CAPÍTULO 7
EL GATO DE MI AMO
Tuve suerte con mi Amo.
Me llevó hasta su vehículo, que esperaba junto a otros en las afueras del edificio, me hizo pasar al interior y lo condujo. Conducir sería una de mis obligaciones, me explicó. (No era difícil. Para desplazarse empleaba una energía invisible procedente del subsuelo. No había mucho que hacer para imprimirle una dirección, y resultaba imposible tener una colisión). Vi que algunos de los Amos que tenían esclavos recién adquiridos ya les estaban obligando a aprender, pero el mío no lo hizo porque vio que yo me encontraba cansado y maltrecho. El vehículo se desplazaba sobre numerosas ruedas pequeñas dispuestas bajo un lateral de la pirámide; el conductor tenía un asiento en la parte puntiaguda delantera para controlarlo. Mi Amo condujo hasta el lugar donde vivía, en el centro de la Ciudad.
Por el camino examiné el entorno. Era difícil entender aquel lugar; los edificios, las calles y las rampas eran muy parecidas entre sí y al mismo tiempo confusamente distintos; su construcción, o bien no estaba planificada, o bien obedecía a un plan que yo era incapaz de comprender. Esporádicamente vi unas zonas pequeñas que supuse estarían destinadas a jardines. Casi todas tenían forma triangular y estaban llenas de agua, dentro de la cual crecían unas plantas extrañas de diversos colores (las vi rojas, pardas, verdes, azules), pero siempre de tonos oscuros. Además todas tenían una forma común: más gruesas en la base y más afiladas por encima. De muchos de aquellos jardines de agua emergían vapores, y en algunos vi Amos que se movían lentamente o que permanecían de pie, como si también ellos fueran árboles arraigados en el agua.
Mi Amo vivía en una pirámide alta desde la que se dominaba un gran jardín de agua. Tenía cinco lados pero más bien parecía un triángulo (forma que tanto parecía gustarles a los Amos), pues tres de los lados eran más cortos que los demás y casi formaban una línea recta. Dejamos el vehículo delante de la puerta (volví la vista y vi que el suelo se abría y lo engullía) y entré en el edificio. Nos introdujimos en una habitación móvil, como la que nos recogió en la Sala de los Trípodes. Mi estómago dio una sacudida mientras aquello zumbaba, pero esta vez entendí lo que sucedía: que la habitación se movía hacia arriba y nosotros con ella. Salimos a un pasillo y yo seguí con dificultad a mi Amo hasta la puerta de entrada a su casa.
Había muchas cosas que no entendí hasta más adelante, desde luego. La pirámide estaba dividida en viviendas que pertenecían a los Amos. En el interior había una pirámide más pequeña, completamente rodeada por la exterior, que estaba destinada a almacenes, un lugar donde se guardaban los vehículos, la zona comunal de los esclavos y cosas así. Las viviendas se hallaban en la sección exterior y la importancia que tenía un Amo en la Ciudad venía determinada por la posición de su casa. La más importante era la que estaba justamente en la cúspide (la pirámide que remataba la pirámide). A continuación venían las dos viviendas triangulares, situadas inmediatamente debajo, y después las casas de las esquinas de la pirámide, por orden descendente. Mi Amo tenía sólo una importancia moderada. Su vivienda estaba en una esquina, pero más cerca de la base que del ápice.
Cuando vi por primera vez la Ciudad con todas estas cúspides tan altas pensé que el número de los Amos debía de ser increíblemente elevado. Más de cerca, comprendí que me había formado una impresión hasta cierto punto equivocada. Todo tenía una escala muy superior a la humana, a la que yo estaba acostumbrado. Eran particularmente espaciosas las viviendas, que tenían habitaciones muy altas, de veinte pies o más.
El corredor daba a un pasadizo con varias puertas. (Las puertas eran circulares y funcionaban según el mismo principio que la del Trípode: una sección se elevaba replegándose hacia el interior cuando se tocaba algo que parecía un botón. No había cerraduras ni pestillos). En una dirección, el pasillo formaba un ángulo recto al fondo y su término daba a la parte más importante de la casa: la habitación triangular desde la que se dominaba el exterior del edificio. Aquí el Amo comía y descansaba. En el centro del suelo había un pequeño jardín de agua de forma circular cuya superficie despedía vapor, debido al calor adicional que suministraba; era su lugar favorito.
Pero no me llevaron directamente allí. El Amo me condujo por el pasillo en la dirección opuesta. Acababa en una pared desnuda pero había una puerta a la derecha, un poco antes del fin. El Amo dijo:
—Este es tu refugio, muchacho. Dentro hay una cámara de aire (un lugar donde se cambia el aire) y al otro lado puedes respirar sin la máscara. Allí dormirás y comerás; puedes quedarte allí o en la zona comunal cuando yo no requiera tus servicios. Ahora puedes descansar un rato. En el momento oportuno sonará un timbre. Entonces te tendrás que volver a poner la mascarilla, pasar por la cámara de aire y acudir a mí. Me encontrarás en la habitación mirador, que está al final del pasillo.
Se dio la vuelta y se alejó deslizándose sobre sus pies rechonchos por aquel pasillo amplio y alto. Comprendí que me permitía retirarme y apreté el botón de la puerta situada ante mí. Se abrió, la atravesé y se cerró automáticamente a mis espaldas. Se oyó un silbido y sentí en mis tobillos la fuerza de la corriente de aire cuando se retiró el aire de los Amos, siendo sustituido por aire humano. No fue mucho tiempo, pero me pareció que pasaron siglos antes de que se abriera la puerta de enfrente y yo pudiera pasar. Entonces me desabroché precipitadamente el cinturón que ajustaba la mascarilla.
Yo no me creía capaz de seguir soportando aquel confinamiento agobiante, con mi propio sudor encharcado en el pecho, durante mucho más tiempo, pero más adelante supe que había tenido suerte. A Fritz le habían retenido varias horas, instruyéndole en sus obligaciones, antes de permitirle que se tomara un descanso. La consideración de mi Amo se evidenció de otros modos. Las habitaciones reservadas para los siervos tenían poca superficie, pero la misma altura descomunal que el resto de la vivienda. En este caso el Amo había mandado construir un piso intermedio al que se subía por una escalerilla. Mi dormitorio estaba allí arriba, mientras que en los demás casos había que ajustar la cama dentro del escaso espacio vital.
Aparte de aquello había una silla, una mesa (las dos cosas de la factura más simple posible), un arcón con dos cajones, una alacena para guardar comida y una pequeña sección destinada al aseo. Era un lugar feo y desnudo. No había el calor adicional que tenían las habitaciones del Amo, pero tampoco existía ningún sistema de refrigeración ni de ventilación. Allí se asaba uno y el único alivio estaba en la sección de aseo, donde había un artefacto para rociarse el cuerpo con agua. El agua estaba tibia, tanto para lavarse como para beberla, pero al menos más fresca que el ambiente. Dejé que me cayera por encima durante mucho tiempo, me lavé la ropa y me cambié. El aire humedeció la ropa limpia antes de que me la hubiera puesto: la ropa jamás estaba seca dentro de la Ciudad.
En la alacena encontré comida en paquetes. Había de dos clases, una especie de galletas que se comían en seco y una sustancia que se desmigaba y había que mezclar con el agua caliente del grifo. Ninguna de las dos tenía mucho sabor, y jamás vi otra cosa. La elaboraban unas máquinas en algún punto de la Ciudad. Probé un poco de galleta, pero descubrí que todavía no tenía hambre suficiente como para comérmela. Entonces me arrastré pesadamente escalera arriba, lo cual suponía un gran esfuerzo en esta Ciudad de Plomo, y me dejé caer en la cama dura y desnuda que me aguardaba. Naturalmente, en mis dependencias no había ventanas, sino dos globos de luz verde; se encendían y apagaban por medio de un botón. Presioné el botón y me sumí en la oscuridad y el olvido. Soñé que había regresado a las Montañas Blancas y le contaba a Julius que los Trípodes eran de papel, no de metal, y que se les podían cortar las piernas con un hacha. Pero, cuando se lo estaba contando, un estruendo salvaje resonó en mis oídos. Me desperté sobresaltado; comprendí dónde estaba y que me llamaban.
Como no conocíamos las condiciones de la Ciudad, Fritz y yo no habíamos podido elaborar ningún plan específico para encontrarnos, aunque naturalmente deseábamos hacerlo lo antes posible. Cuando contemplé el tamaño y la complejidad del lugar, se adueñó de mí el desaliento; no veía cómo podíamos esperar establecer contacto. Era evidente que había millares de Amos en la Ciudad, aun contando con la cantidad de espacio de que disponían todos. Si cada uno de ellos tenía un siervo…
En un sentido era menos difícil de lo que yo había creído; en otros, más. Para empezar, no todos los Amos tenían un servidor. Era un privilegio reservado a los que gozaban de cierto rango; seguramente no llegaban a un total de mil, y no todos hacían uso de aquel derecho. Había un movimiento que se oponía a la presencia de humanos en la Ciudad. Se basaba en el temor no de que los esclavos se rebelaran, pues nadie dudaba de su docilidad, sino de que los Amos, al aceptar el servicio personal de otras criaturas, de algún modo se debilitaran y degradaran. El total de humanos escogidos en los Juegos o seleccionados por otros procedimientos en otros lugares seguramente no superaba los quinientos o seiscientos.
Pero entre estos quinientos o seiscientos las posibilidades de comunicarse eran sumamente limitadas. Aparte de los refugios individuales para dormir, comer y cosas así, había en cada pirámide un lugar comunal para esclavos. Allí, en una habitación mayor, aunque tampoco tenía ventanas, podían reunirse y hablar; en la pared había un recuadro en el que destellaba un número mediante el cual se indicaba el deseo del Amo de que regresara su esclavo. No era posible dirigirse al lugar comunal de otros edificios sin correr el riesgo de hallarse ausente cuando se produjera la llamada. Y jamás se corría aquel riesgo, no por temor al castigo sino porque para los que tenían Placa era inconcebible la posibilidad de fallarle en algo al Amo.
Cabía la posibilidad de que Fritz y yo nos encontráramos en la calle cuando nuestros Amos nos mandaran a algún recado, pero era remota. Pronto se hizo evidente que la única posibilidad real de dar el uno con el otro dependía de que nuestros Amos asistieran a un mismo acto, y allí hubiera (como ocurría en la mayoría de los casos) una habitación de descanso para esclavos.
Descubrí que había varias ceremonias así. La que más le gustaba a mi Amo era una en la que ellos se introducían en un estanque situado en el interior de la pirámide mientras en el centro un grupo agitaba con los tentáculos unos aparatos que rizaban las aguas y removían el aire al tiempo que emitían unos sonidos frenéticos que mi Amo hallaba placenteros y a mí me parecían espantosos. En otras, los Amos hablaban en su idioma, plagado de silbidos y gruñidos; había un tercer tipo en el que los Amos, subidos en una plataforma elevada, daban saltos y vueltas con lo que yo supuse sería un baile.
En distintos momentos yo le acompañé a todas ellas, acudiendo con ansiedad a la sala de descanso para ducharme, secarme y acaso comer un trozo de aquella galleta tan monótona o, por lo menos, lamer algún palo de sal de los que nos daban. Y buscaba a Fritz entre los demás esclavos. Pero una y otra vez me llevaba un chasco y empecé a pensar que no había esperanzas. Sabía que no a todos los Amos les gustaban estas cosas, del mismo modo que había acontecimientos a los que mi Amo decidía no acudir. Empezaba a tener la sensación de que habíamos tenido la mala suerte de que nos escogieran Amos con intereses muy distintos.
En efecto, así era. Lo que más le gustaba a mi Amo eran las cosas relacionadas con la mente y la imaginación. Al de Fritz, todo lo relacionado con el ejercicio y el desarrollo corporal. Aunque por fortuna había un acontecimiento que ejercía un atractivo casi universal. Lo llamaban la Persecución de la Esfera.
Se celebraba con carácter periódico en el Campo de la Esfera. Éste era un amplio espacio al aire libre que tenía, naturalmente, forma triangular, y estaba cerca del centro de la Ciudad. Se hallaba recubierto de una sustancia rojiza y en él había siete postes, quizá de treinta pies de altura, cada uno de los cuales tenía en lo alto un chisme que parecía una cesta. Tres se hallaban situados en los vértices del triángulo, otros tres a mitad de camino entre los vértices, y el séptimo en el centro.
En realidad eso es todo lo que soy capaz de describir que tenga sentido. Creo que lo que tenía lugar en el campo era una especie de juego, más si así era, no se parecía a ninguno de los juegos que practican los hombres. De un lugar bajo tierra situado en un vértice del triángulo emergían unos Trípodes pequeños, cuya altura no superaba los veinte pies; efectuaban una marcha complicada que duraba algún tiempo y luego empezaban a correr unos tras otros. Después de un rato, en el curso de la persecución, aparecían en el aire, entre el punto de sondeo que tienen los tentáculos de los Trípodes, una o más esferas doradas. Por lo general, los Amos, que observaban desde asientos escalonados distribuidos en derredor, recibían esto con un gran estruendo, que iba en aumento mientras las carreras y persecuciones proseguían, en medio de lanzamientos y destellos de la pelota dorada. Llegados a cierta fase, lanzaban la esfera hacia una de las cestas que había encima de los postes hasta que caía por fin dentro, lo que producía un destello rutilante junto con un ruido parecido a un trueno y lo que yo supongo serían aplausos. Entonces se reanudaban las carreras y se formaba una nueva bola.
Los pequeños Trípodes, averigüé, iban ocupados por uno o, todo lo más, dos Amos. Al parecer se requería gran habilidad en la Persecución de la Esfera y los que lo hacían mejor recibían grandes honores. En el trayecto final del viaje que ejecutamos Henry, Larguirucho y yo a las Montañas Blancas, cuando se cruzaron con nosotros dos Trípodes en campo abierto sin hacernos caso, también había una pelota dorada, que destellaba contra el cielo azul. Comprendí que los Amos que conducían aquellos Trípodes debían de ser Perseguidores de Esferas practicando con vistas a la siguiente Persecución, y demasiado concentrados como para preocuparse de ninguna otra cosa. Aquello era una debilidad de los Amos; puede que trivial, pero había que alegrarse ante cualquier síntoma de flaqueza.
La otra ventaja consistía en que la Persecución de la Esfera era un modo de encontrar a Fritz, tras semanas de búsqueda infructuosa. Acompañé a mi Amo a su asiento, situado en el lado del Triángulo reservado a los superiores, y bajé apresuradamente (es decir, moviéndome pesadamente en vez de arrastrándome) a la habitación de descanso. Era mayor que todas las habitaciones comunales que había visto, pero aun así estaba atestada: allí habría unos doscientos esclavos. Me quité la mascarilla, la dejé en un casillero que había en la pared cercana a la entrada y me puse a buscarle. Estaba en el extremo opuesto, haciendo cola para coger una barra de sal; las chupábamos para reponer la sal que perdíamos por causa de la sudoración ininterrumpida. Me vio, hizo un gesto con la cabeza y se acercó con dos barras de sal hasta donde estaba yo, lo más alejado posible de los demás.
Me asusté al verlo. Sabía que esta vida acababa con cualquiera, aunque sólo fuera en razón del calor implacable y pegajoso, junto con la presión constante en los músculos y huesos. Muchos de los humanos que había conocido se hallaban en un estado lamentable, envejecidos y debilitados antes de tiempo. Yo era consciente de que aun cuando estaba aprendiendo a vivir con el calor y el peso, así como a economizar energía, mi fuerza se disipaba. Pero el cambio que se operaba en Fritz iba mucho más allá de lo que cabía esperar.
Todos habíamos perdido peso, pero él, que era alto y fornido, parecía haber perdido proporcionalmente mucho más que yo. En el pecho se le notaban lastimosamente las costillas y tenía la cara demacrada. Andaba tan cargado de espaldas como los que llevaban un año o más en la Ciudad. También advertí, horrorizado, otra cosa: la huella de la cólera, marcada en su espalda. Sabía que algunos Amos golpeaban a sus criados cuando éstos eran descuidados o estúpidos, empleando un objeto similar a un matamoscas, que quemaba la carne donde la tocaba. Pero Fritz no era ni estúpido ni descuidado.
Me dio la barra de sal y dijo en voz baja:
—Lo más importante es tomar medidas para los próximos encuentros. Yo estoy en 71 Pirámide 43. Sería mejor que nos viéramos allí, si tú tienes un Amo poco problemático.
Dije yo:
—¿Eso dónde está? Todavía no sé desenvolverme por aquí.
—Cerca de… No. Dime dónde estás tú.
—19 Pirámide 15.
—Puedo encontrarlo. Escucha. Mi Amo acude a tu jardín de agua casi a diario, siempre a las dos siete. Allí se queda un buen tiempo. Creo que lo suficiente como para que yo vaya donde tú estás. Si te las arreglas para bajar a la zona comunal…
—Eso no resultará difícil.
—Yo fingiré ser el esclavo de un Amo que está de visita.
Asentí. En la Ciudad empleábamos el tiempo de los Amos, no el humano. El día se dividía en nueve períodos y cada período se dividía en nueve partes. Resultaba difícil debido a que el comienzo del día se consideraba el amanecer, de modo que siempre estaba cambiando. Las dos siete eran aproximadamente el mediodía. Además mi Amo acudía muchas veces a un jardín de agua hacia esa hora. Y aunque no lo hiciera, yo podría prolongar algún recado sin importancia hasta esa hora.
—Tu Amo, —dije yo—… ¿es muy malo?
Fritz se encogió de hombros.
—Bastante malo, creo. No tengo elementos de comparación.
—Tu espalda…
—Le gusta.
—¿Qué le gusta?
—Sí. Al principio creí que era porque hacía las cosas mal, pero no. Él encuentra motivos. Yo doy muchos chillidos y alaridos, y eso le gusta. He aprendido a aullar más fuerte y así no dura tanto. ¿Y tu Amo? Veo que no tienes la espalda marcada.
—Creo que es bueno.
Le hablé a Fritz un poco de mi vida, de las pequeñas muestras de consideración que recibía. Él escuchaba y asentía.
—Yo diría que es muy bueno.
Él refirió algunas cosas más de su vida, con lo cual quedó claro que los latigazos distaban mucho de ser el único aspecto en que él lo pasaba peor que yo. Su Amo lo humillaba, le perseguía y le imponía las cargas más insoportables. Casi me daba vergüenza tener tanta suerte. Sin embargo él no se demoró mucho hablando de esto, sino que dijo:
—De todos modos, lo que importa es lo que podamos averiguar sobre la Ciudad. Hemos de intercambiar información para que uno se entere de lo que el otro ya sabe. Dime tú primero qué has averiguado.
—Por ahora muy poco. Prácticamente nada, —rebusqué en mi cabeza datos aislados y se los pasé. Eran muy poca cosa—. Creo que eso es todo.
Fritz escuchó con seriedad. Dijo:
—Todo sirve. Yo he averiguado dónde está la gran máquina de la que obtienen luz y calor, así como el método que emplean para hacer funcionar los vehículos. Y seguramente también el que emplean para que la Ciudad sea tan pesada. La Nampa 914 sale de la Calle 11. Atraviesa un lugar en el que hay jardines de agua a ambos lados y después se hunde en la tierra. Allá abajo tienen la máquina. Todavía no he podido ir (no estoy seguro de que puedan ir los humanos), pero lo intentaré más adelante. También he encontrado el lugar por donde entra el agua a la Ciudad. Está en el Sector 23 de la Muralla. Allí llega un río subterráneo y pasa por otra máquina que adapta el agua a las necesidades de los Amos. He estado allí y voy a volver. Es un lugar enorme y todavía no lo entiendo bien. Después está el Lugar de la Liberación Feliz.
—¿De la Liberación Feliz?
Alguna vez había oído esta expresión en labios de los esclavos, pero desconocía la clave de su significado. Fritz dijo:
—Eso no queda lejos de aquí, está en la Cal e 4. Es el lugar al que acuden los esclavos cuando saben que ya no son lo bastante fuertes para seguir sirviendo a sus Amos. Seguí a uno y vi lo que sucedía. El esclavo se sitúa en un lugar sobre el que hay una cúpula de metal. Se produce un destello y él se desploma, muerto. Entonces el suelo en el que yace se mueve. Avanza, se abre una puerta que da a un horno al rojo vivo y allí se quema el cuerpo sin dejar residuos.
Después me contó lo que había descubierto sobre los demás esclavos de la Ciudad. No procedían únicamente de los Juegos; los seleccionaban en otros países, de distintos modos, pero siempre en razón de su juventud y fortaleza. La vida en la Ciudad (incluso cuando, como en mi caso, los Amos eran tolerantes y acaso amables) los mataba, lenta pero inexorablemente. Algunos morían casi instantáneamente por aplastamiento; otros duraban un año, dos años. Fritz conoció a un esclavo que llevaba más de cinco años en la Ciudad, pero se trataba de un caso excepcional. Cuando el esclavo sabía que su muerte estaba próxima iba por su propia voluntad al Lugar de la Liberación Feliz y moría, dichosamente convencido de que había servido a los Amos hasta el límite de su capacidad y hasta el último átomo de energía.
Escuché todo esto con atención. Ahora me sentía verdaderamente avergonzado. Pensaba que llevaba una vida dura y ésta había sido mi excusa para no hacer gran cosa; en realidad había estado haciendo tiempo con la esperanza de trabar contacto con Fritz y, después, pensar qué hacer. Él, que padecía mucho más que yo, se había dedicado no obstante a la labor que compartíamos, de la cual podía depender el futuro del hombre.
Le pregunté:
—¿Cómo te las has arreglado para averiguar todas estas cosas si sólo puedes irte durante las dos horas que él pasa en el jardín de agua? No es posible que hayas logrado todo eso en tan poco tiempo.
—Hay otro Amo con el que ha pasado el día en dos ocasiones. Es uno de los que no están de acuerdo con los esclavos y mi Amo no me lleva consigo. De modo que salí a explorar.
—Si hubiera regresado inesperadamente, o si te hubiera llamado…
Existía en cada casa un sistema mediante el cual los Amos podían ordenar a sus esclavos que acudieran. Fritz dijo:
—Tenía preparada una excusa. Claro que me pegaría, pero estoy acostumbrado.
A mí me habían dejado solo una vez. Me pasé el día descansando y charlando en el centro comunal; en otra ocasión salí, pero la confusión de calles, rampas y pirámides me deprimió y me volví. Notó que enrojecía.
Estábamos hablando apartados del resto, pero cada vez llegaban más esclavos del campo situado encima de nosotros y la habitación empezaba a abarrotarse. Fritz dijo:
—Basta por ahora. 19 Pirámide 15. En la zona comunal hacia las dos siete. Adiós, Will.
—Adiós, Fritz.
Mientras le veía perderse entre la muchedumbre de esclavos que se movían lentamente, adopté una resolución: desempeñar mi papel con mayor celo y menos lástima de mí mismo.
Las obligaciones que tenía que cumplir para con mi Amo no eran demasiado opresivas en sí mismas. Tenía que arreglar la casa, prepararle y servirle la comida, ocuparme del baño, hacerle la cama (si se puede llamar así). Por lo que a la comida se refiere, era bastante fácil de preparar, pues se componía de unas mixturas de diverso color y textura (y sabor también, supongo), que venían en unas bolsas transparentes. Algunas había que mezclarlas con agua, pero la mayoría se comían tal cual. Servirlas era otra cuestión. Había que poner porciones de comida en un plato triangular, y se comía siguiendo un orden determinado; la colocación y la forma de disponerlas eran cosas importantes. Esto se me daba bien y recibía alabanzas por ello. Era un poco más difícil de lo que parece porque había que aprenderse docenas de modelos, no sólo uno.
Mi amo se bañaba varias veces al día, aparte de las visitas que hacía a un jardín de agua y de las inmersiones en el pequeño estanque de la habitación mirador: todos los Amos se metían en el agua tanto como podían. Su baño particular estaba al lado de la habitación donde dormía. Se llegaba a él subiendo unos escalones, y consistía en un agujero en el que podía sumergir todo el cuerpo. El agua se calentaba de modo especial; subía desde el fondo, hirviendo. Yo tenía que echar en ella unos polvos y aceites que la coloreaban y perfumaban, y disponer una serie de extraños útiles que parecían cepillos con los que se frotaba.
La cama también era vertical y de forma muy similar a la del baño, pero en lugar de subir por unos escalones había que hacerlo por una rampa espiral (que era bastante empinada y me hacía jadear). En el interior había una especie de musgo húmedo; todos los días yo tenía que retirar el usado y sustituirlo por el fresco, que se guardaba en el armario de la cama. Aunque el musgo era de aspecto ligero, pesaba mucho. Creo que ésta era la tarea más dura que yo tenía que desempeñar, por lo que a trabajo se refiere.
Pero, aparte de estos deberes y de otros parecidos, yo desempeñaba una función más: la de hacer compañía. Exceptuando las ocasiones en que se reunían para ver la Persecución de la Esfera u otras modalidades de diversión, los Amos llevaban una vida extrañamente solitaria. Se hacían visitas, pero no con frecuencia, y se pasaban mucho tiempo en casa, solos (observé que ni siquiera se hablaban mucho en los jardines de agua). Aunque este aislamiento les resultaba menos llevadero a unos que a otros; yo sospechaba que tal era el caso de mi Amo. Para él un esclavo humano no era tan sólo alguien que desempeñaba tareas domésticas, ni tan sólo un signo de que su rango le permitía poseerlo, sino también alguien que le prestaba oídos cuando hablaba. En mi pueblo la anciana señora Ash tenía seis gatos y se pasaba el tiempo hablando con alguno de ellos. Yo era el gato de mi Amo.
Con la ventaja, por supuesto, de ser un gato capaz de contestar. No sólo me hablaba de las cosas que le sucedían (rara vez les encontraba sentido y jamás entendí ni por asomo en qué consistía su trabajo), sino que también me hacía preguntas. Sentía curiosidad por mí y por la vida que llevaba antes de ganar en los Juegos y venir a la Ciudad. Al principio sospeché de su interés, pero rápidamente me di cuenta de que era un interés inocente. Así que le conté mi vida como hijo del propietario de una pequeña vaquería en el Tirol, le hablé de cómo subía las vacas a los pastos altos al comenzar el día, quedándome con ellas para ordeñarlas al atardecer. Me inventé hermanos y hermanas, primos, tíos y tías, todo un modelo de vida que él aceptaba y que parecía interesarle. Cuando no tenía obligaciones me tumbaba en la cama de mi refugio y urdía nuevas mentiras que contarle: era una manera de pasar el tiempo.
O lo fue hasta que me di cuenta de lo poco que había hecho en comparación con Fritz. Pero al comentarle esto, cuando al día siguiente volvimos a vernos en la zona comunal de mi pirámide, él lo vio de otro modo. Dijo:
—Has tenido mucha suerte con ése. No tenía ni idea de que los Amos hablaran con los esclavos, excepto para dar órdenes. Desde luego el mío no lo hace. Me ha vuelto a pegar esta mañana, pero en silencio: el ruido lo hacía yo. Puede que así averigües más cosas que explorando la Ciudad.
—Si le hiciera preguntas, sin duda sospecharía. Los que tienen Placa no hurgan en las maravillas de los Amos.
—No se trata de que le hagas preguntas como tales. Pero puedes inducirle a darte respuestas. ¿Dices que habla de su vida, aparte de preguntarte sobre la vida en el exterior?
—A veces. Pero no se le entiende. Cuando habla de su trabajo tiene que emplear sus vocablos porque no existen términos humanos para las cosas de las que me habla. Hace unos días me dijo que se sentía desdichado porque durante el sutelbut un tsutsutsu se hizo espiuis y, por lo tanto, no era posible isdolar el suchutu. Por lo menos yo entendí algo parecido. Ni intentar comprender lo que significaba tenía sentido.
—Si sigues escuchando puede que con el tiempo lo comprendas.
—No sé cómo.
—Sin embargo es posible. Has de perseverar, Will. Anímale a que hable. ¿Usa burbujas de gas?
Eran unas pequeñas esferas elásticas que se adherían a la piel del Amo por debajo de la abertura de la nariz. Cuando el Amo las presionaba con un tentáculo brotaba un vaho marrón rojizo que ascendía lentamente, rodeando su cabeza.
Dije:
—Se toma una al día, a veces dos, cuando está en el estanque de la habitación mirador.
—Creo que les hace el mismo efecto que las bebidas alcohólicas a los hombres. El mío me pega más fuerte después de haber inhalado una burbuja de gas. A lo mejor el tuyo habla más. Llévale otra cuando esté en el estanque.
Dije, dubitativamente:
—Dudo que funcione.
—De todos modos, inténtalo.
Parecía enfermo y agotado. Los verdugones de la espalda le sangraban un poco. Dije:
—Lo intentaré mañana.
Y así lo hice, pero el Amo me ordenó por señas que me alejara. Me preguntó cuántos becerros paría una vaca y después comentó que el puslu se había estrulglupado. No parecía que yo estuviera haciendo grandes progresos.