La Laguna de Tamalameque

 

Todos los días en Tierra Firme eran demasiado calientes. No había invierno, sino un perpetuo verano con un sol inclemente que te tostaba la piel. Desde que llegué a la Provincia de Venezuela, eso es lo que más me molestaba: el calor.

Hacía un día caluroso cuando entramos al territorio de los Pacabueyes. En aquellas tierras el calor era todavía más agobiante, húmedo, sofocante. Difícil también era marchar por la naturaleza pantanosa del terreno. Así que a paso lento me acerqué al humo que provenía de brasas que en algún momento fueron chozas, imaginaba yo. Lo que no podía imaginar era quién había prendido candela a lo que evidentemente fue un pueblo indio.

¿Acaso serían los hombres estacionados en Santa Marta? Durante días ya los hombres habían hablado de que el alemán ya ni respetaba los límites impuestos, que ya había cruzado la frontera y hacía rato nos habíamos metido en la Provincia de Santa Marta, lejos de su control. ¿Sería cierto? Si era así, debíamos cuidarnos no sólo de los indios, sino también de otros cristianos, que con razón podían darnos caza si así lo querían.

Me agaché para estudiar los restos de paja quemada. Evidentemente fue una choza sencilla, que terminaba de arder. Estaba en medio de un pueblo reducido a cenizas, ¿pero por quién? Me volví hacia otro cristiano que estudiaba restos por otro lado, y al verme él también se encogió de hombros. Todo aquello era muy extraño.

Yo miraba a todos lados, porque esa selva era muy traicionera. Dentro de sus follajes verdes y colores vivos, se escondían animales salvajes, frutos venenosos y por supuesto, indios. De la nada podía salir una flecha y acabar con tu vida, sin que tan si quiera supieras quién lo había hecho. Y los indios, aunque muy salvajes ellos en sus costumbres e idolatría, sabían hacer la guerra muy bien. Acostumbrados ellos al terreno, podían ser mortales.

Miré hacia la compañía de al menos dos docenas de hombres y no veía a ninguno alerta. Ni siquiera el alemán ese que mentaban Alfínger. Él, con su rostro serio y amenazante que se escondía detrás de su barba rojiza, se volvió y le susurró algo al otro alemán, Jorge de Spira. Éste último era un poco más joven, de cabellera negra, pero igual de blanco que el otro. Los pobres, con el sol de Tierra Firme, ya en vez de blancos habían tomado un color rojizo que me recordaba a un pollo crudo. Le dijo algo en alemán, supuse yo, y luego vieron y señalaron a sus alrededores.

Concentrado estaba yo en eso cuando escuché un ruido detrás de mí. Fue como que quebraron una mata. Como un paso silente de animal que te está acechando de forma sigilosa, y súbitamente es descubierto.

- ¡Indio!

Escuché el grito del cristiano a mi lado y me imaginé que nos habían tendido una emboscada. Pero no temí. Agarré mi espada y me lancé por entre las matas a atacar al indio, al que había escuchado muy cerca. Pero apenas logré ver una figura que se escapaba entre la maleza.

Yo seguí detrás de él, persiguiéndole, pero la sabandija corría rápido entre las matas. Le estaba dando alcance cuando un golpe me dio justo en el rostro. Por un momento pensé que se trataba de un arma, pero un par de segundos me bastaron para ver que sólo había sido una de las ramas que apartó mientras escapaba, que había vuelto a su postura inicial y se había encontrado mi cara en el camino.

Me tomó ventaja, pero seguí tras de él como un perro tras su presa. Y justo le iba a dar alcance cuando lo escuché zambullirse en agua. Aparté la maleza y pude ver el cuerpo de un muchacho flaco nadando a través de una laguna. Levanté la mirada y pude ver que en el medio del agua había una pequeña isla, y en medio de ella una enorme tribu de indios, ansiosos.

¿Era aquella la emboscada?

- Ea, cristiano –  dijo una voz a mi lado, la del soldado español – Pues, conque acá se han venido a esconder estos indios.

Como escondite no era muy bueno, pero sí era un lugar efectivo. Cuando, pasados unos minutos, comenzó a arribar la compañía de cristianos, muchos se rascaron la cabeza y se preguntaron cómo haríamos para llegarles.

La situación, honestamente, me preocupaba. Por un lado, me quedó claro que los indios ya nos estaban esperando, puesto que estos se habían tomado el trabajo de quemar su pueblo e irse a esconder a un sitio más seguro, llevándose sus botes con ellos para mantenerlos fuera de nuestro alcance. Luego, que habían elegido muy bien, porque nuestros arcabuces no llegaban hasta donde estaban ellos, y si intentábamos acercarnos nadando nos podían lanzar flechas y ahí quedaba todo.

Creo que los habríamos dejado en paz de no haber sido porque, desde lo lejos, se podía ver que tenían muchas prendas de oro. Y si se veían de lejos es porque debían ser grandes y valiosas. Y así como yo lo pensé, vi que Alfínger había pensado lo mismo. Su inexpresivo rostro dibujó una sonrisa cuando vio las prendas. Nuevamente susurró algo a Spira y los dos comenzaron a tramar algo.

Yo miraba desde un lado, sin saber exactamente si sería convidado a ejecutar sus planes. Hasta ese momento, el alemán se había mostrado particularmente astuto para salirse con la suya. Honestamente me resultaba sospechoso ver que alguien que tradicionalmente se había dedicado a la banca tuviese tan buen tino para la estrategia militar. Podía ser, eso sí, que el mundo de los negocios y del combate estuviesen más ligados de lo que yo creía.

Pasaban los minutos, tal vez hasta un par de horas, y los ánimos se iban acumulando. A ambos lados del agua las gentes comenzaban a perder la paciencia. Los indios, a lo lejos, comenzaban a gritar cosas y a hacer señas con las manos. No me quedó muy claro si era para pedirnos que nos largáramos, o si era retándonos a ir a por ellos. En todo caso, Alfínger parecía tener muy claro lo que quería hacer, aunque no le decía a nadie. De hecho, a medida que pasaba el tiempo me comenzaba a parecer que no tenía idea de cómo abordar la situación, y sólo insistía por su testarudez. Y el oro que tenían los indios, que también era buen incentivo.

Pronto comenzaron a alinearse treinta caballos y jinetes. Del otro lado, los indios dibujaban en sus rostros miedo y sorpresa. En todos mis periplos por la Tierra Firme jamás vi caballo alguno que no fuese traído por los nuestros, así que había de suponer que esas bestias no eran de aquellos lares. El miedo en la cara de los pobres indios parecía ser evidencia de ello.

Mientras los caballos se enfilaban, uno al lado del otro, listos para entrar al lago, en la otra orilla los indios comenzaron a moverse. Mujeres y niños se alejaron e hicieron unos círculos, dejando a las criaturas más jóvenes en el centro, protegidas por sus madres desnudas. Los hombres, también desnudos pero pintados, comenzaron a acercarse a la orilla con sus arcos y flechas. Gritaban de forma amenazante, pero también se les veía asustados. En nuestro bando la cosa no era muy diferente.

Los caballos comenzaron a andar, primero al trote y dudando, pero los jinetes los guiaron al agua. A los relinches de las bestias algunos indios comenzaron a actuar con temor, gritando de forma desordenada. Los caballos seguían cruzando el agua mientras los nuestros también comenzaban a gritar, y en eso los indios apuntaron sus arcos hacia arriba y un enjambre de flechas cayó del cielo. Algunos caballos recibieron flechas y comenzaron a agitarse. Los jinetes los mantuvieron certeros y de pronto las bestias tomaron impulso y llegaron a la otra orilla en una explosión de espuma y bajo el retumbe de sus cascos.

Al ver el tamaño de los caballos, los indios se desbarataron. Corrían de un lado a otro, dando gritos, mientras al fondo mujeres y niños se abrazaban mutuamente. Volaban flechas desde todas partes. Muchas rebotaron en las armaduras de los nuestros, pero vi a un par de soldados caer y comenzar a contorsionarse, acusando un extraño dolor.

Los indios se retiraban poco a poco, pero súbitamente se quedaron quietos. Bajaron sus armas y no hicieron nada. Por un momento me emocioné, pensando que se habían rendido fácilmente, pero luego pensé que se podía tratar de alguna triquiñuela de esos salvajes. Los nuestros eran muy pocos, y ellos más. Algunos soldados estaban en el piso, otros perdían el control de sus animales. ¿Por qué los indios habían abandonado las armas de pronto, todos al mismo tiempo?

- ¡Lo tenemos! - Gritó un cristiano.

Fue allí cuando me di cuenta de que una vez más había prevalecido el ingenio de Alfínger. El soldado tenía a cuchillo al Cacique, el jefe de la tribu, y los combatientes no querían poner en peligro la vida de su líder. Fue así como los nuestros se reagruparon en torno al indio, haciendo un círculo, todos portando sus espadas de forma amenazante para que ningún otro indio se acercara.

Y a paso lento se alejaban los nuestros, con mirada inquieta, temiendo algún flechazo traicionero. Pero los indios bajaron sus arcos, y algunos comenzaron a hablar lentamente, mientras hacían gestos lentos con sus manos. Los nuestros se acercaron a una de las canoas indias, y allí se sentaron, amenazando al indio, y comenzaron a cruzar la laguna. Del otro lado, los jinetes volvían a sus caballos, victoriosos pero todavía dudando. Dieron rienda a los animales y cruzaron de vuelta a nuestra orilla. La batalla de la laguna había terminado muy rápido, gracias a Dios.

Ya de nuestro lado, el par de soldados flanquearon al Cacique hasta que lo dejaron frente a Alfínger, que tenía su típica mirada de piedra. El Cacique, muy sumiso él, hablaba lentamente. Contrario a lo que me esperaba, el Gobernador no pareció mostrarse cruel. Uno de los indios que nos venía sirviendo de guía se acercó a asistirle, haciendo alguna seña. Yo no podía escuchar muy bien, pero no me pareció que hablaran español ni alemán, así que tal vez usarían alguna de las lenguas indias.

Miré hacia la otra orilla y los salvajes dieron algún grito, pero estos no se sentían como amenazas, sino como súplicas. Otros se veían tan curiosos como yo, pero ninguno entendía lo que pasaba. “¡Tamalameque!” gritaban de momento los indios, y supusimos que ese era el nombre de su jefe. Conociendo al alemán, daría ese mismo nombre a la laguna, como había hecho antes en Maracaibo.

Súbitamente Tamalameque pareció un poco más tranquilo y se acercó a la orilla, mientras los soldados lo seguían escoltando de forma amenazante. El Cacique lanzó algunos gritos a través de la laguna y su gente se mostró perpleja y extrañada. Respondieron con algunos otros gritos ininteligibles para mí, y luego de que se gritaron algunas cosas más, los hombres de su tribu comenzaron a recolectar todos los artículos de oro que tenían. Haciendo justicia a su título de banquero, Ambrosio Alfínger había negociado el precio por el rescate del cacique Tamalameque.

 

El Cabildo de Pauxoto

 

Pasaron los días y los nuestros estaban cada vez más inquietos. Si bien seguimos consiguiendo oro, el ambiente se tornaba cada vez un poco más extraño. A las muertes en combate se habían unido muchos soldados que cayeron víctimas de las fiebres y, más raro aún, otros habían desaparecido. Las malas lenguas decían que se habían fugado, en la noche, temerosos de los malos humores que tenía Alfínger.

Las desapariciones se hicieron tan comunes que algunos comenzaron a sospechar de los indios y creían que eran ellos quienes secuestraban y hacían desaparecer a los soldados, uno a uno, para no despertar sospecha. La inquietud ya era generalizada y, sumado al hecho de que claramente la expedición ya llevaba meses en Santa Marta, la situación se tornaba insostenible.

Después de tomar el pueblo de Pauxoto, algunos estábamos amargados y otros temerosos; pero todos, absolutamente todos, estábamos cansados. Y el alemán lo sabía.

Yo estaba rebuscando entre los restos chamuscados de bohíos y caneyes. Entre las ruinas vi algo que brillaba, y luego de casi quemarme apartando algunos pedazos de paja chamuscados, encontré una figura de mujer en oro. Era el cuerpo completo de una mujer, esculpido en oro fino. Al coger la figura, como siempre, me dieron ganas de quedármela, pero mientras andaba escuché un crudo recordatorio de la crueldad del alemán.

El aire estaba lleno de gemidos de dolor de un hombre, y al buscarlo con la mirada pude ver que se trataba de un cristiano amarrado a un árbol. Sólo podía ver su cabello claro y su espalda blanca, que comenzaba a quebrarse en rojo con heridas de garrotazos. Detrás de él, un soldado español con su armadura oficial tomaba impulso y lo castigaba con mucha fuerza. Los nuestros miraban el horrendo espectáculo con mirada estupefacta. Incluso los indios salvajes parecían mirar con pavor aquellas costumbres, que no parecían tan civilizadas.

Yo ignoré el espectáculo y seguí caminando entre la gente. Algo había hecho aquel hombre, ya fuese intentar escapar o tratar de quedarse con oro para sí mismo. Yo, que no quería ser castigado por ninguna de las dos, me acerqué hacia donde Villegas levantaba un acta del tesoro y le lancé la pieza que tenía en mis manos para que la sumara al botín. Al fondo, escuché que los golpes terminaron y los soldados desataron al cristiano, que cayó al pie del árbol, exhausto.

Allí vi a Alfínger, Federman y Spira hablando algo en alemán. Los soldados lo miraban impacientes. Spira levantó el asta con la bandera de los Bélzares mientras que Federman hizo señas al tamborilero, que dio algunos golpes al cuero. Luego el tambor dio lugar al silencio y el Padre Santiago comenzó a cantar. Ante la cara de sorpresa de los indios, todos los cristianos acompañamos en tono solemne:

 

Pater noster, qui es in caelis,

sanctificetur nomen tuum.

Adveniat regnum tuum.

Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra.

Panem nostrum quotidianum da nobis hodie,

et dimitte nobis debita nostra

sicut et nos dimittimus debitoribus nostris

Et nos inducas in tentationem,

sed libera nos a malo.

Amen.

             

Terminamos de cantar y el Padre miró al cielo con ojos de gratitud, y dijo algo casi murmurando. Muchos no alcanzamos a escuchar, pero no hubo chance para más, porque inmediatamente el padre se apartó a un costado para darle espacio a Alfínger. El gobernador dio pasos seguros y subió la mirada, mientras el sol iluminaba su blanquecina piel y sus cabellos color rojizo, que con la luz brillante se veían casi dorados. Infló su pecho para tomar una bocanada de aire y luego soltó una frase en un español muy brusco, con claro acento alemán.

- Demos gracias al Señor por la victoria de hoy. Ha sido muy dura, y sé que muchos de ustedes estáis cansados. Así que he convocado un cabildo abierto.

La frase fue seguida de un silencio que duró solamente segundos para dar paso a decenas de murmullos y frases dispersas. El alemán hizo un gesto y el silencio volvió a imperar.

- Sé que muchos quieren regresar, pero yo creo que vale la pena seguir explorando estas provincias. - Señaló a un indio, que pareció sorprenderse con el gesto. - Nuestros guías nos han dicho que no muy lejos de acá hay un pueblo con muchas prendas, donde bañan a su Cacique y le echan polvo de oro. Yo creo que, al menos, deberíamos llegar hasta allí.

Su propuesta fue recibida con murmullos. Yo lancé un “Sí” que fue opacado por los demás. Con lo que me gustaba el oro, quería llegar hasta allí aunque fuese para ver aquel sitio. Solamente una pequeña parte de ese botín me bastaría para darme la vida que quería.

- ¿Y cómo sabemos que el pueblo Dorado realmente existe? - Dijo una voz, claramente de un soldado de cierta edad y sabiduría. - Los nuestros son cada vez menos. Tal vez los indios se han inventado ese pueblo para mantenernos andando y hacernos una emboscada más adelante.

Silencio. Incluso Alfínger había quedado sorprendido ante la propuesta. Por unos segundos parecía que no sabía qué responder, tal vez porque no había considerado la posibilidad, o a lo mejor porque no le daba su español para expresar las ideas.

- Estos indios saben muy bien cómo se castigan las mentiras. – Dijo, señalando al soldado recién azotado.

El alemán no había terminado su idea cuando la voz del viejo soldado volvió a levantarse en tono desafiante.

- ¡Yo digo que regresemos!

La frase cayó como un hacha que dividió la turba en dos. Algunos lanzaron vítores de apoyo, y frases sueltas pidiendo el regreso a Coro. Yo me uní al otro bando, a los valientes que queríamos seguir adelante y ganarnos nuestra fortuna.

- ¡A por el oro!

Dije, pero mis palabras se perdieron entre los gritos como una gota en el océano. La situación estaba saliendo de control cuando el alemán alzó la mano y tomó la palabra de nuevo. Allí demostró sus dotes de banquero y negociador:

- Y si buscamos refuerzos. ¿Vosotros estaríais más tranquilos?

Y así, con una simple pregunta, los ánimos parecieron disiparse. Todos asintieron, ya fuese asintiendo tímidamente o con un enfático “Sí”. Los murmullos continuaban cuando Alfínger prosiguió con su discurso.

- Pues, hemos de hacer eso. Enviaremos una Compañía de vuelta a Coro a buscar más soldados. Allí, seguro habrá gentes que nos darán auxilio. Haría falta enviar parte del botín, para darles una idea de la empresa que estamos haciendo aquí. Separemos pues, un tesoro.

Y allí, mientras los escribanos levantaban el acta, Alfínger mandó a separar 1723 caracuríes grandes y chiquitos, 1100 orejeras de filigrana, 2331 canutos, 1453 manillas, 33 pesos de brazales, 17 águilas, 4 cemies, 1 cabeza de águila, 9 figuras de indios, 1 figura grande de mujer de oro fino, 18 orejeras de andanas, 1 cabeza grande de cemi con una diadema, 25 orejeras redondas, y otros artículos. Y así pasó la tarde.

Comenzaba el ocaso. Se acercaba la hora de la plaga y el calor pegostoso del final de la tarde se me hacía insoportable. Una de las cosas que más me gustaban del nuevo continente era su eterno verano, pero había momentos en los que extrañaba el invierno.

Como si no hiciese suficiente calor, lo único que había para comer era una especie de caldo hecho a base de una especie de patata que los indios llaman yuca. Un guía me dio el plato caliente, y yo me senté en el piso, esperando a que se enfriara. Caminé un poco entre indios y soldados, y pude ver un pequeño grupo de cristianos que comían mientras se gastaban bromas. Yo no estaba para esos humores, así que caminé un poco más lejos y me senté cerca de una solitaria piedra, puse el plato a un lado y lo airé un poco con la mano. Tenía un olor fuerte, lo que inmediatamente atrajo a uno de los perros de la expedición, quien se acercó con el hocico caído y ojos vidriosos.

En otras circunstancias le habría arrojado algo, pero ese día estaba muy hambriento. Además, ese perro no era mío, así que simplemente lo alejé con la mano. Él volvió a intentar acercarse un par de veces hasta que finalmente se sacudió la cabeza mientras se largó.

Volví a ver el plato de comida cuando una sombra me tapó el sol.

- ¿Está muy caliente? - Dijo una voz conocida.

Al volverme pude ver la silueta de Lope, un flaco y joven soldado de Andalucía que a veces se me acercaba a hablar en la comida, o cerca de alguna fogata nocturna. Era de esos andaluces de piel más tostada, probablemente de ancestros judíos o moros. Pero él se llamaba a sí mismo andaluz, y era tan cristiano como los demás.

En su actitud se notaba ese ímpetu de los jóvenes que realizan su primera expedición en América, así como cierta ingenuidad. Si algo no entendía era que su gana de obtener fortuna no parecía cuajar con su desprecio al oro, y hacia el hecho de cogerlo.

Lope estiró la mano y me mostró un paquete de Baraja. El papel ya estaba gastado y en algunos el número que tenía en frente ya ni se leía bien.

- ¿Truco?

Fue lo único que dijo y yo negué con la cabeza. En realidad no estaba de ánimos para jugar, pero al parecer él tampoco estaba para rechazos, porque ignoró mi negativa y procedió a sentarse frente a mí.

- Vaya, hombre, que igual estás esperando que se enfríe.

Lope comenzó a remover las cartas mientras acomodaba sus nalgas en alguna posición cómoda, que dada la naturaleza angular de la roca, era todo un reto. Yo alejé un poco más el plato para evitar que lo tropezáramos, me encogí de hombros y agarré las cartas que había puesto frente a mí.

A mí los juegos de cartas me aburrían, pero en las tediosas tardes de no hacer nada, más de una vez me senté a jugar con Lope. Él siempre estaba tratando de hablar para hacer confundir, pero ese día estaba diferente. Detrás de un mechón de cabello oscuro, unas enormes ojeras bordeaban sus ojos negros, mostrando algo de cansancio. Tal vez no le pasaba gran cosa. Tal vez yo también me veía así. Pero a pesar de todo, y como algo nada común en mí, esa vez decidí iniciar la conversación.

- Estás muy poco hablador hoy.

Sin mirarme tan si quiera, concentrado en sus tres cartas, el joven me respondió.

- Es que Hernandez, ¿habéis visto como lo han azotado hoy?

La forma en que lo dijo me pareció extraña, como hubiese algo más oculto entre sus palabras.

- ¿Sabes por qué? – Pregunté yo, curioso.

- Me parece que se ha intentado escapar. - Ahí me miró, haciendo una morisqueta – No es el primero ni será el último. Alfínger es muy cruel, yo creo que está loco. ¿Habéis visto cómo trata a los indios? A la mayoría de ellos ni les interesa tanto el oro. Uno se lo cambia por unos espejos y te los dan igual. No hay razón para andarles matando.

- Yo creo que él es muy inteligente. Él muestra lo que podemos hacer y así nos tienen respeto.

-  Respeto y miedo no son lo mismo. Muchos le temen, pero si le respetaran se quedarían para seguir con él. Si se están yendo precisamente es porque no le respetan. Es más, yo creo que trata a los indios de forma tan inhumana para que ellos nos odien. Así, si los hombres abandonan la compañía los indios los van a tratar mal.

Lope, para ser tan ingenuo en muchas cosas, parecía sumamente perspicaz en otras.

- Tú habéis visto en el Cabildo. Ahora el alemán este se ha obsesionado con el Pueblo Dorado ese. Quién sabe hasta cuándo estaremos aquí.

Yo no pude contener la risa antes de responder.

- Pero, vaya, ¿qué más habéis venido tú a hacer aquí? Hemos venido a tomar esta tierra.

- Pues, va, pero que no lo estamos haciendo. Acá tomamos algo de oro y seguimos como si nada. Yo creo que deberíamos estar haciendo fincas. En estas tierras, sin invierno y con suelo tan fértil, muchas cosas se dan. - Siguió hablando mientras señalaba mi plato - Seguro que en casa pagarían un buen precio por una yuca, o maíz.

- Pues sí, pero pagan mucho más por oro.

- Sí, de eso no hay duda. La cosa es que ese oro no es nuestro. En cambio, si cogemos una tierra acá y la trabajamos, pues el maíz y todo lo que cosechemos sí lo sería.

Confieso que no entendía la absurda obsesión de Lope con hacer una finca. Si quería ser campesino, ¿por qué convertirse en soldado y venir a América? Me costaba entenderlo, así que le pregunté de manera franca:

- Lope, ¿para qué has venido a América?

- Pues, yo he venido a que me den la tierra que me han prometido. Yo he venido a buscar mi pedazo de Venezuela, y de haber sabido que Alfínger la iba a abandonar para venir a buscar oro a Santa Marta, me hubiese ido a Curazao con Ampíes.

Dijo Lope, antes de lanzar una carta, de mala gana. Se recuperó y seguimos jugando.

- ¿Y tú? ¿A qué has venido aquí? - Dijo Lope, con mucha serenidad.

- Pues, como todos aquí, yo he venido a hacer fortuna. A buscar oro.

- ¿Y después qué, Paco?

En ese momento, la pregunta me dejó un poco incómodo, así que procedí a definir un asunto que me pensé que ya había quedado claro, aunque era evidente que no.

- Ya te he dicho que no me gusta que me llames Paco.

Lope lanzó una sonrisa y comenzó a burlarse de mí.

- Disculpe, señor Francisco.

Íbamos a seguir jugando cuando súbitamente una voz gruesa se incorporó de manera brusca a la conversación.

- ¿Francisco?

Me volví a verle y era un soldado de facciones toscas, con una barba gris prominente, y una expresión de pocos amigos. Yo al verlo le respondí con un monosílabo “Sí” mientras asentía con la cabeza.

- ¿Francisco Martín?

Insistió el hombre. Yo le di la misma respuesta. Él prosiguió:

- El mismo que sirvió en Santa Marta, supongo.

Por un momento temí que se tratara de algún problema con el alemán, que era bien sabido que podía mandar a dar garrote, o incluso ahorcar, por cualquier minucia. Yo había estado recolectando oro más temprano, y aunque siempre lo daba al oficial encargado de levantar el acta, bastaba una mentira de alguien para despertar la ira del germano. Antes de preguntar, la duda fue disipada.

- El Capitán Gasconya está buscando oficiales con experiencia para que lo acompañen de vuelta a Coro, como ha mandado el Gobernador Alfínger.

- ¿Y me ha pedido a mí?

- Está buscando hombres que conozcan bien Santa Marta, y tú eres de los pocos.

- Bueno, sí, pero no esta parte. Yo estuve con él cuando lo de Bastidas.

- Eso ya es más que muchos otros. Además, no os preocupéis, que van varios guías con ustedes. Ellos los acompañarán hasta Maracaibo.

Gasconya ya había recorrido muchas veces el camino entre Maracaibo y Coro, así que de ahí en adelante el camino sería sencillo. Sin embargo, no me fiaba mucho, puesto que ya éramos pocos, y al formar una compañía más pequeña, seríamos fáciles de emboscar.

- Venga, no te lo pienses mucho que al Gobernador no le va a gustar, ¿vale? Salimos mañana temprano, así que duerme temprano.

Y así, sin darme la oportunidad de aceptar, y sin decirme tan si quiera su nombre, el personaje se fue. Aunque no quería ir, sabía que no era una posibilidad negarme, pues era exponerme a los humores de Alfínger.

- Te has tardado demasiado. - Dijo Lope.

- ¿Me toca repartir a mí? - Dije, saliendo de mis pensamientos.

- No hablo de la baraja.

Lopez señaló mi plato y donde antes había una sopa de yuca, ahora estaba el perro lamiendo el recipiente vacío. Le hice una seña y el perro se alejó, temeroso. Lope se rió y yo le seguí, pues de nada me servía enojarme con la pobre bestia, que seguro estaba pasando más hambre que yo. Así que mientras el perro se alejaba, yo agarré mi plato vacío y me dispuse a buscar algo más de comer.

Mientras avanzaba entre la tropa que ya hacía la sobremesa mientras reían, vi como el tamborilero empezó a darle al cuero con mucha fuerza. Empezó con los ritmos lentos y luego aceleró un poco, marcando el inicio de esa canción que todos nos sabíamos. Luego un soldado comenzó a marcar el ritmo con la chirimía mientras otro acompañaba en la guitarra y los demás comenzamos a cantar a todo pecho:

 

 

Hoy comamos y bebamos

y cantemos y holguemos

que mañana ayunaremos.

 

Por honra de Sant Antruejo.

parémonos hoy bien anchos.

Embutamos estos panchos,

recalquemos el pellejo:

que costumbre es de concejo

que todos hoy nos hartemos,

que mañana ayunaremos.

 

Honremos a tan buen santo

porque en hambre nos acorra;

comamos a calca porra,

que mañana hay gran quebranto.

 

Comamos, bebamos tanto

hasta que reventemos,

que mañana ayunaremos.

 

Bebe Bras, más tú Beneito.

Beba Pedruelo y Lloriente.

Bebe tú primeramente;

Quitarnos has dese preito.

 

En beber bien me deleito:

Daca, daca beberemos,

que mañana ayunaremos.

 

Tomemos hoy gasajado,

que mañana vien la muerte;

bebamos, comamos huerte,

vámonos carra el ganado.

 

No perderemos bocado,

que comiendo nos iremos,

y mañana ayunaremos.

 

 

 

Al final no conseguí comida y en el último envite, Lope me ganó el juego de Truco.

 

La Provincia de los Topeyes.

 

Hacía una mañana radiante. Como siempre en Tierra Firme, al despertar se escuchaban cientos de ruidos escondidos en la selva. Me desperté con los primeros rayos de sol y el relinchido de los caballos. Me estiré y me puse de pie, con algo de dificultad para enderezar la espalda, que me dolía por haber dormido en un terreno tan irregular.

No tuve mucho tiempo de espabilarme porque al rato me llamó el Capitán, pidiendo que ayudase a armar las provisiones. Lo hicimos rápido, porque apenas y había suficiente para poner algunas yucas y maíz en las mochilas. Tampoco queríamos dejar a la expedición sin nada de comer, y era muy probable que nosotros encontrásemos otros pueblos en el camino, y con ayuda de los indios nos sería fácil conseguir algo de comer.

El sol apenas había levantado cuando comenzamos a andar. Adelante iban los guías y el Capitán Gasconya, con su barba abundante y sus cabellos cortos. Era fácil distinguirlo por la pluma roja que le había colocado a su casco. Más atrás venían una decena de piqueros, luego los ocho espadachines, y más atrás veníamos los escopeteros y ballesteros. A nuestros lados, nos flanqueaban los jinetes, incluidos un par de caballeros de artillería pesada. También nos acompañaba la indiada, conformada por una docena, que diligentemente llevaban la carga de treinta mil pesos de oro.

Más adelante pude ver que andaba un perro que jugaba con unos de los piqueros, el licenciado De la Muela. También jugaba con otro piquero que en principio pensé que se trataba de un hombre enclenque, pero resultó ser un mozo que llegaría si acaso a unas trece o catorce primaveras, hijo de Cordero.

El día marchó sin grandes novedades. Nos detuvimos a almorzar y descansamos un rato para evitar andar con el sol de mediodía, que siempre es el más inclemente. Al seguir marchando pronto dimos con el pie de la cordillera, y fue allí cuando los jinetes se detuvieron. Su Capitán, Casimiro de Nuremberga, le dijo a Gasconya que de ahí en adelante era muy difícil para los caballos y era tarea de nuestra compañía seguir a pie por el mismo camino que habíamos venido, bordeando el río. Luego se despidieron y emprendieron el regreso a Pauxoto.

Fue así como abandonamos la Provincia de Pacabueyes y nos adentramos en las montañas. Según contaron los guías, aquellos eran territorios escasamente poblados por otros indios llamados los Topeyes. Por allí anduvimos el resto de la jornada sin ver poblado alguno, hasta que conseguimos un claro donde nos echamos a dormir.

Al día siguiente el despertar no fue agradable. Todavía no había terminado de salir el sol cuando escuché al Capitán Iñigo Gasconya gritar “¡Canallas! ¡Son unos traidores!”. Me desperté bruscamente, y lo primero que vi fueron las mochilas con el oro, intactas donde las habíamos dejado la noche anterior. Con mi mirada seguí recorriendo el campamento y vi que parecían estar todos los soldados, cada uno en uniforme y con armas. Finalmente caí en cuenta de lo que pasaba: de la docena de indios que habían partido con nosotros, apenas quedaban tres.

- ¿Dónde están los demás?

Le pregunté a la única mujer del grupo, que se encogió de hombros y miraba a todas partes, como preguntándose qué había pasado. Nadie tenía respuesta alguna.

Luego de que el Capitán se calmó, tomamos el desayuno y hablamos con los indios, que nos explicaron que los que se habían ido eran de otras gentes, cercanos a los Topeyes. Ellos prefirieron quedarse con nosotros, pues ya tenían buena relación con los nuestros. Finalmente decidimos repartir las mochilas entre los soldados y seguimos andando.

Honestamente, los nuestros iban mucho más lento con la carga. Los indios, aunque se veían flacos y débiles, cargaban sus catauros con ánimo y se movían mucho más rápido. De cuando en vez pedían cierto descanso, masticaban unas hojas que cargaban siempre consigo, y luego seguían con más ánimo y fuerza que antes. A mí me impresionaba, pero cuando me tocó el turno de cargar la mochila no los pude imitar. Además, la comida cada vez era menos, y en aquellos territorios tan poco poblados no conseguimos mucho que comer.

El sol nos castigaba y el cuerpo nos comenzaba a fallar. De tanto andar y poco comer, cada vez nos sentíamos más débiles. El pobre perro del licenciado De la Muela era sólo un saco de huesos que deambulaba, oliendo todo con desespero, y comiendo cualquier rama que se le atravesaba.

El animal marchaba sin hacer mucho ruido, hasta una tarde en la que comenzó a gruñir. Yo le hablé a la bestia para que se calmara, y entre la maleza escuché el grito de lo que parecía ser uno mono. Imaginé que el perro estaba inquieto por las bestias ocultas. Súbitamente escuché un grito más cercano. Me volví y vi a Viscayno, un pequeño y grueso piquero de abundantes barbas, retorcerse de dolor mientras se agarraba una flecha que le atravesaba el costado.

- ¡Emboscada! - Gritó Gasconya, sin pánico, y más bien con tono de orden.

Los nuestros rápidamente se acomodaron mientras caía una docena de flechas a nuestro alrededor. Vimos que salían del flanco izquierdo de nuestra vía, pero no distinguíamos desde donde. Me invadió el pavor, puesto que no sabía ni cómo eran, ni cuántos eran, ni cómo atacarles. Escuché un silbido a través del aire y apenas pude mover la cabeza y ver cómo una flecha se clavaba en el árbol que tenía a mi lado. Me agaché para tomar mi arcabuz y me eché a un lado del árbol para echarle la pólvora  y luego el taco.

Los indios que estaban con nosotros fueron mucho más rápidos y sacaron sus arcos y lanzaron un par de flechas en respuesta, pero sin saber exactamente hacia dónde. Los espadachines gritaban y se acercaban, mientras el hijo de Cordero gritaba y se iba a dar a la fuga cuando su padre le gritó.

- ¡Hijo, no corráis que te van a dar caza!

Yo ya había metido y golpeado el taco y luego metí la bala. Todo un caos envuelto en gritos. Yo no sabía qué pasaba, y estaba listo para que algún dardo viniese a darme en cualquier momento. Pero no fue así, y hube terminado de armar la carga y me puse de pie, avivando la mecha y apuntando hacia la maleza, sin tener muy claro un punto específico. El arcabuz detonó y la bala salió a toda velocidad y se perdió entre la maleza. Allí, finalmente, escuchamos algunos gritos que estaban a unos metros de distancia. No supe si era de dolor o de pavor, puesto que no se escuchó como que la bala hubiese cogido a nadie. Pero los gritos se escucharon cada vez más lejos hasta que finalmente se apagaron. Nunca vi cómo era nuestro enemigo. No sentí la satisfacción de la victoria, sino el pequeño alivio de saber que no nos habían muerto.

- ¡Topeyes! - Dijo uno de los indios, mientras nos invitaba a andar rápido.

Y Gasconya, ni hizo seña y todos comenzamos a andar. Milagrosamente Viscayno había sido el único que había salido herido de la emboscada. Los demás sólo nos quedamos con el susto y la alerta. Yo, por precaución, volví a poner pólvora y taco al arcabuz y así anduve el resto del día, con el arcabuz en una mano y un puñado de balas en la otra.

Anduvimos cuatro días, cada vez con menos canciones y risas. Las sobremesas ya no eran cordiales, pues terminábamos de comer rápido para seguir andando. Pronto comenzamos a quedarnos sin comida cuando todavía hacía hambre, pero nadie se quejaba.

Las caras largas hacían evidente la preocupación que reinaba en el ambiente. El silencio hacía que los días parecieran eternos. El ruido de las pisadas era una monotonía sin fin, que sólo era interrumpida por algún ladrido del perro o las frases que intercambiaban los indios en su lengua. A estas, casi siempre se sumaba Gasconya, preguntando qué pasaba, con cierto aire de preocupación que desconcertaba todavía más a la compañía. Sin embargo, todos estábamos seguros de que pronto llegaríamos a Maracaibo y allí encontraríamos comida y auxilio.

- ¡Ánimo que ya vamos a salir de la Sierra!

Fue una de las pocas frases del Capitán que lograron levantar el espíritu a los nuestros, que cada vez estaban más decaídos, enjutos y preocupados.

Caminábamos en silencio. Además de los ruidos de pájaros que rara vez veíamos, sólo se oían nuestros propios pasos, y el golpe de las espadas contra la dura maleza que no nos daba tregua. De hecho, las espadas comenzaban a quebrarse de tanto recibir golpes contra árboles y otras ramas. Habían perdido todo el filo y hasta se estaban poniendo marrones. Adelante iba el hidalgo Gasconya, utilizando su espada con destreza para partir ramas, cuando súbitamente dejó de golpear.

- ¡Callad!

Gasconya subió el brazo con la mano abierta, ordenándonos que nos detuviésemos. De pronto se instaló en mí el miedo que me perseguía como una fantasma por la jungla: nos habían emboscado. Los indios también se pusieron nerviosos, mirando a todos lados.

- ¿Qué pasa? - Preguntó Juan Floryan, casi susurrando cerca de Gasconya.

Yo, que estaba también cerca y que tenía mi arcabuz en mano, me acerqué un poco más al frente, para tratar de ser útil.

- Una culebra. - Respondio Gasconya, lentamente.

- ¿Se ve peligrosa?

Mientras me acercaba por un costado de Gasconya, pude ver que el vasco tenía los ojos abiertos y una expresión de pavor que anticipaba lo peor.

- Nunca había visto algo semejante. ¡Es una culebra con patas!

Me acerqué para comprobar y efectivamente se trataba de una serpiente verde, con cuatro patas y una cola más corta que las de la Península. Detrás de su cuello tenía unas escamas grandes y puntiagudas, y aunque se veía inmóvil, súbitamente sacó su asquerosa lengua y la volvió a meter. Yo lo vi como un animal asqueroso.

Súbitamente el animal arrancó a correr y los piqueros lanzaron un grito agudo muy impropio de un soldado. Los indios rieron fuerte, mientras la india sacó una flecha con mucha destreza y le disparó a la bestia, que parecía correr para darse a la fuga. Los indios recogieron el cuerpo sin vida del animal y se tomaron su tiempo para despellejarlo, mientras nosotros armamos una fogata lista para poner el animal a la brasa.

Al final de la tarde lo logramos cocinar, aunque era muy pequeño y si acaso daba para un bocado por persona. Antes de metérmelo a la boca, me preocupaba un poco que se tratase de algún tipo de serpiente venenosa. Le señalé las carnes a la india, quien me respondió con una sonrisa que parecía invitarme a la despreocupación:

- Iguana.

Ese era el nombre del animal, del que después me explicaron que era dócil, que nada más se alimentaba de plantas y que no solía atacar a persona alguna. Nosotros lo atacamos y comimos, pero tan poca carne resultó en un aperitivo que pareció más abrir el apetito que saciarlo.

No había mucho de comer cuando encontramos que el camino terminaba. Ya no teníamos hacia dónde ir, puesto que las paredes de la montaña eran muy elevadas y además recubiertas de una espesa maleza. Gasconya estaba molesto, y el resto estábamos cansados y hambrientos. Finalmente decidimos colgar las hamacas en los árboles cercanos y dormir ese día a la orilla del río.

Al día siguiente me despertó el hambre. Y al abrir los ojos sentí también frío. Si bien Tierra Firme era casi siempre muy cálida, ese día amaneció demasiado fresco. Las laderas de la montaña no permitían que el sol calentara las tierras que pisábamos ni el agua del río que corría a nuestro lado.

Luego de que todos estuvimos despiertos, nos comimos las únicas yucas que quedaban. Entonces el Capitán decidió que andaríamos por el río, que seguramente iba a dar a la Laguna de Maracaibo, y luego allí retomaríamos la ruta a Coro. Dicho esto comenzamos a andar por la orilla del río, empresa que se hacía complicada al ir cargando también nuestro botín.

Caminar por piedras húmedas y babosas mientras se carga una mochila pesada no es tarea fácil. Para ayudarnos un poco decidimos ir descalzos. Y al dejar los zapatos tirados en medio de la selva, algunos cristianos aprovecharon de dejar parte de su armadura, que durante la tarde se hacía demasiado caliente. Yo dejé mi arcabuz, que al mojarse en el río se había hecho inútil. Y así, un poco más ligeros todos, logramos andar con un poco más de rapidez. Y así anduvimos toda la mañana.

Al mediodía llegamos a una parte donde el río se hacía demasiado hondo para seguir a pie. Gasconya ordenó entonces que construyéramos una pequeña embarcación, así que los indios y algunos espadachines se fueron adentrando en la maleza para buscar madera. Se fueron como por una hora, mientras los demás nos quedamos cuidando el oro.

La fortuna nos sonrío por una vez, ya que al regresar los indios dijeron que había muchos palmitos, y trajeron para que nosotros los comiéramos. Con el hambre que tenía no pude quejarme, pero el sabor del palmito era amargo y desagradable. Incluso el perro lo olió y pareció disgustarle, pero luego de unos minutos pareció resignarse y lo comió con dificultad.  El joven hijo de Juan Ramos incluso se quejó del sabor, pero su padre le pidió que callase y comiese. Todos sabíamos que los ánimos comenzaban a flaquear y tratábamos de no hablar para mantener el ánimo.

Luego de comer nos pusimos a acomodar todas las ramas que se habían recolectado y comenzamos a amarrarlas con juncos. El resultado fueron dos balsas medianas que parecían tener suficiente resistencia para transportar algunos hombres, además de las mochilas cargadas de oro. Pero el día ya había avanzado mucho, así que decidimos acampar allí.

Al día siguiente me volví a despertar de primero y tuve algunos momentos para admirar la naturaleza del sitio. Aunque estaba hambriento y un poco temeroso, me sentí un poco en casa con las forma de ser de esa provincia montañosa, con clima más templado y altos árboles. Por momentos me sentí de vuelta en Extremadura, cerca de mis amigos y mi familia, añorando aquellas calles en las que crecí. Pero no estaba allí, estaba en la Tierra Firme, en la América, y los indios que habían despertado y hablaban en sus lenguas me lo recordaron.

Después de comer palmitos de nuevo, salimos río abajo. Nosotros andábamos por la orilla como podíamos, mientras que Juan Montañés iba en una balsa con dos indios y en la otra iban Pedro de Utrera, Juan Floryan y Martín Alonso. Por momentos nos dejaban muy atrás, cosa que me preocupaba, principalmente por el oro; sin embargo, al rato nos volvíamos a rencontrar. Y seguimos bajando por una parte donde el agua corría con mucha fuerza y allí las barcas cogieron fuerza. Montañés y Utrera no podían maniobrar las pequeñas e improvisadas embarcaciones. Eran apenas unos pasajeros en esas ramas que navegaban por las aguas que se partían en rocas y dibujaban espuma. Y nada pudieron hacer cuando las dos embarcaciones tocaron fondo y las mochilas con el oro cayeron al agua.

Nos apresuramos a socorrerlos, y al llegar vimos que Juan Montañés estaba de cabeza en el río. Parecía muerto, pero se movía en actitud desesperada, mientras maldecía a viva voz:

- ¡Se ha perdido! ¡Todo! ¡Maldición! - Decía, mientras metía las manos en el agua y, con impotencia, sacaba sus manos llenas de piedra y nada más.

Gasconya estaba furioso, aunque se amilanó al ver que en la otra barca Floryan, Utrera y Alonso habían logrado mantener la mochila a flote. Todos estaban emparamados, ya sin sus cascos y ni espadas. Montañés seguía maldiciendo, mientras todos nos mirábamos en silencio. Yo me eché en la orilla del río, y recorrí con mi mirada al Capitán desconcertado, Montañés fuera de sí, los indios alterados hablando en su lengua, y el resto de los hombres hambrientos, cojos y desconsolados. Fue ese el momento en el que me di cuenta de que aquella caravana probablemente no iba a terminar bien.

 

La montaña.

 

Tanto esfuerzo y trabajo perdido. Tantos hombres que dieron su vida por el tesoro, y ahora se había perdido en el fondo del río. Además, con media carga, no sería sorpresa alguna que nos costara mucho convencer a los nuestros de que nos dieran socorro. Toda la expedición estaba en peligro, desde el alemán que necesitaba los refuerzos para seguir adelante, hasta nosotros que comenzábamos a sentirnos cada vez menos animados. Y además, lo que más me dolía, que habíamos perdido el oro.

Por alguna razón recordé a Lope. Aunque no le entendía del todo, muchas veces escuchar sus palabras me ayudaban a pensar de otra forma; y en ese momento, realmente lo necesitaba. ¿Qué diría Lope si estuviese aquí, conmigo, en esta expedición? Probablemente habría lanzado alguna de sus frases disminuyendo la importancia del oro. A lo mejor diría algo así como “Al menos ahora hay menos para cargar”. Y tendría razón. Ahora, al menos deberíamos poder desplazarnos más rápido.

- ¡Vamos! ¡Rápido!

Dijo Gasconya, con cierto tono autoritario que los hombres comenzaban a cuestionar.

- No – Respondió Juan Floryan, por primera vez cuestionando las palabras del hidalgo- No podemos seguir a pie. Mirad a Pedro.

Pedro de Utrera estaba maltrecho y tenía un grano en el pie. Apenas si podía caminar, y con un hombre así, iríamos muy lento. Aunque había silencio, parecía que cada hombre tenía centenares de cosas por decir, pero nadie se atrevía. Había demasiada tensión y parecía que cualquier palabra podía dividir a la compañía. Por su parte, el Capitán sabía bien que tenía que tomar alguna decisión que complaciera a todos, y al igual que hizo el alemán en Pauxoto, decidió dividir.

- Ea. Entonces vosotros iréis en la barca. Nosotros continuaremos a pie y nos encontraremos más adelante. - Sentenció Gasconya.

- Yo también puedo ir en la barca. Así puedo buscar los rastros del tesoro. - Inisitió Juan Montañés.

El Capitán, que comenzaba a perder la paciencia, sentenció rápidamente:

- En la barca irán Floryan, Alonso y Utrera, igual que antes. El resto, andaremos a pie, con lo que queda del tesoro.

Y dicho esto, nos pusimos a andar. Cargábamos el tesoro con dificultad, caminando al borde del río y escuchando el correr del agua. A nuestro lado vimos pasar el bote improvisado. Sus palos amarrados se veían endebles, como que en cualquier momento podían ceder. Yo me preocupé, pero no podía hacer nada sino pedirle a Nuestro Señor por ellos. Los vi desaparecer en medio de la maleza, río abajo, y lancé una mirada al cielo, esperando que la fortuna les sonriera.

Nosotros íbamos lento. Entre los nuestros había mucho cansancio y poca disposición. El calor de Tierra Firme nos hacía sudar más, así que con demasiada frecuencia nos deteníamos para tomar agua del río. Avanzamos apenas legua y media cuando pude ver que el río terminaba abruptamente en una pared blanca. Era piedra de la misma montaña, que parecía imponerse violentamente contra nuestra voluntad de seguir avanzando. A lo lejos, a la orilla del río, estaba la balsa y un cuerpo de cristiano, echado e inmóvil. Al verlo me sobresalté y traté de apresurar el paso, pero las piedras del piso contra mis pies descalzos y la lentitud con la que respondían mis piernas me reveló que mi cuerpo estaba mucho más débil de lo que yo creía.

Los demás hombres también notaron la barca y el Capitán nos mandó a un grupo a acercarnos al trote. Cumplimos la orden con cuidado de no resbalar en las piedras aledañas al río, que estaban lisas y húmedas. Yo miraba los alrededores, alerta y preguntándome si detrás de algunos árboles no habían indios listos para hacernos una emboscada.

Al acercarnos más, escuchamos la voz de Utrera y nos quedamos más tranquilos:

- Ea, cristianos. - Nos dijo Pedro – Floryan y Alonso han ido a ver la sierra.

El pico no era muy alto, aunque estaba lleno de maleza. Pero apenas si vi hacia arriba, porque de inmediato mis ojos bajaron hacia las extremidades de Utrera, quien evidentemente se había quedado echado por su mala disposición.

- ¿Te duele? - Le pregunté.

- ¿Esto? Apenas un grano. En el pasado he sido maltrecho por armas de guerra y aquí estoy. Esto no es nada.

El optimismo de Pedro de Utrera nos contagió por un momento, y con una sonrisa esperamos al resto del grupo, que llegó justo cuando Floryan y Alonso llegaron de entre la maleza con algunos palmitos para compartir. De buen humor por el rencuentro nos sentamos a orilla del río, compartiendo la poca comida mientras hacíamos sobremesa y los hombres planificaban el resto del día y la mañana siguiente.

- El pico no es muy alto – dijo Floryan, mientras tragaba un trozo de palmito. - Si lo subimos, reencontramos el río allá y nos ahorramos un buen tramo.

- No se diga más. - Respondió Gasconya, quien había terminado de comer y tenía ese aire hidalgo y distendido que no le abandonaba ni en la peor adversidad.

Sin que lo hubiesen convidado, Pedro de Utrera se metió en la conversación.

- Conmigo así, no creo que ahorraréis mucho tiempo. Además, tendrían que cargar la barca. Yo creo que mejor deberíamos bordear.

La barca no era ningún problema, puesto que ya íbamos cargando el oro, que era mucho más pesado. El problema era, sin lugar a dudas, que Pedro estaba mucho peor de lo que se atrevía a admitir. Sentí un poco de lástima por el hombre, que sin duda debía estar pasando por un terrible dolor, pero a la vez sentí admiración y gratitud por un soldado que estaba dispuesto a cargar con todo eso para no bajar la moral de los demás.

- Ea. Entonces vosotros bordearéis el río y nosotros subimos la montaña. Nos vemos mañana del otro lado.- Dijo Gasconya, sin pensarlo mucho.

Y los tres cristianos se fueron, acompañados de un indio, mientras nosotros subimos la montaña con el sol ocultándose a nuestras espaldas. Llegamos a la cima con el estómago vacío nuevamente pero sabíamos que no había cena. Sin quejarnos hicimos una fogata y montamos las hamacas en los árboles. El día terminaba y al menos habíamos encontrado forma de recortar camino. Luego de conversar un rato a la luz de la fogata, nos acostamos a dormir.

Al día siguiente, el cielo amaneció nublado. Los diferentes tonos de gris nos sirvieron de fondo mientras comíamos algunos palmitos que había en los alrededores. Aunque el sabor era igual de desagradable, el hambre nos obligaba a consumir el amargo alimento. Incluso el perro del Licenciado de la Muela, luego de oler algún pedazo que éste le lanzaba de su propia ración, parecía comérselo con resignación. La pobre bestia estada cada vez más flaca y débil.

No perdimos mucho tiempo y, apenas terminamos, comenzamos a descender la cima por el otro lado de la montaña. Una pequeña llovizna comenzó a caer, haciendo la caminata un poco peligrosa. La tierra comenzaba a transformarse en un fango baboso del que uno no se podía fiar para dar un paso seguro. Yo iba adelante con un pequeño grupo liderado por el Capitán Gasconya, que miraba continuamente al cielo, como preocupado por la posibilidad de algún chubasco.

Caminábamos lentamente cuando escuchamos un llanto fantasmal. Súbitamente de entre las ramas apareció una figura que parecía un alma en pena. Se acercó hacia nosotros, rápidamente, y al verlo de cerca distinguí al indio que había partido con Floryan, Utrera y Alonso. El pobre lloraba, desconsolado. Cuando finalmente el Capitán lo hubo calmado, el indio habló con su voz tenue, articulando una frase en su pobre español.

- Volvámonos, que están allí muchos indios que han muerto los tres cristianos.

Al oír estas palabras no supe cómo reaccionar. Simplemente quedé en silencio. El Capitán hizo lo propio, y lo único que se escuchó durante unos segundos fueron las gotas de la llovizna cayendo sobre las hojas de los árboles. Los hombres se miraban entre ellos, pero ninguno se atrevía a decir nada. Parecía que la incredulidad se había apoderado de todos.

- ¿Cómo que muerto? - Dijo San Martín, enfurecido. - ¡Este indio debe estar mintiendo!

San Martín se iba a abalanzar sobre el pobre hombre desnudo, pero el Capitán lo detuvo con firmeza y lo emplazó a quedarse en su puesto. Al verse obligado a actuar, Gasconya pareció volver a retomar su estado natural y comenzó a ver a los lados, como hablando para sí mismo, hasta que finalmente tomó una decisión. O algo parecido.

-  Esperemos a los demás, y cuando lleguen decidimos qué hacer.

Y así nos echamos en la ladera por algunos minutos. Yo miraba el piso, que dejó de recibir gotas. La llovizna se detuvo, aunque el cielo seguía nublado. Una fresca brisa sopló en la sierra, moviendo las matas, que parecían chillar en respuesta a la muerte que acababa de ser anunciada. Y por muchos minutos me quedé allí, sentado, hasta que llegó el perro del licenciado, muy campante él. Comenzó a lamerme el brazo, tal vez por lo salado de mi sudor.

Los nuestros se extrañaron de nuestra actitud hasta que el Capitán les avisó lo que había pasado. De nuevo la respuesta fue el silencio, aunque esa vez Ramos se mostró muy preocupado e inmediatamente sugirió que bajásemos a ver lo que había ocurrido. Todos nos miramos con tristeza, y supimos que no había otra opción.

Lentamente seguimos el descenso, que en ese momento parecía ya una procesión litúrgica. Yo rezaba hacia mis adentros, aunque sin querer hablar muy duro para no desconcertar a los demás. Y así anduvimos, en silencio hasta que el rumor de los pasos enmudeció ante el agua que se escuchaba a lo lejos. Y cuando vi la orilla del río entre los árboles, pude distinguir un cuerpo tirado en una posición retorcida y extraña. Miré a los lados como asegurándome de que no fuese alguna emboscada, aunque en realidad perdía mi tiempo, pues los indios cuando se escondían eran casi imposibles de detectar. Aun así, seguía girando mi cabeza para intimidar a quien pudiese estar acechando desde los arbustos.

Volví mis ojos al frente, al cuerpo que yacía inerte a la orilla del río. Y al acercarme pude constatar que lo que yo pensaba eran extremidades eran en realidad flechas que tenía clavadas en el costado el pobre Juan Floryan. El soldado había muerto con una extraña expresión en el rostro. Yo saqué una de las flechas y olí su punta, y el fétido olor me dejó claro que se trataba de algún fuerte veneno que los indios utilizaban en sus flechas para hacerlas más mortíferas.

Escuché un “Ea” lejano, y al voltear vi a Cordero, a lo lejos señalando al piso. Levantó una pieza de tela, que era claramente el sombrero de Martín Alonso, que estaba todo lleno de sangre. Cordero tocó las gotas de forma macabra, y luego dijo de forma casual.

- Todavía está húmeda... - Cordero volvió a dejar el sombrero en el piso, y luego señaló el lugar y dijo.- ¡Mirad!

Todos acudimos al sitio, donde estaban marcadas las huellas de varios indios, así como un rastro de sangre que se perdía entre la selva. Gasconya nos hizo seña de que lo siguiéramos, aunque los hombres optaron por explorar un poco los alrededores, buscando el cuerpo de Utrera, que por ser el más maltrecho, sin duda debía estar muerto también. Pero no dimos con él. Seguro se lo había llevado el río.

Entonces comenzamos a seguir los rastros de sangre y pisadas. El camino no estaba muy bien definido, e incluso nos sorprendía cómo los indios habían de transportarse por maleza muy espesa donde nosotros tuvimos que echar espada para poder pasar. Aunque había sido soldado durante mucho tiempo y había visto morir a muchos de los nuestros, ver aquel hilo de sangre me revolvió las entrañas. Creo que era el saber que el pobre probablemente había estado vivo mientras lo arrastraron quién sabe hasta dónde. Y quién sabe qué habrían hecho después con él. No dejaba de preguntármelo mientras avanzábamos entre la espesa jungla.

La lluvia comenzó a caer nuevamente, pero esta vez con fuerza. El Capitán comenzó a maldecir, mientras las gruesas gotas de lluvia borraban los pasos y la sangre, y todo el piso se convertía en un fango marrón. Los rastros desaparecían ante nuestros ojos, mientras algunos de los nuestros se unían al desaliento de Gasconya. Otros respiraron aliviados. Francamente, yo me encontraba en el segundo grupo, puesto que me invadía un poco de miedo llegar hasta el pueblo de los violentos indios que habían sido capaces de dar muerte a tres hombres, incluyendo uno que cojeaba.

Decidimos entonces quedarnos allí hasta que anocheciera. Usamos las hamacas para improvisar unas tiendas para protegernos de la lluvia, que duró justo hasta que se fue el sol. Y todavía con la tierra húmeda acomodamos unos palos, y nos costó mucho encenderlos para hacer algo de fuego. Cuando finalmente lo logramos, caímos en cuenta de que no teníamos manera alguna de saciar el hambre que nos atacaba a todos.

Decidimos ponerlo al voto y luego de aprobarlo, uno de los nuestros se puso de pie, desenvainó su espada y le dio muerte al perro. De la Muela lloró mientras su can se cocinaba en el fuego, y siguió haciéndolo cuando minutos después devoramos al animal.

 

Herina.

 

Al día siguiente logramos comer palmitos. Y el siguiente. Pero no dábamos para más. Hacía el sol de mediodía, y los hombres cortaban matas para hacer camino. Sus cuerpos chorreaban sudor mientras que desde dentro les carcomía el hambre. Incluso estando lejos uno podía escuchar las tripas que sonaban, como suplicando por algún bocado.

Juan Montañés golpeaba con su espada, que con la corrosión marrón en su filo también parecía comenzar a darse por vencida. Montañés siguió golpeando la rama con más fuerza, más fuerza y luego con una furia desmedida, como si aquella planta le hubiese hecho algo. Luego dio unas patadas a la tierra mojada mientras pegaba un grito de “¡Basta!”

Todos queríamos hablar, y aquella pequeña explosión de desesperación nos daba la oportunidad de hacerlo. Así que pusimos el oro en el suelo y después nos sentamos a su alrededor, haciendo un círculo. Gasconya recorría al grupo fugazmente, pero mirándonos a los ojos. A cada uno. Parecía que no quisiera que se le escapase detalle alguno de nuestra alma. Aunque intentaba mantenerse calmado, en su rostro pude ver por primera vez la inquietud de saber que comenzaba a perder el control de su compañía.

- Así no haremos de llegar lejos. - Dijo Ramos.- Andamos muy lento. Tenemos que dejar el oro.

Aquella frase me impactó, primero por lo temeraria de la propuesta, y después porque me hizo pensar que no era del todo una mala idea. ¿Pensando yo en dejar el oro?

- Hemos de enterrarlo. - Dijo Juan Montañés. - Así seguiremos nuestro camino. Y si encontramos gente de paz, volveremos por él.

Todos los hombres asintieron y se mostraron enérgicos en su aprobación. Yo estaba un poco más tranquilo; aunque estaba de acuerdo con la idea, no me gustaba la idea de dejar el oro. Además, me parecía que tomar esa decisión era reconocer que no podíamos seguir con la misión. Yo no estaba dispuesto a ceder ni a darme por vencido. Pero no hizo falta levantar mi voz, pues Gasconya demostró su autoridad y esta vez no buscó negociar.

- El oro que lo lleven quienes puedan y estén en condiciones. Para acortar camino deberíamos dejar el río e ir al norte. A la sierra de Herina.

Gasconya dijo estas palabras y se puse de pie. Entre los cristianos había mucho rostro de rencor, pero más aún de cansancio. Yo no lo pensé demasiado y me lancé a agarrar la mochila. Montañés me vio sorprendido y enfurecido.

-. ¿Nadie me va a ayudar? Que solo yo no puedo. – Dije.

Y vino San Martín a ayudarme, y luego se unió uno de los indios. Y así seguimos caminando, con dificultad y lentamente. El peso era considerable, pero el golpe metálico de las piezas me recordaba el valor que tenían y todo lo que podría hacer con el peso una vez que me dieran mi justa medida. Sabía que todo ese esfuerzo sería recompensado debidamente. Era cuestión de tener paciencia.

Así que esperamos y marchamos. Anduvimos por la selva enfrentando mosquitos, calor, hambre y el peor enemigo de todos: la desesperanza. Cada día que pasaba la desesperación me atacaba con más fuerza, como una fiera que tomaba el control de mi cuerpo para hacerlo más débil y miserable de lo que ya era. Aún con el cansancio de andar caminando todo el día, había noches en las que no podía conciliar el sueño. Pasaba las noches extrañando España, soñando con un futuro que se me escapaba de las manos y que parecía que quedaría sólo en un sueño.

Ocho días pasaron, y los ánimos estaban demasiado caldeados. Se notaba que muchos hombres no daban para más, así que volvimos hacer lo que hacía una semana. Pusimos el oro en el medio y de nuevo Montañés, que era quien se veía más débil a duras penas tomó la palabra.

- Ea, Capitán. Que usted manda, pero ya ve que apenas si podemos seguir en pie.

No hubo el soldado terminado sus palabras cuando Viscayno, que también se veía muy débil y cansado, pareció completar la frase.

- Así no llegaremos lejos. Tenemos que hacer algo.

Y ese “algo” todos sabíamos muy bien qué era. Yo mismo lo sabía, pero no me atreví a decirlo. Nadie se atrevía. Pero Gasconya lo hizo sin ningún reparo y aceptó sin más.

- De acuerdo. Hemos de enterrar el oro aquí. Dejemos alguna marca para venir a recuperarlo después.

Dicho esto tomamos algunos de los catauros de los indios y empezamos a poner todas las piezas de oro ahí. Era tanto oro. Tan brillante. No menos de quince mil pesos que dejaríamos allí, en cualquier parte de la selva, a merced de cualquiera. San Martín veía el tesoro con la misma mirada afligida que yo. Me preguntaba qué pensaba cuando él mismo abrió la boca para sacarme de dudas:

- Con el hambre que tengo. Pensar la cantidad de fiambres que podría comprarme con esto.

Todos reímos con el comentario, menos los indígenas, que seguro no entendían nada. Y metido el oro en los catauros procedimos a abrir un hoyo. Primero intentamos con las manos, pero la tierra estaba demasiado dura, así que por sugerencia de Ramos comenzamos a pinchar la tierra con las espadas para ablandarla, y luego metíamos las manos para excavar. Trabajábamos la tierra cuando de pronto Montañés se puso de pie y, sin decir nada, se echó a un lado, respirando profundo. Hacia otro lado yacía Viscayno, también respirando con dificultad y tocándose la herida que le habían dado los Topeyes. Descansaron ambos, que muy mal estaban, mientras los demás terminamos de enterrar el oro. Luego cortamos algunas ramas de un árbol aledaño para dejar clara la ubicación. Nos tomó un par de horas finalizar la tarea. Después comimos algunos palmitos que habían recolectado los indios. Todos estábamos cansados luego de una larga jornada. Reposamos hasta que cayó la noche y luego nos echamos a dormir.

Al despertar, no sabía cuánto tiempo había pasado. Los días se hacían eternos mientras estábamos rodeados del todo y la nada. A nuestro alrededor lo había todo: árboles, criaturas, sol, agua. Pero no teníamos nada que comer. A escasos pasos del oro, cargando tanta riqueza, y sin embargo me sentía tan pobre y miserable. ¿Valdría la pena todo ese esfuerzo? En ese momento ya comenzaba a dudar.

La duda me atacó en la forma de nuestro Capitán, Gasconya, quien un buen día amaneció también con un grano en una rodilla. Aquella Tierra Firme, que se pintaba tan cálida, era también muy violenta. Su suelo, de tan sólo marcharlo, parecía morder a quienes llegábamos. Los indios, de tanto vivir en el continente ya tenían la piel dura, como los animales de los que están tan cerca.

Yo, que pensaba que tenía la piel gruesa y fuerte, comenzaba a quebrarme también. No sólo en cuerpo, sino en mente y espíritu. Y no era el único, puesto que hasta los indios, que parecían inmunes a los calores, los mosquitos y las enfermedades, no podían escapar al hambre. Ese látigo que nos azotaba a todos en las entrañas, sin misericordia, sin preguntarnos el nombre de nuestro Dios. Cristiano o paganos, todos sufríamos igual y no podíamos aguantar mucho más así antes de que nuestros cuerpos se dieran por vencidos.

Increpamos todos al Capitán, quien insistía en que nos acercáramos a una sierra que se parecía a Herina. Pero no había palmitos, esa terrible mata que, aunque desagradable para mí, había pasado de resignación a alivio. Era un divino tesoro que ansiaba tener. Yo, que había ido a la América buscando oro, me conformaba con una raíz amarga.

Los hombres tampoco aguantaron y decidieron enfrentar al Capitán, que finalmente cedió más por el dolor del grano que por torcer su orgullo. Gasconya nos dijo que nos devolviéramos a donde habíamos dejado el oro enterrado y luego nos encamináramos al río donde murieron los cristianos. Yo no entendí muy bien la razón detrás de dicha estrategia, puesto que cargar el oro nuevamente nos demoraría, mientras que volver al punto donde habían muerto Utrera, Floryan y Alonso nos dejaría a merced de los indios salvajes que les habían dado muerte.

Pero Gasconya era el Capitán y había que hacerle caso. Y comenzamos a marchar mientras dentro de mí encontraba cierto consuelo emocional sabiendo que pronto vería el oro, y albergaba la esperanza de que el vasco decidiese mandarnos de vuelta a Pauxoto a juntarnos con los demás. Pero, ¿cómo se tomaría el alemán el fracaso de nuestra empresa? Eso era otro temor. Al final, en Tierra Firme, estábamos rodeados de fieras. Y yo pensaba que había ido a mejorar mi vida.