CAPÍTULO 8
LA PIRÁMIDE DE LA BELLEZA

Cuando casi había perdido las esperanzas de obtener del Amo alguna información útil, él mismo me solucionó el problema. Su trabajo, fuera el que fuera, lo realizaba en una pirámide baja que distaba una media milla del lugar donde vivía. Yo tenía que llevarle allí en el vehículo y quedarme en la zona comunal con los demás esclavos hasta que estuviera listo para volver. Esto sucedía una vez transcurridos dos períodos (un poco más de cinco horas humanas), y yo empleaba el tiempo, al igual que los demás esclavos, en descansar, y si era posible, dormir. Cuando se vivía en la Ciudad uno se hacía cargo muy pronto de la importancia abrumadora que tenía ahorrar el máximo posible de energía. En esta zona comunal había camas. Eran pocas y no había suficientes para todos, pero era un lujo que distaba mucho de ser universal, y yo lo agradecía.

En esta ocasión yo había tenido la suerte de conseguir una cama y cuando me estaba quedando dormido me tiraron del brazo. Pregunté soñolientamente qué pasaba y me dijeron que se había encendido mi número en el recuadro de llamada, lo que significaba que me necesitaban. Lo primero que pensé fue que se trataba de una treta para quitarme la cama, que el otro esclavo seguramente querría para él, y así se lo dije. Pero él insistió en que era verdad, y por fin me incorporé para mirar y vi que tenía razón.

Cuando cogí la mascarilla y me disponía a ponérmela, dije:

—No sé qué puede querer de mí el Amo. Sólo han pasado tres novenos. Debe de ser un error.

El otro había ocupado mi cama y estaba echado boca abajo. Dijo:

—Puede que sea la Enfermedad.

—¿Qué enfermedad?

—Es algo que a los Amos les ocurre de vez en cuando. Se quedan dos o tres días en casa, o incluso más. Les pasa con más frecuencia a los que como tu Amo tienen un tono marrón en la piel.

Recordé haber pensado aquella mañana que su piel estaba más oscura de lo normal. Cuando me presenté ante él en la habitación exterior e hice la profunda reverencia de respeto acostumbrada, me fijé en que estaba mucho más oscura, que el marrón se notaba más y que los tentáculos, incluso cuando los tenía en reposo, le temblaban un poco. Me dijo que le llevara a casa y obedecí.

Pensé, acordándome de las enfermedades humanas, que tal vez quisiera meterse en cama y caí en la cuenta de que todavía no había cambiado el musgo. Pero no fue eso lo que hizo, sino que se fue al estanque de la habitación-mirador y se sentó dentro, inmóvil y en silencio. Le pregunté si necesitaba algo y no me contestó. De modo que fui al dormitorio y continué con mi trabajo. Nada más terminar, cuando estaba metiendo el musgo usado en una alacena donde se podía destruir, sonó el timbre, llamándome.

Seguía en el estanque. Me dijo:

—Chico, tráeme una burbuja de gas.

Lo hice y me quedé observando cómo se la colocaba entre la boca y la nariz, haciendo presión con un tentáculo. Rezumó el vaho marrón rojizo, casi como si fuera un líquido, y después se elevó. El Amo inhaló profundamente. Luego prosiguió, aspirando de vez en cuando, hasta que la burbuja quedó vacía. La arrojó para que yo la cogiera y pidió otra. Esto no era normal. La utilizó y me envió a por una tercera. No tardó mucho en ponerse a hablar.

Al principio no parecía tener demasiado sentido. Me di cuenta de que estaba hablando de la Enfermedad. Habló de la Maldición de Skloodzi, que al parecer era el nombre de su familia o de su raza, o tal vez fuera el nombre que se daban los Amos a sí mismos. Había mucha perversidad (no sé si se refería a la suya o a la de los Amos en general) pero, aunque él se quejaba, no puede evitar la sensación de que lo hacía con una cierta dosis de satisfacción. La Enfermedad era un castigo a su perversidad y debía, por tanto, soportarla con estoicismo. Tiró la tercera burbuja de gas vacía con el tentáculo central y me mandó a por la cuarta, diciéndome que esta vez me diera más prisa.

Las burbujas de gas estaban en la habitación donde se guardaba la comida. Fui por una, pero cuando volví a la habitación-mirador él estaba fuera del estanque. Dijo, con la voz más distorsionada que de costumbre:

—Te ordené que te dieras más prisa, chico.

Me cogió con dos tentáculos y me levantó en vilo con la misma facilidad con que yo hubiera podido coger a un gatito. No me había vuelto a tocar desde que me vio por primera vez en el Centro de Elección y yo me sentí, más que nada, sorprendido. Pero la sorpresa fue prontamente sustituida por el dolor. El tercer tentáculo surcó el aire y me golpeó en la espalda. Era como si me pegaran con una cuerda fuerte. Intenté librarme de los tentáculos que me atrapaban pero de nada sirvió. Los golpes caían uno tras otro. Ahora parecían dados con una vara flexible más que con una cuerda. Creí que me iba a romper las costillas, quizá hasta la espina dorsal. Fritz me había dicho que gritaba porque se había dado cuenta de que su Amo quería que gritara. Pensé que tal vez yo debiera hacer lo mismo, pero no quise. Apreté los dientes, mordiéndome un pliegue de piel que me llenó la boca de sangre caliente y salada. La paliza continuó. Yo había dejado de contar los golpes; eran demasiados. Hubo un estruendo en mis oídos y perdí la conciencia.

Cuando me recuperé estaba tendido en el suelo. Me moví un poco y volví a sentir dolor: mi cuerpo era una larga magulladura. Intenté levantarme. Me pareció que no tenía ningún hueso roto. Busqué al Amo y lo vi sentado en el estanque, callado e inmóvil.

Me sentía humillado e irritado y me dolía por todas partes. Salí de la habitación cojeando y me alejé hacia mi refugio por el pasillo. Ya dentro, me quité la mascarilla, me sequé el sudor del cuello y de los hombros y me arrastré por la escalerilla hasta mi cama. Al hacerlo, caí en la cuenta de que se me había olvidado hacerle al Amo la reverencia de costumbre cuando salí de la habitación-mirador. Desde luego mis sentimientos no eran reverentes, pero ésa no era la cuestión. Lo esencial era imitar en todo el comportamiento de los que tenían una Placa de verdad. Había sido un desliz y podía resultar peligroso. Mientras así pensaba, sonó el timbre, martilleándome los nervios. Mi Amo me requería de nuevo.

Descendí cansinamente, me puse la mascarilla y salí del refugio. Tenía la cabeza confusa y no sabía qué podía esperarme. La idea predominante era otra paliza y no sabía cómo iba a soportarla: tan sólo andar me dolía. Estaba totalmente desprevenido para lo que sucedió cuando regresé a la habitación-mirador. El Amo ya no estaba en el estanque sino de pie, cerca de la entrada. Un tentáculo se apoderó de mí y me levantó. Pero en lugar del golpe para el que en vano había intentado prepararme, el segundo tentáculo me acarició delicadamente. Parecía una serpiente suave que se retorcía sobre mis costillas magulladas. Ahora yo era un gatito al que se acaricia después del castigo.

El Amo dijo:

—Eres muy raro, chico.

No dije nada. Me tenía torpemente cogido, con la cabeza ligeramente más baja que el cuerpo. El Amo prosiguió:

—No has dado grandes gritos, como hacían los otros. Tú tienes algo distinto. Me di cuenta el primer día, en la Sala de Elección.

Lo que dijo me dejó petrificado. No me había dado cuenta, aunque supongo que debería haberlo hecho, de que la reacción natural de los que tienen Placa cuando les pegan es chillar como niños. Fritz lo había entendido y se comportaba en consecuencia, pero yo me había resistido estúpidamente, por orgullo. Y después no había hecho la inclinación reverencial. Me aterraba la posibilidad de que a continuación el Amo palpara la Placa con la punta del tentáculo, presionando la parte blanda de la mascarilla. Si lo hacía, notaría enseguida la diferencia entre la mía y las Placas auténticas, injertadas en la carne viva. Y entonces…

Pero en lugar de eso me bajó. Con retraso, efectué la inclinación reverencial y, debido al dolor y la rigidez, casi pierdo el equilibrio. El Amo me sujetó y dijo:

—¿Qué es la amistad, chico?

—¿La amistad, Amo?

—En la Ciudad hay un archivo donde se guardan esas cosas que tu gente llama libros. He estudiado algunos, pues me interesa tu raza. Algunos libros son mentiras, pero mentiras que parecen verdad. Una de las cosas de las que hablan es la amistad. Una cercanía entre dos entidades… eso es algo que a los Amos nos es ajeno. Dime, chico… en la vida que llevabas antes de que te escogieran para servir, ¿tuviste algo semejante?

¿Un amigo?

Dudé y dije:

—Sí, Amo.

—Háblame de él.

Le hablé de mi primo Jack, que fue mi mejor amigo hasta que se lo llevaron para insertarle la Placa. Cambié los detalles, hablando de la vida que supuestamente llevaba en el montañoso Tirol, pero describí las cosas que habíamos hecho juntos, y también la guarida que habíamos construido en las afueras del pueblo. El Amo escuchaba con aparente atención. Al final dijo:

—Entre ese otro humano y tú había un vínculo; un vínculo voluntario, no forzado por las circunstancias… de modo que deseabais estar juntos, hablar. ¿Es así?

—Sí, Amo.

—¿Y sucede frecuentemente entre tu gente?

—Sí, Amo. Es una cosa normal.

Se quedó mucho tiempo callado. Al cabo yo me preguntaba si no se habría olvidado de mí, cosa que sucedía a veces, y si no debería pedir permiso para retirarme. Procurando acordarme de la reverencia. Pero, cuando estaba pensando esto, el Amo volvió a hablar.

—Un perro. ¿Eso es un animal pequeño que convive con el hombre?

—Algunos sí, Amo. Otros son salvajes.

—En uno de los libros que vi se decía: «Su único amigo era su perro». ¿Esto puede ser verdad o se trata de una de esas mentiras?

—Puede ser verdad, Amo.

—Sí —dijo—, es lo que pensé —describió con los tentáculos un leve movimiento que yo había llegado a reconocer como un signo de satisfacción. Entonces uno de ellos me rodeó la cintura sin brusquedad.

—Muchacho, —dijo el Amo—, tú vas a ser amigo mío.

Estaba demasiado asombrado para pensar. Vi que me había equivocado. A los ojos del Amo yo no era, después de todo, un gatito. ¡Era su perro!

Cuando vi a Fritz y pude decirle lo que había sucedido, esperaba que lo encontrase divertido, pero no fue así. Dijo, seriamente:

—Eso es algo maravilloso, Will.

—¿Qué tiene de maravilloso?

—Al principio los Amos parecían todos iguales, pero imagino que lo mismo les pasa a ellos con los hombres. En realidad son muy distintos. El mío es raro en un sentido, el tuyo en otro. Pero la rareza del tuyo nos puede servir para averiguar cosas sobre ellos, mientras que el mío, —sonrió forzadamente—, resulta simplemente doloroso.

—Sigo sin atreverme a hacerle preguntas que no formularía alguien que lleva Placa.

—No estoy tan seguro. Deberías haber gritado cuando te azotó, pero si se interesó por ti fue porque no lo hiciste. Te dijo que eras raro antes de decirte que ibas a ser amigo suyo. No están habituados a ver hombres libres, recuérdalo, y jamás se les ocurriría pensar que un humano pudiera ser peligroso. Creo que puedes preguntarle cosas, siempre que sean preguntas de carácter general y no te olvides de hacer la reverencia en el momento oportuno.

—Puede que tengas razón.

—Sería útil encontrar el archivo de los libros. A los hombres que ya tenían la Placa les ordenaron destruir todos los libros que contenían la sabiduría de los antiguos, pero supongo que no habrán destruido los que hay aquí.

—Trataré de averiguarlo.

—Pero ándate con cuidado, —advirtió. Me miró—. Tu labor no es fácil.

Me dio la sensación de que creía que él la hubiera podido desempeñar mucho mejor que yo; y yo me sentía inclinado a pensar lo mismo. En lugar de mi testarudez y de mi orgullo, él poseía una resistencia alerta. Parecía enfermo y le habían vuelto a pegar fuerte aquella mañana. El látigo que empleaba su Amo dejaba huellas que desaparecían a las cuarenta y ocho horas, y las señales que tenía eran recientes. Le habían pegado alguna vez con el tentáculo, como a mí, y decía que, aunque el dolor duraba más, la paliza no era tan mala como con aquella especie de matamoscas. Me resultaba odioso pensar en lo que debía de ser aquello.

Después Fritz me refirió sus últimas averiguaciones. La más útil era que había dado con un lugar que tenía en las paredes imágenes de las estrellas nocturnas; los Amos podían mover las imágenes. En la misma pirámide había un globo casi tan alto como él, que giraba sobre un eje y estaba cubierto de mapas. No quiso mostrar demasiada curiosidad, pero había reconocido en una parte un mapa de lugares que él conocía: se veía el estrecho mar que habíamos cruzado Henry y yo, las Montañas Blancas, muy al sur, y el gran río por donde había navegado el «Erlkönig». Y en el mapa, en un punto que, según sus cálculos correspondía aproximadamente a nuestra posición actual, había un botón dorado que no podía ser más que la Ciudad.

Por lo que pudo ver, sólo había dos botones más en el globo, los dos bastante más al sur que éste, y muy separados entre sí; uno en el límite de un gran continente, al este, y el otro en el istmo entre dos continentes, al oeste. También debían de representar Ciudades de los Amos, lo cual significaba que había tres en total, desde las cuales se gobernaba el mundo. En aquel momento entró en la sala un Amo y Fritz tuvo que irse, fingiendo que estaba allí haciendo algún recado. Pero pensaba volver a la Pirámide de las Estrellas y grabar más firmemente los detalles en su cabeza.

Yo seguía sin tener nada notable que contar. Exceptuando que era el perrito de mi Amo. Él había dicho que mi labor no era fácil. Vi que por otra parte tenía razón. Pero en todos los demás aspectos la suya era incomparablemente más difícil. Y él era el único que parecía estar llegando a alguna parte.

La Enfermedad de mi Amo duró varios días. No acudía a su lugar de trabajo y se pasaba mucho tiempo sentado en el estanque de la habitación-mirador. Aspiraba muchas burbujas de gas pero no volvió a pegarme. De vez en cuando salía del estanque, me cogía, me hacía caricias y también me hablaba. Decía cosas ininteligibles, como cuando me hablaba de su trabajo, pero no todo era así. Un día, cuando la verde penumbra exterior se desvanecía y el sol declinaba hacia el oeste, al otro lado de la cúpula, me di cuenta de que estaba hablando de cuando los Amos conquistaron la Tierra. Habían llegado en una gran nave capaz de desplazarse por el vacío que hay entre los mundos, y también por el vacío aún mayor que media entre las estrellas que dan calor a los mundos que giran en torno a ellas. La nave se propulsaba a una velocidad inimaginable, casi tan rápido, me dijo, como los rayos del sol, pero aun así el viaje había durado muchos años. (Ahora comprendí que los Amos tenían una vida inmensamente más larga que la nuestra, pues éste, —y creo que también todos los Amos de la Ciudad—, había realizado el viaje y vivía aquí desde entonces). El propósito de la expedición era encontrar mundos que su pueblo pudiera conquistar y colonizar; la expedición había tropezado con numerosos obstáculos e inconvenientes. No todas las estrellas tenían planetas cerca de ellas, y cuando así era, los planetas resultaban inadecuados por diversas razones.

El mundo del que procedían los Amos era mucho mayor que la Tierra, y más cálido. Al ser mayor, los objetos de la superficie pesaban más. Los Amos habían encontrado algunos mundos demasiado grandes y otros demasiado pequeños para sus propósitos; unos eran demasiado fríos (por hallarse demasiado alejados del sol central) y otros demasiado calurosos. De los diez mundos que giraban en torno a nuestro sol, el nuestro era el único que podía servir, aunque la atmósfera era venenosa para ellos y la gravedad demasiado ligera. De todos modos, se consideró que valía la pena conquistarlo.

Y así la gran nave empezó a dar vueltas alrededor de la Tierra, como hace la luna, y los Amos estudiaron el mundo que iban a conquistar. Parece ser que los antiguos tenían unas máquinas maravillosas mediante las cuales podían hablar y enviar imágenes desde lejos; los Amos podían escuchar y ver sin necesidad de que su nave se acercara y fuera vista. Así permanecieron muchos años, enviando de vez en cuando naves más pequeñas para que examinaran más de cerca las cosas que no aparecían en las imágenes a distancia, o que no lo hacían con suficiente detalle. (Mi Amo dijo que algunos antiguos informaron que habían visto estas naves, pero los demás no les creyeron. Esto no les hubiera podido suceder a los Amos; pero los hombres tenían eso tan extraño llamado mentira, algo que utilizaban para hablar de cosas que no habían ocurrido, de modo que no se fiaban unos de otros).

Reconocieron en el hombre a un enemigo que podía ser formidable. Estaban todas esas maravillas, como las imágenes a distancia; estaban las grandes ciudades en la cúspide de su gloria y poder, y también había otras cosas. Los hombres ya habían empezado a construir naves que los transportaban por el vacío. No tenían nada que se pareciera a las naves de los Amos, pero habían empezado y aprendían rápidamente. Y disponían de armas. Una de ellas, por lo que dijo mi Amo, era parecida a los huevos de hierro que había encontrado Larguirucho en el Túnel situado bajo la gran ciudad; pero mucho más poderosa, como un toro comparado con una hormiga. Me dijo el Amo que con uno de esos huevos gigantescos se podía volar y arrasar un área de muchas millas de circunferencia; se podía borrar toda una gran ciudad.

Si hubieran descendido a la tierra con su nave, estableciendo una cabeza de puente, dicha cabeza de puente habría quedado completamente destruida. Tenían que encontrar un método diferente. El que eligieron se basaba en un campo del saber en el que estaban aún más avanzados que en los viajes estelares: la comprensión de la mente y su control.

Cuando en el viaje hacia las Montañas Blancas me insertaron en la axila un botón que los Trípodes después podían seguir, y Henry dijo que yo tenía que saber que lo llevaba, Larguirucho habló del hombre de circo que era capaz de hacer dormir a la gente para que después obedecieran sus órdenes. Yo había visto en una ocasión a un hombre así, que llegó a Wherton con una feria ambulante. Los Amos conocían esto y otras muchas cosas. Podían, con suma facilidad, dormir a los hombres y hacerles obedecer órdenes, aunque no tuvieran Placa, al menos temporalmente. Pero subsistía el problema de llevar a los hombres a una situación que les permitiera emplear su poder. De nada sirve saber hacer un pastel de conejo si antes no se ha cazado el conejo.

Y cazaron sus conejos utilizando una de las maravillas de los propios antiguos: las imágenes a distancia. Estas imágenes se enviaban por medio de unos rayos invisibles que surcaban el aire y se transformaban en imágenes en millones y millones de hogares de todo el mundo. Los Amos hallaron un medio de suprimir tales rayos en su punto de origen y enviaron en sustitución unos rayos que formaban las imágenes que ellos deseaban. Junto con ellos enviaron otros rayos que hacían receptivas las mentes de los hombres. Así que los hombres vieron las imágenes y las imágenes les ordenaron dormirse, y cuando se quedaron dormidos, las imágenes les transmitieron sus órdenes.

Como he dicho, este control acababa por desaparecer, pero duraba varios días, y los Amos emplearon bien el tiempo. Un centenar de pequeñas naves tomaron tierra y los hombres acudieron a ellas en masa, como se les había ordenado, y les insertaron Placas en la cabeza (al principio lo hicieron los Amos, pero después lo hicieron hombres que ya tenían Placa). Era un proceso creciente. Lo único que hacía falta es que hubiera un número suficiente de Placas, y lo había. Los planes habían sido bien trazados.

Cuando los que no estaban viendo las imágenes comprendieron lo que estaba sucediendo, prácticamente ya era demasiado tarde para hacer nada. Estaban separados, aislados, en tanto que los demás ya trabajaban a las órdenes de los Amos, con un propósito común. Y cuando se pasó el efecto de las órdenes transmitidas por las imágenes a distancia, ya había un número suficiente de hombres con Placa como para garantizar que los Amos no encontraran más que una oposición dispersa e ineficaz: una de las primeras cosas que hicieron los que tenían la Placa fue hacerse con el control de las poderosas armas de los antiguos. Así fue posible que la nave principal bajara a la tierra y se estableciera la primera base de ocupación. Aquello no fue ni mucho menos el final, me dijo mi Amo. Siguió habiendo cierta resistencia. Había grandes barcos en el mar, y también barcos que viajaban por debajo del mar; algunos de éstos siguieron en libertad durante cierto tiempo, y disponían de armas con las que podían alcanzar objetivos situados a medio mundo de distancia. Los Amos tuvieron que seguirles el rastro para destruirlos; hubo un barco subacuático que sobrevivió más de un año y al cabo de ese tiempo, no se sabe cómo, localizó la base central y disparó uno de los grandes huevos al aire, fallando el blanco por muy poco. Sin embargo reveló su posición durante el ataque, así que los Amos pudieron emplear una de sus armas, de características similares, y hundirlo.

En tierra, durante algunos años, prosiguieron esporádicamente los combates, aunque cada vez había menos porque el número de los que tenían Placa aumentaba incesantemente y el de los libres disminuía. Los Trípodes se paseaban por la Tierra, guiando y ayudando a sus seguidores en la lucha contra bandas de hombres dotados de armas insignificantes o inexistentes. Al final hubo paz.

Dije:

—Así que ahora todos los hombres son felices, pues tienen a los Amos que los gobiernan y les ayudan, y ya no hay guerras ni perversidad.

Era un comentario esperado y yo procuré poner en él todo el entusiasmo que pude. El Amo dijo:

—No del todo. El año pasado atacaron a un Trípode y los Amos que iban en el interior murieron cuando penetró el aire venenoso.

Dije, sorprendido:

—¿Quién pudo hacer una cosa así?

Con uno de los tentáculos se echó por encima agua del estanque. Dijo:

—Antes de tener la Placa, chico, ¿amabas a los Amos como ahora?

—Claro, Amo, —dudé—. Puede que no tanto. La Placa ayuda.

Hizo un gesto con el tentáculo, que, yo lo sabía, era una señal de asentimiento. Dijo:

—Las Placas se insertan cuando el cráneo está a punto de culminar su crecimiento. Ahora hay algunos Amos que piensan que no se debería esperar tanto, porque algunos humanos, un año o dos antes de que se les inserte la Placa, se vuelven rebeldes y actúan contra los Amos. Esto se sabía, pero no se le daba importancia porque la Placa vuelve a los hombres buenos. Pero fueron unos chicos rebeldes los que encontraron armas antiguas que aún funcionaban y por casualidad las emplearon de tal modo que murieron cuatro Amos.

Tomé nota de que presumiblemente el número medio de tripulantes que llevaba un Trípode era de cuatro y simulé un gran estremecimiento de horror, diciendo apasionadamente:

—¡Entonces claro que hay que insertarles la Placa antes a los chicos!

—Sí —dijo el Amo—. Creo que así será. Eso significa que los que llevan Placa morirán antes y padecerán dolores de cabeza, porque la Placa someterá al cráneo a una tensión mayor; pero no es prudente correr riesgos, aunque sean riesgos menores.

Dije:

—Los Amos no deben correr ningún peligro.

—Por otra parte, hay algunos que piensan que no tiene importancia, porque al fin tenemos a la vista la culminación del Plan. Cuando eso ocurra ya no habrá ninguna necesidad de Placas.

Aguardé, pero él siguió callado. Con gran osadía, dije:

—¿El Plan, Amo?

Siguió sin responder y yo no me atreví a presionarle más. Al cabo de medio minuto aproximadamente, dijo:

—Tengo una oscura sensación cuando pienso en ello. Será seguramente la Enfermedad, la Maldición de Skloodzi. ¿Qué es el bien, chico, y qué es el mal?

—El bien consiste en obedecer a los Amos.

—Sí —se sumergió más en el agua vaporosa del estanque y se rodeó el cuerpo con los tentáculos: yo no conocía el significado de aquel gesto—. En cierto modo, chico, tienes suerte al llevar Placa.

Dije fervientemente:

—Sé que tengo mucha suerte, Amo.

—Sí —soltó un tentáculo y me hizo señas—. Acércate, chico.

Fui hasta el borde del estanque. Me acarició con el tentáculo, baboso a causa del agua, y yo hice lo que pude por disimular la repulsión que sentía. Él dijo:

—Me alegro de esta amistad, chico. Sobre todo me ayuda a sobrellevar la Enfermedad. En el libro del que te hablé, el humano le daba a su perro cosas que le gustaban. ¿Deseas alguna cosa, muchacho?

Vacilé un momento y dije:

—Me gustan las maravillas de la Ciudad, Amo. Me haría feliz ver más.

—Eso es fácil, —me dio un último golpecito con el tentáculo, lo retiró y se dispuso a salir del estanque—. Ahora quiero comer. Prepárame la mesa.

Al día siguiente la Enfermedad había remitido y el Amo volvió al trabajo. Me dio un objeto para que me lo pusiera en la muñeca y me explicó que cuando me necesitara sonaría un ruido parecido al de muchas abejas, independientemente de en qué parte de la Ciudad me encontrara. Entonces yo tendría que acudir junto a él, pero, de no ser así, podía salir a pasear: no era necesario, por ejemplo, que me quedara en la habitación comunal de su lugar de trabajo.

Me sorprendió que se acordara de mi petición, pero aún había más. Me llevó de hecho a visitar la Ciudad. Algunas de las cosas que vi carecían de interés y otras eran incomprensibles; recuerdo una pirámide pequeña en cuyo interior no había más que unas burbujas de colores que ascendían danzando lentamente hasta el ápice y luego descendían por los laterales inclinados. Lo que me explicó el Amo carecía para mí del más mínimo sentido. También hicimos varios viajes a los jardines-lago, que eran versiones mayores de los jardines de agua, cosa que me obligaba a pasar mucho tiempo de pie o sentado mientras él se metía en las aguas hirvientes. Me invitaba a admirar su belleza y yo le obedecía dócilmente. Eran espantosas.

Pero también me llevó al lugar del que había hablado Fritz, donde estaba el globo cubierto de mapas y las paredes con estrellas luminosas que se movían contra la profunda oscuridad cuando el Amo le hablaba en su idioma a una máquina. Eran mapas estelares y en uno de ellos me mostró la estrella de uno de cuyos planetas habían partido los Amos hacía muchísimo tiempo. Hice un esfuerzo tratando de memorizar su posición, aunque no veía qué utilidad podía tener aquello.

Y un día me llevó a la Pirámide de la Belleza.

Una cosa que me tenía intrigado desde que llegué a la Ciudad era que todos los esclavos eran varones. Eloise, la hija del Comte de la Tour Rouge, había sido elegida Reina del Torneo y después se había ido contenta, según me dijo, a servir a los Trípodes en su Ciudad. Yo pensé que a lo mejor la encontraba aquí; lo deseaba y no lo deseaba. Habría sido terrible verla ajada como el resto de los esclavos, su belleza aplastada por la gravedad y el calor pegajoso de este lugar. Pero no vi ninguna chica, y cuando se lo pregunté, Fritz me dijo que tampoco había visto a ninguna. Pero aquella tarde, mientras me arrastraba junto a mi Amo y el sudor se me acumulaba bajo la barbilla, las vi.

Nos acercábamos, no a una pirámide, sino a una especie de pirámides unidas por cerca de la base (media docena de cúspides menores arracimadas en torno a una pirámide situada en el centro). Quedaba muy lejos, a dos novenos (es decir, a más de media hora) de la zona donde vivía mi Amo, en vehículo. Vi muchos Amos paseando, unos cuantos acompañados de sus esclavos. Entramos en la primera pirámide y casi di un grito cuando vi lo que tenía delante: un jardín de flores terrestres, con toda la intensidad del rojo, azul, amarillo, rosa y blanco; casi se me habían olvidado, estando rodeado de aquel perpetuo crepúsculo verde, viendo sólo las plantas feas y oscuras de los jardines acuáticos.

Vi que no podía tocarlas: estaban protegidas de la atmósfera de la Ciudad por aquel material parecido al vidrio. Pero tardé más tiempo en darme cuenta de otra cosa: que, a pesar de la apariencia de vida, allí sólo había muerte. Lo vi por primera vez cuando distinguí sobre el terciopelo carmesí de una rosa una esferilla de oro: era una abeja. No se movía. Miré con más cuidado y vi más abejas, mariposas, todo tipo de insectos vistosos, pero todos inmóviles. Y las mismas flores estaban rígidas e inertes.

Era un espectáculo, una exhibición para que los Amos pudieran contemplar la verdadera vida del mundo que habían conquistado. En el interior había incluso luz blanca en vez de verde, lo cual hacía que los colores brillaran con una intensidad deslumbrante. Más adelante había un claro de bosque, con ardillas en las ramas, pájaros suspendidos, no sé cómo, en el aire, un arroyo ondulante y, en la orilla, una nutria que tenía un pez entre las mandíbulas. Pero todo hierático, muerto. No se parecía en nada al mundo que yo conocía, una vez disipada la sorpresa del reconocimiento inicial; porque el mundo que yo conocía estaba vivo, en movimiento, palpitante.

Había docenas de cuadros diferentes; algunos no me eran familiares. En uno se veía una charca oscura, no muy distinta de algunos jardines de agua, en la que flotaban dos criaturas extrañas que bien pudieran haber sido un par de troncos de no ser por sus mandíbulas abiertas en las que relucían unos terribles dientes blancos. Unos Amos que llevaban mascarillas parecidas a las que usábamos los esclavos estaban trasladando algunos, y mi Amo me explicó que los cambiaban a todos por turno. Pero no hacían sino sustituir una muerte por otra.

Sin embargo, el Amo tenía en perspectiva un objetivo específico, y pasamos por delante de todo esto sin detenernos, camino de la pirámide central. Allí había una rampa que subía formando una espiral que se iba estrechando y que tenía salidas en distintos pisos. Yo le seguía afanosamente. Estaba, como siempre, cansado, después de un cuarto de hora andando, y la rampa era muy empinada. No tomamos la primera salida. En la segunda me hizo pasar por una abertura triangular y me dijo.

—Mira, chico.

Miré y el sudor salado de mi rostro se mezcló con el flujo, más salado aún, de mis lágrimas; no eran lágrimas sólo de dolor, sino de rabia, una rabia, creo, como nunca había sentido.

El vicario de Wherton tenía una habitación que llamaba su estudio y allí había un armario de madera fina con muchos cajones. En una ocasión me mandaron allí a hacer un recado y él tiró de los cajones y me enseñó lo que guardaban. Bajo un cristal había numerosas hileras de mariposas clavadas con alfileres, con sus vistosas alas extendidas. Me acordé de aquello cuando vi lo que se exhibía aquí. Pues eran hileras de urnas, todas transparentes, y en cada urna había una muchacha, vestida con sus mejores galas.

El Amo dijo:

—Son hembras humanas que traen a la Ciudad. Tus gentes las eligen por su belleza y los Amos encargados de este lugar hacen una nueva selección. De vez en cuando se deshacen de alguna, pero las que son verdaderamente hermosas se quedarán aquí para siempre, a fin de que los Amos puedan admirarlas. Mucho después del Plan.

Sentía demasiado odio y amargura como para prestar atención a aquel críptico comentario sobre el Plan. Hubiera querido tener uno de aquellos huevos de hierro que encontramos en la gran ciudad. Él repitió:

—Para que los Amos puedan admirarlas siempre. ¿No es hermoso, chico?

Dije, ahogándome:

—Sí, Amo. Es hermoso.

—Hacía tiempo que no las veía, —dijo el Amo—. Por aquí, chico. Hay algunos buenos ejemplares en esta hilera. A veces tengo dudas sobre el destino de nuestra raza, extendernos por toda la galaxia y dominarla. Pero por lo menos sabemos valorar la belleza. Conservamos lo mejor de los mundos que encontramos y colonizamos.

Yo dije:

—Sí, Amo.

Ya he dicho que quería y no quería encontrarme a Eloise en la Ciudad. Ahora en este lugar odioso, aquel deseo y su opuesto se multiplicaron por mil. Mis ojos buscaban ávidamente algo de lo que no podrían sino apartarse con asco y repulsión.

—Aquí todas tienen el pelo rojo, —dijo el Amo—. No es frecuente entre los de tu raza. Los tonos de rojo son distintos. Fíjate en que siguen una disposición que va del rojo claro al oscuro. También veo que hay más tonos intermedios desde la última vez que vine.

Yo no buscaba cabellos rojos con la mirada, sino negros, un negro intenso que sólo había visto una vez; una mata de pelo que sobresalía a través de la malla plateada de la Placa cuando le quité bromeando el turbante en aquel jardincillo que estaba entre el castillo y el río.

—¿Quieres continuar, chico, o ya has visto bastante?

—Me gustaría seguir, Amo.

El Amo emitió una especie de zumbido, señal de que se sentía complacido. Supongo que le alegraba la idea de que estaba haciendo feliz a su amigo esclavo. Él iba primero y yo le seguía; y por fin la vi. Llevaba aquel sencillo traje azul con lazos blancos que luciera en el torneo, cuando el bosque de espadas destelló argénteo bajo el sol y todos los caballeros le aclamaron como Reina. Tenía los ojos castaños cerrados pero el marfil de su pequeño rostro ovalado estaba delicadamente teñido de rosa. De no ser por la urna, que era muy parecida a un ataúd, y por los otros cientos de muchachas que la rodeaban, hubiera podido pensar que dormía.

Pero en su cabeza no había ni turbante ni corona. Su pelo creció durante las semanas que siguieron a aquel encuentro del jardín. Miré sus rizos cortos. Cubrían, mas no ocultaban del todo, lo único que llevaba en la cabeza: la Placa que le había hecho venir de buen grado a este lugar monstruoso.

—También es un buen ejemplar, —dijo el Amo—. ¿Ya has visto bastante, chico?

—Sí, Amo, —le dije—. He visto bastante.