Y así anduvimos, tal vez cuatro días, aunque el tiempo comenzaba a significar poco para mí. Cada jornada mi alma se veía menos comprometida. Me perdía mirando ramas que me rodeaban, escuchando la brisa, perdiéndome poco a poco en aquella tierra. Avanzábamos lento, cargando al Capitán que ya poco o nada podía caminar. Y allí permanecimos sentados, comiendo palmitos, que era lo único que había, aunque cada vez menos. Y estábamos echados cuando Francisco de San Martín le preguntó al Capitán qué haríamos después. Éste, tal vez sacando una excusa, dijo que esperásemos a Juan Ramos, Juan Justo y su hijo de Cordero, que se habían ido con los indios por otro cabo.

Pasó un día y al no llegar los tres cristianos comencé a preocuparme ante su suerte. Después de todo, los indios me parecían criaturas traicioneras. Me alejé del grupo para no contagiarles mi pesadez, pero ésta se convirtió en ligereza del corazón cuando vi llegar al muchacho, de Cordero, campante y feliz. Salió trotando de entre la maleza, con una sonrisa y portando un consigo un pedazo de carne. ¡Carne! Tanto tiempo que tenía yo sin probar que quise arrebatarle un bocado.

-         Si queréis, mi padre ha guardado algo para el camino.

-         ¡Ea! – Respondí yo, hambriento.- ¿Y qué animal habéis matado?

-         Una india. – Me respondió el joven, mientras daba un bocado.

Al ver mejor el muslo que cargaba me di cuenta de que se trataba de una pierna de gentes. El chico se fue hacia el grupo y yo me quedé allí, hambriento.

 

La Sierra.

 

Nos sentamos a la vereda del arroyo. Escuchaba el correr del agua mientras los hombres hablaban entre sí, todos teníamos mucha hambre y estábamos desconsolados. Mi mente se distraía sabiendo que estábamos sentados muy cerca del oro que habíamos enterrado. Miraba fijamente las ramas que habíamos cortado, sabiendo que debajo de ellas se escondía una fortuna que podría cambiar mi vida por completo. Era la razón por la que había ido a Tierra Firme, y el destino me obligaba a abandonarla.

- Hemos de volver con el gobernador. – Dijo el Capitán.

- ¿Con Alfínger? – Respondió Antón Peligro. – Si ya hemos visto cómo azota a quienes se escapan. ¿Qué nos irá a hacer a quienes fracasamos en buscar ayuda?

No pudo terminar de decir esta idea porque todas las voces se levantaron como un rugido que enmudeció al río. El Capitán hizo un ademán e impuso si liderazgo, con dificultad, respirando hondo para ocultar el dolor de su grano.

- Estamos perdidos. Ni siquiera nuestros guías saben dónde estamos. No tenemos otro camino. Debemos regresar y asumir las consecuencias.

Cuando Gasconya pronunció estas palabras la sangre se me heló. Tal vez era la falta de comida, pero sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo. Fue como que una daga de certeza me atacó para herirme con la mala nueva de que no había escapatoria. O moríamos de hambre en medio de la selva o regresábamos para ser azotados a mano del alemán. Estábamos condenados a sufrir. Todos lo asumimos en ese momento.

Y así nos echamos a andar, como pudimos. Avanzábamos muy poco cada día, por la hambruna y la mala disposición de nuestros hombres. Cada vez más flacos. Cada vez más débiles. Cada vez menos soldados. Apenas si éramos unos caminantes que erraban por aquella sierra, buscando una salida que nos sacara de la barbarie para volver al cristianismo.

Apenas un par de días y el Capitán no pudo andar. Tuvimos que quedarnos un día completo esperándolo. Cortamos algunos palmitos y nos echamos a andar. Pero la situación no mejoró.

No recuerdo cuánto tiempo pasó, pero un día el capitán amaneció peor del grano, y el pobre Juan Montañés estaba indispuesto, cansado, casi desfallecido del hambre. Nos echamos a andar y yo le ofrecí tenderle la mano, pero él respiraba profundo y me hacía señas con las manos que lo esperase.

- Vamos, Juan. Hombre, ¡que tenemos que andar!

- Yo me quedo un rato más. – Me respondió él, muy tranquilo.

Yo le sonreí y le animé:

- Venga, que no podemos esperar más.

- Lo sé. – Dijo él con voz débil y temblorosa, al tiempo que esbozaba una sonrisa – No esperéis por mí. Seguid. Vivid.

Dijo Montañés, con una sonrisa que dibujaba una profunda resignación en su rostro. Es como si muy dentro de su ser sintiese alguna tranquilidad al saber que ha llegado su hora de conocer al Señor, y que de alguna manera, es él quien ha decidido dejar de pelear por su vida. Era él quien decidía dejar este mundo para ascender al cielo.

Me hizo un ademán de que me marchase y yo me quedé allí, impávido. Los demás ni siquiera se volvieron, simplemente siguieron su camino, como si nada ocurriera. Yo comencé a andar con paso lento y dubitativo, volviéndome y esperando que en algún momento Juan cambiase de opinión para yo cambiar mi camino. Pero él no lo hizo. Y yo tampoco. Miré hacia atrás una última vez y lo vi allí, sentado. Su boca mostraba una sonrisa, pero sus ojos una profunda tristeza. Aunque no quería, volví a mirar hacia adelante y seguí avanzando, con gran pesar.

Avanzamos sin decir palabra. La tristeza nos invadía, pero también la desesperanza. Aunque quería hablar, no quería ser yo el primero en sacar el asunto. ¿Qué podía decir yo para subir el espíritu a la compañía? Nada. Menos aun cuando yo mismo me sentía presa de la más profunda melancolía. Comenzaba a extrañar Extremadura. Si estuviésemos allá, no habríamos marchado más de un día sin conseguir algún pueblito donde alguien nos diese hospedaje y comida. Comenzaba a preguntarme si habría valido la pena ir a Venezuela a buscar fortuna.

Trataba de darme ánimos, de pensar que muy pronto estaría de vuelta con algún tesoro, por pequeño que fuese. Que todo ese esfuerzo habría valido la pena. Que regresaría y me conseguiría una buena mujer para hacer familia y vivir tranquilo y cómodo, con el favor de Dios.

Y era Dios a quien invocaba Viscayno en sus murmullos. El pobre rezaba bajito, mientras marchaba con dificultad, siempre con el brazo sobre la herida que le había dejado el flechazo de los Topeyes. San Martín le ofreció ayuda y Viscayno se apoyó en él durante casi todo el camino. Yo lo ayudé en algunos tramos, con mucha dificultad pues yo también estaba flaco y cansado. Sus plegarias fueron lo único que rompió el silencio de esa marcha

Terminaba la tarde cuando decidimos establecernos en un claro, todavía cerca del arroyo al cual seguíamos. El capitán Gasconya respiraba con dificultad mientras daba las órdenes de guindar las hamacas. Le ofrecieron una a Juanes Viscayno, pero éste respondió que se sentía un poco mareado y que prefería quedarse en el suelo. Y así, al caer la noche y luego de que comimos los pocos palmitos que nos quedaban, nos acostamos para dormir.

Me distraía la respiración rápida de Viscayno, quien seguía en voz baja. Los demás dormían, pero yo, que estaba justo a su lado, no podía sino preocuparme de su triste situación. Cuando lo vi que comenzó a temblar le hablé.

- ¿Estás bien? – Dije, casi murmurando.

Él interrumpió su plegaria y me vio, con la mirada casi perdida.

- Tengo frío… Mucho frío, Paco. – Dijo, mientras se frotaba los brazos. – Perdón.

- ¿Por qué?

- Por llamarte Paco. Sé que no te gusta, Francisco.

Al terminar esta frase quiso sonreír, pero de su boca sólo escapó una tos seca. Yo me volví para ver si alguien había despertado con el ruido, pero todos seguían durmiendo. Supongo que de lo flacos que estaban necesitaban el descanso. Yo también, pero sabía que Juanes necesitaba hablar con alguien.

- Tengo miedo, Francisco. – Me dijo, tomándome del hombro. – Hoy hemos dejado a un amigo allí, tirado…

- No podíamos darle socorro – Le dije, interrumpiéndolo.

- Esa no es manera cristiana de morir. – Me dijo, luego se acercó a mi rostro y me habló, mientras brotaba una lágrima de su rostro. – Prométeme algo, Francisco. Que si he de morir en esta tierra, me daréis cristiana sepultura.

Yo no sabía que responder. Simplemente tomé su mano.

- Lo prometo, pero no hará falta. Ya pronto llegaremos donde el Gobernador. No más de un par de días.

- Está bien… Está bien. – Dijo Viscayno, mientras se enjugaba las lágrimas y se recostaba de nuevo.

Le di una palmada en el hombro y luego me eché a dormir.

Al día siguiente me despertó el sol, que resplandecía justo sobre mi rostro. Y al abrir los ojos lo primero que vi fue un montón de hormigas que se paseaban por el rostro inmóvil de Juanes Viscayno. Había muerto durante la noche, víctima de la hambruna y el flechazo de los indios, del cual nunca se recuperó. Al verlo solté un pequeño grito y los otros se despertaron también.

Algunos hombres reaccionaron con sorpresa, y otros con inmediata tristeza. El Capitán Gasconya, por su parte, parecía negarse a creer lo que ocurría. Actuó como si nada pasase y nos mandó a comer y seguir adelante.

Yo me quedé con el cuerpo sin vida de Juanes, que estaba lleno de hormigas grandes y marrones. Así era esta Tierra, llena de vida, pero también llena de hambre. Si cometías cualquier error no serías perdonado y las bestias vendrían a saciar el hambre contigo. Me atemorizó saber que ya habíamos cometido un grave error: nos habíamos perdido y no teníamos manera alguna de saber si íbamos por el camino correcto para volver a Santa Marta. Tal vez yo; tal vez varios o todos de los miembros de la compañía moriríamos allí, como el pobre Juanes, que yacía allí frente a mí.

Me entristeció no haber pasado más tiempo con él. ¿Qué habría venido a hacer a Tierra Firme? ¿Cuáles sueños se habría quedado sin realizar? ¿Qué cosas habría visto, en sus expediciones y que ahora quedaban allí con él, sin poder ser escuchadas por nadie? ¿Y los demás? Terminando de comer.

Sólo se acercaron los indios, que hablando en su lengua y rezándole a sus dioses paganos hicieron algo cerca de su cuerpo. Al principio me llenó el coraje de ver que tal vez lo estarían condenando al infierno con sus falsos dioses. Pero luego vi, en su mirada y en su actitud, un cierto respeto que me conmovió. Ver a un salvaje así despidiendo a un cristiano que abandonaba este mundo para llegar al Reino de Dios, no era cosa de todos los días.

Allí seguí rezando un Ave María, cuando me llegó la voz de Antón Peligro.

- Ea. Tenemos que seguir.

Sus palabras me parecieron como un puñal que entraba no sólo por mi espalda, sino también por la de Juanes.

- ¿Y Juanes? Hay que enterrarle. Esta no es muerte para un cristiano.

- Míranos, Francisco. – Dijo, señalando a los hombres flacos. - Como estamos, quien gaste fuerzas no estará cavando la tumba de Juanes, sino la suya propia.

Y sin decir más nada, se dio media vuelta y se dispuso a andar. Y yo estaba seguro de que poco le importaba si yo le seguía o no. La compañía se aprestó a salir y yo tuve que seguirles, dejando tirado al pobre Juanes Viscayno, cuyo cuerpo sería devorado por las hormigas sin recibir cristiana sepultura, como yo le había prometido la noche anterior. La solidaridad comenzaba a mermar y la verdadera naturaleza humana salía a flote.

Y así anduvimos todo el día, en silencio. Mi mente atrapada en un laberinto de sensaciones. A veces temiendo por mi vida y a veces recordando el fin de Montañés y Viscayno. De cómo habían quedado allí, abandonados, sin cristiana sepultura y jamás resucitarían con la llegada del Señor. La tristeza me invadía, pero seguía caminando. No había más nada que hacer.

Los colores de la naturaleza se veían más opacos. Los chillidos de las bestias se escuchaban más lejanos. El aire se sentía más frío. Por encima de los árboles ya no se filtraba la luz, sino una tenue neblina que avanzaba lentamente, como acosándonos para recordarnos que la muerte estaba allí, al acecho. Cayó el sol y nos fuimos a dormir.

Y al día siguiente nos despertamos para andar, pero el veedor, Francisco de San Martín, estaba indispuesto. Sólo decía sentirse mal, pero restaba importancia al asunto. Los indios que nos acompañaban lo miraban y le hablaban en su lengua, diciendo algo que no entendía. Por su actitud no terminaba de comprender si le recomendaban cura alguna o lo condenaban.

Su rostro estaba diferente. Al principio pensé que era estaba asustado, pero a medida que marchamos vi que sus cachetes, pómulos y nariz se hinchaban. Parecía que le hubiese picado alguna plaga, pero no se veía grano alguno. Y así, sin que nadie se atreviese a sugerir nada, marchamos todo el día y al anochecer me fui a dormir temiendo lo peor.

Pero despertamos y Francisco estaba allí, vivo todavía, pero mucho más hinchado. Apenas y se le veían los ojos.

- Ea, Francisco. Ya te veo mucho mejor – le dije, mintiéndole descaradamente-. Marchemos que seguro vais a mejorar en el transcurso del día. – Le dije, mintiendo de nuevo, pero esta vez a mí mismo.

Al hablarle, Francisco de San Martín se volvió mirando a un lado, sin mirarme. Sus ojos, apenas visibles debajo de su hinchado rostro, no apuntaban a ninguna parte.

- ¡No puedo ver! – Dijo Francisco, confesando mientras se le quebraba la voz.- No me dejéis aquí, por el amor de Dios.

Gasconya saltó rápido a hablar, con un tono de compasión que no le había escuchado en los últimos días.

- Ea, Francisco. No os preocupéis. Yo ando cojeando así que podemos ir lento. Vamos, ¡ánimo!

Y así nos pusimos de pie y comenzamos a andar. Yo le tenía de la mano y así anduvimos, pero el pobre estaba muy débil y yo apenas podía ayudarle. Los demás marchaban ensimismados, no por ser canallas, sino porque apenas y podían sostenerse.

Pasado el mediodía ya Francisco de San Martín había dejado de sollozar y marchaba en silencio, mientras que el cansancio se apoderaba de nosotros. El capitán dio la orden y nos comimos algunos palmitos que recogimos en el camino. Apenas y pudimos descansar cuando Portillo, con voz distante y falta de humanidad, simplemente dijo:

- Ea, andemos. Que hoy hemos avanzado apenas un par de tiros de ballesta.

Francisco de San Martín ni reaccionó, se quedó allí sentado. Abrió la voz y se le quebró de nuevo la voz cuando respondió:

- Yo… No puedo. Así no puedo andar.

- Hombre. Tienes que andar. Si no puedes, tendremos que dejarte.

- No puedo andar…

Dijo Francisco de San Martín, y estalló en lágrimas. Habría llorado más duro si hubiese tenido energías, pero apenas y tenía fuerzas y agua en el cuerpo para hacer un pequeño y débil llanto. Parecía querer decir algo, pero por la hinchazón y el llanto se hacía incomprensible su lamento. Los demás hombres simplemente se pusieron de pie y, demostrando una gran indiferencia, comenzaron a andar. Yo quería decir algo, pero sabía que nadie mes respondería. No les importó Viscayno, ni Montañés. ¿Por qué habría de importarles San Martín?

Y así, sin pensarlo más y tomando las pocas fuerzas que me quedaban, me puse de pie y comencé a andar. Y así lo hice, sin mirar atrás, tal vez mostrando la misma indiferencia de los demás. Y mirando al frente, al grupo de cristianos flacos que apenas y podían cargar su armadura, seguí avanzando, dejando atrás el tenue e ininteligible llanto de Francisco de San Martín, hasta que simplemente se apagó. Y sin que nadie dijese palabra o hiciese gesto alguno, quedó allí otro cristiano. Y con él, se quedaba un poco más de nuestra humanidad y piedad.

Pasaron algunos días y, en una tarde como cualquier otra, andando más por la inercia y sin pensar mucho, vi al Capitán Gasconya sentarse, cansado, sin la intención de volverse a levantar. Los hombres desesperaron un poco, tal vez temiendo correr la misma suerte de tantos cristianos que habían quedado en el camino.

Sin desesperar, los hombres decidieron cortar algunos palmitos de comer y esperaron tranquilos. Cayó la noche y luego dio paso al alba, que anunciaba un nuevo día y daba nuevas esperanzas a todos. “Ea, hermanos, andemos” dijo el Capitán Gasconya, y los hombres le hicieron caso, enérgicos. El capitán intentó pararse de la hamaca, pero apenas puso pie en el suelo lanzó un grito de dolor.

Diego de Valdés se acercó, alterado. Pensé que en su voz habría preocupación genuina, pero había un rasgo de molestia que denotaba un egoísmo cruel:

- ¿Qué es esto, señor Capitán? ¿Cómo no anda y se esfuerza en andar?

- Hermanos, - respondió Gasconya – ya habéis visto mi voluntad y cómo no puedo. Por amor de Dios, que me aguardéis hasta mañana.

Valdés no dijo nada, tal vez también algo cansado, viendo la oportunidad de él también recuperar fuerzas. Portillo y los demás hombres hicieron lo propio y, abandonando toda intención de andar, se sentaron a comer palmitos. Y así pasó el día, mientras dos indios pacabueyes, un adulto y un niño, caminaron un poco más lejos en búsqueda de palmitos y los trajeron para compartir con los cristianos. Yo comí un poco y me sentí lleno rápido. Me sentía débil, y sabía que esperar un día más sólo podía aliviar ciertos dolores.

Pero no fue un día, sino tres. Y al tercer día ya los indios no alcanzaron a encontrar palmito alguno para seguir adelante. Pasado el mediodía volvieron con las manos vacías y, encogiéndose de hombros, señalaron a lo lejos y dijeron algo en su lengua. Portillo no entendía nada y le preguntó a Diego de Valdés, quien entendía un poco más el idioma de los indios.

- Hay que caminar. Si seguimos podemos encontrar más palmitos.

Respondió Valdés, aunque me parecía que sus traducciones eran más de los gestos de los indios que de sus propias palabras. En todo caso, Gasconya se veía incómodo e indispuesto. Y parecía esconder cierto dolor cuando se le acercó Valdés, con su mirada penetrante debajo de sus cejas pobladas.

- Hay que andar – dijo Valdés, clavando su mirada en Gasconya.

- No puedo. Me duele mucho.

- Debe esforzarse, aunque sea un tiro de ballesta por día. Si nos quedamos acá, será la perdición para todos.

- Si me lleváis en brazos…

- Hemos dejado el oro porque no tenemos fuerzas para cargar. – Dijo Valdés, antes de subir el tono – Y por la misma razón hemos dejado a los otros. Usted mismo lo dijo.

Antón Peligro se unió a Valdés, poniéndose de pie y repitiendo el discurso, aunque éste con un tono más suplicante que amenazante:

- Tenemos que seguir.

- Sí, vosotros tenéis que seguir. – Dijo, con tono de resignación - Pero con otro Capitán… - Luego tomó aliento.- ¡Portillo!

Llamó al alguacil, quien se encontraba sentado a mi lado, escuchando todo como un testigo y sin decir mayor palabra. Él se puso de pie y avanzó hacia el Capitán.

- Como alguacil que es, de ahora en adelante seguirá como Capitán del grupo.

Portillo se vio sorprendido y temeroso por la responsabilidad. Y se notó dubitativo en su respuesta:

- Si así lo solicita, mi Capitán.

- Ese es ahora su cargo y su responsabilidad. – Dijo Gasconya, con la voz más fuerte – Si alguno desea quedarse conmigo.

Cristóbal Martín se levantó y se ofreció a quedarse, y así lo hicieron también Francisco Centrado y Gaspar de Ojeda. Yo estaba dividido, puesto que pensaba que quedarme podía ser una sentencia de muerte, pero al menos estaba con un grupo. Por otro lado, si seguía adelante sin poder andar bien, corría el riesgo de que me dejaran solo, como lo habían hecho con los demás.

- Francisco, ¿vienes con nosotros?

Me sorprendió la pregunta de Portillo, y no tardé en responder:

- Sí.

- Ea, – dijo Portillo – entonces también tenemos un escopetero. Ahora sólo es cuestión de repartirnos los indios. Si queréis, quédense con el muchacho y el padre. Nosotros nos quedamos con la mujer.

Y nos pusimos de pie y sin mayor protocolo ni despedida, comenzamos a andar, apenas cuatro cristianos y la india. Andábamos lentos, pues todos estábamos cansados, y yo además tenía algo de dolor en el pie. Y lo habíamos avanzado un par de tiros de ballesta cuando me di cuenta de que no llevaba candela.

- ¿Estáis bien? – Preguntó Portillo, enérgico.

- Sí, es que acabo de ver que mi escopeta resulta inútil, pues no tenemos fuego alguno.

Portillo, quien ahora era el responsable de este tipo de asuntos, no tardó en delegar la responsabilidad a alguien más.

- ¡Valdés! ¡Peligro! Id vosotros de vuelta a buscar algo de fuego. Nosotros os esperaremos aquí.

Y así se fueron ellos, mientras nosotros nos quedamos sentados, esperando. Allí aproveché yo de descansar y quitarme el zapato, para descubrir que mi dolor, como el de muchos otros, venía de un grano que comenzaba a crecerme en el pie. Miré alrededor y Portillo pareció no darse cuenta, pero la India sí lo vio y se acercó y me dijo algo. Yo la ignoré, intentando disimular para no llamar la atención de Portillo, pero éste vio que algo ocurría y se acercó.

- ¿Qué ocurre?

- Nada. Todo está bien.

Yo respondía mientras que la india señalaba mi pie. Portillo ni se enteraba de la insistencia de la mujer, quien seguía hablando en su lengua. En un momento Portillo vio hacia dónde señalaba éste y se fijó en mi pie.

Se escuchó el crujido de hojas y vimos llegar a Antón Peligro y Diego Valdés, quienes traían consigo el fuego, pero también una mirada sombría, como si llegasen de ver un espanto.

- Hermanos, ¿estáis bien?

Pregunté yo, intentando evadir el tema. Y Portillo ni se dio cuenta porque Peligro respondió inmediatamente:

- El muchacho. Tenían al muchacho abierto y se lo estaban comiendo.

Peligro no dijo más nada y siguió caminando, portando la candela. Diego de Valdés tenía en su rostro una expresión de repugnancia, pero no dijo nada y siguió caminando. Portillo se les unió y yo le lancé una mirada a la india, quien me miró de vuelta. No sabía si había entendido algo de los que había pasado. Ni ella ni yo dijimos palabra alguna y seguimos andando.

 

El arroyo.

 

Al día siguiente despertamos para ver que la india se había ido. Tal vez temerosa de que la cocináramos, o escapada para alguna tribu amiga, lo cierto es que la única guía que tenía nuestra pequeña Compañía nos había dejado a la deriva. Portillo no dudó y mandó a seguir marchando, siguiendo la corriente del arroyo.

Durante tres días caminamos, desandando los pasos en busca de Pauxoto y de volver al gobernador. Por lo difícil del terreno a veces no podíamos seguir por el río, pero aún metidos en la maleza podíamos escuchar la corriente que nos acompañaba a lo lejos. Era nuestra única compañía.

Mi pie cada vez molestaba más y era evidente para todos que yo también tenía un grano; sin embargo, seguía esforzándome y disimulando el malestar, por lo que nadie me recriminaba nada al no ralentizar el paso de los demás cristianos.

Llegamos entonces al arroyo donde habían muerto Juan Floryan y los otros dos. Estábamos de nuevo en tierras de topeyes y demás indios guerreros. Al menos, era terreno conocido y si remontábamos el arroyo seguramente lograríamos volver a Santa Marta y encontrar a los demás. Cansados y hambrientos comenzamos a cortar palmitos a la orilla del arroyo. Nuestras espadas cortaban las matas, rasgándoles la piel para revelar el único alimento que nos había dado sustento durante aquellos aciagos días.

Detrás de nosotros escuchábamos la corriente, acompañada de unos extraños murmullos. Me volví y pude ver al menos dieciocho canoas completamente llenas de indios con arcos y flechas emplumadas. Portillo, Valdés y Peligro se volvieron también, con sus espadas en la mano, dejando de cortar el palmito. Ni siquiera hicieron amague de defender o combatir, pues nada podíamos hacer contra aquella manada de salvajes.

Las canoas lentamente llegaron a la orilla y los indios comenzaron a desembarcar caminando directamente hacia nosotros. Extrañamente no había belicosidad en sus acciones y, aunque no entendía su lengua, las palabras salían de su boca en tono dulce y cordial. Llegaron extendiendo sus manos en señal de paz y nosotros estábamos sorprendidos. Yo sospeché de su actitud, pero pensaba que eran tantos que no tenían razón alguna para querer engañarnos.

Repitiendo extrañas palabras en su lenguaje bárbaro extendieron algunos arcos y flechas y nos comenzaron a hablar. Uno de los indios señaló los árboles que estábamos cortando y luego, diciendo algo, nos señaló una de las canoas que venía cargada de comida. Le dijo algo a un indio más joven y éste nos trajo maíz y yuca. Sin pensar más nada nos atragantamos con esos manjares.

Los indios seguían hablándonos y señalando nuestras barbas y nuestras espadas. Las canoas llenas de armas de guerra esperaban en el arroyo y yo me sentía un poco intimidado por su presencia, pero la voz dócil de los indios me tranquilizaba y me daba esperanza de que tal vez podrían ayudarnos a volver a la civilización.

Nuestra hambre era mucha y su comida poca, así que rápidamente devoramos lo que tenían. Ellos se mostraron sorprendidos y Diego de Valdés, sin vergüenza alguna, les hizo señas de que fuesen a buscar más comida. Valdés repetía frases y hacía señas mientras que los indios, diligentes y cordiales se encogían de hombros y bajaban la cabeza. Se dijeron algo entre ellos y finalmente comenzaron a abordar las canoas, todos menos siete indios que se quedaron en la orilla, mientras nos hablaban y trataban de explicar algo.

Diego de Valdés se veía muy confundido, aunque para mí era claro que habían ido a buscar más comida mientras que los siete indios se habían quedado con nosotros a hacernos compañía. Y así las canoas se apartaron de la orilla y se echaron a la corriente, no sin dejarnos algunos arcos, flechas y juncos para atar.

Yo permanecí sentado mientras un indio veía los dos callos que tenía en el pie y me decía alguna cosa que yo no entendía. Diego de Valdés, que comenzaba hablar en su lengua o alguna parecida, repetía “¿Maracaibo? ¡Maracaibo!”. Luego se volvió y nos comenzó a explicar.

- Ea, estos indios dicen que estamos cerca del Lago de Maracaibo. Dicen que allí van los cristianos a buscar maíz, y que ellos nos pueden llevar en sus canoas.

Pensé que el Señor finalmente había escuchado todas mis plegarias y estábamos salvados. Pero antes de que pudiese celebrar Portillo tomó la palabra:

- ¿Estos indios ya han visto cristianos? Si ya se han cruzado con Alfínger, temo lo peor.

- No olvidéis que estos mismos indios son los que dieron muerte a Floryan y los demás – dijo Antón Peligro, uniéndose a la conversación.

- ¿Por qué habrían de hacerlo? – Dije yo, un poco desafiante.- Si nos quisieran dar muerte ya lo habrían hecho. ¿Para qué darnos comida y armas para defendernos?

Portillo no dio ningún crédito a mis palabras, puesto que el miedo ya se había apoderado de él.

- No podemos correr ese riesgo. Deberíamos huir.

Los indios nos veían y sonreían. Yo me sentía aliviado, pero por alguna razón el gesto sólo parecía alborotar más a los demás cristianos. Yo traté de interceder una vez más:

- ¿Cómo vamos a huir? Además, ¿qué vamos a comer?

- Francisco tiene razón – dijo Valdés, para mi sorpresa-. Deberíamos esperar a que traigan la comida que nos han prometido. Luego, si no queremos seguir con ellos, deberíamos decirles y seguir a pie por nuestra cuenta.

Yo, que sentía un dolor profundo en la planta del pie por culpa de los dos granos, volví a ripostar:

- ¿Por qué habríamos de ir a pie si nos ofrecen canoas?

- ¡Basta! – Dijo Portillo, augurando una decisión autoritaria e inconsulta.- Yo digo que los atemos y los llevemos con nosotros. Así, si no encontramos más nada, podremos comerles en el camino.

Y sin esperar respuesta de nadie, Portillo y Peligro se pusieron de pie. Poco les importó que fuésemos apenas cuatro flacos cristianos contra siete fornidos indios. Ellos alzaron sus espadas y se abalanzaron sobre ellos, intentando amenazarles. Los indios comenzaron a gritar y alguno asestó a darme un golpe, yo que apenas si me había puesto de pie por culpa de los granos en mi pie. Mi rostro golpeó el suelo mientras escuchaba los gritos y los pasos apresurados de los indios que corrían para salvarse.

Los gritos se escuchaban cada vez más lejanos mientras yo recuperaba mi equilibrio. Al subir la mirada pude ver que Peligro y Portillo tenían contra el suelo a un indio joven y débil, el mismo que me comentaba algo sobre mi pie. Ellos tenían una espada contra su cuello y Valdés, que se unía a la canallería, tomó el junco para amarrarle. Yo, al ver tamaña injusticia, reclamé:

- Pues, si antes no iban a matarnos, ahora seguro sí.

Hablé molesto por haber visto cómo el miedo de Portillo había tirado por la borda una buena oportunidad de salir de aquel atolladero. Pero no había nada que hacer ya. Valdés terminó de amarrar al chico, que forcejeaba y lanzaba un chillido joven que rápidamente se transformó en llanto. Apenas terminado Valdés volvió a coger aliento y dijo:

- Francisco tiene razón. Los indios seguramente volverán por nosotros.

Portillo, emborrachado con la pequeña autoridad que tenía, se puso de pie y comenzó a mirar a todos lados, hasta depositar la mirada en una ladera.

- Debemos ir allí. Desde allí podremos ver el río por donde vienen las canoas.

Y sin poner ningún pero, Peligro comenzó a andar mientras halaba al indio que tenían amarrado. Éste lloraba y ponía fuerza, pero el cristiano lo halaba más duro, como si fuese un perro, y lo obligaba a andar. Yo apenas podía seguir cojeando, ayudado por Valdés, quien me daba su hombro para que yo me apoyara. Y con dificultad pero rapidez logramos llegar a la ladera desde donde vigilamos el arroyo esperando que la corriente trajese de vuelta las canoas.

Durante cuatro horas estuvimos allí sentados. Durante todo el tiempo el indio parecía maldecir en su lengua, mientras que Portillo le mandaba a callar. Yo descansaba el pie, que con la carrera se me había puesto mucho peor. Veía la corriente del arroyo mientras me aireaba el pie cuando justamente Diego de Valdés paró, encogiéndose de hombros.

- Pues, yo no creo que vengan. Ya han tardado demasiado.

Portillo también se puso de pie, resuelto.

- Tenéis razón. Entonces andemos hacia el río. Si lo seguimos hemos de llegar a la laguna de Maracaibo.

- Entonces, - interrumpió Valdés - ¿Estamos más cerca de la laguna que de volver a Sata Marta?

- Yo creo que sí. – Respondió Portillo.

Portillo respondió con una determinación que no era acompañada por su rostro. En sus pequeñas contracciones y pausas, delataba que no estaba muy seguro de dónde estábamos ni hacia dónde íbamos. Los demás comenzaban a darse cuenta.

Antón Peligro se puso de pie, arrastrando al joven indio con él.

- De ser así, yo propongo que destruyamos los arcos y flechas. No dejemos nada al enemigo.

Y sin pensarlo, los tres cristianos tomaron las flechas con sus manos y los quebraron contra sus rodillas. Luego hicieron lo mismo con los arcos, pero estos ofrecieron más resistencia, así que trataron de ponerlos en el suelo y quebrarlos parándose sobre ellos, utilizando su peso. Todo esto ocurría ante la mirada incrédula del pobre indio que no entendía nada. Yo miraba de lejos, completamente desinteresado, mientras Valdés, Peligro y Portillo terminaban la faena y se alistaban a andar.

Portillo notó mi apatía y me cuestionó:

- Ea, ¿estás bien?

- Sí, pero… - Respondí, cansado de caminar, y con muchas dudas de hacia dónde íbamos. – Me duele mucho el pie, creo que… - Respiré profundo y con resignación pronuncié la frase: - No creo que pueda andar. Déjenme aquí.

- Hombre, ¿qué dices? – Dijo Valdés, devolviéndose con energía y ofreciendo tenerme por el brazo. – ¡Vamos!

Yo respiraba lentamente, resignado y sin fuerzas. Aunque el cuerpo todavía podía dar más, mi espíritu parecía darse por vencido. Ya no sentía que fuese posible salir con vida de allí, y al menos allí arriba, en esa ladera, era mi elección quedarme solo. Con un poco de fortuna los indios vendrían a darme una muerte rápida al verme allí sentado, solo, al lado de sus armas rotas.

- Puedo ganarles algo de tiempo. – Dije, tratando de motivarles a que me dejasen solo – Si los indios llegan puedo confundirles. Decirles que se han ido por otro lado.

Mi razón me parecía suficiente, pero extrañamente no fue así para el capitán. Los cristianos no estaban dispuestos a dejarme allí, así que Portillo y Valdés me tomaron por los brazos y comenzaron a cargarme.

- Venga, Francisco. – Decía Portillo, cargándome con dificultad – No te vamos a dejar aquí.

Ignoraron mis palabras y comenzaron a cargarme, mientras yo seguía quejándome. Y así comenzamos a descender la ladera hacia el río. Peligro llevaba al indio amarrado, mientras que Portillo y Valdés me cargaban, con mucha dificultad. La compañía daba pasos lentos y pesados por la ladera. Cada movimiento parecía que podía terminar en una caída fatal. Cada momento parecía una eternidad, pero finalmente logramos descender hasta la orilla del río.

El cielo se vestía de tonos naranjas. Caía la noche y con ella llegaba el hambre, puesto que la yuca y el maíz que habíamos comido más temprano no habían sido suficiente y nos había abierto el apetito en lugar de saciarlo.

El cielo ennegrecía cuando Peligro forzó al indio a hacer una fogata. Éste, sin poner mucha resistencia, la hizo. Tal vez pensaba que con ella los otros indios podrían vernos a lo lejos. Yo consideré esta posibilidad, pero no dije nada. Secretamente deseaba tener una muerte rápida que acabase con mi hambre y mi miseria.

- Tengo hambre. – Dijo Valdés.

Y apenas bastó esta palabra de Valdés para que el nuevo capitán se pusiese de pie, desenvainase su espada y asestase un fuerte golpe en el cuello del indio, que apenas y alcanzó a gritar mientras le quitaban la vida. Yo no miré, puesto que sabía que también iba a ser parte de ese festín de carne humana, y no ver cómo descuartizaban al pobre joven de alguna manera me hacía sentir un poco menos culpable.

Escuché las espadas descuartizar tendones y piel. Incluso partir hueso. Luego echaron las extremidades al fuego. Y vi cómo lentamente se asaron las carnes, que a medida que se chamuscaban parecían perder su humanidad y convertirse en carne animal. Mientras despellejaba, Valdés arrancó las vergüenzas del indio y las echó a un lado. Yo me arrastré un poco, sin poder creer lo que veía. Ya no había vergüenza, ni pena, ni nada. Todos estábamos condenados al infierno. Lo estábamos viviendo en ese mismo momento. Tierra Firme, que se me presentó como un paraíso, resultó ser un abismo infernal.

- ¿Pues esto despreciáis en ocasión como esta? – Dije, indignado.

Tomé las vergüenzas del indio y las volví a echar en el fuego. Todos me miraron con asco, pero apenas la carne estuvo cocida nadie volvió a pensar así. Nos comimos todo, con mis dientes saqué hasta el último pedazo de carne, y hasta parte del hueso. Hasta las uñas de los dedos. Todo. Nos comimos todo. No dejamos nada de aquel joven. Nuestro pecado fue completo. Sabía que después de todo lo que había hecho allí, sólo me quedaba ir al infierno. Ya no me importaba. Podía sentir que mi muerte estaba cerca. Ya todo terminaría.

Y así nos fuimos a dormir. Y yo deseé no despertar.

Pero al día siguiente, con la salida del sol, me despertó el hambre. El día estaba un poco gris y gris también estaba el suelo con los restos del fuego y las cenizas chamuscadas de los restos mortales del indio. Peligro, Valdés y Portillo se aprestaban para irse, y se ofrecieron a cargarme. Pero al ver la empresa difícil, se dieron por vencidos.

- No hay manera, Francisco. – Dijo Portillo, antes de espetar lo último que escuché de él – Tenemos que seguir.

Valdés, que se notaba afectado por la decisión, pareció querer contestarla. Finalmente me miró, se encogió de hombros y se dio media vuelta. De pronto, mil demonios me invadieron y tuve ganas de gritar, de llorar y de maldecirles. Pero me tragué todas mis palabras, porque sabía que la súplica no serviría de nada con aquellas personas tan crueles. Vi los tres cuerpos de los soldados meterse entre la maleza aledaña al arroyo y eso fue todo. Los pasos desaparecieron entre el rumor de la corriente, que quedaba como mi única compañera.

Ahora sí, ninguna voz. Estaba solo, yaciendo al lado de los restos calcinados de un indio del que ya no quedaba nada. Como un recordatorio constante de que mi destino era la muerte. Sólo que en vez de venir de una rápida estocada, yo perecería de una manera lenta y agonizante.

Durante un tiempo me quedé allí, no pudiendo creer que estaba solo. Traté de andar, pero los granos que tenía en el pie me dolían demasiado, y pronto supe que andar solamente acentuaría mi dolencia. Y a la herida del pie pronto se unió el hambre, que me cortaba las entrañas como una daga. Y en los alrededores apenas y se veía una pequeña rama de palmito. Fui cojeando hasta ella en lo que me debe haber tomado una hora, para luego cortarla y comer. Pude saciar mi hambre, pero luego… ¿Qué más? ¿Qué hacer? ¿Sentarme allí a esperar la muerte?

Eso hice. Durante seis días sin ver cristiano o indio alguno, le imploraba al Señor que me quitase la vida con misericordia. Pero parecía que el señor quería hacerme sufrir por todo mi servicio, por cada una de las muertes que había propiciado en el nombre de Cristo. Mientras yo maté rápido y certero, mi muerte era incierta, lenta y agonizante. Sería de hambre o de calentura. O tal vez del grano del pie, que comenzaba a oler fétido.

El sexto día, cuando desperté, sentí un cosquilleo en la herida y vi que tenía un gusano, pequeño y blanco. Me lo quité con la mano, repugnado de ser yo mismo una porquería. Sentí que tenía que vivir, así que me arrastré hasta el único árbol que podía ser un palmito. Hasta allí fui con mi cuchillo y lo comencé a cortar. Lo estaba cortando cuando pensé haber perdido el juicio, comenzando a escuchar voces. Dejé de golpear y pude escuchar una voz a lo lejos que decía “Ea, Cristiano”.

“Ea, Cristiano”. Respondí yo, y recibí otro “Ea” de vuelta. Finalmente era mi salvación, el Señor había atendido mis súplicas. Y como el gusano que me saqué, así me tocó desplazarme. Ya sin poder utilizar mis piernas me desplacé como un ser rastrero, dejando un hilo de sangre por allí por donde andaba. Mis piernas estaban curtidas de rojo y negro, producto de tanta mugre y sangre. Pero pronto sería salvado.

La voz parecía venir del río, y hacia allá me arrastré. Y allí entre las ramas pude ver al capitán Gasconya, todavía vivo, acompañado de Cristóbal Martín, quien le ayudaba a desplazarse.

- Capitán Gasconya – respondí yo, feliz de escuchar otra voz después de tantos días solo. - ¿Y Gaspar y Francisco?

Gasconya me miró y respondió, serio.

- Gaspar murió, y Francisco… Allí está, con calenturas.

Gasconya terminó esta frase y Cirstóbal me miró como resignado, sabiendo cuál era el destino de Francisco Centrado. El mismo destino que todos nosotros viviríamos.

- ¿Qué es de los compañeros? – Me increpó Gasconya - ¿Cómo estáis solo?

- Idos son por el camino por donde venís en busca del gobernador – Respondí-. Y yo, como no podía andar, me quedé y se me come de gusanos el pie.

- Pues, no podréis andar con otros, ¿qué determináis de hacer? – Me preguntó.

- Yo, señor, en ninguna manera puedo andar si de barriga no. – Dije.

- Quedaos, - sentenció Gasconya – que si caso fuera que aportareis a la Laguna, contaréis lo que nos ha acontecido, que así haremos nosotros si allá aportáremos.

Dicho esto, Gasconya se dio media vuelta, ayudado por Cristóbal Martín, y los dos se fueron, dejándome solo de nuevo.

Dos días duré solo, sangrando y sin poder moverme. Apenas murmuraba algunas oraciones, pidiéndole al Señor que me llevase con calma y misericordia. Entregado estaba a la muerte, hablando solo y acompañado únicamente por la corriente del arroyo. Y me había echado a morir cuando de reojo pude ver una pequeña hoja de árbol que flotaba por la corriente, río abajo.

Al lado, muy cerca, podía ver un palo que yacía a mi lado. Estaba seco y endeble, pero tal vez podría aguantarme. Ya sin más nada que perder me encomendé a Nuestra Señora, la Virgen. Recé un Ave María mientras me arrastraba al palo. Lo tomé con dificultad y seguí rompiendo mi piel contra la tierra, avanzando lentamente hacia la orilla. Finalmente toqué el agua del río, con mucho dolor de los rotos, y allí coloqué la rama. Dejé de rezar y tomé algo de aire mientras me dejé arrastrar por la corriente y me ponía en las manos del Señor.

Pasé todo el día en el río, dejándome llevar y sintiendo el agua entrar en mis heridas. Estaba completamente a la deriva, apenas pudiendo controlar aquel tronco que flotaba caóticamente por la corriente. Tragaba agua y sentía perder el equilibrio. Al menos morir ahogado debía ser más rápido y menos doloroso que hacerlo de hambre.

Entregado estaba a morir cuando al mediodía pude ver, no muy lejos del arroyo, un humo que debía ser de alguna aldea. Y me moví con las manos para acercarme a la orilla. Me arrastré hacia la tierra roja y dura, clavando mis dedos para que la corriente me dejase quedarme. Solté el palo para dejarlo correr río abajo, mientras que yo me arrastraba con las manos y me arrastraba por aquella tierra roja y dura.

Seguí arrastrándome por la senda, respirando con dificultad, esperando que cualquier aliento fuese mi último. Ni podía subir la mirada cuando vi unas piernas que se acercaron corriendo a mí. Me di la vuelta, echándome sobre mi espalda y pude ver frente a mí el rostro de un par de indios que, alarmados, se decían cosas entre ellos y gritaban. Yo estaba a punto de desmayarme cuando escuché más indios venir y sentí que me cargaron. Sentí que me elevaban mientras que apenas veía sus siluetas entre la luz del sol que se colaba por las ramas de los árboles. Tal vez era esa la muerte.