CAPÍTULO 6
LA CIUDAD DE ORO Y PLOMO
Lo que más me preocupaba era que se traslucieran mis verdaderos sentimientos cuando me cogiera el tentáculo, que no fuera capaz de evitar una reacción contra él, apareciendo como alguien distinto a los demás. Me preguntaba incluso si el tentáculo no sería capaz de leer mis pensamientos de algún modo: recordé el tacto que tenía, a metal duro y sin embargo misteriosamente flexible, dotado de un pulso similar al de la vida. Cuando me tocó el turno hice cuanto pude por borrar mis pensamientos. En su lugar evoqué mi casa, las tardes soñolientas de verano paseando por los campos, o cuando nadaba en el río con mi primo Jack. Después, cuando me cogieron y me izaron por el aire impregnado de humedad, me costó trabajo respirar. Sobre mí había una puerta abierta en el hemisferio, una boca que aumentaba de tamaño a medida que me elevaban hacia ella.
Yo esperaba desmayarme, como ocurrió en mi primer encuentro con un Trípode, en las afueras del Château de la Tour Rouge, pero no fue así. Más adelante comprendí por qué. Los Trípodes disponían de un medio para provocar el desmayo, pero sólo lo empleaban con los que no tenían Placa, pues podían asustarse y luchar. No era preciso recurrir a tal medida con quienes habían aprendido a adorarles. El tentáculo me llevó al interior y me soltó, y yo pude mirar a mi alrededor.
Los hemisferios tenían una base de unos cincuenta pies de anchura, pero nos hallábamos en una parte mucho menor, en una celda de forma irregular, de unos siete pies de altura. La pared exterior, donde estaba la puerta, era curva y tenía ventanillas a ambos lados, cubiertas con lo que parecía ser cristal muy grueso. Las demás paredes eran rectilíneas, pero las laterales formaban pendiente hacia dentro, de modo que la pared interior era más corta que la exterior. Vi que allí había otra puerta, pero estaba cerrada.
No había ninguna clase de mobiliario. Deslicé las uñas sobre el metal; era duro, si bien de textura sedosa. En mi grupo éramos seis y a mí me habían cogido en quinto lugar. Introdujeron al último y se cerró la puerta; bajó un panel redondeado que cerró ajustadamente. Miré los rostros de mis compañeros. Revelaban cierta confusión, pero también una excitación, una exaltación que yo me esforcé en imitar. Nadie habló, lo cual fue una ayuda. No habría sabido qué decir ni cómo decirlo.
Silencio durante minutos interminables; después, abruptamente, el suelo se inclinó. Seguramente se había terminado el embarque. Nuestro viaje a la Ciudad había comenzado.
El movimiento era sumamente extraño. Las tres patas del Trípode iban unidas a una circunferencia situada bajo el hemisferio. En los puntos de unión, así como en las articulaciones de las patas, había segmentos que podían alargarse o acortarse según variara la posición de las piernas entre sí. También había un sistema de muelles entre la circunferencia y el hemisferio, que compensaba en gran medida al traqueteo restante. Después de la sacudida inicial sólo sentimos un suave balanceo. Al principio mareaba, pero nos acostumbramos enseguida.
Los Trípodes podían desplazarse con idéntica facilidad en cualquier dirección debido a la simetría de sus tres patas, pero la sección donde nos hallábamos entonces era la parte frontal. Nos apiñamos junto a las ventanillas y miramos hacia fuera.
Más adelante, un poco hacia la derecha, se hallaban la colina y el antiguo semicírculo de gradas de piedra; detrás, la ciudad en la que nos habían festejado la noche anterior. Y más allá la banda oscura del gran río. Íbamos en dirección este, siguiendo un curso levemente desviado hacia el norte. A nuestros pies se veía el campo, borroso y húmedo, aunque de hecho había dejado de llover y se distinguía una zona luminosa entre las nubes, que podía corresponder al sol. Todo parecía pequeño y lejano. Al contemplarlos desde el Túnel, los campos, las casas y el ganado resultaban más diminutos, pero era un panorama fijo, sin cambios. Aquí, el cambio era incesante. Era como hallarse en el vientre de un ave enorme que volase bajo, aleteando a través del paisaje.
Al acordarme de los Trípode cuyos pies servían de barcas, me pregunté si éstos también podrían hacer lo mismo cuando llegáramos al río. Pero no fue así. La pata delantera levantó una masa de agua pulverizada al atravesar la superficie, y después lo hicieron las otras. El Trípode cruzó el cauce del río del mismo modo que un jinete hubiera podido vadear el arroyo que pasa por el molino de mi padre, en Wherton. Al otro lado cambió de dirección, virando hacia el sur. Primero había campo abierto y después un paraje desolado.
Larguirucho y yo habíamos visto un poco las lúgubres ruinas de esta gran ciudad cuando viajábamos hacia el norte (el río corrió a lo largo de muchas millas entre orillas negras y poco prometedoras). Pero desde este elevado puesto de observación se veía mucho más. Al este del río se extendía una masa fea y oscura de edificios derruidos y carreteras destrozadas. Entre ellos habían crecido árboles, pero en menor medida que en la ciudad que cruzamos cuando viajábamos hacia las Montañas Blancas. Este lugar parecía más amplio y más feo. No vi restos de amplias avenidas y confluencias ni tuve la sensación de que, antes de la llegada de los Trípodes, nuestros antepasados hubieran llevado una vida de orden y belleza. Pero tuve conciencia de su fortaleza y poder, y volví a preguntarme cómo fue posible que los derrotaran (y cómo nosotros, un puñado de supervivientes maltrechos, podíamos albergar la esperanza de triunfar allí donde ellos habían fracasado).
El que vio la Ciudad primero dio una voz y los demás tratamos de mirar, empujándonos unos a otros. Se elevaba al otro lado de las ruinas: un círculo de oro mate que se alzaba contra el horizonte gris, coronado y techado por una enorme burbuja de cristal verde. La Muralla tenía una altura tres veces superior a la de un Trípode; era lisa, sin fisuras. Todo el lugar, aunque descansaba sólidamente en tierra, parecía estar extrañamente desligado de ésta. A cierta distancia del lugar al que nos dirigíamos, emergía un río por debajo del escudo de oro y se alejaba en dirección al río madre, que quedaba detrás de nosotros. Siguiendo su curso, el ojo podía casi imaginar que allí no se encontraba la Ciudad, que si se aguzaba la vista la ilusión se desvanecería y no quedaría más que el río, corriendo entre unos campos corrientes. Pero no se desvaneció. La Muralla ganaba altura a medida que nos acercábamos, haciéndose cada vez más horrible e imponente.
El cielo iba adquiriendo una tonalidad más clara. Un instante después el sol irrumpió a través de la máscara de nubes. Su luz hirió los muros, se reflejó en el techo de cristal. Vimos una gran franja de oro refulgente sobre la que destellaba una esmeralda titánica. Y yo vi una rendija estrecha y oscura que se ensanchaba. Se abrió una puerta en la pared sin fisuras. El primero de los Trípodes la atravesó.
Lo que sucedió cuando nuestro Trípode entró en la Ciudad me cogió completamente desprevenido. Sentí como si me hubieran dado un golpe brutal, un golpe que trataba de alcanzarme simultáneamente en todo el cuerpo, un golpe frontal, por detrás, y sobre todo desde arriba, que me aplastaba y hundía. Me tambaleé y caí; vi que a mis compañeros les ocurría lo mismo. El suelo del compartimiento tiraba de nosotros, como si fuera un imán y nosotros virutas de hierro. Intenté levantarme y comprendí que no era un golpe, sino algo diferente. Todas mis extremidades se habían vuelto de plomo. Me costaba trabajo levantar el brazo, incluso doblar un dedo: hice un gran esfuerzo y me puse de pie. Soportaba un peso tremendo en la espalda. No sólo en la espalda, sino en cada pulgada cuadrada de los músculos y huesos de mi cuerpo.
Los demás hicieron lo mismo. Parecían intrigados y asustados, pero seguían sin parecer descontentos. Después de todo, lo que los Trípodes deseaban para ellos era bueno, tenía que serlo necesariamente. Había una tenue luz verde. Era como encontrarse en el centro de un bosque frondoso o en una cueva submarina. Intenté darle un sentido a todo aquello, pero no lo logré. El peso que aguantaba mi cuerpo me arqueaba los hombros. Me enderecé, pero sentí que se me hundían de nuevo.
El tiempo pasaba y nosotros aguardábamos. Había silencio, sensación de pesadez, luz verde. Traté de concentrarme en lo más importante: que habíamos cubierto nuestro primer objetivo y nos hallábamos en la Ciudad de los Trípodes. Había que tener paciencia. Como señalara Julius, no era mi cualidad más sobresaliente, pero ahora tenía que cultivarla. La espera me habría resultado más fácil sin la penumbra y el peso que me aplastaba. Habría sido un alivio decir algo, cualquier cosa, pero no me atrevía. Moví los pies buscando una posición más cómoda, pero sin encontrarla.
Yo había estado mirando la puerta de la pared interior, pero la que se abrió fue la otra, replegándose hacia el exterior y elevándose con un leve zumbido. Aún no se veía nada exterior, sólo una luz verde, alta y tenue. Penetró un tentáculo y sacó a uno de mis compañeros. Seguramente el tentáculo podía ver, sin depender del hemisferio. ¿Sería posible que los Trípodes estuvieran vivos, que fuéramos cautivos de unas máquinas vivas e inteligentes? El tentáculo regresó. Esta vez me cogió a mí.
Lo que vi parecía un salón de recepciones (era estrecho y alargado, pero de enormes proporciones, probablemente ochenta pies de alto y el doble o el triple de largo). Vi que era una especie de establo para Trípode; se alineaban contra una pared, perdiéndose en la penumbra verde, débilmente iluminada por unos globos colgantes que emitían una suave luz verde. Los hemisferios descansaban contra la pared, muy por encima de nosotros. Aquellos en los que habíamos viajado estaban desalojando su cargamento humano. Vi a Fritz, pero no hablé con él. Habíamos convenido no intentar ningún contacto hasta después de superar la primera fase, independientemente de como resultara. Los demás se nos fueron uniendo uno a uno. Por fin los tentáculos quedaron colgando, fláccidos, sin actividad. Una voz habló.
Sonó como si fuera la voz de una máquina. Era grave y apagada, y su eco resonaba en la vasta estancia. Se expresaba en alemán, idioma que conocíamos:
—Humanos, gozáis del privilegio, del alto honor, de haber sido elegidos siervos de los Amos. Acudid donde brilla la luz azul. Hallaréis a otros esclavos que os darán instrucciones sobre lo que habéis de hacer. Seguid a la luz azul.
Ésta se acercó mientras la voz hablaba; era una luz que despedía un intenso brillo azul desde la base de la pared junto a la cual se hallaban los Trípodes. Nos dirigimos hacia allí caminando, o más bien tabaleándonos, intentando contrarrestar la gran fuerza que tiraba de nosotros hacia abajo. Me pareció que el ambiente era más caluroso que en el interior del Trípode, y más pegajoso también, como sucede momentos antes de una tormenta de verano. La luz se hallaba encima de una puerta abierta por la que pasamos a una habitación pequeña, de tamaño muy similar a la del Trípode, pero con forma de cubo regular. La puerta se cerró cuando estuvimos todos dentro. Se oyó un chasquido y otro zumbido y, súbitamente, el peso se hizo aún mayor; tuve una sensación de náusea, como si me tiraran del estómago. Duró varios segundos, y luego tuve una breve impresión de ligereza. El zumbido cesó, se abrió la puerta y pasamos a otra habitación.
También era grande, aunque de aspecto modesto después de la Sala de los Trípodes, y de proporciones más convencionales. En las paredes había lámparas que despedían la misma luz verde. (Me fijé en que aquella luz no parpadeaba igual que nuestras lámparas). Confusamente percibía hileras de mesas, o más bien bancos. Y ancianos semidesnudos.
Ellos eran, según la voz, los que habían de instruirnos. Llevaban pantalones cortos que me hicieron pensar en los hombres que trabajan cosechando los campos, pero no había más parecido que aquél. La luz engañaba la vista, pero aun así observé que tenían la piel macilenta, de aspecto insano. ¿Pero eran tan viejos como aparentaban? Caminaban como ancianos y su piel mostraba los pliegues de la edad, mas de un modo distinto… Se acercaron a nosotros, uno a cada uno, y yo seguí a mi guía hasta uno de los bancos. Allí había un montoncito de diversos artículos.
La finalidad de los mismos era evidente en la mayoría de los casos. Había dos pares de pantalones cortos, como los que llevaban nuestros instructores; dos pares de calcetines, dos pares de zapatos. No, un par de zapatos y un par de sandalias para usar en casa. Pero también había un artilugio que me desconcertó. El guía me explicó lo que era con voz cansada y acento alemán del sur.
—Esto te lo tienes que poner antes de atravesar la cámara de aire y no te lo puedes quitar mientras estés respirando el aire de los Amos. En casa de tu Amo dispondrás de una habitación donde comer y dormir, y allí no te hará falta; pero fuera de allí jamás debes quitártelo. El aire de los Amos es demasiado poderoso para nosotros. Si entras en su ámbito sin protección, morirás.
Parecía cristal; era transparente, pero tenía un tacto distinto. Incluso la parte más gruesa, que se ajustaba por encima de la cabeza y se apoyaba en los hombros, cedía un poco al hacer presión; después perdía grosor y era de un material fino que se amoldaba al cuerpo. Llevaba un cinturón que rodeaba el pecho, pasando por las axilas, y se podía ajustar a fin de sostener el casco con firmeza. A ambos lados del cuello había unos receptáculos que contenían un material verde parecido a la esponja. Éstos tenían una retícula de agujeros finos, por dentro y por fuera, a través de la cual pasaba el aire. Al parecer las esponjas retenían la parte del aire de los Amos que resultaba demasiado fuerte para que la respiraran sus esclavos. Mi instructor la señaló.
—Esto hay que cambiarlo todos los días. Tu Amo te dará recambios.
—¿Quién es mi Amo?
Era una pregunta estúpida. Se me quedó mirando sin expresión.
—Tu Amo te escogerá a ti.
Me recordé a mí mismo que mi política debía ser no destacarme ni decir nada: observar sin preguntar. Pero había algo que me fue imposible callar.
—¿Cuánto tiempo llevas en la Ciudad?
—Dos años.
—Pero tú no…
Restos de orgullo asomaron en la monotonía de su voz apagada. Dijo:
—Cuando gané los mil metros en los Juegos aún no hacía un mes que me habían insertado la Placa. En mi provincia eso no lo había logrado nadie.
Contemplé horrorizado su cuerpo cansado y maltrecho, su musculatura ajada y de aspecto enfermo. No me llevaría más de dos años; puede que menos.
—Ponte esta ropa, —su voz volvía a ser hueca e inexpresiva—. Tira las viejas a ese montón.
Me quité el cinturón escarlata de campeón.
—¿Qué hago con esto?
—Ponlo con lo demás, —dijo—. No te hace falta en la Ciudad.
Nos pusimos la ropa nueva, metimos los artículos que no necesitábamos de momento en una bolsita que nos dieron, y nos ajustamos las mascarillas. Después nos llevaron en formación, cruzando la habitación y atravesando una puerta que daba a otra habitación más pequeña. La puerta se cerró tras nosotros y vi que había otra idéntica en la pared de enfrente. Se oyó un ruido silbante y noté una corriente sobre los pies: me di cuenta de que el aire era absorbido a través de la rejilla situada a lo largo de la parte inferior de la pared. Pero también entraba aire por otra rejilla situada justo por encima de nuestras cabezas. Era capaz de sentirlo y, después de algún tiempo, me pareció que era capaz de verlo: más espeso, más verde en medio de la luz verde. Merced a algún sistema extraño, en esta habitación cambiaban el aire, transformando el tipo normal que respiraban los Amos. Duró varios segundos. Después el silbido cesó, se abrió la puerta de enfrente y nos dijeron que saliéramos.
Lo primero que noté fue el calor. Ya me había parecido que hacía bastante calor dentro del Trípode y en las dependencias exteriores de la Ciudad, pero aquello resultaba templado comparado con el alto horno en el que me encontraba ahora. Aunque un alto horno tampoco era, porque el aire, además de caliente, estaba húmedo. Todo el cuerpo se me empapó en sudor, pero sobre todo la cabeza, embutida en su funda dura y transparente. Me goteaba por la cara y por el cuello hasta la parte superior del pecho, donde el cinturón se ceñía a la piel. Respiré bocanadas de aire caliente, asfixiante. Me sentí débil, y el peso tiraba de mí hacia abajo. Se me empezaron a doblar las rodillas. Uno de mis compañeros se cayó, y después un segundo y un tercero. Al cabo de unos momentos, dos de ellos lograron levantarse; el tercero permaneció inmóvil. Pensé ayudarle pero recordé mi resolución de no tomar ninguna iniciativa. Me alegraba no tener que hacer nada. Ya me resultaba bastante difícil procurar no caerme ni desmayarme.
Lentamente fui familiarizándome con las cosas y pude contemplar lo que se extendía ante nosotros. Habíamos salido por una especie de cornisa; abajo se divisaban las principales avenidas de la Ciudad. Era un caos que atraía la mirada. No había ninguna carretera recta, y pocas sin pendiente; se hundían, se elevaban y se curvaban entre los edificios, hasta perderse en la confusa lejanía gris. La Ciudad parecía aún más vasta desde dentro que desde la ventanilla del Trípode; pero me daba la impresión de que era a causa del aire, más verde y denso. En realidad no se podía ver muy lejos con claridad. La cúpula de cristal que todo lo cubría resultaba invisible desde aquí: la penumbra verde parecía extenderse ilimitadamente.
Los edificios también me asombraron. Tenían diferentes formas y tamaños, pero una estructura común: la pirámide. Justamente debajo de nuestra cornisa vi unas cuantas pirámides chatas, de base ancha; más lejos había construcciones más delgadas y puntiagudas que alcanzaban distintas alturas; la más pequeña parecía tan alta como la cornisa, pero había otras mucho más altas. Tenían algo que podían ser ventanas, de forma triangular, repartidas por las paredes sin seguir ninguna distribución que yo pudiera entender. Se me cansaba la vista de mirarlas.
Por las rampas se desplazaban unos vehículos extraños. Hablando a grandes rasgos, también eran pirámides, pero descansaban sobre los lados y no sobre la base, que, en este caso, constituía la parte posterior. Las zonas superiores eran de un material transparente, al igual que nuestros cascos, y pude ver figuras en su interior, pero muy confusamente. Había otras figuras que se movían por los espacios situados entre los edificios y las cornisas que salían de los mismos a intervalos irregulares. Eran de dos tipos, uno mucho menor que el otro. Aunque a esa distancia no se podían distinguir los rasgos particulares, era evidente que un tipo correspondía a los Amos y el otro a sus esclavos humanos. Porque las criaturas más pequeñas se movían lentamente, como si arrastraran grandes pesos, en tanto que las más grandes se movían con ligereza y rapidez.
Uno de nuestros instructores dijo:
—Contemplad. Estas son las viviendas de los Amos.
Su voz, si bien amortiguada, era reverente. (Debajo de las bolsas que contenían esponja había unos pequeños apareados de metal. Descubrí que permitían que los sonidos pasaran a través de la máscara. Los sonidos llegaban distorsionados, pero con el tiempo uno se acostumbraba a esto, igual que a lo demás). Alzó una mano y señaló en dirección a una de las pirámides más próximas.
—Y ahí está el Centro de Elección. Vamos a bajar.
Descendimos lentamente, tambaleándonos por una rampa espiral cuya pendiente supuso un doloroso esfuerzo adicional para los músculos de las piernas; nos hizo caer varias veces. (El chico que se había desmayado en la cornisa se había reanimado y se encontraba con nosotros. Era el que le había ganado a Larguirucho en salto de longitud, el muchacho de cara pecosa que logró darse tanto impulso en el último salto. Aquí no iba a saltar mucho). Además el calor seguía restándonos fuerza, y el sudor, al caer, se encharcaba desagradablemente en la base de la mascarilla. Yo tenía unas ganas desesperadas de enjugármelo, pero ni que decir tiene que eso era imposible. Para hacerlo hubiera tenido que quitarme la mascarilla y me habían advertido que eso significaba morir en medio del aire que respiraban los Amos.
Aún no había visto a los Amos lo suficientemente cerca como para distinguir algo fuera de una forma borrosa. Pero al menos quedaba resuelto un problema. Los Trípodes no eran los Amos, como habían creído algunos, sino simplemente una máquinas hábilmente diseñadas en las que se desplazaban por el mundo exterior. No sabía de qué podía servirle esto a Julius, pero era información. Presumiblemente yo aprendería más, mucho más. Después, lo único que nos hacía falta a Fritz y a mí era descubrir un medio de escapar. ¡Lo único! La ocurrencia me hubiera hecho reír pero me faltaba energía. Y, por supuesto, tenía que acordarme de mi papel. Yo tenía Placa, era un esclavo electo y bien dispuesto.
La rampa conducía al interior de una de las pirámides chatas, aproximadamente hacia la mitad de su altura, contando desde la base. En el interior la luz procedía de docenas de globos verdes que colgaban del techo a diversas alturas. Tal vez aquella luz fuera algo más brillante que la penumbra exterior. Nos llevaron por un pasillo curvo hasta una habitación alargada de techo puntiagudo. A lo largo de una de las paredes había una hilera de cubículos abiertos por delante, cuyos lados eran de aquella sustancia dura que parecía cristal. Nos dijeron que cada uno tenía que meterse en uno. Después debíamos esperar. Los Amos llegarían en su momento.
Esperamos mucho tiempo. Me imagino que a los demás les resultaría más fácil. El estar colmados, por encima de todas las cosas, del deseo de servir a los Amos les daría paciencia. Fritz y yo no gozábamos de aquella comodidad. Él se encontraba en otro cubículo, unos diez más allá del mío, y yo no podía verle. Podía ver a los que estaban a mi lado y, confusamente, a los dos o tres siguientes. Cada vez me sentía más tenso y aprensivo, pero sabía que no debía dejar que se notara. También estaba incómodo. La mayoría estábamos sentados o tumbados en el suelo para aliviarnos de la fuerza que nos tiraba de los miembros. Lo mejor era echarse, de no ser por el sudor que se había encharcado dentro de la mascarilla, que, aun siendo incómodo de todos modos, resultaba insoportable si la cabeza y los hombros no estaban derechos. Además ahora tenía una sed espantosa, pero no había nada que beber ni tampoco forma de hacerlo. Me preguntaba si se habrían podido olvidar de nosotros, si nos iban a dejar aquí hasta morir de sed y agotamiento. Seguramente teníamos algún valor para ellos, pero no sería gran cosa. Nos podían sustituir muy fácilmente.
Al principio más que oírlo lo sentí, pero fue transformándose en un murmullo que se extendía por los cubículos situados a mi derecha: sonidos que revelaban temor y asombro, tal vez adoración. Entonces supe que había llegado el momento y estiré el cuello para ver. Habían entrado en la habitación por el extremo opuesto y se acercaban a los cubículos. Los Amos.
Pese a toda la incomodidad, a la fatiga y a mis temores sobre lo que pudiera suceder, el primer impulso que tuve fue reírme. ¡Eran tan grotescos! Mucho más altos que los hombres, casi el doble de altos, y en proporción gruesos. Sus cuerpos eran más anchos por abajo que por arriba, unos cuatro o cinco pies de perímetro, me pareció; su forma adelgazaba a medida que se alejaba del suelo, de modo que el perímetro de la cabeza tendría aproximadamente un pie. Suponiendo que fuera la cabeza, pues no había solución de continuidad ni rastro de cuello. Lo siguiente que observé es que sus cuerpos no descansaban sobre dos piernas, sino sobre tres, que eran gruesas pero cortas. Haciendo juego con éstas había tres brazos, o más bien tentáculos, que brotaban de un punto situado hacia la mitad del cuerpo. Y sus ojos (vi que también tenían tres, situados en una superficie triangular, uno arriba y en medio otros dos, aproximadamente a un pie de distancia de la parte superior). Eran criaturas de color verde, aunque advertí que tenían matices; algunos eran de un tono oscuro en el que el verde se teñía de marrón y otros eran muy claros. Aquél, junto con el hecho de que su altura variaba un tanto, parecía ser el único modo de identificarlos. No me pareció que sirviera de mucho.
Más tarde habría de descubrir que, a medida que uno se acostumbraba a ellos, identificarlos resultaba más fácil de lo que yo había supuesto. Los orificios que les servían de boca, nariz y oídos también variaban en tamaño, un poco en forma, y en la relación que guardaban entre sí. Había arrugas y pliegues que iban de uno a otro y que se podían reconocer e identificar. Sin embargo, tras el primer impacto, eran seres sin rostro, casi completamente uniformes. Un temor completamente distinto me recorrió la espina dorsal cuando uno de ellos se detuvo ante mí y habló:
—Muchacho, —dijo—, levántate.
Creí que las palabras salían de la boca (que, pensé, sería el más bajo de los dos orificios centrales) hasta que vi que era el más alto el que se movía y abría, en tanto el otro permanecía cerrado y quieto. Había de descubrir que en los Amos los órganos encargados de comer y de respirar no estaban conectados, como sucede en los hombres: empleaban uno para hablar y para respirar y la abertura mayor, la más baja, sólo para comer y beber.
Me levanté, como me habían ordenado. Un tentáculo se acercó a mí, me tocó con suavidad y después más firmemente. Me recorrió los músculos igual que una serpiente; tenía la textura seca y lisa de una serpiente y yo reprimí un estremecimiento.
—Muévete, —dijo. Era una voz fría, terminante, no poderosa sino penetrante—. Camina, muchacho.
Me puse a andar dentro de los estrechos confines del cubículo. Pensé en una venta de caballos que presencié en cierta ocasión en Winchester; los hombres palpaban los músculos de las bestias, las veían desfilar por el recinto. A nosotros no hacía falta que nos hicieran desfilar; sabíamos desfilar solos. El Amo permaneció ante mí en actitud crítica, mientras yo daba varias vueltas por la celda. Después, sin más palabras ni comentarios, continuó su camino. Yo dejé de andar y me dejé caer, retomando mi posición sentado. Se desplazaban con rapidez por medio de aquellas piernas rechonchas que levantaban del suelo con rítmicos movimientos verticales. Se veía que eran mucho más fuertes que nosotros, pues se movían con ligereza en aquella Ciudad de Plomo. También podían, cuando de verdad querían llegar a algún sitio rápidamente, desplazarse girando como peonzas. Las tres piernas les hacían dar vueltas al tiempo que les impulsaban hacia delante; los pies tocaban el suelo, separados varias yardas entre sí. Me imagino que sería su forma de correr.
La Elección prosiguió. Se acercó otro Amo a examinarme, y luego otro. Se llevaron al chico del cubículo contiguo. Unos Amos me examinaban más minuciosamente que otros, pero todos seguían su camino. Yo me preguntaba si sospecharían algo, si habría algo en mi comportamiento que no fuera correcto del todo. También me preguntaba qué pasaría si nadie me elegía. Era sabido que nadie regresaba de la Ciudad. En ese caso…
Esta preocupación concreta era innecesaria. Después supe que aquellos a los que no elegían como criados personales pasaban a disposición de la comunidad. Pero entonces no lo sabía, y veía que los puestos de los alrededores se estaban quedando vacíos. Vi pasar a Fritz, que seguía a un Amo. Nos miramos pero no nos hicimos ninguna seña. Un Amo se acercó a mi cubículo, me miró un momento y siguió adelante, sin hablar.
Su número se había reducido, como el nuestro. Me senté en el suelo, maltrecho. Estaba cansado, tenía sed, me dolían las piernas y me empezaba a escocer la piel del pecho y de los hombros debido a la sal del sudor. Apoyé la espalda contra la pared transparente y cerré los ojos. De modo que no vi al Amo que acababa de llegar, sólo oí su voz que me ordenaba:
—Levántate, muchacho.
Me pareció que su voz era más agradable que las de los demás, de un tono grave que sonaba casi cordial. Me levanté trabajosamente y le miré con curiosidad.
Físicamente parecía más bajo que la media y también tenía un color más oscuro. Se quedó mirándome; su piel formaba arrugas alrededor de los ojos. Me ordenó que me pusiera a andar. Junté fuerzas y caminé lo más vivamente que pude; tal vez a los demás les había parecido demasiado aletargado.
Me mandó detenerme y así lo hice. Dijo:
—Acércate más.
Cuando me aproximaba a él surgió un tentáculo que me rodeó el brazo izquierdo. Apreté los dientes. Un segundo tentáculo me palpó críticamente el cuerpo, calibrando las piernas, y luego subió para apretarme con más firmeza en torno al pecho; me agarró tan fuerte que me hizo soltar aire; después se retiró. La voz dijo:
—Tú eres muy raro, chico.
Sus palabras, que resumían mis temores primordiales, me dejaron petrificado. Miré fijamente aquella columna sin rasgos que era el monstruo. Estaba seguro de que debía hacer algo, expresar algo. ¿Excitación… felicidad ante la perspectiva de que se me permitiera servir a una de esta criaturas absurdas y repugnantes? Intenté comportarme así. Pero el Amo estaba hablando nuevamente.
—¿Cómo te hiciste campeón en los Juegos?, ¿en qué deporte humano?
—Boxeo… —dudé—, Amo.
—Eres pequeño, —dijo—, pero fuerte, creo, para tu tamaño. ¿De qué parte de la Tierra eres?
—Del sur, Amo. Del Tirol.
—Tierra de montañas. Los que vienen de las tierras altas son resistentes.
Después guardó silencio. El tentáculo que aún me tenía asido el brazo izquierdo lo liberó y se replegó. Los tres ojos me miraban fijamente. Después la voz dijo:
—Sígueme, muchacho.
Había encontrado a mi Amo.