LOS ÁNGELES
Sábado 11 de julio de 1987
La cena
—¿Puedo verla? —preguntó el gobernador Highland en voz baja.
—Me está viendo —respondió Cybil, abriendo sus grandes ojos azules.
—Sabes lo que quiero decir —murmuró él, acercándose.
Ella recordó lo que Hawkins le había dicho acerca de la posibilidad de que este hombre llegara a la Casa Blanca. Era una perspectiva interesante. Entonces pensó en Kris. Él había estado todo el tiempo engañándola con esa danesa de Londres.
—¿Quieres decir que nos encontremos para almorzar? —preguntó.
—Para cenar —corrigió él.
—Está bien —dijo ella, entusiasmada—. ¿Cuándo y dónde?
El gobernador Highland sonrió. Tenía dientes puntiagudos, dientes de perro de presa, pensó ella, conteniendo la risa.
—Soy un hombre casado, ya sabes. —Él era agradablemente sincero—. Por lo tanto, debo ser muy discreto.
—Está bien —dijo ella—. Yo también vivo con alguien. Debo ser tan cuidadosa como tú.
—Anota aquí tu número de teléfono —dijo, alcanzándole subrepticiamente una caja de cerillas y un bolígrafo—. Mi ayudante se pondrá en contacto contigo.
Fue una desafortunada elección de palabras. Cybil reaccionó dándose cuenta. Posiblemente el gobernador Highland lo ida a difundir por todas partes. Los políticos solían ser muy desbocados. Era demasiado arriesgado.
Rápidamente, ella escribió un número equivocado.
De nuevo aparecieron los dientes de perro de presa, mientras el gobernador se guardaba la información en el bolsillo con una verdadera sonrisa política.
Varios maîtres anunciaron que la mesa estaba servida. Los elegantes invitados fueron desfilando entonces hacia el área donde se desarrollaría la cena. Una mullida alfombra roja cubría el camino.
Maxwell Sicily sacó un palillo de madera del bolsillo y comenzó a escarbarse los dientes mientras observaba. ¿Cómo era que su padre no estaba entre ellos? El gran Carmino Sicily, ese cerdo. Carmino había intentado de todas las maneras posibles ingresar en la alta sociedad. Había comprado acciones importantes de compañías en ascenso. Incluso había llegado a tener el control de un banco. Sin embargo, Maxwell sabía cómo eran las cosas. Era mucho más listo que su padre. Esos grandes señores podían llamar a Carmino cuando le necesitaban para un favor, pero jamás se mezclarían con él socialmente. Para ellos no era más que un gánster rico.
Maxwell debía asegurarse de que su vida sería diferente. En América del Sur lo aguardaba una nueva identidad. Allí tendría a la vez dinero y respeto.
A diferencia de su padre, él lo tendría todo.
Nova Citroen, muy controlada y segura, circulaba entre los invitados. Sabía que Marcus la observaba. ¡Maldito! Que hiciera lo que quisiese. Ya no le podía causar más daño. La había arrastrado hasta lo más bajo para luego volver a encumbrarla.
Lo mismo había hecho con Bobby Mondella.
Ah… Bobby… por un instante pensó con nostalgia en su pasado amor. Por lo menos estaba vivo. En rigor, a estas alturas debería haber estado muerto.
Dio vueltas con el dedo al enorme solitario: un pacto de sangre con su querido marido. Ella lo había aceptado todo y había permanecido en silencio. Después de todo, en el fondo, una puta era siempre una puta.
Acudieron a su mente los recuerdos de Río. Había sido una pesadilla.
Tocó su gargantilla de diamantes y se volvió para hablar con el gobernador Highland, que estaba sentado a su derecha.
—Espero que estés disfrutando —dijo Nova, amable.
—Nova, querida, cuando un hombre está a tu lado, todo es maravilloso. Tú eres sin duda la mejor de todas las anfitrionas. No sé cómo decirte lo mucho que Mary y yo apreciamos esta velada.
—No es nada —dijo Nova modestamente—. Sabes que adoro la diversión. Además, hacer algo por ti siempre es un placer.
Mirándola a los ojos, él dijo sinceramente:
—Muchas gracias, Nova. Nunca te arrepentirás de habernos apoyado.
Paseándose ansiosamente por la suite, preocupada por la inevitable confrontación con Marcus Citroen que se avecinaba, Rafaella decidió hablar con Bobby. Esa noche sería la oportunidad perfecta; ¿por qué iba a permitir ella que la sacase de su vida, si habían sido tan buenos amigos? ¿Sólo debido a un terrible accidente?
—Trudie —dijo—. Voy a ver a Bobby Mondella.
—¿Ahora? —preguntó Trudie, insegura—. Bueno, creo que si estás vestida y lista, podremos verle actuar desde el costado del escenario.
—No quiero verle actuar. Quiero ir a visitarle ahora.
—Ésa no es en absoluto una buena idea —dijo Trudie, preguntándose de qué iba toda esta historia—. Bobby es el primero en actuar, y estoy segura de que se está preparando.
—¿En qué habitación está?
—Hablo en serio, Rafaella. Los invitados estarán cenando. Deberías estar preparándote. Él ya debe de estar listo.
—¿En qué habitación está? —repitió Rafaella.
—No lo sé —contestó la muchacha, meneando la cabeza—. Esto no es un hotel. Las puertas de las habitaciones no tienen número, y hay suficientes puertas como para albergar a tres familias.
—No te preocupes. Enseguida vuelvo.
—Rafaella…
—Cinco minutos. Lo prometo.
Llegó al vestíbulo y miró a su alrededor. Era evidente que varias puertas conducían a suites para huéspedes como la de ella. Llamó a la primera y una voz masculina respondió:
—Adelante.
Abrió la puerta y, recostado en un diván, cambiando los canales de un gran aparato de televisión, estaba Kris Phoenix.
Hubo un instante de silencio, en el que los ojos de ambos se encontraron. ¡Oh, no! ella no le veía desde aquella memorable noche en la limusina, hacía ya diez años. ¡Oh, no! por un momento, sintió pánico.
—Hola —dijo, sintiéndose como una estúpida admiradora.
—Hola, querida —dijo él, sin atisbo de haberla reconocido—, qué amable por tu parte venir a saludar. Me gusta tu música. Lo estás haciendo bien. Continúa así.
—¡Oh, Tom! , pensé que nunca te encontraría —dijo Vicky suavemente, mientras se acercaba a él en la sala de control de seguridad—. Debería haber supuesto que estarías aquí.
—¿Dónde más podía estar? —preguntó, señalando pomposamente los monitores que tenía frente a él—. Desde esta silla puedo verlo todo.
—¡Ah, qué sistema tan bien pensado! —dijo ella con tono admirativo—, ¿lo instalaste tú?
—Está totalmente basado en mis sugerencias —alardeó él, mirando lo que dejaba entrever el uniforme semidesabrochado de Vicky. Hacía rato que coqueteaba con él. Se notaba que le encontraba irresistible.
Sintió que el señor Tieso hacía presión en sus pantalones. Mavis, que había sido su esposa durante veinticinco años, lo había bautizado señor Tieso durante la luna de miel. Desdichadamente, no siempre había hecho honor a ese nombre, pero esta pelirroja obviamente le llamaba mucho la atención.
—Creo que eres brillante —suspiró ella, preguntándose si no estaba yendo demasiado lejos.
—¿De veras?
—Claro que sí, cielo.
Él se disponía a meterle mano, cuando la puerta se abrió y uno de los guardias entró en la sala.
—¿Qué sucede, Sturgon? —preguntó Tom, cogido por sorpresa.
El guardia no era idiota. Echó un vistazo a Vicky, revoloteando por la habitación, y luego a Tom, con el rostro enrojecido y listo para la acción, y dijo rápidamente:
—Sólo vengo a dar el parte. Sin novedad, jefe. Todos están en sus puestos.
—Bien, bien —dijo Tom—. Vuelva al puesto de control y quédese allí.
—¿No me necesita para controlar las pantallas con usted?
—No es necesario. Le llamaré más tarde.
Sturgon lanzó a Vicky una mirada libidinosa. Le hubiera gustado acostarse con ella. Algunos tipos tenían suerte.
—Está bien, jefe. Le veré más tarde.
Tom gruñó un saludo. No le gustaba el hecho de que Sturgon mirara a Vicky. Ella merecía más respeto.
De pie a un lado del escenario, Bobby podía oler el dinero a su alrededor. Junto con la suave brisa, le llegaba el penetrante aroma de costosas perfumes y lociones para después del afeitado. Por encima de todos, destacaba el olor de los cigarros de doscientos dólares.
Sara apoyaba su mano firmemente en el brazo de Bobby.
—¿Cómo te sientes? —susurraba ansiosamente.
—¡Vete, por favor! —Era la cuarta vez que le preguntaba eso y él ya había comenzado a hartarse—. Mira el espectáculo desde alguna otra parte.
—Bobby…
Él podía percibir en su voz que la había lastimado, pero no le importaba. Lo más importante era su show. Sara sólo le molestaría.
—He dicho que te vayas. Ahora necesito que me dejes solo.
—Está bien —dijo ella, herida y enojada al mismo tiempo—. Iré a disfrutar de la fiesta.
—Hazlo.
—Lo haré —dijo ella desafiante. Sabía que a él no le importaba. Desde esa mañana estaba de muy mal humor. Estar con Bobby era muy confuso. Tan pronto era su amante como una mera empleada. ¿Qué era lo que realmente sentía por ella? ¿Le importaba? A veces ella dudaba.
Habían elegido a uno de los músicos para que le acompañara hasta arriba del escenario, de modo que no había razones para que ella anduviese por allí. Norton St. John la había invitado a sentarse en la mesa de los periodistas, y así lo haría. Con paso firme se alejó de Bobby.
Rafaella reía para sí. Kris Phoenix se había dado cuenta de que ella era la nueva estrella de la canción: Rafaella. Eso era todo lo que sabía de ella.
Era evidente que aquella noche en Londres no había dejado mella en él. No tenía la menor idea de que la conocía, y no digamos de haber hecho el amor con ella, si es que así podía llamarse a lo que había sucedido entre ellos.
Era realmente gracioso. Desde que había adquirido notoriedad, le había preocupado la idea de encontrarse con él, ya que estaba segura de que él recordaría a aquella chiquilla tonta de la que se había aprovechado, y pensaba que se reiría de ella.
Nada de eso había ocurrido: sólo una sonrisa amistosa y palabras de aliento.
Regresó a su habitación y dejó de lado la idea de visitar a Bobby. Trudie la instó a que se vistiera y bajara al área de actuación. Lentamente se puso el sencillo vestido negro que había escogido para la ocasión. No podía soportar la idea de que Marcus se lo quitara más tarde. ¿Por qué había acordado alguna vez acostarse con ese depravado?
Habían hecho un trato. Él había cumplido su parte del compromiso. La había hecho famosa, que era lo único que deseaba después de la traición de Luiz. La fama. En realidad lo que quería era vengarse de Luiz, y la fama era la única manera de hacerlo. Luiz siempre había sido muy ambicioso. Estados Unidos constituía su sueño. Muchas veces habían hablado de eso.
Ahora ella tenía la fama, y él no. Ella sabía que ya debía de estar arrepentido de haberse ido con otra.
Alisándose el vestido sobre su cuerpo delgado, pensó que esa ropa era perfecta para la ocasión. Pensar en Luiz todavía la perturbaba. Le había hecho mucho daño. Se había quedado destrozada. Pero ahora estaba segura de una cosa: ya no tendría más ataduras amorosas. Acostarse con Marcus era mejor que enamorarse.
Maxwell Sicily salió de la cocina con autoridad, llevando una bandeja repleta.
—¿Dónde cree que va usted? —lo detuvo un guardia.
Maxwell señaló la bandeja y dijo:
—Es un refrigerio para Kris Phoenix. Lo llevo a la casa de huéspedes.
—¿Tiene autorización?
—Sí —respondió irónicamente—. El chef dejó de trabajar para escribirme una nota. Se están tomando esto muy en serio, ¿verdad, muchachos?
El guardia hizo un gesto y le dejó pasar. Seguridad. ¡Al diablo! Estos tipos no sabían nada. Mejor para él.
Kris se vistió para su actuación con unos pantalones blancos, zapatillas de deporte, una camiseta blanca y chaqueta rosada de Armani. Con sus largos cabellos rubios y revueltos, sus intensos ojos azules, su cuerpo atlético y su bronceado, era el sueño de la estrella del rock.
Tenía treinta y ocho años, lo que era bastante, pero su cuerpo aún estaba en forma. Todavía era el más atractivo.
Norton St. John le acompañó hasta arriba del escenario. Kris había enviado a Cybil con Hawkins. Era mejor que se dedicase a disfrutar de la fiesta que no tenerla a su lado molestándole.
—¿Ha visto por alguna parte a George Smith? —preguntó la gordita Chloe, deteniendo a un camarero que pasaba.
—¿A quién? —preguntó el hombre, balanceando una bandeja con tazas de café.
—A George Smith. Es un camarero más o menos de su edad, con el cabello oscuro y bien parecido.
—Todos somos bien parecidos.
—Sí, bueno, él es realmente apuesto. Si lo ve dígale que le estoy buscando.
El camarero echó un vistazo a la chapa de identificación de Chloe: Chloe Bragg —supervisora— Lillianne.
—Escúcheme —dijo—, yo soy sólo temporal. ¿Podría usted usar sus influencias para que me quedase de forma permanente?
—Encuentre a George y ya veremos.
—Mantendré los ojos bien abiertos.
—Gracias —respondió ella y se quedó en el área más transitada, entre la cocina y el área de la cena.
Los camareros y ayudantes iban y venían, pero ni rastro de George Smith. Chloe se sentía muy decepcionada.
Speed estaba muy disgustado. Le habían puesto una multa por exceso de velocidad. Gruñó para sí. Llegaría con retraso, pero de todos modos lo lograría. Siempre lo hacía.