Capítulo 5
Verano de 1995
El primer domingo de julio, como muchos domingos desde hacía ya cinco años, las familias de Nerea y Daniel se encontraban reunidas para comer. Era un día especialmente caluroso y Joaquín había instalado un toldo que protegía la mesa de los abrasadores rayos del sol.
—Con un jardín tan grande, ¡ya podríamos tener una piscina! —dijo Nerea introduciendo la cuchara en el refrescante gazpacho.
—¡Pero si tienes una! —respondió su madre.
Nerea la miró con una mueca en la cara que provocó la risa de toda una mesa. En el jardín trasero, junto al árbol que acogía su casita, habían colocado una piscina desmontable que daba un perfecto servicio para refrescarse cuando el calor se hacía insoportable. Pero Nerea quería una piscina de verdad.
—¿Y qué le pasa a la piscina del pueblo? —intervino Pedro mientras añadía más trocitos de pimiento a su gazpacho.
—Es demasiado pequeña y está siempre llena de gente —respondió Daniel con voz de resignación.
—Bueno, la verdad es que los dos lleváis razón —dijo Chelo sonriendo—. Por eso tenemos una sorpresa para vosotros.
—¿Vamos a construir una piscina en nuestro jardín? —preguntó Daniel muy excitado.
—No —rió Chelo.
—¿Vamos a construirla nosotros? —preguntó Nerea mirando a sus padres y volviendo a provocar las carcajadas de todos.
—No hija, por el momento tendrás que conformarte con la que tienes —respondió Joaquín intentando dar una imagen de indiferencia.
—Pues entonces, ¿qué es? —insistió Nerea sin retirar la mirada de su padre.
—¿Qué es el qué? —bromeó él.
—Jo ¡venga papá! —suplicó Nerea casi saltando en la silla.
Los adultos volvieron a reír y Daniel comenzó a enfadarse un poco.
—¿Podéis dejar de tomarnos el pelo? —les recriminó finalmente haciendo que los mayores se rieran y por consiguiente su enfado aumentara.
—Vale, vale, haya paz —terció al final Elvira—. ¡Vamos a decírselo de una vez!
Joaquín, Pedro y Chelo cedieron por fin y Daniel y Nerea pusieron toda su atención en la madre de ella. La miraban con los ojos muy abiertos y los pocos segundos que duró el silencio les parecieron horas.
—¡Nos vamos a la playa! —exclamó Elvira levantando los brazos alegremente.
—¿Qué? —preguntó Nerea levantándose de la mesa y corriendo a abrazar a su madre. A causa de los nervios, la voz le había salido demasiado aguda y todos volvieron a reírse.
—¿Los seis? —añadió Daniel igualmente entusiasmado.
—Sí —respondió Pedro—. Hemos conseguido hacer coincidir nuestros días de vacaciones para poder estar juntos.
—¡Es genial! —gritó Daniel levantándose de un salto y haciendo que se volcara su vaso de agua.
Nerea se dirigió a donde estaba Daniel, le cogió de las manos y comenzó a dar saltitos mientras cantaba: “Nos vamos a la playa, nos vamos a la playa”. De repente se detuvo y miró a sus padres.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
—El lunes de la semana que viene —respondió Joaquín.
—¡Hala! ¡Pero queda mucho! —protestó ella poniendo una voz ñoña que a Daniel le hizo mucha gracia.
—Es sólo una semana, no te preocupes —le respondió él agitándole los brazos aprovechando que aún le tenía cogido de las manos.
* * *
A Nerea la semana siguiente le pareció la más larga de su vida. Estaba muy nerviosa y no podía estar ni un solo minuto sin hacer nada. Había pasado mucho tiempo con Alicia y también con Daniel. Y cuando no estaba con ellos metía y sacaba los bañadores de su maleta, salía al jardín, se metía en la piscina, salía, subía a la casita del árbol, bajaba, entraba en casa, volvía a sacar los bañadores de la maleta y los doblaba do otra forma, volvía a salir al jardín, se sentaba en la escalera, entraba en casa, encendía la tele, la apagaba, volvía a comprobar que los bañadores estaban bien doblados...
Cuando por fin llegó el sábado, Elvira ayudó a su hija a preparar la maleta. Nerea estaba nerviosa porque no quería olvidarse nada. Elvira trataba de calmarla pero, teniendo en cuenta cómo había pasado la última semana, le parecía una tarea completamente imposible.
La noche del domingo al lunes. Nerea no pudo dormir nada. Se pasó la mayor parte del tiempo dando vueltas en la cama. De madrugada, aburrida de estar tumbada, se levantó, se subió a un taburete y abrió la ventana de su buhardilla. Estuvo un rato mirando alrededor y al final fijó la vista en la casa de Daniel que se encontraba a escasos metros de la suya. Le pareció que había alguien en la ventana así que bajó del taburete y sacó de un cajón los prismáticos que su padre le había regalado para observar pájaros. Volvió a subirse, miró a través de los binoculares y rió al ver perfectamente a su amigo asomado a la ventana de su habitación mirando con otros prismáticos. Daniel la saludó con la mano y Nerea le devolvió el saludo. El muchacho le hizo un gesto para que no se fuera y desapareció. Nerea no se movió y siguió observando. Su amigo volvió enseguida. Se colocó los prismáticos y le mostró una hoja de papel con unas letras enormes. A Nerea le costó un poco leer lo que ponía, pero al final lo consiguió: “¿QUÉ HACES?”. Nerea se bajó del taburete y buscó un papel en su mesa. Lo encontró y escribió con las letras lo más grandes que pudo: “ESTOY NERVIOSA”. Daniel volvió a desaparecer para regresar con otro mensaje “QUEDA POCO”. Nerea sonrió aunque su amigo seguramente no podría verla. Miró el reloj y vio que eran casi las seis. Apoyó en la pared el papel para contestarle: “YA SON LAS 6”. Daniel le respondió agitando la mano y Nerea cerró la ventana y bajó del taburete. Se puso las zapatillas y corrió hasta la habitación de sus padres. Llamó a la puerta, entró sin esperar a que nadie le respondiera y se subió a la cama.
—¡Son las seis! —anunció alterada. Se sentía como cuando era más pequeña y llegaba el día de Reyes. Nunca conseguía dormir en toda la noche y en cuanto los primeros rayos del sol se colaban por su ventana, corría a la habitación de sus padres y empezaba a saltar en la cama para despertarles. Ahora le invadía la misma ilusión. Ya había ido más veces a la playa pero era demasiado pequeña para tener un recuerdo nítido. Hacía mucho que no iba y además le hacía especial ilusión compartir el viaje con su mejor amigo.
—Vale hija, ya nos levantamos —dijo Joaquín con voz ronca dándose media vuelta sin hacer intención siquiera de abrir los ojos.
Nerea se bajó de la cama de un salto y corrió al cuarto de baño. Rápidamente se duchó, se vistió y se recogió el pelo en una coleta. Cuando salió del baño vio que sus padres ya se habían levantado y estaban haciendo la cama con cierta lentitud.
—¡Pero daos un poco de prisa! —apremió Nerea.
Joaquín la miró somnoliento y se dirigió al baño para darse una ducha que le despejara.
Nerea bajó corriendo las escaleras y se puso a hacer tostadas para todos.
—¡El desayuno ya está! —gritó al hueco de la escalera diez minutos después.
Ya empezaba a impacientarse cuando oyó los pasos de sus padres bajando la escalera. Corrió hacia la cocina y se sentó a la mesa con un buen tazón de cacao delante. Desayunó a toda prisa mientras sus padres tomaban tranquilamente el café que Joaquín acababa de preparar. Nerea les miraba preocupada. Elvira se dio cuenta y le habló con voz dulce.
—Cariño son las siete y no hemos quedado hasta dentro de una hora.
La niña respondió poniendo morros.
Cuando todos estuvieron preparados se aseguraron de que no se olvidaban nada y salieron de casa. Nerea en el último momento había decidido meter al señor Cito en la maleta. Le daba un poco de vergüenza pero le apetecía tenerlo en la playa con ella. Se reunieron con la familia de Daniel en la puerta de su jardín. Nerea saludó desde el coche con una enorme sonrisa en la cara. Joaquín y Pedro se pusieron de acuerdo para descansar en el mismo área de servicio y emprendieron el camino hacia sus vacaciones.
Tras varias horas de viaje llegaron al hotel. No era demasiado grande pero estaba situado en primera línea de playa y tenía un jardín con piscina en el centro. Las habitaciones de las dos familias eran contiguas y las terrazas se separaban únicamente por dos barrotes blancos. Nerea y Daniel lo encontraron muy divertido ya que podían pasar fácilmente de una terraza a la otra.
En cuanto estuvieron instalados, todos se pusieron sus bañadores y bajaron deprisa a la playa. Nerea volvía a estar excitadísima y corrió por la arena en busca de un buen lugar para instalar la sombrilla. Minutos más tarde, los seis se encontraban dentro del agua riendo y jugueteando con las olas.
Los siguientes días transcurrieron lentamente, empapados de una rutina que había conseguido que todos estuvieran más relajados de lo que lo habían estado nunca. Por las mañana bajaban a la playa y regresaban al hotel para comer. Después Nerea y Daniel bajaban al jardín, donde se les unían sus padres tras haber dormido la siesta. Pasaban toda la tarde en la piscina y después de cenar daban largas caminatas por el paseo marítimo mientras los pequeños disfrutaban de un refrescante helado.
La última noche, después de volver del habitual paseo, Nerea era incapaz de dormir. Pensar que aquellas vacaciones tan fantásticas se terminaban le producía una extraña y nada agradable sensación en el estomago. Estaba un poco triste. Comprobó que sus padres dormían y se levantó en silencio. Recorrió la habitación de puntillas y salió de la terraza. Cuando miró a su alrededor, no pudo evitar dar un fuerte respingo.
—¡Me has asustado! —susurró.
—Lo siento.
Daniel estaba sentado en el suelo de su terraza con la espalda apoyada en la pared. Nerea se sentó en el suelo donde limitaban las dos terrazas y Daniel se movió hasta llegar a su lado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Nerea en voz baja.
—Pensar —respondió el también susurrando—. ¿Y tú?
—No podía dormir. Estoy un poco triste, no quiero que nos vayamos mañana —confesó Nerea—. Y, ¿en qué piensas?
—En el instituto —contestó Daniel sin ni siquiera mirarla—. Tengo un poco de miedo. Habrá mucha gente a la que no conozca y las lecciones serán más difíciles.
Nerea puso su mano sobre el brazo de Daniel con mucho cuidado. Él por fin la miró.
—Además te voy a echar de menos —añadió Daniel sin retirar la mirada de los ojos de ella.
—No pasa nada —dijo Nerea sonriendo—. Podremos vernos por las tardes. Y por lo demás no te preocupes. Seguro que haces muchos amigos nuevos enseguida. Además eres muy listo y no tendrás ningún problema para aprobar.
Los dos se quedaron un momento observando el mar rodeados por un silencio que sólo se rompía por el murmullo que emitían las olas al besar la arena. Daniel estrechó la mano que Nerea había colocado sobre su brazo y le devolvió la sonrisa.
—Serás una pequeñaja de once años pero siempre consigues hacer que me sienta mejor.
Nerea no respondió y se limitó a seguir sonriendo. No sabía por qué, pero siempre que veía esa sonrisa, a Daniel le parecía la más bonita y contagiosa del mundo; y ya no podía evitar sonreír ella también.