae un trozo de pollo sobre el regazo.
—¡Mierda! —maldigo, y lo recojo.
—¿Ves? —dice Miller con un tono cargado de petulancia—. Eso no pasaría en un restaurante, y llevarías puesta una servilleta.
Se mete el tenedor lleno de lechuga en la boca y mastica con engreimiento.
Lo fulmino con la mirada, estiro el brazo para coger la bolsa, saco un paquete de servilletas desechables y lo abro. Con precisión y con un murmullo sarcástico, me limpio la mayonesa del vestido de flores.
—Problema solucionado. —Arrugo el papel y lo tiro a un lado.
—Y un camarero se llevaría la basura.
—Miller —suspiro—. Todo el mundo debería hacer un picnic en Hyde Park alguna vez.
—¿Por qué?
—¡Porque sí! —replico, y lo señalo con mi tenedor—: Deja de buscar problemas.
Resopla, suelta el envase de ensalada y se acerca a hurtadillas a su chaqueta.
—No estoy buscándolos. Son bastante evidentes, no es necesario hacerlo. —Coge la prenda, la vuelve a doblar y la coloca con cuidado en el suelo—. ¿Y el aliño?
—¿Qué?
—El aliño. —Ocupa su sitio de nuevo y coge la ensalada—. ¿Y si quiero aliñar más esta… —mira el recipiente con vacilación— comida?
Deposito mi recipiente sobre la manta y me dejo caer hacia atrás, exasperada. El cielo está azul y despejado. Cualquier otro día disfrutaría de la imagen, pero en esta ocasión la frustración me lo impide. Un picnic. Eso es todo.
—¿Qué te pasa, mi dulce niña? —Su rostro aparece planeando sobre mí.
—¡Tú! —lo acuso—. Has dicho que querías pasar un día tranquilos y disfrutando, y podríamos hacerlo si dejases de ser tan esnob y disfrutases del paisaje, de la comida y de la compañía.
—Adoro la compañía. —Baja la boca hasta la mía y me ciega con sus labios suaves y apasionados—. Sólo estoy señalando las desventajas del picnic, y la peor de ellas es que no puedo venerarte aquí.
—Tampoco podrías hacerlo en un restaurante.
—Lamento discrepar —responde enarcando una ceja sugerente.
—Para ser todo un «caballero», a veces tu etiqueta sexual resulta bastante cuestionable.
Hago una mueca al oír mis descuidadas palabras, pero Miller no parece darles la menor importancia. Me separa los muslos y se acomoda entre ellos. Estoy perpleja. Se va a arrugar todo. Me agarra las mejillas y pega la nariz a la mía.
—Para ser una niña tan dulce, a veces tu dulzura resulta bastante cuestionable. Dame «lo que más me gusta».
—Se te va a arrugar la ropa.
—Te lo he pedido una vez.
Sonrío y abrazo a Miller, así como a su momentánea espontaneidad. Me deleito en su peso, inhalo el aire mezclado con su esencia. Cierro los ojos y me dejo llevar por la dicha, disfrutando por fin de ese momento de relax que nos habíamos prometido. Es cálido, cariñoso, y completamente mío, y justo cuando empiezo a abstraerme de todo y el bullicio de Hyde Park se transforma en un murmullo distante, unos pensamientos amenazan durante un segundo con aparecer, nublando mi felicidad mental, y entonces algo estúpidamente obvio se apodera de mi cerebro, desterrando mi alegría y haciendo que mi cuerpo relajado se tense debajo de Miller.
Sé que lo ha notado, porque sus ojos me observan analíticamente al instante.
—Compártelo conmigo —dice mientras me aparta el pelo de la cara.
Yo sacudo la cabeza esperando deshacerme así de los pensamientos indeseados.
No lo consigo.
Su rostro está cerca, pero lo único que veo es un niño sucio y perdido. No hace falta que nadie me diga que el niño de la fotografía no comía como un rey, y sé perfectamente que su cuerpo no estaba cubierto de prendas caras, sino más bien de harapos.
—¿Olivia? —dice con tono preocupado—. Por favor, comparte conmigo tu carga. —No tengo escapatoria, y menos ahora que se ha puesto de rodillas y me obliga a mí también a incorporarme. Estamos el uno frente al otro, con las manos entrelazadas y descansando sobre su regazo mientras él traza suaves círculos en mi piel con los pulgares—. ¿Olivia?
Me esfuerzo por mirarlo a los ojos cuando le hablo, buscando la más mínima reacción a mi pregunta.
—Por favor, dime por qué tiene que ser todo tan perfecto.
No encuentro nada. Ningún gesto, ninguna expresión, ninguna señal reveladora en sus ojos.
Está muy tranquilo.
—Esto ya lo hemos hablado, y estoy seguro de que concluimos que el tema estaba zanjado.
—No, tú dijiste que el tema estaba zanjado —replico.
Yo no quería zanjarlo, y ahora mi horrible proceso mental está pisoteando todas mis conclusiones. Se avergüenza de su niñez. Quiere borrarla de su memoria. Quiere ocultarla.
—Por una buena razón —dice.
Me suelta las manos y aparta la vista, buscando otra cosa que hacer que no sea enfrentarse a mi mirada y a la presión de mis preguntas. Empieza a juguetear con su chaqueta, alisando la prenda que ya está inmaculadamente doblada.
—Y ¿qué razón es ésa? —Se me parte el corazón cuando me mira con el rabillo del ojo, con su atractivo rostro cargado de cautela—. Miller, ¿cuál es la razón?
Me acerco a él muy despacio unos centímetros, como si me aproximase a un animal asustado, y apoyo la mano en su antebrazo. Baja la mirada, muy quieto, y hecho un auténtico lío. Tengo paciencia. He llegado a una conclusión, pero soy incapaz de compartirla con él.
Sabrá que he estado fisgando, y quiero que me cuente su historia por voluntad propia. Que la comparta conmigo.
Sólo pasan unos segundos, aunque a mí se me hacen eternos, antes de que vuelva a la vida y se ponga de pie, dejando que mi mano caiga sobre la manta. Levanto la vista para mirarlo.
Coge su chaqueta, se la pone, se abrocha los botones y se estira las mangas.
—Porque estaba zanjado —dice insultando a mi inteligencia con su esquiva respuesta—. Tengo que ir a Ice.
—Bien, vamos —suspiro, y empiezo a recoger los restos de nuestro breve picnic y a acumular la basura en una de las bolsas—. En realidad, no.
Tiro la bolsa a un lado, me levanto y me planto delante de la alta constitución de Miller.
Debo de parecer minúscula y frágil a su lado, pero mi determinación es enorme. Siempre está exigiéndome que comparta mis problemas con él y, sin embargo, él decide cargar los suyos sobre sus hombros.
—Yo no voy a ir —declaro atravesándolo con la mirada, sabiendo perfectamente que no irá sin mí. No después de lo de esta mañana. Quiere tenerme cerca, cosa que me parece estupenda, pero no en Ice.
—Lamento discrepar —responde indignado, pero su tono carece de su típica seguridad y, en un intento de demostrarme que va en serio, me coge de la nuca e intenta que dé media vuelta.
—¡Miller, he dicho que no! —Me lo quito de encima, furiosa y frustrada, y lo abraso con ojos decididos—. No voy a ir. —Me siento de nuevo, me saco las chanclas y me tumbo boca arriba, cambiando el azul de sus ojos por el del cielo—. Voy a disfrutar de un rato tranquilo en el parque. Puedes ir a Ice tú solo.
Me pondré a chillar y a patalear como intente cogerme.
Cruzo los brazos por detrás de la cabeza y mantengo la vista fija en el cielo, mientras siento que empieza a ponerse nervioso. No sabe qué hacer. Supuestamente, le encanta que sea insolente. Apuesto a que no sabe cómo reaccionar. Me preparo para el espectáculo, me pongo cómoda, decidida a no ceder, y mi mente divaga de nuevo a lo que ha hecho que mi insolencia asome en primer lugar. Miller y su mundo perfecto. Mi conclusión es bien simple, y no tiene nada de lo que avergonzarse. Vivió una infancia de pobreza, vestía harapos, y ahora está obsesionado con vestir la ropa más fina que se pueda comprar.
Cómo consiguió el dinero para comprarse los millones de trajes armadura que ahora posee es irrelevante. Creo. O no. Mi conclusión me ha llevado a plantearme nuevas preguntas, preguntas que no me atrevo a formular, no por miedo a enfadarlo, sino porque temo cuál puede ser la respuesta. ¿Cómo llegó a formar parte de «ese mundo»? Aquel lugar era un orfanato.
Miller me confirmó que no tenía padres y que estaba él solo. Es huérfano. Mi maniático, elegante y perfecto Miller siempre ha estado solo. Se me parte el corazón al pensarlo.
Estoy tan profundamente sumida en mis pensamientos que doy un brinco cuando una cálida dureza me presiona de repente el costado. Vuelvo la cabeza y me encuentro de frente con sus ojos. Se ha acurrucado a mi lado y, después de besarme la mejilla, apoya la cabeza en mi hombro y desliza el brazo por mi estómago.
—Quiero estar contigo —susurra. Sus actos y sus palabras hacen que mis brazos dejen de servir de almohada para mi cabeza y se enrosquen alrededor de él como pueden—. Quiero estar contigo cada minuto del día.
Sonrío con tristeza porque, si mi conclusión es cierta, Miller no ha tenido nunca a nadie antes.
—Nosotros —confirmo, y lo estrecho entre mis brazos para reconfortarlo—. Me muero por tus huesos, Miller Hart.
—Y tú me tienes profundamente fascinado, Olivia Taylor.
Lo estrecho con más fuerza. Permanecemos tumbados sobre la manta de vellón durante una eternidad; Miller, murmurando y pintando cuadros en mi vientre con la punta de su dedo, y yo, sintiéndolo, escuchándolo, oliéndolo y dándole «lo que más le gusta». Por fin estamos disfrutando el uno del otro, y es un momento de dicha indescriptible.
—Esto ha sido agradable —susurra.
Se incorpora sobre un hombro y apoya su barbilla perfecta cubierta por una barba incipiente sobre la palma de su mano. Continúa trazando leves líneas en mi estómago, observando sus suaves movimientos con aire pensativo. Yo me limito a mirarlo. Es un placer increíble, me siento en el cielo. Estamos sumidos en nuestro propio momento privado, rodeados por paseos de Hyde Park y por el distante caos del Londres diurno, pero totalmente solos.
—¿Tienes frío? —Me observa y recorre con la mirada mi vestidito de flores.
Ya es por la tarde y se está levantando una ligera brisa. Miro al cielo y veo que unas cuantas nubes grises nos sobrevuelan lentamente.
—Estoy bien —respondo—, pero parece que va a llover.
Miller sigue mi mirada hacia el cielo y suspira.
—Y Londres proyecta su sombra negra —murmura para sus adentros, en voz tan baja que casi no lo oigo. Pero lo he oído, y sé que su afirmación tiene un significado más profundo. Exhalo para hablar, pero al final decido callarme. De todos modos, él ya se ha puesto de pie antes de que me dé tiempo a preguntar—. Dame la mano.
Acepto su ofrecimiento y dejo que me levante sin esfuerzo. Su ropa está totalmente arrugada, pero no parece importarle mucho.
—¿Podemos repetirlo algún día? —pregunto mientras recojo nuestras ensaladas a medio terminar y las meto en una bolsa.
Miller se dispone a doblar la manta correctamente.
—Por supuesto —accede alegremente sin mostrar ningún tipo de reticencia. Ha disfrutado de verdad, y yo no podría estar más contenta—. Tengo que pasar por el club. —Encorvo mis delicados hombros y Miller se da cuenta—. No tardaré —me asegura acercándose e inclinándose hasta que nuestros labios se rozan ligeramente—. Te lo prometo.
No estoy dispuesta a dejar que nada nos arruine el momento, de modo que me agarro de su brazo y dejo que nos guíe por el césped hasta que llegamos a un sendero.
—¿Puedo quedarme contigo esta noche? —le pido.
Me siento culpable por estar tanto tiempo ausente en casa últimamente, pero sé que a mi abuela no le molesta lo más mínimo, y la llamaré en cuanto lleguemos al apartamento de Miller.
—Livy, puedes quedarte conmigo siempre que quieras. No tienes que preguntar.
—No debería dejar sola a mi abuela.
Se ríe ligeramente, y el sonido desvía mi mirada de su pecho a su rostro.
—Tu abuela dejaría en ridículo al perro guardián más feroz.
Sonrío y apoyo la cabeza sobre su brazo mientras ambos deambulamos.
—Coincido.
Un fuerte brazo me rodea el hombro y me estrecha contra su costado.
—Si prefieres que te lleve a casa, lo haré.
—Pero quiero quedarme contigo.
—Y a mí me encanta tenerte en mi cama.
—Llamaré a mi abuela en cuanto lleguemos a tu apartamento —afirmo, y tomo nota mental de acordarme de preguntarle si le importa, aunque estoy segura de que no.
—De acuerdo —dice con una risita.
—Mira, una papelera.
Arrugo la bolsa que llevo en la mano y me dirijo a la papelera con decisión, pero vacilo al ver a un hombre que está tirado en un banco cercano. Tiene un aspecto harapiento, sucio y ausente, como los numerosos indigentes que frecuentan las calles de Londres. Mi avance hacia la papelera se ralentiza mientras observo sus movimientos espasmódicos, y al instante concluyo que probablemente sea a causa de las drogas o del alcohol. Mi naturaleza hace que sienta compasión y, cuando levanta sus ojos vacíos y me mira, me detengo por completo. Me quedo mirando al hombre, que probablemente apenas lo sea; parece estar en la última etapa de la adolescencia, pero la vida en las calles se ha cobrado un precio muy alto con él. Tiene la piel cetrina y los labios resecos.
—¿Tiene unas monedas, señorita? —me grazna, tocándome más todavía la fibra sensible.
Es una pregunta bastante frecuente, y normalmente me cuesta muy poco pasar de largo, sobre todo desde que mi abuela me recuerda que cada vez que les llenas el bolsillo de dinero, también estás financiando su adicción a las drogas o al alcohol. Pero este joven desaliñado con estas ropas desaliñadas y hechas jirones y sus zapatillas hechas polvo me recuerda algo, aunque no sabría decir qué.
Después de pasar demasiado tiempo mirándolo, alarga la mano hacia mí, sacándome de mis miserables pensamientos y de las imágenes de un niño que parece desorientado.
—¿Señorita? —repite.
—Lo siento. —Niego con la cabeza y continúo, pero cuando levanto la bolsa para tirarla a la papelera, una mano cálida me rodea la cintura y me sostiene con firmeza.
—Espera.
El timbre grave de la voz de Miller me acaricia la piel y me vuelvo hacia él. Sin mediar palabra, coge la bolsa y saca las dos ensaladas a medio comer. Después mete la bolsa en la papelera, da media vuelta y se acerca al indigente. Yo observo, perpleja y en silencio, cómo Miller llega hasta él, se agacha y le ofrece las dos ensaladas y la manta de vellón. El joven acepta con manos vacilantes lo que él le ofrece y asiente agradeciéndoselo con la cabeza pesada. Se me humedecen los ojos y estoy a punto de derramar lágrimas cuando mi perfecto caballero a tiempo parcial apoya una mano en la rodilla del hombre y frota la sucia pernera de sus vaqueros en círculo para infundirle seguridad. Actúa con delicadeza, con cuidado y con comprensión. Son acciones de alguien que entiende la situación que está viviendo el muchacho. Le está contando su historia lentamente y sin palabras. No hacen falta. Sus actos lo dicen todo, y yo me quedo perpleja y, sobre todo, triste.
Ese niño perdido seguía estándolo.
Hasta que yo lo encontré.
Observo cómo Miller se levanta, se mete las manos en los bolsillos de los caros pantalones del traje y se vuelve lentamente para mirarme. Se queda ahí, observándome con detenimiento mientras llego a otra desgarradora conclusión. ¿Huérfano? ¿Indigente? Me muerdo el labio hasta hacerme daño, lo que sea con tal de evitar que la aflicción brote de mis ojos al ver a mi precioso hombre de pasado desestructurado.
—No llores —susurra acortando la distancia que nos separa.
Sacudo la cabeza sintiéndome estúpida.
—Lo siento.
Cuando lo tengo lo bastante cerca, hundo la frente en el hueco bajo su barbilla. Él sostiene mi cuerpo afligido rodeándome con sus firmes brazos.
—Dale dinero y probablemente se lo gastará en drogas, alcohol o tabaco —me dice en voz baja—. Dale comida y una manta y saciará su hambre y se mantendrá caliente. —Me besa la parte superior de la cabeza, se aparta de mí y se apresura a secarme el torrente de lágrimas que desciende por mis mejillas—. ¿Sabes cuántos niños perdidos hay en las calles de Londres, Olivia?
Niego ligeramente con la cabeza.
—No todo es riqueza y esplendor. Esta ciudad es preciosa, pero tiene una parte oscura y marginal.
Absorbo sus palabras y me siento ignorante y tremendamente culpable. Sé que dice la verdad. Y lo sé porque no sólo yo he estado al borde de ella, sino que Miller ha vivido en esa parte oscura y marginal toda su vida.
Mantiene sus ojos fijos en los míos y, durante ese instante, intercambiamos un millón de mensajes en silencio. Me lo está contando. Y yo lo estoy entendiendo.
—He pasado una tarde fantástica, gracias. —Me acaricia una ceja con el pulgar y se inclina para besarme la frente.
—Yo también.
Sonríe y me agarra de la nuca como de costumbre. Hace que dé media vuelta y nos encaminamos hacia la salida de Hyde Park.
—Como no nos demos prisa nos va a pillar el aguacero —dice mirando al cielo.
Levanto la vista siguiendo su gesto y veo que las nubes grises se han tornado negras y, de repente, una gota enorme golpea mi mejilla, y demuestra que Miller tiene razón.
—Será mejor que corramos —digo tranquilamente.
El traje de Miller ya está lleno de arrugas; como además se le empape se va a poner hecho una furia.
Y, mientras pienso esto, empieza a diluviar.
—¡Mierda! —exclamo al ser acribillada por un montón de goterones helados—. ¡Joder!
La lluvia es incesante, y cae al suelo con fuerza, salpicando nuestras piernas.
—¡Corre! —grita Miller, pero me he quedado tan pasmada ante el repentino frío que me ataca que no sé distinguir si está alarmado o riéndose.
Sin embargo, echo a correr. Rápido. Miller me agarra de la mano y tira de mí. Levanto la vista a través de mi pelo mojado y veo sus rizos oscuros pegados contra su cabeza. Las gotas de agua cubren su rostro y resaltan sus pestañas largas y oscuras.
Al contemplar esa imagen, me detengo de repente y Miller se suelta de mi mano. Él también se detiene y se vuelve dirigiendo unos ojos azules increíblemente brillantes hacia mí.
—¡Venga, Olivia! —Está totalmente empapado y obscenamente guapo, aunque algo alarmado.
—Bésame —le exijo, permaneciendo estática, haciendo caso omiso de la fría lluvia que ahora entumece mi piel.
Arruga su magnífica frente y su gesto me hace sonreír.
—¿Qué?
—¡He dicho que me beses! —grito a través de la lluvia, preguntándome si de verdad no lo ha entendido.
Se ríe un poco, amplía su postura, echa un vistazo a nuestro alrededor y se relaja. Yo sigo con los ojos clavados en él. No los apartaría por nada del mundo. Espero a que Miller inspeccione nuestro entorno inmediato. Ya no le importa la incesante lluvia.
Unos instantes después, sus brillantes ojos azules vuelven a mirarme.
—Que no tenga que volver a pedírtelo —le advierto, y cuando veo que camina hacia mí, con convicción y con un amor puro y absoluto emanando de sus hipnóticas orbes, inspiro profundamente.
Me levanta, me estrecha contra su traje mojado y me besa de manera teatral. Me agarra de la nuca para sostenerme en el sitio y mis piernas se enroscan alrededor de su cintura. Nos besamos sin límite, con pasión. Es un beso cargado de deseo, de lujuria, de adoración, de consuelo, y representa todo lo que siento por Miller Hart.
Nuestros labios húmedos se acarician con facilidad, nuestras lenguas batallan con furia pero con ternura. Lo cojo de la nuca y pego mi cuerpo al suyo. Podría besarlo así eternamente.
El calor de nuestros cuerpos entrelazados ha hecho desaparecer el frío. El malestar no tiene cabida, sólo hay espacio para la serenidad.
Yo la siento, y sé que Miller también.
—Sabes todavía mejor bajo la lluvia —dice entre nuestras ansiosas lenguas, que se niegan a detenerse—. Joder, eres exquisita.
—Mmm.
Jamás sería capaz de hallar las palabras para describir cómo me está haciendo sentir él ahora mismo. No las hay. De modo que se lo demuestro besándolo con más intensidad todavía y abrazándolo con más fuerza.
—Date por saboreada —murmura débilmente. Yo gimo de nuevo y él ralentiza nuestro beso hasta que nuestras lenguas apenas se mueven—. Parece ser que sí que puedo venerarte en Hyde Park.
Me besa los labios y me aparta el pelo mojado de la cara.
—No con plena capacidad —replico.
Permanezco enroscada alrededor de su cuerpo empapado. No estoy preparada para soltarlo todavía.
—Coincido. —Da media vuelta y empieza a avanzar sin prisa por el parque mientras la lluvia sigue cayendo con furia—. De modo que tengo que ir al club, para acabar lo antes posible, y llevarte a casa para poder demostrarte mi plena capacidad.
Asiento, entierro el rostro en su cuello y dejo que me lleve hasta el coche.
Si existe la perfección más allá del mundo perfecto de Miller, debe de ser esto.
Estoy empapada, sentada en el asiento de piel del Mercedes de Miller, y detecto una creciente preocupación a mi lado ante el húmedo estado de su magnífico coche. La pantalla dual del control de temperatura señala una media de dieciséis grados, el número perfecto para que Miller mantenga la calma, pero no teniendo en cuenta el frío que siento. Me muero por subir la temperatura, pero me temo que ya he forzado a Miller al límite con el traje mojado, el picnic en Hyde Park y las compras. Subir la temperatura podría ser la gota que colmara el vaso. Comienzo a tiritar y me hundo más en mi asiento, mirando con el rabillo del ojo cómo se aparta el pelo de la frente.
Tracy Chapman canta sobre coches rápidos, cosa que me hace sonreír, ya que Miller está conduciendo tremendamente despacio. El aire de calma y la serenidad que flota entre nuestros cuerpos húmedos es palpable. Ninguno de los dos dice nada, y no es necesario. El día de hoy ha sido mejor de lo que podría haber esperado, dejando a un lado el pequeño percance matutino. Miller ha superado algunos asuntos difíciles y, además de hacer que me sienta increíblemente orgullosa, ha conseguido que mis sentimientos por él aumenten. Y lo más satisfactorio de todo es que sé que por fin ha dado un paso fuera de su caja perfecta y le ha gustado lo que ha visto. El hecho de que ahora esté congelándome en el asiento y que no me atreva a subir la temperatura de su flamante coche es irrelevante.
—¿Tienes frío? —dice. Su tono preocupado no capta mi atención, pero la pregunta sí.
No creo que también me conceda calor además del picnic, de que haya estado a punto de comprar ropa informal y de que me haya besado bajo la lluvia. Eso ya sería demasiado.
—Estoy bien —miento obligándome a dejar de tiritar.
—Olivia, no estás bien en absoluto —repone.
Luego estira el brazo y mueve los dos diales por turnos, asegurándose de que coinciden, subiendo la temperatura del coche hasta unos calentitos veinticinco grados.
No quepo en mí de júbilo, y acerco la mano para acariciar su maravillosa barba incipiente, áspera y rasposa, aunque familiar y reconfortante.
—Gracias.
Apoya la mejilla en mi mano y después me la coge y me besa las puntas de los dedos. A continuación, coloca nuestras manos entrelazadas sobre su regazo y las mantiene ahí, conduciendo con una sola.
Quiero que este día no termine jamás.