Capítulo
V
El Pequeño Consejo
de Ancianos
Quod si vos omnibus diebus vitæ ejus crebro fit
Motus extra; et rogatus a speculo, et facti sunt ordinare cilicina
macies autem dissimulare suum. Cum se amicos suos, et ait:
«Hoc quoque mimo putas repraesentasse vitae»182
SUETONIO
Vida de los Doce Césares
El hombre que cayó y casi pereció en aquellas fiebres en la Hispania Citerior, no fue nunca el mismo tras salir de ellas.
César Augusto había envejecido, su pelo rubio aparecía ahora encanecido, se mostraba ausente incluso en mitad de alguna conversación, con frecuencia hablaba solo y sus repentinos cambios de humor eran temibles.
Livia y sus más estrechos colaboradores le convencieron para retirarse a Puteoli183 para descansar en sus aguas termales y terminar de recuperarse. Livia en realidad quería esconderle de Roma, y Mecenas y Agripa estuvieron de acuerdo en que era lo más conveniente.
La ciudad del Tíber salió en masa a despedir a su amo, que se asomaba ausente entre las cortinillas de su carroza sin saber exactamente qué estaba pasando.
Augusto cumplió cuarenta y un años en Puteoli sin terminar de recuperar su peso aunque con notables mejoras en su mente. Continuaban sus ausencias, pero conseguía estar centrado la mayor parte del tiempo.
Allí recibió la noticia de que Druso, el hermano pequeño de Tiberio, había dejado embarazada a Antonia para forzar su matrimonio. Augusto dio su consentimiento a aquella unión por ser ambos piezas secundarias para la república y pensar que a los dioses agradaría un matrimonio por amor en aquella Roma de conjuras e intereses.
La unión no era del todo del agrado de Livia, pero la esposa de Augusto tenía otras prioridades y, con las cenizas de Marcelo aún calientes, comenzó una nueva campaña para intentar casar a Julia con Tiberio.
—¿Cómo te encuentras esta noche? —dijo la romana con inusitado cariño.
—Debo reorganizar el ejército —contestó Augusto ausente.
—Y lo harás, pero ahora debes comer algo.
Augusto en ocasiones se dejaba hacer como un niño otras sacaba su más temible genio. En esta ocasión se sentó a la mesa donde el esclavo Emilio Paulo les sirvió una crema de verduras y alitas de pollo fritas en aceite de Gades.
—Tiberio ha vuelto de Hispania —dijo ella como introducción.
—¿Ha acabado con Corocutta? —dijo Augusto recuperando inmediatamente la lucidez.
—Me temo que no. Pero el chico ha cumplido veinte años, tenemos que procurarle un matrimonio.
—¡Sí! —comenzó a decir Augusto con un especial brillo en los ojos— ¿Tú crees que Vipsania y él se gustan?
—Augusto, querido… Julia vuelve a estar soltera y…
—Julia es para el heredero de Roma, Livia.
—Y no es Tiberio esa persona ahora que Marcelo no está.
—Creo que estabas presente en mi lecho de muerte cuando entregué el anillo de la esfinge a Agripa. Agripa será mi sucesor y Julia se casará con él.
—Augusto, Agripa está casado con tu sobrina Marcela, ¿recuerdas?, además podría ser el padre de Julia —dijo Livia cariñosamente.
—No me hables como si fuese un niño, mujer. He perdido peso y casi la vida, pero no la cabeza. Agripa se divorciará de Marcela. Buscaremos a la chica otro matrimonio más conveniente. —De repente a Augusto se le nublo brevemente la mirada—. ¿Dónde está el cadáver de la puta del Nilo?
Livia entendió que centrado no se podía razonar con él y que ausente era inútil.
—Debes ir a la cama, mañana lo verás todo más claro.
Augusto dejó que Livia le ayudase a levantarse y le acompañase a la cama. Allí, su esposa le desvistió, ella hizo lo propio y se metió en la cama con él ofreciendo unos favores que la pareja había abandonado desde la partida de Augusto a la Galia Transalpina cinco años antes. Livia buscó y comenzó a masajear el miembro de su esposo con las manos, pero Augusto la detuvo en seco.
—Livia, no eres ya de mi agrado para estos menesteres.
—¿Qué quieres decir?
—Me gustan las mujeres más jóvenes.
Livia se quedó fría, disimuló el profundo rencor que recorrió su cuerpo y abandonó la habitación desnuda sin decir palabra.
En Puteoli, Augusto descubrió el placer de salir a caminar por el monte. La ciudad estaba rodeada de balnearios y villas de los hombres más potentados de Roma, que distaban entre sí algunos estadios.
Augusto caminaba entre aquellas villas, accedía a ellas desde los bosques y se presentaba a sus moradores, muchas veces tan solo sirvientes. Estos ofrecían comida y bebida al amo de Roma entre la sorpresa y el halago de tan insigne visita.
Pronto Augusto empezó a alejarse más y más de su propia residencia y ordenó a su guardia pretoriana que no le acompañase, pues su número ahuyentaba a los animales y deseaba observarlos.
En la mayoría de ocasiones caminaba solo en la compañía de Emilio Paulo, vigilado de lejos por los preocupados pretorianos. En una fría mañana de decembris, ambos fueron atacados por un gigantesco jabalí y Emilio Paulo en vez de intentar ahuyentar al animal, usó el débil cuerpo de su amo como escudo ante el ataque. El jabalí llegó a herir levemente a Augusto en una pierna mientras Emilio Paulo le sostenía.
Los pretorianos llegaron a tiempo de hacer huir al animal y prender a Emilio Paulo por su acto cuando ya intentaba huir.
—¿Desde cuándo eres mi esclavo, Paulo?
—No recuerdo ya mi vida anterior, por lo que debe hacer mucho tiempo.
—¿No la recuerdas? Yo te la recordaré, una vez fuiste senador de Roma.
Emilio Paulo no se atrevía a levantar la mirada del suelo y esperaba una muerte segura.
—¿Sabes que puedo acusarte de traición por lo que has hecho?
—Lo sé, domine.
—¿Y que puedo condenarte a muerte por ello?
Paulo asintió con la cabeza sin retirar su mirada de las grandes baldosas de mármol del suelo.
—Pero no lo haré. Creo que sería un alivio para ti acabar con esta vida que llevas. —Fue en único instante en que Emilio Paulo se atrevió a cruzar la mirada con su amo—. Serás castigado, eso sí. Y abandonarás las comodidades de estar a mi servicio directo como esclavo doméstico. Buscaremos un lugar más adecuado para ti.
Emilio Paulo fue azotado cien veces por su acto de cobardía. Cuando recuperó las fuerzas fue enviado a los campos de trabajo de Sicilia, donde se dedicó a limpiar cuadras y trabajar la tierra hasta el fin de sus días, dos años después.
El acontecimiento sirvió para que Augusto se diese cuenta de que los peligros acechaban en cualquier lugar y que lo mejor era regresar a su vida normal. Debía regresar a Roma y retomar las labores de gobierno.
El regreso a la ciudad del Tíber de su amo coincidió con una visita de Herodes, el sátrapa de Judea, que seguía demostrando su capacidad de supervivencia dirigiendo a su pueblo tras haber sido nombrado por el divino Julio César, autorizado por Marco Antonio y confirmado por el propio Augusto.
El judío era el único gobernante oriental que había sobrevivido en su puesto a las guerras civiles romanas. Y demostraba ser un portento aún mayor, al autoproclamarse rey de los judíos, siendo su madre una gentil.
Por toda Roma era sabido que los judíos heredaban su condición de sus madres y no de sus padres, como era tradición en cualquier otra cultura. Herodes a sus cincuenta y tres años, había sabido sortear éste y otros inconvenientes familiares. Se había mantenido lo suficientemente neutral en las diferentes guerras como para no ser sustituido por Roma y, en última instancia, había conseguido que el Senado ignorase que se había autoproclamado rey de los judíos a pesar de que la cámara tan solo le nombró amigo y aliado del pueblo romano.
Al no ser rey a los ojos de Roma, Herodes podía cruzar libremente el pomerium y disfrutar de la vida romana, sus fiestas y cultura sin limitación alguna. Por supuesto, el judío usaba esta ventaja para mostrarse más que espléndido con aquellos a los que visitaba e iba repartiendo sobornos para garantizar su posición.
A través del poeta Virgilio, que también debía asistir, consiguió ser invitado al palacio de Hortensio y compartir cena con César Augusto.
—Gran César, es un honor ser recibido en tu residencia.
A Augusto, como a sus antecesores, Herodes le parecía un bufón. Con sus rizos impregnados en betún, sus túnicas plisadas de estilo femenino, su cabeza excesivamente pequeña en comparación con su cuerpo y su característico olor. Era un divertimento, un adulador petulante, servil y tendencioso de doble moral y escasas virtudes. Pero mantenía a raya a los siempre difíciles y combativos judíos, y eso le hacía ganarse el puesto.
—Un placer recibirte en mi casa, Herodes —dijo Augusto divertido.
—Quiero anunciarte que he encargado a Virgilio que componga una obra relatando las hazañas de tu vida.
—No merezco tal honor.
—Por todos los dioses que sí lo mereces —contestó Herodes haciendo una concesión al politeísmo romano para remarcar su actitud halagadora—. ¿En qué estado se encuentra, Virgilio?
—Oh… —comenzó a decir Virgilio haciéndose el interesante, pues le encantaba ser el centro de atención—. La voy a llamar La Eneida y está muy avanzada. Espero que sea del agrado de César.
—Lo será, no me cabe duda —dijo Augusto mientras accedía con ciertas complicaciones a los pastelitos de miel de los que se alimentaba Herodes.
—¿Acostumbras a recibir a las visitas en tu propia residencia, César? —preguntó Herodes mirando a su alrededor y fijándose en la falta de decoración de las paredes.
—Es mi lugar de trabajo, además de mi residencia.
—Pero tendrás un palacio desde el que dirigir Roma.
—No, no dispongo de un lugar así. Roma es dirigida desde el Senado.
—¡Ah, la curia! Grandiosa —exageró Herodes.
—Exacto, la curia —dijo Augusto mientras fijaba su atención en las bailarinas sirias que el oriental había aportado a la cena. Las mujeres se contoneaban al son de pequeños tambores percutidos con maestría por los músicos.
Herodes reparó en aquel interés.
—¿Cuál te agrada más?
—La que parece más joven —contestó señalando a una de las mujeres con un leve gesto de su cabeza.
—Esta noche será tuya —dijo Herodes sin el más mínimo disimulo e ignorando a Livia que se sentaba frente a él.
La muchacha, de nombre Amtisa, hizo las delicias de Augusto durante el resto de la velada y se retiró con él a su habitación, para demostrar que la danza no era el único arte en el que la habían instruido con sabiduría. Amtisa tenía el miembro de Augusto en la boca antes de llegar al lecho. Cuando él estaba a punto de llegar al clímax, quiso devolver el gesto y metió su cabeza entre las piernas de la joven. Ella no dejó de masajear el pene de Augusto y consiguieron estallar una primera vez casi al unísono. Tras el primer envite, el amo de Roma, buscó e hizo gozar a la muchacha en otras dos ocasiones a lo largo de la noche. Amtisa no era precisamente discreta en sus orgasmos y aquello permitió a la esposa de Augusto seguir atentamente los acontecimientos.
Livia no estaba dispuesta a perder su poder y se convenció a sí misma de que la mejor forma de mantener su influencia era proporcionar a su esposo aquello que deseaba. Si quería cuerpos jóvenes, ella se los proporcionaría. Poco más de una semana necesitó la noble matrona romana para ejercer de proxeneta y meter en la alcoba de su esposo a dos jóvenes muchachas de apenas veinte años. Augusto se sorprendió primero y asintió sonriendo a Livia después, en señal de agradecimiento. Pasó la noche sumido en aquella pequeña orgia y por la mañana, tras echar sin miramientos a las dos jóvenes, fue a buscar a Livia.
—No se puede tener mejor esposa que tú, Livia.
—Me alegra ser de ayuda, Augusto.
Ambos se sonrieron complacidos.
Livia siguió proporcionando jóvenes a su marido varias veces por semana. Procuraba no repetir a las chicas y siempre que era posible, eran vírgenes, pues Augusto mostraba abiertamente su interés por libar sexos inmaculados.
Cuando Livia volvió a sentirse fuerte, volvió a su misión:
—Tiberio quiere verte —dijo ella una vez recabada toda la atención de su marido.
—¿Y qué le hace necesitar ser anunciado?
—Que teme que no le hagas caso.
—Explícate.
—Dice que la situación en Hispania está empeorando y que hay que relevar a Cayo Furnio al frente de las legiones.
—Por Júpiter que lleva razón. Corocutta nos sigue poniendo las cosas difíciles y cada día que prolonga su vida hay más posibilidades de una rebelión generalizada en la provincia.
—Y de que se contagien otras provincias —intervino Livia.
—¿Y qué propone Tiberio?
—Va a proponerte que le des imperium proconsular para ponerse él mismo al frente de las legiones.
—¿Tiberio al frente de las legiones? —dijo Augusto intentando aguantar la risa para no insultar a Livia.
—Es el hombre más adecuado.
—No estoy muy seguro de que sea un hombre aún. Y desde luego no es adecuado, Livia. Tú no le has visto en campaña.
—Ha madurado durante tu enfermedad —dijo Livia solemne—. Y se le deben otorgar responsabilidades.
—Livia, el chico tendrá sus oportunidades de alcanzar la gloria, pero no contra un enemigo como Corocutta.
—Que derrotase a Corocutta le vendría bien a él y a Roma.
—Lo que Roma le vendrá bien es no perder siete legiones —dijo Augusto levantándose y dando por terminada la conversación.
*
Antes de acabar el año 21 a. n. e. Agripa se divorciaba de Marcela y tomaba a Julia como esposa.
Julia llevaba enamorada de Agripa desde que tenía uso de razón y veía colmados sus sueños a la edad de diecinueve años. El general tenía cuarenta y dos y Livia no se cansaba de decir que podría ser su padre.
Marcela recibió un conveniente matrimonio con Julio Antonio, el mayor de los hijos superviviente de Marco Antonio y Fulvia Flaco. Augusto quería recompensar al muchacho por su fidelidad y Marcela recibió complacida a un marido de su edad, al tiempo que podría retirarse de la primera línea política.
Julia quedó embarazada en un mes y Agripa quedó consolidado en toda la república con el sucesor de Augusto. Por desgracia el primer hijo de Julia apenas vivió una semana. El ansiado heredero de César Augusto, tendría que esperar.
Al mismo tiempo, Tiberio comenzaba a rondar a Vipsania, la hija de Agripa. La unión no era del agrado de Livia, pero no logró contener a su hijo y éste acabó pidiendo permiso a su padrastro y al propio Agripa para casarse con ella. Ambos lo vieron conveniente y la pareja de unió en matrimonio. A la ceremonia, no asistió Livia y Octavia, que empezaba a tener serios problemas de movilidad por una artrosis, ocupo el lugar de la madre del novio. Los esclavos descubrieron a Livia autolesionándose el día de la boda. Augusto fue informado, pero no quiso ausentarse de la ceremonia.
Cuando se encontró con Livia horas después, parecía que nada hubiese pasado. Livia sonreía con amabilidad como si la ceremonia no se hubiese celebrado. Jamás preguntó por sus detalles.
Con el tiempo incluso Livia tuvo que reconocer que la extensa guardería de Octavia estaba dando matrimonios felices y convenientes para los intereses de la familia.
*
A principios del año 20 a. n. e. Agripa dio por acabado el censo que llevaba seis largos años realizado e informó a Augusto de que la totalidad del territorio que controlaba Roma albergaba sesenta millones de habitantes. Con este censo, se complicaron enormemente las evasiones fiscales y bajo la tutela de los gobernadores, las provincias enviaban los tributos a Roma una regularidad, cantidad y eficacia nunca antes conocida. Con el tesoro lleno, Augusto pasó el año proyectando e iniciando las obras de un edificio desde el que ejercer el gobierno, ajeno al Senado.
Para su ubicación eligió el monte Palatino, justo encima de la cueva de El Lupercal, el lugar donde la loba amamantó a Rómulo y Remo. El edificio, una vez finalizado, arrojaría unas magníficas vistas sobre el foro, que también estaba siendo ampliado. Para ello necesitó expropiar buena parte de aquellos terrenos a sus legítimos propietarios que, dado el fin de la petición y su ilustre y todopoderoso peticionario, alcanzaron acuerdos rápidamente para la cesión de los terrenos al estado. Todos excepto la familia a la que pertenecía la esquina derecha al norte de lo que debía ser el nuevo foro. Estos se negaron a llegar a un acuerdo y Augusto quiso mostrar magnanimidad y no los obligó a firmar. Como consecuencia el foro no tendría la forma rectangular proyectada, sino que le faltaría una esquina.
El edificio de gobierno, comenzó a ser conocido en Roma como Casa Livia, pues la esposa de Augusto visitaba frecuentemente sus obras y daba instrucciones a los arquitectos sobre tal o cual cuestión. Para su construcción se utilizó mármol blanco de Carrara en el exterior y granito negro y rojo de Memphis en el interior. Livia dispuso que se construyese un inmenso jardín privado interior y además de las dependencias de los funcionarios, y un inmenso salón para recibir visitas y ejercer el gobierno como princeps de Roma, se habilitó una planta como residencia privada de la familia de César Augusto.184
En februarius del año 19 a. n. e. llegaron a Roma noticias muy preocupantes de Hispania.
Corocutta había vuelto a destrozar dos legiones de Cayo Furnio después de que este decidiese dividir su ejército para abarcar más territorio. El rebelde hispano llevaba ocho años de hostilidades con Roma y la ciudad pedía a gritos una solución. Augusto encargó la tarea a su mejor y más fiel general buscando una solución definitiva al conflicto.
—No osaría darte lecciones en asuntos marciales, Agripa. Sé de sobra que dominas el arte de la guerra mejor que yo y han sido innumerables las ocasiones en las que lo has demostrado, pero si me gustaría decirte algo.
—Te escucho, César. Tú has estado allí y conoces al enemigo.
—Sí, y casi acaba conmigo —dijo con tono serio—. Ahora no quiero acabar con la guerra. Quiero acabar con los habitantes de la provincia y que no puedan existir más guerras, ¿me comprendes?
Agripa asentía como si fuese un recluta novato.
—Acaba con cada hombre, mujer y niño que sostenga un palo en sus manos. Arrasa sus castros hasta los cimientos, no hagas prisioneros ni vendas esclavos. Tras cada batalla ejecuta a los heridos y no permitas la rendición de sus últimas fuerzas. Mata hasta el último miembro hostil de esa provincia, arrasa sus campos, confisca su ganado y degüella a los pastores con los que te encuentres en los caminos. Acaba esta guerra y acábala para siempre —dijo Augusto acabando su frase con la mirada perdida.
—Así se hará, César.
Agripa partió hacia la Hispania Citerior con los idus de martius del año 19 a. n. e. para entonces, Julia ya le había dado dos hijos, Cayo y Lucio.
No era Hispania el único lugar de la república donde se habían desarrollado hostilidades contra Roma. Había incursiones bárbaras en Germania, ataques de las tribus salvajes del sur de Cirenaica y los partos habían invadido la región de Arabia. Ésta, sin ser territorio romano conquistado, estaba al este del Éufrates y suponía una ruptura del pacto alcanzado diez años antes. Lo cierto es que los árabes repelieron a los partos sin grandes complicaciones, pero las noticias dieron alas a los detractores de Augusto, que aseguraban abiertamente que su permanencia en el poder debilitaba a la república.
Y entre los detractores de Augusto, en el año 19 a. n. e. había uno que sobresalía sobre todos los demás: Marco Antistio Labeón.
—¿Hasta cuándo?, ¿hasta cuándo padres conscriptos?, ¿hasta cuándo tendrá que ir Agripa a finalizar las guerras que empieza aquel al que llamamos princeps?
Augusto miraba a Labeón con instinto asesino en sus ojos.
—Es el primero de nosotros, pero siempre está necesitado de alguien que sofoque sus problemas. Y ahora no son problemas de César Augusto, ¡son problemas de la república! Augusto está inmerso en sus obras megalómanas en la ciudad y no presta atención a los problemas de la república. Se nos revelan los territorios, hay hambre en las calles, no hay orden en las ciudades ni moral entre los ciudadanos. Y mientras, nuestro princeps, está inmerso en las obras del foro y en un palacio desde el que ejercer su enorme imperium. —Labeón consiguió arrancar el aplauso de no menos de un tercio de los novecientos senadores y la sonrisa de casi la mitad de la cámara. Mecenas necesito hacer recuento varias veces para calibrar las fuerzas—. Yo os digo, padres conscriptos —continuó Labeón—, que ya es hora de que república recupere su esplendor y César Augusto devuelva los poderes que un día se le otorgaron. Hombres más justos, sabios y capacitados deben enderezar el camino que hemos tomado.
—¿Vas a ser tu uno de esos hombres, Labeón? —El que alzó su voz fue Tiberio, que acababa de entrar al Senado por mandato expreso de su padrastro y no debía hacer uso de ese derecho, aunque sí podía votar.
Mecenas cerró los ojos y bajó la cabeza sabiendo que la intervención del joven Tiberio daría alas a la oposición.
—Aquí lo tenéis —aprovechó Labeón—. Una prueba más de la putrefacción de la república. Un miembro de esta cámara que sin méritos militares, judiciales o sacerdotales, accede al Senado siendo aún un niño por orden del marido de su madre, aquel que nos gobierna a todos.
Augusto lanzó una mirada de asco a Tiberio y este entendió que había debilitado la posición de su padrastro.
Mecenas miraba a Augusto expectante y de repente el princeps se levantó de su silla curul. Labeón sintió cómo se le cortaba el habla y sus intestinos querían vaciarse repentinamente.
—¿Has acabado, Labeón?
El senador no se atrevió a contestar y como única respuesta tomó asiento.
—Es posible que tenga razón —comenzó a decir Augusto—, y quizás debemos pensar en qué punto se encuentra la república y hacia dónde queremos dirigirnos. Pero no es esta una cuestión menor. Por eso propongo, padres conscriptos, que nos demos unos días para pensarlo y volvamos a reunirnos el primer día propicio tras los idus de aprilis para tomar decisiones. Serán al menos diez días de recogimiento y reflexión que nos ayudarán a tomar el camino correcto.
Augusto dio por acabada la sesión ante la sorpresa de unos y el pavor de otros en la cámara.
—Quiere verte en mi residencia esta tarde —dijo Augusto a Mecenas con los ojos inyectados en sangre.
Mecenas se sabía culpable de la situación al menos en parte y necesitó reunir todos sus arrestos para salir de su palacio en el monte Vaticano y dirigirse a la reunión con Augusto.
Antes de salir quiso despedirse de Terencia, pero no la encontró por ninguna parte ni ningún sirviente supo decirle donde se encontraba.
—Tú has provocado esta situación —dijo Augusto sin rodeos en cuanto se quedaron solos en el despacho en que el princeps recibía a sus legiones de clientes.
—César yo…
—Tú introdujiste a Labeón en el Senado, le diste poder y le promocionaste hasta que se te fue de las manos. Ya debimos atajar esto cuando hizo que Cornelio Galo se suicidase, pero eso tampoco supiste verlo.
—César, me diste órdenes de dejar libertad al Senado.
—Exacto. Y en vez de eso tú acordaste una condena.
—Al exilio, no a muerte —se Justificó Mecenas.
—Y el incendiario discurso de tu pupilo hizo el resto. Acompáñame, Mecenas —dijo Augusto poniéndose de pie e invitando al erudito a salir del despacho.
—¿Dónde vamos?
—Fuera de este despacho donde las paredes oyen.
Ambos hombres se encaminaron por los pasillos del palacio de Hortensio, guardando silencio cuando se cruzaban con algún sirviente y evitando así que desde un lugar fijo algún oído indiscreto pudiese oír las indicaciones de Augusto.
—Labeón debe morir antes de la próxima reunión del Senado.
—Dalo por hecho. Haré que lo envenenen aunque tenga que hacer a su cocinero más rico que Craso.
—No, Mecenas, no quiero una muerte sutil y que queden dudas.
—No entiendo —dijo Mecenas, que siempre había puesto de manifiesto su eficacia y sutileza cuando se trataba de no dejar pruebas.
—Quiero que sufra una muerte atroz y violenta. Que sea golpeado, desmembrado y torturado hasta la muerte y que su cadáver sea arrojado al Tíber. Quiero un escarmiento, un escarnio. Algo que siembre el pánico en el Senado —concluyó Augusto con los ojos muy abiertos.
—¿Por esto pediste al menos diez días hasta la próxima reunión?
—Por eso y porque necesito que aparezca el cadáver. Los augurios no serán propicios hasta que toda Roma sepa que Labeón está muerto.
Augusto había guiado a Mecenas distraídamente hasta la puerta de su habitación, donde se detuvo.
—Imagino que tienes a alguien capaz de algo así.
—Sí César, conozco al hombre adecuado.
—Bien. Además, deben desencadenarse revueltas en Roma, agita a la plebe y crea el desconcierto sobre su futuro.
—Esta es la última misión que te encargo, Mecenas.
—¿Qué quieres decir?
Augusto no respondió. Accedió a su habitación y dejó la puerta abierta tras de sí, dando la espalda al erudito. Mecenas pudo ver cómo Terencia esperaba sonriente y desnuda postrada en la cama, antes de que la puerta se cerrase sola lentamente.
*
Los dos bandos políticos formados en Roma sabían cómo organizar disturbios populares, pero en aquella ocasión se les fue de las manos. Al menos cuatrocientos ciudadanos perecieron en las revueltas ocasionadas por la posible renuncia de César Augusto y entre ellos estaba el de Marco Antistio Labeón. Su cuerpo había sido tan duramente castigado antes de morir, que su viuda no fue capaz de reconocer su cadáver. Se le identificó tras llevar tres días sin aparecer por su residencia, gracias a algunos objetos personales y diversas cartas que habían quedado entre los pliegues de su toga.
Las revueltas, como César Augusto había previsto, beneficiaron su causa y muchos senadores indecisos temían que esa fuese la nueva Roma. La Roma pos-Augusto. El anuncio de la muerte más que violenta de Labeón hizo el resto. En la reunión celebrada dos días después de los idus de aprilis, se aprobó por unanimidad la prórroga de todos los poderes que atesoraba el princeps.
Tras aquella reunión, Mecenas se retiró de la vida pública para dedicarse por completo a compilar sus obras y a la protección y promoción de artistas. Dejó a Terencia la ostentosa residencia del monte Vaticano y se marchó con su pequeña cohorte de artistas a una villa situada en Tibur185. Augusto no hizo nada por impedírselo.
El princeps no desaprovechó la ocasión y, con la excusa de devolver la moralidad a la república, hizo aprobar una serie de decretos destinados en realidad a afianzar su poder.
De esta forma, se expulsó de la cámara a los senadores que no estaban casados. La medida cogió por sorpresa a dos centenares de los senadores más jóvenes y combativos entre los que no había ninguno de los fieles a Augusto, que habían sido avisados.
Se prohibió que un senador o miembro de la clase ecuestre se casase con libertas, actrices, furcias, adivinas, cantantes o las hijas de estas. Se consideraba que no eran profesiones dignas de la esposa de un senador de Roma y sus matrimonios quedaban inmediatamente disueltos.
Se prohibió la infidelidad conyugal. Cualquier hombre o mujer que sorprendiese a su pareja en actitud adúltera tenía la obligación de denunciarlo ante las autoridades y no de no hacerlo podía ser acusado de un delito de proxenetismo. Como en la época de las proscripciones del triunvirato, los esclavos fueron recompensados con la libertad por denunciar en sus amos estas prácticas.
Cuando el primer adúltero de Roma acabó su purga, la cámara había reducido su número hasta los poco más de seiscientos fieles, leales y obedientes senadores.
Para sorpresa de todos, prometió abandonar el cargo de cónsul, que tenía concedido para una década, a finales de aquel año. Aunque se aseguró el nombramiento como tribuno de la plebe vitalicio, con lo que podía vetar cualquier ley.
En las siguientes reuniones, Augusto se aseguró para sí el imperium militaris, que le daba el mando de todos los ejércitos, el imperium proconsular supremo, que le situaba por encima de los gobernadores de todas las provincias y el imperium romanorum, que le concedía el poder absoluto en la península itálica.
Ante aquella acumulación de imperiums, la ciudad de Roma comenzó a llamarle imperator.186
*
Alrededores del río Nalón.
Hispania Citerior. Septembris del año 19 a. n. e.
Agripa nombró como su segundo a Publio Silio Nerva e iniciaron una campaña del terror en la provincia justo antes de empezar en verano. Estaba exigiendo compensaciones de guerra que difícilmente podría reunir una gran ciudad como Híspalis, a poblaciones que apenas llegaban a los mil habitantes. La imposibilidad de pagar aquellas sumas hacía que los romanos arrasasen los castros hasta los cimientos y crucificasen a sus habitantes.
Agripa esperaba provocar así a Corocutta y que saliese de su escondrijo, pero el rebelde no cayó en la trampa y las prácticas del general romano solo consiguieron cohesionar aún más si cabe, a los clanes gaélicos, vaqueos, cántabros y astures.
La siguiente medida de Agripa fue prohibir a estos clanes tener oro, plata, caballos o esclavos. Todos ellos debían ser entregados a los romanos, excepto los esclavos, que quedaban inmediatamente liberados. Los propios esclavos provocaron una pequeña masacre entre sus amos al intentar robarles aquel oro y plata antes de que cayesen en manos romanas. Corocutta tampoco dejó ver a su ejército.
De las indicaciones que recibió de Augusto, hubo una que Agripa no siguió: no degolló a los pastores. Al contrario, los dejó seguir sus rutas sin alterarlos lo más mínimo. Parecía ignorarlos por completo, pero lo que en realidad hizo fue seguirlos discretamente.
En una tierra sin alimentos naturales ni cosechas, aquellos rebaños eran la única forma de alimentar a un ejército de setenta mil hombres y, tras tres meses, Agripa dio con el paradero de Corocutta.
El rebelde no se dejó sorprender y sus exploradores divisaron a los romanos tres días antes de que los dos ejércitos pudieran encontrarse, pero Corocutta sabía que ya no le sería fácil esconderse de Agripa y se decidió a entablar batalla.
Los dos ejércitos se encontraron y se dispusieron para el combate el 20 de septembris del año 19 a. n. e. sin parlamento previo. Corocutta quiso acercarse para conocer en persona a Agripa, del que había oído hablar, pero este se negó a reunirse con el bárbaro y tan solo se ocupó de que fuese informado de que no aceptaría ningún tipo de rendición.
Corocutta no ocultó su hilaridad ante la posibilidad de rendirse ante unas legiones a las que había humillado ya varias veces.
La mañana era fría para la época del año y llovía débilmente. Agripa ordenó marchar a sus legiones y estas fueron recibidas por la ya habitual lluvia de flechas de los hombres de Corocutta. Esta vez, apenas provocaron bajas. Agripa había ordenado reforzar los escudos y habían hecho maniobras bajo intensos ataques de flechas sin punta para que los hombres aprendiesen a colocar sus escudos.
Justo antes de que las primeras líneas de ambos bandos tomasen contacto, el suelo se hundió bajo los pies de los romanos. Una nueva treta de Corocutta, que había tenido tiempo que cavar aquellas trampas y cubrirlas con ramas y pastos. Pero la acción no tuvo el éxito esperado. Apenas unas decenas de romanos cayeron en aquellas trampas y la situación se salvó con un par miembros rotos. Se evitaron los agujeros y los legionarios de la primera línea fueron clavando sus gladium a medida que avanzaban para asegurar la firmeza del terreno mientras eran protegidos por los escudos de la segunda línea.
Agripa ordenó a su caballería, comandada por un Cayo Furnio sediento de sangre, atacar el flanco izquierdo de Corocutta. El rebelde enfrentó a su propia caballería contra la romana, pero fueron masacrados rápidamente y los jinetes romanos pudieron concentrarse en la infantería rebelde.
Este era la única división francamente inferior a la romana. Corocutta era superior en infantería y sobre todo en arqueros y honderos. Además de su mejor conocimiento del terreno. Y a la superioridad numérica consagró su victoria.
Las primeras líneas de infantería se encontraron finalmente entre un gran estruendo de alaridos y metal chocando. Ambos ejércitos se tenían ganas, por las derrotas sufridas unos y por el castigo infligido a la población civil que no se había levantado en armas otros. Los primeros instantes fueron brutales y las líneas se rompieron en varios lugares para ambos bandos. Había brazos amputados, cabezas rodando y piernas seccionadas hasta los huesos por doquier, sin que se adivinase el avance claro de ninguno de los ejércitos enfrentados. Tan solo Cayo Furnio parecía avanzar claramente con la caballería y Corocutta decidió quitar hombres a la derecha de su retaguardia y enviarlos al flanco izquierdo para intentar contener a la caballería romana.
Cuando Agripa vio el movimiento ordenó un toque de corneta que Corocutta no supo identificar. Lo siguiente que alcanzó a ver fue cómo el bosque del flanco derecho de su retaguardia, que acababa de desproteger, cobraba vida y se convertía en una legión romana corriendo hacia ellos. Era la Cuarta Macedónica comandada por Publio Silio Nerva, la más veterana de las legiones romanas que había marchado aparte y oculta del resto del ejército hasta aquella mañana en que debía aparecer para masacrar la retaguardia rebelde.
Corocutta entendió rápidamente el movimiento romano, pero no tenía una orden sonora para pedir a sus hombres que se diesen la vuelta sin que estos entendieran que debían retirarse. La Cuarta Macedónica se enfrentaba a lo más bisoño de los clanes barbaros y estos apenas ofrecían resistencia ante la veterana legión.
A Corocutta solo le quedaba avanzar e imponer su superioridad numérica en el frente principal de batalla. Además, pudo observar cómo la caballería romana había sido momentáneamente frenada. El rebelde dio la orden de avance a la totalidad de sus fuerzas y los hombres frescos que se incorporaron al frente dieron un fuerte empuje contra la línea romana, que acabo por romperse en varias secciones.
Un nuevo toque de corneta de Agripa desconocido para Corocutta hizo temer lo peor al rebelde. Esta vez fue el bosque que protegía a su flanco izquierdo el que se convirtió en la Quinta Alaude. Corocutta no entendía cómo dos legiones completas podían haber escapado a su control, pero aquellas dos legiones salidas de la nada ya les estaban rodeando.
Agripa hizo tocar de nuevos las cornetas, pero esta vez Corocutta sí reconoció la tonada: llamaban a la línea principal del frente a sus más experimentados hombres. El general romano había dejado que los rebeldes rompiesen sus líneas para que no saliesen huyendo al saberse rodeados. Una vez que el cerco estuvo cerrado, puso en acción a lo mejor de sus legiones.
En combate aún duraría hasta el anochecer, sobre todo debido a los vaqueos, que consideraban un deshonor abandonar el campo de batalla salvo si era con una victoria y preferían morir antes que desertar o arrojar sus armas al suelo en señal de rendición. La victoria fue total, aunque en medio de enormes bajas también para los romanos.
Los cadáveres de Corocutta y su lugarteniente Gausón, fueron encontrados entre los restos del ejército rebelde. Habían caído a manos de algún legionario anónimo.
Agripa ordenó crucificar a los supervivientes que, una vez en la cruz, se dedicaron a cantar himnos en honor de la victoria.
El general perdió veinte mil hombres, la mitad de sus legiones. El ejército rebelde fue reducido a polvo y los pocos desertores que escaparon, perseguidos hasta la muerte.
Para acabar la campaña, Agripa ordenó el asesinato de cualquier hombre en edad militar en todos y cada uno de los castros de la Hispania Citerior. Fueron muchas las madres, que mataron ellas mismas a sus hijos para que no tuviesen el deshonor que morir a manos de un romano. Después, ellas mismas fueron obligadas a abandonar los castros antes de que fuesen quemados y arrasados hasta los cimientos.
Como última directriz, el general romano ordenó instaurar la ley marcial en la provincia durante un mínimo de sesenta años. La Sexta Vitrix, la Décima Gémina y la Cuarta Macedónica, las más veteranas y brutales de las legiones que habían participado en la campaña, se encargarían de mantener aquel estado a pesar de haberse quedado sin enemigos y que la población había quedado dispersa, hambrienta y reducida a unos pocos miles de mujeres, ancianos y niños de pecho.
Inmediatamente después, Agripa tuvo que desplazarse al sur con dos legiones para sofocar algunas revueltas menores. Augusto conoció la noticia y le pidió que buscase un lugar donde asentar a los veteranos que debían jubilarse y que erigiese un teatro en honor de la victoria. El general escogió la colonia de Emerita Augusta187 y dedicó los dos siguientes años a la construcción de un imponente teatro en las inmediaciones de la ciudad.
Agripa finalmente logró imponer la paz en la Hispania Citerior. La paz de los cementerios.
*
Roma.
Idus de aprilis del año 15 a. n. e.
A su regreso a Roma, Augusto concedió a Agripa un triunfo por su gran victoria sobre los clanes de la Hispania Citerior. El general rechazó tal honor aduciendo que el inmenso número de bajas romanas no merecía una celebración. Agripa sí fue ovacionado en el Senado y en las calles de Roma. Su fama ya solo era comparable a la del divino Julio César.
Tauro había expresado a Augusto su voluntad de regresar a Roma tras casi quince años como tutor de las provincias orientales. Había revueltas y disturbios en varias zonas y Agripa se mostró dispuesto tomar el relevo de Tauro en oriente.
El general apenas pasó en Roma tres meses —en los que volvió a dejar embarazada a Julia— y situó su base de operaciones en Mitilene, en la isla de Lesbos y oficialmente fue nombrado gobernador de Siria. Julia, a pesar de su embarazo insistió en acompañar a su esposo a su destino. A Augusto no le parecía del todo correcto que una mujer acompañase a un militar en las provincias, le parecía una costumbre de libertas y rameras, pero como en otras ocasiones, consintió a su hija.
De esta forma, ni Agripa, ni Julia estaban presentes para la inauguración del palacio imperial del Palatino.
Livia no quería enseñar todo el complejo por considerar que una amplia parte de éste era de uso privado de la familia imperial, de modo que se abrió a Roma en general y a los senadores en particular, el jardín y el salón de audiencias, conocido como “sala de las columnas”. Era una enorme estancia de doscientos cincuenta pies de largo con varias hileras de columnas abovedadas de granito rojo y negro. Al fondo, sobre un estrado de mármol blanco, Augusto había ordenado sustituir su habitual silla curul de marfil sin respaldo, por un confortable sillón forrado en púrpura y con remates de oro. La silla curul ya no le resultaba cómoda y necesitaba un respaldo donde acomodar sus huesos. Tenía a un escriba a cada lado para tomar notas de sus palabras.
Los senadores se acomodaron entre las columnas en torno al estrado para esperar el discurso inaugural de César Augusto, pero el imperator estaba sentado en su sillón con la mirada totalmente ausente, fijada en las baldosas de mármol blanco del suelo y por el movimiento de sus labios, parecía estar hablando solo.
Los escribas intentaban agudizar su oído ante aquella vaga letanía por si debían anotar algo, pero no acertaban a oír lo que estaba diciendo. Los senadores casi no se atrevían a respirar en espera de que la ceremonia empezase y en medio de un solemne silencio.
—¡¡No me parece correcto que sea una esfinge!! No era una mujer virtuosa —dijo de repente gritando.
Livia se acercó a él y le habló en voz baja.
—Querido, los senadores esperan tu discurso.
Augusto reaccionó ante Livia y le dedicó su mejor sonrisa aunque le faltaban ya algunos dientes.
—Livia, hay que cambiar el anillo de la esfinge. No es digno de mí.
—Diremos al mejor orfebre de Roma que prepare algo más adecuado. Pero ahora debes dar tu discurso —le contestó ella en un susurro.
Augusto levantó la mirada y se vio rodeado de hombres vestidos con la toga preatexta expectantes.
—Mi discurso… —dijo recordando vagamente—. ¿Dónde están mis pretorianos?
—Están fuera del edificio, imperator —dijo uno de los escribas.
—Que formen aquí delante para mi protección, ¿es que no recordáis cómo murió mi padre?
Veinte miembros de la guardia pretoriana con sus togas cortas azules y sus armaduras de plata reluciente se colocaron entre Augusto y los senadores ante la mirada recelosa del imperator.
—Hay conspiraciones contra mí —dijo a uno de los pretorianos al oído.
El militar asintió con la cabeza y se llevó la mano a su gladium, señalando el arma con un movimiento de sus cejas. Augusto sonrió complacido y volvió a tomar asiento. Los senadores murmuraban con cierto nerviosismo.
Augusto rebuscó entre los pliegues de su toga y sacó algunas notas escritas en papiro.
—Este es el palacio imperial, el símbolo de la nueva Roma. Construido sobre nuestra historia para ser los cimientos de nuestro futuro…
Augusto dejó caer sus notas al suelo y volvió a perder su mirada en ninguna parte.
Livia se adelantó entre los invitados, subió de nuevo al estrado y se dirigió a los presentes.
—El imperator César Augusto no se encuentra bien hoy por haber pasado mala noche. Os invito a disfrutar de su nueva residencia y espero que se convierta en el orgullo de Roma. Los sacerdotes realizaran ahora los sacrificios en las escalinatas de acceso. —Livia alzó los brazos señalando las puertas y todos los senadores entendieron que debían irse.
A la salida se formaron los habituales corrillos de senadores, en uno de ellos estaban Emilio Lépido y Cornelio Pompeyo, ambos nietos de ilustres del pontífice máximo y Pompeyo el Grande respectivamente, junto hombres de menor nombre como Lucio Silvano o Cayo Scevola.
—El hombre que dirige la nación no parece capaz de dirigir su propia casa —dijo Scevola tanteando el terreno.
—¿El hombre?, pensaba que era Livia la que llevaba las riendas —dijo Pompeyo sarcástico.
—Quizás no deberíamos tener esta conversación aquí —intervino Emilio Lépido.
—Ni aquí ni en ningún lugar. ¿De qué estáis hablando? —dijo Silvano.
—De nada —concluyó Scevola mientras sus palabras eran ahogadas por el mugido póstumo de un buey degollado.
—Pero si queréis seguir hablando de nada, podemos hacerlo en mi residencia esta noche —invitó Pompeyo—. No habrá oídos indiscretos.
A la cena, además de Lépido, Pompeyo, Silvano y Scevola, asistieron Plaucio Rufo y Fanio Cepión.
—¿Creéis que así empezaron los asesinos de Julio César? —preguntó a sus acompañantes un visiblemente nervioso Pompeyo.
—Julio César era muchas cosas, pero mantuvo la cabeza en su sitio hasta el último día. Augusto ha perdido el juicio y no creo que Antonio Musa tenga remedio para eso —dijo Cepión.
—Me niego a compararme con Casio y Décimo Bruto —dijo Silvano aparentando dignidad.
—Un momento. Yo no estoy hablando de matar a nadie —dijo Rufo.
—Entonces, ¿qué solución propones Rufo?
—No lo sé, pero no podremos acercarnos a menos de treinta pies de los pretorianos.
—Señores. Estar aquí manteniendo esta conversación ya es alta traición al estado. No supondría un destierro más o menos incómodo. Seriamos despojados de la ciudadanía y ejecutados. Si vamos a asumir ese riesgo, al menos concretemos de qué estamos hablando —dijo Pompeyo.
—Hablamos de dar los pasos necesarios para que Roma siga adelante sin Augusto —dijo Silvano.
—Curiosa elección de palabras, Silvano. Solo se te puede acusar de querer jubilarlo honrosamente.
—He dicho: lo que sea necesario.
—¿Lo que sea necesario es vencer su posición en el Senado, poner al ejército en su contra y derrocarle o asesinarle? —Por primera vez Pompeyo se atrevía a poner las cartas sobre la mesa.
—Me niego a que mi nombre se mezcle con el de asesinos —insistió Silvano.
—El ejército está con él y sobre todo está con Agripa, no podemos transitar ese camino.
—Pues en el Senado no vamos a derrotarlo. No podemos arriesgarnos a promover una propuesta así. Llegaría a sus oídos antes de la votación y nuestros cuerpos aparecerían como el de Labeón —dijo Rufo.
—Solo nos queda el asesinato.
Todos se miraron en silencio mientras la comida que los esclavos habían ido ofreciendo estaba sin tocar. Ninguno podía probar bocado en mitad de aquella conversación. Por el contrario, varios de aquellos senadores necesitaron hacer uso de las letrinas.
A la mañana siguiente todos ellos fueron detenidos. Rufo y Cepión se quitaron la vida en cuanto los esclavos les anunciaron que los pretorianos estaban a las puertas de su residencia con órdenes de arresto.
Lépido, Pompeyo, Silvano y Scevola fueron llevados a la sala de las columnas, los dos últimos inconscientes por los golpes, donde un recuperado Augusto les esperaba con mirada de furia.
—¿Es cierto que conspiráis contra Roma?
Lépido fue el único capaz de tomar la palabra.
—Solo hablamos de la República.
—Yo soy la República, soy Roma.
—Roma… Roma necesita recuperar los valores del pasado. El actual estado es contrario al Mos Maiorum —acertó a decir mientras Pompeyo sollozaba.
—¿Y eso lo dice el sobrino del último hombre que quiso coronarse rey de Roma y nieto del extriunviro traidor a la república?
Lépido agachó la cabeza ante la evidencia.
—Suplico tu perdón, César. ¡¡Suplico tu perdón!! —intervino Pompeyo de rodillas.
—Y yo te concedo mi perdón, Pompeyo. Os lo concedo a todos porque seréis la prueba viviente de que no se puede traicionar a Roma. Os expulso del Senado, pero os prohíbo abandonar Roma. Viviréis aquí con vuestra vergüenza y toda la ciudad será informada de vuestra deslealtad.
—No puedes expulsarnos del Senado sin una votaci… —empezó a decir Lépido.
—¡¡¿Que no puedo qué?!! —le cortó Augusto en un estentóreo grito que retumbó entre las columnas de granito.
Augusto hizo un despectivo gesto con la mano a los pretorianos para que los sacasen de allí, y Pompeyo y Lépido abandonaron la sala de las columnas con alivio mientras Silvano y Scevola eran arrastrados por los guardias.
—¿Quién nos habrá traicionado? —preguntó Lépido entre dientes.
—Su Roma nos ha traicionado —contestó Pompeyo.
*
Augusto dejó de ir regularmente al Senado y solo acudía a las votaciones para tomar nota de los senadores que se abstenían se oponían a sus propuestas. Con el retiro de Mecenas, Valerio Mesala y Publio Quintilio Varo eran los encargados de dirigir y aleccionar a la cámara sobre lo que debían votar en cada ocasión. Los debates eran vacíos y se respiraba un importante ambiente de terror en cada reunión. Sin embargo, nadie podía negar que el imperio extendía sus fronteras, la ciudad estaba mejor abastecida y alimentada que nuca y los impuestos llegaban puntualmente desde las provincias.
Valerio Mesala era un hombre nuevo, alto, de nariz prominente y tremendamente práctico. Creía en la república, pero no en la posibilidad de reinstaurarla, de modo que se esforzó por apoyar al hombre dirigía los designios de Roma y trabajó para mejorar su funcionamiento. Augusto le recompensó haciéndole su portavoz en el Senado y su familia prosperó rápidamente.
Quintilio Varo era un joven provinciano del norte de la península itálica que había accedido al Senado por méritos militares en Germania. Era el típico hombre rudo, fuerte, sincero y valiente de los que gustaba rodearse a Augusto. Un Agripa veinte años más joven del que podía esperar fidelidad absoluta; además, como el general, era de origen humilde.
Ambos supieron acercarse al círculo de amigos de Tiberio y Druso y fueron accediendo a diferentes cargos de más o menos importancia hasta que en el año 14 a. n. e. Varo fue enviado a Siria como legado de Agripa, Tiberio marchó a Germania a repeler a las tribus del norte y Druso fue nombrado cuestor de Roma a la sorprendente edad de veinticuatro años. Por supuesto por mandato de Augusto, expuesto por Mesala, pero con ello los cuatro amigos pasaban a ser la nueva camada dominante en Roma.
Además, Druso y Antonia tenían ya dos hijos, Germánico y un sietemesino, que nació cojo y sordo de un oído, al que llamaban Claudio y que apuntaba a ser tartamudo y algo lerdo.
Tiberio había cumplido los veintiocho años. Augusto lo seguía considerando idiota, pero Livia estaba ejerciendo su influencia con muy buenos resultados. La matrona se encargaba de surtir de vírgenes a Augusto y susurraba a su oído los cargos o destinos que quería para sus hijos. En muchas ocasiones, las amantes de Augusto proporcionadas por Livia, eran las mujeres de sus tímidos adversarios políticos o las hijas de estos. Después, Livia se encargaba de que la noticia se difundiese en la ciudad para humillar a los adversarios y demostrar que César Augusto estaba por encima de su propia ley.
El imperator gustaba de asistir a los juicios de Druso, al que apreciaba infinitamente más que a Tiberio y a mediados de año tuvo la oportunidad de presenciar un juicio contra un tal Emilio Eliano de Corduba, acusado de insultar al imperator. El hombre había expresado en una taberna en voz alta lo que media ciudad pensaba: que Roma no volvería a ser la misma. Pero alguien queriendo ganarse unas monedas le había denunciado.
Eliano de Corduba ejerció una hábil defensa dando la vuelta a los argumentos de la acusación y diciendo que, efectivamente, la ciudad no volvería a ser la misma, no volvería a estar sucia, no volvería a faltar el alimento y no perdería la resplandeciente luz que le otorgaba el mármol del que Augusto la había recubierto.
Druso no tenía argumentos para condenar a aquel hombre aunque no quería dejar sin castigo su falta y aprovechando que Augusto estaba allí, le preguntó qué condena le parecía más oportuna.
—Me gustaría que fuese condenado a que se me permita investigar a este hombre y poder hablar mal de él libremente.
El propio Eliano no pudo evitar reírse.
Druso dictó la peculiar sentencia y Augusto empezó a ver en el más joven de los hijos de su mujer a un posible heredero, se ocupó de tenerle cerca y comenzó a consultarle muchas de sus decisiones. Livia seguía con su fijación con Tiberio, pero no opuso resistencia al ascenso de su benjamín.
Cuando Dioscórides de Damasco llevó al palacio imperial la joya que debía sustituir al anillo de la esfinge, Augusto no recordaba haberlo encargado y Druso atendió al orfebre y consiguió convencer a su padrastro de la valía de la obra.
Era un anillo de oro con un inmenso diamante rojo engarzado con la efigie de Augusto delicadamente tallada. Dioscórides dijo haber traído la piedra de los territorios al este del río Indo y que su coste superaba los cincuenta mil sestercios. Druso pagó la suma de su bolsillo ante la negativa de Augusto, que volvía a sufrir una de sus ausencias.
Cuando recuperó la consciencia, sustituyó el anillo de la esfinge por aquella joya y entregó a Druso el doble de lo que este había pagado a Dioscórides, agradeciéndole su intervención para evitar otro escándalo en Roma.
—El estado de su mente no puede ser ocultado por más tiempo —dijo Druso a Livia cuando ambos estaban solos.
—Antonio Musa dice que no hay remedio para su mal y que empeorará con los años. Pero debemos mantenerle hasta que Tiberio se asegure la sucesión.
—¿Crees que nombrará a Tiberio, madre?
—Así lo creo. Los hijos de Julia y Agripa son demasiado jóvenes.
El mayor de los nietos naturales del emperador, Cayo, había cumplido seis años y su hermano Lucio estaba cerca de los cinco. Julia había dado a luz recientemente a una niña, Julilla y según las cartas que enviaba desde Lesbos, volvía a estar embarazada.
Agripa, por su parte, había tenido que ir al Bósforo188 a sofocar una revuelta, dejando a Julia sola y la hija del imperator anunció que regresaba a Roma con los niños. El general estuvo de acuerdo y, más aún si cabe, cuando recién aplastados los insurgentes del Bósforo, recibió el encargo de desplazarse a Germania, donde Tiberio estaba fracasando en sus intentos de pacificar a las tribus del norte.
Agripa aprovechó la ocasión para pasar por Roma y conocer a su nueva hija, Agripina. Como no podía ser de otra manera, dejó a Julia embarazada de nuevo y recibió el encargo de Augusto de llevar a Druso con él a Germania para iniciar al chico en el arte de la guerra.
Julia estaba encantada de volver a Roma y tras casi tres años fuera, se encontró con que el poder de su padre estaba más patente que nunca y que ella, como su única hija era una de las personas más importantes del imperio. Entre las mujeres, solo estaba por detrás de Livia.
Dado que el matrimonio imperial se dejaba ver poco, en parte por miedo a que se hicieran públicas las ausencias de Augusto, Julia se convirtió en la invitada favorita de todas y cada una de las fiestas que se daban en Roma.
No había día en que no recibiese una invitación y entre aquellas fiestas a las que le gustaba ir, estaban las de Sempronio Graco.
Graco era un joven romano descendiente de los Gracos que habían dominado la política romana cien años atrás. Estaba emparentado con Fulvia Flaco, la esposa de Marco Antonio, con los Marcelos y vagamente con los Drusos, cuyo máximo exponente actual era Livia. Era un joven guapo sin demasiada sesera y mucho más hábil organizando fiestas que en la arena política.
Él y Julia no se conocían hasta el regreso de la joven de Lesbos, pero tenían la misma edad, similar educación y los suficientes apellidos ilustres como para codearse como iguales.
Julia pasó de ser la invitada de excepción a ser el centro de cada fiesta y pronto Graco organizó las fiestas directamente en su honor.
A finales del año 13 a. n. e. se anunció en la ciudad una celebración en la que los invitados serían llevados a la residencia de los Gracos subidos en elefantes y jirafas, se beberían los caldos más exclusivos del mundo, los invitados irían vestidos de oro y plata y se había encargado en exclusiva un barco entero de garum de Gades.
La realidad fue que no hubo elefantes, ni jirafas, ni oro, ni tanto garum como se había prometido, pero Roma entera deseaba ser invitada a aquella fiesta. Y cuando los asistentes fueron llegando, Graco los invitó a todos a besar los pies de Julia para poder permanecer allí. Julia y Graco habían empezado la fiesta por su cuenta unas horas antes y la muchacha estaba evidentemente bebida a pesar de su estado de gestación.
Muchos de los invitados encontraron divertida la situación y besaron los pies de la chica mientras Graco soltaba un improvisado discurso.
—Cuando el gran Alejandro Magno encargó al escultor Apeles las esculturas de su palacio, este retrasó el encargo hasta encontrar a la musa adecuada. Finalmente, halló a Campaspé, una concubina Siria de singular belleza, y en su cuerpo y su sonrisa basó todas las obras que adornarían aquel palacio. Cuando la obra estuvo acabada, Alejandro muy complacido con el resultado, regalo a la concubina Campaspé a Apeles como parte del pago de su trabajo. Yo os invito a admirar a la Campaspé de Roma, la musa de la ciudad que inspira a todos los artistas sus obras. —Graco derramaba su copa de vino en cada espasmódico movimiento que hacía mientras Julia le sonreía halagada, a pesar de estar siendo comparada con una concubina.
Buena parte de los invitados se dieron la vuelta y abandonaron la fiesta al negarse a besar los pies de Julia. Graco cerró las puertas de su villa tras ellos, jurándoles que jamás volverían a ser invitados a una fiesta en Roma. Y que informaría al imperator de su insolencia.
—Deben ser demasiado ilustres para mis pies —dijo Julia por si alguien tenía dudas de su embriaguez.
—Ya no queda nadie ilustre en Roma —le contestó Graco.
—Pues serían ilustres sus antepasados —dijo ella poniéndose de pie con dudoso equilibrio.
—Aquellos que se jactan de las hazañas de sus antepasados, no tienen nada personal de lo que jactarse.
Julia estalló en una estentórea risa por la ocurrencia de Graco y le besó en los labios a la vista de todos los invitados.
*
Agripa y Druso se encontraron con Tiberio en Germania en el año 12 a. n. e. el general había cumplido los cincuenta años y había dejado de acompañarle el brío de antaño. Tampoco veía necesario mantener excesivas formalidades con el inútil de Tiberio, por lo que le recriminó sus errores tácticos sin compasión y con testigos en el Praetorium.
—Entras con cuatro legiones en territorio hostil inexplorado, no llevas contigo el suficiente alimento y acampas sin suficientes defensas. Suerte tienes de mantener la cabeza sobre los hombros.
—No había enemigos a la vista —se justificó Tiberio.
—¿Y crees que los enemigos van a avisarte siempre de su ataque noblemente, o harán tronar sus cuernos para que estés preparado?
—Creo en la nobleza de la guerra —dijo Tiberio con tono altivo.
—Pues cree en la realidad de la muerte. Además, no expongas a los ejércitos de Roma al peligro por tus ideales.
—Creo que las legiones siguen aquí, Agripa. No habrán sido tales los peligros.
—Tiberio ¿cuándo aprenderás que esto es una guerra? No son tus fiestas en Roma o las obras de alguna cloaca. Cuando un arquitecto comete un error, se solicita más mármol para taparlo, cuando el error lo comete un general, se solicita la presencia de Caronte. Y se le da mucho trabajo.
Tiberio no quiso responder al general y contuvo su mirada de odio dirigiéndola al suelo.
En las siguientes semanas, Agripa demostró llevar razón tras infligir tres rápidas derrotas a los germanos y limpiar de bárbaros toda la cuenca del Danubio hasta Panonia.189
En februarius, el general decidió regresar a Roma y volvió a dejar a Tiberio al mando del frente germánico, aunque con Druso como su segundo al mando con la esperanza de que impusiese algo de sentido común.
Agripa pasó por Roma el tiempo justo para recoger a Julia, que estaba ya de siete meses y marcharse a Puteoli a descansar tras tres años de continuas campañas por medio mundo.
Allí tenía pensado escribir sus memorias.
Memorias de Agripa:
Puteoli,
martius del año 741 ad urbe condita.190
Me llamo Marco Vipsanio Agripa y soy el general de los ejércitos de Roma en tiempos de César Augusto, al que lo dioses guarden por muchos años.
Me dispongo ahora a escribir mis memorias, antes de que los años nublen mi memoria y no permitan recordar los he…
Agripa dejó de escribir porque de repente todo se volvió blanco a su alrededor, primero confundió su propia letra con el papiro donde escribía, después dejó de ver sus manos. Alzó la mirada y no vio la ventana que tenía al frente. Todo era repentinamente blanco.
Se sobresaltó e intentó levantarse para llamar a Julia, pero un fuerte dolor en el interior de su pecho le detuvo. Se llevó las manos al corazón y torció el gesto por el dolor. El general se precipitó hacia adelante primero y su cuerpo sin vida cayó al suelo sobre el costado derecho después, sin llegar a emitir un solo gemido.
Marco Vipsanio Agripa murió a la edad de cincuenta y un años.
El vencedor de la mayor batalla naval de la historia de Roma, Accio. De Mutina, Filipos y las Guerras Cántabras, además de otra larga serie de campañas menores, murió en su residencia de Puteoli con una pluma como única arma en sus manos.
César Augusto llegó al día siguiente acompañado por Livia. El imperator abrió en persona el cortejo fúnebre que llevó el cuerpo de su más fiel amigo a Roma. Allí se encargó personalmente de su discurso fúnebre y honró a Agripa con los más altos honores del estado y un funeral majestuoso, incluyendo el entierro de sus restos en el mausoleo imperial.
Augusto no se cortó el pelo, ni se afeitó durante tres meses en señal de duelo. Durante este periodo se interrumpieron las reuniones del Senado y toda Roma lloró a su general.
Livia acompañó a Julia en el cortejo fúnebre solemnemente vestida de negro y agarrando con fuerza las manos de su nuera. Se ocupó de sus cuidados hasta el nacimiento de su quinto hijo, que recibió el nombre de Póstumo Agripa, y estuvo junto a la muchacha de apenas veintisiete años en la que era la segunda vez que se quedaba viuda.
Muchos aseguraron haber oído las palabras que dirigía Livia a Julia durante el cortejo fúnebre:
—Eres joven. Tienes que pensar en tus hijos y en tu próximo esposo, Julia.
El testamento de Agripa dejaba una tercera parte de sus posesiones a su amada Julia y cien monedas de oro para cada ciudadano de Roma. El resto se lo legaba todo a César Augusto.
Cuando Augusto abandonó el luto su primera decisión fue adoptar a Cayo y Lucio, los hijos de Julia y Agripa y criarlos como propios. No lo hizo con Póstumo como muestra de respeto a su amigo y para que pudiese continuar su linaje.
Livia montó en cólera al ver a nuevos competidores para la sucesión, pero siguió concentrada en sus maniobras para acercar a Tiberio y Julia.
Carta de Livia Drusila a Tiberio Claudio Nerón.
Roma.
Augustus del año 741 ad urbe condita.
Queridísimo Tiberio:
Espero las campañas en Germania estén dando sus frutos y estés logrando grandes gestas para Roma.
Roma está necesitada de hombres como tú, valerosos y dispuestos a sacrificarse. De hecho, debo decirte que Roma está a punto de pedirte otro sacrificio: debes estar preparado para divorciarte de Vipsania en cualquier momento.
Ya sé que la chica te gusta, pero la joya de la corona de Roma vuelve a estar soltera y sabes que es en su lecho donde se forjan los herederos.
No veo otro candidato posible e intento que la mente poco clara de mi marido vea las cosas como las veo yo hace tiempo. Pronto conseguiré que acepte el matrimonio y debes venir a Roma, casarte y dejar a la chica encinta inmediatamente. Por todos los dioses que es fértil todavía. Ha pasado más tiempo embarazada que dormida en los siete años de matrimonio con Agripa.
Recibirás una carta mía cuando todo esté listo para que adelantes tu viaje a Roma.
Dile a Druso que le escribiré pronto.
LIVIA DRUSILA
Emperatriz de Roma.
Carta de Tiberio Claudio Nerón a Livia Drusila.
Vindobona,191
septembris del año 741 ad urbe condita.
Querida madre:
La campaña Germana va bien bajo mi mando. Los hombres me son leales y obtenemos victoria tras victoria ante estos salvajes sin orden ni valor.
Están aprendiendo lo que es un ejército romano bien dirigido.
Debo decirte que no voy a divorciarme de Vipsania bajo ningún concepto.
Julia es nefas, ya ha enterrado a dos maridos y no seré yo el tercero, no me agrada su figura, su porte, su cara, ni su personalidad.
Hay pocos matrimonios felices en Roma, y Vipsania y yo formamos uno de ellos y mi decisión de permanecer junto a ella es irrenunciable.
Aparca esas ambiciones que no comparto y deja de manipular a todo el mundo a tu alrededor, madre.
Druso te envía saludos.
TIBERIO CLAUDIO NERÓN,
General de los ejércitos del norte.
Tiberio se divorció de Vipsania dos meses después.
A principios del año 11 a. n. e. llegó a Roma la noticia del fallecimiento de Marco Emilio Lépido. El triunviro había muerto ocho meses antes en su exilio de Tarso y a nadie se le había ocurrido informar a Roma, olvidando que el veterano exsenador seguía ocupando el cargo de pontífice máximo. El cargo era vitalicio y no se le podía despojar de él bajo ningún concepto, por lo que Roma había permanecido sin pontífice máximo dentro de sus murallas cerca de veinte años. Augusto asumió otro cargo más y, en este caso, uno dotado de mucho poder efectivo, pues podía decidir por sí solo qué matrimonios se llevarían a cabo en toda Roma y cuáles no, además de tener que estampar su firma en cada divorcio. No podía evitar las separaciones, pero podía alargarlas indefinidamente si no firmaba el decreto.
La toma de posesión del cargo de pontífice máximo, engrandeció su alargada sombra de poder sobre las más antiguas y rancias familias de Roma. Aquellas que seguían practicando el matrimonio político y que en adelante tendrían que contar con su aprobación para rubricar sus alianzas.
Livia tuvo de repente a su disposición a todos los adolescentes romanos para manipular a sus familias y establecer alianzas matrimoniales a su antojo. Pero a pesar de aquel súbito divertimento, el matrimonio por el que trabajaba y el que más le preocupaba era otro.
—No vas a dejar a la chica viuda con menos de treinta años y siendo fértil. Tendrás que volver a casarla.
—Acaba de ser madre y está de luto. No parece una urgencia para Roma —dijo Augusto intentando que Livia le dejase tranquilo con el tema con el que le martilleaba desde hacía semanas.
—Puede que no sea urgente, pero es necesario.
—¿Necesario para quién?
—Augusto, es tu hija, ¿no deseas su felicidad?
—Claro, Livia, pero ¿qué deseas tú?
—Salvaguardar el imperio —dijo solemne y casi creyéndose sus palabras.
Augusto tuvo que reírse.
—Veo que eres el imperator de Roma, pero aún no has entendido lo que se mueve bajo sus cloacas —dijo Livia con todo el desprecio que pudo reunir en sus labios.
—No, Livia. Muéstramelo. Estoy seguro de que sabes mucho de sus cloacas.
—Un hijo de Julia y Tiberio sería la unión perfecta de las familias Julia-Claudia. Sería un verdadero heredero y con un heredero fuerte prevendrías los atentados y garantizaríamos la posición de la familia imperial.
—¿Crees que la posición de la familia no es segura?
—Creo que son varias las ocasiones en que el Senado ha intentado apartarte del poder y no siempre con la fuerza de los votos. La certeza de que con tu desaparición te sucederá un heredero fuerte, desalentaría a tus enemigos.
—Pero ese heredero no será Tiberio. Sería el hijo de Tiberio y Julia.
A Livia se le iluminó súbitamente la mirada al ver sus planes a punto de cumplirse.
—Por supuesto. El hijo de ambos. El futuro César Augusto Claudio.
Augusto no pudo sonreír ante la idea.
—¿Los chicos estarán de acuerdo?
—Ambos están solteros y necesitan rehacer sus vidas, ¿Por qué no iban a estarlo?
Lo cierto es que Julia no lo estaba.
La viuda de Agripa se había visto liberada de la educación de sus hijos Cayo y Lucio con la adopción de estos por parte de Augusto. Nada más nacer Póstumo lo entregó a un ama de cría y se olvidó de él junto con Julilla y Agripina para entregarse por completo a la vida disoluta en compañía de Sempronio Graco. Julia volvió a la noche romana, las fiestas, los excesos y el alcohol.
A principios de aquel mismo verano, su padre la llamó al palacio imperial para tratar diversos asuntos con ella. Julia tenía un aspecto horrible, había ganado algunos kilos, tenía los ojos hinchados y con un fondo amarillento. Estaba despeinada y su olor no recordaba al jazmín precisamente.
Su padre pudo ahorrarse contemplar aquel descarnado aspecto por encontrarse su mente ausente aquella mañana. Para cuando Augusto dejó sus solitarios murmullos y su mirada se volvió lúcida de nuevo, Livia se había ocupado de adecentar a Julia, de hacer que la bañasen, maquillasen, peinasen y le buscasen un vestido digno de la hija del imperator.
Julia estuvo casi agradecida a Livia cuando pudo comprobar su mejorado aspecto ante un espejo de plata de pulida.
—¡Julia! —celebró Augusto el reencuentro con su hija.
—Padre —dijo ella, lacónica.
—Debemos ocuparnos de ciertos temas.
Julia miró de reojo a su alrededor buscando a Livia, pero no estaba en la sala de las columnas. Una docena de pretorianos eran su única compañía.
—No voy a casarme con Tiberio, padre —dijo ella sin rodeos.
—Hija mía, siempre tan despierta y al acecho. Que gobernante se perdió Roma por no haber nacido hombre.
Padre e hija se miraron unos instantes.
—Pero sí vas a casarte con Tiberio —dijo Augusto con tono inflexible.
—¿Hasta cuándo seré la puta de Roma, padre?
—¡¡Julia!!
—La puta que entregas a todos los hombres de Roma para que la hagan suya en tu propio beneficio. ¿O es Livia la que se beneficia de esto?
—Tiberio es el hombre adecuado.
—¿Es más o menos adecuado que mis dos esposos anteriores?
—Hija mía, te he procurado los mejores hombres de Roma. ¿O es que no te casaste enamorada de Agripa?
—Eso no significa que fuese mi elección.
—¿Tu elección, Julia? Eres la hija del imperator, por Júpiter. ¿Crees que puedo dejar que te cases con cualquiera? Tu vientre es el futuro de Roma.
—Ya le he dado cinco hijos a Roma. Tiberio no es de mi agrado y sé que yo no lo soy del suyo.
—¡Poco me importa si es de tu agrado o no, te casaras con él! —tronó Augusto dando por acabada la conversación.
Livia sonreía tras una pared mientras las primeras lágrimas recorrían el rostro de Julia, arrastrando con ellas su maquillaje.
La ceremonia se celebró en Roma justo catorce meses después de la muerte de Agripa. Augusto se encargó de leer los augurios en las tripas de un cordero y bendijo una unión de la que dijo, dependería el futuro del imperio.
Tiberio regresó a Roma, contrajo matrimonio, lo consumó y volvió al frente germano en la misma semana, tras comprobar el horrible aspecto que presentaba su ya esposa.
Livia iba por el palacio imperial dando saltitos y tuvo palabras amables incluso para su cuñada Octavia, que abandonó su retiro voluntario de Velletri para asistir a la ceremonia.
Fue la última ocasión en que se vio con vida a Octavia. La matrona nunca se había recuperado de la muerte de Marcelo y su retiro no hizo más que acrecentar sus males, al abandonar la intensa actividad que mantenía en la guardería.
Murió en Velletri pocos meses después de la boda de su sobrina a la edad de cincuenta y cuatro años. Augusto le rindió los más altos honores fúnebres. Como pontífice máximo legisló para que el Senado la elevase inmediatamente a la categoría de diosa. Acuñó una serie de monedas conmemorativas con su efigie y edificó un monumento en su honor entre los templos de Júpiter y Juno, al que llamó El Pórtico de Octavia192. La construcción incluía una biblioteca en memoria de Marcelo y una schola en honor de la propia Octavia. Poco a poco fue ornamentándose con obras de arte de los más importantes artistas de Roma.
Tiberio seguía amando a Vipsania. Ella se atrevió a desafiar a Livia y se negó a casarse con los candidatos que esta le proponía con el fin de alejarla de su hijo, pero Tiberio y la hija de Agripa seguían viéndose en secreto. Julia acabó enterándose y la situación le dio alas para entregarse por entero a Sempronio Graco.
Las fiestas se multiplicaron. La diversión sin control y el exceso de alcohol derivaron en bacanales y orgias, y Sempronio Graco terminó publicitando secretamente entre sus más allegados, que en sus fiestas era posible yacer con la hija del imperator sin demasiados impedimentos y con el consentimiento de ésta.
Pronto, además de Graco, Julia contó con Apio Claudio Pulcro, Quinto Crispino e incluso el liberto Demóstetes entre su lista de amantes.
En los saturnales193 del año 11 a. n. e. con Tiberio en Germania, Graco, Julia y su camarilla organizaron una orgia en el foro. Julia practicó sexo con todo aquel que se mostró disponible en el mismo estrado en el que su padre daba los discursos, a la vista de toda Roma. Aquello fue un escándalo, pero absolutamente nadie se atrevió a informar a Augusto por temer ser el centro de la ira del imperator.
En medio de aquellas interminables orgias, Julia conoció a las principales alcahuetas de la ciudad y cuando no tenía una fiesta en la que saciar sus más bajos instintos, vendió su cuerpo por unas pocas monedas en algunos de los lupanares más selectos de Roma. Después regalaba el dinero a otras chicas o arrojaba las monedas a las fuentes de Roma.
Julia consideraba que su padre la había convertido en la puta de Roma y decidió convertir su crispación en un tormento y una vergüenza para la familia imperial.
El asunto terminó llegando a oídos de Livia, pero también le ocultó a su esposo lo que ocurría. No podía permitir que Augusto matase o desterrase a Julia sin haber conseguido tener un hijo que atribuir a Tiberio. Prefirió someter a su propio hijo a aquella humillación por el bien de sus propias ambiciones.
A finales del año 10 a. n. e. el rumor era el más jugoso de Roma y todos los enemigos políticos de Augusto habían profanado el cuerpo de su hija en una u otra ocasión. En una de aquellas orgias, Julia cruzó la mirada con Julio Antonio, el hijo del extriunviro Marco Antonio que estaba ahora casado con Marcela, la primera mujer del difunto Agripa.
A Julia le pareció divertido yacer con el marido de la primera esposa de su difunto esposo. Le parecía algo así como cerrar un círculo. Y fue pasando de cuerpo en cuerpo hasta tener el miembro de Julio Antonio en su boca. El joven sabía que Julia estaba en la fiesta, pero entre el éxtasis y la deficiente iluminación, no fue consciente de tener a la hija de Augusto arrodillada ante él hasta que la reconoció mirándole desde abajo con cara lujuriosa.
Julio Antonio sufrió una repentina pérdida de virilidad y su miembro se volvió flácido entre los labios de Julia. Pero la puta de Roma sabía cómo reparar aquello y masajeó el miembro y el perineo de Julio Antonio hasta que este olvidó sus miedos y recuperó su solidez.
Julio Antonio vació sus fluidos en la garganta de la hija de Augusto y abandonó la fiesta asustado.
Al día siguiente, cuando ya caía la tarde, Julio Antonio hizo una discreta visita a casa de Julia.
—Tenemos que hablar —le dijo él cuando estuvieron a salvo de las indiscretas miradas de esclavos y sirvientes.
—¿Sólo has venido a hablar? —dijo ella dejando caer su túnica y quedando completamente desnuda.
—Julia, por favor —dijo un azorado Julio Antonio apartando la vista.
—Puedes mirar aquello de lo que disfrutaste ayer.
—Julia, nos conocemos desde niños, eres amiga de mi esposa. Esto no puede volver a pasar ni trascender.
Julia, lejos de recatarse y vestirse, permanecía de pie frente a Julio Antonio con los brazos en jarras.
—Mírame, Julio. ¿Me deseas?
El romano giró lentamente la cabeza hasta situar sus ojos a la altura del ombligo de Julia y a poco más de palmo de su piel. Guardó silencio unos instantes y admiró un cuerpo que había anhelado secretamente muchas veces.
—Puedo oler tu sexo.
Julia no necesitó más. Tomó en sus manos la cabeza de Julio Antonio y la dirigió contra su sexo.
Julio Antonio abandonaba cada mañana azorado la residencia de Julia y volvía a la noche siguiente a por más. Curiosamente, consiguió que Julia se concentrase por unos meses en su solo amante y abandonase sus actividades de prostitución y las fiestas de Sempronio Graco. Pero el mal estaba hecho.
Graco, Claudio Pulcro, Crispino y el resto de la camarilla de Julia, conformaban la primera generación de las familias nobles romanas que no habían podido acceder a las diferentes magistraturas de la república, conforme a las costumbres del Mos Maiorum.
Veían cómo hombres como Valerio Mesala o Publio Quintilio Varo prosperaban en los puestos de gobierno con base en su amistad con la familia imperial mientras que ellos permanecían excluidos. Y lo que era más grave, veían cómo hombres más jóvenes como Druso, ocupaban ya cargos con los que ellos ni soñaban para un futuro.
Augusto había truncado las carreras a las que tenían derecho por origen, fortuna y abolengo, y una hornada de jóvenes insatisfechos con mucho tiempo libre y exceso de alcohol, no pudo hacer otra cosa que organizar una nueva conspiración.
Si bien es cierto que ninguno de ellos se veía con arrojos de cometer un magnicidio, prácticamente cada noche y con diferentes invitados, planeaban cómo hacerlo. La ausencia de Julia los últimos meses en sus fiestas y orgías facilitó las conversaciones y los jóvenes miembros de la manada, imaginaban ya como se repartirían la república sin el tirano imperator.
—Graco será cónsul superior y yo inferior —dijo Claudio Pulcro.
—Crispino, tú gobernarás las provincias orientales y mi hermano Cneo las Galias, que pasarán a ser una sola provincia —aseguraba Quinto Aurelio.
—Es una torpeza tener un territorio habitado por los mismos hombres dividido en varias provincias. Roma podrá ahorrar en gobernadores reduciendo el número de provincias. —Todos asentían.
—Tras mi consulado invadiré Partia con doce legiones —dijo Graco— y seré gobernador de Siria, Crimea y Egipto
—Arrasarás Partia en seis meses —le aseguró Crispino.
—Lo sé —dijo Graco mientras buscaba que le llenasen su copa.
—Arrojaremos el cadáver de César Augusto a los buitres.
—A los lobos.
—A cualquier alimaña.
—Dejaremos que se pudra en el foro.
—Sí, mejor. Expuesto para que lo vean todos —confirmó Claudio Pulcro.
*
Germania.
Septembris del año 9 a. n. e.
Tiberio había conseguido al fin un par de victorias importantes sin ayuda de sus legados ni tutores. Estaba empujando a los bárbaros germanos al norte del río Elba, lo que suponía la frontera más septentrional jamás alcanzada.
Para su sorpresa, incluso llegó a recibir una carta de puño y letra de Augusto felicitándole. Imaginó las horas que su madre habría dedicado a convencer a su marido de que debía enviar aquella carta.
Pero aquella no había sido la única misiva de aquellos días. Varios amigos en los que confiaba, le informaban de la vergonzosa y deplorable actitud de su esposa. Tiberio había convivido con su nueva esposa apenas cuarenta días, pero sabía que aquellas afirmaciones eran ciertas. Julia estaba enferma y lo que era peor, empeñada en hacerle daño a él y a la familia imperial. Fuese lo que fuese aquello que solo parecía entender su madre.
Imaginó que sus amigos habían necesitado reunir el valor para darle aquellas noticias y habían acordado hacerlo todos juntos. En un legajo de once cartas, cinco hablaban del mismo tema y todos coincidían en que nadie se atrevía a informar a Augusto.
Tiberio se disponía a hacerlo el mismo cuando fue interrumpido en el praetorium por uno de sus legados.
—Druso ha sufrido un accidente —informó.
Druso estaba ejerciendo de jefe de caballería de aquel ejército, con notables actuaciones en el campo de batalla. Se había ganado el respeto de veteranos que le doblaban la edad y él sí mantenía una frecuente correspondencia con Augusto.
Aquella mañana había salido con una turnae194 de caballería a inspeccionar el terreno pantanoso que tenían al este y comprobar que estaba libre de enemigos. Su caballo había resbalado perdiendo los pies y haciendo a Druso volar sobre la cabeza del equino que, finalmente, había caído sobre su jinete aplastándole una pierna contra una roca.
Druso daba alaridos de dolor mientras miraba su pie en una posición imposible.
—Tranquilo, Druso, los médicos lo pondrán todo en su sitio. Volverás a Roma con una honrosa herida de guerra en el mismo lugar donde la luce Augusto —decía Tiberio para tranquilizarlo, pero viendo a simple vista el terrible estado de la pierna de su hermano.
Los médicos adormecieron a Druso para mitigar su dolor y expusieron la situación a Tiberio.
—Debemos amputar.
—No dejaréis cojo a mi hermano —dijo Tiberio amenazante.
—General —comenzó a decir el más veterano de los médicos de campaña—, con una herida de flecha o un corte con la espada, por profundo que este sea, es diferente. Pero los aplastamientos son más difíciles de tratar.
—No dejaréis cojo a mi hermano como al inútil de mi sobrino Claudio.
—Tiberio no es la cojera lo que debe preocuparte. Es su vida. Con un aplastamiento, la experiencia nos dice que los conductos se obstruyen y pronto aparece la gangrena que puede acabar con un hombre sano en horas.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Tiberio.
—Nicolás de Pérgamo.
—Judío, supongo.
—Así es.
—Quedas relevado de tus funciones en mi ejército, Nicolás. Abandona el frente y vuelve a la ratonera de la que saliste. ¿Alguien más cree que no puede tratar a mi hermano?
Todos callaron. Se dieron la vuelta y miraron a Druso que estaba pálido como el mármol que recubre el templo de Castor y Pólux.
Druso tuvo varios momentos de consciencia en los días siguientes. La víspera de su muerte pudo incluso oler su propia putrefacción emanando de su pierna, que había muerto antes que él.
Nerón Claudio Druso Germánico falleció el nueve de septembris del año 9 a. n. e. en algún lugar de Germania a la edad de veintiocho años. Sus últimos instantes de vida los pasó en los brazos de su hermano. Algún médico se atrevió a afirmar que la causa de la muerte fue la incompetencia de éste.
Tiberio, abatido por la muerte de Druso y profundamente avergonzado por la actitud de Julia, abandonó el frente tras poner en conocimiento de Livia y Augusto que se retiraba de la vida pública. Se estableció en Rodas, donde aseguró que iba a dedicarse a estudiar a Homero y a escribir la historia de su familia.
Augusto no recibió mejor la noticia.
Estuvo tres días encerrado en su habitación sin probar alimento alguno y solo tras la muerte de Druso, reveló a Livia que pensaba adoptarlo y nombrarle su sucesor. Lo consideraba el más capacitado de toda la guardería que antaño dirigió Octavia.
En un estado de completo abatimiento, Augusto aún recibiría un informe anónimo con peores noticias, si cabe.
Con una completa profesión de detalles y duros ataques personales contra su propia hija, aquel anónimo informaba a Augusto de las actividades que había venido llevando a cabo Julia en los dos últimos años, sus compañeros de escarceos y los planes de estos.
De no haber incluido una opinión personal sobre las familias de cada uno de los acusados, Augusto no hubiese sospechado de Livia como inductora de aquel informe.
Julia llevaba tres días sin saber nada de Julio Antonio cuando un esclavo de su padre la informó de que debía acudir al palacio imperial. Quiso ponerse en contacto con Graco, pero este tampoco respondía a sus misivas. La joven entendió que los rumores habían debido llegar al fin a su padre y se presentó en la sala de las columnas con la duda de si saldría viva de allí.
Padre e hija se observaron en silencio.
Augusto había envejecido. Su cráneo empezaba a clarear entre sus cabellos rubios festoneados de plata y los huesos de su rostro se le marcaban como queriendo escapar de su piel. Julia había recuperado en parte su figura desde su último embarazo. Había adelgazado y cuidaba más su higiene, aunque los abusos con el alcohol y las noches en vela, se dejaban ver en su rostro y sus ojos.
—¿Qué has hecho, hija mía?
Julia sonrió altiva, pero no consiguió sostener la mirada de su padre y las primeras lágrimas asomaron en sus ojos.
—He sido libre por unos pocos meses en mi vida —contestó mirando al suelo de mármol blanco.
—La humillación que me has infligido no tiene nada que ver con la libertad. Julia, formas parte de una confabulación para derrocarme. ¡Mi propia hija!
—Eso es falso, pero supongo que Livia te habrá intoxicado para creerlo.
—¡¿Livia tiene la culpa de que te hayas prostituido en lupanares de Roma?!
—No, de eso la culpa la tienes tú. Tú has sido mi primer proxeneta, me vendiste a los hombres que te convenía para sostener tu imperio.
—Y tú decidiste yacer con todos los demás hombres de Roma.
Julia sonrió con sarcasmo y dejó salir de sí media carcajada.
—Has humillado a tu padre, a tu marido y al resto de la familia. Incluso has traicionado a tu amiga Marcela acostándote con Julio Antonio.
—En todo caso será Julio Antonio quien ha traicionado a Marcela. Por cierto, no consigo hablar con él, ¿le mantienes detenido?
—No. Tu amante decidió arrojarse sobre su espada, como un día hizo su padre, cuando expuse los cargos contra él.
Julia miró a Augusto horrorizada. Aquello no lo esperaba.
—¿Qué esperabas, hija mía? Prácticamente se había mudado a tu residencia, organizaba el trabajo de tus esclavos y había ordenado recibir allí su correspondencia. Dejarle cometer la devotio fue el mayor favor que podía hacerle. Al menos demostró valor, cosa que no puedo decir de otros de tus amigos. —Julia dejó que sus piernas flaqueasen hasta quedar arrodillada con las manos entrelazadas sobre su regazo. Tenía la mirada perdida y las lágrimas corrían por sus mejillas mientras su padre continuaba hablando—. Ese tal Graco lo intentó, pero los pretorianos tuvieron que ayudarle a ensartase cuando empezó a dejar escapar sus heces. El resto no llegó a tanto. Todos lloraron, maldijeron y suplicaron por sus vidas sin ser capaces de sostener un gladium en sus manos. Mis pretorianos tuvieron que hacer todo el trabajo.
—¿Todos están muertos?
—¿Todos?, ¿quiénes son todos?, ¿todos los hombres con los que has yacido? No puedo dejar Roma sin hombres, Julia. Están muertos todos los que han conspirado contra mí.
—Todos los que Livia dice que han conspirado contra ti.
—No creas, la mayoría confesó antes de morir.
—¿Cuál es mi destino ahora?
—Matarte sería reconocer que la hija del imperator ha violado gravemente la ley y eso no puedo permitirlo. Había pensado en enviarte con tu marido a Rodas. Convivir con Tiberio debe ser un gran castigo, pero el chico no merece el castigo de tu presencia. De modo que serás desterrada.
—¿A mil millas de Roma?
—No, Julia. No voy a enviarte a una provincia oriental para que puedas seguir humillándome. Hay una pequeña isla en el mar Tirreno, Pandataria. Allí hay unas casuchas que los pescadores usan cuando van a pescar cangrejos. He prohibido que nadie se acerque nunca más a la isla y que seas vigilada solo por castrados para que no puedas usar tus sucias artes. Se te prohibirá el vino, el maquillaje, los libros y cualquier lujo. Tendrás un solo sirviente. Creo que Livia ha elegido a una mujer muda que no sabe escribir. Todo esto te dejará tiempo para pensar en tus errores.
Julia se mostraba ausente e indolente ante la perspectiva de futuro que le auguraba su padre. Se quedó inmóvil y fueron los pretorianos los que tuvieron que levantarla para llevarla en volandas a su destino.
Con el destierro, se evitó el juicio público y un escándalo en el Senado. César Augusto jamás volvió a pronunciar el nombre de su hija, ni a referirse o preguntar por ella, salvo en una ocasión.
—Una tal Escribonia Libón desea verte, César —dijo Valerio Mesala al imperator mientras este jugaba con Cayo y Lucio en el jardín privado del palacio imperial.
—Escribonia… —dijo Augusto lentamente.
Los dos niños detuvieron el lanzamiento de cortezas de pan contra su padre adoptivo mientras éste hacía esfuerzos por levantarse y retirar el polvo de su toga.
—Sí… hazla pasar, Mesala.
—¿Aquí?, ¿no quieres recibirla en la sala de las columnas?
—No, aquí estaremos bien.
Escribonia atravesó las estancias del palacio imperial hasta aquellos jardines sin mirar a su alrededor y con la cabeza alta. Habían pasado treinta años, Augusto apenas la hubiese reconocido de cruzarse con ella por una calle de Roma.
—Escribonia —dijo Augusto alargando la vocalización de su nombre—, ¿qué te trae por aquí?
—César —dijo ella pensando que en su mente siempre había sido simplemente Octavio—, nunca te he pedido nada. Un día me ordenaron casarme contigo. Lo hice y te fui fiel y creo que fui buena esposa hasta el día en que ordenaste abandonar tu residencia.
Augusto asintió con la cabeza lentamente.
—Aquel día me separaste de mi hija, a la que tan solo he podido ver en dos ocasiones y bajo la atenta mirada de tu nueva esposa, Livia.
Ahora Augusto ladeó la cabeza de lado a lado sin llegar a negar, al tiempo que apretaba sus labios.
—Me gustaría acompañar a mi hija en su destierro para poder conocerla —concluyó Escribonia, llevando su mirada a la tierra del suelo humildemente.
—¿Deseas compartir el destino de esa persona?
—Es mi hija. No me queda mucho tiempo de vida. Deseo pasar mis últimos años a su lado y recuperar en algo el tiempo perdido.
—Si esa persona hubiese mostrado alguna vez una décima parte de tu humanidad, no estaría en esta situación. Sea, Escribonia, puedes ir.
La anciana se dio la vuelta y abandonó el jardín del palacio imperial en compañía de Mesala, que redactaría la documentación pertinente.
—¿Quién es, padre? —preguntó Cayo que ya había cumplido doce años.
—Alguien con quien estuve casado una vez.
Augusto cogió otra corteza de pan y retomó la batalla con sus hijos adoptivos.
*
A principios del año 8 a. n. e. Augusto tuvo que hacer llamar a Publio Quintilio Varo de Siria. Estaban llegando informes preocupantes de la provincia y en Roma se decía que Varo había acudido pobre a una provincia rica y volvería rico dejando atrás una provincia pobre.
Era el tipo de administración contra la que Augusto estaba luchando desde que era joven y pensaba pedir explicaciones a Varo y enjuiciarle si hacía falta. El exgobernador pudo justificar la mayor parte de las acusaciones que se vertían contra él. Lo cierto es que había realizado abundantes obras públicas en una de las provincias con menos infraestructuras del imperio. Había construido calzadas, levantado acueductos, creados scholas gratuitas para el estudio del latín por lo más pequeños y numerosos templos. Solo se le podía acusar de haber exprimido a los habitantes de la provincia en su propio beneficio y en el de Roma, que seguía recibiendo puntualmente sus impuestos.
Llegaron también acusaciones de un cierto sibaritismo y de un excesivo apego al lujo oriental. Pero el hombre que había sustituido su silla de marfil sin respaldo, por un trono de oro y púrpura, comía exclusivamente en vajillas traídas de las tierras de Ptolomeos y había construido un palacio imperial para su uso privado, no podría acusar a nadie de excesivo apego al lujo.
Augusto, una vez aclarado el asunto, acabó cenando a solas con Varo en señal de disculpa, y para que el exgobernador se sintiese totalmente restituido en su posición en el imperio.
—Son bárbaros —dijo Varo—, pero se les puede educar, aceptan los avances de una sociedad más adelantada como nuestra y a la larga serán casi romanos.
—Me gustaría poder decir eso de otras provincias. ¿Sabes cuántos hombres llevamos perdido en Germania Magna?
—Miles, supongo. Las fronteras en el norte se adentran en territorios demasiado alejados.
—Así es. Y cuando al fin Tiberio empezaba a avanzar, decidió retirarse de la vida pública e irse a estudiar a Rodas.
Varo se mostró incómodo al nombrar el yerno de Augusto y por ende, recordar los escándalos de Julia.
—Tauro se ha retirado —continuó Augusto—. Mi fiel Agripa está muerto… No me quedan hombres para dirigir tantas guerras. Y estoy cansado —dijo apurando su copa.
—Hay savia nueva en Roma, César. Tan solo hay que buscar a los hombres adecuados.
—Deben ser adecuados y fieles. Son ya muchos a los que he ayudado a ascender para que acabaran traicionándome.
—Espero ser digno de tu confianza, César.
—Lo eres. Y por eso quería cenar contigo. Quiero proponerte algo.
—Te escucho —dijo Varo incorporándose en su camilla.
—Sé que has quedado viudo recientemente.
—Veo que estás informado, César.
—Sí, bueno, mi esposa… también sé que se te acusa de cierta actitud disoluta en tu provincia. Podríamos beneficiarnos todos si tomas por esposa a Agripina, la hija de Agripa y Marcela.
—¡¡César!! Me honras como si Júpiter en persona me tocase con su mano.
En enlace se llevó a cabo en los idus de maius. Por desgracia para Varo y el resto de invitados, Augusto no pudo asistir.
Unos días antes llegó a Roma la noticia del fallecimiento de Mecenas en Tívoli. El erudito había encontrado a Caronte súbitamente mientras dormía a la edad de sesenta y dos años.
Su cuerpo lo encontró el poeta Horacio, su amante durante cuarenta años, que falleció también tan solo un mes después.
Cayo Cilnio Mecenas dejó un hermoso testamento, repleto de versos y dibujos de su propia factura, que adornaban una única frase:
«Lego todo a quien todo se lo debo».
Mecenas dejó todas sus posesiones a César Augusto a pesar del distanciamiento que habían sufrido en el final de su vida. Tras su muerte, su nombre se convirtió en sinónimo de aquellos que promueven las artes y protegen a sus creadores.
Augusto se mostró francamente afectado por la pérdida del último de sus amigos de Apolonia y pasó el resto del año sin recibir visitas y tan solo con la compañía de Livia y los niños Cayo y Lucio.
En los primeros días, cuando Augusto estaba más afectado, Lucio le preguntó por su pesar. Lucio había oído hablar de la labor de Mecenas sin llegar a saber que una vez había sido íntimo de su padre.
—¿Entonces le conocías? —preguntó el chico interesado en una figura de la que ya hablaban los pedagogos de Roma.
—Nadie conocía a Mecenas —respondió Augusto abatido.
*
En el año 4 a. n. e. se produjeron infinidad de revueltas en las provincias. A las ya habituales incursiones bárbaras de Germania Magna, se unieron una intensa rebelión en Judea y un importante levantamiento parto.
En Judea Herodes había perdido por completo la cabeza. En los últimos años había ordenado matar al menos a quince de los hijos que le habían dado sus diez esposas. Todos ellos fueron acusados de conspiración para asesinarle por envenenamiento o cualquier otra fórmula. Herodes veía conspiraciones en todas partes, ejecutó a sus hijos Aristóbulo y a Alejandro por la acusación que vertió sobre ellos Antipater y después ejecutó a este último por denuncia falsa. El judío primero mataba a los supuestos conspiradores y después hacía las preguntas. Su última fechoría había sido matar a todos los primogénitos de los alrededores Jerusalén, con base en una antigua profecía religiosa.
Su pueblo no aguantó más y estallaron revueltas en las que se vieron inmersos los romanos, a los que se acusaba de haberle puesto en el trono sin tener en cuenta sus leyes.
Augusto envió a su nuevo hombre de confianza, Varo, a sofocar a aquella revuelta y pidió que se llevase consigo como legado al joven Cayo, que estaba a punto de cumplir diecisiete años y se postulaba como sucesor de su padre adoptivo.
Cuando Varo llegó a Judea, Herodes ya estaba muerto. No se aclararon demasiado las circunstancias de su muerte porque a nadie le importaban demasiado. Los judíos celebraron su muerte y Roma se quitó un peso de encima. Pero rápidamente las diferentes y muy numerosas facciones judías, se unieron ante un enemigo común: Roma.
Varo sufrió varios ataques y a punto estuvo de perecer en uno de ellos debido a la escueta escolta de la que se hacía acompañar. Salió vivo por casualidad y se dispuso a castigar duramente a sus asaltantes. El problema es que se enfrentaba a un ejército invisible arengado por sacerdotes cuya detención provocaría más disturbios.
Informó a Augusto de la situación y aquella carta se unió al conjunto de problemas que asolaban las fronteras de imperio.
En Partia la situación no era mejor y también se veía la mano de Roma en los problemas creados.
El rey Fraates IV, aquel que había firmado el tratado de paz con César Augusto en tiempos en que aún se le podía llamar Octaviano, había sido depuesto y asesinado por el hijo que había tenido con Musa, la concubina que el propio Octaviano le había regalado. Ese hijo, Fraataces, no contento con deponer y matar a su padre, se había casado con su propia madre, la tal Musa, que debía retener alguna belleza a pesar de los años transcurridos.
Los partos nunca habían olvidado que Musa era romana y la habían tolerado como reina por su discreción. Pero el asesinato de su legítimo rey, despertó todas las rencillas enterradas durante años y el ejército nombró como su líder a Tiriades, uno de los niños que Fraates IV había enviado como rehén a Roma.
Aquel chico ya era un adulto y llevaba casi treinta años sin pisar su país, había olvidado el idioma y se había casado con una romana.
Cuando regresó a Partia, el pueblo se debatió entre el romanizado Tiriades y el hijo de la romana Musa.
Finalmente, Tiriades consiguió sentarse en el trono como el tercero de su nombre, tras jurar que haría pagar a Roma por todo aquello. El joven se dejó cegar por su nueva posición, ordenó matar a Fraataces y a Musa, invadió Armenia, repudió a su esposa y declaró la guerra a Roma en tan solo un mes.
La antigua amenaza parta se cernía de nuevo sobre Roma y Augusto tuvo que doblegarse hacia los deseos de Livia, no se podía prescindir de ningún hombre:
Carta de César Augusto a Tiberio Claudio Nerón.
Roma,
Julio del año 749 ad urbe condita.195
Estimado Tiberio:
Espero que los dioses estén guardando tu salud mejor de lo que guardan la mía.
Conociendo a tu madre, ya sabrás lo que voy a pedirte, pero espero que al recibir esta carta de mi puño y letra, lo tengas en cuenta.
Roma no está para prescindir de hombres como tú. Es cierto que cometiste errores, pero también tengo que reconocer que fuiste el último hombre que obtuvo éxitos en Germania Magna.
Temo que las diferentes amenazas que asolan Roma desintegren lo que he construido y me he decidido a aceptar los consejos de Livia y pedirte que regreses a Roma y te hagas cargo de la guerra en el norte.
Si no me equivoco vas a cumplir cuarenta años y no es edad para que un hombre este retirado. Tengo que enviar a las provincias a hombres en los que no confío o a jóvenes demasiado verdes para esperar resultados de ellos.
Vuelve y libra las guerras que este anciano ya no puede librar. Mis palabras son sinceras.
CÉSAR AUGUSTO.
Emperador de Roma.
Tiberio, aunque sorprendido, no contestó a la carta de la Augusto y dejó el papiro junto con el montón de cartas sin abrir de su madre. Seguía concentrado en la compilación y redacción de la historia de su familia y nada podría hacerle abandonar su placentero retiro de Rodas.
Varo pasó por verdaderas vicisitudes para aplacar a los judíos y necesitó dos años antes de dar por pacificada la provincia. Mientras, los partos habían conquistado totalmente Armenia y comenzaban a practicar incursiones en Siria. Tiriades III conocía bien a las legiones romanas y evitaba los enfrentamientos en campo abierto a pesar de contar con un amplio ejército.
El parto buscaba la guerra de guerrillas, practicaba asesinatos selectivos y asolaba puestos de defensa poco guarnecidos. Augusto terminó por enviar a Varo también a Damasco para contener a los partos. Y donde iba Varo, le acompañaba Cayo.
Varo reforzó los puestos fronterizos, aseguró las ciudades importantes y cogió por sorpresa a Tiriades III en dos ocasiones, causándole importantes bajas. Por desgracia entre los romanos hubo que contar también una baja ilustre: Cayo César Agripa fue herido mientras los romanos recuperaban Armenia y murió en Licia196 pocas semanas después. Augusto perdió al mayor de sus hijos adoptivos y heredero.
En Germania Magna, los bárbaros habían hecho retroceder a los romanos al sur del Rin. Augusto envió a Lucio, de tan solo dieciséis años. Antes le había hecho cónsul para conferirle alguna autoridad, pero provocando otro escándalo y serias dudas sobre la salud mental del imperator en Roma.
Lucio no llegó a entrar en combate.
Sufrió un accidente a caballo de tan sorprendente parecido con el de Druso unos años antes, que todo el mundo sospechó de un nuevo asesinato en la familia imperial. El animal se encabritó, Lucio voló hacia adelante y el caballo le aplastó una pierna contra las rocas. Lucio Julio César Vipsanio Agripa murió de gangrena pocos días después en Massalia197. Corría ya el año 1 y el imperio se quedaba sin herederos oficiales.
Esa al menos fue la sorprendente versión oficial. Pero como solo había una persona capaz de manejar los hilos a tanta distancia, la muerte no se investigó.
Carta de Livia Drusila a Tiberio Claudio Nerón.
Roma,
Septembris del año 754 ad urbe condita.198
Queridísimo Tiberio:
Debes volver a Roma inmediatamente. La familia imperial se ha quedado sin herederos y toda Roma pide tu regreso. Clama por tu regreso.
No sé si sabrás que tus hermanastros Cayo y Lucio han fallecido en heroicos actos de guerra. Ahora eres tú la esperanza del imperio.
Debes volver, encontrar una esposa y dar a la familia imperial la continuidad que necesita, mediante tus propios hijos. Roma ha olvidado los escándalos de Julia y no tendrás que avergonzarte por su actitud.
Mi marido, Augusto, está viejo y enfermo, y su mente cada día está más ausente. Los dioses no le concederán mucho más tiempo en este mundo y estoy segura de que pronto aceptará adoptarte como su hijo y sucesor.
Ahora está acercándose al más joven de los hijos de Agripa, Póstumo. Pero a mi ese niño nunca me ha parecido trigo limpio. Sospecho que algo turbio oculta. Es maleducado, engreído y violento.
Tiberio, hace tiempo que no contestas a mis cartas y tan solo sé por terceras personas que estás bien. Contéstame y regresa a casa.
Pronto el imperio será nuestro.
LIVIA DRUSILA,
Emperatriz de Roma.
Livia envió la enésima carta a su hijo confiando en que éste al menos las estuviese leyendo. Mientras, seguía haciendo lo posible por allanarle el terreno ante los ojos de Augusto y Roma.
—Ha llegado a mí una información de vital importancia, César. He considerado que debes ser conocedor de estos lamentables hechos. —Livia ponía todo el dramatismo del que era capaz en su gesto, que no era poco.
—¿Qué nuevo escándalo te aflige, Livia? —le preguntó su marido indiferente.
—Es el joven Póstumo…
—Cómo no —dijo entre dientes Augusto tomando una postura más regia en su sillón de oro y púrpura de la sala de las columnas.
—Ha llegado a mis oídos que Póstumo ha realizado tocamientos impúdicos a su hermana Agripina.
—Son niños, Livia, ¿qué impudicia puede haber en sus actos?
—¡Niños! Ella tiene la edad con la que enviaste a Lucio al frente y él ya ha cumplido catorce años.
—Tráelos y preguntémosles qué han podido hacer.
—Están aquí.
—Oh, que conveniente, Livia —dijo Augusto mirando con cierto odio a su esposa.
Los pretorianos hicieron pasar a los dos hermanos con menos delicadeza de lo que a Augusto le habría gustado.
—Agripina, ¿tienes algo que contarme?
La chica estaba aterrada. Miraba al suelo sin atreverse a levantar la cabeza ni a cruzar la mirada con Augusto y mucho menos con Livia.
—Él me tocó —alcanzó a decir en un susurro.
Augusto miró a Livia que sonreía con cara de satisfacción. No pudo evitar recordar los años que él mismo había mantenido una relación con su hermana de madre, Octavia. Pero sobre todo, sabía que Agripina estaba mintiendo.
—Que todo el mundo salga de esta sala —dijo sin levantar la voz—; tú no, Póstumo, quédate aquí.
Los pretorianos, los escribas y una aliviada Agripina abandonaron la sala de las columnas inmediatamente.
—Al decir todo el mundo, te incluyo a ti, Livia.
—Debo estar presente ante las mentiras que cuenta…
—¡¡He dicho que salgas de esta sala, Livia!!
La emperatriz lanzó una mirada envenenada a su marido y se dio la vuelta maldiciendo entre dientes.
Cuando ambos estuvieron solos, Póstumo abrió por primera vez la boca.
—No la he tocado —dijo muy serio.
—Lo sé. Pero debemos buscar un destino para ti a salvo de mi esposa, chico. Si no te alcanza esta vez lo hará la próxima y entonces no será con una niña que se desharía ante tres preguntas seguidas.
—No sé qué debo hacer, César.
—Debes aceptar un exilio. Livia te ve como un rival para Tiberio a pesar de que juré sobre la tumba de tu padre que no te haría hijo mío y hasta que no dejes de serlo, no te dejará en paz.
—Pero yo no he hecho nada. César —dijo el chico con furia en sus ojos.
—Lo que has hecho es sobrevivir. Intentemos que siga siendo así.
Póstumo Agripa fue desterrado a la cómoda isla de Planasia199 al sur de la Toscana y relativamente cerca de Roma. Augusto le visitaría con cierta frecuencia en adelante.
*
En el año 4, Tiberio dio por acabada su gran obra. Había dedicado casi diez años a recopilar la historia de los Claudios y consideraba su escrito una obra soberbia que perduraría cien siglos y sería estudiada por los jóvenes de Roma. Quiso obtener una opinión profesional antes de encargar copias y enviarlas a las más importantes bibliotecas y recurrió al más importante poeta de su tiempo. Un hombre que había llegado a convivir brevemente con Mecenas, Horacio y Virgilio y cuyos escritos eran los más valorados de entre los poetas vivos: Ovidio.
Publio Ovidio Nasón consideraba Roma un centro de depravación y vicio y no había vuelto a visitarla tras la muerte de Mecenas. Se estableció en su natal Tomis200 y se dedicó a componer su gran obra Las Metamorfosis donde recogió toda la mitología grecorromana hasta la apoteosis de Julio César201. Tiberio, que estaba notablemente impresionado por el poeta, un dudó de que era el hombre indicado para valorar su insigne obra.
Carta del poeta Ovidio a Tiberio Claudio Nerón.
Tomis.
Februarius del año 757 ad urbe condita.202
Estimado Tiberio:
Me halaga enormemente que un hombre de tu posición aprecie tanto mis obras. En la Roma sucia y corrupta que nos gobierna no abundan los hombres que sepan distinguir a Homero de la pintada de una letrina y me alegra enormemente saber que tengo entre mis lectores a un miembro de tu familia. Pensaba que nadie dentro del palacio imperial era capaz siquiera de leer con fluidez.
Sobre el escrito que me haces llegar, tengo que comunicarte que cayó en mis manos con gran interés y curiosidad. Sin embargo, lamento decirte que el interés se evaporó en la tercera página y la curiosidad murió poco después.
Intenta que tu nombre pase a la posteridad dedicándote a la guerra, Tiberio.
Las letras no son lo tuyo.
PUBLIO OVIDIO NASÓN
Tiberio tuvo la sincera intención de suicidarse tras leer la carta de Ovidio, pero le faltaron las fuerzas y el valor para arrojarse sobre su espada.
Bajó a la playa para buscar una muerte en el mar convencido de que la vida no tenía ningún sentido, pero tampoco se atrevió a encontrar a Caronte así. Volvió a subir a su residencia abatido y entristecido y se puso a leer las cartas que nunca había abierto de su madre, con el convencimiento de que en ellas, hallaría fuerzas para una —o varias— devotio.
Tiberio Claudio Nerón fue oficialmente adoptado como hijo y sucesor de César Augusto el 4 de maius del año 4.
Como única condición, Augusto exigió que a su vez Tiberio adoptase a su sobrino Germánico, el primer hijo de Druso, para garantizar la descendencia. Tiberio no tenía hijos propios tras el matrimonio abruptamente interrumpido con Vipsavia y el desastre con Julia, que ya había sido deshecho por el pontífice máximo.
Todo esto convirtió al hijo menor de Druso, Claudio, aquel chico sietemesino, cojo, sordo, tartamudo y medio lerdo, en el improbable paterfamilias y principal autoridad de la rama Claudia de la familia imperial. Toda una sorpresa en Roma, que apenas conocía a un joven que había sido sistemáticamente ocultado debido a sus taras.
De repente el ignorado Claudio se convirtió en un buen partido y empezaron a lloverle propuestas de matrimonio. Las más nobles y rancias familias romanas debieron pensar que con su cojera, no iría corriendo detrás de otras mujeres.
Tiberio reingresó inmediatamente en el Senado, a pesar de permanecer soltero. Recibió poderes tribunicios, y fue honrado por Augusto con el Imperium Maius un honor que ni siquiera había recibido Agripa y que le concedía mando de todas y cada una de las legiones del imperio. El nuevo hombre fuerte de Roma, solo por debajo del imperator, fue recibiendo todos aquellos honores y títulos ante la atenta y exultante mirada de Livia.
Pocas semanas después del nombramiento oficial de Tiberio, Augusto sufrió un nuevo atentado. Este más salvaje y bastante menos trabajado. Un esclavo llamado Télefo, que estaba encargado de anunciar las visitas a Livia, se abalanzó sobre el imperator con un cuchillo en la mano. Augusto tuvo el tiempo justo de soltar un leve grito y sostener con sus ya débiles brazos las manos del esclavo antes de que el arma llegase a tocar su pecho.
El alboroto fue suficiente para que los pretorianos detuviesen rápidamente al esclavo, pero estuvo muy cerca.
A Télefo se le cortaron los testículos y se los hicieron comer crudos, se le arrancaron los párpados, después los ojos y todos los dedos uno a uno. Colapsó cuando se le estaba arrancando la piel a tiras, sin llegar a dar el nombre de quien había instigado el intento de magnicidio. «Aquel nombre debía darle más miedo que el propio Augusto» pensaron los pretorianos.
*
Bosque de Teutoburgo203.
Otoño del año 9.
Publio Quintilio Varo había sido enviado por Augusto a la Germania Magna tras sus exitosas campañas en las provincias orientales.
Tiberio no quería alejarse de Roma por temor a las continuas confabulaciones de las cloacas del palacio real y único hombre con experiencia y prestigio para detener a los bárbaros parecía ser Varo.
El general llegó a la provincia poco antes del verano y comenzó a aplicar la mano dura y altos impuestos que le habían hecho famoso años antes como gobernador de Siria.
Pero las tribus germanas, básicamente queruscos, marsos, chatti y brúcteros, no tenían las posibilidades de recaudación que tenía Siria, básicamente por carecer de metales preciosos.
—Un bárbaro ocupado en buscar cómo pagar sus impuestos no es bárbaro luchando —decía Varo.
Aunque desde luego, era un bárbaro enfadado.
Varo cruzó el Rin en verano y estableció un campamento con tres legiones, la Decimoséptima, Decimoctava y Decimonovena. Junto a ellas, un inusual número de civiles compuesto por comerciantes, prostitutas, esclavos y las familias de los oficiales, que rara vez acompañaban a las legiones en una incursión como aquella.
Como explorador jefe, Varo confió en Arminio, un teutón de unos veinticinco años cuyo padre había obtenido la ciudadanía romana por los servicios prestados al divino Julio César.
Los principales legados de Varo, Cejonio, Lucio Egio y el jefe de caballería, Numonio Vala, no confiaban en Arminio, pero Varo no les hizo caso y se dejó guiar a lo largo de aquel verano por el teutón.
Con la llegada de septembris, el propio Varo consideró conveniente volver al sur del Rin y pasar las estaciones lluviosas en campamentos más seguros y con los suministros garantizados. Entonces Arminio informó a Varo de una supuesta revuelta a unos pocos días de marcha al este de su posición y Varo decidió ir a dejar el asunto resuelto antes de dejar la zona.
Arminio condujo a las tres pesadas y lentas legiones a través de espesos bosques. Aquel ejército apenas podía avanzar entre pantanos y árboles de ciento cincuenta pies de alto y, si en algún tramo se encontraba un claro, eran los civiles los que ralentizaban la marcha.
En los primeros días de octobris comenzó a llover. Las legiones se encontraban en lo más profundo de aquellos bosques, y poco antes de que los estómagos comenzasen a pedir el almuerzo, una centena de aquellos inmensos árboles se les vinieron encima. Queruscos, marsos, chatti y brúcteros los habían aserrado con el cuidado suficiente para mantener su posición hasta la llegada de las legiones.
El desconcierto fue absoluto y Varo no logró encontrar a Arminio entre sus hombres de confianza para que le indicase cómo salir de allí.
Los árboles impedían a las legiones formar debidamente para repeler el ataque y a pesar de los insistentes toques de corneta, los legionarios no encontraban su formación. Estaban siendo masacrados por los germanos con una lluvia de flechas.
Numonio Vala poco podía hacer con la caballería en mitad de aquellos bosques por lo que se concentró en buscar una vía de escape hacia el norte, donde creía haber visto terreno abierto y por lo tanto más favorable a las técnicas de combate romanas.
Por su parte, Varo, que se encontraba a la cabeza del destacamento, emprendió la huida a marchas forzadas hacia el sur, mientras el grueso de las legiones quedaba en terreno de nadie y a merced del enemigo.
Los germanos habían levantado laboriosamente un muro en el flanco izquierdo del camino por el que Arminio haría transitar al enemigo y asomaban poco más que la cabeza para disparar a las desordenadas legiones antes de volver a esconderse.
Cuando cayó la noche, las legiones y sus acompañantes civiles habían quedado divididos en cuatro grupos.
Por un parte, Varo con buena parte de la cadena de mando al sur. Estaban siendo seguidos y hostigados, pero mantenían el orden sin demasiadas bajas.
Totalmente al norte estaba Numonio Vala. Aquello que él había creído que era un claro en el bosque, era en realidad un lago. La caballería llegó a su orilla y no atrevieron a dar la vuelta e internarse de nuevo en aquel infernal bosque en el que la rapidez y la fuerza de sus monturas no les prestaba ventaja alguna. Decidieron esperar refuerzos.
En el lugar del ataque habían quedado dos destacamentos que no conseguían tomar contacto. Uno dirigido por Cejonio y el segundo, más pequeño, que había quedado al mando de un tal Casio Querea.
Los germanos se concentraron en aquellos dos destacamentos y no cejaron en su ataque en ningún momento durante tres días seguidos. Para cuando se quedaron son flechas, los romanos estaban desechos, cansados y desquiciados. Pasaron al combate cuerpo a cuerpo y bien podrían haber acabado con todos los romanos si a Numonio Vala no le da por aparecer fresco e incólume con la caballería y hacer retroceder a los germanos.
Las legiones, o lo que quedaba de ellas, consiguieron al fin avanzar al sur y reencontrarse con Varo y sus mandos. Al general no le había ido mejor. Estaba herido en un hombro y en una pierna. Tras hacer recuento comprobó que había perdido a la mitad de sus hombres y a la casi totalidad de los civiles que debían proteger.
Los germanos volvieron a aparecer al alba, esta vez con Arminio a la cabeza. Varo solicitó negociar y Arminio consintió reunirse tan solo por darse el placer de ver suplicar a los romanos.
—No lo entiendo Arminio, pensé que Roma era tu patria —dijo Varo mirando a los ojos al que había sido el jefe de sus exploradores.
—La culpa es vuestra porque no enviáis a pastores sino a lobos a cuidar del rebaño.
—¿Es que no te he tratado bien?
—Me has tratado bien a mí, mientras pisoteabas mi cultura y exprimías a mi pueblo por encima de que lo que sabías que podía pagar.
Varo miró a Arminio con tristeza y el germano le dio la espalda con la más absoluta indiferencia.
—¿Cuáles son las condiciones de nuestra rendición? —le gritó Varo.
—No las hay. Todos moriréis aquí.
Varo volvió al improvisado campamento que habían montado con los carros como murallas defensivas y cometió devotio para que no le capturasen vivo. Buena parte de sus legados le imitaron.
Numonio Vala intentó abrirse paso a sangre y fuego entre los bárbaros y cayó aquella misma mañana junto con el resto de la caballería.
Casio Querea y unos pocos hombres desertaron y huyeron al norte para rodear al enemigo e intentar volver después al sur.
Los restos de las legiones, con Cejonio al mando, avanzaron sin rumbo con tan mala suerte que fueron a parar a la plaza fuerte de sus enemigos204 situada en unas colinas de difícil acceso. Allí se vieron rodeados por dos ejércitos bárbaros que les hostigaron hasta acabar con ellos.
Los heridos fueron enterrados vivos, salvo aquellos con los que se practicó el canibalismo o fueron usados en diferentes ritos que acabaron con su muerte.
Casio Querea205 y apenas ochenta de sus hombres lograron sobrevivir a la masacre y fueron los que llevaron la noticia a la ciudad del Tíber.
En Roma la noticia fue recibida como el fin del imperio. Fueron muchos los habitantes de la ciudad que empaquetaron sus cosas y emigraron al sur esperando que los Germanos se presentasen cualquier mañana a las puertas de Roma.
Arminio y los suyos, sin embargo, apenas recorrieron nunca unas pocas millas al sur del Rin. Se vieron momentáneamente liberados del yugo romano y con ello consiguieron la que era su única pretensión.
Los germanos quemaron el cadáver de Varo, le cortaron la cabeza y se la enviaron a Augusto a Roma a modo de chanza.
La numeración XVII, XVIII y XIX fue declarada nefas y jamás volvió a ser utilizada en las legiones.
A partir de esta derrota nada volvió a ser igual para César Augusto.
—¿Dónde?, ¡¡¿Dónde están mis legiones, Varo?!! —Augusto estaba cogiendo a un pretoriano por la pechera y le interrogaba acercando su nariz a dos dedos de su cara.
Tiberio tuvo que cogerle y sentarle en su trono de oro y púrpura al tiempo que le susurraba que tuviese calma al oído. Livia no se atrevía a mirar.
—Te he hecho una pregunta, centurión, ¿dónde están mis legiones? —continuó el imperator, ahora desde la distancia.
—Te acusaré de traición. Que hagan llamar a Agripa.
Tiberio miraba al anciano de pelo encanecido que tenía delante casi con compasión. Había prohibido que le cortasen el cabello y su longitud era ya contraria a los cánones de Roma. Era difícil que se afeitase y su delgadez de antaño le había convertido ahora en un saco de huesos. Su mente estaba ya más tiempo dispersa que concentrada en las labores de gobierno.
Tiberio se acercó al pretoriano que estaba siendo el centro de las iras de Augusto y le pidió discretamente que se retirase de la sala de las columnas por el bien de la salud del imperator. El soldado salió de la sala cabizbajo.
César Augusto había vuelto a ponerse de pie y se dirigía a un extremo de la sala con furia. Cuando llegó a la pared del fondo comenzó a golpearse la cabeza con apenas fuerza contra ella.
—¿Dónde están mis legiones, Varo?, ¿dónde están mis legiones?, ¿dónde está el cadáver de la puta del Nilo?
Tiberio le dejó hacer. Se encaminó lentamente hacia el estrado de mármol de la sala de las columnas. Se detuvo ante el trono y lo observó unos instantes. Buscó los ojos miel de Livia y se sentó ante la orgullosa y satisfecha mirada de su madre y la complicidad impotente de los pretorianos.
Nunca volvería a abandonar aquel trono.
*
Nola.
Primeros días de augustus del año 14.
Memorias de César Augusto.
Mi nombre es César Augusto u Octavio u Octaviano. La verdad es que me da igual cómo queráis llamarme.
Soy el emperador de Roma y me dispongo a escribir mis memorias por consejo de mi médico que dice que el ejercicio le vendrá bien a mi maltrecha mente. Ahora mismo no consigo recordar el nombre de este doctor, pero sé que he sobrevivido al menos a seis de los hombres que una vez fueron mis médicos, lo cual no dice mucho de ellos. Entre ellos está el gran Antonio Musa que dicen que me salvó la vida una vez. Yo no lo recuerdo, pero sé que Musa se hizo más rico que Craso gracias a mí.
Voy a escribir estas memorias sin usar el griego que es un idioma que nunca he dominado. Mis enemigos en muchas ocasiones se burlaron de mí por ello, hasta el punto de que llegué a comportarme como si lo dominara. Recuerdo cierta ocasión en que recibí una misiva del poeta Ovidio. Pasé mis ojos por ella y se la tendí a mi esposa Livia diciéndole —mira lo que tengo que aguantar de Ovidio ahora—. Yo estaba enemistado con el poeta y sabía cuál sería el tono de la carta. La incontinencia verbal de Livia hizo el resto.
He tenido muchos y muy variados enemigos en mi vida. Los peores de ellos han sido romanos y si de entre todos ellos tengo que destacar a uno, esa es Livia, sin duda.
Jamás un enemigo fue más perseverante, obsesivo, agresivo y peligroso. Os aseguro que Livia es el animal más peligroso del imperio y que lo seguirá siendo otros mil años. Yo creo que es inmortal y que será la pesadilla de muchos emperadores más y que su lengua viperina le sobrevivirá y seguirá manipulando cuando ella falte.
No me hagáis caso. La quiero. Solo son los achaques de llevar cincuenta y dos años casados.
Ahora la soporta su hijo Tiberio.
Durante mi vida he recibido los más altos honores militares que un hombre puede esperar, incluidos tres triunfos. La verdad es que los méritos no eran míos, siempre se los robé a otros, sobre todo a Agripa. Él sí era un militar de verdad y creo que incluso mi divino padre le hubiese admirado.
A mí no es que me faltase valor, simplemente era un soldado corriente al que la Diosa Fortuna colocó siempre en lugares inadecuados durante las batallas. Os aseguro que no era cobarde, como se dijo de mí. Sencillamente tenía otras aptitudes.
Tengo heridas de guerra, bien me acuerdo de ellas cuando empiezan las lluvias. Las peores heridas las recibí en…
Llevo un rato intentando recordar el lugar donde el suelo se deshizo bajo mis pies. Recuerdo bien la caída, pero no el nombre del lugar.
He ejercido el poder en Roma durante casi toda mi vida. Por ello puedo decir que siento gran envidia por Alejandro Magno. Él se divirtió como nadie conquistando el mundo, pero murió antes de verse obligado a gobernarlo. Las personas que mueren ancianas se convierten en autoridades, en sabios o en referencias. Solo los que mueren jóvenes se convierten en leyendas.
Yo creo poder sentirme orgulloso de mi legado, encontré una Roma hecha de ladrillo y la transforme en una ciudad de mármol.
He tenido pocos amigos en mi vida.
Mi fiel Agripa, Mecenas y el malogrado Salvideno fueron los tres mejores.
¿De Agripa que os puedo decir? Necesitaría varios legajos de papiro para contar sus logros, pero creo que puedo resumirlo en una frase: era mejor que yo en todo y, si hubiese querido, habría sido él el dueño del imperio. Pero me fue fiel y prefirió construir conmigo a destruir contra mí.
Que yo recuerde Agripa no estuvo enfermo jamás, creo que la ración de enfermedades que le tenían reservada los dioses me la quedé yo.
Mecenas era un genio del que lamento profundamente haberme separado en su momento. Los dioses saben que le fallé, pero uno no llega a las más altas cotas de poder sin cometer algunos errores. Ahora que mi hijastro me ha apartado del poder, me dedico a engrandecer su legado y a proteger a aquellos a los que hubiera protegido él.
La historia de Salvideno es la que me provoca más congoja. Si bien es cierto que él se equivocó en sus acciones, el mayor error lo cometí yo por desatenderle y no haber sabido traerle a mi lado de nuevo. Obré con la impulsividad ciega que otorga la juventud y le dejé caer.
Nunca he sido demasiado religioso a pesar de haber ostentado el cargo pontífice máximo. La religión siempre me ha parecido una forma de controlar a la plebe mediante el miedo y de hacer sentir al pueblo que gracias a sus oraciones y sacrificios pueden colaborar en el bienestar de Roma. Pero es mentira.
He participado en innumerables sacrificios para examinar las entrañas de diversos animales y estudiar sus augurios. La verdad es que siempre me inventé esos augurios y los usé para beneficiar mis intereses.
He llegado a inventarme sueños en los que pronosticaba el resultado de tal o cual batalla, pero siempre lo proclamaba cuando ésta ya había acabado.
Por alguna razón que nunca he comprendido, llegué a tener fama como augur.
Es increíble cómo la plebe cree aquello en lo que quiere creer sin poner en duda cualquier afirmación si en ella está involucrada un dios.
En cierta ocasión nombré sacerdote del templo de Júpiter a Publio Nerón Albino, que era tartamudo. Bien es sabido que los libros sagrados obligan a los sacerdotes a llevar los ritos con absoluta pulcritud y sin errores. Todos hemos visto cómo ha habido que repetir ese sacrificio de un buey porque el sacerdote olvidaba arrojar la sal sobre el animal antes de degollarlo. Ver al pobre Nerón Albino iniciar una y otra vez los ritos desde el principio cada vez que tartamudeaba casi nos mata de la risa a unos cuantos. Al final tuve que suspender los ritos cuando ya caía la tarde. Livia se enfadó conmigo por aquello. Me dijo que ofendía a los dioses.
Pero voy a dejar mis opiniones a un lado y a poner orden en estas memorias mientras la mente y las fuerzas me acompañen.
Nací en Roma siendo cónsules Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio. Dos hombres muy insignes de los que hablaré largamente más adelante.
Mi familia pertenecía a la orden ecuestre y las vicisitudes de la vida me hicieron tener tres padres.
Octavio Turino, Filipo y el divino Julio César. Podéis quedaros con el más os plazca, yo prefiero al último, pero porque era un dios. Al primero no lo recuerdo en absoluto y de Filipo, los recuerdos que tengo no son gratos. Era estricto y en ocasiones me pareció que mi hermana y yo éramos un estorbo en su relación con mi madre.
Cuando yo era niño, el poder en Roma se lo venían repartiendo entre seis únicas familias durante los últimos doscientos años. En esencia, yo pertenecía a una de ellas, los Julios. Aunque no creo que tras mi nacimiento nadie contase conmigo para nada más que para ser un miembro mudo y domesticado del Senado. Mi madre era prima del divino Julio César y eso nos daba alguna importancia, aunque sus ajustados embarazos en comparación con las fechas de sus matrimonios, hicieron que fuese una rama de la familia más bien oculta.
Mi infancia estuvo marcada por las enfermedades y eso hizo que mi madre, Atia Balbo, me sobreprotegiese en exceso. Ella bien podría haber tenido una figura de cera o una de esas extrañas momias que hacen los egipcios, para poder haberme tenido quieto en un rincón y quitarme el polvo de vez en cuando. Pero era un niño y quería jugar, saltar y correr. Aunque ello me llevase a la cama enfermo la mitad de los días de mi infancia. A mi padrastro Filipo, mi estado le daba más bien igual. Nunca se preocupó por llevarme al campo de Marte como hacían los otros padres y tampoco nunca estuvo preocupado a los pies de mi cama.
Al final crecí escuálido por no ejercitarme lo suficiente, torpe con la espada y con pocos amigos.
Amé en gran medida a mi hermana Octavia. Sí, la amé. Y no creo que ello me hiciese mejor o peor persona.
Octavia fue un modelo de virtud para Roma y por eso el Senado la deificó cuando acabaron sus días.
Parece que la primera vez que me hice digno de destacar en algo, fue cuando pronuncié el panegírico de mi abuela Julia.
He recurrido a los textos de Tito Livio para buscar aquel discurso que ahora no logró recordar. Ese inepto de Tito Livio ha escrito la historia de Roma en ciento cincuenta volúmenes en los que describe hasta el graznido de los patos del Tíber, pero no ha consignado mi discurso en su obra. Le he hecho llamar para que rectifique el pasaje. Con un poco de suerte, él encontrara el discurso y podré añadirlo aquí más adelante.
Somos dos viejos Tito Livio y yo, discutimos mucho y después nos reconciliamos. No me entendáis mal, nunca me sentí atraído por los hombres. Y si lo hubiese hecho hubiese sido por algún efebo, no por un pellejo cargante y presuntuoso como Tito Livio.
He nombrado a mi abuela Julia. En cierta medida me crio ella hasta que murió. Yo solo tenía doce años, pero como todos conocían nuestra excelente relación, me dejaron encabezar la marcha fúnebre y leer aquel bello discurso.
Después me enteré de que el discurso impresionó incluso al divino Julio César, y que fue a partir de entonces cuando empezó a fijarse en mí. Por eso el discurso es importante. Maldito Tito Livio…
De aquellos años recuerdo poco a Julio César. En mi primer recuerdo de él, yo ya vestía la toga viril, si bien es cierto que este privilegio se me concedió pronto, pues se decía que yo era maduro para mi edad. Yo no sé si era maduro o solo un niño aburrido y serio al que no dejaban jugar por miedo a que se rompiese, pero…
*
Nola.
19 de augustus del año 14.
—Le encontramos inconsciente sobre su mesa y unas memorias que está escribiendo —explicaba Livia serena—; habéis hecho bien en venir. Los médicos dicen que no pasará de esta noche. —Tito Estatilio Tauro, Tito Livio, Fabio Máximo, Claudio, sus esposas y Tiberio se habían desplazado desde Roma ante el aviso de Livia—. Se ha despertado hace unos instantes, podéis entrar a verle.
Todos los visitantes accedieron a la misma habitación en la que había muerto su padre y pudieron ver al débil César Augusto postrado en la cama y tapado hasta el cuello con mantas.
El imperator les sonrió a verles entrar a todos hasta que hizo acto de presencia Tiberio. Entonces sacó trabajosamente una mano de entre las mantas y con un gesto le indicó que abandonase la habitación.
Su hijo adoptivo salió de la estancia mascullando algo entre dientes y el resto de visitantes no pudo evitar sonreír. Desaparecido Tiberio, recuperó la sonrisa desdentada dedicada a sus visitantes y con hilo de voz se dirigió a ellos:
—¿Os parece que he representado bien la comedia de mi vida?
Todos agradecieron el gesto.
César Augusto se interesó por el estado de la hija de Druso, que sabía que estaba enferma, preguntó a Livio por su última obra, regañó a Tauro por no haber ido a verle antes y cuando se cansó de las visitas hizo a todos salir excepto a Livia. Entonces la miró fijamente, pero con dulzura.
—Acuérdate de nuestro amor mientras vivas.
Su pecho se desinfló y expiró súbitamente.
Cayo Julio César Augusto falleció a la edad de setenta y seis años.
En su testamento legaba la mitad de sus bienes a Tiberio, una tercera parte a Livia, cuarenta millones de sestercios al pueblo de Roma y mil sestercios a cada uno de sus pretorianos. El resto lo dejaba a diferentes familiares y amigos.
También se disculpaba ante todos ellos por la poca importancia de su fortuna, pero decía haber gastado inmensas cantidades en mejorar el imperio.
Junto al testamento se encontraron otros tres rollos:
El primero de ellos eran las disposiciones para su funeral, en el que ordenaba donde debía ser incinerado y que sus cenizas fuesen depositadas en el mausoleo del palacio imperial206 junto con la orden expresa de que los restos de su hija Julia no debían ser depositados en el mismo lugar que los suyos.
El segundo contenía una completa relación de las acciones más importantes de su vida y pedía que fuesen grabadas en bronce y que se colocasen frente a su mausoleo.
El tercero era un inventario de todo el imperio. Tropas, armas, ubicación de las legiones, estado del erario público, del tesoro imperial y de los tributos que estaban sin cobrar, junto con los nombres de las personas a las que se podía pedir cuentas de todo ello.
En la primera reunión del Senado tras los funerales de estado, César Augusto fue elevado a los altares de Roma. Tiberio fue inmediatamente reconocido como heredero y sucesor por el Senado. Adoptó la mayoría de sus títulos —los que no, lo adoptó más adelante— y añadió el epíteto Augusto a su nombre. En su primer mes de gobierno fallecieron en sus respectivos exilios Julia y Póstumo Agripa. Ambos en extrañas circunstancias.
Livia vivió hasta la sorprendente edad de ochenta y siete años. En el año 41, su nieto, el emperador Claudio, la elevó también a los altares como la Diva Augusta.