Mi nombre se escribe con «S»

Marshall Zebatinsky se daba cuenta que estaba haciendo el ridículo. Le parecía que le miraban desde el otro lado del tétrico cristal del escaparate a través del deteriorado tabique de madera; le parecía notar unos ojos posados en él. Ni el traje viejo que había desenterrado, ni el ala doblada de un sombrero, que por lo demás nunca llevaba, ni las gafas que había dejado en su estuche le inspiraban la menor confianza.

Sentía que hacía el ridículo, y eso profundizaba aún más las arrugas de su frente y volvía más pálida su cara de joven prematuramente envejecido.

Nunca podría explicar a nadie por qué un físico nuclear como él se había decidido a visitar a un numerólogo. (No, nunca podría explicárselo a nadie, se dijo.) No podía explicárselo ni siquiera a sí mismo. La única explicación era que se había dejado convencer por su mujer.

El numerólogo estaba sentado ante una vieja mesa que ya debía de ser de segunda mano cuando la compró. Ninguna mesa podría llegar a estar tan deteriorada en manos de un solo dueño. Casi lo mismo podía decirse de sus ropas. Era un hombrecillo moreno que miraba a Zebatinsky con sus ojillos negros, perspicaces y vivarachos.

—Es la primera vez que un físico viene a visitarme, doctor Zebatinsky —le dijo.

Zebatinsky enrojeció.

—Supongo que esto es confidencial —dijo.

El numerólogo sonrió, con lo que se le formaron arrugas junto a las comisuras de la boca y la piel de su barbilla se distendió.

—Todo lo que aquí se dice queda entre estas cuatro paredes.

—Me creo en el deber de decirle una cosa —prosiguió Zebatinsky—. Yo no creo en la numerología y dudo que empiece a hacerlo ahora. Si eso supone un impedimento, le ruego que me lo diga.

—¿Entonces, por qué ha venido?

—Mi esposa cree hasta cierto punto en usted. Me hizo prometerle que le visitaría, y aquí me tiene.

Se encogió de hombros, sintiéndose cada vez más ridículo.

—¿Y qué es lo que usted desea? ¿Dinero? ¿Seguridad? ¿Larga vida? ¿Qué?

Zebatinsky permaneció inmóvil durante largo rato, mientras el numerólogo se dedicaba a observarlo en silencio, sin hacer nada por instarlo a hablar.

Entre tanto, Zebatinsky pensaba: «¿Y yo qué le digo? ¿Que tengo treinta y cuatro años y no vislumbro ningún porvenir?»

En voz alta, dijo:

—Deseo el éxito. Que se me reconozca.

—¿Un empleo mejor?

—Un empleo distinto. Una clase diferente de trabajo. Actualmente, formo parte de un equipo y tengo que obedecer las órdenes que me dan. ¡Equipos! Ésa es la forma de realizar investigaciones que tiene el Gobierno. Uno no es más que un violinista perdido en una orquesta sinfónica.

—¿Y usted quiere ser un solista?

—Lo que yo quiero es salir del equipo y trabajar por mi cuenta. —Zebatinsky se sintió más animado, casi embriagado al expresar en palabras aquel pensamiento ante una persona que no fuese su esposa—. Hace veinticinco años —prosiguió—, con mi educación técnica y lo que yo sé hacer, hubiera podido trabajar en las primeras centrales de energía atómica. Actualmente estaría al frente de una de ellas o dirigiría un grupo de investigación pura en una universidad. Pero empezando hoy, ¿sabe usted adónde habré llegado dentro de veinticinco años? A ninguna parte. Seguiré siendo esclavo del equipo, aportando mi granito de arena a la gran organización. Siento que me ahogo en una multitud anónima de físicos nucleares, y lo que yo quiero es espacio en una tierra firme y despejada… ¿Me comprende usted?

El numerólogo asintió lentamente.

—Tenga usted en cuenta, doctor Zebatinsky —dijo—, que yo no puedo garantizarle nada.

Zebatinsky, a pesar de su falta de fe, experimentó una amarga decepción.

—¿No? ¿Entonces qué es lo que usted garantiza?

—Un aumento en el número de las probabilidades. Mi trabajo es de naturaleza estadística. Puesto que usted trabaja con átomos, supongo que comprenderá las leyes de la estadística.

—¿Y usted, las comprende? —le preguntó el físico con ironía.

—Pues sí, las comprendo. Yo soy matemático, y mi trabajo se basa en cálculos rigurosos. No se lo digo para cobrarle más. Mi tarifa es única: cincuenta dólares por consulta. Pero como usted es un hombre de ciencia, podrá apreciar mejor la naturaleza de mi trabajo que mis demás clientes. Para mí incluso representa un placer explicarle todo esto.

—Preferiría que no lo hiciese, si no le importa. Perderá el tiempo hablándome del valor numérico de las letras, su significado místico y todas esas cosas. Esa clase de matemáticas no me interesan. Vayamos al grano…

El numerólogo replicó:

—Así, usted quiere que yo le ayude, a condición que no le venga con todas esas monsergas anticientíficas que, según usted, forman la base de mi trabajo. ¿No es eso?

—Exactamente. Eso es.

—Pero es que usted sigue creyendo que yo soy un numerólogo, y la verdad es que no lo soy. Me doy ese nombre para que la policía no me moleste, y también —añadió el hombrecillo, riendo secamente— para que los psiquiatras me dejen tranquilo. Le aseguro que soy un matemático; un matemático de verdad.

Zebatinsky sonrió.

El numerólogo dijo:

—Construyo computadoras. Estudio el futuro probable.

—¿Cómo?

—¿Acaso le parece eso peor que la numerología? ¿Por qué? Contando con datos suficientes y con una computadora capaz de realizar el número necesario de operaciones por unidad de tiempo, el futuro puede predecirse, al menos de una manera probable. Cuando ustedes calculan los movimientos de un proyectil que debe interceptar a otro, ¿no se dedican a predecir el futuro? El proyectil interceptor y el otro no chocarían si el futuro se hubiese calculado incorrectamente. Yo hago lo mismo. Pero como trabajo con un número mayor de variables, mis resultados son menos exactos.

—¿Quiere usted decir que podrá predecir mi futuro?

—De una manera muy aproximada. Una vez hecho eso, modificaré los datos cambiando su nombre; únicamente su nombre. Entonces introduciré ese factor modificado en el programa de operaciones. Luego probaré con otros nombres modificados. Lo cual me permitirá estudiar los distintos futuros que irán apareciendo, hasta encontrar uno en que usted goce de mayor reconocimiento que en el futuro que ahora se extiende frente a usted… Déjeme decirlo de otra manera: descubriré un futuro en el cual las probabilidades para que usted llegue a situarse como desea serán mayores que las probabilidades que encierra su actual futuro.

—¿Y por qué tendré que cambiar de nombre?

—Ése es el único cambio que suelo hacer, y lo hago por varios motivos. En primer lugar, es un cambio sencillo. Tenga usted en cuenta que si realizase un cambio importante o introdujese varios cambios menores, entrañan en juego tantos factores nuevos que ya no sería capaz de interpretar el resultado. Mi computadora todavía es bastante imperfecta. En segundo lugar, se trata de un cambio razonable. Yo no puedo alterar su estatura, ¿verdad?, ni el color de sus ojos, ni siquiera su temperamento. Luego tenemos que el cambio del nombre es un cambio significativo. Los nombres son muy importantes; hasta cierto punto son la persona. Y finalmente, es un cambio corriente, que todos los días se realiza.

—¿Y si no consigue descubrir un futuro mejor?

—Ese es un riesgo que hay que correr. De todos modos, su suerte no empeorará, amigo.

Zebatinsky miró con inquietud a su interlocutor.

—No creo ni una palabra de todo eso —comentó—. Antes creería en la numerología.

El hombrecillo suspiró.

—Pensé que una persona como usted se sentiría más animada al conocer la verdad. Deseo sinceramente ayudarle, y usted todavía puede hacer mucho. Si me considerase un numerólogo, sencillamente no haría caso de mis instrucciones. Pensé que si le decía la verdad, dejaría que le ayudase.

Zebatinsky observó:

—Pero si usted puede ver el futuro…

—¿Por qué no soy el hombre más rico de la Tierra? ¿Es eso lo que me iba a preguntar? Lo cierto es que sí lo soy, puesto que tengo cuanto deseo. Usted quiere que se reconozca su talento y yo quiero que me dejen tranquilo; que me dejen trabajar sin molestarme, y lo he conseguido. Gracias a eso, me considero más rico que un millonario. Cuando necesito un poco de dinero de verdad para cubrir mis necesidades materiales, lo obtengo de personas como usted, que vienen a visitarme. Me gusta ayudar al prójimo; un psiquiatra tal vez diría que eso me proporciona una sensación de poder y alimenta mi egolatría. Pero, vamos a ver…, ¿desea de verdad que le ayude?

—¿A cuánto dijo usted que ascendía la consulta?

—Son cincuenta dólares. Necesitaré un gran número de datos biográficos sobre usted, pero le proporcionaré un formulario que le facilitará el trabajo. Lo siento, pero contiene muchas preguntas. Sin embargo, si puede enviármelo por correo a finales de semana, le tendré la respuesta preparada para el… —Adelantó el labio inferior y frunció el ceño, mientras efectuaba un cálculo mental—. Para el veinte del mes que viene.

—¿Cinco semanas? ¿Tanto tiempo?

—Usted no es el único, amigo mío; tengo otros clientes. Si yo fuese un farsante, se lo haría en cuatro días. ¿De acuerdo entonces?

Zebatinsky se levantó.

—Bien, de acuerdo… Le ruego la máxima reserva.

—No tema. Le devolveré toda la información que me suministre al decirle qué cambio tiene que realizar, y le doy mi palabra que no haré uso de ella.

El físico nuclear se detuvo en la puerta.

—¿No teme usted que yo revele que no es numerólogo?

El numerólogo movió negativamente la cabeza.

—¿Y quién iba a creerle, amigo? —dijo—. Eso suponiendo que usted pudiese convencer a alguien que había estado aquí.

El día 20, Marshall Zebatinsky se presentó ante la puerta despintada, mirando de soslayo al escaparate, en el que se podía leer, en una tarjeta pegada al cristal, la palabra «Numerología», en letras descoloridas y amarillentas bajo el polvo que las cubría. Atisbó hacia el interior de la tienda, casi con la esperanza que hubiese alguien que le proporcionase una excusa para volverse a casa, cancelando aquella visita.

Había tratado de olvidarse de aquello varias veces. Cada vez que se sentaba para llenar el formulario, se levantaba malhumorado al poco tiempo. Se sentía increíblemente estúpido escribiendo los nombres de sus amigos, el alquiler que pagaba, si su esposa le había sido fiel, etc. Cada vez lo abandonaba dispuesto a dejarlo definitivamente.

Pero no podía hacerlo. Todas las noches volvía a sentarse ante el condenado formulario.

Tal vez se debiese a la idea de la computadora; o al pensar en la infernal jactancia del hombrecillo al pretender que poseía una. La tentación de desenmascararlo, de ver qué ocurriría, resultaba demasiado fuerte.

Por último, envió las hojas debidamente cumplimentadas por correo ordinario, poniendo nueve centavos de sellos y sin pesar la carta. «Si me la devuelven —pensó—, no volveré a enviarla.»

No se la devolvieron.

Miró al interior de la tienda y vio que estaba vacía. Zebatinsky no tenía más remedio que entrar. Abrió la puerta y una campanilla tintineó.

El anciano numerólogo salió de detrás de una cortina que ocultaba una puerta.

—¿Quién es? Ah…, es usted, doctor Zebatinsky.

—¿Se acuerda de mí? —dijo éste, esforzándose en sonreír.

—Naturalmente.

—¿Cuál es su veredicto?

—Antes de eso, hay un pequeño asunto por resolver…

—¿Sus honorarios?

—El trabajo está hecho, doctor Zebatinsky. Por lo tanto, le agradeceré que lo pague.

Zebatinsky no hizo la menor objeción. Ya se hallaba dispuesto a pagar. Después de llegar hasta allí, sería una tontería volverse atrás sólo por el dinero.

Contó cinco billetes de diez dólares y los empujó al otro lado del mostrador.

—¿Es eso?

El numerólogo contó de nuevo los billetes, lentamente, y luego los metió en un cajón de su mesa. Después dijo:

—Su caso me resultó muy interesante. Yo le aconsejaría que se cambiase el nombre por el de Sebatinsky.

—¿Cómo dice? ¿Seba…, qué?

Zebatinsky le miró indignado.

—El mismo que ahora tiene, pero escrito con «S».

—¿Quiere usted decir que cambie la inicial? ¿Que convierta la «Z» en una «S»? ¿Con eso basta?

—Sí, con eso es suficiente. Mientras el cambio sea adecuado, es más seguro y conveniente que no sea muy grande.

—Pero, ¿cómo puede afectar a mi vida ese cambio?

—¿Cómo afectan los nombres a la vida de sus poseedores? —preguntó quedamente el numerólogo—. Francamente, no lo sé. Pero ejercen cierta influencia, eso es todo cuanto puedo decirle. Recuerde que le dije que no le garantizaba el resultado. Naturalmente, si no desea realizar el cambio, dejemos las cosas como están. Pero, en ese caso, no puedo reembolsarle la cantidad. Zebatinsky preguntó:

—¿Entonces, qué tengo que hacer? ¿Decir a todo el mundo que mi nombre se escribe con «S»?

—Si quiere mi consejo, consúltelo con un abogado. Cambie de nombre legalmente. Él le aconsejará sobre los detalles.

—¿Cuánto tiempo se necesitará? Quiero decir, ¿cuánto tiempo hará falta para que mi situación empiece a mejorar?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Tal vez mañana empiece a mejorar. O tal vez nunca.

—Pero usted ve el futuro. Al menos, eso es lo que pretende.

—No me confunda con los que miran bolas de cristal. No, no, doctor Zebatinsky. Lo único que me proporciona mi computadora es una serie de números cifrados. Puedo darle una lista de probabilidades, pero le aseguro que no veo imágenes del futuro.

Zebatinsky giró sobre sus talones y abandonó rápidamente el lugar. ¡Cincuenta dólares por cambiar una letra! ¡Cincuenta dólares por Sebatinsky! ¡Señor, qué nombre! Peor que Zebatinsky.

Tuvo que transcurrir otro mes antes que se decidiese a ir a ver a un abogado. Mas por último fue.

Se consoló con la idea que siempre estaba a tiempo de cambiarse de nuevo el nombre.

«No se pierde nada con probar», se dijo.

Qué diablos, no había ninguna ley que lo impidiera.

Henry Brand hojeó cuidadosamente el expediente, con el ojo clínico de un hombre que llevaba catorce años en las fuerzas de Seguridad. No le hacía falta leerlo palabra por palabra. Cualquier particularidad hubiera saltado de las páginas a sus ojos.

—Este hombre me parece intachable —dijo.

Henry Brand también era un hombre de aspecto intachable, con su ligera obesidad y su cara sonrosada y fresca. Era como si el continuo contacto con toda clase de miserias humanas, desde la ignorancia a la posible traición, le hubiese obligado a lavarse con más frecuencia, gracias a lo cual su rostro mostraba aquella tersura.

El teniente Albert Quincy, que le había traído el expediente, era joven y se sentía embargado por la responsabilidad de ser oficial de las fuerzas de Seguridad en la comisaría de Hanford.

—Pero, ¿por qué Sebatinsky? —preguntó.

—¿Por qué no?

—Porque no tiene pies ni cabeza. Zebatinsky es un nombre extranjero, y yo me lo cambiaría si lo tuviese, pero buscaría un patronímico anglosajón, por ejemplo. Si Zebatinsky lo hubiese hecho, la cosa tendría sentido, y yo ni siquiera volvería a pensar en ello. Pero, ¿por qué cambiar una «Z» por una «S»? Me parece que hay que buscar otras razones.

—¿Nadie se lo ha preguntado directamente?

—Sí. En el curso de una conversación ordinaria, desde luego. Es lo primero que preparé. Él se limitó a decir que estaba harto de estar a la cola del alfabeto.

—Es una razón plausible, ¿no le parece, teniente?

—Desde luego. Pero, en ese caso, ¿por qué no cambiarse el nombre por el de Sands o Smith, si se había encaprichado por la «S»? O si estaba tan cansado de la «Z», última letra del alfabeto, ¿por qué no irse al otro extremo y cambiarla por una «A»? ¿Por qué no adoptar el nombre de… Aarons, por ejemplo?

—No es lo bastante anglosajón —murmuró Brand, añadiendo—: Pero la conducta de este hombre es intachable. No podemos acusar a nadie por escoger un nombre extraño.

El teniente Quincy se mostraba visiblemente decepcionado.

Brand prosiguió:

—Dígame, teniente, ¿qué le preocupa? Estoy seguro que piensa en algo; alguna teoría, algún subterfugio. ¿En qué piensa?

El teniente frunció el ceño. Sus rubias cejas se juntaron y apretó los labios.

—Verá usted, señor. Ese hombre es ruso.

—No lo es —repuso Brand—. Es un estadounidense de tercera generación.

—Quiero decir que su nombre es ruso.

La expresión de Brand perdió algo de su engañosa blandura.

—Nada de eso, teniente; se ha vuelto a equivocar. Es polaco.

El teniente extendió las manos con impaciencia.

—Da lo mismo.

Brand, cuya madre se apellidaba Wiszewsky de soltera, barbotó:

—No diga nunca eso a un polaco, teniente… —Luego añadió, pensativo—: Ni tampoco a un ruso, supongo.

—Lo que yo quería decir, señor —dijo el teniente, poniéndose colorado—, es que tanto los polacos como los rusos están al otro lado de la Cortina de Acero.

—Eso ya lo sabemos.

—Y que Zebatinsky o Sebatinsky, como usted prefiera llamarle, debe tener parientes allí.

—Le repito que es de tercera generación. Sí, puede que aún tenga primos segundos allí. ¿Y qué?

—Eso, en sí, no significa nada. Millares de personas tienen parientes lejanos en esos países. Pero Zebatinsky ha cambiado de nombre.

—Prosiga.

—¿Y si con ello tratase de no llamar la atención? Tal vez tiene allí un primo segundo que se está haciendo demasiado famoso y nuestro Zebatinsky teme que esa relación de parentesco pueda perjudicar a su carrera.

—Pero cambiar de nombre no le resuelve nada. Sigue siendo igualmente su primo segundo.

—Desde luego, pero no será como si nos metiese su parentesco por las narices.

—¿Conoce usted a algún Zebatinsky del otro lado de la Cortina?

—No, señor.

—Entonces, no debe de ser tan famoso como usted dice. ¿Y cómo iba a conocer su existencia nuestro Zebatinsky?

—Tal vez mantiene el contacto con sus parientes. Eso ya daría pábulo a sospechas de por sí, pues recuerde usted que se trata de un físico atómico.

Metódicamente, Brand volvió a repasar el expediente del científico.

—Eso está muy traído por los pelos, teniente. Es algo tan hipotético que no nos sirve de nada.

—¿Puede usted ofrecer alguna otra explicación, señor, de los motivos que le han inducido a efectuar un cambio de nombre tan curioso?

—No, no puedo, lo reconozco.

—En ese caso, señor, creo que deberíamos investigar. Debemos empezar localizando a todos los Zebatinsky del otro lado de la Cortina y viendo si existe una relación entre ellos y el nuestro. —El teniente elevó ligeramente la voz al ocurrírsele una nueva idea—. ¿Y si cambiase de nombre para apartar la atención de ellos, con el fin de protegerlos?

—Yo diría que hace exactamente lo contrario.

—Tal vez no se da cuenta, pero su motivo principal pudiera ser el deseo de protegerlos.

Brand suspiró.

—Muy bien, investigaremos eso de los Zebatinsky europeos… —dijo—. Pero si no resulta nada de ello, teniente, abandonaremos el asunto. Déjeme el expediente.

Cuando la información llegó finalmente al despacho de Brand, éste se había olvidado por completo del teniente y sus especulaciones. Lo primero que se le ocurrió al recibir un montón de datos entre los que se incluían diecisiete biografías de otros tantos ciudadanos polacos y rusos que respondían al nombre de Zebatinsky, fue decir: «¿Qué demonios es esto?»

Entonces lo recordó, juró por lo bajo y empezó a leer.

Empezó por los Zebatinsky estadounidenses. Marshall Zebatinsky (huellas dactilares y todo) había nacido en Buffalo, Nueva York (fecha, estadísticas del hospital). Su padre también había nacido en Buffalo, y su madre en Oswego, Nueva York. Sus abuelos paternos eran oriundos de la ciudad polaca de Bialystok (fecha de entrada en los Estados Unidos, fecha en que le fue concedida la ciudadanía estadounidense, fotografías.)

Los diecisiete ciudadanos polacos y rusos que se apellidaban Zebatinsky descendían todos ellos de otros Zebatinsky que, cosa de medio siglo antes, habían vivido en Bialystok, o en sus proximidades. Muy posiblemente eran todos parientes, pero eso no se afirmaba explícitamente en ningún caso particular. (Los censos que se habían realizado en la Europa Oriental después de la Primera Guerra Mundial dejaban mucho que desear.)

Brand repasó las biografías de los Zebatinsky de ambos sexos cuyas vidas no ofrecían nada de particular (era sorprendente lo bien que habían realizado aquel trabajo los servicios de información; sin duda los rusos lo hubieran hecho igualmente bien.) Pero cuando llegó a uno se detuvo y su frente se arrugó, al arquear las cejas. Apartó aquella biografía y siguió leyendo las restantes. Cuando terminó, las volvió a meter todas en el sobre, a excepción de la que había apartado.

Sin dejar de mirarla, tamborileó con sus cuidadas uñas sobre la mesa.

Con cierta renuencia se decidió a llamar al doctor Paul Kristow, de la Comisión de Energía Atómica.

El doctor Kristow escuchó la exposición del asunto con expresión pétrea. De vez en cuando se rascaba la bulbosa nariz con el meñique, como si quisiera quitar de ella una mota inexistente. Tenía los cabellos de un color gris acerado, muy escasos y cortados casi al cero. Prácticamente, era como si fuese totalmente calvo.

Cuando su interlocutor hubo terminado, dijo:

—No, no conozco a ningún Zebatinsky ruso. Aunque, por otra parte, tampoco había oído mencionar hasta ahora al norteamericano.

—Verá usted —dijo Brand, rascándose el cuero cabelludo sobre la sien—. Yo no creo que haya nada de particular en todo esto, pero tampoco deseo abandonarlo demasiado pronto. Tengo a un joven teniente pisándome los talones, y ya sabe usted cómo son esos jóvenes oficiales. Sería capaz de presentarse por su cuenta ante un comité del Congreso. Además, la verdad es que uno de los Zebatinsky rusos, Mijaíl Andreyevich Zebatinsky, también es físico nuclear. ¿Está usted seguro que nunca ha oído hablar de él?

—¿Mijaíl Andreyevich Zebatinsky? No… No, nunca. Aunque eso no demuestra nada.

—Podría ser una simple coincidencia, pero sería una coincidencia demasiado curiosa. Un Zebatinsky aquí y otro Zebatinsky allí, ambos físicos nucleares, y he aquí que uno se cambia de repente la inicial de su nombre y demuestra gran ansiedad al hacerlo. Se enfada si lo pronuncian mal, en cuyo caso, dice con énfasis: «Mi nombre se escribe con "S"». Resulta demasiado raro en verdad, y mi teniente, que ve espías por todas partes, no duerme pensando en ello… Y otra cosa curiosa es que el Zebatinsky ruso se esfumó sin dejar rastro hará cosa de un año.

El doctor Kristow dijo sin inmutarse:

—Lo habrán liquidado en una purga.

—Es posible. En circunstancias normales, eso es lo que yo supondría, aunque los rusos no son más estúpidos que nosotros, y no matan a tontas y a locas a los físicos nucleares. Sin embargo, existe otra razón para explicar la desaparición súbita de un físico atómico. No creo que haga falta que se la diga.

—¿Que le hayan destinado a una misión ultrasecreta? ¿Es eso lo que quiere decir? ¿Cree usted que podría ser eso?

—Júntelo con todo lo demás que sabemos, añádale las sospechas de nuestro teniente, y hay para empezar a cavilar.

—Deme esa biografía.

El doctor Kristow tendió la mano para apoderarse de la hoja de papel y la leyó dos veces, moviendo la cabeza. Luego dijo:

—Comprobaré todo esto en los Resúmenes Nucleares.

Los Resúmenes Nucleares ocupaban toda una pared del estudio del doctor Kristow, en hileras cuidadosamente colocadas en cajitas, cada una de las cuales estaba repleta de microfilmes.

El ilustre miembro de la Comisión de Energía Atómica introdujo los índices en el proyector, mientras Brand contemplaba la pantalla haciendo acopio de paciencia.

El doctor Kristow murmuró al fin:

—Sí, un tal Mijaíl Zebatinsky publicó media docena de artículos, firmados por él o escritos en colaboración, en las revistas soviéticas especializadas de los últimos seis años. Buscaremos los resúmenes y tal vez saquemos algo en claro. Aunque lo dudo.

Un selector hizo salir los microfilmes solicitados. El doctor Kristow los alineó, los pasó por el proyector y poco a poco una expresión de asombro fue pintándose en su semblante. De pronto dijo:

—¡Qué raro!

—¿Raro? ¿Qué es raro? —le preguntó Brand.

El doctor Kristow se arrellanó en su asiento.

—Aún no me atrevo a asegurarlo. ¿Podría proporcionarme una lista de otros físicos nucleares que hayan desaparecido en la Unión Soviética durante el año pasado?

—¿Quiere usted decir que ve algo?

—Aún no. No vería nada si leyese esos artículos por separado. Pero al verlos en su conjunto y al saber que su autor participa posiblemente en un programa de investigación secreto, además de las sospechas que usted ha despertado en mí… —Se encogió de hombros—. En realidad no es nada.

Muy serio, Brand le dijo:

—Le agradecería que me dijese lo que piensa. No se pierde nada en saberlo; aunque sea una tontería, sólo lo sabremos usted y yo.

—En ese caso… Es posible que este Zebatinsky haya conseguido aportar algunas ideas al problema que presenta la reflexión de los rayos gamma.

—¿Y eso qué significa?

—Se lo voy a decir: si pudiese crearse un escudo que reflejase los rayos gamma, se podrían construir refugios individuales que protegerían contra la radiación secundaria. El verdadero peligro, como usted sabe, es la radiación secundaria. Una bomba de hidrógeno puede aniquilar a una ciudad, pero los desechos radiactivos resultantes de la explosión atómica pueden matar lentamente a todo cuanto viva sobre una franja de miles de kilómetros de longitud y de cientos de kilómetros de anchura.

Brand se apresuró a decir:

—¿Realizamos nosotros trabajos en ese sentido?

—No.

—Pero si ellos lo obtienen y nosotros no, podrán destruir totalmente los Estados Unidos por el precio de diez ciudades de las suyas, digamos, una vez hayan terminado su programa de refugios contra la radiación secundaria.

—Esa posibilidad aún es muy lejana… ¿No cree usted que estamos haciendo castillos en el aire? Todas esas sospechas se basan en un simple cambio de una letra en el apellido de una persona…

—De acuerdo, estoy loco —dijo Brand—. Pero no pienso dejar las cosas así. Hemos llegado demasiado lejos. Tendrá usted su lista de físicos nucleares desaparecidos, aunque tenga que ir a buscarla a Moscú.

Obtuvo la lista. Kristow y él examinaron todas las comunicaciones científicas y artículos escritos por aquellos hombres. Convocaron una sesión plenaria de la Comisión, y luego reunieron a todos los cerebros nucleares de los Estados Unidos. Por último, el doctor Kristow salió de una sesión que había durado toda la noche, y a parte de la cual había asistido el propio presidente de la nación.

Brand le esperaba a la puerta. Ambos tenían aspecto cansado y ojeroso. El policía le preguntó:

—¿Qué dicen?

Kristow hizo un gesto de asentimiento.

—La mayor parte de ellos se muestran de acuerdo. Algunos todavía dudan, pero la mayoría está de acuerdo.

—¿Y usted qué dice? ¿Está seguro?

—Nada de eso, pero déjeme que le explique. Resulta más fácil creer que los soviéticos trabajan en la creación de un escudo protector contra los rayos gamma, que creer que todos los datos que hemos desenterrado no tienen relación entre sí.

—¿Se ha decidido que nosotros comencemos también las investigaciones sobre protección contra los rayos gamma?

—Sí.

Kristow se pasó la mano sobre el cabello, corto y enhiesto, produciendo un rumor seco, apenas perceptible.

—Concentraremos todos nuestros recursos en ella —dijo—. Conociendo los artículos escritos por los desaparecidos, no dejaremos que nos tomen mucha ventaja. Incluso podremos alcanzarlos… Naturalmente, descubrirán que trabajamos en ello.

—Que lo descubran —dijo Brand—. No importa. Así no se atreverán a atacar. No veo que sea un buen negocio arrasar diez de nuestras ciudades a cambio de diez de las suyas…, si ambos contamos con protección y ellos lo saben.

—Pero no tan pronto. No queremos que lo averigüen demasiado pronto. ¿Y qué noticias hay del Zebatinsky-Sebatinsky estadounidense?

Brand asumió un aspecto solemne y movió negativamente la cabeza.

—No existe la menor relación entre él y este asunto…, hasta ahora —dijo—. Pero le aseguro que lo hemos investigado a fondo. Estoy de acuerdo con usted, desde luego. Actualmente se encuentra en un punto neurálgico, y no podemos permitir que siga allí, aunque esté libre de sospechas.

—No podemos ponerle bonitamente de patitas en la calle. Si lo hiciésemos, los rusos se extrañarían.

—¿Qué podemos hacer?

Ambos avanzaban por el largo pasillo en dirección al distante ascensor… Sus pasos y sus voces resonaban extrañamente en el silencio de las cuatro de la madrugada.

El doctor Kristow dijo:

—He mirado su hoja de servicios. Ese muchacho vale más que otros muchos; además, no está contento con su trabajo. No le gusta trabajar en equipo.

—¿Qué sugiere usted?

—En cambio, es idóneo para el trabajo académico. Si podemos conseguir que una importante universidad le ofrezca una cátedra de Física, creo que él la aceptaría encantado. Así podría trabajar en investigaciones inofensivas; nosotros podríamos vigilarlo estrechamente, y todo parecería una consecuencia lógica, un progreso merecido en su carrera, que no sorprendería a nadie, y menos a los rusos. ¿Qué le parece?

Brand asintió.

—Excelente idea. Muy bien. La someteré al jefe.

Se metieron en el ascensor y Brand se puso a pensar en todo ello. ¡Qué final para lo que había empezado con el simple cambio de una letra en un apellido!

Marshall Sebatinsky apenas podía hablar. Con voz ahogada, dijo a su esposa:

—Te juro que no sé cómo ha podido suceder esto. Hubiera dicho que eran incapaces de diferenciarme de un detector de mesones… ¡Buen Dios, Sophie, profesor adjunto de Física en Princeton! ¿Te imaginas?

Sophie repuso:

—¿Supones tal vez que se debe a tu charla en una de las reuniones de la Asociación de Física Norteamericana?

—No lo sé. Mi comunicación era muy sosa, y todos los de la sección me gastaron bromas. —Hizo chasquear los dedos—. Por lo visto, Princeton ha estado realizando una investigación sobre mí. No hay duda. ¿Recuerdas todos esos formularios que he tenido que llenar durante los últimos seis meses; todas esas entrevistas que yo no sabía a qué conducían? Para serte sincero, te diré que empezaba a creer que me consideraban sospechoso de actividades subversivas… Pero era Princeton, que me estaba estudiando. Meditan bien lo que hacen.

—¿Y si fuese tu nombre? —apuntó Sophie—. El cambio de nombre, quiero decir.

—Verás ahora. Finalmente, mi vida profesional será mía, y de nadie más. Podré seguir mi camino. En cuanto tenga oportunidad de trabajar sin… —Se interrumpió, para volverse hacia su esposa—. ¡Mi nombre! ¿Quieres decir la «S» que me he puesto?

—Sólo te han hecho esta oferta después de cambiar el nombre, tenlo en cuenta…

—Sí, pero mucho después. No, ésa es una simple coincidencia. Ya te lo dije entonces, Sophie, me limité a tirar cincuenta dólares por la ventana para complacerte. ¡Qué estúpido me he sentido durante todos estos meses, empeñándome en imponer a todo el mundo esa dichosa «S»!

Sophie se puso inmediatamente a la defensiva.

—Yo no te obligué a hacerlo, Marshall. Sólo te dije que me gustaría que lo hicieses, pero no insistí. No digas que te obligué. Además, resulta que salió bien. Estoy segura que todo esto se debe al cambio de nombre.

Sebatinsky sonrió con indulgencia.

—No es más que una superstición.

—No me importa como lo llames, pero la verdad es que te has quedado con la «S».

—Pues sí, lo reconozco. Me ha costado tanto que todo el mundo se acostumbrase a llamarme Sebatinsky que la simple idea de volver a empezar de nuevo me asusta. ¿Y si adoptase otro nombre…, Jones, por ejemplo?

Lanzó una carcajada casi histérica.

Pero Sophie no se rió.

—Déjalo como está.

—Claro, claro…, no era más que una broma… Mira, te voy a decir lo que pienso hacer. Un día de estos iré a ver al viejo ese y le daré otros cincuenta pavos. ¿Estarás satisfecha entonces?

Se sentía tan optimista que fue a la semana siguiente, esta vez sin disfrazarse. Llevaba sus propias gafas y su traje, y la cabeza descubierta.

Incluso tarareaba una cancioncilla al aproximarse a la tienda. Tuvo que apartarse a un lado para dejar pasar a una mujer de aspecto fatigado y expresión avinagrada que empujaba un cochecito con dos niños.

Puso la mano en el picaporte y apoyó el pulgar en el pestillo de hierro. Éste no cedió a la presión ejercida. La puerta estaba cerrada con llave.

La amarilla y polvorienta tarjeta que decía «Numerólogo» había desaparecido, advirtió de pronto. Otro rótulo, impreso y que ya empezaba a retorcerse y decolorarse por la acción del sol, ostentaba las palabras «SE ALQUILA».

Sebatinsky se encogió de hombros. Qué se le iba a hacer. Él había intentado siempre complacer a su esposa.

Así es que dio media vuelta y se fue, silbando entre dientes.

Haround, contento de verse libre de su envoltorio corporal, saltaba alegremente, y sus vórtices de energía lucían con un apagado resplandor violáceo sobre varios hiperkilómetros cúbicos.

—¿He ganado? ¿He ganado? —iba repitiendo.

Mestack estaba algo apartado, y sus vórtices eran casi una esfera de luz en el hiperespacio.

—Todavía no lo he calculado.

—Hazlo, pues. No cambiarás en nada los resultados, por más tiempo que inviertas… Uf, qué alivio volver de nuevo al seno de la limpia y resplandeciente energía… Necesité un microciclo de tiempo como cuerpo encarnado; además, era un cuerpo muy gastado y viejo. Pero valía la pena hacerlo para demostrártelo.

Mestack dijo:

—De acuerdo, reconozco que evitaste una guerra nuclear en ese planeta.

—¿Y no es eso un efecto de Clase A?

—Sí, desde luego; es un efecto de Clase A.

—Perfectamente. Ahora comprueba lo que quieras y dime si no conseguí ese efecto de Clase A con un estímulo de Clase F. Me limité a cambiar una letra de un nombre.

—¿Cómo?

—Oh, nada. Ahí está todo. Te lo he preparado.

Mestack dijo, algo a regañadientes:

—Me entrego. Un estímulo de Clase F.

—Entonces, he ganado. Tienes que admitirlo.

—Ninguno de los dos podrá decir que ha ganado cuando el Vigilante vea esto.

Haround, que había asumido la apariencia corporal de un anciano numerólogo en la Tierra y todavía no había podido acostumbrarse del todo al alivio que le producía no serlo ya, dijo:

—No parecías estar muy preocupado por eso cuando hiciste la apuesta.

—No creí que fueses capaz de aceptarla.

—¡Entropía! Pero, ¿por qué preocuparse? El Vigilante no se enterará jamás que hemos utilizado un estímulo de Clase F.

—Tal vez no, pero sí descubrirá el efecto de Clase A. Esos corpóreos seguirán por ahí aun después de una docena de microciclos. El Vigilante se dará cuenta.

—Lo que pasa, Mestack, es que tú no quieres pagar. Tratas de pasarte de listo.

—Pagaré. Pero espera a que el Vigilante se entere que hemos estado ocupándonos de un problema que no nos había asignado y que hemos efectuado un cambio no autorizado. Eso, si…

Se interrumpió.

Haround replicó:

—Bien, dejaré las cosas como estaban. Así no se enterará.

La energía de Mestack asumió un brillo socarrón.

—Necesitarás otro estímulo de Clase F, si quieres que no se entere.

Haround vaciló.

—Puedo hacerlo —dijo.

—Lo dudo.

—Te aseguro que puedo.

—¿Quieres que hagamos otra apuesta?

Las radiaciones de Mestack se hacían jubilosas.

—Aceptado —dijo Haround, acorralado—. Pondré a aquellos corpóreos donde estaban y el Vigilante no se dará cuenta de nada.

Mestack sacó partido de su ventaja.

—Anulemos la primera apuesta entonces, y tripliquemos la segunda.

A Haround se le contagió el entusiasmo del otro.

—Muy bien, de acuerdo —convino—. Triplicado.

—¡Hecho, pues!

—¡Hecho!