Lunes, 19

Dos semanas más tarde, cuando el largo brazo de la profecía astrológica alcanzó a su familia, el inspector Bob Martín se reprocharía no haber hecho caso de las repetidas advertencias de su hija. Amanda lo había puesto al día, paso a paso, de los descubrimientos de Ripper, que a su entender no era más que cinco niños y un abuelo divirtiéndose con un juego de rol, hasta que de mala gana debió darles la razón y aceptar que los espectaculares crímenes en San Francisco eran obra de un asesino en serie. Hasta la muerte de Alan Keller la labor del Departamento de Homicidios había consistido en analizar las pruebas y buscar una conexión entre los casos, a diferencia del método usual, que comenzaba por hallar el motivo. Había sido imposible adivinar las razones que impulsaban al criminal a escoger víctimas tan disímiles. Después del homicidio de Keller, sin embargo, la investigación había tomado otro cariz: ya no se trataba de dar con el culpable siguiendo pistas a ciegas, sino de probar que un determinado sospechoso era el culpable y arrestarlo. El sospechoso era Ryan Miller.

La orden de registro de la antigua imprenta, donde vivía Miller, tardó varios días, porque incluía hasta los menores resquicios legales. Eso garantizaba que la evidencia obtenida fuese válida en un juicio. Pocos jueces estaban dispuestos a firmar una orden tan extensa. El sospechoso era un ex navy seal, un héroe de guerra, que aparentemente trabajaba en proyectos secretos con el gobierno y el Pentágono; una equivocación en el aspecto legal podía ser grave, pero las consecuencias de impedir el arresto de un supuesto asesino lo eran todavía más. Por fin el juez cedió ante la presión sostenida del inspector jefe, quien apenas consiguió la orden encabezó el equipo de diez personas, que invadió el loft de Miller provisto de la más moderna tecnología.

El inspector se proponía corroborar que las pruebas en su poder se correspondían con las que iba a encontrar en el loft. Contaba con la descripción que había hecho María Pescadero del hombre y el perro que vio en la tarde del crimen, que calzaba como un guante con Ryan Miller y ese animal de pesadilla que siempre lo acompañaba. En la escena habían encontrado pelos de perro, identificados como de malinois belga, marcas de las botas en la entrada y en el piso de baldosa, huellas dactilares de Miller en la puerta, el timbre, la botella y el vaso de agua, fibras de un material sintético que correspondía a peluche rosado y varias muestras, como escamas de piel y vello, dejadas por el puñetazo que recibió Keller en la cara, que servían para identificación de ADN. En el registro del loft obtuvieron los mismos pelos de perro, fibras rosadas, huellas de botas en el piso, frascos a medio llenar de Xanax y Lorazepam, armas de fuego y un arco de tiro al blanco, modelo de competición, con un sistema de palanca de cuerdas y poleas. Las municiones de las armas eran diferentes a la bala en la cabeza de Ed Staton y las flechas tampoco eran como el virote que atravesó a Keller, pero su existencia indicaba que su dueño estaba familiarizado con su uso.

Las computadoras confiscadas fueron a dar al laboratorio correspondiente, pero antes de que los ingenieros de la policía pudieran abrirlas llegó una orden de Washington de sellarlas hasta que el FBI tomara una decisión. Era muy probable que Miller hubiera instalado un programa de autodestrucción, pero de no ser así, sólo la autoridad correspondiente podía acceder al contenido. Al ser interrogado, Pedro Alarcón explicó que su amigo colaboraba con empresas de seguridad en Dubai y a veces se ausentaba por un par de semanas, pero nadie con el pasaporte de Ryan Miller había salido del país.

—Miller no es culpable, papá —le dijo Amanda cuando se enteró por Petra Horr del registro—. ¿Le ves cara de asesino en serie?

—Le veo cara de sospechoso de la muerte de Alan Keller.

—¿Por qué haría algo así?

—Porque está enamorado de tu madre —dijo Bob Martín.

—Nadie mata por celos desde Shakespeare, papá.

—Estás equivocada, son el principal motivo de homicidio entre parejas.

—Okey. Es posible que Miller tuviera un motivo en el caso de Keller, pero explícame su participación en los otros crímenes. No hay duda de que todos fueron cometidos por la misma persona.

—Fue entrenado para la guerra y para matar. No digo que todos los soldados sean asesinos en potencia, ni mucho menos, pero hay hombres trastornados que entran en las Fuerzas Armadas, donde reciben medallas por las mismas acciones que en la vida civil los conducirían a la cárcel o a un asilo de locos. Y también hay hombres normales que se trastornan en la guerra.

—Ryan Miller no está loco.

—Tú no eres una experta en el tema, Amanda. No sé por qué el tipo te cae bien. Es peligroso.

—A ti te cae mal porque es amigo de mi mamá.

—Tu madre y yo estamos divorciados, Amanda. Sus amigos no me interesan, pero Miller tiene un historial de trauma físico y emocional, depresión, alcoholismo, drogadicción y violencia. Está medicado con ansiolíticos y somníferos, la misma droga que noqueó a los Constante.

—Según mi abuelo, mucha gente toma esos remedios.

—¿Por qué lo defiendes, hija?

—Por sentido común, papá. En todos los crímenes el autor se cuidó mucho de dejar huellas, seguramente se cubrió con plástico desde la cabeza hasta los zapatos, limpió todo lo que tocó, incluso lo que mandó por correo, como el libro de Ashton y el lobo de cristal de Rosen. ¿Te parece que ese mismo hombre limpiaría sus huellas de la flecha y las dejaría por todos lados en la casa de Alan Keller, incluso en el vaso con agua envenenada? No tiene sentido.

—Hay casos en que el asesino pierde el control de su vida y empieza a sembrar pistas, porque en el fondo desea que lo detengan.

—¿Eso dicen tus psicólogos criminalistas? Ryan Miller se moriría de risa con esa teoría. Para manipular cianuro hay que usar guantes de goma. ¿Crees que Miller se los puso para verter el veneno y se los quitó para coger el vaso? ¡Ni que fuera imbécil!

—No sé todavía cómo sucedieron las cosas, pero tienes que prometer que me vas a avisar de inmediato si Miller trata de ponerse en contacto con tu madre.

—No me pidas eso, papá, porque un hombre inocente podría terminar condenado a muerte.

—Amanda, no estoy para bromas. Miller tendrá ocasión de probar su inocencia, pero por el momento tenemos que considerarlo muy peligroso. Aunque no sea el autor de los otros crímenes, todo apunta a él en el caso de Keller. ¿Me has comprendido?

—Sí, papá.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

—¿Qué cosa?

—Que te avisaré si me entero de que Ryan Miller se pone en contacto con mi mamá.

—¿Tienes los dedos cruzados en la espalda?

—No, papá, no te estoy haciendo trampa.

***

Al prometerle a su padre que delataría a Ryan Miller, Amanda no tenía ninguna intención de cumplir su palabra, porque una promesa rota pesaría menos en su conciencia que arruinarle la vida a un amigo —de dos males debía escoger el menor—, pero para evitar el problema le pidió a su madre que no le dijera si el navy seal reaparecía entre sus pacientes o en su panorama sentimental. Algo debió ver Indiana en la expresión de su hija, porque se limitó a acceder, sin indagar más.

Indiana estaba al tanto de que la policía se había movilizado para arrestar a Miller como único sospechoso en la muerte de Alan Keller, pero ella, como Amanda, no lo creía capaz de cometer un crimen a sangre fría. Nadie deseaba más que ella atrapar al culpable, pero ese amigo, ese amante de dos semanas, ese hombre que ella conocía a fondo y había recorrido con sus manos de sanadora y sus besos de mujer encaprichada, no era culpable. Indiana se habría visto en apuros para dar una respuesta razonable si le hubieran preguntado cómo podía estar tan segura de la inocencia de Miller, un ex soldado que padecía ataques de cólera, había disparado contra civiles, incluso mujeres y niños, y torturado prisioneros para arrancarles confesiones, pero no se lo preguntaron y, aparte de Pedro Alarcón, nadie conocía el pasado del soldado. La certeza de Indiana se basaba en los mensajes de su intuición y en el juicio de los planetas, que en esas circunstancias le merecían más confianza que el criterio de su ex marido. A Bob nunca le cayó bien ninguno de los hombres que a ella le habían interesado desde que se divorciaron, pero a Ryan Miller le tenía un recelo particular, que Amanda resumía en pocas palabras: son dos machos alfa, no pueden compartir el territorio, son como orangutanes. Indiana, en cambio, celebraba las conquistas de su ex marido con la esperanza que de tanto probar mujeres encontrara la madrastra ideal para Amanda y sentara cabeza. El perfil astrológico hecho por Celeste Roko no señalaba tendencia homicida en Ryan Miller, un rasgo de carácter que sin duda aparecería en la carta astral de alguien que cometiese actos tan pavorosos.

***

Fue innecesario que Indiana le ocultara algo a Amanda ni que ésta le mintiera a su padre, porque si Ryan Miller no se comunicó con la madre, lo hizo indirectamente con la hija. Pedro Alarcón se presentó en el colegio de la chica a la salida de clase, esperó a que se fueran los buses y automóviles y pidió hablar con ella sobre un vídeo. Lo recibió la hermana Cecile, encargada de las internas, una escocesa alta y fuerte, que no representaba sus sesenta y seis años, con ojos azul cobalto capaces de detectar las travesuras de sus alumnas antes de que las cometieran. Una vez que lo relacionó con el proyecto de su alumna sobre el Uruguay, lo condujo a la Sala del Silencio, como llamaban a un pequeño anexo de la capilla. La política ecuménica del establecimiento pesaba más que su tradición católica y las niñas de otras religiones, así como las agnósticas, contaban con un espacio para sus prácticas espirituales y para estar a solas, una pieza desprovista de muebles, con piso de madera pulida, pintada de un apacible azul-gris, con varios cojines redondos de meditación y pequeños tapices enrollados en un rincón para las dos únicas alumnas musulmanas. A esa hora estaba vacía, casi en penumbra, apenas alumbrada por la luz de la tarde, que entraba en tenues pinceladas por dos ventanas. Contra los vidrios se recortaban las delgadas ramas de los alerces del jardín y el único sonido que llegaba hasta ese santuario eran los acordes de un piano lejano. Con una emoción que le cerró la garganta, Alarcón se vio transportado a otro tiempo y otro lugar, tan lejanos que ya estaban casi olvidados: su infancia, antes de que la guerrilla acabara con su inocencia, en la capilla de su abuela, en la estancia familiar de Paysandú, tierra de ganado, extensas planicies de pastizales salvajes contra un horizonte interminable de cielo color turquesa.

La hermana Cecile llevó un par de sillas plegables, le ofreció al visitante una botella de agua, fue a llamar a su alumna y después los dejó solos, pero mantuvo la puerta abierta y dio a entender que andaba cerca, porque Alarcón no estaba en la lista de personas autorizadas para visitar a la niña en el colegio.

Amanda se presentó con una cámara de vídeo, tal como habían acordado por correo electrónico, la instaló en un trípode y abrió su cuaderno de notas. Hablaron del Uruguay por quince minutos y otros diez se les fueron en ponerse de acuerdo en susurros respecto al fugitivo. En enero, cuando supo que los jugadores de Ripper habían comenzado a analizar los crímenes de San Francisco, Alarcón se interesó de inmediato, no sólo porque le intrigaba que cinco mocosos solitarios, introvertidos y sabiondos compitieran con el enorme aparato de investigación de la policía, sino porque las funciones del cerebro humano eran su especialidad. Inteligencia artificial, como les explicaba a sus alumnos el primer día de clases, es la teoría y desarrollo de un sistema de computación capaz de realizar las tareas que normalmente requieren inteligencia humana. ¿Existe diferencia entre la inteligencia humana y la artificial? ¿Puede una máquina crear, sentir emociones, imaginar, tener conciencia? ¿O sólo puede imitar y perfeccionar ciertas capacidades humanas? De esas preguntas derivó una disciplina académica que fascinaba al profesor, la ciencia cognitiva, cuya premisa, similar a la de la inteligencia artificial, es que la actividad mental humana es de naturaleza computacional. El objetivo de los científicos cognitivos es desvelar los misterios del aparato más complicado que conocemos: el cerebro humano. Cuando Alarcón decía que probablemente el número de estados de una mente humana era mayor que el número de átomos en el universo, cualquier idea preconcebida respecto a la inteligencia artificial que sus estudiantes tuvieran se desmoronaba. Los chiquillos de Ripper razonaban con una lógica que la máquina podía incrementar de forma inverosímil, pero contaban con algo privativo del ser humano, la imaginación. Jugaban con plena libertad, por el simple afán de divertirse, y así accedían a espacios interiores que por el momento la inteligencia artificial no alcanzaba. Pedro Alarcón soñaba con la posibilidad de cosechar ese esquivo elemento de la mente humana y aplicarlo a un ordenador.

Nada de todo eso sospechaba Amanda, quien había mantenido al día a Alarcón de los progresos de Ripper sólo porque era amigo de Miller y porque él y su abuelo eran los únicos adultos que habían mostrado algún interés en el juego, aparte de la hermana Cecile.

—¿Dónde está Ryan? —le preguntó Amanda al uruguayo.

—Moviéndose. Un blanco en movimiento es más difícil de cazar. Miller no es Jack el Destripador, Amanda.

—Lo sé. ¿Cómo puedo ayudarlo?

—Descubriendo pronto al asesino. Tú y los de Ripper pueden ser el cerebro de esta operación y Miller el brazo ejecutor.

—Algo así como el agente 007.

—Pero sin adminículos de espía. Nada de rayos mortales en la lapicera o motores a retropropulsión en los zapatos. Sólo tiene a Atila y su equipo de navy seal.

—¿En qué consiste?

—No sé, supongo que un bañador, para no tener que nadar desnudo, y un cuchillo, en caso de que lo ataque un tiburón.

—¿Vive en un bote?

—Eso es confidencial.

—Este colegio tiene cuarenta hectáreas de parque y bosque en estado salvaje. Hay coyotes, ciervos, mapaches, zorrillos y algún que otro gato montés, pero ningún humano anda por allí. Es un buen lugar para esconderse y yo le puedo llevar comida de la cafetería. Se come bien aquí.

—Gracias, lo tendremos en cuenta. Por el momento Ryan no puede comunicarse contigo ni con nadie, yo seré el enlace. Te daré un número secreto. Marca, déjalo repicar tres veces y corta. No dejes mensajes. Yo me las arreglaré para localizarte. Tengo que andar con cuidado, porque me vigilan.

—¿Quién?

—Tu papá. Es decir, la policía. Pero no es grave, Amanda, puedo despistarlos, pasé varios años de mi juventud burlando a la policía en Montevideo.

—¿Por qué?

—Por idealismo, pero me curé de eso hace tiempo.

—En la antigüedad era más fácil burlar a la policía que ahora, Pedro.

—Sigue siéndolo, no te preocupes.

—¿Sabes entrar en computadoras ajenas, como un hacker?

—No.

—Yo creía que eras un genio de la cibernética. ¿Acaso no trabajabas con inteligencia artificial?

—Las computadoras son a la inteligencia artificial como los telescopios a la astronomía. ¿Para qué necesitas un hacker? —le preguntó el uruguayo.

—Es un buen recurso para mi línea de investigación. A los de Ripper nos vendría muy bien un hacker.

—Si llega el momento, puedo conseguirte uno.

—Vamos a usar a mi esbirro como mensajero. Kabel y yo tenemos un código. Kabel es mi abuelo.

—Ya lo sé. ¿Es de confianza?

Amanda le respondió con una mirada de hielo. Se despidieron formalmente en la puerta del colegio observados de cerca por la hermana Cecile. La mujer le tenía especial afecto a Amanda Martín porque compartían el gusto por las novelas escandinavas de crímenes truculentos y porque en un arranque de confianza, que después lamentó, la chica le contó que estaba investigando el baño de sangre anunciado por Celeste Roko. Lo lamentó porque desde entonces la hermana Cecile, que habría dado oro por participar en el juego si los niños se lo hubieran permitido, insistía en seguir paso a paso el progreso de la pesquisa y costaba mucho ocultarle algo o engañarla.

—Muy agradable el caballero uruguayo —comentó en un tono que puso a Amanda en instantáneo estado de alerta—. ¿Cómo lo conociste?

—Es amigo de un amigo de mi familia.

—¿Tiene algo que ver con Ripper?

—¡Qué idea, hermana! Vino por mi trabajo para la clase de Justicia Social.

—¿Por qué cuchicheaban? Me pareció captar cierta complicidad…

—Deformación profesional, hermana. Sospechar es su trabajo, ¿no?

—No, Amanda. Mi trabajo es servir a Jesús y educar niñas —sonrió la escocesa con sus grandes dientes como fichas de dominó.