Capítulo 10
Salí de casa de Bianca en el coche que me había prestado George mientras el mío estaba en el mecánico, un Studebaker con el salpicadero de madera que se quejaba, rugía y chirriaba por todas partes. Paré al lado de una cabina, a poca distancia de la casa y marqué el número de teléfono de Linda Randall.
Se oyeron unos cuantos tonos antes de que una serena y oscura voz de contralto respondiera:
—Casa de los Beckitt, le atiende Linda.
—¿Linda Randall? —pregunté.
—Mmm —respondió. Tenía una voz suave, aterciopelada, algo táctil—. ¿Quién es?
—Me llamo Harry Dresden. Me preguntaba si podía hablar usted.
—¿Harry qué? —preguntó.
—Dresden. Soy investigador privado.
Se rió y el sonido fue tan fuerte que parecía que se estaba desternillando de risa.
—¿Investiga mis intimidades, señor Dresden? Ya me gusta usted.
Tosí.
—Ehmm, sí, señora Randall…
—Señorita —me corrigió—. Señorita Randall. No estoy comprometida, en este momento.
—Señorita Randall —rectifiqué—, me gustaría hacerle unas preguntas sobre Jennifer Stanton, si me permite.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Oí unos ruidos de fondo, sonaba una radio, quizá, una voz grabada que hablaba de las zonas blancas y de las rojas, de las áreas de carga y descarga de los vehículos.
—¿Señorita Randall?
—No —contestó.
—No le llevará mucho tiempo. Le aseguro que no tiene nada que ver con lo que esté usted haciendo. Si me diera unos minutos…
—No —repitió—. Estoy trabajando y lo estaré toda la noche. No tengo tiempo para esto.
—Jennifer Stanton era amiga suya. Ha sido asesinada. Si algo que me dijera usted pudiera ayudar…
Me cortó de nuevo.
—No hay nada —replicó—. Adiós, señor Dresden.
Se cortó la comunicación.
Fruncí el entrecejo mientras miraba el teléfono, lleno de frustración. Ahí se acababa, entonces. Lo había preparado todo, me había enfrentado a Bianca y tenía un posible futuro lleno de problemas para nada.
¡De ninguna manera! ¡Ni hablar!
Bianca había dicho que Linda Randall trabajaba de chofer para alguien, los Beckitt, supuse, quienesquiera que fuesen. Había reconocido la voz de fondo, era el mensaje pregrabado que se oía en las explanadas fuera del aeropuerto O’Hare. Así que estaba en el coche, en el aeropuerto, quizá esperando para recoger a los Beckitt y seguro que no se quedaría allí mucho tiempo.
Sin perder un instante, puse en marcha el ruidoso y viejo Studebaker y me dirigí al aeropuerto. Era mucho más fácil deshacerse de alguien por teléfono que en persona. Había muchas explanadas, pero tenía que confiar en la suerte, la suerte que me llevaría a la correcta, la suerte que me llevaría hasta allí antes de que la poco comunicativa señorita Randall tuviera la oportunidad de recoger a sus jefes y se marchara. Y necesitaría un poco más de suerte para que el Studebaker siguiera tirando todo el camino hasta el O’Hare.
El Studebaker logró aguantar todo el trayecto y en la segunda explanada me encontré con una limusina plateada estacionada en el aparcamiento. El interior estaba oscuro, por lo que no pude ver muy bien quién había dentro. Era viernes por la noche y aquel lugar estaba lleno de hombres de negocios, con trajes serios, que volvían a casa después de largos viajes por el país. Los coches entraban y salían continuamente con el susurro de sus motores de la entrada semicircular. Un policía uniformado dirigía el tráfico y evitaba que la gente hiciera tonterías, como aparcar en triple fila para cargar su vehículo.
Desvié el Studebaker hacia el aparcamiento y le eché una carrera a un Volvo, al que gané a fuerza de conducir el coche más viejo y pesado y de tener una actitud suicida. No perdí de vista la limusina plateada mientras salía del coche y daba grandes zancadas hasta llegar a unas cabinas de teléfonos. Eché una moneda de 25 centavos y marqué otra vez el número que me había facilitado Bianca.
Sonó el teléfono y alguien se movió en la limusina.
—Casa de los Beckitt, le habla Linda —susurró.
—Hola, Linda —la saludé—, soy otra vez yo, Harry Dresden.
Apenas pude oír su sonrisita. Una luz parpadeó dentro del coche, vislumbré el perfil de una mujer y después el resplandor naranja de un cigarrillo al encenderse.
—Creí que le había dicho que no quería hablar con usted, señor Dresden.
—Me gustan las mujeres difíciles.
Rió de aquella manera tan deliciosa y vi cómo su cabeza se movía en la oscuridad del coche.
—Soy más difícil a la segunda. Adiós otra vez. —Me colgó.
Sonreí, colgué el teléfono, me dirigí hacia la limusina y di unos golpecitos en el cristal.
La ventanilla se bajó acompañada de un zumbido y apareció una mujer de unos treinta y tantos que me levantó una ceja. Tenía unos ojos bonitos, del color de las nubes de lluvia, con un poco de sombra de ojos de más y llevaba el arco de cupido de los labios pintado de rojo escarlata brillante. Tenía el pelo castaño, retirado de la cara, recogido en una trenza bien prieta que le marcaba más las mejillas y le hubiese endurecido las facciones de no ser por los tirabuzones que le caían a ambos lados de los ojos con un aire desaliñado e insolente. Tenía una mirada predatoria, dura e intensa. Llevaba una camisa blanca recién planchada, unos pantalones grises y sostenía en una mano un cigarrillo encendido. El humo formó volutas en espiral hacia mi nariz y soplé para intentar apartarlo.
Me miró de arriba abajo y me evaluó sin el menor disimulo.
—No me lo diga. Harry Dresden.
—Necesito de veras hablar con usted, señorita Randall. No tardaré demasiado.
Le echó un vistazo a su reloj y después a las puertas de la terminal. Después volvió a mirarme.
—Bueno, me tiene acorralada, ¿no? Estoy a su merced. —Torció la boca y le dio una calada al cigarrillo—. Me gustan los hombres que no se rinden.
Me aclaré de nuevo la garganta. Eran una mujer atractiva, pero en exceso. Sin embargo, había algo en ella que me ponía a cien, su forma de colocar la cabeza o de hablar, detalles que evitaban mi cerebro e iban directos a mis hormonas. Lo mejor era ir al grano y minimizar las probabilidades de parecer un imbécil.
—¿Conoció a Jennifer Stanton?
Me miró a través de aquellas largas pestañas.
—A fondo.
Ejem.
—Usted, ehmm, ¿trabajaba para Bianca con ella?
Linda soltó más humo por la boca.
—¿Esa zorrilla repipi? Sí, trabajaba con Jen. Hasta fuimos compañeras de cuarto una temporada. Compartíamos cama. —Estrechó los labios en la última palabra, alargándola con un pequeño temblor que rezumaba picardía.
—¿Conocía a Tommy Tomm? —le pregunté.
—Por supuesto, era fantástico en la cama.
Bajó la mirada y se movió en el asiento del coche, bajó una mano hasta que desapareció de mi vista y me dejó pensando dónde se la habría metido.
—Era un cliente habitual. Quizá dos veces al mes Jen y yo íbamos a su casa y montábamos una fiestecita. —Se inclinó hacia mí—. Sabía hacer cosas que hacían que una mujer se volviera una fiera, Harry Dresden. ¿Sabe a lo que me refiero? Las hacía rugir y gemir de placer, como un animal en celo.
Me estaba volviendo loco. Su voz inspiraba el tipo de sueños que se desean recordar con mayor claridad por la mañana. Su cara prometía, si le hubiese dado oportunidad, mostrarme cosas de las que no se habla con otras personas. Tu trabajo, Harry. Piensa en tu trabajo.
En serio, algunos días odio lo que hago.
—¿Cuándo fue la última vez que habló usted con ella?
Le dio otra calada al cigarro y esta vez me fijé en un ligero temblor de sus dedos, que ocultó rápidamente, aunque no lo bastante. Estaba nerviosa. Lo suficientemente nerviosa como para temblar y me di cuenta de lo que ocurría. Se había puesto la máscara de mujer fatal y había apelado a mis glándulas en vez de a mi cerebro para intentar distraerme, para evitar que descubriera algo.
Soy humano. Me pueden distraer una cara o un cuerpo bonito, como a cualquier otro hombre joven. Linda Randall era muy buena representando ese papel, pero no quería hacer el ridículo.
Bueno, señorita diosa del sexo, ¿qué estás ocultando?
Carraspeé y le pregunté con suavidad:
—¿Cuándo fue la última vez que habló con Jennifer Stanton, señorita Randall?
Me lanzó una mirada inquisidora. No era tonta, eso seguro. Me había pillado observándola, mirando detrás de su fachada. Dejó de coquetear.
—¿Es un poli?
Negué con la cabeza.
—Palabra de scout. Solo intento averiguar qué le ocurrió a ella.
—Maldita sea —dijo en voz baja.
Tiró la colilla al suelo y exhaló una bocanada de humo.
—Mire, le contaré algo, pero si aparece un poli por aquí, yo no le he visto nunca, ¿se entera?
Asentí.
—Hablé con Jen el miércoles por la tarde. Me llamó. Era el cumpleaños de Tommy y quería que quedáramos juntos otra vez. —Torció la boca—. Una especie de reunión.
La miré y me acerqué más a ella.
—¿Fue?
Los ojos le iban de un lado a otro. Estaba nerviosa, como un gato que se ha dado cuenta de que está atrapado en un pequeño espacio.
—No —contestó—. Tenía que trabajar. Quería ir, pero…
—¿Dijo algo fuera de lo normal? ¿Algo que le hubiera hecho a usted sospechar que estaba en peligro?
Volvió a negar con la cabeza.
—No, nada. No hablamos mucho. Apenas nos veíamos desde que me largué del Velvet Room.
Fruncí el ceño.
—¿Sabe que más hacía? ¿Si estaba involucrada en algo que pudiera haberla perjudicado?
Sacudió la cabeza.
—No, no. Nada de eso. No era propio de ella. Era muy dulce. Hay un montón de chicas que… que se hartan, señor Dresden. Pero a ella nunca le pasó. De alguna forma, hacía que la gente se sintiera bien. —Dejó la mirada perdida—. Yo nunca he conseguido eso, lo único que hago es alejarlos de mí.
—¿No hay nada que pueda contarme? ¿No se le ocurre nada?
Apretó los labios y negó con la cabeza. Negaba con la cabeza y me estaba mintiendo. Estaba seguro. Me estaba acercando, ella se estaba poniendo tensa y de no haber tenido nada que decirme, no estaría intentando ocultarlo. Debía de saber algo, a menos que estuviera comportándose así porque había pisoteado todos sus sentimientos, como a Bianca. De todos modos, no iba a decirme nada más.
Cerré el puño con fuerza, frustrado. Si Linda Randall no podía proporcionarme información, estaba en un callejón sin salida. Había jugado con los sentimientos de dos mujeres en una sola noche. Estás de racha, Dresden; aunque una de ellas no fuera humana.
—¿Porqué? —le pregunté. Las palabras se me escaparon antes de que pudiera pensarlas—. ¿Por qué has actuado como una fulana?
Volvió a mirarme y sonrió. Percibí un cambio sutil en ella, que aumentó esa especie de atractivo animal que la caracterizaba, una vez más, como había hecho cuando me acerqué a ella, solo que sin ocultar el odio que sentía hacia sí misma. Aparté la mirada, rápidamente, antes de que tuviera que ver más. Tuve la impresión de que no quería ver el alma de Linda Randall.
—Porque es lo que hago, señor Dresden. Para algunas personas es la droga. Para otros, empinar el codo. Para mí, los orgasmos; el sexo, la pasión. Soy otra adicta más. La ciudad está llena. —Apartó la mirada—. Es la mejor alternativa al amor y me da trabajo. Perdone.
Entreabrió la puerta. Retrocedí para apartarme de su camino mientras ella se dirigía a la parte trasera de la limusina con largas zancadas de sus largas piernas y abría el maletero.
Una pareja alta, ambos con gafas y vestidos con elegantes trajes grises, salió de la terminal y se acercó a la limusina. Parecían personas con un estilo de vida de ejecutivos, los típicos con una gran carrera profesional y sin hijos, con el tiempo y el dinero suficiente para dedicarse a tener buen aspecto, una pareja de gimnasio. Él cargaba una bolsa de viaje al hombro y una maleta pequeña en una mano, mientras que ella solo tenía un maletín. No llevaban joyas, ni relojes ni anillos de boda. ¡Qué raro!
El hombre tiró el equipaje dentro del maletero de la limusina y nos miró a Linda y a mí. Linda evitó mirarle a los ojos. Él intentó hablar lo más bajo posible para que no lo oyera, pero yo tengo buen oído.
—¿Quién es este? —preguntó. Su voz tenía un deje crispado.
—Es solo un amigo, señor Beckitt. Un chico al que antes veía —le contestó.
Más mentiras. Qué interesante.
Miré a la mujer al otro lado de la limusina. Supuse que era la señora Beckitt. Me contempló con la cara serena, apática. Daba un poco de miedo. Tenía la misma mirada de los prisioneros liberados de los stalags alemanes al final de la Segunda Guerra Mundial. Vacía. Paralizada. Muerta, pero sin saberlo aún.
Linda abrió la puerta trasera para que el señor y la señora Beckitt entraran en el coche. La señora Beckitt colocó un momento la mano en la cintura de Linda de pasada, un gesto demasiado íntimo y posesivo para hacérselo a una asistenta. Vi que Linda temblaba y luego cerraba la puerta. Dio la vuelta al coche y se dirigió a mí de nuevo.
—Lárguese de aquí —me pidió en voz baja—. No quiero tener problemas con mi jefe.
Le agarré la mano y la sostuve entre las mías, como haría un antiguo amante, supuse. Mi tarjeta de visita estaba entre nuestras palmas.
—Le dejo mi tarjeta. Si se le ocurre algo más, llámeme, ¿vale?
Se apartó de mí sin contestar, pero la tarjeta desapareció en su bolsillo antes de que se subiera otra vez a la limusina.
Los ojos sin vida de la señora Beckitt me miraron a través de la ventanilla mientras pasaban de largo. Esta vez me tocó temblar a mí. Como he dicho, daba miedo.
Entré en el aeropuerto. Las pantallas de los monitores que mostraban los horarios parpadearon cuando pasé junto a ellas. Fui a una de las cafeterías que había allí dentro, me senté y pedí un café. Tuve que pagarlo con calderilla porque la mayoría del dinero lo había gastado en pagar el alquiler del último mes y la pócima de amor que Bob me convenció para que hiciera. Dinero. Tenía que ponerme a trabajar en el caso de Mónica Sells para encontrar a su marido. No quería meterme en un lío con el Consejo Blanco y perder mi apartamento y mi despacho porque no pagaba las facturas.
Le di unos sorbos al café e intenté organizar mis ideas. Me preocupaban dos temas. El más importante era descubrir quién había matado a Tommy Tomm y Jennifer Stanton. No solo para atrapar al asesino antes de que aparecieran más cadáveres, sino porque si no lo hacía, seguramente el Consejo Blanco lo utilizara para ejecutarme.
Y mientras buscaba asesinos y evitaba escuadrones de la muerte, tenía que trabajar para alguien que me pagaba. La excursión de aquella noche no era algo que pudiera cobrarle a Murphy, me colgaría si supiera que iba por ahí haciendo preguntas, metiendo las narices donde no debía. Así que si quería dinero del departamento de policía de Chicago, tendría que pasar algún tiempo investigando lo que Murphy me había pedido, la investigación de magia negra que provocaría mi muerte.
Por otro lado, podía trabajar en el caso del marido desaparecido de Mónica Sells. Creía que lo tenía bien atado, pero no me haría daño rematarlo. Podía dedicarle tiempo, completar las horas por lo que me había pagado por adelantado e incluso unas cuantas más. Prefería eso a intentar hacer un poco de magia negra.
Así que seguiría la pista que me había dado Pito-pito. Aquella noche habían entregado una pizza en la casa de Lake Providence. Era hora de hablar con el repartidor, si era posible.
Me marché de la cafetería, fui a una cabina y marqué el número de información. Solo había un sitio que repartiera pizzas cerca de la dirección de Lake Providence. Anoté el teléfono y llamé.
—Pizza Express —contestó alguien con la boca llena—, ¿qué desea?
—Hola, me preguntaba si podrían echarme una mano. Estoy buscando al conductor que llevó un pedido a una dirección el miércoles por la noche —dije. Le di la dirección y le pregunté si podía hablar con esa persona.
—Ya estamos —gruñó—. Sí, espere. Jack acaba de entrar ahora.
El que estaba al otro lado de la línea llamó a alguien y un minuto después la voz de barítono de un joven habló tímidamente a mi oído:
—¿Ho-hola?
—Hola —contesté—, ¿eres el repartidor que llevó una pizza a…?
—Mire —dijo exasperado y nervioso—, ya he dicho que lo sentía. No volverá a ocurrir.
Pestañeé durante un momento sin entender nada.
—¿Qué sentías qué?
—¡Por Dios! —exclamó.
Oí que se movía por la habitación. Había mucha música y voces de fondo; entonces, el ruido desapareció de pronto, como si hubiera entrado en otra habitación y hubiese cerrado la puerta.
—Mire —casi se quejó—, le dije que no iba a decirle nada a nadie. Solo estaba mirando. No me puede echar la culpa, ¿vale? Nadie contestaba a la puerta, ¿qué se suponía que debía hacer? —Su voz se rompió a mitad de frase—. ¡Menuda fiestorra! Pero ¡eh! Eso es asunto suyo, ¿no?
Me esforcé por seguir la conversación con el chico.
—¿Qué viste exactamente, Jack? —le pregunté.
—No le vi la cara a nadie —me aseguró, cada vez más nervioso. Lanzó una risita histérica e intentó bromear—. Había mejores cosas que hacer que mirar las caras, ¿vale? Vaya, que me importa un carajo lo que cada uno haga en su casa; o en la de sus amigos o en la de quien sea. No se preocupe por mí. No soltaré prenda, La próxima vez me limitaré a dejar la pizza y la cuenta, ¿vale?
Amigos en plural, interesante. El chico esta nerviosísimo. Debía de haberlo visto todo. Pero tenía el presentimiento de que ocultaba algo, de que se lo estaba callando.
—¿Qué más? —Mantuve la voz calmada y neutra—. Viste algo más, ¿qué fue?
—Nada de mi incumbencia —respondió al instante—. Mire, tengo que colgar ya. La línea tiene que estar libre para recibir pedidos. Es viernes por la noche, estamos a tope.
—¿Qué más? —dije separando las palabras, cortándolas.
—¡Mierda! —susurró con la voz temblando—. Mire, yo no iba con aquel tío. No sabía nada de él. No le dije que estuvieran haciendo una orgía. De verdad. Por Dios, señor, no quiero problemas.
Victor Sells parecía saber muy bien cómo divertirse… y cómo asustar a los adolescentes.
—Una pregunta más y lo dejaré ya, ¿a quién viste? Háblame de él.
—No sé. No lo conocía y no lo reconocí. Un tío con una cámara, eso es todo. Di la vuelta a la casa para probar por la puerta trasera. Subí a la terraza y miré dentro. No seguí mirando. Pero estaba allí, vestido de negro, con la cámara, haciendo fotos. —Se detuvo mientras alguien aporreaba la puerta que antes había cerrado—. ¡Ay, Dios, me tengo que ir, señor! No le conozco. No sé nada.
Después se oyeron unos pasos y colgó el teléfono. Yo también colgué y regresé con tranquilidad al coche que me había prestado George. De camino a mi apartamento, reflexioné sobre la información que acababa de averiguar. Sin lugar a dudas, alguien más antes que yo había llamado a Pizza Express. Alguien más había interrogado al repartidor, pero ¿quién?
Victor Sells, por supuesto. Estaba buscando a las personas que pudieran saber algo de él, de su posible presencia en la casa del lago. Victor Sells, quien había tenido allí una especie de reunión aquella noche. A lo mejor estaba borracho o alguno de sus invitados lo estaba y pidieron una pizza; quizá ahora Victor intentaba borrar las pistas.
Lo que daba a entender que Victor sabía que alguien lo estaba buscando. Dios Santo, por lo que sabía, había estado en la casa la pasada noche, cuando me había acercado por allí. Eso hacía las cosas más interesantes. Un hombre desaparecido que no quiere que le encuentren puede convertirse en algo peligroso si alguien va detrás de él a fisgonear.
¿Y un fotógrafo? ¿Alguien que merodeaba por las ventanas y tomaba fotografías? Hurgué en el bolsillo de mi abrigo y toqué el bote de plástico para carretes. Por lo menos, eso explicaba de dónde había salido el bote. Pero ¿qué hacía alguien allí fuera haciendo fotos a Victor y sus amigos? Tal vez Mónica hubiese contratado a alguien más, un detective privado, sin avisarme. Quizá no fuera nada más que un vecino con ganas de sacar fotos guarras. La verdad es que no había forma de saberlo. Más misterios.
Arrastré el Studebaker hasta la entrada de mi casa y apagué el motor. Hice el recuento de la tarde. Enigmas: un montón. Harry; cero.
La investigación para Mónica Sells me había llevado a un marido que daba fiestas salvajes en su casa de la playa después de haber perdido su trabajo y que se esforzaba para que no lo encontrasen. Seguramente era un caso precoz de pitopausia. Mónica no parecía el tipo de mujer que se tomaría el asunto de buen grado, sino que más bien parecía de las que haría oídos sordos y me llamaría mentiroso si le contaba la verdad. Pero al menos se merecía que profundizara un poquito más. Podía dedicarle al caso unas cuantas horas y así ganar un poco más de dinero antes de entregarle la factura, pues en realidad aún no sabía nada.
La pista de Bianca había acabado en un callejón sin salida. Lo único que tenía eran más preguntas para la señorita Randall y esta estaba tan disponible como un banco en domingo. No tenía ninguna prueba sólida que pasarle a Murphy para que pudiera seguirla. Maldita sea, al final tendría que acabar haciendo la investigación prohibida. A lo mejor se convertía en algo útil, una especie de pista que me ayudara a guiar a la policía y a mí hasta el asesino.
Y quizá me salieran dragones volando del culo. Pero tenía que intentarlo. Así que me bajé del coche, entré a mi casa y me puse a trabajar.
Me estaba esperando detrás de los cubos de basura que había al lado de las escaleras que iban a dar a la puerta principal, El bate de béisbol con el que me golpeó me alcanzó detrás de la oreja y me arrojó hacia las escaleras, donde quedé casi inconsciente. Oí sus pasos, pero fui incapaz de moverme mientras él bajaba las escaleras y se acercaba a mí.
No me extrañó después del día que estaba pasando.
Noté sus pies en mi nuca, sentí cómo alzaba el bate de béisbol y entonces oí un silbido mientras se acercaba a mi cráneo y el tremendo crujido de un impacto.
Pero no le dio a mi cabeza inmóvil, sino que aporreó el suelo cerca de mi cara, justo delante de mis ojos.
—Presta atención, Dresden —ordenó mi atacante. Tenía una voz rauca, baja, que él ponía ronca adrede—. Tienes la nariz demasiado grande. Para de meterla donde no te importa. Tienes una boca demasiado grande. Para de hablar con quien no debes o te vamos a hacer callar. —Hizo la típica pausa melodramática y añadió—: Para siempre.
Subió las escaleras y desapareció. Me quedé allí tirado durante un rato, observando las estrellas que tenía delante. Mister salió de alguna parte, tal vez atraído por los gemidos, y empezó a lamerme la nariz.
Al final recuperé la movilidad y me senté. La cabeza me daba vueltas y tenía el estómago revuelto. Mister se frotó contra mí, como si notara que algo iba mal, y ronroneó bajito. Me las arreglé para incorporarme lo suficiente para abrir la puerta de mi apartamento, para que Mister y yo pudiéramos entrar, y la cerré una vez estuvimos dentro. Me tambaleé hasta mi butaca en la oscuridad y me senté con un «buf» al expulsar el aire.
Me quedé sentado sin moverme hasta que dejé de estar tan mareado para volver a abrir los ojos y el martilleo de mi cabeza disminuyó un poco. La cabeza me iba a estallar.
Alguien me la había machacado con un bate de béisbol, y le había dado formas nuevas e interesantes que no eran propicias para llevar ninguna actividad formal. Alguien había golpeado a Harry Dresden hasta estar a punto de mandarlo al otro barrio.
Aparté esa idea de la mente.
—¡No eres un conejíto desvalido, Dresden! —me recordé a mí mismo con severidad—. Eres un mago de la vieja escuela que lanza hechizos del más alto calibre. ¡No vas a ceder porque te lo diga un gilipollas con un bate de béisbol!
Impulsado por el sonido de mi propia voz o quizá por el simple hecho perturbador de que me había dado cuenta de que hablaba conmigo mismo, me levanté, avivé el fuego de la chimenea, y luego empecé a pasear delante de ella con inseguridad, intentando reflexionar, resolver las claves.
¿Las visitas de aquella noche eran las causantes de aquel aviso? ¿Quién tenía motivos para amenazarme? ¿Qué intentaban ocultarme? Y más importante aún, ¿qué iba a hacer al respecto?
Tal vez alguien me hubiese visto hablando con Linda Randall; o, lo más seguro, me hubiera visto aparecer por la casa de Bianca haciendo preguntas. El Escarabajo azul no tendrá mucho glamour, pero es bastante difícil confundirlo con el coche de otra persona. ¿Quién tendría motivos para vigilarme?
Bueno, ¿no me había seguido el caballero Johnny Marcone para tener unas palabras conmigo? ¿Para pedirme que me mantuviera al margen del asesinato de Tommy Tomm? Sí, lo había hecho. Quizá este había sido un recordatorio del jefe de la banda. Parecía algo típico de mafiosos.
Me tambaleé hasta cocina, me preparé una tisana para el dolor de cabeza y le añadí una aspirina. Los remedios con hierbas están bien, pero no quería arriesgarme.
Siguiendo este mismo esquema, saqué del cajón mi Smith&Wesson Chief’s Special del calibre 38, le quité la tela que la cubría y me aseguré de que estaba cargada. Después, me metí el revólver en el bolsillo de la chaqueta.
Dejando a un lado la magia, seguro que una pistola disuadía a un hombre con un bate de béisbol. Y no estaba dispuesto a ceder ante un alma de tigre como la de Johnny Marcone, no iba permitir que me mangoneara, ni iba a dejar que creyera que estaba bien que me pisoteara cuando le apeteciera. De ningún modo, ni en la Tierra ni en el Infierno.
Me iba a estallar la cabeza y me temblaban las manos, pero bajé las escaleras hasta mi sala de trabajo y empecé a pensar en cómo podía arrancarle el corazón a alguien de su pecho a 80 kilómetros de distancia.
¿Quién decía que nunca hago cosas divertidas los viernes por la noche?