Huésped.

 

Los hombres me cargaron hasta unos ranchos que estaban cercanos al río. Allí pude ver a sus mujeres e hijos, desnudos y algunos con pinturas en sus rostros. Me vieron con amable curiosidad. Me dieron de comer y me despojaron de mi cuchillo, la única arma europea que me había acompañado hasta ese momento, puesto que la utilizaba para cortar palmitos.

Me echaron en una hamaca y allí me dieron de comer. Yo estaba muy agradecido, y no paraba de repetir “Gracias” y ellos bajaban la mirada, como entendiendo lo que yo decía. Ellos también decían algo en su lengua, y aunque yo no entendía, me sentía seguro.

Saciada mi hambre llegó un hombre viejo, delgado y con el rostro demacrado. Era uno de los pocos indios canosos que yo había visto. Su cabello blanco le caía sobre sus pómulos pronunciados, marcados aún más por sus cachetes pintados de rojo y negro. El hombre me miraba con cierta seriedad y hablaba lentamente. Me miró de arriba abajo y me dijo algo en su lengua antes de tomarme el pie y mirar mis dos granos, que estaban un poco más limpios por mi travesía en el río.

Aun así, el dolor me molestaba. Me quejé un poco, pero él me dijo algo con suavidad, mientras seguía estudiando mi extremidad. Apenas terminadas sus palabras se dio media vuelta y se marchó, apurado. Luego vino una india con una vasija llena de agua y comenzó a lavarme los pies. Ella no dijo palabra y tampoco me mantenía la mirada. Se concentraba en mi pie y lo lavó en silencio.

Pronto un fuerte aroma a tabaco inundó la habitación. El hombre mayor entró, ahora con unas plumas sobre su cabeza y portando un gran rollo de tabaco. En su otra mano tenía un polvo blanco que parecía cal, o alguna planta medicinal triturada. El hombre hizo un cántico que me asustó, pero paulatinamente me fue calmando, hasta el punto que encontraba aquellas palabras reconfortantes, aún sin conocer su significado.

Súbitamente el hombre escupió el polvo blanco e hizo una nube en toda la habitación. Yo comencé a toser, mientras que el hombre seguía cantando. Volvió a meter un puñado de cal en su boca, se agachó y escupió cal en mis pies. Yo apenas vi el polvo blanco y quería quejarme. El hombre comenzó a inhalar el tabaco y lanzó una humareda en mi rostro. De nuevo comencé a toser cuando sentí un profundo calor punzante en la herida y pude ver que el hombre la había quemado con la punta del tabaco. Fue apenas un instante, pero el dolor de la quemazón quedó allí, confundiéndose con el ardor natural de la herida abierta. Entre el dolor y el cansancio caí hacia atrás en la hamaca y allí quedé.

Pasaron algunos días y me sentía cada vez más cómodo con los indios. Ellos parecían estimarme, y el anciano, a quien ellos llamaban piache, cuidó muy bien de mí. No volvió a quemarme con el tabaco, sino que tomaba algunas plantas que trituraba y las ponía con agua y luego me las aplicaba directamente en la herida, que al cabo de algunos días ya había mejorado bastante.

Un día la india llegó a darme comida y se sorprendió de verme de pie. Ella me pedía que me quedase en la hamaca pero yo le dije que me sentía bien para andar. Y así lo hice. Ella se ofreció a ayudarme para salir del rancho y finalmente pude ver toda la aldea.

Era apenas un pequeño rancherío cercano al río. Cerca de nosotros había una fogata y del otro lado un pequeño terreno donde habían sembrado yuca y maíz. Los indios estaban sentados allí, comiendo unas tortas redondas y planas hechas con la misma yuca. Yo mismo había comido durante los días anteriores, acostado en la hamaca.

Al salir vi que los niños me miraban con curiosidad. Algunos adultos también me miraban de arriba abajo, como esperando algo de mí. Yo seguí andando con cierta lentitud, viendo de un lado de la fogata a unos hombres mayores, que seguían comiendo aquellas tortas que llamaban casabe. Entre ellos estaba el curandero, que se puso de pie y ser acercó a mí, con una sonrisa. Parecía feliz de verme de pie. Yo le dije “Gracias” nuevamente, aunque parecía que él no entendía mis palabras. Pero parecía comprender mis intenciones y mi agradecimiento.

Lo acompañé hasta otra choza donde él tenía algunas ramas. Aunque era abierta, el olor de flores y matas resultaba abrumador. Allí él sacó una diminuta flor amarilla que me presentó, mientras me hablaba lentamente, como explicando algo que yo no entendía. Luego simplemente hizo gesto de machacar la flor y señaló mi pie, y no supe si me contaba lo que había hecho o me mandaba a seguirlo haciendo yo. Pero en cualquier caso me mostré agradecido y asentí con la cabeza y le dije “Gracias, piache”. El hombre respondió con una sonrisa y se señaló a sí mismo repitiendo, “piache”, confirmando así que había pronunciado mi primera palabra en lengua india.

Y así anduve entre aquellos indios unos tres meses. A veces ayudaba a sembrar o a hacer algunas tareas sencilla, aunque aquellos no me dejaban porque me seguían tratando como un huésped. Comí su comida y me gustaba mucho en particular una torta de maíz gruesa que preparaban las indias. Ellas tomaban maíz que cultivaban en la aldea, lo trituraban y lo mezclaban con agua. Luego las ponían al fuego hasta que se convertían en algo parecido a un pan. Ellas la llamaban arepa, la tercera palabra india que aprendí

El estilo de vida era tranquilo y sentía que nada me faltaba, aunque extrañaba el no poder hacer conversación con nadie, excepto algunas palabras indias que ya había aprendido por mi cuenta. Y de alguna manera yo también dejaba una impresión en aquel sitio. Un día me encontraba echado en la hamaca cuando vi a uno de los indiecitos acercarse a mí, con la cara llena de barro emulando mis barbas. Él se reía y me decía algo que no entendí, antes de irse corriendo. Me sacó una sonrisa en el rostro, algo que tampoco pasaba desde hacía tiempo.

Y ese mismo día llegaron unas canoas cargadas de sal, a hacer trueque con los indios. Como siempre, me acerqué a ayudar con el intercambio, cargando algunas cosas de aquí para allá y así dar una mano a mis anfitriones. Pero ese día, ya habiendo yo afinado un poco el oído al lenguaje de los indios, les pude escuchar decir “Maracaibo”.

Yo me acerqué a los indios visitantes, que se parecían mucho a mis anfitriones, pero con un corte de cabello más rapado. Hice atención a sus maneras y escuché un poco mejor su conversación, pero al no poder distinguir palabra alguna fui yo quien les habló.

- ¿Macaraibo?

- Maracaibo. – Repitieron ellos, asintiendo con la cabeza.

- ¿Cristianos? ¿Españoles? Yo busco otros cristianos- Decía yo, hablando lentamente y esperando que eso los ayudase a comprender.

Ellos asintieron con la cabeza y señalaron sus barcas mientras repetían otras cosas de las cuales yo sólo entendía “Maracaibo”. Era muy probable que aquellos indios que iban río arriba, intercambiando sal, se hubiesen encontrado ya con los cristianos que habían quedado en Maracaibo. Finalmente esa era mi oportunidad de volver con los míos. Los indios dijeron algo más de lo que apenas y comprendí una palabra que significaba noche. Señalé el sitio donde estábamos y ellos asintieron. Creyendo entender el trato, me alejé de vuelta a los indios que me cuidaban.

Al verme llegar, la india que casi nunca me hablaba, me miró con rostro serio, casi de reproche. Me dijo algo de lo que sólo entendí una palabra que ella repetía: “quiriquire”. No sabía qué significaba, pero me parecía que no le gustaba que hubiese hablado con aquellos otros indios. No entendí si tendrían guerra con ellos, o si tal vez hacían triquiñuelas en su comercio. En todo caso ella no parecía nada feliz de aquella conversación. Finalmente el trueque hecho, los indios se fueron y yo comí algo de casabe. Y caída la noche todos nos echamos en la hamaca a dormir. O casi todos.

Yo seguí despierto y esperé que todos hubiesen dormido. Escuchaba sus respiraciones fuertes y subí la mirada, lentamente. Pude verlos a todos durmiendo en sus respectivas hamacas. Y allí yo aproveché de ponerme de pie, sigilosamente. Intentando no hacer ruido avancé entre los indios, hasta que salí de los ranchos y llegué a la orilla del río. Allí me volví a lanzar a la corriente, como había hecho unos meses antes, con mis esperanzas puestas en reencontrarme con los cristianos.

A lo lejos pude escuchar algunas voces de indios que se despertaban y comenzaban a hablar, algunos dando unos gritos, buscándome. En mi corazón sentí algo de vergüenza por aquel gesto tan ingrato de abandonarles de aquella forma. Al menos me quedaba el consuelo de haberles agradecido mucho, pero ahora tenía que seguir adelante y dejarles atrás.

Ellos me siguieron buscando mientras que yo, deshonesto y avergonzado, flotaba en el agua en medio de la oscuridad. Apenas un poco de luz de luna rebotando en la superficie del agua era lo único que medianamente me orientaba en aquel momento. Me sentí perdido e indefenso, y pensé en devolverme al rancherío y seguir con los indios que me trataron bien. Peor quiso Dios que justo cuando mi voluntad menguaba apareciese por entre el río una sombra de canoa. Eran los indios con quienes había conversado más temprano. Yo había comprendido bien y ellos ahora venían con la intención de buscarme y llevarme a su poblado, cerca de la laguna.

Y cayó el alba mientras yo estaba allí con ellos, en sus botes, navegando río abajo, en aquella canoa cargada de sal, visitando pequeños pueblos indígenas de Tierra Firme. Poco a poco me encariñaba con aquellas gentes, con quienes habíamos podido establecer una mayor amistad de no haber sido por la testaruda y férrea forma de ser del gobernador Alfínger. Pero si yo llegaba a Maracaibo, tal vez ni siquiera tendría que lidiar con él.

Todo esto pensé yo durante los cuatro días que navegamos por aquellos ríos, hasta que finalmente llegamos hasta la Laguna de Maracaibo.

Yo ya había pasado rápidamente por allí cuando llegué a Tierra Firme, pero fue en aquella segunda visita que entendí por qué los alemanes decidieron bautizar aquella provincia como “Pequeña Venecia” o “Venezuela”. Las casas de los indios, mitad a la orilla y mitad flotando sobre la laguna, me hacían recordar los dibujos que yo había visto de aquella ciudad europea. Si bien yo nunca había ido a Venecia, era mucho lo que se escuchaba en el continente.

Pero el continente y Tierra Firme no se parecían en mucho. En el nuevo continente la gente vivía en una miseria que en nada se parecía a la de Extremadura. En mi ciudad al menos la gente tenía vergüenza y vestían ropa.

Cuando yo me embarqué hacia Venezuela tenía pensado hacer fortuna, regresar y ser alguien en mi Extremadura natal. Tal vez convertirme en un señor dueño de tierras, tal vez más justo y benevolente que aquellos que poblaban mi pueblo. Pero en Tierra Firme, atrapado en esa miseria, sin palacios, ni grandes casas, ni fortunas que amasar. ¿Qué podía soñar uno? Sentía lástima por aquella ciudad que se parecía tanto, y al mismo tiempo tan poco a Venecia.

Pero a los indios parecía no importarles nada de eso, puesto que echados en sus hamacas y cultivando sus tubérculos parecían muy felices y tranquilos. Yo mismo, al pasar los días, también me acostumbré a esos tiempos lentos y a echarme en la hamaca luego de almorzar. Pero no estaba tan cómodo, puesto que sabía que mi paso por allí era pasajero. Yo quería volver a Maracaibo, volver a los míos, a mi fortuna y a Extremadura. Sentía que todo por lo que había pasado había sido una enorme prueba puesta por Dios, y yo la había pasado. Encomendado a Nuestra Señora lo había logrado. En mi corazón sentía que ella me salvó porque yo había mantenido mi fe cristiana.

Estaba allí, muy cerca de volver a los míos. Apenas a unos días. Casi todos los días preguntaba a los indios qué tan cerca estaban los españoles. Yo no entendía muy bien su lengua, y ellos tampoco la mía, pero creí entenderles que los cristianos estaban cerca. No parecían saber exactamente dónde, porque así se sentía todo en Tierra Firme: inexacto, pasajero, endeble. Los nuestros podían estar en un sitio un día y un mes después haber mudado la ciudad más lejos, por los ataques de los indios, o alguna enfermedad extraña. O simplemente porque los tratos con los alemanes habían cambiado. ¿Cómo mantener una ciudad así? Era lo que yo me preguntaba, cada vez que recordaba a Lope y sus sueños de fundar ciudades y comenzar a trabajar las tierras.

En aquella aldea a la orilla del lago me sentía todavía más inseguro. Cuando me sentaba en un chinchorro sentía que todo el palafito crujía. Era como si aquella aldea de indios pudiese caerse a pedazos en cualquier momento. Yo tampoco sentía que podía relacionarme con nadie, puesto que todo el tiempo veía gente entrando y saliendo en canoas. Un día dormía en una hamaca a las afueras de una casa y otro día en otra. Comencé a sentir el desespero de no querer vivir allí y no saber cuándo podría irme. Incluso comencé a dudar que aquellos indios realmente hubiesen tenido contacto con los nuestros.

Pero parecía que estos indios traficaban mucha sal, y con todas las gentes de esa zona. Si los cristianos estaban cerca, sólo era cuestión de tiempo antes de que alguien volviese con nuevas de que los había visto. Lo único que yo esperaba es que no se hubiesen encontrado con la sanguinaria expedición del alemán.

Pasaban los días y mi desespero se acentuaba. Además de que los indios de aquella laguna, a diferencia de los otros, se mantenían fríos y distantes. No me sentía tan incluido como con aquella buena gente que me había salvado del arroyo. Incluso podía decir que hasta cierto punto comenzaba a extrañar al piache y a la india que me atendía, pero sabía que para volver a los míos necesitaba seguir adelante. Necesitaba encontrar a los cristianos.

Y fue así como un día me encontraba con mi cuchillo, ayudando a pelar algunas yucas cuando justo llegó una canoa de tierra adentro, de uno de los ríos que da a la laguna. Allí unos indios llegaron con maíz para darlo a cambio de sal, como era costumbre. Yo, como siempre, me puse dar una mano y cargué una vasija de maíz para la curiara de los cuatro indios, mientras que ellos discutían y negociaban el precio. Uno de los indios se quedó viendo mi pantalón, el único vestigio de humanidad que me quedaba. Sin embargo, pronto pude ver que lo que él admiraba detenidamente era el cuchillo que guindaba de él. Vi que siguieron hablando y éste señaló mi cuchillo mientras el otro parecía negar mientras me señalaba, como dando a entender que el cuchillo era mío. Y ahí me sentí más calmado.

Pero luego vi que uno de los indios que visitaban sacó una pequeña águila de oro y se lo dio a los otros. Pensé que habían vendido mi cuchillo y que se acercaban para quitármelo a la fuerza. Pero a medida que me tomaron del brazo y comenzaron a arrastrarme entendí que me habían vendido a mí.

Comencé a vociferar e insultar a aquellos indios. “¡Canallas! ¡Malditos sean!” les gritaba a aquellas gentes que habían prometido llevarme a los míos y ahora me vendían como un esclavo. Pero ellos no reaccionaron. No hicieron ni dijeron nada, excepto admirar el águila de oro que habían recibido a cambio de mí. Eso valía mi vida, un águila de oro que se podía tener con el puño cerrado.

Grité un par de veces más, pero los indios me dieron un golpe en el costado que me dejó sin aire. Y caí al piso mientras ellos tomaron un junco y me ataron las manos. Tan cerca que estaba de los míos, y ahora no podría verles. Aún en el piso, los indios me pegaron para dejarme débil, y luego me arrastraron hasta una de sus canoas y allí comenzamos a navegar por el río, tierra adentro.

 

Esclavo.

 

Era una aldea pequeña, como las que abundaban por aquellas tierras. La estructura era parecida a aquella de los indios que me habían tratado bien al principio, aunque el simple hecho de que estos decidiesen tener como esclavo a alguien que acababan de conocer ya me daba muy mala espina.

Atracamos en la orilla del río y los indios amarraron la canoa a un palo, que era lo más parecido a un muelle que tenían aquellos bárbaros. Descendimos y yo traté de seguirles el paso, pero aun así me halaban y me gritaban cosas que no entendía. Las muñecas me molestaban mucho por el roce de las cuerdas. Daba pasos rápidos para evitar ser halado, pero ellos parecían disfrutar haciéndolo, tal vez para demostrar su autoridad.

En la carrera apenas y pude ver gentes, que tampoco me notaron a mí. Pasamos por el medio de la especie de camino de tierra que dividía el pequeño poblado. Atravesamos unas cenizas chamuscadas de la fogata principal y luego me lanzaron en una choza que estaba vacía. Allí me amarraron como a un perro, anudando la cuerda a uno de los palos que sostenía el techo de paja. Uno de los indios se quedó conmigo, clavándome la mirada, mientras que los otros tres se fueron hablando con voz elevada.

El pequeño poblado tenía una decena de chozas, todas abiertas y con algunos muros hechos de barro y palos. Los techos eran de paja, aguantado de nuevo con palos, de los cuales guindaban algunas ramas, tubérculos y restos de comida que guardaban para más tarde. Cerca de los pisos había unas vasijas que parecían hechas de barro.

Yo miraba todo el poblado cuando algunos indios se dieron cuenta de que yo estaba allí y comenzaron a acercarse. Primero fueron algunos chicos curiosos, que inmediatamente fueron reprendidos por sus respectivas madres. Sin embargo, ni madres ni hijos terminaban de irse. Una decena de mujeres y niños del poblado se mantuvieron a una distancia prudente, en silencio, viéndome como si fuese yo algún animal. Yo quería decir algo, pero no quería hablar para que no me tomasen por bravucón.

Casi todas las indias tenían niños y parecían decirles algo. Los niños se veían curiosos. Las madres, con mucha más imaginación, eran presas del miedo. Todas menos una india, un poco más joven, en cuya mirada pude reconocer a alguien que me miraba como un ser humano. Tal vez algo diferente, pero humano al fin. Sentí que a ella le hubiese podido decir algo, pero justo se abrió la multitud para dar paso a un señor mayor, no tanto como el piache que había conocido antes, pero definitivamente alguien de experiencia y autoridad.

El hombre, con la cabeza emplumada y una mirada distante pero inquisidora, se mostraba sereno y precavido. Tenía un aplomo que sólo había visto yo en ciertos soldados con mucha carrera y experiencia. Sin duda se trataba el jefe de aquellos indios.

El jefe dijo algo al indio que me había comprado, quien pululaba entre el grupo, que cada vez se hacía más numeroso. El indio aquel respondió y el jefe siguió examinándome y haciendo preguntas. En un momento se me acercó y me hizo abrir la boca, mirándome los dientes y escudriñándome el rostro. Me haló las barbas como esperando que estas fuesen a caer. Finalmente se fijó en mis maltratadas muñecas y le dijo algo al indio en tono recriminatorio. Aquel quedó en silencio, mientras el jefe hizo un llamado y se acercó un hombre delgado y muy mayor, acompañado de alguien más joven que le ayudaba a caminar. El hombre se acercó y me examinó las muñecas. Sabía quién era.

“¿Piache?”, pregunté en voz alta, ante la sorpresa general de los indios. El señor mayor sonrió, mientras quien los escoltaba me miraba mucho más serio y me preguntó algo en la lengua india. Yo no entendí, así que me encogí de hombros y negué con la cabeza. El hombre me lanzó una mala mirada y luego ambos se fueron. El anciano le dijo algo al jefe, quien se me acercó para preguntarme algo en lengua india. Yo no respondí nada, así que él finalmente se señaló a sí mismo y dijo “Cacique”. Yo repetí la palabra y él pareció complacido y se fue. Dijo algo a una de las indias, aquella que parecía mirarme mejor y ésta desapareció entre la gente. Luego el Cacique dijo algo mientras hacía unas señas con los brazos y la multitud comenzó a dispersarse.

El último en irse fue el anciano, que caminaba con dificultad y siempre acompañado del otro hombre, que era muy alto y fortachón. Este último se volvió y me volvió a lanzar una mirada que, si de verdad era curandero, podía causarme mal de ojo. Y cuando todos se fueron, el Cacique volvió a llamar a quienes me habían comprado y en ese momento los indios le mostraron mi cuchillo. El jefe se mostró sorprendido a medida que estudiaba mi arma, le dijo algo a los otros indios y éstos se fueron. El jefe me miró con cierta preocupación que no había mostrado hasta ese momento y luego se fue a su choza.

Me quedé solo por un momento, hasta que llegó la india con algo de maíz y casabe. Me puso un pequeño plato cerca y, sin decirme nada, bajó la mirada y se fue rápidamente. Yo me abalancé sobre el plato de comida, como un salvaje más, ante la mirada atónita del indio que habían dejado para cuidarme. Cayó la noche y con ella se manifestó más aún mi cansancio. Y caí dormido.

Abrí los ojos al día siguiente y por unos segundos pensé que todo lo vivido había sido un sueño. Pensé que estaba en mi lecho en Extremadura, rodeado de los míos. Pero el ruido de las aves y el sol que me quemaba la piel de inmediato me hicieron caer en cuenta que estaba en Tierra Firme. Me costaba mucho creer que estaba allí, perdido en medio de esa selva, rodeado de salvajes y siendo su esclavo. El indio que estaba a mi lado apenas si me determinaba; era como estar solo, con la diferencia que no podía intentar escapar. Esa mañana volví a ver a la india, que me trajo una torta de yuca de las que habían dejado secando la tarde anterior. Yo tenía tanta hambre que me provocaba una torta de maíz de las que hacían los otros indios. Cuando ella se disponía a irse en silencio le pregunté “¿Arepa?”. Ella me miró extrañada y dejó escapar una sonrisa antes de marcharse.

Ese día me dejaron allí, sin decir nada. Algunos indios venían a verme, manteniendo la distancia por curiosidad, pero sin molestarme ni hacer gran cosa. Me dieron ganas de hacer mis necesidades y estando allí, amarrado, no tenía otra opción que hacerlas allí, a la vista de todos. Para mantener la higiene me puse a abrir un hueco en la tierra. El que me cuidaba me vio con curiosidad y parecía estar listo para gritar en cualquier momento; pero luego de verme hacer lo mío y taparlo con tierra, como si fuese yo un animal, se burló. Yo seguí allí todo el día, sintiéndome sucio y a duras penas aguantando mi mal olor. Y así, muy incómodo, me eché a dormir.

Al día siguiente me despertó un balde de agua. Abrí los ojos e inmediatamente pude ver a los cuatro indios que me habían comprado, burlándose mientras me echaban otra vasija de agua. Con ellos reía aún más duro el joven indio encargado de vigilarme. Al principio me sentí humillado, pero cuando fueron por la tercera traté de darme la vuelta a ver si me limpiaban la espalda, que la sentía sucia.

Todavía reían los indios cuando llegaron el fortachón y el anciano. Al ver a este último, los cuatro indios se mostraron mucho más serios y se apartaron. El fortachón se acercó y desató la cuerda del palo. Sin decir nada ni hacer seña alguna, comenzó a halarme con fuerzas y mala intención, hasta que el anciano le dijo algo y entonces comenzó a llevarme con más lentitud.

Fue aquí cuando sentí un gran temor, puesto que me habían comprado como esclavo y hasta aquel momento no me habían forzado a hacer labor alguna. Pensé entonces que lo único que habían hecho por algunos días era darme comida y cuidarme, y temí que tal vez aquellos indios podrían ser caníbales y finalmente irían a devorarme.

Me trasladaron hacia una choza, que ellos llamaban bohío. Era la única con paredes de barro por los cuatro costados y una pequeña puerta. Al entrar pude ver una gran cantidad de diversas plantas y polvos. Recordé la vivienda del piache y pensé que finalmente iban a curarme. Eso o darme sazón para comerme.

El fortachón comenzó a desatarme las manos mientras que el anciano, con mirada benevolente, comenzó a revisarme las muñecas. Él le hizo alguna seña al fortachón justo cuando yo distinguí la flor que me había echado en el otro poblado. Al verla me alegré y le hice señas al anciano. “¡Flor!”, le dije, mientras la señalaba y le hice señas con la mano que hacía falta machacarla. El anciano reaccionó con sorpresa y el joven con disgusto.

El mayor me dijo algo a medida que acercaba un puñado de diversas plantas a mí. El indio más joven y fuerte se mostraba muy molesto mientras el anciano me hablaba. Yo no entendía qué pasaba cuando el fortachón dijo algo muy fuerte y me volvió a atar las manos, sin que me pusieran nada para curarme.

Aquel indio fuerte me amarró a la puerta de la choza mientras el viejo enrollaba un tabaco y comenzaba a fumarlo. Pensé que me quemarían con dolor, pero luego vi que el anciano se limitó a ofrecerme el tabaco. Yo me negué, ya que solo el olor de la planta me hacía toser y daba mareos. El hombre insistió, pero yo no entendía cómo forzarme a fumar el tabaco me ayudaría a curarme. Pero pronto entendí que lo que en realidad querían era hacerme su aprendiz de curandero.

 

Curandero.

             

Pasé cerca de dos meses en esa choza. Día tras día amanecía en el suelo, con las manos atadas al mismo palo que sostenía el techo del bohío. Poco a poco, de tanto escucharles, había ido cogiendo alguna que otra palabra. Precisamente porque les entendía mejor es que confirmé que efectivamente quería que fuera su curandero.

No sabía qué esperaban de mí. ¿Por qué yo? ¿Por qué forzarme a hacer algo que no quería? Mi conocimiento de hierbas era minúsculo. Apenas y habría logrado identificar esa flor gracias a las enseñanzas del indio pacabuey. ¿Sería aquello suficiente para estos indios pemenos? ¿O acaso era que aquel oficio de curandero no era querido ni por los propios habitantes?

Pasaron los días y comprendí mejor la dinámica de aquellas gentes. El indio fortachón no era el aprendiz del anciano, sino una especie de escudero. Parecía echarle una mano con las bebidas, pero no lo veía cómodo haciendo esas labores, ni parecía querer aprender. Y allí es donde me veían a mí, un esclavo comprado a otros indios, como el sustituto obligado. Pero aunque podían forzarme a muchas cosas, no podían obligarme a hacer un oficio que yo consideraba indigno. O al menos eso creí yo.

El único momento alegre de mis días de prisionero en el bohío era cuando llegaba la india, siempre silente y servicial, a darme algo de comida. Aunque en un principio quise sacarle conversa, pronto me di por vencido, puesto que no quería causarle algún problema. Además, la india, tan servicial y tranquila ella, era hija del Cacique. Lo menos que quería yo era tener algún problema o malentendido con una mujer tan importante en la tribu.

Un día vino la india a dejarme mi plato de comida. Y cuando lentamente, por lo débil que estaba yo, me acerqué a comer mi ración de casabe y plátano, el fortachón se acercó a mi plato y lo alejó fuera de mi alcance. Estiré la mano, en un gesto más de súplica que de retarle. Él sonrió con cierta maldad mientras la india expresaba cierta molestia. Ella dijo algo de lo que solo entendí “comida”, y aquel indio le respondió algo de lo que entendí “habla con tu papá”.

Y allí se fue la india, a hablar con el Cacique mientras el fortachón me miraba y degustaba el casabe y el plátano. En su mirada había un siniestro placer. No entendía cómo un ser humano podía encontrar alegría en el dolor ajeno; y aquello me convenció de su inhumanidad. Pero detrás de aquella mirada inmisericorde, podía ver un pequeño rayo de luz. La india discutía con su padre, el Cacique, quien se mostraba férreo y poco dispuesto a ceder. La india cedió y se marchó con malestar. Aunque ella no había logrado su cometido, yo agradecía infinitamente su gesto.

Fue en vano. Pasaron los días y aquel indio se sentaba allí, a mi lado, a comer su comida. Había pasado a ser él mi nuevo carcelero, quien me vigilaba día y noche, asegurándose de que no me escapase. A diferencia del otro indio, que lo hizo por inercia, éste ponía un énfasis especial. Parecía disfrutar el estar allí echado, tentándome. Cada vez que repartían algún casabe, mazorca, plátano o hasta carne de animales, él venía y se sentaba a comer frente a mí. Se saciaba y luego se chupaba los dedos, mientras me miraba con una sonrisa.

Y así pasaron los días. Yo comenzaba a recordar las malas vivencias en la ciénaga. El hambre que pasamos. Al menos en aquella oportunidad estaba acompañado de otros tan hambrientos como yo, y aun así de vez en cuando podíamos comer algún palmito. Esta vez había comida alrededor. Podía sentir los olores de las carnes que se cocinaban, tan cerca. Y aquellos canallas me dejaban morir de hambre por pura maldad.

Los indios seguían su día a día sin importarles lo que me pasaba. Para ellos verme allí, echado pasando hambre, se había convertido ya en costumbre. Era aterrador ver con qué facilidad se acostumbraban a ver sufrir a otro ser humano sin querer hacer nada para socorrerle. Yo a veces murmuraba alguna oración para nuestro Señor. Le pedía que no me dejase morir de hambre. Le decía que me premiase como cristiano, puesto que prefería no recibir el pan de cada día con tal de poder mantener mi fe cristiana. Temía morir de hambre, pero temía más todavía ir al infierno de los paganos.

Estaba yo tan flaco y débil que me habían dejado solo. Nadie temía que yo fuese a escapar, puesto que apenas y tenía suficiente fuerza para seguir respirando. Escuché unos pasos y pude ver al fortachón que se acercaba, con el plato de comida. Esta vez venía acompañado del anciano. Los dos se sentaron muy cerca de mí. Esta vez no tocaron el plato. El viejo se acercó con un tabaco, y comenzó a fumarlo. Él decía algo que no podía comprender. El fortachón repitió, como enfatizando la frase, de las cuales sólo pude entender las palabras “hambre” y “curandero”. El viejo me ofrecía el cigarro mientras el fortachón me acercaba el plato. Tomé fuerzas y le arrebaté el tabaco de las manos al viejo y lo inhalé con todas mis fuerzas. Con lo débil que estaba, comencé a toser mientras que el fortachón acercó el plato de comida. Dejé el tabaco de un lado, procedí a agarrar el maíz sobre el plato y lancé un enorme mordisco para saciar mi hambre.

Los dos hombres se dijeron algo, intercambiando miradas y sonrisas. Luego me dieron una palmada en la frente, como si fuese yo un perro o alguna otra bestia. Pero no me importó, finalmente estaba comiendo y eso me hizo sentir muy bien.

Cuando recobré mis fuerzas, el viejo tomó algunas ramas y comenzó a explicar algunas cosas. Mientras tanto, el fortachón deshizo los nudos de mis manos y simplemente se quedó allí, a mi lado. Era la primera vez en varios meses que podía mover mis brazos, y eso era algo enorme para mí. Ellos no parecieron darle mayor importancia. El viejo siguió fumando el tabaco y me lo dio para intentarlo de nuevo. Yo lo hice y, teniendo llena la panza, tosí menos.

Aunque en mi alma seguía siendo cristiano, ese día decidí comencé a comportarme como ellos, y para aquellas gentes fue suficiente. Con verme fumar el tabaco y organizar algunas ramas parecían felices. Aunque yo no tenía muy claro qué hacer ni cómo hacerlo, me mostraba dispuesto a aprender, y ellos no parecían esperar más de mí.

Pasó el día y me dejaron tranquilo. El fortachón y otro indio se acercaron a la choza y me vigilaban, con cierto recelo pero mucha menos agresividad. Caía la tarde cuando vino la india, sin plato. Le dijo algo a los dos indios que me custodiaban y luego me hicieron señas. Nos acercamos a la fogata que había en el medio, donde cocinaban algunos plátanos y mazorcas.

Mientras me acercaba podía sentir las miradas de los indios clavándose. Se fijaban en mis pantalones, que en ese momento no eran más que unos harapos sucios y rotos. También me miraban el cabello y las barbas. Sin embargo, nadie dijo nada.

Nos sentamos a comer y una india nos trajo unas mazorcas y casabe. Yo comí un poco más, puesto que todavía tenía hambre. Iba a tomar el último pedazo de casabe cuando me di cuenta de que el fortachón también lo quería. Él lo tomó y para mi sorpresa, lo acercó hacia mí y me hizo gesto de que me lo comiera. Bajé mi cabeza en agradecimiento y me lo comí.

En ese momento el anciano comenzó a cantar. La luna estaba llena y todos la miraban. Otros indios empezaron a sonar unas maracas mientras que el anciano cantaba y algunos comenzaban a bailar. Allí pude ver a la india que me llevaba la comida, moviendo las manos hacia arriba y hacia abajo, torciendo su espalda como si tuviese un espasmo. En ese momento vi que el Cacique, desde lo lejos, me miraba en silencio. Quité los ojos de su hija y volví a ver el cielo.

Y así, pasaba aquella noche estrellada. Me devolví al bohío del curandero, que ahora parecía ser mío. Caminé flanqueado por los dos indios fuertes que se quedaron allí, vigilándome. Y así me fui a dormir.

Al día siguiente me desperté más tranquilo. Antes de desayunar me fui al río a bañarme, porque no aguantaba mi propio olor. Me metí en el arroyo, siempre bajo la mirada vigilante del fortachón. Metí toda mi cabeza y me comencé a frotar con unas flores que había tomado del bohío. Esperaba que me perfumaran bien, pero supongo que el indio fortachón creía que se trataba de algún hechizo, puesto que me veía interesado.

Me iba a quitar los pantalones para bañarme cuando vi la mirada del indio y me animé a articular por primera vez una palabra en su lengua. “Voltéate”, le dije. Él respondió un escueto “No”. Yo, incómodo por mostrar mis vergüenzas, le insistí. “¿A dónde voy a huir?”, dije con dificultad. Él entendió el sentido de mi frase y se volvió. Allí me quité los pantalones y finalmente me pude bañar bien. Cuando lo hacía volví a sentir que alguien me miraba y a lo lejos pude ver a la hija del Cacique, que al darse cuenta de que yo me percaté, disimuló tejiendo una hamaca.

Finalmente terminé mi baño y vi mis pantalones, sucios y rotos. Me di cuenta de que no tenía sentido sentir vergüenza en medio de esas gentes, que no tenían ninguna. Dejé mis pantalones flotando río abajo y salí.

Por falta de costumbre me tapé las vergüenzas. El indio al verme así me preguntó serio:

- ¿Y tu ropa?

- No me hace falta – le respondí.

Pensé que él reaccionaría contento de verme en sus costumbres, pero reaccionó con cierto enojo.

- Lo hubieses dejado acá para usar la tela. Además, alguien puede encontrarlo río abajo. – Me dijo el indio, mostrando una impresionante inteligencia.- Bueno, ahora necesitas un guayuco.

El fortachón dijo esto y lanzó un grito a otro indio. No alcanzó a decir nada porque inmediatamente vino la hija del Cacique, quien estaba trabajando con las telas y me trajo un taparrabos. Me lo dio y se fue, pero mientras caminaba de espaldas se volvió una vez más para ver mi cuerpo desnudo. Supongo que le llamaba la atención mi piel limpia, que era más blanca que la de ellos.

A partir de ese día me establecí en el bohío de curandero. Al principio estaba solo y no venía nadie. Pero un día vino una madre con su hijo un poco enfermo. Parecía tener una especie de tos, así que fumé un tabaco y le hice unos soplidos y luego de toser un poco el niño pareció respirar mejor. La madre se fue feliz y dijo a los demás.

Otro día, ya cayendo la noche, llegó un indio que se había ido a cazar y se había perdido. Allí ayudé al anciano a triturar una mata que él llamaba hayo, que era una hoja verde con unos pequeños frutos rojos. Luego de hacerla le hicimos un caldo al indio y le dimos de probar. El indio pareció recobrar el ánimo instantáneamente. Incluso se le veía feliz. Mientras sonaban las maracas de fondo me animé a probar un poco de la hoja.

Tras un par de mordiscos sentí un cosquilleo en el cuerpo y luego fue como magia. Sentí un jalón por el cuello y un cosquilleo en la boca. La energía que sentía me desbordaba. Me puse de pie y comencé a bailar al ritmo de las maracas. Por primera vez en mucho tiempo me sentí libre, vivo, fuerte. Sentía que nada podía detenerme. Sentí que todo iba a estar bien, de alguna manera. Y así, bailando y mascando hayo se me fue la noche.

Sentí que me tocaron el hombro y desperté. El sol me daba en la cara y en medio de la claridad pude ver el rostro de la india, que me traía una vasija con algo de pescado y plátano. El olor me espabiló un poco, detonando un fuerte dolor de cabeza. Miré a mi alrededor y pude ver al indio fortachón, que estaba al otro lado del bohío, durmiendo.

Estiré la mano para tomar mi desayuno no sin antes lanzar un “gracias” a aquella india. Lo que sí me tomó por sorpresa fue escuchar una dulce voz de respuesta:

- Anoche bailaste muy bien. – Dijo, sonriente.

- Hice lo mejor que pude… Nunca te pregunté tu nombre. – Le dije yo en su lengua.

- ¿Mi nombre? – Dijo ella, mostrándose extrañada por mi pregunta.- Me llamo Kona.

- Kona. ¿Quiere decir algo?

- Sí. – Respondió ella, pensando y como con pena – Cuando nací, dice mi madre que fue al principio del día. Que las hojas todavía tenían agua y que una gota me cayó. A esa gota lo llamamos Kona.

- Rocío. – Pensé yo, en castellano y en voz alta- Nada, no dije nada.

- ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

Aunque la pregunta era evidente me tomó por sorpresa. Aunque quise, no le pude mentir. No a ella.

- Francisco Martín.

- Fr… - Intentó en vano, sin poder repetir.

- Francisco… Martín.

Ella ni se inmutó. Parecía que el nombre era demasiado largo para ella. Sabía muy bien lo que tenía que hacer, así que respiré profundo y lo dije:

- Paco. Me puedes llamar Paco.

- ¿Y qué quiere decir? – Me preguntó ella.

- No lo sé.

Dije yo antes de comenzar a reír. Ella también sonrió. La verdad, hasta aquella mañana nunca me había preguntado qué significaba mi nombre hispano. Irónicamente, era una india quien me lo preguntaba.

Quería seguir hablando pero no pudimos. Justamente llegaron un par de indios, muy jóvenes ellos. Venían muy alterados, uno cargando al otro, que estaba ensangrentado y con una herida. Yo me puse de pie y traté de calmarlos mientras me preparaba a buscar algunas plantas. Kona corrió a coger al chico para ponerlo en el suelo mientras que el fortachón también se despertó, alterado.

Mientras Kona y los otros indios ponían al herido en el suelo no perdí tiempo y le pregunté.

- ¿Qué han ido a cazar? ¿Qué animal ha hecho esto?

Pero al ver la herida vi que era demasiado redonda y perfecta. Sin duda era de un proyectil.

- Los Sisibaos. Nos atacan.

 

Guerrero.

 

Los pemenos comenzaron a correr de un lado a otro, gritando y nerviosos. Kona corrió donde su padre y el fortachón se espabiló y se puso de pie de un tirón. Las mujeres cargaban a sus niños pequeños y pastoreaban a los más grandes, llevándolos hacia un de las chozas centrales del rancherío. Yo, soldado al fin pero lejos de mis armas y mi gente, no sabía muy bien qué hacer. Me acerqué al Cacique y pude escuchar algunas de las instrucciones que daba.

- Quienes tienen flechas suban a los árboles y disparen a los sisibaos apenas los vean. Quienes tengan dardos vayan a los matorrales y disparen sin que los vean. Los demás nos quedaremos acá.

Me sorprendió la simpleza de la estrategia. Al pueblo sólo había dos vías para acceder, desde el río y desde una pequeña vereda que comunicaba con la sierra. Por lo que había escuchado, casi siempre tenían vigías y soldados escondidos entre los matorrales. De hecho, supongo que el joven que vino herido era alguno de ellos. Probablemente los sisibaos trataron de matarle para evitar que nos avisara. Pero sabiendo que nuestro vigía había huido, sin duda los enemigos acelerarían el paso para tomarnos desprevenidos. Y vaya que lo habían logrado. Tan temprano, muchos indios estaban todavía dormidos y muchos otros ni habían tomado su desayuno.

Todavía confundido y sin saber muy bien mi lugar, solamente se me ocurrió algo para hacer. Salí corriendo a mi choza.

Los indios me miraron sorprendidos cuando salí con un racimo de plantas y dije:

- Tomen esto, les va a ayudar.

Me miraron un poco confundidos, antes de tomar algunas hojas de hayo que les ofrecí a todos los guerreros. Todos agarraron una antes de salir corriendo, enérgicos, y perderse por la pequeña vereda oculta entre la maleza. El Cacique me miró complacido y se quedó allí, acompañado del fortachón y otros indios más fuertes, custodiando la choza donde estaban las mujeres, ancianos y niños.

Yo me acerqué a ellos, ofreciéndoles hayo. Todos aceptaron, incluido el Cacique que se mostraba muy serio. Uno de los indios más jóvenes, apenas terminó de tomar su hoja, agarró un junco y comenzó a trepar uno de los árboles más altos de la maleza. En su espalda llevaba un arco y varias flechas. Subió a toda velocidad, trepándose como un mono hasta alcanzar la cúspide y posicionarse para ver hacia la vereda.

Todos estábamos a la expectativa, pero yo aún más porque no tenía idea de qué hacer. ¿Esconderme en mi choza? ¿Aprovechar y huir lejos de los pemenos? Pero, ¿hacia dónde? Apenas y había logrado sobrevivir la selva para ir a morir combatiendo las guerras de otras gentes. ¿Sería esa mi fortuna?

Uno de los indios me hizo señas y me dio una cerbatana y un bolso de dardos. Eso, al menos era algo. Y aunque no tenía mucha experiencia con la cerbatana no me parecía tan diferente de las escopetas. Era apuntar y disparar. Incluso esta arma, que se veía mucho más primitiva, se sentía más rápida para accionar. Yo estaba listo, pero al mismo tiempo no quería hacerlo. Esas paredes de bahareque se veían tan endebles. Sentía que ante un eventual ataque no tendríamos escapatoria. Además, éramos apenas una docena protegiendo a un grupo que al menos nos duplicaba. El rancherío era tan pequeño que una pequeña nube de flechas sin duda causaría daño a alguien. Cómo me hacía falta mi armadura. Con ese taparrabos me sentía completamente vulnerable. Me aprestaba a cargar la cerbatana, lamiendo el dardo para que las plumas entraran más fácil, cuando el indio me detuvo.

- Cuidado, que tienen veneno.

Me dijo. Yo, como el curandero que había ayudado a prepararlo, debía haberlo sabido.

Y entonces, el vigía que estaba sobre al árbol hizo un chillido. Fue como de un mono. Apenas hizo un par de llamados cuando una flecha voló cerca de él, fallando. Una segunda que siguió inmediatamente le asestó el pecho y el indio cayó al vacío, dando un grito antes de escucharse un golpe seco contra la tierra.

Luego unas cinco flechas salieron de la nada hacia nuestra choza. Algunas mujeres gritaron, no sé si de miedo o porque habían sido heridas. No podía mirar. Me recordó el ataque de los topeyes, pero no tenía mi escopeta para espantarles, como había sido aquella vez. Apenas pude distinguir una figura moviéndose entre la maleza, apunté con mi cerbatana. Apuntaba como si fuese una escopeta, pero no había tiempo de pensar. Disparé y el dardo salió muy lejos de donde había pensado, producto de las plumas y el viento. Teniendo una mejor idea volví a poner el dardo en la cerbatana y volví a disparar. Esta vez acerté.

El indio pintado, entre la maleza, se quitó el dardo como si nada hubiese pasado. Pero luego fue como si lo hubiese poseído un demonio. Comenzó a retorcerse y gritar por unos segundos antes de comenzar a vomitar. Sus gritos fueron acompañados por vociferaciones de guerra de los nuestros, sin duda agitados por el hayo.

Ante un llamado que parecía de animal, de la maleza emergió una decena de indios pintados de negro y rojo. Todos gritando y con palos en sus manos, corriendo directamente hacia nosotros.

Yo disparé de nuevo con la cerbatana y volví a fallar. Iba a volverla a cargar pero ya tenía al indio muy cerca, así que tomé la cerbatana y se la pegué en la cara. El indio quedó confundido con la bofetada pero luego comenzó a forcejear conmigo. Gritos por todas partes. De ellos y de los nuestros. El sisibao haló mi cerbatana y me la arrebató.

Yo me quité al sisibao de encima y salí corriendo hacia el Cacique. El indio venía detrás de mí, persiguiéndome como si yo estuviese huyendo. Al lado puros gritos y mujeres corriendo hacia la maleza con sus hijos. De pronto escuché un silbido y sentí que me habían apuñaleado en el brazo izquierdo. Caí a tierra y por reflejo me quité la flecha, que no sabía si estaba envenenada o no. Un profundo dolor y hormigueo me recorrió el cuerpo y me arrastré hacia las vasijas del Cacique. Allí metí la mano para sacar mi cuchillo. Apenas lo sentí me di media vuelta pero no tuve tiempo, tenía encima al indio que me perseguía, con la misma flecha que me había clavado antes. La tenía en la mano y la empuñó, listo para clavármela en el rostro. Lanzó un grito y súbitamente comenzó a vomitarme encima.

Me lo sacudí y pude ver que en su cuello tenía un dardo de los nuestros. A lo lejos vi al fortachón empuñando una cerbatana. Y detrás de él otro indio corriendo listo para darle pelea. Como pude me puse de pie y lancé mi cuchillo, sin pensarlo. El cuchillo dio con el mango en el cuerpo del indio, pero esto fue suficiente para detenerlo. El indio se mostró sorprendido y bajó la mirada para ver qué le había lanzado. No volvió a subir la mirada porque llegué a la carrera y le asesté un puñetazo. Tan fuerte fue que hasta yo caí en la tierra y tomé mi cuchillo. Me puse de pie, siempre usando el único brazo bueno, y empuñando mi cuchillo, el cual movía para asustar más al indio, que se mostraba sorprendido. Quiso darme pelea pero de una sola movida le tracé el cuello y lo dejé allí, agonizando.

Otro sisibao me golpeó con un palo en el brazo malo que tenía, pero justo vino el fortachón, seguido de otros indios, y me lo quitaron den encima. Lo tomaron entre todos y comenzaron a golpearlo, en rueda. Yo me alejé, adolorido. Y a medida que las mujeres dejaban de gritar pude ver que aquel era el único sisibao que quedaba. Les habíamos dado muerte a todos. Todos menos aquel que todavía gritaba, y los nuestros parecían no querer darle muerte, sino dejarlo vivo para hacerle sufrir.

No quise ver y me fui a ayudar a los demás, como curandero que era. Casi todas parecían estar bien, aunque hacían una rueda alrededor de una figura. El Cacique estaba allí también. Igualmente Kona. Todos con mirada preocupada. Me acerqué más y pude que en medio ellos yacía el anciano, con un chorro de sangre en la panza, con la mirada apagada y sin respirar. Todos me miraron. Parecían estar ya resignados, esperando a ver si yo, con mis barbas y mi piel más blanca, tendría alguna magia especial para hacerlo volver a la vida. Pero no tenía ningún truco, ni pomada mágica.

Al fondo escuché al sisibao dar un grito más tenue. Otra vida se apagaba; pero no la mía, y eso era lo que me importaba. Había logrado sobrevivir, de nuevo.

Terminado el combate tomamos los cuerpos de los sisibaos y los echamos al río. Supuse que era para alejar los malos espíritus de nuestro poblado, o tal vez para advertir a otras tribus que si intentaban tomar ese rancherío, correrían con la misma suerte. Luego fuimos a recoger a los nuestros, apenas unos cinco: el anciano, el vigía, dos con cerbatana que habían salido al encuentro de los sisibaos y uno fuerte que se había quedado protegiendo a las mujeres.

Desde el punto de vista militar, la pérdida no había sido tan mala. Pero éramos muy pocos, y cada pérdida se sentía. Aunque era un soldado y ya había servido muchas veces, desde que había comenzado la expedición de Alfínger sentía algo diferente al ver la muerte. Esta guerra no era como para detener a los moros que querían tomar Castilla; lo de Alfínger me parecía innecesariamente cruel y sanguinario. De la misma forma, no entendía cómo estos indios, que para mí en un principio eran todos iguales, se mataban entre ellos. ¿Acaso no veían que eran casi todos iguales? ¿No veían lo grande y vasto de esta tierra, donde había suficiente tierra para todos?

Tal vez me estaba haciendo viejo, pero me costaba encontrarle sentido a la supuesta gloria de morir en combate. Y aunque había ido a parar a aquel pueblo por pura fortuna y voluntad de Dios, no dejaba de extrañarme que hasta allí, en medio de la nada, con gentes que tenían muy poco, existía la guerra. Parecía que no importaba qué tan recóndito el lugar, ni qué tan diferentes las gentes, ni sus dioses, siempre habría guerra. Y yo era un guerrero.

Esa mañana lo fui, pero no esa tarde. Esa tarde recopilamos todos los cuerpos de los nuestros en una hoguera y la encendimos. Primero me costó entender que no los enterrasen para resucitar el último día, pero si ellos no creían en Jesús, de todas formas irían al infierno. ¿Para qué postergar su dolor enterrándolos?

Y encendimos la fogata, que pronto comenzó a impregnar el aire de olor a carne quemada, Y yo me paseé con mis maracas, invocando los buenos espíritus de los guerreros muertos. El fortachón y otros comenzaron a cantar una canción que yo no conocía. Por la manera como entonaban me costó un poco entender el mensaje, pero pude entender que se pedía a los espíritus que finalmente en el otro mundo hallasen la paz. No era tan diferente de la forma en la que yo me imaginaba el cielo cristiano.

Me pareció insólito que con nuestras diferencias, que parecían irreconciliables, hubiese ciertas similitudes que prefiriésemos ignorar. Ese día, por primera vez, me pareció tan inútil la guerra. ¿Por qué esperar a morir para conseguir la paz? ¿Por qué no aquí y ahora? Tal vez porque no sabía cómo hacerlo. Así que seguí tocando mis maracas, pidiendo a aquellos espíritus que encontraran la paz y a que nos iluminaran a nosotros para encontrarla también, sin necesidad de morir. Y con esos pensamientos, y con mucha tristeza, me fui a dormir ese día.

Al día siguiente el Cacique mandó a buscarnos a todos para hacer un anuncio. Mientras caminábamos hacia el centro del rancherío para hacer parte del cabildo, pude escuchar a un par de indios especular que probablemente el Cacique anunciaría que se moverían de allí a otro lugar más seguro.

Al llegar, por el contrario, vi al Cacique con las plumas que había quitado al cuerpo sin vida del curandero. El Cacique tenía un tono de voz bajo, todavía afectado por el día anterior. Sin embargo, también notaba cierta alegría en su rostro. Para los pemenos tal vez la muerte no era un asunto tan macabro y triste, sino otra etapa de la vida. Tal vez se sentía tranquilo por aquellos que habían partido, pero los anuncios que iba a hacer tenían que ver con quiénes quedábamos.

“Hermanos, ayer fue un día triste. Fallecieron cinco hermanos. Cuatro bravos guerreros y nuestro curandero. Pero sobrevivimos gracias a la fuerza de todos ustedes. Pero ayer, no solo perdimos hermanos. Ayer, ese extranjero que se hace llamar Paco, demostró que es uno más de nosotros. Y para expresarle mi agradecimiento, y ligarlo para siempre con nuestro pueblo, quiero ofrecerle a mi hija en matrimonio”.

Kona me miró y soltó una tímida sonrisa. Yo me sentí honrado, temeroso y ansioso a la vez. Aunque ella me había ayudado mucho, nunca la había visto de esa manera. Después de todo, Kona era india y yo no. Pero todos alzaron sus manos en celebración, y yo también lo hice. Ella, me siguió mirando, con un gesto que parecía de resignación. Tal vez ella pensaba lo mismo que yo.

 

Esposo.

 

No hubo mayor cambio en mi vida. No me sentía diferente. Kona tampoco parecía esperar gran cosa de la decisión de su padre. Con el pasar de los días apenas sentí una mayor responsabilidad desde que me convertí en el único curandero de la tribu. Algunos, tal vez desacostumbrados o temiendo (con mucha razón, por cierto) mi falta de experiencia, dejaron de visitarme.

Quienes parecían sentirse más cómodos en mi compañía eran los guerreros y cazadores. Antes de salir a vigilar o a cazar algún animal, se acercaban a mi persona para que les echara cal en el cuerpo o les soplara tabaco en el rostro. Y por supuesto, muchos venían a pedir hayo para tener más fuerza. Pero a pesar de las innegables propiedades de la planta, a veces me parecía que muchos la venían a pedir simplemente porque les gustaba. Yo mismo conocía sus propiedades.

Con el pasar de los días, aunque me sentía más parte de la tribu, no podía dejar de sentirme un poco miserable. Después de todo, yo era un cristiano. Había nacido cristiano y así me habían criado. La fe para mí era algo muy importante. Sentía que era la Virgen quien me había llevado hasta allí, a vivir con esas gentes. ¿Por qué? Era una pregunta que todavía no podía responder. ¿Era aquello una prueba de fe? Si así era, mi idolatría y mi creencia en supersticiones me dejaban muy mal parado frente a nuestro Señor. Sentía que cada día que pasaba era un día que estaba más cerca del infierno.

Paradójicamente, el sol, la comida y la tranquilidad de aquellas tierras me hacían mucho bien. Sentía como que todo aquello que vivía era un engaño. Tal vez era una tentación para ver si era capaz de renunciar a mi fe por sobrevivir arrimado a unos salvajes.

Kona, que venía regularmente a traerme comida se acercó un mediodía cualquiera con las manos vacías. Tenía en su rostro una mirada seria, como de resignación. Se acercó lentamente, mientras yo molía algunas yerbas para preparar una poción.

- Paco – me dijo ella.- Mi padre ha mandado a cazar dos animales para hacer una barbacoa.

- ¿Barbacoa? – Pregunté yo. Ese era el nombre que le daban a cocinar un animal a las brasas.

- Sí, una barbacoa. Por nuestra boda.

Cuando ella lo dijo sonó muy real. Yo sonreí, supongo que también transmitiendo un poco de resignación. Ella se quedó allí, mirándome. Al fondo escuchaba un ruido que en un principio pensé que se trataba de algún animal. Luego me sonaron más a risas de niños. Pero no me importaba, me importaba que Kona parecía querer decir algo que no terminaba de decir. Y yo sabía que no importaba de qué raza o religión era la mujer, si no terminaba de decir las cosas, algo malo se avecinaba.

- ¿Hay algo más que quieras decir? – Dije yo, tratando de hablar con dulzura.

- No – Dijo ella, claramente mintiendo.

- Sé que hay algo que quieres decirme. – Insistí yo – Te conozco mejor de lo que crees.

Las risas se escucharon más fuertes. Al volverme pude ver que un grupo de indias soltaban carcajadas mientras me miraban. No entendía de qué se trataba, pero la situación comenzaba a incomodarme. Y a Kona también.

- ¿De qué se ríen?

- De ti. – Respondió ella, sin entrar en detalles-. ¿Vas a ir así a nuestra boda?

- ¿Así cómo? – Pregunté yo, sin entender nada.

- Así, con todo ese pelo en tu cara.

Mis barbas eran lo único que me quedaba de mi cristiandad y mi humanidad. No podía imaginar razón alguna por la cual quisieran despojarme de ellas. Sin ellas me sentiría todavía menos hombre, más desnudo. Me sentiría un animal.

- ¿Sabes por qué se ríen ellas? – Me dijo -. Porque pareces un animal. Pareces un mono.

Yo no podía entender que precisamente esos indios pemenos me dijesen eso.

- ¿Yo? ¿Soy yo el que parece un mono?

- Claro, ¿acaso las personas tenemos pelos en el cuerpo? No, eso es de animales.

Kona dijo eso y señaló hacia los demás pemenos. Nosotros llamábamos a ese tipo de indios motilones porque se cortaban el pelo y se dejaban únicamente la parte de arriba. Ante esa costumbre yo asumí que los indios se afeitaban todo el cuerpo; pero después de ese comentario de Kona caí en cuenta que nunca en mi tiempo allí, ni en ninguna de las otras tribus había visto a nadie depilándose. Me parecía que los indios eran, entonces, lampiños por naturaleza. Y si bien a mí me parecía que el tono oscuro de su piel se parecía más al de los monos, lo cierto es que el rasgo más característico de esos y otros animales eran sus pelos. Y ciertamente, yo era mucho más peludo que los pemenos.

- Trata de verte como un pemeno. – Dijo Kona, y se dio media vuelta y se fue, mientras las demás indias se reían de mí.

Esa noche me guindé en mi hamaca, todavía molesto por la risa de las indias. Miré el cuchillo que yacía allí, en mi bohío como un privilegio que me había dado el Cacique. Creo que él se sentía más seguro sabiendo que el cuchillo yacía en las manos de alguien que sabía cómo usarlo.

Al día siguiente me levanté temprano y sin decirle nada a nadie me fui al río, portando nada más mi cuchillo y me corté el cabello. Luego me afeité las barbas, con mucho cuidado de no cortarme. Aunque llevaba meses con apenas un taparrabo y mostrando todas mis vergüenzas, de alguna manera me sentí todavía más desnudo.

Y así, con mi cara lavada y pelada me acerqué a la barbacoa que prepararon. Al verme, las indias que apenas el día anterior se burlaban de mí abrieron la boca nuevamente. Luego rieron de nuevo, pero no era de burla, sino de una especie de nervio. Los hombres me miraron y parecieron sentirse más cómodos. Todos se veían felices, mientras que yo sentía que no era yo. Ya no era Francisco Martín; ahora era Paco, un indio pemeno. Así había sido en los últimos meses, y ahora se confirmaba casándome con la hija del Cacique.

Y el matrimonio fue sólo una fiesta. Kona se pintó de rojo y a mí los hombres guerreros me pintaron de negro. Me decían que así me veía mejor. Ella se puso unas flores en el cabello y todos bailamos alrededor de la barbacoa. Los niños jugaron y los más grandes aplaudían y celebraban. Todo el poblado se detuvo para celebrar el matrimonio de la hija del Cacique. Fue un día de sol, de maracas, de carne salada a la barbacoa, de hayo y de cantos. Fue un día de alegría, y fue un día en el que creo que Kona, por primera vez, al verme ya sin mis barbas, comenzó a verme como alguien diferente. En su mirada pude ver que ya no me veía como un animal herido al que había que darle resguardo. Ahora me veía como un hombre. Y desde ese día era su hombre.

Caía la tarde cuando Kona me dijo que debíamos consumar el matrimonio. A mí no me faltaban ganas, con el tiempo que tenía yo sin estar con una mujer. Pero lo formal de la solicitud, aunada al hecho de que toda la tribu podía mirar nuestro amor, me puso sumamente nervioso. Tenía sentido, puesto que en aquellas casas comunales no existía ninguna privacidad y todo el mundo podía ver lo que hacían los demás. Yo era apenas una excepción porque tenía mi cuarto de curandero.

Traté de decirle a Kona que nos fuésemos a mi bohío, pero ella me dijo que a partir de ese día ahora mi bohío era el central. Y allí ella me depositó en una hamaca. Yo no sabía cómo empezar, pero no hizo falta que supiese. Ella comenzó a acariciarme lentamente y se montó encima de mí. Me besaba los cachetes y la boca, que después de tanto tiempo con barbas, para ella era casi como verme desnudo por primera vez.

Ella me besó y sin esperar mucho apenas movió su taparrabos y se sentó encima de mí. Yo ya estaba listo, y ella también. Sin embargo, apenas intentó sentarse encontramos la resistencia de la inocencia. Pero más fue la pasión. Los dos sentimos un dolor pasajero que no ocultamos, pero que rápidamente se transformó en placer al sentir nuestros cuerpos desnudos unidos. Dos carnes de color diferente se mezclaban.

Yo apenas pude mantener el paso con Kona, que gemía y movía sus caderas como jamás había visto yo a mujer alguna. Lo hacía con furia pero con ternura también. Y fue tan buena que apenas y pude aguantar.

Al fondo pude escuchar algunas risas y alguna otra gente comentando. Nada de eso me importó, yo abracé a Kona, que ahora era mi esposa. Y ella me abrazó de vuelta, con fuerza, sabiendo que yo era su esposo. Yo, como soldado que era, jamás pensé que pudiese llegar a casarme algún día. Y ahora que lo había hecho, no era para mí cualquier cosa. Sabía que aquello era el comienzo de algo muy especial, y estaba decidido a dar lo que fuese necesario para hacer a Kona tan feliz como pudiese.

Al día siguiente desperté en la hamaca cerca del bohío central, donde habitaban el Cacique y Kona. Me dijeron que a partir de ese momento, ese también sería mi bohío. Kona me explicó que el matrimonio, sin bien era sólo con ella, de alguna forma acarreaba una serie de obligaciones para con su familia. Para mí, que había sido su esclavo, el arreglo no tenía mucha diferencia. Seguiría siendo el curandero de la tribu y guerrero cuando hiciera falta. Pero en ese momento, ya teniendo una esposa, esperé más nunca tener que volver a hacer la guerra.

En mis días de soldado cristiano había vivido muchas aventuras fuera de mi tierra. Crecí con los cuentos de las cruzadas en Tierra Santa y la sangre derramada de cristianos en nombre de nuestra fe. Allí, en la que se había convertido en mi tribu, no había ansias de conquistar otras tierras. Los pemenos, que no eran de allí, se habían establecido hacía una generación y tenían la intención de quedarse en ese terreno, aunque estaban acostumbrados a vagar por Tierra Firme y seguir comerciando y haciendo alianzas. Lamentablemente, aun habiendo podido hacer amigos entre muchas de aquellas gentes, también tenían enemigos. Siempre había enemigos.

Y así pasaron los días y las semanas. Yo me echaba en la hamaca con Kona en la noche, y durante el día ella tejía y yo salía a recolectar algunas ramas que luego molía o cocía. Había logrado plantar un arbusto de hayo cerca de mi bohío para no tener que ir a buscarlo tan lejos. También había experimentado con algunas formas de cocer y mezclar algunas ramas. Y todo estaba tranquilo hasta el día en el que llegó Kona, con la cara tensa por un poco de miedo a darme la noticia. Estaba embarazada. A mí también me invadió el pavor.

Padre.

 

Cuando comencé a dormir con Kona lo hice con total conciencia. Sabía que no nos habíamos casado según el rito cristiano, pero nos habíamos casado. Si el Señor podía verlo todo, él tenía que saber que nuestro matrimonio era sincero y nuestra relación no era un acto pecaminoso. ¿Sería el embarazo un regalo de Dios? ¿O sería acaso un castigo por haber abandonado mi fe?

Me invadió el miedo de no saber cómo sería esta criatura. ¿Sería un hombre o mujer normal? ¿Sería cristiano o pemeno? ¿Sería una aberración de la naturaleza, de una relación que no había debido nunca ser? Las siguientes semanas me sentí aterrado. Una enorme ansiedad invadía mi cuerpo en todo momento. Quería acelerar el tiempo y llegar al alumbramiento; pero tal y como había pasado en la ciénaga, sentía que el tiempo pasaba lento y los días eran largos.

Cada vez que llegaba un vigía a avisar que había alguna amenaza me sentía completamente indefenso. ¿Sería otro intento de invasión de los topeyes o de los timotes? En las noches había escuchado a algunos guerreros experimentados contar viejas historias de tribus que llegaban a rancheríos a matar a todos los hombres para quedarse con sus mujeres. Había noches en las que no podía dormir pensando en eso. Temía mucho y no había nada que pudiese hacer.

O tal vez sí podía hacer un poco. Agarré a algunos guerreros y los entrené para que aprendieran a lanzar mi cuchillo. Practicábamos contra un árbol hasta que clavábamos la hoja. Ellos también insistieron en entrenarme en el arco y la flecha, que tampoco era lo mío. Aunque me defendía muy bien con la cerbatana, aprendí a lanzar flechas con una exactitud que sorprendió a muchos. La preocupación por mi esposa me obligó también en insistir con guardias nocturnas más intensas y ellos, como me veían como familia del Cacique, me hacían caso. Creo que incluso mi suegro estaba muy contento con la forma como estaba sirviendo a la tribu. Yo, por mi parte, estaba aterrado.

La barriga de Kona creció y yo la veía cada vez más emocionada. Me sonreía mucho y todo el tiempo la acompañaban las mujeres de la tribu. Le hacían muchas preguntas y ella respondía, siempre contenta y sin un ápice de molestia. Yo me echaba en mi hamaca a ver el cielo, implorándole al Señor que se apiadase de nosotros y nos diese un hijo normal.

Y se acercó la fecha y comencé a preocuparme incluso por otros asuntos. ¿Dónde daría a luz? ¿Quiénes se encargarían de ayudarla? ¿Formaba parte de mis deberes como curandero? Con lo nervioso que estaba, no sabía si sería la mejor opción. El fortachón me explicó que no era mi problema, que las mujeres se encargarían y que yo tenía que estar tranquilo y apoyarla.

Y una noche, me fui cerca del río con un palo pequeño. Allí dibujé un pez, símbolo eterno del cristianismo. Y allí me arrodillé, como hacía tiempo que no hacía, y miré al cielo y le imploré a Dios: “Dios, te suplico que nos des un hijo normal. Aunque ya no parezca cristiano, todavía creo en ti y creo que esta gente es buena. Te imploro que si te sientes insultado por mis decisiones, por favor no castigues a Kona por algo que he hecho yo”. Luego me persigné, borré el pez del piso y me di la vuelta para irme de vuelta al bohío. Un joven guerrero me miraba fijamente. Uno de los vigías que yo mismo había mandado a poner para que vigilara la entrada por el río, me miró con algo de suspicacia. Yo lo ignoré y me fui a echarme en la hamaca, como si nada. Esa noche tampoco pude dormir.

Fue una mañana. Kona había estado echada en la hamaca cortejada por las mujeres mayores de la tribu. Yo estaba ansioso. Le había preparado un herbaje de manzanilla para ayudar a que se calmase y aguantara mejor los dolores. Yo también tomé un poco para tratar de calmarme. Sentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

El sol se levantaba entre las ramas verdes, un color que se veía más vivo con el rocío de la mañana. Rocío, eso quería decir su nombre. El nombre de mi esposa que estaba a punto de convertirse en la madre de mis hijos. Ella respiraba profundo, con dificultad, mientras acusaba un fuerte dolor y una matrona le daba las hierbas. Ella alcanzó a decir mi nombre un par de veces. “¡Paco! ¡Paco!” escuché, sin saber si me pedía ayuda, consuelo o qué le ocurría. Al menos sabía que me tenía presente, porque quise acercarme a ella cuando la mano del fortachón me detuvo súbitamente. Él me hizo una seña y me dijo que me quedara calmado, que eso era un asunto de mujeres. Yo sentía que tenía que ayudar. Tenía la certeza de que algo malo estaba por ocurrir.

Intenté ofrecer el bohío de curandero, pero mis gritos no fueron escuchados. Las mujeres se dirigieron al río, mientras se escuchaba el rugido de la corriente, que esa mañana me pareció más potente que de costumbre. Kona gemía, tal vez con tanto miedo como yo. Las indias le tendían la mano mientras ella me daba la espada. Entre el pequeño grupo apenas pude ver a Kona agacharse para permanecer de cuclillas por unos minutos.

La corriente no se escuchó más. Tampoco el llanto de Kona. El canto de los pájaros, el soplido del viento y todos los ruidos de la selva desaparecieron para mí. Lo único que quedó fue el llanto de una criatura. Un llanto sentido y seco. Un llanto de bebé. De mi bebé. Sin proponérmelo, una pequeña vida era mi responsabilidad. Una vida que se sentía tan frágil, allí, en medio de esa selva rodeada de tanto salvajismo.

Kona cargó a la criatura, todavía de espaldas. Fue entonces cuando una de las mujeres mayores se alejó del grupo y se acercó a mí, caminando lentamente. Me miró con una sonrisa y me dijo “es un niño”. Luego se dio la vuelta y regresó con el grupo. Kona se dio la vuelta y lo pude ver. Era un niño sano. Un bebé hermoso. Ni blanco ni oscuro. Tenía la piel bronceada y un poco de cabello liso y claro. Me sentí muy conmovido. Por primera vez en mi vida, sentí ganas de llorar, pero de felicidad. No pude contener una lágrima de alegría que corrió por mi mejilla mientras Kona se acercó con la criatura. Me sorprendió la fortaleza de esa mujer, que acababa de dar a luz y seguía en pie. Era mucho más fuerte de lo que yo pensaba. Allí me dio a cargar al niño, que me parecía tan frágil, tan inocente. Tuve un poco de miedo y se lo devolví a su madre, que me sonrió y cargó al bebé con mucha naturalidad.

La acompañamos hasta el bohío y allí ella se echó en la hamaca. Yo me eché con ella y en el medio nuestro bebé. Fue allí cuando finalmente nos dejaron solos. Hubo algunos gritos y cantos para celebrar el nacimiento. Pero ese día nos dejaron quietos. Ese día nos abrazamos y le dimos calor a nuestro bebé.

- ¿Qué nombre le pondremos? – Me preguntó ella.

- En mi pueblo los hijos suelen llevar el nombre de los padres.

- ¡Paco! – Dijo ella, emocionada.- Desde que me lo dijiste, me gusta mucho ese nombre.

A mí, desde hacía unos meses, desde que me había convertido en indio, desde que significaba el inicio de una nueva etapa de mi vida, también había empezado a gustarme.

Y así pasaron los días y las semanas. Yo, que estaba mucho más aliviado, me concentré en seguir con mis labores de curandero, ayudando a los vigías y cazadores que venían. La tribu nos ayudaba mucho y las mujeres se alternaban para cuidar a Paquito. Los hombres se veían sorprendidos de mi ánimo para cumplir con mi rol de papá. Parecían estar acostumbrados a ver únicamente mujeres ocuparse de los bebés.

Yo nunca me había imaginado como padre. Pero desde el momento en el que la posibilidad tocó a mi puerta, pensé que no podía dejar de cuidarle por estar peleando guerras y viajando a nuevos lugares. A mí siempre me había gustado la aventura, pero rápidamente había aprendido a amar a la tribu, la quietud y la paz de Tierra Firme.

Pero el amor no tiene cabida en tierras bárbaras. Y pronto comenzaron a correr noticias de guerras. Tal vez serían los timotes, los topeyes o alguna otra tribu buscando expandirse y conquistar nuevas tierras. Y yo, que antes no tenía nada que perder, temí por la vida de mi esposa y de mi hijo. Kona y Paquito, dos seres inocentes que no merecían vivir la guerra.

Cada vez que llegaban los guías con noticias yo me acercaba a Kona y Paquito, como para defenderles. Y un día me encontraba jugando con el bebé, que miraba una hormiga caminar con una hoja. Kona había salido con las mujeres a recoger algunas hierbas, algo que normalmente parecía estar reservado a los hombres. Sin embargo, yo le insistí que en que yo podía quedarme con el bebé, pues quería pasar tiempo con mi hijo.

Pensé que ella venía de vuelta, pero era el vigía acompañado de otros guerreros. Llegaron con gran escándalo, pero yo traté de no darle importancia. Yo seguí con mi bebé, como intentando ignorar lo que pasaba, hasta que la realidad me cayó encima. Frente a nosotros cayó un cuchillo español, lleno de sangre. Al subir la mirada vi al vigía, aquel indio joven que me había visto con recelo aquella noche en el río. Parecía satisfecho cuando comenzó a hablar.

- Han matado a unos topeyes. Fueron unos españoles venidos del mar. Usaban armas como esta, como la que usas tú.

Yo quedé en silencio y abracé a mi hijo. Temí por él. El Cacique me miraba a lo lejos. No parecía desconfiar de mí, ni tampoco apoyarme. Parecía no emitir juicio, sino evaluar cada uno de mis movimientos y de mis palabras.

- ¿Eres español? ¿Eres un cristiano?

Yo, casi por reflejo, riposté con otra pregunta:

- ¿Por qué lo dices?

- Porque tienes un arma de español.

- Tú también tienes un arma de español. – Dije, tomando el cuchillo que acababa de lanzarme - ¿Acaso tú eres cristiano?

Mi respuesta pareció enfurecerlo más. Hizo una seña a otros indios y rápidamente me quitaron al bebé de los brazos. Cuando iba a pelear por él, otros dos indios fuertes me golpearon con fuerza en el estómago. Quedé sin aire, tratando de suplicar por la vida de mi bebé sin poder decir palabra alguna. Me tomaron de brazos y me arrastraron hasta las brasas en el medio del rancherío. Allí me tomaron los brazos y con unos juncos comenzaron a atarme a un palo.

- ¿Qué van a hacer? – Pregunté, recordando lo que hacía la Iglesia a los herejes.

- Tú hablas una lengua extraña. Tienes pelos en el cuerpo. Tú no eres de aquí. – Me respondió el indio joven.

- Yo soy de los topeyes. ¿Qué hacen?

No me respondieron y me golpearon la cara. Luego sentí un tirón y pude ver que los indios fuertes me habían acercado al fuego. Otros me tropezaron los pies y me los comenzaron a atar al otro extremo del palo.

- Por favor. No lo hagan. Yo no soy español. Los españoles mataron a mi gente y ahora ustedes me quieren matar a mí. ¡Pobre de mí!

Comenzaba a llorar. Me sabía muerto. Sabía que ellos no iban a detenerse por nada. Cargaron el palo y me montaron en la brasa. Sentí el aire caliente y las cenizas que me quemaban el cuerpo. Era un dolor terrible, que penetraba el cuerpo para quedarse allí.

- Por favor.

Quise decir algo más, pero el aire caliente me sofocaba. Sentía que la piel se me comenzaba a quemar. Escuchaba el crujido de la madera consumida por el fuego mientras el indio me gritaba.

- ¿Eres cristiano? ¡Responde!

-Soy topey. No me hagan esto.

- Tú no eres topey. Eres español.

Súbitamente escuché más gritos entre los que pude discernir algunas mujeres. Traté de voltear, pero no podía girar mi cabeza. Algunas mujeres gritaban de indignación, bajó un poco el tono y pude escuchar a Kona, que con firmeza y claridad le dijo al vigía

- ¿Qué hacen? Bájenlo de allí.

- Él no es uno de nosotros. Él es un español de los que mataron a los topeyes.

El fuego me quemaba los vellos de los brazos y el cuerpo.

- Él es mi esposo. Bájenlo de allí.

- No. No hasta que diga la verdad.

El fuego comenzaba a consumir el taparrabos que colgaba.

- Él dice que es un topey. Bájenlo de allí.

- No. Y no me sigas pidiendo.

Mi piel comenzaba a enrojecer.

- Yo no estoy pidiendo. – Gritó Kona – Yo soy Kona, hija del cacique Babur. Y él es mi esposo, padre de mi hijo y nuestro curandero. Yo no pido, ¡yo ordeno que lo bajen de allí ahora mismo!

Y súbitamente un balde de agua cayó sobre el fuego. El frío me calmó un poco la piel mientras que la candela se apaciguaba, aunque sin extinguirse del todo. Sentí cómo me levantaban y para mi sorpresa pude ver al fortachón, que lo hacía con rapidez y diligencia. Finalmente pude ver la escena. Kona cargando a Paquito, las indias rodeándola y el joven vigía que nos miraba a todos con odio. El fortachón me puso en el suelo mientras le habló con entereza al vigía, animado por las palabras de Kona.

- Él ha ganado una batalla para nosotros. ¿Cuántas has ganado tú, vigía?

El joven, ofendido, respondió sin pensarlo dos veces:

- Yo arriesgo la vida vigilando la selva para evitarnos la guerra. Yo he evitado muchas guerras.

Y Kona volvió a tomar la palabra, con firmeza y calma.

- Tal vez has evitado guerras con otras tribus, pero hoy nos has puesto en guerra entre nosotros mismos. Nosotros somos un pueblo de paz, y no podemos permitir que el miedo y la desconfianza nos enfrenten.

El vigía pareció tocado por estas palabras. Pareció caer en cuenta de sus acciones, pero no dijo nada. Apenas se dio la vuelta y se fue por el camino que daba hacia la vereda. Y por allí se fue, supuse que a seguir vigilando. Kona se acercó, con nuestro hijo en brazos, y me dio un fuerte abrazo. Me sentí querido, protegido, seguro. El Cacique nunca dijo nada.

Después de ese día me sentí un poco más tranquilo. Sabía que algunos seguían suspicaces de mí, pero otros me apoyaban. No sabía si eran la mayoría, pero sí los más importantes para mí. Kona siguió tratándome como siempre y jamás me preguntó si yo de verdad era topey o español. Para ella mi palabra era suficiente.

Y llegaron los días de paz. Y fue un día cualquiera, una tarde en la que ella daba teta a nuestro bebé. Lo hacía con mucho amor y tarareaba una canción sobre la luna. Yo la miré tan tranquila y serena. Aquella mujer que me había salvado la vida. Me pareció tan fuerte, tan decidida, tan hermosa. Yo la miraba y ella se volvió.

- ¿Hay algo que quieras decir?

- No.- Dije yo, claramente mintiendo.

- Te conozco mejor de lo que crees. – Dijo ella, dibujando una dulce sonrisa en su rostro.

Yo quería articular las palabras. Pero no sabía.

- Es que… No sé cómo decirlo en tu lengua.

- Entonces, dilo en la tuya.

Ella me miró con sus ojos negros y profundos. Sentía tanta impotencia de no poder transmitir todo lo que sentía de una forma en la que ella pudiera entenderme. Tenía un nudo en la garganta y finalmente hablé en español:

- Te amo. – Le dije sin más.

Ella me miró y sonrió. Se acercó y me besó tiernamente en los labios.

- No entendí, pero suena muy lindo.

Los dos nos reímos y nos volvimos a besar. En ese momento, tal vez por primera vez en mi vida, me sentí plenamente feliz. Era una sensación extraña, saber que la felicidad, al menos en la Tierra, no era eterna; se encontraba en pequeños momentos. Había que buscarla y apreciarla al encontrarla. Había sido tan esquiva que aquella vez la sentía más potente. Era como aquel bocado de comida caliente que comí por primera vez luego de la hambruna en la ciénaga.

Allí estaba. Con mi mujer y mi hijo, y era feliz. En aquel momento era feliz. Pero ese momento pasaría. Y fue así como un día llegó uno de los vigías, preocupado con la terrible noticia. Los españoles se dirigían hacia nosotros.

 

Traidor.

 

Aquel era un poblado muy pequeño y recóndito. Existía una gran posibilidad de que los españoles simplemente siguieran de largo sin darse por enterados de su existencia. Esa era mi esperanza. ¿Cómo conciliar esos dos mundos? Lo que fui y lo que era.

Temía, primero, por aquellas gentes. Ya había visto la sed del alemán por el oro, y aunque los pemenos no tenían mucho, de vez en cuando ahorraban algo de metal luego de vender algo de yuca y maíz. Después de todo, así me habían comprado a mí. Si el Cacique había decidido guardar algo y los españoles lo veían, no se irían hasta conseguirlo. Así eran ellos. Así fui yo.

Recordé la laguna de Tamalameque y cómo secuestramos a aquel Cacique, y entonces temí todavía más. Temí por él. Y por Kona. Si ellos se enteraban de que ella era su hija, tal vez la secuestrarían. A ella o a su nieto. Mi hijo. Todo mi mundo, una vez más, podía desvanecerse.

Y también estaba yo. ¿Cómo me verían los cristianos a mí? ¿Cómo un salvaje? ¿Un idólatra? ¿Un hereje? ¿Un traidor? No estaban ellos al tanto de saber las penurias por las que había pasado la Compañía de Gasconya. Y aún a sabiendas de la historia, yo no sólo había sobrevivido, sino que había vivido con aquellos indios. Allí estaba y era feliz. ¿Qué harían al verme feliz, viviendo entre los bárbaros? Divagaba.

Estábamos en medio de la aldea, cerca de la barbacoa donde se asaban carnes. Allí estaban el Cacique, el fortachón, el vigía y algunos guerreros y cazadores. Una docena de los más diestros hombres que tenía aquel pequeño poblado indio.

El vigía había estado hablando por los últimos dos minutos y yo, honestamente, no le había escuchado mucho. Yo divagaba.

- ¿Y tú, Paco? – El escuchar mi nombre me tomó por sorpresa - ¿Tú qué piensas?

- ¿Por qué iba a saber yo algo? – Pregunté, receloso.

- ¿Acaso ellos no atacaron a tu gente? ¿Cómo fue eso?

Entendí que no me acusaba, sino que genuinamente quería mi opinión. Y yo no sabía qué decir. ¿Cómo describir toda aquella crueldad de la que yo había sido partícipe?

- Ellos no tienen piedad. Dicen tener un Dios bueno, pero ellos no tienen piedad.

- Pero, ¿qué hacen ellos acá? ¿Qué buscan? – Preguntó el Cacique.

- Oro. – Respondí yo, seco.

Y él, en su gran sabiduría, me hizo una pregunta que yo jamás me había hecho.

- ¿Vienen desde tan lejos solamente para buscar oro?

De la forma que lo preguntó parecía que el oro no tenía gran valor. Sin embargo, cuando pensaba que ellos me habían comprado a mí por un águila de oro, pensaba que entonces mi vida tampoco debía tener un gran valor para ellos. ¿Qué valía el oro? ¿Valía mi vida? ¿Valía la travesía hasta la Tierra Firme?

- Eso escuché yo también. – Respondió el vigía, mientras yo divagaba. – A los topeyes también les han quitado oro.

- Tal vez podamos darles algo si nos dejan en paz.

Pero yo sabía que ellos no querían dejarnos en paz.

- ¿Estamos seguros de que vienen hacia acá? – Pregunté yo, aferrado a mi esperanza.

- Vienen por el sendero. – Respondió el vigía - Si lo han descubierto han de llegar hasta acá.

Y ciertamente no había otra posibilidad. Ese estrecho era difícil de encontrar, pero fácil de seguir. Para los españoles, que probablemente iban de vuelta a Maracaibo, era un sendero. Y cualquier camino ya andado mostraba la posibilidad de que hubiese gente por la zona. No importaba si estaban perdidos o en sus mejores condiciones. La realidad es que el encuentro era inevitable.

- Yo puedo ir a su encuentro. – Dije, ofreciéndome como vigía.

El Cacique mostró algo de preocupación. Parecía no confiar en mí, pero no tenía muy claro si esperaba que yo traicionase a la tribu o si creía que los españoles me darían muerte. Nada era imposible en Tierra Firme. Yo, que me mostraba confiado, tampoco sabía que iba a ocurrir. Pero mi espíritu me decía que tenía que ir al encuentro de los cristianos; tenía la certeza de que ese sería el menor de los males. Aunque, por supuesto, podía estar equivocado.

- Llévate a nuestros mejores hombres – Dijo el Cacique, mirándome fijamente.

En su seriedad pesaba la responsabilidad de la tribu. Se notaba que no quería correr ningún riesgo y que necesitaba que yo controlara la situación.

- Espéralos en el sendero y hazles una emboscada. Debemos darles muerte y atrapar a quienes vivan. No podemos dejarlos ir.

Las palabras me hirieron, no sólo porque me encomendaban matar cristianos, sino porque sabía que aquella era una guerra que los pemenos no podían ganar. Pero aquella era una reacción normal, tal vez no muy diferente de la de los cristianos. Habiendo peleado de ambos bandos, entendía que aquella necesidad de matar no se engendraba a partir de la valentía, ni de la gloria de la victoria. La guerra surgía a partir del miedo. Era el miedo al otro, al extranjero, al diferente, al que profesa otra religión, al que ve el mundo de otra forma. La Tierra era lo de menos. Había suficiente en Tierra Firme para que todos pudiésemos vivir allí, tanto los diferentes indios como los cristianos. Pero era el miedo lo que llevaba a esta absurda guerra. Y yo, que no temía a los españoles porque era uno de ellos, ni tampoco a los indios porque me había convertido en uno más, me veía obligado a tomar partido. ¿Qué podía hacer?

- Saldré a su encuentro.

Y así, sin pensarlo más, me comprometí. Y el fortachón fue a hablarle a un par de vigías y una decena de indios que eran buenos con el arco y la flecha. Yo por mi parte me dirigí a la choza central a hablar con Kona. Mientras caminaba sentí un frío en todo el cuerpo cuando caí en cuenta de que aquella podía ser la última vez que vería a mi esposa y a mi hijo.

Era un momento pesado. Por un lado, quería que el mal rato pasara ya, pero sabía que eso significaría la posible ruina de todo lo que amaba y quería en aquel momento. Aquel momento de mi vida en el que era feliz, y apenas y podía darme cuenta.

Me acerqué a Kona para darle la noticia, sólo para darme cuenta de que la había menospreciado. Ella, tan inteligente que era, había entendido todo con apenas verme.

- ¿Por qué vas?

Me reprochó ella, cargando a Paquito. Yo vi al niño tan indefenso, pensando en que los cristianos estaban allí mismo, tan cerca de las chozas.

- Tú no eres vigía. Sólo peleas cuando te toca defender la aldea. ¿Por qué vas a ir esta vez?

- Son los españoles. – Respondí.

- Y tú debes saber que a los topeyes les dieron muerte. ¿Por qué vas a ir a arriesgarte a dejar a nuestro niño sin su padre? – Me dijo ella, con la voz quebrada.

- Venganza. Tengo que vengar a los topeyes.

- ¿Venganza? – Dijo ella, incrédula. – Tú no eres así. Tú eres una buena persona. Yo sé que no te gusta pelear. Por favor, dime qué pasa. Hay algo que me estás ocultando.

Una vez más la tenía en poca estima. Ella podía ver a través de mí, mejor que yo mismo. No tenía sentido seguir mintiendo.

.- Voy porque… Ya los he visto pelear. Y si llegan hasta acá no podremos defendernos. Será demasiado tarde.

Dije una media verdad, pero lo suficientemente sincera para que ella me creyera. Así había vivido toda esta relación. Aunque había mentido sobre quién era y cómo era, ella había visto más allá de todo eso y había visto al hombre debajo de la armadura, y ella me quería así.

Y yo quise que ese momento durase para siempre, pero la voz del vigía llamándome me obligó a dejarlo todo. La besé en la boca y le di a Paquito un beso en la frente.

- Papá te quiere mucho.

Le dije a la pequeña criatura, que probablemente ni podía entenderme. Y me fui con los vigías a marchar por el sendero. Sabía que al final de ese camino sólo me esperaba la muerte.

Marchamos por el sendero todos juntos y alertas. Los indios andaban en silencio, con paso ligero, tratando de no romper ni una hoja con sus pasos. Yo, por mi parte, arrastraba mis piernas. Me sentía pesado, abandonado. Un escalofrío recorría mi cuerpo. Era esa sensación de miedo cuando uno sabe que se enfrenta al destino, sin poder hacer nada. La fortuna ya había jugado su mano y yo sólo podía resignarme.

De alguna manera, en lo más profundo de mi espíritu, albergaba la esperanza de que algo ocurriera, de que Dios interviniese una vez más, como sentía que lo había hecho en aquel arroyo. Quería que de alguna manera los españoles se marcharan y nos dejaran en paz. Pero sabía que era imposible.

Escuché un ruido como el aullar de un mono, pero era uno de los vigías, que hacía un grito para comunicarse. A lo lejos, otro grito de un humano haciéndose pasar por una bestia. Yo llevaba mi mata de hayo; y la masticaba esperando que el trance me ayudase en alguna manera. Pero no podía escapar del momento que se avecinaba.

El indio que había gritado como mono se volvió hacia mí y me dijo:

- Están allí adelante. Vienen justo hacia nosotros.

No pude reaccionar ante la mala noticia cuando el vigía de inmediato lo interrumpió:

- Debemos tenderles una emboscada. Es lo único que podemos hacer.

Yo sabía que eso no serviría de nada. Justo recordé aquel momento de la laguna de Tamalameque cuando pensé que nos tendían una emboscada. Aquel indio solitario que salió a nuestro encuentro y nos descolocó con su presencia. Eso era lo que tenía que hacer.

- Yo puedo ir a su encuentro. – Dije, rápidamente – Puedo hacer que me persigan hasta donde están ustedes. Si vienen corriendo estarán más vulnerables.

Los indios me miraron con una sonrisa. Incluso aquel vigía que me miraba siempre con tanto recelo, me hizo un gesto aprobatorio. A todos parecía gustarles mi plan, a pesar de que no tenía ninguno.

La docena de indios, armados de arcos, flechas y cerbatanas, corrió a meterse dentro de la maleza. Sus pieles oscuras y pintadas se confundieron rápidamente con el verde de la vegetación. Imaginaba que así debía verme yo también: desnudo y pintado de colores. Estaba seguro de que los españoles no me reconocerían.

Escuché algunos murmullos y luego silencio, roto por los cantos de pájaros y el viento agitando las hojas. Sabía que cerca, muy cerca, estaban aquellos indios junto a quienes podía morir luchando. Sin embargo, me sentía solo. Muy solo. No había nadie que pudiese ayudarme en ese momento. Y como muchas otras veces en Tierra Firme, sentí que no tenía hacia dónde ir, así que no tuve otra alternativa que seguir por el camino recorrido. Seguir adelante era mi única opción.

Comencé a andar por el camino. Aunque ya estaba acostumbrado a tener mi cuerpo desnudo, me sentí muy vulnerable. Apenas tenía un arco para protegerme y, aunque normalmente eso bastaba para hacerme sentir seguro de mí mismo, sabía que los arcabuces podrían darme muerte más rápido.

Caminaba lentamente, sintiendo el viento en mi rostro y el sol quemándome la piel. Quería que la tierra se abriese y me tragase. Pero, ¿qué sería de mi esposa y de mi hijo? ¿Acaso debía mantener el plan que acababa de inventarme y tenderle una emboscada a los cristianos? ¿Sería esa mi única oportunidad de vivir?

Escuché muchos pasos a lo lejos. Pasos y algunos ruidos de metales que chocaban entre sí. Algunos murmullos en una lengua que no escuchaba desde hacía tiempo. Muchas emociones corrieron por mi cuerpo. Mucho miedo y angustia. Mucha duda. No sabía qué hacer. Si me acercaba a ellos podían considerarme una amenaza.

Me quedé paralizado. No pude mover ni una parte de mi cuerpo. Sentí un escalofrío cuando en la curva del camino empezaron a aparecer figuras de hombres altos, reflejando la luz del sol en sus armaduras. Primero una docena y luego un río que me pareció interminable. Eran tantos y se veían tan peligrosos. Sentí náuseas y ganas de correr.

Súbitamente los vi detenerse, mientras uno de los primeros que marchaba me señaló mientras hablaba a los demás:

- ¡Un indio! – Gritó.

- Estas gentes nunca andan solas. Debe ser una trampa. – Murmuró otro.

Yo, aterrorizado, comencé a hablar cristiano:

- No soy un indio. Soy cristiano, como vosotros.

Al terminar de decir esta frase escuché sólo murmullos.

- Creo que el indio trata de hablar cristiano. – Dijo uno.

- Deben haber atrapado a alguno de los perdidos. Vamos a matarle. – Dijo otro, recordándome aquel episodio en el arroyo donde Peligro y Portillo decidieron matar a los indios que sólo querían ayudarnos.

Poco a poco todos los recuerdos volvían a mí. Para bien y para mal. Y así seguí hablando:

- Mi nombre es Francisco Martín. Salí con la expedición de Gasconya, pero los indios les dieron muerte y sólo he sobrevivido yo.

- ¡Seguro han atrapado a alguno de los de Gasconya y allí ha aprendido a hablar cristiano! – Dijo alguno.

- Y así nos van a atrapar a nosotros. Dispárale con el arcabuz. – Dijo otro.

Y de la filas de hombres salió un arcabucero pequeño y barbudo. Otro se acercó con la candela. No sabía si iban a disparar para asustarme o para matarme. Pero ya no tenía tiempo, me iban a disparar y los indios probablemente se lanzarían al ataque. Todo estaba perdido. Comencé mover mis piernas preparándome para huir. Si me perseguían tal vez la emboscada tendrían alguna oportunidad. Aunque eran tantos. No había ninguna oportunidad. Solté mi arco y mi cerbatana. Mis armas cayeron al suelo mientras yo subía los brazos demostrando que no tenía más nada.

- Mi nombre es Francisco Martín. – Grité, con más fuerza, mientras mi voz comenzaba a quebrarse. - Salí con la expedición de Gasconya, Por favor no disparéis, que yo también soy Cristiano.

- ¡Francisco! – Gritó una voz a lo lejos. Una voz que me era remotamente familiar. Un joven flaco y moreno salió por un costado del grupo y comenzó a avanzar lentamente hacia mí. – Francisco, ¿eres tú?

Era Lope. Tal vez mi único amigo, había sobrevivido. Y ahora me salvaba la vida a mí. Se acercó corriendo y me dio un abrazo.

- ¡Francisco!

- ¡Lope!

Nos dimos un fuerte abrazo de amigos y seguidamente vinieron algunos otros cristianos, alarmados. En la confusión pensé que iban a atacarme, pero se quitaron algo de sus armaduras y comenzaron a ponérmelas de forma brusca.

- Un cristiano no puede andar así, desnudo. Hay que tapar sus vergüenzas.

Mientras los otros me empujaban para tratar de vestirme de alguna forma, Lope me miraba y sonreía.

- Francisco, pensé que estabas muerto. – Me dijo.

- Yo también. – Le respondí.

- ¿Y los demás? ¿Y Gasconya?

- Todos están muertos. – Dije, mientras se quebraba mi voz al recordar a todos aquellos valientes cristianos que habían muerto en el camino - Yo he sido el único que ha sobrevivido.

Lope se mostró afectado. Otro cristiano se me acercó y me preguntó:

- ¿Pero, por qué estáis vestido como indio?

- He tenido que vivir entre ellos. Tuve que hacer sus costumbres para que no me diesen muerte.

- ¿Has escapado? ¿Dónde están ellos?

Lope lanzó esta pregunta mirando hacia todos lados, leyendo muy bien la situación que ocurría. Yo de nuevo sentí algo de miedo. Ya había logrado convencer a los cristianos, pero ahora debía hacer lo mismo con los indios.

- Están por la vereda. Os esperan escondidos, pues tienen miedo de lo que vosotros podéis hacer.

Lope miró por encima de mi hombro antes de preguntar:

- ¿Puedes convencerlos de hacer la paz?

Yo dudé un momento antes de responder:

- Sí…

La duda fue suficiente para que Lope también dudase. Los cristianos se miraron entre sí e intercambiaron alguna opinión. Fue ahí cuando finalmente pude detenerme a verlos con algo de calma. Eran aproximadamente unos cincuenta, todos con armadura y algún arma. Arcabuces, espadas, ballestas. Estaban listos para matar, y nosotros también.

Yo recogí mi arco y mi cerbatana. Los españoles me las quitaron, no por falta de confianza, sino para examinarlas, como si les sorprendiese que los indios pudiesen haber hecho armas con tanto detalle.

Y mientras tanto, caminábamos. Y una vez más me pregunté qué pasaría.

Avanzamos por el camino. Los cristianos trataban de andar lento y con cuidado, para no hacer ruido, pero era imposible ocultar esa multitud de armaduras. Yo me había acostumbrado al silencio de la naturaleza veía lo evidentemente aparatosas que eran las caravanas cristianas.

Yo portaba la armadura a medias que los cristianos me habían construido, pero no tenía casco alguno. Quería mostrar muy bien mi rostro pintado y mis cabellos pelados. Quería que los pemenos me reconocieran, aunque ya vestido no parecía uno suyo, Ya sabrían la verdad, que yo era un cristiano.

Aun así, hablé en su lengua:

- Salgan, hermanos pemenos. – Dije, ante la sorpresa de los cristianos, que me miraban extrañado por hablar tan bien la lengua de los indios. – Estas gentes son amigos y no van a hacerles daño. Pasarán por nuestro pueblo y luego nos dejaran en paz.

La respuesta a esto fue el silencio. Había una tensión que se podía sentir en el aire. Los españoles hacían silencio y miraban a todos lados. Yo escuché un crujido de ramas y un chillido que sólo podía corresponder a una cuerda de arco que se tensaba. El miedo estaba en todas partes.

- Por favor, hermanos pemenos. – Dije, todavía en su lengua. – Ya han visto cuántos son. Vienen en paz. No hagamos la guerra.

Mis palabras fueron de nuevo recibidas con silencio. De pronto un par de pasos se escucharon en la maleza de un lado del camino. Y luego más pasos. Y también del otro lado del camino. Y la docena de indios salió rodeándonos. Y frente a mí pude ver al vigía, que todavía empuñaba su arco y su flecha, y me apuntaba. A mí lado pude sentir a Lope, quien mantenía la calma pero ponía su mano sobre el mango de la espada, listo para desenvainar.

- Por favor. – Dije.

El vigía me miró con rabia y respiró profundo antes de bajar de su arco y su flecha. No abrió la boca, pero de sus ojos pude ver claramente que me hablaba. Su mirada me decía que yo era un traidor. Y tenía razón.