RAFAELLA
1983
Cuando finalizó su divorcio de Eddie Mafair, Rafaella siguió sin aceptar casarse con Jorge, pero se fue a vivir con él. La presión que significaba ser una mujer joven y hermosa que estaba sola en una gran ciudad con un hijo a quien cuidar finalmente la agotó. Ella no necesitaba su dinero, pero requería su protección. Además, después de lo ocurrido con Luiz, había decidido que no tendría un futuro mejor. Lo peor de todo es que no había vuelto a saber nada de él. Dos años de silencio. ¿Qué sucedía con ella y los hombres? Parecía que, después de acostarse una vez con ella, no querían más vinculación.
Jorge no era así. Él nunca tenía bastante.
Odile desaprobaba la actitud de Rafaella y le decía:
—Si de todos modos te acuestas con él, ¿Por qué no te casas?
—Porque no quiero volverme a atar nunca a un hombre. Necesito ser libre.
—¿Para qué?
—¿Quién sabe? Sólo para hacer lo que quiera sin que nadie me detenga.
—Estás loca —decía Odile, meneando la cabeza.
—Lo sé —respondía Rafaella muy contenta.
Había vuelto a cantar y eso le gustaba. Dos veces por semana su profesora de canto, una mujer vienesa, iba a la mansión de Jorge y le hacía practicar una severa rutina. Ella amaba la disciplina. Cantar era su alegría. Había dejado su empleo en la galería de arte y pasaba el resto de los días haciendo compras, yendo a la playa, comiendo con Odile y jugando con Jon Jon, que ya tenía seis años. Por la noche asistía con Jorge a muchas fiestas y acontecimientos sociales. A él le gustaba la diversión y era un buen anfitrión.
—Sólo tienes veintitrés años —le dijo un día Odile, tras una recepción—. ¿Por qué has de estar siempre entre esos viejos? Será mejor que te alejes o terminarás siendo como ellos.
—Me gusta su compañía. No hay nada malo en ser mayor. Yo aprendo muchas cosas.
—¿Cómo qué?
—Odile —dijo ella con un suspiro—, métete en tu vida y déjame en paz.
—Mi vida pronto volverá a desarrollarse en Londres. Tú y Jon Jon deberíais veniros con nosotros. Este lugar es fabuloso para pasar algunos años, pero no me dirás que no echas de menos Europa.
Sí, añoraba Londres, y París, y el sur de Francia, y a su madre y a su padrastro, y a la gran casa de campo, y a los caballos que le entusiasmaba montar. Pero ¿cómo dejar Río? Si lo hacía no había ninguna posibilidad de volver a ver a Luiz. Mientras se quedara allí, siempre habría alguna posibilidad…
El carnaval era en febrero y toda la ciudad enloquecía, dedicándose por entero durante algunos días al frenético placer. El carnaval de Río era la culminación de meses de preparativos. Había asombrosos carruajes adornados con flores, vestidos fabulosos y fiestas increíbles. Por una vez, los pobres se sentían ricos y los ricos más ricos aún. Por las calles desfilaban cariocas semidesnudos, hombres apuestos, señoras gordísimas, increíbles travestís, prostitutas, turistas y toda clase de personajes insólitos. Las calles cobraban vida al compás de la samba, inundadas por el perfume de las flores y las masas de gente que cantaba y festejaba.
Todos los días había fiestas, comenzaban temprano y duraban día y noche. Odile y Rupert dieron una gran fiesta de disfraces como despedida el día anterior al gran desfile. Dos semanas después partirían rumbo a Londres. La idea entristecía mucho a Rafaella, ya que para ella eran toda su familia, y suponía que los iba a añorar terriblemente. Pero no había nada que hacer. Tendría que aprender a vivir sin ellos.
Durante la fiesta, lució un traje de Nefertiti, la reina egipcia, y Jorge, tras muchos esfuerzos por convencerle, se disfrazó de general romano. Llevaron al pequeño Jon Jon vestido de estrella de béisbol norteamericana. El chiquillo se divirtió muchísimo y no quería regresar a casa. Finalmente lo persuadieron de que se subiera al Mercedes y se quedó dormido sobre sus rodillas.
De pronto Rafaella comprendió que ésa era su familia. ¿Por qué esperar más? Se casaría con Jorge, y finalmente Jon Jon tendría un verdadero padre.
—Enhorabuena, querida.
—¡Una gran noticia!
—¡Qué inteligente por tu parte fue esperar! Ahora estás verdaderamente segura.
Jorge le regaló inmediatamente el más fabuloso solitario de diamante. En el momento en que ella le dio el sí, él lo sacó de su caja fuerte, diciéndole con orgullo que lo había comprado el día en que ella se había ido a vivir allí. Ahora ella se lo pondría el día del gran desfile, al que asistiría muy bien custodiada para presenciar el espectáculo desde un palco, junto con una docena de amigos y conocidos de Jorge, que habían viajado especialmente para el acontecimiento. Habían construido una cantidad de palcos para que los ricos pudieran contemplar el espectáculo sin mezclarse con la gente.
Cuando Rafaella miró a su alrededor, se sorprendió al ver allí a Marcus Citroen, el magnate de la discografía, con su esposa Nova, una mujer elegante y fría. No lo había vuelto a ver desde aquella noche fatídica en Annabel, que él obviamente no recordaba, de modo que cuando un amigo de Jorge los presentó, no mostró el más leve signo de haberla reconocido.
Era la segunda vez que no la recordaba, pensó ella, sin olvidar el primer encuentro en casa del padrastro de Odile, cuando él la había sorprendido en la piscina. Era un viejo verde.
Mientras los presentaban la mirada de Marcus se posó lascivamente en el traje de gitana que ella llevaba, escrutando cada centímetro de su cuerpo.
Cuando Odile llegó, no esperó una presentación.
—Señor Citroen —exclamó—. Apuesto a que usted no me recuerda.
Constatando la suave belleza de Odile, marcus respondió:
—Tendrás que ayudar a mi memoria.
—Soy Odile, hija de Isabella y Claudio Franconini. Usted vino una vez a pasar el verano a nuestro cháteau de Francia. No se preocupe por no recordar. Fue hace ya mucho tiempo.
—Por supuesto que me acuerdo. Es un placer verte de nuevo. ¿Están bien tus padres?
—Muy bien, gracias. —Sin poder resistir la tentación, con una risita añadió—: Y seguramente recordará también a Rafaella, mi mejor amiga. Ella también estaba con nosotros ese verano.
Rafaella hubiese pegado a su cuñada. Por fortuna en ese momento apareció Jorge, que pasó posesivamente un brazo sobre los hombros de Rafaella, y dijo:
—Marcus, ya te habrán presentado a mi futura esposa, la mujer más bella de Río.
—Una niña novia —murmuró Marcus, con una mirada que parecía decir: «Ya te he visto antes».
Rafaella se sintió incómoda. Había algo en Marcus que la atemorizaba.
La alegría de la noche llenaba a todos de entusiasmo. Era imposible no contagiarse del delirio de la fiesta. El carnaval era embriagador, con su música, sus colores y sus olores.
Cuerpos vibrantes y rostros decadentes por todas partes. Una fuerte sensualidad atravesaba el aire, mientras Río se olvidaba del resto del mundo y se sumergía en su carnaval.
Odile estaba exaltada. Después de varias copas de champaña ella siempre se desmadraba un poco, y esta vez, la combinación con la atmósfera de la noche, la discusión que había tenido con Rupert y su pronta partida de Brasil, la habían puesto en ánimo de hacer cualquier cosa prohibida.
Lo que estaba prohibido era abandonar el palco, lugar desde donde los ricos veían el carnaval.
—¿Por qué no nos vamos de aquí? —susurró—. No puedo soportar estar confinada en este lugar.
—No —dijo Rafaella—. Jorge ha dicho que era peligroso.
—¡Por favor! —suplicó Odile—. Comienzas a hablar igual que él. ¿Qué ha sucedido con aquella muchacha que quería ser libre? Es una fiesta. Vamos a divertirnos, aunque sea unos minutos. Nadie se dará cuenta.
Ir a bailar por las calles era una idea tentadora. No era lo mismo ser un espectador que participar. ¿Por qué diablos no hacerlo?
Escabulléndose del palco, bajaron a la calle como dos colegialas traviesas, y se mezclaron con un grupo de cuerpos semidesnudos que seguían al desfile.
—Vamos sólo un par de manzanas y luego regresamos —prometió Odile.
—Está bien —rió Rafaella, mientras un extraño enmascarado la cogía del brazo y la conducía hacia delante.
La multitud era muy espesa y desordenada. En pocos minutos las amigas se habían separado y perdido de vista, pero ninguna se preocupó por eso. Se estaban divirtiendo tanto… La música sonaba fuerte y sensual. Mientras seguían a la masa que bailaba, fueron dejando de lado sus inhibiciones.
Cuando Rafaella comenzó a perder el aliento, se dio cuenta de que debía regresar. Intentó buscar a Odile pero no logró encontrarla.
—¡Maldición! —dijo, sabiendo que regresar sin ella haría que Rupert se pusiera furioso.
Ahora trataba de ignorar el ritmo, mientras daba vueltas buscando a su amiga. Era una tarea imposible. ¿Qué podía hacer? ¿Volver atrás? ¿Seguir adelante?
Una criatura en bikini de satén color anaranjado, exageradamente maquillada, se le acercó.
—¡Querida! —La voz era claramente masculina, pese a los grandes pechos.
—¡Querida! ¡Querida! ¡Querida!
Rafaella trató de escapar, pero tropezó y casi se cayó. La criatura la perseguía.
—¡Eres bella! ¡Tan bella!
Ella no se sentía bella, sino nerviosa. De pronto recordó todas las advertencias de Jorge:
¡El carnaval es peligroso!
¡Hay asaltos y asesinatos!
¡Hay carteristas por todas partes!
¡Los ladrones esperan esos días durante todo el año!
Y lo peor de todo:
¡Los leprosos recorren las calles durante el carnaval!
Con un súbito temblor, dio la vuelta al diamante de su dedo, de modo que no fuese visible, y mantuvo la mano cerrada.
La criatura danzaba alegremente. ¿Acaso ella había caído en una paranoia? ¿Cómo podía sucederle algo con toda esa gente a su alrededor? Resueltamente, apretó el paso, furiosa con Odile, por haberse perdido y con ella misma por haberlo permitido.
Una hora más tarde, ya no tenía ni idea de dónde estaba. Todo lo que podía hacer era vagar por las calles como un zombie. Acalorada, cansada, desesperada, sólo deseaba encontrar un taxi y volver a casa. Odile probablemente había encontrado el camino hacia el palco hacía ya mucho tiempo, y Jorge, sin duda alguna, estaba haciendo que sus guardaespaldas la buscasen por todas partes. Se sintió como una tonta, ya que a su alrededor la fiesta continuaba y se hacía cada vez más salvaje y descontrolada.
Los hombres se le abalanzaban de todas partes, y escuchaba continuamente desde susurros obscenos hasta llamadas directas.
Había manos que la tocaban, mientras ella intentaba escapar.
—Dejadme tranquila —gritaba, dando patadas lo más fuerte que podía a quienes se le acercaban.
Dio en el blanco y uno de los hombres se retorció de dolor, mientras otro le arrancaba las cadenas que colgaban de su cuello y los pendientes. El hombre a quien le había dado la patada se puso furioso.
—¡Puta norteamericana! —rugió, mientras la golpeaba en el rostro con el puño cerrado.
Ella cayó al suelo, inconsciente.