La noche moribunda

Primera Parte

Era casi una reunión de clase, y aunque estaba dominada por la falta de alegría, no había motivo todavía para pensar que terminaría en tragedia.

Edward Talliaferro, recién llegado de la Luna y con las piernas todavía torpes por no estar acostumbrado a la gravedad terrestre, recibía a los otros dos en la habitación de Stanley Kaunas. Kaunas se levantó para saludarle con aire furtivo. Battersley Ryger se limitó a saludarle con un gesto de cabeza, sin moverse del asiento que ocupaba.

Talliaferro tendió con cuidado su corpachón sobre el diván, sintiendo perfectamente su peso desacostumbrado. Sonrió levemente, mientras sus carnosos labios se contraían bajo la espesa pelambrera que rodeaba su boca y se extendía por el mentón y las mejillas.

Aquel mismo día ya se habían visto todos en circunstancias más oficiales. Pero entonces se encontraban solos por primera vez, y Talliaferro les dijo:

—Esto hay que celebrarlo. Nos encontramos reunidos por primera vez desde hace diez años. A decir verdad, por primera vez desde que nos doctoramos.

Ryger arrugó la nariz. Se la habían roto poco antes de doctorarse, y recibió el título de doctor en astronomía con la cara desfigurada por un vendaje. Con voz malhumorada, dijo:

—¿Nadie ha encargado champaña ni nada?

Talliaferro continuó:

—¡Vamos! El primer Congreso astronómico interplanetario de proporciones cósmicas, el primero que ve la historia, no es lugar adecuado para el enfado. ¡Y entre amigos menos!

Kaunas dijo de pronto:

—Es la Tierra. La noto extraña. No puedo acabar de acostumbrarme.

Meneó la cabeza, pero no le abandonó su expresión deprimida.

Talliaferro observó:

—Lo sé. Yo me encuentro pesadísimo. Esta gravedad me deja sin energías. En este aspecto, tú estás mejor que yo, Kaunas. La gravedad de Mercurio es cero coma cuatro. En la Luna, sólo es cero coma dieciséis… —Al ver que Ryger iba a hablar, le interrumpió diciendo—: Y en Ceres ustedes emplean campos seudogravitatorios ajustados a cero coma ocho. En realidad, tú no tienes problema, Ryger.

El astrónomo de Ceres hizo un gesto de enfado.

—Es el aire libre. Eso de salir al exterior sin traje me revienta.

—De acuerdo —asintió Kaunas—. Lo mismo que recibir directamente los rayos del sol.

Talliaferro fue derivando insensiblemente hacia el pasado. Ni él ni sus compañeros habían cambiado mucho. Todos tenían diez años más, desde luego; Ryger había aumentado un poco de peso, y el enjuto semblante de Kaunas se había vuelto un poco más apergaminado, pero los hubiera reconocido perfectamente si se los hubiese encontrado de improviso.

Entonces dijo:

—No creo que sea culpa de la Tierra. Tengamos el valor de mirar las cosas cara a cara.

Kaunas levantó la mirada rápidamente. Era un hombrecito cuyas manos se movían de un modo brusco y nervioso. Solía llevar ropas que le iban un poco grandes.

Observó con voz ronca:

—¡Es Villiers, ya lo sé! A veces pienso en él.

Y añadió, con aire de desesperación:

—Recibí una carta suya.

Ryger se enderezó, mientras su tez olivácea se oscurecía aún más. Con rara energía, preguntó:

—¿Una carta suya? ¿Cuándo?

—Hace un mes.

Ryger se volvió hacia Talliaferro.

—¿Y tú también?

El interpelado parpadeó con placidez e hizo un gesto de asentimiento.

—Se ha vuelto loco —dijo Ryger—. Pretende haber descubierto un método práctico de transferencia de masas a través del espacio… ¿También les dijo eso a ustedes?… Entonces no hay duda. Siempre estuvo algo chiflado. Ahora está como una cabra.

Se frotó ferozmente la nariz, y Talliaferro pensó en el día en que Villiers se la había aplastado.

Durante diez años, Villiers les había perseguido como la sombra indecisa de una culpa que no era realmente suya. Habían estudiado la carrera juntos, como cuatro camaradas consagrados en cuerpo y alma a una profesión que había alcanzado nuevas alturas en aquella época de viajes interplanetarios.

En los otros mundos se abrían los observatorios, rodeados por el vacío, sin que los telescopios tuviesen que atravesar una turbulenta atmósfera.

Existía el Observatorio Lunar, desde el cual podían estudiarse la Tierra y los planetas interiores; un mundo silencioso en cuyo firmamento estaba suspendido el planeta materno.

El Observatorio de Mercurio, más próximo al Sol, e instalado en el Polo Norte de Mercurio, donde el terminador apenas se movía, y el Sol permanecía fijo en el horizonte, pudiendo ser estudiado con el detalle más minucioso.

También el Observatorio de Ceres, el más nuevo y moderno, cuyo campo de visión se extendía desde Júpiter a las galaxias más alejadas.

Había ciertas desventajas, desde luego. Con las dificultades que todavía presentaban los viajes interplanetarios, los permisos eran escasos, la vida normal virtualmente imposible, pero a pesar de ello, aquella generación podía considerarse afortunada. Los sabios que viniesen después de ellos encontrarían los campos del conocimiento bien segados, y habría que esperar a que se iniciasen los viajes interestelares para que al hombre se le abriesen nuevos horizontes.

Cada uno de aquellos cuatro jóvenes y afortunados astrónomos, Talliaferro, Ryger, Kaunas y Villiers, se encontrarían en la situación de un Galileo, quien, al poseer el primer telescopio auténtico, no podía dirigirlo a ningún punto del cielo sin hacer un descubrimiento capital.

Pero entonces Romero Villiers cayó enfermo con fiebres reumáticas. No fue culpa de nadie, pero su corazón quedó con una lesión permanente.

Era el más inteligente de los cuatro, el que hacía concebir mayores esperanzas a sus profesores, el de más vida interior… Y ni siquiera pudo terminar la carrera ni doctorarse.

Y lo que fue todavía peor: con su infarto de miocardio, la aceleración subsiguiente al despegue de una astronave le hubiera matado.

Talliaferro fue destinado a la Luna, Ryger a Ceres, Kaunas a Mercurio. Sólo Villiers tuvo que quedarse; quedó condenado a prisión perpetua en la Tierra.

Ellos trataron de manifestarle su condolencia, pero Villiers rechazó su piedad con algo muy parecido al odio. Los insultó y los colmó de improperios. Cuando Ryger terminó por perder la paciencia y levantó el puño, Villiers se abalanzó sobre él, vociferando, y le asestó un tremendo puñetazo que le partió la nariz.

Era evidente que Ryger no había olvidado aquello, por el modo en que se acariciaba suavemente la nariz con un dedo.

La frente de Kaunas estaba surcada por múltiples arrugas.

—¿Sabían que se encuentra aquí para asistir al congreso? Tiene una habitación en el hotel…, la cuatrocientos cinco.

—Yo no quiero verle —dijo Ryger.

—Pues va a venir. Dijo que quería vernos. Yo pensé… Dijo que vendría a las nueve. Puede llegar de un momento a otro.

—En ese caso —dijo Ryger—, yo me voy, si a ustedes no les importa.

Y se levantó.

—Oh, espera un minuto —le dijo Talliaferro—. ¿Qué hay de malo en verle?

—Es perder el tiempo. Está loco.

—Aunque así sea. No nos andemos con rodeos. ¿Le tienen miedo?

—¿Yo, miedo?

La expresión de Ryger era despectiva.

—Entonces, es que estás nervioso. ¿Por qué tienes que estarlo?

—Yo no estoy nervioso —rechazó Ryger.

—Claro que lo estás. Todos nos sentimos dominados por un sentimiento de culpabilidad hacia ese infeliz, sin que tengamos motivo alguno para ello. Nada de cuanto sucedió fue culpa nuestra.

A pesar de todo, él también se había puesto a la defensiva, y lo sabía perfectamente.

En aquel momento llamaron a la puerta, y los tres se sobresaltaron y se volvieron a mirar con inquietud la delgada barrera que se interponía entre ellos y Villiers.

La puerta se abrió, y Romero Villiers entró en la estancia. Sus antiguos compañeros se levantaron desmañadamente para saludarle, y luego se quedaron de pie, dominados por el embarazo, sin que nadie le tendiese la mano.

Él los contempló de pies a cabeza con expresión sardónica. «Está muy cambiado», se dijo Talliaferro.

En efecto, había cambiado mucho. Se había encogido en todos los sentidos. Una incipiente joroba le hacía parecer aún más bajo. A través de sus ralos cabellos lucía su brillante calva, y el dorso de sus manos mostraba las protuberancias azuladas de numerosas venas. Tenía aspecto de enfermo. Del antiguo Villiers únicamente parecía subsistir el gesto consistente en protegerse los ojos con una mano mientras miraba a alguien de hito en hito; y al hablar, su voz monótona y contenida de barítono.

Les saludó con estas irónicas palabras:

—¡Mis queridos amigos! ¡Mis trotamundos del espacio! ¡Cuánto tiempo sin vernos!

Talliaferro le dijo:

—Hola, Villiers.

Villiers le miró.

—¿Cómo estás?

—Bien, gracias.

—¿Y ustedes dos?

Kaunas esbozó una débil sonrisa y murmuró unas palabras incoherentes.

Ryger barbotó:

—Muy bien. ¿Qué quieres?

—Ryger, siempre enfadado —observó Villiers—. ¿Cómo está Ceres?

—Cuando yo me fui, estaba muy bien. ¿Y la Tierra, como está?

—Pueden verla por ustedes mismos —repuso Villiers, pero se enderezó ligeramente al decir esto.

Luego prosiguió:

—Espero que lo que les ha traído al congreso sea el deseo de escuchar mi comunicación, cuando la lea pasado mañana.

—¿Tu comunicación? ¿Qué comunicación? —le preguntó Talliaferro.

—Recuerdo habérselos explicado en mi carta. Se refiere a mi método de transferencia de masas.

Ryger esbozó una sonrisa de conejo.

—Sí, es verdad. Sin embargo, no mencionabas esa comunicación, y no recuerdo haberte visto en la lista de los oradores. Me habría dado cuenta, si tu nombre hubiese figurado en ella.

—Es cierto. No figuro en la lista. Tampoco he preparado un resumen para su publicación.

Viendo que Villiers había enrojecido, Talliaferro trató de calmarlo con estas palabras:

—Tranquilízate, Villiers. No tienes muy buen aspecto.

Villiers se volvió como una serpiente hacia él, con los labios contraídos.

—Mi corazón aún aguanta, gracias.

Kaunas intervino:

—Escucha, Villiers; si no estás en la lista ni has publicado un extracto…

—Escuchen ustedes. He esperado diez años. Ustedes tienen unos magníficos empleos en el espacio y yo tengo que enseñar en una escuela de la Tierra, pero yo soy mejor que todos ustedes juntos.

—Concedido… —empezó a decir Talliaferro.

—Y tampoco me hace falta vuestra condescendencia. Mandel presenció el experimento. Supongo que saben quién es Mandel. Ahora es el presidente de la sección de Astronáutica del Congreso, y le hice una demostración de la transferencia de masas. El aparato era muy tosco y se quemó después de utilizarlo una vez, pero… ¿Me escuchan?

—Te escuchamos —repuso Ryger fríamente—, si eso es lo que quieres.

—Él me dejará hablar. Ya lo creo que me dejará. De repente; sin advertencia previa. Caeré como una bomba. Cuando les presente las relaciones fundamentales en que se basa mi trabajo, el congreso habrá terminado, pues todos se irán corriendo a sus respectivos laboratorios, para comprobar mis datos y construir aparatos basados en ellos. Y entonces verán que el sistema funciona. Hice desaparecer a un ratón vivo en un rincón del laboratorio para reaparecer en otro. Mandel fue testigo de ello.

Los fulminó sucesivamente con su colérica mirada. Entonces prosiguió:

—No me creen, ¿verdad?

Ryger objetó:

—Si no quieres publicidad, ¿por qué vienes a contárnoslo?

—Con ustedes es distinto. Ustedes son mis amigos, mis condiscípulos. Se fueron al espacio y me dejaron.

—No podíamos hacer otra cosa —observó Kaunas con voz aguda.

Villiers hizo caso omiso de esta observación. Continuó:

—Por lo tanto, quiero que lo sepan desde ahora. Si ha dado resultado con un ratón, también lo dará para un ser humano. Lo que sirve para trasladar algo a tres metros de distancia en un laboratorio, también lo trasladará a un millón de kilómetros por el espacio. Iré a la Luna, a Mercurio y a Ceres, y a donde me dé la gana. Haré lo que ustedes han hecho, y mucho más. Y eso que yo he hecho mucho más por la astronomía enseñando en una escuela y pensando, que todos ustedes juntos con sus observatorios, telescopios, cámaras y astronaves.

—Muy bien —dijo Talliaferro—, estaré muy contento que así sea. Te convertirás en un hombre poderoso. ¿Puedo ver una copia de la comunicación?

—Oh, no. —Villiers apretó los puños cerrados contra el pecho, como si sujetase unas hojas imaginarias, tratando de esconderlas—. Ustedes esperarán como los demás. Sólo tengo un ejemplar, y nadie lo verá hasta que yo lo quiera. Ni siquiera Mandel.

—¡Sólo un ejemplar! —exclamó Talliaferro—. Si lo pierdes…

—No lo perderé. Y aunque lo perdiese, lo tengo todo en la cabeza.

—Pero si tú… —Talliaferro estuvo a punto de añadir «te murieses», pero se contuvo, prosiguiendo tras una pausa imperceptible—: fueses un hombre prudente, al menos lo registrarías. Como medida de seguridad.

—No —dijo Villiers secamente—. Ya me oirán pasado mañana. Verán ampliarse de golpe el horizonte humano hasta un límite inaudito.

Volvió a mirar con intensidad los rostros de sus antiguos compañeros:

—Diez años —les dijo—. Adiós.

—Está loco —estalló Ryger, mirando la puerta como si Villiers todavía estuviese ante ella.

—¿Tú crees? —dijo Talliaferro, pensativo—. Creo que hasta cierto punto lo está. Nos detesta por motivos irracionales. Y además, ni siquiera ha registrado su comunicación como una medida de precaución…

Talliaferro jugueteó con su pequeño registrador mientras decía estas palabras. No era más que un cilindro sencillo de color neutro, algo más grueso y corto que un lápiz ordinario. En los últimos años se había convertido en la nota distintiva del científico, así como el estetoscopio lo era del médico y la microcomputadora del estadístico. El registrador se llevaba en un bolsillo de la chaqueta, sujeto a una manga, sobre la oreja, o colgado a un extremo de un cordel.

A veces, en sus momentos más filosóficos, Talliaferro se preguntaba cómo se las debían de arreglar antes los investigadores, al verse obligados a tomar laboriosas notas de la literatura o a archivar montañas de opúsculos y comunicaciones. ¡Qué pesado!

En la actualidad bastaba con registrar cualquier cosa impresa o escrita para obtener un micronegativo que podía revelarse a comodidad del interesado. Talliaferro ya había registrado todos los resúmenes incluidos en el programa del congreso. Estaba convencido que sus dos compañeros habían hecho lo propio.

Por consiguiente, observó:

—En tales circunstancias, negarse a registrar la comunicación constituye una locura.

—¡Espacio! —exclamó Ryger acaloradamente—. Lo que ocurre es que no hay comunicación ni descubrimiento que registrar. Para apuntarse un tanto ante nosotros, ese hombre sería capaz de mentirle a su madre.

—Pero entonces, ¿qué hará pasado mañana? —preguntó Kaunas.

—¿Y yo qué sé? Está loco —dijo.

Talliaferro seguía jugueteando con su registrador, preguntándose si debía sacar y revelar algunas de las diminutas películas que contenía el aparatito en sus entrañas. Decidió no hacerlo. Luego dijo:

—No menosprecio a Villiers. Es un gran cerebro.

—Hace diez años tal vez lo fuese, no lo niego —dijo Ryger—. Pero ahora está como un cencerro. Propongo que no pensemos más en él.

Habló en voz muy alta, como si quisiera ahuyentar a Villiers y todo lo concerniente a él gracias a la simple energía con que hablaba de otras cosas. Habló de Ceres y de su trabajo…, el estudio de la Vía Láctea mediante nuevos radiotelescopios capaces de resolver los enigmas que aún guardaban las estrellas.

Kaunas escuchaba haciendo gestos de asentimiento; luego empezó a hablarles a su vez de las ondas de radio emitidas por las manchas solares y de su propia comunicación, actualmente en prensa, la cual versaba sobre las relaciones que tenían las tempestades de protones con las gigantescas protuberancias de hidrógeno que se formaban sobre la superficie solar.

La aportación de Talliaferro al congreso no era muy importante. Los trabajos que se efectuaban sobre la Luna eran muy poco brillantes, comparados con los que expondrían sus dos compañeros. Las últimas noticias sobre la previsión del tiempo a largo plazo gracias a la observación diaria de las estelas de condensación de los reactores terrestres no era algo comparable a aquellos magníficos trabajos sobre radioastronomía y tempestades protónicas.

Pero, principalmente, no conseguía echar a Villiers de su pensamiento. Villiers era el cerebro de su grupo. Todos ellos lo sabían. Incluso Ryger, a pesar de todas sus fanfarronadas, debía pensar en su fuero interno que si la transferencia de masas era posible, sólo podía haberla descubierto Villiers.

La conversación sobre su propio trabajo terminó con la descorazonadora conclusión que ninguno de ellos había realizado gran cosa. Talliaferro estaba al corriente de la literatura especializada, y lo sabía. Las comunicaciones que él había escrito eran de importancia secundaria. Lo mismo podía decirse de los trabajos de investigación que habían publicado sus dos compañeros.

Ninguno de ellos —había que mirar las cosas cara a cara— había realizado un descubrimiento trascendental. Los sueños grandiosos de sus días escolares no se habían realizado; ésta era la verdad. Eran unos competentes obreros de la ciencia, entregados a un trabajo rutinario. Nada menos ni, por desgracia, nada más. Y ellos lo sabían.

Villiers hubiera sido algo más. Nadie lo ignoraba. Era esta certidumbre, así como su sentimiento de culpabilidad, lo que creaba aquel antagonismo entre ellos.

Talliaferro, inquieto, se daba cuenta que, a pesar de todo, Villiers iba a ser más que ellos. Sus compañeros debían pensar lo mismo, y sin duda se sentían abrumados por el peso de su mediocridad. La comunicación sobre la transferencia de masas debía ser presentada, aportando la gloria y la celebridad a Villiers, como de derecho le correspondía, mientras sus antiguos condiscípulos, a pesar de la posición ventajosa que gozaban, caerían en el olvido. Su papel se limitaría al de simples espectadores, que aplaudirían mezclados con la multitud.

Se dejó dominar por la envidia y la tristeza y eso le avergonzó, pero no pudo desechar aquellos sentimientos.

La conversación cesó, y apartando la mirada, Kaunas dijo:

—Oigan, ¿por qué no vamos a ver al viejo Villiers?

Lo dijo con falso entusiasmo, haciendo un esfuerzo por mostrarse indiferente que no convenció a nadie.

—De nada sirve quedarnos con este resquemor… —añadió—: Es lo que yo digo…, recuperemos nuestra amistad…

Talliaferro se dijo: «Quiere cerciorarse de lo que pueda haber de verdad en la transferencia de masas. Abriga la esperanza que sea únicamente el sueño de un loco; si lo comprueba, esta noche podrá dormir tranquilo.»

Pero como él también sentía curiosidad por averiguarlo, no hizo ninguna objeción, e incluso Ryger se encogió desmañadamente de hombros, diciendo:

—Diablos, ¿y por qué no?

Estaban a punto de dar las once.

Talliaferro se despertó al oír la insistente llamada a la puerta de su dormitorio. Se incorporó sobre un codo en las tinieblas, dominado por la cólera. El débil resplandor del indicador del techo señalaba casi las cuatro de la madrugada.

Talliaferro gritó:

—¿Quién es?

El timbre siguió sonando, en llamadas cortas e insistentes.

Maldiciendo por lo bajo, Talliaferro se puso el albornoz. Abrió la puerta y parpadeó a la luz del corredor. Reconoció inmediatamente al intempestivo visitante, por haberlo visto con frecuencia en los tridimensionales.

Sin embargo, el visitante dijo en un brusco susurro:

—Soy Hubert Mandel.

—Le conozco, señor Mandel —dijo Talliaferro.

Mandel era una de las grandes figuras contemporáneas de la astronomía, de tanto relieve que ocupaba un puesto importantísimo en la Sociedad Astronómica Mundial, y debido a su actividad, le había sido confiada la presidencia de la sección de astronáutica del congreso.

De pronto, Talliaferro recordó con sorpresa que era precisamente Mandel quien había presenciado el experimento de transferencia de masas realizado por Villiers, según éste había asegurado. Al pensar en Villiers se despabiló bastante.

Mandel le preguntó:

—¿Es usted el doctor Edward Talliaferro?

—Sí, señor.

—Entonces, vístase y véngase conmigo. Se trata de algo muy importante. Algo referente a un conocido común.

—¿A Villiers?

Mandel parpadeó ligeramente. Tenía las cejas y las pestañas de un rubio tan desvaído que conferían a sus ojos un aspecto desnudo y extraño. Su cabello era fino como la seda. Representaba unos cincuenta años.

—¿Por qué precisamente Villiers? —preguntó.

—Anoche le mencionó a usted, doctor Mandel. No sé que tengamos ningún otro amigo común.

Mandel hizo un gesto de asentimiento. Después esperó a que Talliaferro se vistiese y luego le hizo una seña para que le siguiese. Ryger y Kaunas ya les esperaban en una habitación del piso inmediatamente superior al de Talliaferro. Kaunas mostraba los ojos enrojecidos y una expresión turbada. Ryger daba chupadas impacientes a su cigarrillo.

—Aquí estamos —dijo Talliaferro—. Otra reunión.

Nadie le hizo caso.

El hombrón tomó asiento y los tres se miraron. Ryger se encogió de hombros.

Mandel medía la estancia dando zancadas con las manos profundamente metidas en los bolsillos. Volviéndose hacia ellos, les dijo:

—Les ruego que me disculpen por llamarles a una hora tan intempestiva, caballeros. Asimismo, les doy las gracias por su cooperación. Me hará falta una gran cantidad de ella. Nuestro común amigo, Romero Villiers, ha muerto. Hará cosa de una hora, sacaron su cadáver del hotel. El médico ha certificado que la muerte se debió a un ataque cardíaco.

Reinó un consternado silencio. El cigarrillo de Ryger se quedó en el aire, sin que éste terminase de llevárselo a los labios, y luego la mano que lo sostenía descendió lentamente, sin completar el viaje.

—Pobre diablo —dijo Talliaferro.

—Es horrible —susurró Kaunas roncamente—. Era un hombre…

No terminó la frase.

Ryger se estremeció.

—Sí, ya sabíamos que estaba mal del corazón. Era inevitable.

—No tanto —le corrigió Mandel suavemente—. Aún podía restablecerse. No estaba desahuciado por los médicos.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Ryger con aspereza.

Sin contestar, Mandel preguntó a su vez:

—¿Cuándo le vieron ustedes por última vez?

Talliaferro tomó la palabra:

—Anoche, como le he dicho. Celebrábamos una reunión…, para festejar nuestro primer encuentro después de diez años. Por desgracia, Villiers vino y nos aguó la fiesta. Estaba convencido que tenía motivos de queja contra nosotros, y vino muy encolerizado.

—¿A qué hora fue eso?

—La primera vez, hacia las nueve.

—¿Cómo la primera vez?

—Volvimos a verle un poco más tarde.

Kaunas parecía turbado. Intervino para decir:

—Se fue hecho un basilisco. No podíamos dejar las cosas así. Debíamos intentar calmarle. Recuerde usted que éramos antiguos amigos. Entonces decidimos ir a su habitación y…

Mandel saltó al oír eso:

—¿Estuvieron todos en su habitación?

—Sí —repuso Kaunas, sorprendido.

—¿A qué hora?

—Debían ser las once, creo.

Miró a sus compañeros, y Talliaferro asintió.

—¿Y cuánto tiempo estuvieron allí?

—Ni dos minutos —intervino Ryger—. Nos echó con violencia; se figuró que íbamos en busca de su comunicación. —Hizo una pausa, como si esperase que Mandel le preguntase a qué comunicación se refería, pero el ilustre astrónomo no dijo nada. Entonces él prosiguió—: Creo que la guardaba bajo la almohada, pues se tendió sobre ella, gritando que nos fuésemos.

—Tal vez entonces se estaba muriendo —dijo Kaunas, en un tétrico murmullo.

—Todavía no… —le atajó Mandel—. Por lo tanto, es probable que todos ustedes dejasen huellas dactilares.

—Probablemente —dijo Talliaferro, empezando a perder parte del respeto inconsciente que le inspiraba Mandel; al propio tiempo, notaba que volvía a impacientarse. ¡Eran las cuatro de la madrugada! Así es que dijo—: Vamos a ver, ¿adónde quiere usted ir a parar?

—Bien, señores —dijo Mandel—; la muerte de Villiers es algo más que una sencilla muerte. La comunicación de Villiers, el único ejemplar existente de la misma según mi conocimiento, apareció metida en el aparato quema-cigarrillos y reducida a cenizas. Yo no había visto ni leído dicha comunicación, pero conozco lo bastante sobre este asunto para jurar ante cualquier tribunal, si fuese necesario, que los restos del papel sin quemar que se han encontrado en el aparato para quemar colillas pertenecían a la comunicación que él pensaba presentar ante el congreso… Parece usted ponerlo en duda, doctor Ryger.

Éste sonrió con un rictus amargo.

—Sí, pongo en duda que hubiese llegado a presentarla. En mi opinión, doctor Mandel, ese infeliz estaba loco. Durante diez años se sintió prisionero en la Tierra, e imaginó todo eso de la transferencia de masas como un medio de evasión. Probablemente, eso le ayudó a seguir viviendo. En cuanto a su demostración, sin duda se trataba de un truco. No digo que hiciese de modo deliberado una demostración fraudulenta. Probablemente era sincero. Anoche las cosas se pusieron al rojo vivo. Se presentó en nuestras habitaciones (nos odiaba por haber conseguido salir de la Tierra) para restregarnos su triunfo por las narices. Él había vivido durante diez años en espera de aquel momento. Tal vez la impresión recibida fue tan fuerte que le devolvió momentáneamente la cordura. Entonces comprendió que no podría leer su comunicación, pues ésta no tenía ni pies ni cabeza. Así que la quemó en el cenicero, y su corazón, incapaz de resistir aquellas emociones, falló. Ha sido una lástima.

Mandel escuchó al astrónomo de Ceres con una expresión de profundo descontento en la cara. Luego dijo:

—Habla usted muy bien, doctor Ryger, pero se equivoca de medio a medio. Yo no me dejo engañar tan fácilmente por demostraciones fraudulentas como usted pueda creer. Ahora bien, según los datos de inscripción al congreso, que me he visto obligado a comprobar apresuradamente, ustedes tres estudiaron con Villiers en la universidad, ¿no es cierto?

Los tres asintieron.

—¿Figuran otros condiscípulos suyos en el congreso?

—No —repuso Kaunas—. Nosotros cuatro fuimos los únicos que nos doctoramos en ciencias astronómicas aquel año. Es decir, él se hubiera doctorado también, de no haber sido por…

—Sí, ya lo sé —dijo Mandel—. Bien, en ese caso, uno de ustedes tres visitó a Villiers en su habitación por última vez hace cuatro horas, a medianoche.

Reinó un breve silencio, roto cuando Ryger dijo fríamente:

—Yo no.

Kaunas, con los ojos muy abiertos, movió negativamente la cabeza.

Talliaferro preguntó:

—¿Adónde quiere usted ir a parar?

—Uno de ustedes fue a verle a medianoche, insistiendo en que le dejase ver su comunicación. Ignoro los motivos que tendría. Es presumible que fuese con la intención deliberada de provocarle un colapso cardíaco. Villiers sufrió el colapso, y el criminal, si es que puedo llamarlo así, pasó a la acción. Apoderándose de la comunicación, que probablemente se hallaba oculta bajo la almohada, la registró. Luego destruyó el documento en el cenicero, pero se hallaba dominado por la prisa y no consiguió destruirlo completamente.

Ryger le interrumpió:

—¿Cómo sabe usted todo eso? ¿Acaso lo presenció?

—Casi —repuso Mandel—. Villiers no falleció inmediatamente, después de su primer colapso. Cuando el asesino salió, él consiguió llegar hasta el teléfono y llamar a mi habitación. Sólo pudo pronunciar algunas frases ahogadas, pero que fueron suficientes para reconstruir lo sucedido. Por desgracia, yo no me encontraba entonces en mi habitación, pues había tenido que asistir a una reunión que fue convocada muy tarde. No obstante, el contestador automático conservó la voz de Villiers. Siempre tengo por costumbre pasar la grabación cuando vuelvo a mi habitación o al despacho. Es una costumbre burocrática. Le llamé inmediatamente, pero ya no me respondió. Había muerto.

—Vamos a ver. ¿Y qué dijo? —preguntó Ryger—. ¿Dio el nombre del culpable?

—No. O si lo dijo, era ininteligible. Pero capté claramente una palabra. Ésta era «condiscípulo».

Talliaferro sacó su registrador, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, y lo ofreció a Mandel, diciendo con voz tranquila:

—Si desea revelar las películas que contiene mi registrador, puede usted hacerlo; sin embargo, no encontrará en ellas la comunicación de Villiers.

Kaunas se apresuró a imitarle, seguido por Ryger, el cual hizo una mueca desdeñosa.

Mandel tomó los tres registradores, diciendo con sequedad:

—Es de suponer que aquel de ustedes tres que haya cometido el crimen ya habrá hecho desaparecer la película impresionada con la comunicación. No obstante…

Talliaferro enarcó las cejas:

—Puede usted registrarme, lo mismo que mi habitación.

Pero Ryger seguía refunfuñando:

—Espere un momento…, un momento, por favor. ¿Acaso es usted la policía?

Mandel le miró fijamente:

—¿Quiere que la llame? ¿Quiere un escándalo y una acusación de asesinato? ¿Desea que se hunda el congreso y que la prensa de todo el Sistema ponga en la picota a la astronomía y a los astrónomos? La muerte de Villiers muy bien pudiera haber sido accidental. No olvidemos que estaba enfermo del corazón. Aquel de ustedes que se encontrase allí pudo haber obrado a impulsos de un sentimiento momentáneo. Tal vez no se trató de un crimen deliberado; es decir, que no hubo premeditación ni alevosía en el supuesto asesinato. Si el que cometió esta desdichada acción quiere devolver el negativo, podemos evitarnos muchas complicaciones y disgustos.

—¿También el criminal los evitará? —preguntó Talliaferro.

Mandel se encogió de hombros.

—Tal vez sufra molestias. Yo no le prometo la inmunidad. Pero sea como fuere, se librará de la vergüenza pública y de ir a la cárcel para toda su vida, como podría suceder si llamásemos a la policía.

Silencio.

Mandel dijo:

—Es uno de ustedes tres.

Silencio.

Mandel prosiguió:

—Me parece ver el razonamiento que está haciendo el culpable. La comunicación ha sido destruida. Sólo nosotros cuatro estamos enterados de la transferencia de masas, y solamente yo he presenciado una demostración. Además, ustedes sólo lo saben por habérselos dicho Villiers, al que consideraban loco. Una vez muerto Villiers a consecuencia de un colapso cardíaco, una vez destruida la comunicación, resultará fácil creer la teoría del doctor Ryger, según la cual no existe la transferencia de masas ni ha sido posible jamás. Transcurrirían un año o dos, y nuestro criminal, en posesión de todos los datos acerca de la transferencia de masas, podría ir revelándola poco a poco, realizando algún experimento, publicando prudentes comunicaciones, para terminar como el descubridor indiscutido de la teoría, con todo cuanto eso llevaría aparejado en dinero y honores. Ni siquiera sus propios compañeros de universidad llegarían a sospechar. En el peor de los casos, imaginarían que la dramática entrevista que tuvieron con Villiers le estimuló para iniciar investigaciones por su cuenta en este terreno. No creo que llegasen más allá.

Mandel paseó su mirada sobre los reunidos.

—Pero nada de eso será posible a partir de ahora. Aquel de ustedes tres que se presente como el descubridor de la transferencia de masas se denunciará a sí mismo como el criminal. Yo presencié la demostración; sé que es legítima; sé también que uno de ustedes posee la copia de la comunicación. A partir de este momento, este importante trabajo científico ya no es de ninguna utilidad para el que lo haya robado. Es preferible, pues, que quien lo tenga lo entregue.

Silencio.

Mandel se dirigió a la puerta y regresó de nuevo junto a ellos.

—Les agradeceré que no se muevan de aquí hasta que yo vuelva. No tardaré mucho. Espero que el culpable emplee este intervalo para reflexionar. Si teme que una confesión le cueste el cargo, me permito recordarle que una sesión con la policía puede costarle la libertad y pasar por la Prueba Psíquica. —Sopesó los tres registradores, con semblante ceñudo y aspecto fatigado por la falta de sueño—. Voy a revelarlos.

Kaunas trató de sonreír.

—¿Y si tratamos de ir a buscarlo mientras usted está fuera?

—Sólo uno de ustedes tiene motivo para intentarlo —repuso Mandel—. Creo que puedo confiar en los dos inocentes para vigilar al tercero, aunque sólo sea por instinto de conservación.

Dichas estas palabras, salió.

Eran las cinco de la madrugada. Ryger consultó su reloj con indignación.

—Valiente broma. Me caigo de sueño.

—Podemos descabezar un sueñecito aquí —dijo Talliaferro filosóficamente—. ¿Ninguno de ustedes dos se propone cantar de plano?

Kaunas apartó la mirada y Ryger frunció los labios.

—Por lo visto, no quieren confesar. —Talliaferro cerró los ojos, apoyó su enorme cabeza en el respaldo del sillón y dijo con voz cansada—: En la Luna estamos ahora en la estación de la calma. Tenemos una noche de quince días, y entonces trabajamos de firme. Luego vienen dos semanas de sol y nos pasamos el tiempo haciendo cálculos, estableciendo correlaciones e intercambiando datos. Es aburridísimo. A mí me disgusta. Si hubiese además mujeres, si pudiese conseguir algo permanente…

En un susurro, Kaunas se puso a hablar del hecho que aún fuese imposible tener a todo el Sol sobre el horizonte y a la vista del telescopio en Mercurio. Pero con otros tres kilómetros de sendero que pronto se abrirían para el Observatorio…, se podría trasladar todo, lo cual supondría un gigantesco esfuerzo; sin embargo, se utilizaría directamente la energía solar… Podía hacerse. Se haría.

Incluso Ryger consintió en hablar de Ceres después de escuchar los murmullos de sus compañeros. Allí se enfrentaban con el problema del período de rotación de dos horas, lo cual significaba que las estrellas cruzaban el cielo a una velocidad angular doce veces mayor que en el firmamento de la Tierra. Una red de tres pares termoeléctricos, tres radiotelescopios, etc., permitía pasar el campo de estudios de uno a otro observatorio mientras las estrellas pasaban fugazmente.

—¿Por qué utilizan uno de los polos? —preguntó Kaunas.

—Aquello no es lo mismo que Mercurio y el Sol —dijo Ryger con impaciencia—. Incluso en los polos, el cielo seguiría girando, y tendríamos la mitad oculta para siempre. Ahora bien…, si Ceres sólo presentase una de sus caras al Sol, como ocurre con Mercurio, tendríamos un cielo nocturno permanente, en el cual las estrellas efectuarían un giro lentísimo en tres años.

El cielo se tiñó con los primeros resplandores del alba.

Talliaferro estaba medio dormido, pero se esforzaba por no sumirse del todo en la inconsciencia. No quería quedarse dormido mientras sus dos compañeros estuviesen despiertos. Pensó que cada uno de los tres debía estarse preguntando: «¿Quién será? ¿Quién será?»… Excepto el culpable, desde luego.

Talliaferro abrió los ojos cuando Mandel entró de nuevo. El cielo que se mostraba por la ventana se había vuelto azul. A Talliaferro le alegraba que la ventana estuviese cerrada. El hotel tenía aire acondicionado, por supuesto, pero durante la estación benigna del año, aquellos terrestres que deseasen respirar aire fresco podían abrir las ventanas. Talliaferro, acostumbrado al vacío lunar, se estremeció ante esta idea, con verdadero disgusto.

Mandel les preguntó:

—¿Tiene algo que decir alguno de ustedes?

Los tres se miraron fijamente. Ryger movió negativamente la cabeza.

Mandel añadió:

—Señores, he revelado las películas de sus registradores, para examinar lo que contenían. —Arrojó los registradores y las películas reveladas sobre la cama—. ¡Nada!… Perdonen el trabajo que les doy para clasificar las películas. Pero sigue en pie la cuestión de la película que falta.

—Si es que falta —dijo Ryger, y bostezó prodigiosamente.

Mandel les dijo:

—Les agradecería que me acompañasen a la habitación de Villiers, señores.

Kaunas pareció sorprendido.

—¿Por qué?

—¿Como recurso psicológico? —observó Talliaferro—. ¿Conduciendo al criminal al lugar del crimen, los remordimientos le obligarán a confesar?

Mandel repuso:

—Una razón menos melodramática es que me gustaría contar con la ayuda de aquellos dos de ustedes que son inocentes para encontrar la película desaparecida que contiene la comunicación de Villiers.

—¿Cree usted que está allí? —preguntó Ryger en son de reto.

—Es posible. Todo consiste en comenzar. Después podemos registrar las habitaciones de ustedes. La sesión dedicada a la astronáutica no empieza hasta mañana por la mañana a las diez. Hasta entonces tenemos tiempo.

—¿Y después?

—Tal vez tendremos que llamar a la policía.

Entraron con cierta aprensión en el cuarto de Villiers. Ryger estaba congestionado. Kaunas pálido. Talliaferro trataba de conservar la calma.

La noche anterior habían visto aquella habitación bajo la luz artificial mientras Villiers, barbotando palabrotas, despeinado, abrazaba la almohada, fulminándolos con la mirada y mandándolos a paseo. A la sazón flotaba en la estancia el indefinible aroma de la muerte.

Mandel accionó el polarizador de la ventana para dejar entrar más la luz, pero lo abrió en exceso, con el resultado que el sol naciente entró a raudales.

Kaunas, tapándose los ojos con el brazo, gritó:

—¡El sol!

Los demás le miraron estupefactos.

En el semblante de Kaunas se pintaba un terror extraordinario, como si aquel sol que bañaba la estancia fuese el de Mercurio.

Talliaferro pensó en cuál sería su propia reacción ante la posibilidad que se abriese la ventana al aire libre, y sus dientes castañetearon. Todos estaban deformados por sus diez años de ausencia de la Tierra.

Kaunas corrió hacia la ventana, buscando el polarizador con mano temblorosa, y entonces lanzó una exclamación.

Mandel corrió a su lado.

—¿Qué ocurre?

Los otros dos se les unieron.

A sus pies se extendía la ciudad hasta el horizonte…, docenas y docenas de casas de piedra y ladrillo, bañadas por el sol naciente, con las porciones sombreadas vueltas hacia ellos. Talliaferro le dirigió una mirada furtiva e inquieta.

Kaunas, con el pecho hundido como si no quedase en él ni un hálito de aire para gritar, contemplaba fijamente algo que estaba mucho más cerca. Sobre el alféizar exterior de la ventana, con un extremo metido en una pequeña grieta, en una ranura del cemento, se hallaba una tira de película neblinosa de poco más de dos centímetros de largo, bañada por los rayos del sol naciente.

Mandel, lanzando un grito de cólera incoherente, levantó la ventana de guillotina y se apoderó de la película, protegiéndola inmediatamente en el cuenco de la mano. Luego la miró con ojos desorbitados y enrojecidos, mientras gritaba:

—¡Esperen aquí!

Sobraba todo comentario. Cuando Mandel se fue, ellos se sentaron para contemplarse estúpidamente, en silencio.

Mandel regresó a los veinte minutos. Les dijo suavemente, con una voz que producía la impresión que era tranquila porque quien la emitía ya estaba más allá de la desesperación:

—El extremo de la película que estaba introducido en la grieta no estaba velado. Pude leer algunas palabras. Las suficientes para constatar que era la comunicación de Villiers. El resto está echado a perder; completamente velado. La comunicación se ha perdido para siempre.

—¿Y ahora qué? —preguntó Talliaferro.

Mandel se encogió cansadamente de hombros.

—Ahora, ya no me importa nada. La transferencia de masas se ha perdido por el momento. Habrá que esperar a que alguien tan inteligente como Villiers, con su mismo genio, vuelva a descubrirlo. Yo trabajaré en ello, pero no me hago ilusiones acerca de mi capacidad. Después de perder este precioso documento, supongo que ya no vale la pena saber quién es el culpable. ¿De qué nos serviría?

Tenía los hombros hundidos y parecía abrumado por la desesperación.

Pero Talliaferro habló con una voz que de pronto se había hecho dura:

—No, señor, no estoy de acuerdo. A los ojos de usted, el culpable puede ser cualquiera de nosotros tres. Yo, por ejemplo. Usted es una gran figura en el terreno de la astronomía y después de esto jamás querrá hacer nada en mi favor. Siempre me mirará con prevención, considerándome incompetente o, ante la duda, algo peor. No estoy dispuesto a arruinar mi carrera por la sombra de una duda de culpabilidad. Por lo tanto, debemos aclarar inmediatamente este asunto.

—Yo no soy un detective —dijo Mandel cansadamente.

—Entonces llame usted a la policía, qué diablos.

Ryger intervino:

—Espera un momento. No pretenderás insinuar que yo soy el culpable…

—Lo único que digo es que yo soy inocente. Defiendo mi inocencia.

Kaunas levantó la voz, en la que se percibía una nota de terror:

—Esto significa que nos someterán a la Prueba Psíquica. ¿Y el daño mental que eso nos ocasionará?…

Mandel levantó ambos brazos en el aire.

—¡Señores, señores, por favor! Podemos hacer otra cosa, si no queremos acudir a la policía. Sí, tiene usted razón, doctor Talliaferro; sería injusto hacia los inocentes dejar las cosas como están.

Todos se volvieron hacia él, dando diversas muestras de hostilidad. Ryger le preguntó:

—¿Qué nos propone usted ahora?

—Tengo un amigo llamado Wendell Urth. Tal vez hayan oído hablar de él, o tal vez no. De todos modos, me las arreglaré para que nos reciba esta misma noche.

—¿Y qué resolveremos con eso? —preguntó Talliaferro—. ¿Nos proporcionará alguna luz sobre el asunto?

—Es un hombre singular —dijo Mandel, con cierta vacilación—, singularísimo. Y a su manera, extraordinariamente inteligente. Ha colaborado varias veces con la policía, y tal vez ahora quiera ayudarnos.

Segunda Parte

Edward Talliaferro no pudo evitar contemplar la habitación y a su ocupante con el mayor asombro. Tanto aquélla como éste parecían existir aisladamente, sin formar parte de ningún mundo identificable. No llegaba ningún sonido de la Tierra al interior de aquel nido perfectamente acolchado y desprovisto de ventanas. La luz y el aire de la Tierra hallaban cerrado el paso al interior de aquella estancia, provista de luz artificial y aire acondicionado.

Era una habitación enorme, penumbrosa y atestada. Avanzaron sorteando toda clase de obstáculos esparcidos por el suelo, hasta un diván del que se habían hecho caer bruscamente montones de microfilmes, que aparecían formando una enmarañada masa en el suelo.

El dueño de aquella curiosa habitación exhibía una enorme cara redonda, que les miraba desde lo alto de un cuerpo rechoncho, casi esférico. Se movía rápidamente de un lado a otro sobre sus cortas piernas, zarandeando la cabeza al hablar y haciendo saltar sus gruesas gafas sobre la roma protuberancia que hacía las veces de nariz. Sus ojos saltones y provistos de gruesos párpados les miraban con un brillo irónico y miope, mientras él tomaba asiento en su combinación de sillón y mesa escritorio, sobre la que caía directamente la única luz potente que brillaba en la habitación.

—Son muy amables al haber venido a verme caballeros. Disculpen el estado de la habitación. —Abarcó la pieza con un amplio gesto de sus manos gordezuelas—. Me han encontrado ustedes dedicado a la tarea de catalogar los numerosos objetos de origen extraterrestre que he ido acumulando en el curso de los años. Es una tarea ímproba. Por ejemplo…

Saltó trabajosamente de su asiento y se puso a rebuscar en un montón de objetos heterogéneos que tenía al lado de su escritorio, hasta que consiguió encontrar un objeto gris neblina semitranslúcido y vagamente cilíndrico.

—Esto que aquí ven es un objeto calistano que puede ser tal vez una reliquia de seres racionales no humanos —les dijo—. Aún no está decidido. No se han descubierto más de una docena, y éste es el ejemplar más perfecto que se conoce.

Lo tiró con gesto negligente a un lado y Talliaferro dio un respingo. El individuo regordete le miró y dijo:

—Es irrompible.

Volvió a sentarse, cruzó sus romos dedos sobre el abdomen y dejó que subiesen y bajasen suavemente, al compás de su respiración.

—¿Y ahora, en que puedo servirles?

Hubert Mandel ya había hecho las presentaciones, y Talliaferro estaba sumido en honda reflexión. Recordaba que el autor de un libro recientemente publicado, titulado Procesos evolutivos comparados en los planetas del ciclo oxígeno-agua, se llamaba también Wendell Urth, pero sin duda no podía ser aquel hombre.

Aunque, tal vez…

Entonces le preguntó:

—¿Es usted el autor de los Procesos evolutivos comparados, doctor Urth?

Una sonrisa beatífica apareció en la cara de Urth.

—¿Lo ha leído usted? —preguntó.

—Pues verá, no, no lo he leído, pero…

Instantáneamente, la mirada de los ojos de Urth se tornó reprobatoria.

—Pues tiene usted que leerlo —ordenó—. Ahora mismo. Tome, le regalo un ejemplar…

Saltó de su silla de nuevo, pero Mandel exclamó:

—Espere, Urth, lo primero es lo primero. Este asunto es grave.

Obligó a Urth a sentarse de nuevo y empezó a hablar rápidamente, como si quisiera evitar nuevas desviaciones del tema principal. Hizo un resumen del caso con un admirable laconismo.

Urth fue enrojeciendo paulatinamente mientras escuchaba. Empujó las gafas hacia arriba, pues estaban a punto de caerle de la nariz.

—¡Transferencia de masa! —exclamó.

—Lo vi con mis propios ojos —observó Mandel.

—¿Y no fuiste capaz de decírmelo?

—Juré que guardaría el secreto. Villiers era un hombre bastante… peculiar. Creo haberlo dicho.

Urth dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Cómo pudiste permitir que semejante descubrimiento quedase en poder de un excéntrico, Mandel? Si hubiese sido necesario, se debería haber apelado a la Prueba Psíquica para arrancarle esos conocimientos.

—Hubiera sido matarlo —protestó Mandel.

Pero Urth se balanceaba en su asiento oprimiéndose fuertemente las mejillas con las manos.

—Transferencia de masas… El único medio de viajar que debería utilizar un hombre decente y civilizado. El único sistema posible, la única manera concebible. De haberlo sabido… Si hubiese podido estar allí… Pero el hotel se encuentra por lo menos a cincuenta kilómetros de distancia.

Ryger, que escuchaba con una expresión de fastidio pintada en el rostro, intervino para decir:

—Según tengo entendido, existe una línea directa de cópteros hasta la sede del congreso. Invierten menos de diez minutos en el recorrido.

Urth, muy envarado, dirigió una extraña mirada a Ryger, hinchando las mejillas. Luego se puso en pie de un salto y salió corriendo de la habitación.

—¿Qué demonios le ocurre? —preguntó sorprendido Ryger.

Mandel murmuró:

—Condenado Urth. Debería haberles advertido.

—¿Sobre qué?

—El doctor Urth no utiliza ningún medio de transporte. Es una de sus fobias. Sólo se desplaza a pie.

Kaunas parpadeó en la semipenumbra.

—Pero tengo entendido que es extraterrólogo, ¿no es verdad? Un experto en las formas vivas de otros planetas.

Talliaferro se había levantado y contemplaba en aquellos momentos una lente galáctica montada sobre un pedestal. Observó el brillo interno de los sistemas estelares. Nunca había visto una lente de aquel tamaño y tan complicada.

—Sí, es extraterrólogo —dijo Mandel—, pero no ha visitado ni uno solo de los planetas cuya vida conoce como pocos, ni jamás los visitará. No creo que en los últimos treinta años se haya alejado a más de un kilómetro y medio de esta habitación.

Ryger no pudo contener la risa.

Mandel enrojeció de cólera.

—Tal vez les haga gracia, pero les agradecería que, cuando el doctor Urth regrese, midiesen sus palabras.

El sabio volvió a ocupar su asiento momentos después.

—Les ruego que me disculpen, caballeros —dijo con un hilo de voz—. Y ahora vamos a estudiar este problema. ¿Desea confesar alguno de ustedes?

Talliaferro contrajo los labios en una involuntaria mueca de desdén. Aquel extraterrólogo gordinflón, recluido por propia voluntad, inspiraba más risa que respeto. ¿Cómo podía arrancar una confesión al culpable? Afortunadamente, ya no harían falta sus dotes detectivescas, si es que las poseía. Dijo entonces:

—¿Está usted en contacto con la policía, doctor Urth?

En el rubicundo rostro de Urth se reflejó cierta presunción.

—No tengo relaciones oficiales con la ley, doctor Talliaferro, pero le aseguro que mis relaciones extraoficiales con la justicia son buenísimas.

—En ese caso, le facilitaré cierta información que usted podrá pasar a la policía.

Urth encogió la panza y tiró de un faldón de la camisa hasta sacarlo del pantalón. Luego procedió a limpiarse lentamente las gafas con él. Una vez hubo terminado, volvió a colocarlas en precario equilibrio sobre su nariz y preguntó:

—¿Y cuál es esa información?

—Le diré quién se hallaba presente cuando Villiers murió y quién registró su comunicación.

—¿Ha resuelto usted el misterio?

—He estado dándole vueltas todo el día. Sí, creo que lo he resuelto.

Talliaferro disfrutaba con el efecto que causaban sus palabras.

—¿Y quién fue?

Talliaferro hizo una profunda inspiración. Aquello no le resultaba fácil, a pesar que lo había estado planeando durante horas.

—El culpable es evidentemente el doctor Hubert Mandel —declaró.

Mandel asestó una furiosa mirada de irreprimible indignación a Talliaferro.

—Oiga usted, doctor —empezó a decir con vehemencia—. ¿Qué le permite lanzar esa ridícula patraña?

La voz de tenor de Urth le interrumpió.

—Déjele hablar, Hubert; oigamos lo que dice. Tú has sospechado de él, y nada impide que él sospeche de ti.

Mandel guardó un enojado silencio.

Talliaferro, esforzándose por hablar con voz tranquila, prosiguió:

—Es más que una simple sospecha, doctor Urth. Las pruebas son evidentes. Nosotros cuatro estábamos enterados del descubrimiento sobre la transferencia de masas, pero sólo uno de nosotros, o sea el doctor Mandel, había presenciado una demostración. Por lo tanto, sabía que era una realidad. Sabía también que existía una comunicación sobre el tema. Nosotros tres únicamente sabíamos que Villiers estaba más o menos desequilibrado. De todos modos, no descartábamos que existiera una posibilidad. Precisamente, fuimos a visitarle a las once para comprobarlo, pero entonces él demostró hallarse más loco que nunca.

»Comprobado, pues, lo que sabía el doctor Mandel y los motivos que pudieron conducirle a cometer el crimen. Ahora, doctor Urth, imagínese usted otra cosa. Quienquiera que fuese el que se entrevistó con Villiers a medianoche, le vio sufrir el colapso cardíaco y registró su comunicación, mantengámoslo de momento en el anonimato, debió sorprenderse terriblemente al ver que Villiers, al parecer, resucitaba y se ponía a hablar por teléfono. El asesino, dominado por un pánico momentáneo, sólo pensó en una cosa, en librarse de la única prueba que podía acusarle.

»Tenía que librarse de la película impresionada y tenía que hacerlo de tal manera que nadie pudiese descubrirla, para hacerse de nuevo con ella si conseguía quedar libre de sospechas. El alféizar de la ventana le ofrecía el escondite ideal. Se apresuró a subir el cristal de la ventana, ocultó fuera la película, y puso pies en polvorosa. De este modo, aunque Villiers consiguiese sobrevivir o su llamada telefónica produjese algún resultado, la única prueba en contra que tendría sería la palabra de Villiers, y costaría muy poco demostrar que éste no se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales.

Talliaferro hizo una pausa y les miró con aire de triunfo. Consideraba que su argumentación era solidísima.

Wendell Urth parpadeó e hizo girar los pulgares de sus manos unidas, haciéndolos chocar contra la amplia pechera de su camisa. Entonces preguntó:

—¿Quiere explicarme el significado de todo esto?

—El significado es el siguiente: quien realizó las acciones descritas tuvo que abrir la ventana para ocultar la película al aire libre. Tenga usted en cuenta que Ryger ha vivido diez años en Ceres, Kaunas otros diez en Mercurio, y yo el mismo espacio de tiempo en la Luna…, exceptuando breves permisos, que más bien han sido escasos. Hemos comentado muchas veces, en nuestras conversaciones y, sin ir más lejos, ayer mismo, lo difícil que resulta aclimatarse de nuevo a la Tierra.

»Los mundos en que trabajamos están desprovistos de atmósfera. Nunca salimos al exterior sin escafandra. No se nos ocurre ni por asomo la idea de exponernos sin protección al espacio inhóspito. Por lo tanto, la acción de abrir la ventana hubiera provocado antes una terrible lucha interior en todos nosotros. En cambio, el doctor Mandel ha vivido siempre en la Tierra. Para él, abrir una ventana no representa más que un pequeño ejercicio muscular, algo muy sencillo. Para nosotros no. Por lo tanto, fue él quien lo hizo.

Talliaferro se recostó en su asiento con una leve sonrisa.

—¡Espacio, diste en el clavo! —exclamó Ryger con entusiasmo.

—Nada de eso —rugió Mandel, levantándose a medias como si fuese a abalanzarse contra Talliaferro—. Niego esta miserable calumnia. ¿Y la llamada de Villiers, grabada en mi teléfono? Pronunció la palabra «condiscípulo». Toda la grabación demuestra de manera irrefutable…

—Era un moribundo —le atajó Talliaferro—. Usted mismo reconoció que casi todo cuanto dijo era incomprensible. Le pregunto ahora, doctor Mandel, sin haber oído la grabación, si no es cierto que la voz de Villiers era completamente irreconocible.

—Hombre… —dijo Mandel, confuso.

—Estoy seguro que así es. No hay razón para suponer, pues, que usted no hubiese alterado antes la cinta, sin olvidarse de incluir en ella la palabra condenatoria de «condiscípulo».

Mandel replicó:

—Pero, hombre de Dios, ¿cómo podía saber yo que había condiscípulos de Villiers en el congreso? ¿Cómo podía saber que ellos conocían la existencia de su comunicación sobre transferencia de masas?

—Villiers podía habérselo dicho. Creo que lo hizo.

—Vamos a ver —continuó Mandel—, ustedes tres vieron a Villiers vivo a las once. El médico que certificó la defunción de Villiers poco después de las tres de la madrugada manifestó que había muerto por lo menos hacía dos horas. Desde luego, eso era verdad. Por lo tanto, el momento de la muerte puede fijarse entre las once y la una. Ya les dije que yo asistí anoche a una reunión. Puedo demostrar que estaba allí, a varios kilómetros del hotel, entre las diez de la noche y las dos de la madrugada. Puedo presentarles una docena de testigos, ninguno de los cuales puede ponerse en duda. ¿No le basta con eso?

Talliaferro hizo una momentánea pausa. Luego prosiguió, impertérrito:

—Aun así. Supongamos que usted regresó al hotel a las dos y media. Inmediatamente fue a la habitación de Villiers para hablar de su comunicación. Encontró la puerta abierta, o bien poseía una llave duplicada. Sea como fuere, lo encontró ya muerto. Entonces aprovechó la oportunidad para registrar la comunicación…

—¿Y si él ya estaba muerto, y por lo tanto no podía llamar a nadie por teléfono, qué motivo tenía para ocultar la película?

—Evitar sospechas. Puede usted tener una segunda copia oculta a buen recaudo. En realidad, contamos únicamente con su palabra para saber que la comunicación fue destruida.

—Basta, basta —exclamó Urth—. Es una hipótesis interesante, doctor Talliaferro, pero cae por su propio peso.

Talliaferro frunció el ceño.

—Eso no pasa de ser su opinión personal, señor mío…

—Es la opinión de cualquier persona sensata. ¿No ve usted que Hubert Mandel hizo demasiadas cosas para ser él el criminal?

—No —repuso Talliaferro.

Wendell Urth sonrió bondadosamente.

—En su calidad de hombre de ciencia, doctor Talliaferro, sabe usted, indudablemente, que no hay que dejarse deslumbrar por las propias teorías, hasta el punto que éstas nos cieguen sin dejarnos ver los hechos ni razonar. Tenga la bondad de aplicar el mismo método a sus actividades de detective aficionado.

»Considere usted que si el doctor Mandel hubiese provocado la muerte del pobre Villiers, arreglando una coartada, o si hubiese encontrado a Villiers muerto y hubiese tratado de aprovecharse de este hecho, en realidad apenas hubiera hecho nada. ¿Por qué registrar la comunicación o simular que otro lo había hecho? Le bastaba, sencillamente, con apoderarse del documento. ¿Quién estaba enterado de su existencia? Nadie, en realidad. No hay motivo para pensar que Villiers hubiese hablado a otro de su comunicación. Villiers era un tipo patológico, que tenía la obsesión del secreto. Por lo tanto, todo nos hace creer que no había comunicado su descubrimiento a nadie.

»El único que sabía que Villiers iba a hablar en el congreso era el doctor Mandel. Su comunicación no estaba anunciada. No se publicó un resumen de ella en el programa. El doctor Mandel podía haberse llevado el documento con toda seguridad y sin el menor recelo.

»Y aunque hubiese sabido que Villiers había hablado de sus descubrimientos con sus antiguos condiscípulos, eso no tenía la menor importancia. La única prueba de ello que tenían sus antiguos compañeros eran las palabras de un hombre al que ellos ya se sentían inclinados a considerar como un demente.

»En cambio, al anunciar que la comunicación de Villiers había sido destruida, al declarar que su muerte no era totalmente natural, al buscar una copia registrada de la película…, en una palabra, al actuar como ha actuado, el doctor Mandel ha removido el asunto, despertando unas sospechas innecesarias, pues si admitimos que él pudo ser el culpable, le bastaba con dejar las cosas como estaban para vanagloriarse de haber cometido un crimen perfecto. Si él fuese el criminal, demostraría haber sido más estúpido y más colosalmente obtuso que los mayores imbéciles que he conocido. Y el doctor Mandel dista mucho de ser un imbécil.

Talliaferro se devanaba los sesos tratando de hallar un punto flaco en aquella argumentación, pero no supo qué decir.

Ryger preguntó:

—¿Entonces, quién lo hizo?

—Uno de ustedes tres. Eso es evidente.

—Pero, ¿quién?

—Oh, eso es también evidente. Supe quién de ustedes era el culpable en cuanto el doctor Mandel terminó su exposición de los hechos.

Talliaferro contempló al rollizo extraterrólogo con disgusto. Aquella baladronada no le asustaba, pero vio que afectaba a sus dos compañeros. Ryger adelantaba ansiosamente los labios, y a Kaunas le pendía la mandíbula inferior. Ambos parecían dos peces fuera del agua.

Preguntó entonces:

—¿A ver, quién? Díganoslo.

Urth parpadeó.

—En primer lugar, quiero dejar bien sentado que lo importante sigue siendo la transferencia de masas. Aún no podemos darla por perdida.

Mandel, que todavía no había depuesto su enojo, preguntó en son de reproche:

—¿De qué diablos estás hablando ahora, Urth?

—Quien registró la comunicación probablemente la miró mientras lo hacía. No creo que tuviese ni el tiempo ni la presencia de espíritu necesarios para leerla, y aunque lo hubiese hecho, dudo que consiguiese recordarla… de manera consciente. No obstante, tenemos la Prueba Psíquica. Aunque sólo hubiese dirigido una simple ojeada al documento, éste ha quedado grabado en su retina. La prueba podría extraerle esa información.

Todos se agitaron, inquietos.

Urth se apresuró a añadir:

—No hay por qué temer a la prueba. Ofrece grandes garantías de seguridad, particularmente si el sujeto se somete a ella de modo voluntario. El daño suele causarse cuando se produce una innecesaria resistencia… Entonces, la prueba puede lesionar la mente. Por lo tanto, si el culpable quisiese confesar voluntariamente su delito, y ponerse bajo mi completa protección…

Talliaferro lanzó una carcajada, que resonó extrañamente en la tranquila y sombría habitación. ¡Cuán transparente e ingenua era aquella treta psicológica!

Wendell Urth pareció sorprendido, casi molesto, por aquella reacción, y miró gravemente a Talliaferro por encima de sus gafas, antes de decirle:

—Tengo influencia bastante cerca de la policía para mantener la prueba en el terreno confidencial.

Ryger, furioso, exclamó:

—¡Yo no lo hice!

Kaunas se limitó a mover negativamente la cabeza.

Talliaferro no se dignó a responder.

Urth suspiró.

—Entonces, no tendré más remedio que señalar al culpable —dijo—. Así, el proceso será traumático y más difícil. —Se apretó el cinturón e hizo girar nuevamente los dedos—. El doctor Talliaferro ha señalado que la película fue ocultada en el alféizar de la ventana para que permaneciese allí a buen recaudo y en seguridad. Estoy de acuerdo con él.

—Gracias —dijo secamente Talliaferro.

—No obstante, ¿a quién se le ocurre pensar que el alféizar de una ventana constituye un escondrijo especialmente seguro? La policía no hubiera dejado de mirar allí. Aun en ausencia de la policía, la película terminó siendo descubierta. Entonces, ¿quién se sentiría inclinado a considerar que lo que está situado fuera de un edificio ofrece especiales garantías de seguridad? Evidentemente, una persona que haya vivido largo tiempo en un mundo sin aire, y para la cual constituye una segunda naturaleza no salir de un sitio cerrado sin adoptar grandes precauciones.

»Para un hombre acostumbrado a vivir en la Luna, por ejemplo, cualquier cosa oculta en el exterior de una cúpula lunar estaría en un lugar bastante seguro. Los hombres se aventuran raramente al exterior, y cuando lo hacen, se trata siempre de misiones concretas. Por lo tanto, sólo vencería la repugnancia instintiva a abrir una ventana y exponerse a lo que él consideraría de un modo subconsciente como el vacío si le moviera el interés por encontrar un buen escondrijo. El pensamiento reflejo de «fuera de una construcción habitada estará en seguridad» sería el motor de su acción.

Talliaferro preguntó con los dientes apretados:

—¿Por qué menciona usted la Luna, doctor Urth?

El hombrecillo repuso blandamente:

—Sólo a modo de ejemplo. Lo que he dicho hasta ahora se aplica igualmente a ustedes tres. Pero ahora llegamos al momento crucial, a la cuestión de la noche moribunda.

Talliaferro frunció el ceño, sin comprender:

—¿Con esa extraña expresión se refiere usted a la noche en que Villiers murió?

—Esa extraña expresión, como usted la llama, puede aplicarse a cualquier noche. Mire, aun concediendo que el alféizar de la ventana constituya un escondrijo excelente, ¿quién de ustedes sería lo bastante estúpido como para considerarlo un buen escondrijo para un trozo de película sin revelar? La película de los registradores no es muy sensible, desde luego, y está hecha para revelarse en cualquier clase de condiciones. La luz difusa nocturna no la afecta mayormente, pero la luz difusa diurna la echaría a perder en pocos minutos, y los rayos directos del sol la velarían inmediatamente. Eso lo sabe todo el mundo.

—Adelante, Urth —dijo Mandel—. Veamos adónde quiere ir a parar.

—No nos precipitemos —repuso Urth, torciendo el gesto—. Quiero que todos ustedes vean esto claramente. Lo que el criminal deseaba por encima de todo era salvar la película. Era la única evidencia de algo que tenía un valor inconmensurable para él y para la Humanidad. ¿Por qué la puso entonces en un lugar donde el sol de la mañana la destruiría en pocos segundos…? Sólo porque no se le ocurrió que a la mañana siguiente el sol se levantaría. Pensó instintivamente, por así decir, que la noche era eterna.

»Pero las noches no son eternas. En la Tierra, mueren y dan paso al día. Incluso la noche polar de seis meses termina por morir. Las noches de Ceres sólo duran dos horas; las noches de la Luna duran dos semanas. Pero también mueren, y tanto el doctor Talliaferro como el doctor Ryger saben que el día terminará por llegar.

Kaunas se puso en pie.

—Oiga…, espere…

Wendell Urth se volvió resueltamente hacia él:

—Ya no hace falta esperar, doctor Kaunas. Mercurio es el único cuerpo celeste de tamaño considerable de todo el Sistema Solar que presenta constantemente la misma cara al Sol. Incluso teniendo en cuenta la libración, tres octavas partes de su superficie están sumidas en una noche eterna, sin ver jamás al Sol. El observatorio polar está enclavado al borde del hemisferio oscuro. Durante diez años, usted se ha acostumbrado a la existencia de unas noches inmortales, a una superficie sumida en eternas nieblas, y por lo tanto confió una película impresionada a la noche de la Tierra, olvidando en el nerviosismo del momento que en nuestro planeta las noches mueren indefectiblemente …

Kaunas dio unos pasos vacilantes hacia él.

—Espere…

Urth prosiguió, inexorable:

—Cuando Mandel ajustó el polarizador en la habitación de Villiers y el sol penetró a raudales, usted lanzó un grito. ¿Lo motivó su arraigado temor al sol de Mercurio, o la súbita comprensión del daño irreparable que la luz solar podía causar a la película? Entonces usted se precipitó hacia la ventana. ¿Lo hizo para ajustar de nuevo el polarizador, o para contemplar la película destruida?

Kaunas cayó de rodillas.

—Yo no quería hacerlo. Sólo quería hablar con él, hablarle únicamente, pero él se puso a gritar y sufrió un colapso. Pensé que había muerto, y que tenía la comunicación bajo la almohada… Lo demás, ya pueden suponerlo. Una cosa me condujo a la otra y, antes de darme cuenta, ya no pude volverme atrás. Pero no lo hice premeditadamente, lo juro.

Se colocaron en semicírculo a su alrededor. Wendell Urth contempló al postrado Kaunas con una mirada de piedad.

La ambulancia ya se había ido. Por último, Talliaferro consiguió hacer acopio de valor para acercarse a Mandel y decirle con voz ronca:

—Supongo, profesor, que no me guardará usted demasiado rencor por lo que he dicho.

Mandel respondió, con voz igualmente ronca:

—Creo que lo mejor que podríamos hacer todos sería olvidar en lo posible todo cuanto ha ocurrido en estas últimas veinticuatro horas.

Estaban todos de pie en el umbral a punto de irse, cuando Wendell Urth bajó la cabeza con una sonrisita y dijo, sin dirigirse a nadie en particular:

—No hemos hablado de la cuestión de mis honorarios, señores.

Mandel dio un respingo.

—No, nada de dinero —se apresuró a añadir Urth.

Todos le miraron, estupefactos.

El hombrecillo prosiguió:

—Pero cuando se establezca el primer sistema de transferencia de masas para seres humanos, quiero que me organicen un viaje.

Mandel no había perdido su expresión preocupada.

—Pero, hombre, aún falta mucho para que se puedan realizar viajes por ese sistema a través de los espacios interplanetarios… —dijo.

Urth denegó rápidamente con la cabeza.

—¿Quién habla de espacios interplanetarios? Yo soy más modesto. Sólo quiero realizar un viajecito hasta Lower Falls, en New Hampshire.

—De acuerdo. ¿Y por qué allí, precisamente?

Urth levantó la mirada. Talliaferro se llevó una sorpresa mayúscula al observar la expresión del extraterrólogo, en la cual se mezclaban la timidez y el ansia.

Como si le costase hablar, dijo:

—Una vez…, hace mucho tiempo…, tuve allí una novia. Han pasado muchos años…, pero a veces me pregunto…