Viernes, 24

La casa de Celeste Roko era una de las «damas pintadas» del Haight-Ashbury, una de las cuarenta y ocho mil viviendas de estilo victoriano y eduardiano que brotaron como hongos en San Francisco entre 1849 y 1915, algunas traídas en piezas de Inglaterra y armadas como si fueran un rompecabezas. La suya era una reliquia de más de cien años, construida poco después del terremoto de 1906, que había pasado por estados alternos de gloria y decadencia. Durante las dos guerras mundiales sufrió la afrenta de ser pintada color buque con el excedente de pintura gris de la Marina, pero en 1970 fue remodelada, sus cimientos reforzados con hormigón y pintada en cuatro colores, azul Prusia de fondo, celeste y turquesa en los relieves decorativos, blanco para marcos de puertas y ventanas. La casa, sombría, incómoda, con un laberinto de cuartos pequeños y escaleras empinadas, había sido valorada recientemente en dos millones de dólares por ser parte del patrimonio histórico de la ciudad y una atracción turística. Roko la había adquirido por mucho menos con sus ahorros, fruto de buenas inversiones, gracias a sus pronósticos astrológicos de Wall Street.

Indiana Jackson subió los quince escalones del porche, tocó el timbre, un interminable carillón de regusto vienés, y pronto la madrina de su hija le abrió la puerta. Celeste Roko había sido escogida como madrina de Amanda por su amistad de muchos años con doña Encarnación Martín y por el hecho de ser católica observante, a pesar de que el Vaticano condenaba la práctica de la adivinación. Los abuelos de Celeste eran croatas y se conocieron y casaron en el barco que los dejó en Ellis Island, a fines del siglo XIX. La pareja se instaló en Chicago, bien llamada la segunda capital de Croacia, por el alto número de inmigrantes de ese país que llegó a la ciudad. La familia, que empezó trabajando en la construcción y en fábricas de ropa, se fue extendiendo a otros estados y prosperando en cada generación, especialmente la rama que llegó a California y se enriqueció con tiendas de comestibles. El padre de Celeste fue el primero en ir a la universidad y después ella se graduó de médico psiquiatra, profesión que ejerció por un tiempo corto, hasta que descubrió que la astrología era un sistema más breve y efectivo de ayudar al cliente que el psicoanálisis. La combinación de conocimientos académicos y astrológicos resultó tan exitosa que pronto se vio desbordada por los clientes, que debían esperar meses para una consulta. Entonces se le ocurrió el programa de televisión, que llevaba quince años en el aire. Después empezó a promocionarse en internet secundada por un equipo de gente joven. Aparecía en la pantalla con traje oscuro de corte impecable, camisa de seda, collar de perlas grandes como huevos de tortuga, el pelo rubio recogido en un moño elegante en la nuca y lentes anticuados en forma de ojos de gato, que no se habían usado desde 1950. Su imagen correspondía a la de una psiquiatra jungiana algo pasada de moda, pero en su casa se vestía con quimonos comprados en Berkeley. El quimono, con su forma de T y sus mangas anchas, tan natural en una geisha, no favorecía a su cuerpo croata, pero ella lo llevaba con bastante donaire.

Indiana siguió a Celeste por otro tramo de escaleras hasta una salita hexagonal, donde se sentó a esperar a su anfitriona, que insistió en ofrecerle té. El ambiente de la vieja casa le parecía opresivo, con la calefacción demasiado alta, olor a alfombras mohosas y flores marchitas, con lámparas de loza y pantallas de pergamino amarillo, con la tenue presencia de los antiguos habitantes, que traspasaban las paredes y escuchaban las conversaciones desde los rincones.

Momentos más tarde volvió Celeste de la cocina, las mangas del quimono flameando como banderas, con una bandeja, dos tazas de porcelana china y una tetera de hierro negra. Levantó la tapa de la tetera para que Indiana aspirara el aroma del té francés Marco Polo, mezcla de frutas y flores, uno de los lujos que hacían placentera su vida de mujer sola. Sirvió el brebaje y se instaló con las piernas cruzadas como un faquir sobre uno de los sillones.

Mientras soplaba la taza, Indiana desahogó sus preocupaciones con la confianza adquirida en muchos años de relación familiar y de consultas zodiacales, sin entrar en detalles, porque la madrina ya estaba al tanto de lo ocurrido con Alan Keller. Indiana la había llamado por teléfono al día siguiente de recibir la revista que habría de acabar con cuatro años de amores felices. Celeste había tratado de minimizar la importancia de ese incidente, porque le preocupaba que Indiana siguiera soltera a los treinta y tantos años; la juventud pasa rápido y envejecer sola es aburrido, le dijo, pensando en que su propia vida sería más feliz junto a Blake Jackson, lástima que el hombre tuviera vocación de viudo. Para Indiana, sin embargo, la infidelidad era razón sobrada para despachar a su amante. A pedido suyo, Celeste acababa de hacer la carta astral de Ryan Miller, a quien no había visto jamás.

—Este Miller tiene un aspecto muy viril, ¿verdad?

—Sí.

—Sin embargo ocho de sus planetas están en lo femenino.

—¡No me digas que es gay! —exclamó Indiana.

Celeste le explicó que la astrología no indica la preferencia sexual de una persona, sólo su destino y su carácter, y el de Miller tenía fuertes rasgos femeninos: era servicial, cariñoso, protector, casi se podría decir maternal, condiciones ideales para un médico o un maestro, pero Miller estaba marcado por el complejo de héroe y había notables contradicciones en su carta astral, por eso no había hecho caso del mandato de las estrellas y de su propia naturaleza y vivía desgarrado entre sus sentimientos y sus actos. Se explayó en el padre autoritario y la madre depresiva, la necesidad de probar su hombría y su coraje, su talento para rodearse de compañeros leales a toda prueba, su tendencia a la adicción y su impulsividad, incluso señaló en la carta un momento crucial en su vida alrededor de 2006, pero no mencionó que hubiera sido soldado o que perdió una pierna y estuvo a punto de morir.

—Estás enamorada de él —concluyó Celeste Roko.

—¿Eso dicen los planetas? —se rió Indiana.

—Eso digo yo.

—Lo que se dice enamorada, tal vez no, pero me atrae mucho. Es un gran amigo, pero mejor ni pensar en el amor, trae demasiadas complicaciones. Y la verdad es que yo también tengo complicaciones, Celeste.

—Si te aferras a él sólo para olvidar a Alan Keller, le vas a partir el corazón a este buen muchacho.

—Le han pasado muchas cosas malas, es un nudo de remordimiento, culpa, agresividad, malos recuerdos, pesadillas, Ryan no cabe en su pellejo.

—¿Qué tal es en la cama?

—Bien, pero podría ser mucho mejor y comparado con Alan cualquier hombre se queda corto.

—¿Corto? —preguntó la Roko.

—¡No seas mal pensada! Quise decir que Alan me conoce, sabe tratarme, es romántico, imaginativo y refinado.

—Eso se puede aprender. ¿Este Miller, tiene sentido del humor?

—Más o menos.

—Qué pena, Indiana. Eso no se aprende.

Bebieron un par de tazas de té y quedaron en que una comparación entre las cartas astrales de Indiana y Miller aclararía algunos puntos. Antes de acompañarla a la puerta, Celeste le dio la dirección del monje que limpiaba el karma.