Capítulo 12
Al día siguiente...
—¡NEREA! ¡NEREA! —el nombre se escuchaba a gritos mientras la campana de la puerta retumbaba sin cesar.
Nerea corrió al salón y abrió la ventana bruscamente.
—¡¿Estás loco?! —gritó enfadada—¡Son las cuatro de la tarde, vas a despertar de la siesta a todo el pueblo!
—¡Necesito que hablemos ahora mismo! —gritó Daniel desde la calle haciendo caso omiso al reproche de su amiga.
—¡¿Por qué? —preguntó ella sacudiendo la cabeza sin entender qué era lo que le sucedía.
—¡Tengo que contarte una cosa! —Daniel saltaba sobre sí mismo desbordando nerviosismo por cada uno de los poros de su piel.
—¡Deja de gritar! ¡Ahora bajo! —añadió Nerea antes de cerrar la ventana. Daniel la esperaba al pie de la escalera y casi sin darle tiempo a que terminara de bajar se abalanzó sobre ella, la abrazó y la levantó del suelo mientras le daba las gracias una y otra vez—. ¡Bájame ahora mismo! —Nerea gritaba y gimoteaba a la vez que pataleaba y golpeaba con los puños el pecho de Daniel.
Finalmente él accedió y volvió a dejarla en el suelo. Nerea alisó su vestido blanco con flores amarillas y cruzó los brazos enfadada. Sin decir nada se giró y corrió hacia el otro del jardín, subió la escalerilla del árbol y se sentó en un cojín de espaldas a la puerta.
—Pero, ¿qué te pasa? —Daniel había subido poco después que ella y la observaba desde el umbral de la puerta.
—Si seguías gritando de esa manera los vecinos iban a llamar a la policía —contestó Nerea girando la cabeza para mirar a su amigo. En realidad se sentía incapaz de describir la sensación que notaba dentro. Imaginaba perfectamente qué era aquello que su amigo tenía tanta prisa por contarle. Dentro sentía una sacudida parecida a la que había experimentado días atrás pero ahora mucho más intensa, más dolorosa, como si una gota de ácido estuviera paseando por su interior y abrasándole poco a poco las entrañas.
Daniel se disculpó y se sentó detrás de ella obligándola a darse la vuelta para situarse de frente a él. Sin pedir permiso por miedo a que la respuesta fuera negativa, el chico echó la vista atrás, a aquella misma mañana, a aquel segundo que le había regalado la felicidad plena, y comenzó a relatar lo ocurrido.
Era aún temprano cuando había abierto los ojos después de haber pasado gran parte de la noche soñando con lo que se disponía a hacer. En aquellas fantasías Daniel le daba a Eva la carta que tanto esfuerzo le había costado escribir y ella siempre la rechazaba, la tiraba a la basura, la rompía delante de su cara y se reía de él. Esto había provocado que al despertar Daniel estuviera completamente aterrorizado, tanto como para arrepentirse y prometerse a sí mismo no hacerle entrega de la carta jamás. Se levantó de la cama e instintivamente se acercó a la ventana de la buhardilla con los prismáticos en una mano y el cuaderno y un rotulador en la otra. Dirigió la vista hacia el lugar donde sabía que podía encontrar apoyo, comprensión y, sobre todo, aquellas palabras que le dieran un empujón que le recondujera al camino que le llevaba hacia Eva. Pero allí no había nadie, ella no había sentido que la necesitaba como otras veces. Daniel suspiró ruidosamente y volvió a sentarse en la cama. Sacó la carta azul del cajón de la mesilla y la releyó varias veces, sorprendiéndose una y otra vez de lo bonita y sincera que había quedado. Entonces pensó en Nerea; sin ella jamás habría sido capaz de conseguir hacer algo tan bello. Una vez más, aquella chiquilla le había dado la respuesta que tanto necesitaba, siempre tenía la respuesta. Sonrió y volvió a leer despacio todas las líneas del papel azul. Sabía que a Eva le gustaría, sobre todo cuando fuera descubriendo que aquellas palabras las había tomado prestadas de su ídolo, de aquel que con sus canciones le hacía soñar despierta. Pero, ¿le gustaría que el remitente fuera él? Aquella pregunta hacía que a Daniel se le revolviera el estómago. Era cierto que durante los últimos meses se habían hecho bastante amigos. Había seguido el consejo de Nerea y había empezado a hablar con ella tratando de aparentar naturalidad aunque en su interior siguiera temblando cada vez que ella le miraba. Pero si ahora se cumplía lo que había sucedido en sus pesadillas perdería también eso, volvería al principio, o incluso a una situación aún peor porque ella sabría lo que él sentía en realidad. A Daniel le daba vueltas la cabeza. Consultó el reloj y comprobó que ya era hora de empezar a prepararse para ir al instituto. Se duchó y preparó la mochila. Guardó la carta dentro de un cuaderno asegurándose de recordar que estaba allí para evitar imprevistos no deseados.
Cuando llegó al instituto temblaba como un flan. Se sentó en su sitio y se puso a hacer dibujitos abstractos en una hoja cuadriculada para liberar tensión. Cuando sus compañeros iban entrando en clase le saludaban amistosamente pero él se limitaba a decir hola sin siquiera desviar la vista del papel. Tenía miedo de que notaran lo nervioso que estaba. Sin embargo no pudo evitar levantar la cabeza cuando escuchó una voz dulce que le provocaba cosquilleos en el estomago.
—Buenos días, Eva —Daniel dibujó la mejor de sus sonrisas mientras saludaba a la chica. Aquel día la vio especialmente hermosa. Vestía unos pantalones cortos azul celeste que combinaban perfectamente con una camiseta y unas botas de deporte blancas El pelo, recogido a un lado con unas horquillas, dejaba completamente al descubierto esa cara que ocupaba su mente todo el tiempo. Daniel se asustó ante la visión de lo que a él le parecía la chica más preciosa del mundo, casi una diosa. Con un movimiento mecánico se agachó y comprobó que la carta seguía en el sitio donde la había guardado. Ahora sí estaba convencido de que aquello era una tontería. Miró hacia su izquierda y vio su reflejo en el cristal de la ventana. Su pelo moreno, corto pero aún así imposible de peinar y sus ojos oscuros, normales, nada llamativos. Sabía que no era feo, pero tampoco se consideraba un chico demasiado atractivo, del montón más bien. No le daría la carta. Ella jamás se fijaría en alguien como él.
Daniel apenas prestó atención a las clases aquel día. Su único deseo era regresar a casa para poder romper la carta en mil pedazos y tirarla de modo que nadie pudiera leerla jamás. Sólo él y Nerea sabrían que aquello había sucedido. No quería que nadie más lo supiera. Si sus amigos se enterasen se burlarían de él y además tarde o temprano llegaría a oídos de Eva. Daniel estaba absorto en sus pensamientos durante un descanso entre clases cuando escuchó una risa que para su cerebro era como música. Se giró en su silla para mirar al fondo de la clase. Jaime estaba de pie, apoyado en la mesa de Eva, contándole algo que aparentemente parecía muy divertido. Daniel se fijó en su postura. “De músico total”, pensó para sus adentros mientras notaba como sus mejillas empezaban a arderle. Tenía que intentarlo. No podía ser tan cobarde. Si no hacía nada empujaría a la chica de sus sueños a salir con aquel músico y estaba convencido de que Jaime no sabría cómo hacerla feliz. Y, ¿él sabría? No estaba seguro pero lo que sí tenía claro es que quería intentarlo y ahora más que nunca.
El profesor de la siguiente clase cerró la puerta tras de sí, Jaime regresó a su sitio despidiéndose de Eva lanzando un beso al aire. Daniel arqueó las cejas al presenciar la escena y se giró hacia delante para, por lo menos, aparentar que estaba concentrado en una clase que pasó demasiado deprisa. Cuando menos se lo esperaba, el timbre que indicaba el comienzo del recreo le sorprendió imaginado qué haría Eva al encontrar la carta, provocando que diera un respingo que hizo que su compañero de detrás soltara una pequeña carcajada. Todos los alumnos se levantaron y salieron apresuradamente de la clase. Daniel se entretuvo fingiendo que buscaba algo dentro de su mochila.
—¿No vienes? —le preguntó uno de sus amigos.
—Ahora bajo. No encuentro mi sándwich —respondió él mientras revolvía todas sus pertenecías.
Cuando estuvo seguro de que no quedaba nadie en el aula se asomó al pasillo para comprobar que también estaba vacío y cerró la puerta. Sacó la carta del cuaderno y volvió a leerla. Prefirió no pensar más porque sabía que si lo hacía volvería a arrepentirse. Se acercó al pupitre de Eva y haciendo caso a su instinto, recorrió la clase con la mirada. El corazón le golpeaba fuertemente en el pecho expresando su deseo de escaparse por miedo a ser herido. Daniel abrió la mochila de la chica y dejó la carta dentro de su agenda. Sabía que Eva no se la dejaba ver a nadie y no había peligro de que su sincera confesión fuera a parar a manos indeseables. Cerró la mochila deprisa y salió de la clase corriendo como si huyera de alguien o de algo. Alberto le esperaba al final de la escalera extrañado por su tardanza. Ni siquiera a él quiso contarle lo que había estado haciendo y volvió a utilizar la excusa del sándwich desaparecido. De momento nadie debía saber nada. Ahora sólo le quedaba esperar.
Las clases que quedaban se le hicieron eternas. No podía evitar darse la vuelta cada minuto para mirar a Eva, pero a la vez le asustaba pensar que alguien le viera y sospechara. Tenía que fijarse bien en si la chica hacia algún movimiento, algún gesto o algún ruido que le indicara que ya había encontrado a la intrusa que se había colado dentro de su mochila. “No tenía que haberlo hecho”, pensó Daniel varias veces mientras reflexionaba acerca de la posibilidad de recuperar su carta. Se le ocurrieron decenas de ideas absurdas sobre cómo lo haría pero finalmente ninguna le convenció. Todas eran demasiado arriesgadas y si alguien le pillara tendría que cargar con la imagen de loco o ladrón durante mucho tiempo. Daniel se cubrió la cara con una mano y noto que tenía la frente perlada de sudor. Cuando sonó el timbre del final de la jornada ya tenía todas sus cosas recogidas. Cogió la mochila, salió corriendo de la clase y no paró hasta que estuvo en la calle. Se acuclilló detrás del muro del instituto y se secó el sudor con el dorso de la mano. Se quedó allí, deseando poder fundirse con los ladrillos como haría un camaleón y rogando que Alberto saliera pronto y así poder escapar de allí lo antes posible. De repente escucho la vocecilla de un grupo de chicas que sin duda iban intercambiando algún cotilleo. Daniel se quedó inmóvil y se le ocurrió que lo que más agradecería en aquel momento sería disponer inmediatamente de telepatía para comunicarse con Alberto y obligarle a salir inmediatamente. Las voces de las chicas fueron escuchándose cada vez más altas, lo que indicaban que sus propietarias se estaban acercando. “No tiene por qué ser ella. Hay muchas chicas en el instituto” se repetía Daniel para sí mismo una y otra vez. Desde su posición solo alcanzaba a ver los zapatos de la gente que iba saliendo por la puerta y de pronto las tuvo justo delante. Las botas blancas de deporte, con sus cordones blancos decorados con una línea azul celeste se habían detenido enfrente de él, rodeadas por diferentes manoletinas de diferentes colores y algunas zapatillas deportivas. Las acompañantes de las botas fueron dispersándose en diferentes direcciones y enseguida se quedaron ellas solas delante de Daniel. Tuvo una extraña sensación al notar como si las zapatillas le estuvieran observando, así que trato de ocultar su excitación y se puso de pie aunque aún no se atrevía a levantar del todo la cabeza por qué sabía lo que ocurriría si lo hacía.
—Dani, ¿podemos hablar? —la voz de Eva sonaba calmada, natural y tal dulce como siempre.
—Claro —atinó a contestar Daniel. La chica acercó una mano a la barbilla de Dani y le obligo a levantar la cabeza para mirarle a la cara. Él trato de evitar mirarla directamente a los ojos, tenía miedo de quedarse petrificado si lo hacía. Ella insistió y al final no pudo negarse; el brillo de sus ojos color miel era como un canto de sirenas para Dani.
—He leído tu carta —dijo ella mostrando una tímida sonrisa.
Daniel apenas se sentía capaz de articular palabra y lo único que acertó fue soltar un balbuceo imposible de interpretar. Eva hizo más evidente su sonrisa y observo al chico con ternura.
—Es preciosa, gracias. Y ha sido todo un detalle que la escribieras utilizando algunos de mis versos preferidos. —la chica seguía sonriendo mientras la cara de Daniel se mantenía inexpresiva y sus ojos se movían nerviosamente de los ojos de ella a cualquier otro lugar donde se encontraban más a salvo. Eva dejo de hablar y le observó. Daniel quería contestarle pero sus cuerdas vocales se negaban a trabajar. Tras de un momento de incomodo silencio respiro hondo y consiguió sacar un hilo de vos.
—Me alegro de que te haya gustado —hablaba tan bajo que Eva tuvo que acercarse más para poder escuchar lo que decía. Ahora Daniel podía oler perfectamente su perfume afrutado. El silencio volvió a instalarse entre los dos y al chico comenzaron a temblarle ligeramente las piernas. Aunque deseaba poder quedarse allí por el resto de su vida, disfrutando de aquel olor a fresas, quería que ese momento tan incomodo terminara lo antes posible. Sacó las pocas fuerzas que le quedaban y balbuceó—. Entonces...
—Entonces, ¿qué? —preguntó Eva retirándose de la cara un mechón de pelo que había escapado de las horquillas.
—Pues... ya sabes —Daniel comenzó a tartamudear—. Eso... Ya sabes...
Eva ocultó sus ganas de reír y le cogió de la mano. Notó que le sudaba y que estaba temblorosa. Volvió a sonreír.
—Sí, claro que me gustaría salir contigo Dani —dijo por fin con la mayor calma del mundo. En ese momento Daniel notó que en su estómago estallaban miles de fuegos artificiales. De repente dejó de escuchar el escándalo que formaban los demás alumnos al salir del instituto, ni siquiera los veía. Todo se volvió blanco y en el centro Eva desprendía un resplandor dorado. Agachó la cabeza y vio sus manos aún unidas. En su cara se dibujó una sonrisa bastante cómica dando la impresión de estar bajo los efectos de alguna droga. Eva seguía sonriendo. Le soltó la mano y se acercó para besarle la mejilla a la vez que le tendía un pequeño papel.
—Este es mi teléfono, por si te apetece llamarme luego. Ahora tengo que irme. ¡Mañana nos vemos! —Eva se giró y desapareció entre la gente.
Daniel se quedó inmóvil, con el puño cerrado guardando el papel con el número de teléfono anotado y aspirando los últimos retazos del perfume de fresa. Sentía que le daba vueltas la cabeza y que en cualquier momento despertaría de aquel sueño que le parecía tan real. De pronto alguien comenzó a repetir su nombre, pero no reconocía la voz ni a la figura que tenía delante.
—¡Tío! ¿Qué te pasa? —Alberto zarandeaba a Daniel por el hombro. Estaba asustado por el aspecto que presentaba.
De súbito Daniel regresó a la realidad, sacudió la cabeza con fuerza y consiguió enfocar la vista en su amigo.
—¿Estás bien? —preguntó Alberto aún un poco preocupado.
—¿Bien? —repitió Daniel—. ¿Qué si estoy bien? ¡Estoy mejor que nunca! —añadió antes de ponerse a bailar y abrazar a Alberto que le miraba atónito—. ¡Estoy saliendo con Eva!
Daniel miró a Nerea para comprobar su reacción tras el relato y vio que sonreía, lo que provocó que él sonriera más aún.
—Me alegro mucho por ti, Dani —dijo la niña sinceramente.
Aunque todo aquello le produjera esa sensación tan extraña, agridulce, era cierto que se alegraba por su amigo. Le gustaba mucho verle feliz.
Daniel se acercó a ella y la abrazó.
—Te lo debo a ti, pequeñaja —le susurró al oído—. Sin tu ayuda nunca lo hubiese conseguido.
—¡Eso no es verdad! —respondió ella cuando se separaron—. A Eva ya le gustabas antes de leer tu carta así que habrías encontrado la manera de pedírselo.
—No lo sé... —respondió él bastante pensativo.
—Por cierto, Dani... —dijo Nerea cambiando de tono—. No tiene nada que ver pero... aunque tengas novia, ¿te sigues acordando de que dentro de menos de dos meses es mi fiesta de despedida del cole?
—¡Pero bueno, niña! ¿Por quién me has tomado? —Daniel se cruzó de brazos y fingió que le había molestado la pregunta—. No lo olvidaría por nada del mundo —añadió con ternura.
Nerea sonrió y respiró tranquila. Para ella era realmente importante compartir con Daniel un día tan especial.
* * *
El último mes y medio de clases pasó demasiado deprisa para todos. Daniel y Eva no querían que llegase el verano porque, aunque se habían prometido pasar el mayor tiempo posible juntos, sería más complicado al tener que coger un autobús que les llevara al pueblo del otro. Al contrario, Nerea y Alicia estaban desenado que llegara el día de su fiesta. Llevaban varias semanas improvisando desfiles de moda en sus habitaciones para decidir qué iban a ponerse y aún tenían algunas dudas.
—¡Quedan solo dos días! ¡Tenemos que elegir ya! —gritó Alicia una tarde mientras desfilaban por su habitación ante la atenta mirada de su mejor amiga. El cuarto parecía haber sufrido una explosión: camisetas, faldas y vestidos se amontonaban por encima de la cama, la silla, la mesa, la alfombra e incluso colgando de la lámpara. Nerea estaba sentada en el único hueco de la cama que había encontrado libre, mirándola fijamente—. ¡Nerea! ¡No me estás prestando atención!
—¿Qué? —Nerea dio un respingo y abandonó de golpe sus pensamientos.
—¿Qué te pasa? —Alicia se acercó, tiró al suelo un montón de camisetas que le estorbaban y se sentó junto a ella.
—Nada —respondió Nerea cogiendo un vestido corto de color rosa palo con tirantes finos y can-can bajo la falda—. Deberías ponerte este, es precioso.
Alicia tomó el vestido y se lo puso por encima.
—Sí, es bonito. Después me lo pruebo —dijo dejándolo con cuidado a su lado—. Pero ahora dime qué te pasa.
—Nada. Estaba pensando si Dani se acordará de que la fiesta es este viernes.
—¡Pues claro que se acuerda! —exclamó Alicia levantándose de la cama de un salto—. ¡Voy a probarme el vestido!
Cuando empezó a anochecer, las dos amigas se despidieron hasta el día siguiente.
—Mañana te toca elegir a ti así que ve preparando tu habitación para el desfile —dijo Alicia mientras daba un rápido abrazo a su amiga.
Tal y como había prometido, al día siguiente, cuando Nerea y sus padres aún estaban comiendo el postre, sonó el timbre de la puerta. Alicia entró decidida portando un bolso lleno de productos de maquillaje y peluquería. Las dos niñas corrieron escaleras arriba y comenzaron a sacar ropa del armario de Nerea.
Más tarde, mientras probaban diferentes peinados, Alicia hizo una pregunta que Nerea llevaba toda la tarde esperando.
—¿Te ha llamado Dani?
—No. Creo que se ha olvidado —respondió Nerea encogiéndose de hombros.
—¡De eso nada! —protestó Alicia soltando de golpe la melena rizada de su amiga—. Vamos a llamarle ahora mismo.
Y sin decir nada más bajó las escaleras y descolgó el auricular del teléfono. Nerea llegó corriendo justo cuando Alicia estaba a punto de marcar el último dígito. Le quitó el aparato de las manos y esperó a que sonara. Estuvo hablando durante un rato largo, mientras Alicia seguí jugueteando con su pelo, tratando de encontrar el peinado perfecto.
—No viene —anunció Nerea nada más colgar el teléfono. Se giró y se fue de vuelta a su habitación.
—¿Cómo que no viene? —preguntó Alicia en voz alta, enfadada, sin moverse del salón. Al no obtener respuesta, subió corriendo las escaleras y encontró a su amiga sentada en su silla frente al espejo, retirando todas las horquillas que le había estado colocando—. ¡Por qué no viene?
—Tiene planes con Eva —respondió Nerea sin mirarla.
—¡Menudo...! —Alicia estaba que echaba chispas y gritaba sin parar—. ¿Sabes qué te digo? ¡Que él se lo pierde!
—Era importante para mí que viniese... —añadió Nerea mientras una lagrimita resbalaba por su mejilla.
Alicia trató de calmarse, se acercó a su amiga y la abrazó.
—Lo sé. Pero por lo menos vamos a estas las dos. Llevamos toda la vida juntas en el colegio y a mí me hace mucha ilusión celebrar esto contigo —Nerea no respondió y Alicia decidió no insistir más. Se quedó en silencio abrazando a su amiga y dejando que llorara tranquila.