10

Me arrepiento de haber insistido en la regla de no tocar y no saborear. Estoy al borde del colapso para cuando llegamos al noveno piso mientras subimos hacia su ático, y por la forma en que me mira Miller sé que detecta mi arrepentimiento. No obstante, mi cara roja y mis gemelos doloridos también me recuerdan cuál es la primera pregunta que quiero formularle.

Abre la puerta negra y brillante y se hace a un lado. La sujeta para que yo entre y vea el interior de su apartamento palaciego. Quiero echar a correr.

—No se me permite retenerte por la fuerza, así que te ruego que no huyas de mí.

Me mira con unos suplicantes ojos azules. Está siendo el hombre respetuoso y cariñoso. De todas sus personalidades, es la que más amo.

—No voy a echar a correr —le prometo mientras cruzo el umbral y rodeo titubeante la mesa del recibidor.

La puerta principal se cierra tras de mí y los caros zapatos de Miller avanzan por el suelo de mármol.

—¿Te apetece una copa de vino? —me pregunta mientras se quita la chaqueta. La cuelga con esmero del respaldo de una silla.

—Agua, por favor. —Estoy deshidratada después del maratón de subir escalones y necesito tener la cabeza despejada.

—Como quieras —dice desapareciendo en la cocina y volviendo a aparecer con una botella de agua mineral y un vaso.

A continuación se acerca al mueble bar, se sirve dos dedos de whisky escocés y se vuelve para mirarme. Lentamente, se lleva el vaso a los labios y tengo que desviar la mirada ante tan placentera visión. Sabe el efecto que sus labios causan en mí, y lo está utilizando sin ninguna ética.

—No me prives del placer de verte la cara, Olivia.

—No me prives de tu respeto —respondo con calma.

Se ha quedado sin contestación, así que mientras se acerca con mi agua mineral añade:

—Siéntate.

—Creía que íbamos a cenar.

Se detiene a media zancada.

—Y eso vamos a hacer.

—¿En la sala de estar? —pregunto con sarcasmo.

Conozco a Miller Hart y su obsesivo mundo de perfección, y ni aunque las vacas volaran comería en el sofá con un plato en el regazo.

—No es necesario que…

—Lo es —suspiro—. Daba por sentado que íbamos a cenar en la cocina.

Cojo el agua que me ofrece y me dirijo hacia allí. Me detengo en el umbral con una pequeña exclamación de sorpresa.

—No me has dejado añadir los toques finales —susurra detrás de mí—. Música, velas…

Un delicioso aroma flota en la habitación, y la mesa está puesta al estilo perfecto de Miller. Es como si hubiera entrado en el Ritz por equivocación.

—Es… perfecto…

—En absoluto —dice en voz baja pasando junto a mí.

Deja el vaso, lo recoloca y luego enciende las velas que recorren el centro de la mesa.

Coloca el iPhone en el reproductor y toquetea los botones. Me tiene embobada, y de los altavoces brotan las notas de Explosion de Ellie Goulding. Se vuelve lentamente hacia mí.

—Sigue sin ser perfecto —dice acercándose.

Alza la mano y me mira titubeante, pidiéndome permiso. Asiento y le dejo que me coja de la mano. Lo sigo por la cocina. Aparta la silla que hay a un lado de la mesa, me suelta y me indica que tome asiento. Lo hago y dejo que me acerque a la mesa.

—Ahora está perfecto —me susurra al oído. Me tenso de pies a cabeza y él lo sabe. Se asegura de que recibo unos pocos momentos de insoportable gratificación gracias a su aliento en mi oreja y se toma su tiempo antes de separar su cuerpo inclinado del mío, sentado—. ¿Vino?

Cierro los ojos un instante para reunir las fuerzas que me han abandonado.

—No, gracias.

—Privarte de alcohol no va a calmar lo mucho que me deseas, Olivia.

Me coloca una servilleta en el regazo y se sienta al otro lado de la mesa. Tiene toda la razón, pero si evito el alcohol es posible que pueda pensar con mayor claridad.

—¿Te parece una distancia aceptable? —pregunta señalando con la mano el espacio que hay entre los dos.

No, no lo es. Está muy lejos, pero sería de locos decírselo. Tampoco es que haga falta que le diga nada. Lo sabe muy bien. Asiento y miro la mesa, tan nerviosa como cada vez que me siento a cenar con él.

—¿Qué vas a darme de comer?

Contiene una sonrisa y sirve un poco de vino tinto en una de las copas más grandes.

—A esta distancia no puedo darte de comer.

Me muerdo el labio y resisto la tentación de jugar con el tenedor. Sé que no seré capaz de volver a dejarlo en el lugar exacto.

—¿Quieres que te dé de comer? —me pregunta, y mis ojos van de la mesa perfecta a su cara perfecta.

—Ya sabes la respuesta. —Veo fresas y chocolate negro derretido por todas partes.

—Sí —afirma—. Y no hace falta que te diga lo mucho que disfruto alimentándote.

Asiento en silencio, recordando la expresión de satisfacción de su rostro.

—Y venerándote.

Me revuelvo en la silla mientras lucho contra las palpitaciones que amenazan con atacarme entre los muslos. Da igual la personalidad que adopte: todas me enloquecen.

—Se supone que deberíamos estar hablando —señalo, ansiosa por quitarme de la cabeza la adoración de Miller, las fresas, el chocolate negro y el magnetismo general de este hombre.

—Eso hacemos.

—¿Por qué te dan tanto miedo los ascensores? —Voy directa a la yugular, pero me siento culpable en cuanto su expresión pierde la alegría. Menos mal que se recupera rápido.

—Me dan miedo los espacios cerrados. —Mueve pensativo el vino en la copa sin quitarme el ojo de encima—. Por eso nunca podrás convencerme de que me esconda en un armario.

Su confesión, añadida a lo que le pedí aquel día en mi dormitorio aumentan mi sentimiento de culpa.

—No lo sabía —susurro, y recuerdo su cara de terror cuando me negué a salir del ascensor.

Me lo imaginé en cuanto salí huyendo del hotel y lo utilicé en su contra.

—¿Cómo ibas a saberlo? No te lo había dicho.

—¿De dónde viene ese miedo?

Encoge los hombros ligeramente y mira hacia otra parte evitando mi mirada.

—No lo sé. Mucha gente tiene fobias para las que no hay explicación.

—Pero tú sí que la tienes, ¿no es así? —insisto.

No me mira.

—Es de buena educación mirarme cuando te hablo. Y es de buena educación contestar cuando alguien te hace una pregunta.

Unos ojos azules algo molestos se reúnen lentamente con los míos.

—Le estás dando demasiadas vueltas, Olivia. Me dan miedo los espacios cerrados, y con eso termina este tema de conversación.

—¿Qué me dices de tu manía con el orden y la limpieza?

—Aprecio y valoro mis pertenencias. Eso no me convierte en un maniático.

—No, es algo más —respondo—. Sufres un trastorno obsesivo-compulsivo.

La mandíbula le llega a la mesa.

—¿Porque me gusta tener las cosas de cierta manera, por eso sufro un trastorno?

Suspiro de agotamiento y consigo evitar poner los codos sobre la mesa justo en el último momento. No va a reconocer que es un maniático obsesivo, y está claro que tampoco voy a conseguir nada del frente de la claustrofobia. Pero eso son trivialidades. Tenemos asuntos más importantes que tratar.

—El periódico, ¿por qué cambiaron el titular?

—Sé lo que parece, pero fue por tu bien.

—¿Ah, sí?

Sus labios forman una línea recta.

—Para protegerte. Confía en mí.

—¡¿Que confíe en ti?! —Tengo que controlarme para no echarme a reír en su cara—. ¡Confié en ti por completo! ¿Cuánto hace que eres el chico de compañía más famoso de Londres?

Las palabras son como gotas de ácido que me queman la lengua al escupirlas.

—¿Seguro que no quieres probar el vino? —Levanta la botella de la mesa y me mira esperanzado. Es un intento patético para evitar la pregunta.

—No, gracias. Aunque apreciaría una respuesta.

—¿Y si pasamos a los aperitivos?

Se levanta y va al frigorífico sin esperar mi respuesta. No puedo comer, tengo veinte nudos en el estómago y la cabeza me da vueltas por tantas preguntas sin contestación. Dudo que mi apetito haga acto de presencia una vez le haya sonsacado respuestas.

Abre la gigantesca nevera con puertas de espejo y saca un plato. La cierra pero no vuelve a la mesa, sino que se pone a trastear con lo que sea que hay en la bandeja, toqueteando y cambiándolo de sitio. Intenta comprar tiempo y, cuando mira la nevera para ver mi reflejo, me sorprende observándolo. Sabe que lo he pillado.

—Dijiste que estabas listo para responder a mis preguntas —le recuerdo sin apartar mi decidida mirada del espejo.

Baja la suya hacia la bandeja, respira hondo y vuelve a la mesa. Se aparta el mechón rebelde de la frente por el camino. Casi me atraganto cuando coloca la bandeja con total precisión ante mí. Es una pila de ostras.

—Sírvete. —Hace un gesto en dirección a la bandeja de plata y se sienta.

Ignoro su oferta, molesta por lo que me ha servido de aperitivo, y le repito la pregunta:

—¿Cuánto hace?

Levanta su plato, coge tres ostras y se las sirve con esmero.

—Soy chico de compañía desde hace diez años —dice sin mirarme a la cara. A propósito.

Quiero gritar, pero me resisto. Cojo el agua y me enjuago la boca, que se me ha quedado seca de repente.

—¿Por qué eres famoso?

—Porque soy implacable.

Ahora sí que suelto una exclamación, y me odio por haberlo hecho. No debería sorprenderme. He sentido en mis carnes lo implacable que puede llegar a ser.

—Te pagan para que…

—Sea el mejor polvo de su vida. —Termina la frase por mí—. Y pagan cantidades obscenas por ese privilegio.

—No lo entiendo. —Niego con la cabeza, mi mirada salta de un elemento a otro en su mesa impecable—. No les dejas ni tocarte ni besarte.

—Cuando estoy desnudo, no. Cuando estamos en la intimidad, no. Durante las citas soy un perfecto caballero, Olivia. Pueden tocarme por encima de la ropa, excitarse y disfrutar de mis atenciones, pero hasta ahí llega su control. Para ellas soy la perfecta combinación de hombre.

Arrogante…, atento…, con talento.

Hago una mueca para mis adentros.

—Y ¿tú sacas algo?

—Sí —admite—. En el dormitorio yo tengo el control absoluto y me corro siempre.

Parpadeo al oírlo y luego miro hacia otra parte. Me siento herida y asqueada.

—Ya.

—Enséñame esa cara —me exige con brusquedad. Levanto la cabeza automáticamente y encuentro una cálida mirada que ha reemplazado el duro hielo—. Pero nada se aproximará jamás al placer que obtengo de adorarte a ti.

—Me cuesta verlo —digo. Su expresión de dulzura se torna en miseria—. No sabes cuánto desearía que no me hubieras convertido en una de ellas.

—No tanto como yo —susurra recostándose en el respaldo de su silla—. Dime que hay esperanza.

Lo único que veo es a Miller en aquella habitación de hotel. Sigo deseándolo y necesitándolo, pero nuestra breve conversación ha sacado a relucir la cruda realidad de su vida, que es como un jarro de agua fría. Si lo dejo entrar de nuevo me enfrento a una vida de tortura y, posiblemente, de arrepentimiento. Nada me hará olvidar al amante implacable. Lo único que veo cuando me hace suya es una neblina roja de miseria. Mi vida ya ha sido bastante difícil. No necesito complicármela más.

—Te he hecho una pregunta —dice en voz baja. Su tono vuelve a ser cortante, arrogante, imagino que porque ha visto mi repentino abatimiento.

Lo miro un instante y en sus ojos también encuentro esa arrogancia. No va a rendirse con facilidad.

—¿Y la mujer de Madrid?

—No me acosté con ella.

—Entonces ¿por qué fuiste?

—Era un compromiso previo.

Lo dice tajante e impasible, y no sé por qué, pero por raro que parezca lo creo. Aunque no me está poniendo fácil lidiar con todo esto.

—He de ir al baño.

Me levanto de la mesa y su mirada se levanta conmigo.

—No has respondido a mi pregunta: ¿hay esperanza?

—Todavía no sé la respuesta —miento dejando la servilleta en la silla.

—¿La tendrás después de haber ido al baño?

—No lo sé.

—No le des demasiadas vueltas, Olivia.

—Diría que eso es imposible después de lo que acabas de soltarme, ¿no te parece?

Es como si tirasen de mí en dos direcciones. Quiero hacerle caso a William porque sé que definitivamente está en lo cierto, y quiero confiar en mi corazón porque tal vez, tal vez, pueda ayudar a Miller. Pero definitivamente siempre tendría que imponerse a tal vez. Es un conflicto demasiado grande. Me está partiendo por la mitad.

Me observa con atención. Nervioso.

—Vas a marcharte, ¿no es así?

—He hecho mis preguntas. Nunca dije que me quedaría una vez las hubieras respondido, como tampoco dije que fueran a gustarme las respuestas.

El definitivamente ha triunfado. William gana. Salgo de la cocina a toda velocidad para escapar de la intensidad que exuda.

—¡Olivia!

Abro la puerta principal y salgo corriendo de su apartamento. Sé que nunca me dejará marchar sin pelear. Mi cabeza, llena de preocupaciones, no me deja registrar hasta ahora que el ascensor es la ruta de escape más segura. Voy directa a él. El corazón se me va a salir del pecho y mi respiración frenética refleja mi estado de pánico. Aprieto el botón del ascensor.

—¡Olivia, no subas al ascensor, por favor!

Me meto dentro, pulso el botón de la planta baja y me pego a la pared. Sé que estoy siendo cruel, pero la desesperación es mayor que la culpa que siento por estar utilizando su punto débil contra él.

Sabía que llegaría a tiempo, pero aun así me sobresalto cuando su brazo choca contra las puertas y las abre a la fuerza. Tiene la frente brillante por el sudor y los ojos muy abiertos por el miedo.

—¡Sal! —me grita con los hombros temblorosos.

—¡No! —Niego con la cabeza.

Se le va a romper la mandíbula en mil pedazos de tanto apretarla.

—¡Sal del puto ascensor!

Permanezco en silencio pegada a la pared. Está que echa humo y da miedo.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —jadea abriendo las puertas de nuevo cuando éstas intentan cerrarse otra vez—. ¿Cómo?

—No puedo estar contigo, Miller.

Mi voz apenas se oye por encima de su agitada respiración y los latidos de mi corazón.

—Livy, te lo suplico, no me hagas esto otra vez.

Está empezando a temblar y sus ojos van continuamente del interior del ascensor a mí.

—No puedo olvidar a ese hombre —digo. Estiro la mano y pulso otra vez el botón.

—¡Mierda!

Miller suelta las puertas, que empiezan a cerrarse.

—Me niego a rendirme, Olivia. —Sus ojos azules se clavan en mí, su expresión está volviendo a ser la de siempre—. No voy a perder.

—Ya has perdido —murmuro mientras su cara desaparece.