Capítulo 11
Octubre de 1997
—¡Estoy harta de escuchar hablar de Eva! ¡Llevo más de un año oyendo “Eva esto”, “Eva aquello”, “Qué guapa es Eva”, “Qué lista es Eva”, bla, bla, bla, bla! —Nerea paseaba junto a Alicia por el enorme pinar que había en la parte más alta del pueblo. Estaba muy irritada, gesticulaba y hablaba deprisa y en voz alta, esforzándose especialmente en exagerar la voz de bobo que, según ella, se le ponía a Daniel cuando hablaba de Eva.
—¡Nerea basta ya! —protestó Alicia—. Te quejas de que estás cansada de oír hablar de ella pero luego tú tampoco paras de hacerlo.
—Lo sé, pero es que... ¡me pone de los nervios! —Nerea trató de justificarse pero Alicia no quedó muy conforme con la excusa.
—¡Te lo avisé mil veces! Te pregunté que si estabas segura de que querías que Dani te contara todo y tú dijiste siempre que sí. ¡Ahora no te quejes!
—Ya... pero, ¡es que ahora es distinto! —Nerea seguía tratando de encontrar una justificación que dejara satisfecha a su amiga pero de sobra sabía que Alicia tenía razón. Ni siquiera ella misma se creía sus excusas. Estaba comenzando a obsesionarse con aquella chica a la que culpaba de todos sus males. Ella misma había pedido a Dani que le contara todo acerca de Eva y, aunque le fastidiase reconocerlo, todavía sentía la imperiosa necesidad de saber todo lo que sucedía entre ellos dos. Quería tener la situación perfectamente controlada, no perderse ni un solo detalle sobre lo que ella decía o hacía con su mejor amigo.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y por qué es distinto? —en el fondo de su ser Alicia se sentía orgullosa porque sabía que ella tenía razón y deseaba con todas fuerzas que su amiga lo admitiera.
—Desde que han empezado a ser amigos es diferente. Antes sólo me hablaba de su pelo, de si le había mirado o de si le había saludado. ¡Ahora me cuenta toda su vida! ¿Y a mí qué me importa que su gato haya tirado las cortinas? —Nerea puso los ojos en blanco al pronunciar la última frase para mostrar su indiferencia.
—Deberías alegrarte de que por fin se animara a hablarle... —Alicia bajó un poco la voz para tratar de recuperar un ritmo de conversación normal. Ambas se habían alterado tanto que el diálogo había pasado a ser una especie de discusión y eso no le gustaba en absoluto—. Dani lo estaba pasando un poco mal por no atreverse a hacerlo y ahora parece que por lo menos se han hecho amigos.
—¿Qué dices? ¡Pues claro que me alegro! —contestó Nerea.
—¿Seguro? —preguntó Alicia poco convencida—. Sabes que te conozco desde que teníamos seis años...
Nerea levantó la vista y miró a su amiga muy seria. Tardó un poco en contestar, pero finalmente habló tranquila y firmemente: Por supuesto que sí.
* * *
La lluvia, el silbido del viento y las doradas alfombras de hojas que cubrían las calles durante el otoño fueron dejando paso al frío, al silencio y a los blancos mantos de nieve que, cuando decidieron retirarse, invitaron a las flores a que comenzaran a pintar de colores calles, ventanas, terrazas, jardines y parques.
Era una tarde de finales de abril cuando la campanita de la puerta del jardín empezó a sonar como si hubiera enloquecido. Nerea se asustó. Estaba sola en casa y no sabía quién podría tener tana prisa por entrar. Se dirigió a la ventana del salón y se asomó discretamente entre las cortinas, escondiéndose del intruso que estaba torturando a la campana hasta hacerla chillar de aquella manera. Enseguida suspiró, descorrió la cortina bruscamente y abrió la ventana.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —gritó enfadada inclinándose hacia afuera.
—¡Necesito hablar contigo! ¡Es urgente! —respondió Daniel desde la calle.
—Vale, ya bajo. ¡Pero no hace falta que me rompas la campana!
—¡Lo siento! —respondió Daniel soltando la cuerdecita y bajando la mano avergonzado.
Cuando Nerea salió de casa vio que su amigo había desaparecido y puso los ojos en blanco tratando de adivinar de dónde provenía el ataque de locura que se había apoderado de él. De todas formas, sabía perfectamente dónde encontrarlo así que sin perder más tiempo rodeó la casa casi a la carrera y subió la escalerilla del tronco del árbol. Cuando entró en la casita le vio caminando nerviosamente de un lado a otro mientras se mordía el dedo índice de la mano derecha. Le observó durante un momento hasta que comenzó a contagiarse del nerviosismo del chico y decidió poner fin a aquella situación.
—¿Se puede saber qué te pasa? —preguntó casi gritando.
Daniel se paró delante de ella y se sacó el dedo de la boca.
—Voy a hacerte caso —sentenció mientras cambiaba frenéticamente el peso de un pie al otro provocando que su cuerpo se moviera igual que el péndulo de un reloj.
Nerea no tenía ni idea de a qué se estaba refiriendo y le miraba atónita intentando contar hasta cien antes de perder completamente los nervios. Dani parecía incapaz de mantenerse quieto y al no recibir respuesta por parte de su amiga intentó aclararle la situación.
—Que voy a hacer lo que siempre me dices que haga.
—¡Estate quieto! —gritó de súbito Nerea sin poder aguantar más, haciendo que Daniel diera un respingo para después quedarse completamente quieto, firme—. Lo siento, es que me estabas poniendo muy nerviosa —se disculpó ella sentándose encima de un cojín grande de color rosa fucsia. Daniel la imitó y enseguida ambos se encontraron sentados cara a cara—. A ver, explícate mejor.
Daniel tomó una gran bocanada de aire antes de empezar a hablar.
—Me he enterado de que a Jaime también le gusta Eva.
Nerea le interrumpió ya que no conocía de nada a aquel tipo llamado Jaime.
—Es ese chico que te dije que el primer día tocaba una guitarra imaginaria —le explicó Daniel.
La niña le agradeció el detalle y una vez resuelta la duda le invitó a continuar con su historia.
—Bueno, pues resulta que a él también le gusta Eva. ¡Es músico! ¡Y yo sé que a las mujeres os gustan los músicos! —Nerea arqueó las cejas ante la aseveración de su amigo pero prefirió no volver a interrumpirle—. Creo que le está componiendo una canción para declararse y si lo hace, ¡estoy perdido! —al pronunciar la última frase Daniel se derrumbó completamente. Nerea se acercó a él y apoyó una mano sobre su hombro.
—Vale, calma —dijo tratando de tranquilizarle—. Aún no lo ha hecho, así que no pasa nada. Y, ¿en qué es en lo que ibas a hacerme caso?
—Quiero decirle que me gusta —respondió mirándola a los ojos—. Tú siempre me has animado a hacerlo y ahora tengo que ser más rápido que Jaime.
—Ah... —respondió Nerea haciendo un gran esfuerzo por sonreír. Desde luego no era la noticia que estaba esperando escuchar—. ¡Me parece muy bien! Lleva gustándote mucho tiempo, ya es hora de que se lo digas.
—Pero... ¡necesito que me ayudes! —suplicó el chico tomando con fuerza las manos de su amiga.
—¿Yo? —preguntó Nerea sorprendida— ¿Cómo voy a ayudarte yo?
—¡Porque eres una chica! —respondió Daniel aún nervioso—. Tú puedes decirme mejor que nadie qué es lo que os gusta a las mujeres.
Nerea dudó un momento y reflexionó sobre aquello que acababa de decir su amigo. ¿Habría alguna norma que ella desconociera que obligase a todas las mujeres a apreciar las mismas cosas? Quizá no lo sabía porque aún era demasiado pequeña para eso.
—No sé, Dani —titubeó ella—. Supongo que a cada chica le gusta algo diferente.
—Bueno, pues entonces dime, ¿cómo te gustaría a ti que se te declarara un chico? —insistió Daniel completamente convencido de que, como siempre, aquella niña rubia tenía las respuestas que necesitaba.
—¿A mí? —Nerea se quedó un buen rato pensando antes de contestar. La verdad era que nunca se había planteado nada de ese tipo. Hasta entonces, jamás se había preocupado por los chicos, nunca había pensado en ellos de aquella manera. Y tampoco había imaginado nunca que un chico pudiera hacer algo así por ella—. Pues... ¡no lo sé! Creo que me gustaría que me confesara sinceramente lo que siente, que me dijese cosas bonitas, pero sinceras. Y que me regalase una flor.
—¿Así de fácil? —preguntó Daniel sorprendido.
—No es tan fácil como crees... —alegó ella.
—Sí, puede que tengas razón —admitió el chico—. No creo que yo fuese capaz de decirle a Eva a la cara lo que siento.
Los dos se quedaron en silencio, concentrados al máximo, tratando de que se les ocurriera algo que hiciera que Eva no pudiera resistirse. El tiempo pasaba despacio y poco a poco Daniel comenzaba a impacientarse y a desesperarse por lo complicado del asunto. De pronto Nerea chasqueó los dedos.
—¡Ya sé! —exclamó entusiasmada.
Daniel se acercó a ella casi de un salto y la miró ansioso.
Deseaba poder introducirse en el cerebro de su amiga para así poder descubrir qué era lo que se le había ocurrido. No podía resistir un segundo más de intriga.
—¿Qué? —preguntó sin darse cuenta de que estaba gritando.
—Me dijiste que le gusta Alejandro Sanz, ¿no? —el tono de Nerea no dejaba muy claro si aquello eran pensamientos en voz alta o si realmente estaba haciendo una pregunta a Daniel. Por si acaso, él asintió en silencio aunque seguía sin entender qué era lo que rondaba la cabeza de su amiga.
—¡Espera aquí! —Nerea se levantó y desapareció escaleras abajo. Al cabo de un rato, que a Daniel se le hizo eterno, regresó cargada con un radiocasete, varias cintas, dos cuadernos y un estuche.
—¿Dónde vas con todo eso? —preguntó Daniel desesperándose ante la sensación de estarse quedando fuera de las maquinaciones de su amiga. Era completamente incapaz de comprender nada.
Nerea dejó todos los bártulos encima de la mesa y acercó un cojín para sentarse de forma que pudiera llegar a ellos cómodamente.
—Vas a escribirle una carta —manifestó tendiendo a Daniel un cuaderno y el estuche para que escogiera un bolígrafo.
El chico no pudo más que sorprenderse ante la propuesta de su amiga y repitió una y otra vez que él no sabía escribir cartas, y mucho menos de ese tipo. Nunca se le había dado demasiado bien expresar sus sentimientos y sospechaba que escribiéndolos sería muchísimo peor.
—Ya lo sé —Nerea sonrió pícaramente e introdujo una de las cintas en el radiocasete—. Por eso vamos a pedir ayuda a un experto —pulsó la tecla de Play y una suave melodía de guitarra comenzó a sonar.
—¿Alejandro Sanz? —preguntó cada vez más atónito.
—Sí —respondió Nerea tranquilamente mientras abría el cuaderno que se había quedado y sacaba un bolígrafo morado del estuche—. Mi madre tiene toda la colección.
—Muy bien... —contestó Daniel mirándola cada vez más desconcertado—. Pero, ¿qué es lo que pretendes que hagamos?
—Muy fácil —Nerea extrajo la carátula de una de las cintas y la desplegó—. Lo primero que hay que hacer es copiar las frases que más nos gusten. Después las combinaremos de forma que expresen lo que quieres decirle. ¡Seguro que le encanta!
—Nerea... ¡eso es complicadísimo! —exclamó Daniel totalmente desesperanzado. Aquello era una locura, jamás funcionaría. Ellos dos no iban a ser capaces de hacer algo tan difícil.
La niña arrugó la nariz enfurruñada y se dirigió a su amigo con la voz firme y fuerte:
—¡Tú cállate y coge un bolígrafo! Ya verás como no es tan difícil.
Daniel obedeció, sacó el primer bolígrafo que encontró y desplegó otra de las carátulas para ponerse manos a la obra. De vez en cuando levantaba la cabeza y observaba a su amiga trabajando con total naturalidad dando la impresión de que hacía aquello cada día. Y así pasaron varias horas. Leían, copiaban, tachaban, encendían y apagaban el radiocasete y rebobinaban de nuevo para escuchar varias veces el mismo trozo de canción. Cuando ambos dieron por finalizada la búsqueda de frases se dispusieron a unirlas. El proceso fue muy lento y trabajoso pero el resultado conseguido, cuando el sol ya se había retirado a descansar y sólo la luna iluminaba el jardín, les dejó completamente satisfechos.
—¡Muchas gracias, Nerea! —Daniel sostenía entre sus manos un folio de color azul con una preciosa carta escrita en él. Lo sujetaba como si fuera el objeto más valioso del mundo y, mientras lo releía una y otra vez, no podía dejar de sonreír orgulloso. Aún no podía creer que lo hubiesen conseguido—. Nunca habría sido capaz de hacer algo así sin tu ayuda.
—De nada —respondió también sonriendo. Ella también se sentía muy orgullosa de lo que habían hecho y por un momento olvidó quién era la destinataria de esa carta. Le alegraba haber podido compartir con su amigo una tarde como aquella, haber hecho algo así los dos juntos le llenaba de felicidad sin importarle cuál era realmente el objetivo de la misiva.
—Bueno, tengo que irme —Daniel dobló el papel con sumo cuidado y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón para después estrechar a Nerea entre sus brazos—. Mañana te cuento todo. Y... ¡gracias otra vez, pequeñaja!
Nerea se quedó de pie junto a la puerta de la casita observando en silencio como su amigo desaparecía corriendo por el jardín.