Viernes, 13
Indiana terminó con su último paciente de la semana, un caniche con reumatismo que le partía el corazón y al que atendía gratis, porque pertenecía a una de las maestras del colegio de su hija, eternamente endeudada por culpa de un marido adicto al juego, y a las seis y media cerró la oficina número 8. Se encaminó al Café Rossini, donde la aguardaban su padre y su hija.
Blake Jackson había ido a buscar a su nieta al colegio, como cada viernes. Esperaba toda la semana ese momento en que tendría a Amanda cautiva en su coche y procuraba prolongarlo conduciendo por donde hubiera más tráfico. Abuelo y nieta eran compinches, secuaces, socios en el crimen, como les gustaba decir. Durante los cinco días que la chica estaba en el internado se comunicaban casi a diario y aprovechaban los ratos disponibles para jugar al ajedrez o a Ripper. Por teléfono comentaban las noticias que él seleccionaba para ella, con énfasis en las curiosidades: la cebra de dos cabezas que nació en el zoológico de Beijing, el gordo de Oklahoma que murió asfixiado en sus propios pedos, los discapacitados mentales que estuvieron varios años presos en un sótano, mientras sus raptores cobraban su seguro social. En los últimos meses sólo comentaban los crímenes locales.
Al entrar en la cafetería, Indiana comprobó con una mueca de disgusto que Blake y Amanda estaban sentados con Gary Brunswick, a quien no esperaba hallar junto a su familia. En North Beach, donde estaban prohibidas las cadenas comerciales para impedir la muerte lenta de los pequeños negocios, que tanto carácter le daban al barrio italiano, se podía beber excelente café en una docena de antiguos locales. Los residentes escogían el suyo y se mantenían leales; la cafetería definía quién era quién. Brunswick no vivía en North Beach, pero había frecuentado tanto el Café Rossini en los últimos meses que ya lo consideraban cliente habitual. Pasaba algunos ratos ociosos en una mesa junto a la ventana, enfrascado en su computadora, sin hablar con nadie, salvo Danny D’Angelo, quien coqueteaba con él sin pudor sólo para saborear su expresión de terror, como le confesó a Indiana. Le divertía que el tipo se encogiera de vergüenza en la silla cuando él le acercaba los labios a la oreja y le preguntaba en susurros indecentes qué deseaba tomar.
Danny había notado que si el geólogo estaba en la cafetería, Indiana bebía su capuchino de pie en la barra y se despedía apurada, no quería ofender a su paciente sentándose en otra mesa y no siempre tenía tiempo para instalarse a conversar con él. En realidad no eran conversaciones, parecían más bien interrogatorios en los que él hacía preguntas banales y ella respondía con la mente ausente: que en julio cumpliría treinta y cuatro años, que estaba divorciada desde los diecinueve y su ex marido era policía, que una vez fue a Estambul y siempre había querido llegar hasta la India, que su hija Amanda tocaba el violín y quería adoptar una gata, porque la suya había muerto. El hombre la escuchaba con inusitado interés y ella bostezaba con disimulo, pensando que ese hombrecillo existía detrás de un velo, era una imagen difusa en una acuarela desteñida. Y allí estaba en ese momento, en amigable reunión con su familia, jugando al ajedrez con Amanda sin tablero ni piezas.
D’Angelo los había presentado: por un lado el padre y la hija de Indiana, por otro uno de sus pacientes. Gary calculó que el abuelo y la nieta deberían esperar por lo menos una hora a que concluyera la sesión de Indiana con el caniche y como sabía que a Amanda le gustaban los juegos de mesa, porque la madre se lo había comentado, la desafió a una partida de ajedrez. Se sentaron ante la pantalla, mientras Blake cronometraba el tiempo en el reloj de dos caras, que siempre se echaba al bolsillo cuando salía con Amanda. «Esta chiquilla es capaz de jugar con varios contrincantes simultáneamente», le advirtió Blake a Brunswick. «Yo también», replicó él. Y en verdad resultó ser un jugador mucho más astuto y agresivo de lo que su aspecto timorato permitía suponer.
De brazos cruzados, impaciente, Indiana buscó otra mesa donde sentarse, pero estaban todas ocupadas. En un rincón vio a un hombre de aspecto conocido, aunque no podía identificarlo, enfrascado en un libro de bolsillo, y le preguntó si podía compartir su mesa. Atolondrado, el tipo se puso de pie tan bruscamente que se le cayó el libro al suelo y ella lo recogió, una novela policial de un tal William C. Gordon, que ella había visto entre los muchos libros, buenos y malos, que su padre acumulaba. El hombre, que había adquirido ese color berenjena de los pelirrojos abochornados, le señaló la otra silla.
—Nos hemos visto antes, ¿verdad? —dijo Indiana.
—No he tenido el gusto de ser presentado, pero nos hemos cruzado varias veces. Soy Samuel Hamilton Jr., a sus gratas órdenes —respondió él formalmente.
—Indiana Jackson. Perdone, no quiero interrumpir su lectura.
—No me interrumpe en absoluto, señorita.
—¿Está seguro de que no nos conocemos? —insistió ella.
—Seguro.
—¿Usted trabaja por aquí?
—A veces.
Y así siguieron charlando de nada, mientras ella bebía su café y esperaba que se desocuparan su padre y su hija, que no tardaron más de diez minutos, porque Amanda jugaba con Brunswick contra el reloj. Cuando terminó la partida, Indiana se llevó la sorpresa de que ese piojo le había ganado a su hija. «Me debes la revancha», le dijo Amanda a Gary Brunswick al despedirse, picada, porque estaba acostumbrada a ganar.
***
El antiguo restaurante Cuore d’Italia, inaugurado en 1886, debía su fama a la autenticidad de su cocina y al hecho de que fue el escenario de una matanza de gángsteres en 1926. La mafia italiana se había reunido en el gran comedor a saborear la mejor pasta de la ciudad, beber buen vino ilegal y repartirse el territorio de California, en un ambiente de cordialidad, hasta que un grupo sacó ametralladoras y eliminó a sus rivales. En pocos minutos quedaron más de veinte jefes del crimen tendidos en el suelo y el local hecho una asquerosidad. De aquel desagradable incidente sólo se conservaba el recuerdo, pero eso bastaba para atraer a los turistas, que acudían con morbosa curiosidad a probar la pasta y fotografiar la sala del crimen, hasta que el local se quemó y el restaurante se instaló en otra parte. El rumor persistente en North Beach era que la mujer del dueño lo roció con gasolina y le prendió fuego para fregar a su marido infiel, pero la compañía de seguros no pudo probarlo. El nuevo Cuore d’Italia contaba con flamante mobiliario y conservaba el ambiente original con enormes cuadros de paisajes idealizados de la Toscana, jarrones de loza pintada y flores de plástico.
Cuando llegaron Blake, Indiana y Amanda, ya los estaban esperando Ryan Miller y Pedro Alarcón. El primero los había invitado para celebrar un contrato de su empresa, un buen pretexto para encontrarse con Indiana, a quien no había visto en varios días. Había estado en Washington DC, en reuniones de trabajo con el secretario de Defensa y jefes de la CIA discutiendo los programas de seguridad que estaba desarrollando con ayuda de Pedro Alarcón, cuyo nombre evitaba mencionarles, porque había sido guerrillero hacía treinta y cinco años y para algunos, todavía con la mentalidad de la guerra fría, guerrillero era sinónimo de comunista, mientras que para otros más al día con la historia contemporánea, guerrillero equivalía a terrorista.
Al ver a Indiana con sus absurdas botas, los vaqueros gastados en las rodillas, el chaquetón ordinario, y una blusa estrecha que apenas contenía sus senos, Miller sintió esa mezcla de deseo y ternura que ella siempre le provocaba. La mujer venía del trabajo, cansada, con el pelo recogido en una cola y sin maquillaje, pero era tal su alegría de estar viva y de habitar en su cuerpo, que de otras mesas varios hombres se volvieron instintivamente a admirarla. Era su manera seductora de caminar, sólo en África las mujeres se mueven con esa desfachatez, decidió Miller, irritado al notar la primitiva reacción masculina. Se preguntó de nuevo, como tantas veces antes, cuántos hombres andarían por el mundo turbados por el recuerdo de ella, amándola en secreto, cuántos andarían sedientos de su cariño o anhelando ser redimidos de culpas y dolores por sus hechizos de bruja buena.
Incapaz de seguir cargando solo con la incertidumbre, el desaliento y los súbitos arranques de esperanza del amor callado, Miller finalmente le había confesado a Pedro Alarcón que estaba enamorado. Su amigo recibió la noticia con una expresión divertida y le preguntó qué estaba esperando para comunicárselo a la única persona a quien podría interesarle semejante bobería. No era una bobería, esta vez la cosa iba en serio; nunca había sentido nada tan intenso por nadie, le aseguró Miller. ¿No habían quedado en que el amor era un riesgo innecesario?, insistió Alarcón. Sí, y por eso él llevaba tres años luchando por mantener bajo control la atracción que sentía por Indiana, pero a veces el flechazo del amor producía una herida incurable. Un largo escalofrío sacudió a Pedro Alarcón ante semejante declaración dicha en tono solemne. Se quitó los lentes y los limpió lentamente con el borde de su camiseta.
—¿Te has acostado con ella? —le preguntó.
—¡No!
—Ése es el problema.
—Tú no entiendes nada, Pedro. No estamos hablando de sexo, eso se consigue en cualquier parte, sino de verdadero amor. Indiana tiene un amante, un tal Keller, llevan varios años juntos.
—¿Y?
—Si yo tratara de conquistarla, la perdería como amiga. Sé que para ella la fidelidad es muy importante, hemos hablado de eso. No es el tipo de mujer que anda con un hombre y coquetea con otros, ésa es una de sus virtudes.
—Déjate de mariconerías, Miller. Mientras esté soltera, tienes licencia de caza. Así es la vida. Tú, por ejemplo, no tienes derecho de propiedad sobre Jennifer Yang. Al primer descuido puede venir un tipo más despabilado y te la quita. Lo mismo puedes hacerle tú a Keller.
Al otro no le pareció oportuno contarle que su relación con Jennifer Yang había terminado, al menos así lo esperaba, aunque ella todavía era capaz de darle alguna sorpresa desagradable. Era una mujer vengativa, único defecto que se le podía reprochar, en todo lo demás sobresalía como la mejor de las conquistas del navy seal: bonita, inteligente, moderna, sin el menor deseo de casarse o tener hijos, con un buen sueldo y la obsesión erótica de ser esclava. Inexplicablemente, esa joven ejecutiva del banco Wells Fargo se excitaba con la obediencia, la degradación y el castigo. Jennifer era el sueño de cualquier hombre razonable, pero a Miller, que tenía gustos simples, le había costado tanto adaptarse a las reglas del juego, que ella le pasó un libro publicado recientemente para que se informara. Se trataba de una novela con un título sobre el color beige, o tal vez era gris, no estaba seguro, muy popular entre las mujeres, con el argumento tradicional de las novelas románticas más una dosis de pornografía suave, sobre la relación sadomasoquista entre una virgen inocente de labios turgentes y un multimillonario guapo y mandón. Jennifer subrayó en la novela el contrato que especificaba las diversas formas de maltrato que la virgen —una vez que dejara de serlo— debía soportar: látigo, garrote, palos, violación y cualquier otra forma de penitencia que a su amo se le ocurriera, siempre que no dejara cicatrices ni salpicara demasiado las paredes. A Miller no le quedó claro a cambio de qué la protagonista se sometía a esos extremos de violencia doméstica, pero Jennifer le hizo ver lo obvio: sufriendo, la ex virgen llegaba al paroxismo del placer sin sentido de culpa.
Entre Miller y Yang las cosas no funcionaron tan bien como en el libro, él nunca tomó en serio su papel y a ella se le escabullía el orgasmo si él le pegaba con un periódico enrollado y atacado de risa. Su frustración era muy comprensible, pero que se aferrara a Ryan Miller con desesperación de náufrago, no lo era. Una semana antes, cuando él le había pedido que dejaran de verse por un tiempo, eufemismo de uso universal para despachar al amante, Jennifer armó una escena de tal dramatismo, que Miller se arrepintió de habérselo dicho en un elegante salón de té, donde todo el mundo se enteró, incluso el pastelero, que se asomó a averiguar qué pasaba. Por una vez a él no le sirvió de nada el entrenamiento de navy seal. Pagó la cuenta apurado y sacó a Jennifer del salón sin ninguna habilidad, a empujones y pellizcos, mientras ella se resistía a sollozo partido. «¡Sádico!», le gritó una mujer de otra mesa y Jennifer, quien a pesar de la gravedad de su estado emocional mantenía cierta lucidez, le contestó por encima del hombro: «¡Ojalá lo fuera, señora!».
Ryan Miller consiguió meter a Jennifer en un taxi y antes de salir corriendo en dirección contraria, alcanzó a oírla gritar por la ventanilla una retahíla de maldiciones y amenazas, entre las que le pareció distinguir el nombre de Indiana Jackson. Cabía preguntarse cómo se enteró Jennifer de la existencia de Indiana; debía de ser mediante el horóscopo chino, porque él nunca se la había mencionado.
***
Atila estaba esperando a los invitados junto a Miller y Alarcón en la puerta del Cuore d’Italia, con su capa de servicio, que le permitía entrar a todas partes. Miller la había conseguido como herido de guerra, aunque no necesitaba los servicios del perro, sólo su compañía. A Indiana le pareció extraño que su hija, siempre reacia al contacto físico con cualquier persona ajena a su familia inmediata, saludara al navy seal y al uruguayo con besos en las mejillas y se sentara entre los dos en la mesa. Atila aspiró con deleite el olor a flores de Indiana, pero se colocó entre la silla de Miller y la de Amanda, que le rascaba distraídamente las cicatrices mientras estudiaba el menú. Era una de las pocas personas a quien los colmillos de titanio y el aspecto de lobo aporreado de Atila no le impresionaban.
Indiana, quien nunca había recuperado su figura de soltera, pero no andaba pendiente de unos kilos de más o de menos, pidió ensalada césar, gnocchi con ossobuco y peras caramelizadas; Blake se limitó a linguini con mariscos; Ryan Miller cuidaba su dieta y optó por lenguado a la plancha y Pedro Alarcón por el filete más grande del menú, que nunca sería tan bueno como los de su país, mientras Amanda, para quien la carne de cualquier tipo era un pedazo de animal muerto y las verduras la aburrían, pidió tres postres, una Coca-Cola y más servilletas de papel para sonarse, porque tenía un resfrío escandaloso.
—¿Me averiguaste lo que te pedí, Kabel? —le preguntó a su abuelo.
—Más o menos, Amanda, pero ¿por qué no comemos antes de hablar de cadáveres?
—No vamos a hablar con la boca llena, pero entre plato y plato me puedes ir contando.
—¿De qué se trata? —interrumpió Indiana.
—Del homicidio de los Constante, mamá —dijo Amanda, pasándole un trozo de pan bajo la mesa al perro.
—¿De quiénes?
—Te lo he contado como mil veces, pero tú no me oyes.
—No le des comida a Atila, Amanda. Sólo come lo que yo le doy, para evitar que lo envenenen —le advirtió Miller.
—¿Quién lo va a envenenar? No seas paranoico, hombre.
—Hazme caso. El gobierno se gastó veintiséis mil dólares en entrenar a Atila, no me lo eches a perder. ¿Qué tienen que ver esos homicidios contigo?
—Eso mismo me pregunto yo. No veo por qué esta chiquilla anda pendiente de muertos que no conocemos —suspiró Indiana.
—Kabel y yo estamos investigando por nuestra cuenta el caso de Ed Staton, un tipo que le metieron un bate de béisbol por atrás…
—¡Amanda! —la interrumpió su madre.
—¿Qué pasa? Salió en internet, no es ningún secreto. Eso fue en octubre. También tenemos a los Constante, una pareja asesinada un mes después de Staton.
—Y un psiquiatra que mataron el martes —agregó Blake.
—¡Por Dios, papá! ¿Para qué le sigues la corriente a la chiquilla? ¡Esta manía es peligrosa! —exclamó Indiana.
—No tiene nada de peligroso, es un experimento. Tu hija pretende, ella sola, poner a prueba la eficacia de la astrología —le explicó su padre.
—No estoy yo sola, también estás tú, Esmeralda, sir Edmond Paddington, Abatha y Sherlock —lo corrigió la nieta.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Alarcón, quien hasta entonces masticaba su vacuno con profunda concentración, ajeno al parloteo de la mesa.
—Los de Ripper, un juego de rol. Yo soy Kabel, el sirviente de la maestra del juego —le informó Blake.
—No eres mi sirviente, eres mi esbirro. Tú cumples mis órdenes.
—Eso es un sirviente, Amanda —aclaró el abuelo.
—Contando el homicidio de Ed Staton en octubre, el de los Constante en noviembre y el psiquiatra el martes, llevamos sólo cuatro muertos interesantes desde que mi madrina hizo el anuncio. Estadísticamente, eso no es un baño de sangre. Necesitamos varios asesinatos más —agregó Amanda.
—¿Como cuántos? —preguntó Alarcón.
—Yo diría que por lo menos cuatro o cinco.
—No se puede tomar la astrología al pie de la letra, Amanda, hay que interpretar los mensajes —dijo Indiana.
—Supongo que para Celeste Roko la astrología es una herramienta de la intuición, como podría ser el péndulo para un hipnotizador —sugirió Alarcón.
—Para mi madrina no es ningún péndulo, es una ciencia exacta. Pero si así fuera, las personas nacidas al mismo tiempo en el mismo lugar, digamos un hospital público de Nueva York o Calcuta, donde pueden nacer varios niños simultáneamente, tendrían destinos idénticos.
—Hay misterios en el mundo, hija. ¿Cómo vamos a negar todo lo que no podemos explicar o controlar? —le rebatió Indiana, empapando su pan en aceite de oliva.
—Tú eres demasiado crédula, mamá. Crees en la aromaterapia, en tus imanes, y hasta en la homeopatía de ese ventrílocuo amigo tuyo.
—Veterinario, no ventrílocuo —la corrigió su madre.
—Bueno, lo que sea. La homeopatía equivale a disolver una aspirina en el océano Pacífico y recetarle quince gotas al paciente. Kabel, dame los hechos. ¿Qué sabemos del psiquiatra?
—Muy poco todavía, estoy dedicado a los Constante.
***
Mientras Indiana y Ryan Miller cuchicheaban entre ellos, Amanda interrogó a su abuelo ante el oído atento de Pedro Alarcón, que parecía fascinado por el juego que Amanda describía. Entusiasmado, Blake Jackson sacó la carpeta de notas de su maletín y la puso sobre la mesa, disculpándose por no haber avanzado como debía en el caso del psiquiatra; el esbirro tenía mucho trabajo en la farmacia, era temporada de gripe, pero había recopilado casi todo lo que hasta ese momento había aparecido en los medios de comunicación sobre los Constante y había conseguido autorización de Bob Martín, quien todavía lo llamaba suegro y no podía negarle nada, para revisar los archivos del Departamento de Policía, incluso los documentos que no estaban a disposición del público. Le pasó un par de páginas a Amanda con la síntesis del informe forense y otra con lo que les sonsacó a los dos detectives asignados al caso, a quienes conocía desde hacía años, porque eran colegas de su ex yerno.
—Ni Staton ni los Constante se defendieron —le dijo a su nieta.
—¿Y el psiquiatra?
—Parece que tampoco.
—Los Constante estaban drogados con Xanax cuando les inyectaron la heroína. Es un medicamento que se usa contra la ansiedad y según la dosis, produce sueño, letargo y amnesia —explicó el abuelo.
—¿Eso significa que estaban dormidos? —le preguntó Amanda.
—Eso cree tu papá —replicó el abuelo.
—Si el homicida tenía acceso al Xanax, podría ser médico, enfermero o incluso un farmacéutico, como tú —dijo la chica.
—No necesariamente. Cualquiera puede obtener una receta o comprarlo en el mercado negro. Cada vez que han asaltado mi farmacia ha sido para robar ese tipo de medicamento. Además, se consigue en internet. Si se puede comprar un rifle semiautomático o los materiales para preparar una bomba y recibirlos por correo, no hay duda de que se puede comprar Xanax.
—¿Hay algún sospechoso? —preguntó el uruguayo.
—Michael Constante tenía muy mal carácter. Una semana antes de morir tuvo una pelea que terminó a golpes con Brian Turner, un electricista que pertenece a su grupo de Alcohólicos Anónimos. La policía tiene a Turner en el punto de mira, por su pasado turbio: varios delitos menores, un cargo de felonía, tres años en prisión. Tiene treinta y dos años y está sin trabajo —le informó Blake.
—¿Violento?
—Parece que no. Sin embargo, agredió a Michael Constante con una botella de gaseosa. Otras personas lograron sujetarlo.
—¿Se sabe la causa de la pelea?
—Michael acusó a Turner de andar tras su esposa, Doris. Pero es difícil de creer, porque Doris era catorce años mayor y excepcionalmente fea.
—Para todo hay gusto… —insinuó Alarcón.
—Los marcaron a fuego después de muertos —le dijo Amanda al uruguayo.
—¿Cómo determinaron que fue después de muertos?
—Por el color de la piel, el tejido vivo reacciona de forma diferente. Se supone que las marcas fueron producidas por el soplete que hallaron en el baño —le explicó Blake Jackson.
—¿Para qué sirven esos sopletes? —preguntó Amanda, cuchareando su tercer postre.
—Para cocinar. Por ejemplo, usaron uno para la crème brûlée que te estás comiendo. Sirve para quemar el azúcar de la superficie. Se venden en tiendas de artículos de cocina y cuestan entre veinticinco y cuarenta dólares. Yo nunca he usado uno de ésos, claro que de cocinar sé bien poco —comentó el abuelo—. Me parece raro que los Constante tuvieran algo así, porque en su cocina había sólo comida basura, no imagino a esa gente haciendo crème brûlée. El soplete estaba casi nuevo.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó la nieta.
—La cápsula de butano estaba prácticamente vacía, pero el metal del soplete parecía nuevo. Creo que no pertenecía a los Constante.
—El asesino pudo haberlo llevado, tal como llevó las jeringas. ¿Dijiste que había una botella de licor en el refrigerador? —preguntó Amanda.
—Sí. Se lo deben de haber regalado a los Constante, pero hay que ser muy desatinado para regalarle eso a un alcohólico rehabilitado —dijo Blake.
—¿Qué clase de licor?
—Una especie de vodka o de aguardiente de Serbia. Aquí no se vende, pregunté en varios lugares y nadie lo conoce.
Al oír mencionar a Serbia, Ryan Miller se interesó en la conversación y les contó que había estado en los Balcanes con su grupo de navy seals y podía asegurarles que ese licor debía de ser más tóxico que la trementina.
—¿Qué marca era? —preguntó.
—Eso no sale en el informe. ¿Qué importa la marca?
—¡Todo importa, Kabel! Averígualo —le ordenó Amanda.
—Entonces, supongo que también necesitas la marca de las jeringas y del soplete. Y ya que estamos en esto, la del papel de excusado —dijo Blake.
—Exacto, esbirro. No te distraigas.