Puede resultar ilustrativo contemplar los diversos estratos de la sociedad subterránea de Nueva York del mismo modo que contemplaríamos una sección transversal geológica, o una cadena alimentaria que muestra el desarrollo desde el depredador hasta la presa. Ocupan el lugar más alto de la cadena quienes habitan en el nebuloso mundo situado entre los subterráneos y la superficie, individuos que de día acuden a los comedores de beneficencia, las oficinas de protección social, o incluso a sus puestos de trabajo, y de noche regresan a los túneles a beber o dormir. Luego están las personas que carecen de hogar de manera permanente, habitual o patológica, quienes simplemente prefieren la inmundicia cálida y oscura de los subterráneos a la inmundicia claramente visible y a menudo fría de las calles. Debajo de ellos —con frecuencia literalmente debajo— se encuentran los delincuentes y adictos a diversas sustancias, quienes utilizan los túneles del metro y el ferrocarril como refugio o escondite. En el punto más bajo de esta sección transversal están aquellos espíritus disfuncionales para quienes la vida normal de la superficie resulta demasiado compleja o dolorosa; rehúyen los albergues de beneficencia y escapan a lugares oscuros que les pertenecen sólo a ellos. Y por supuesto existen otros grupos más difíciles de clasificar que viven al margen de estos estratos básicos de la sociedad subterránea: depredadores, asesinos empedernidos, visionarios, locos. Esta última categoría comprende una proporción creciente de personas sin hogar, debido principalmente al cierre por orden judicial de muchas instituciones psiquiátricas estatales en los últimos años.
Todos los seres humanos tienden a organizarse en comunidades, buscando así protección, defensa e interacción social. La gente sin hogar—inclusive los «topos» más alienados de los niveles más profundos— no es una excepción. Aquellos que han elegido vivir bajo tierra en perpetua oscuridad forman también sus sociedades y comunidades. Naturalmente, el término «sociedad» en sí mismo se presta a confusión cuando lo aplicamos a la población subterránea. La sociedad implica regularidad y orden; la vida subterránea es, por definición, desordenada y entrópica. Alianzas, grupos y comunidades se constituyen y disuelven con la fluidez del mercurio. En un lugar donde la vida es corta, a menudo brutal y siempre carente de luz natural, las ceremonias y sutilezas de la sociedad civilizada pueden desvanecerse como cenizas barridas por la menor ráfaga de viento.
L. Hayward
Casta y sociedad bajo Manhattan
(de próxima aparición)
46
Hayward mantenía la vista fija al frente, atenta a los reflejos de las lámparas en el techo bajo y las húmedas paredes del túnel abandonado, semejantes a los destellos de luces de emergencia. El aparatoso escudo antidisturbios de plexiglás le pesaba en el hombro. A su derecha percibía la presencia alerta y serena de Carlin en la oscuridad. Al parecer, conocía bien su trabajo. Sabía que bajo tierra no había peor actitud que la fanfarronería. A los topos no les gustaba que se entrometieran en sus vidas, y si algo los encolerizaba más que la visión de un policía, era la visión de muchos policías en tareas de desalojo.
Al frente, donde estaba Miller, se oían continuas risas y bravatas. La patrulla cinco ya había desalojado a dos grupos de mendigos de los niveles superiores, topos periféricos que habían huido aterrorizados hacia la superficie ante la falange de treinta policías. Aquello había servido para enfervorizar más aún a la patrulla. Hayward movió la cabeza en un gesto de disgusto. Aún no habían encontrado a los topos más radicales. Y era raro. Deberían haber visto ya más mendigos en los túneles del metro situados bajo Columbus Circle. Hayward había advertido restos de fogatas aún humeantes. Eso quería decir que los topos se habían escondido. Lo cual no era de extrañar, considerando el alboroto que estaban organizando.
La patrulla siguió adelante, deteniéndose de vez en cuando para que pequeños destacamentos explorasen nichos y pasadizos laterales. Hayward veía regresar a los agentes con las manos vacías, pavoneándose, dando puntapiés a la basura, los escudos antidisturbios a un lado. En el aire flotaban vapores de amoníaco. Pese a que habían descendido ya a una profundidad donde normalmente no llegaban las partidas de desalojo, el ambiente de excursión aún no había desaparecido y nadie se quejaba. Espera a que empiecen a respirar hondo, pensó Hayward.
El túnel se cortó de pronto, y la patrulla, en fila de a uno, descendió por una escalera metálica al siguiente nivel. Por lo visto, nadie sabía dónde estaba el tal Mephisto ni cuántos mendigos formaban la comunidad Ruta 666, el principal objetivo de la patrulla. Pero a nadie parecía preocuparle. «Ya saldrá de su madriguera —había dicho Miller—. Si no lo encontramos nosotros, lo encontrará el gas.»
Mientras bajaba tras el bullicioso grupo, Hayward tenía la sensación de estar hundiéndose en agua fétida y caliente. La escalera salía a un túnel inacabado. En lo alto de las paredes toscamente labradas corrían tuberías de agua viejas y húmedas. Delante de ellos, las risas dieron paso a cuchicheos y gruñidos.
—Cuidado dónde pisa —advirtió Hayward, enfocando el suelo del túnel, salpicado de estrechos orificios de taladro.
—No me gustaría meter el pie en uno de esos —comentó Carlin, su enorme cabeza mayor aún por el casco que llevaba puesto. Empujó un guijarro con el pie hasta el agujero más cercano y escuchó con atención. Al cabo de unos segundos se oyó el eco de un golpeteo lejano—. Debe de haber caído más de treinta metros. Y por el sonido, parece que abajo también está hueco.
—Fíjese —susurró Hayward, dirigiendo el haz de la lámpara a las tuberías de madera podrida.
—Tienen cien años por lo menos —dijo Carlin—. Creo…
Hayward le apoyó una mano en el brazo para hacerlo callar. En la total oscuridad del túnel se oía un tenue tamborileo.
Un apagado rumor de voces llegó de la cabeza de la patrulla. Aguzando el oído, Hayward notó que el tamborileo se aceleraba e instantes después volvía a perder ritmo, siguiendo una cadencia secreta.
—¿Quién va ahí? —preguntó Miller a voz en grito.
Al suave sonido se unió otro tamborileo, éste más grave, y luego otro, hasta que una infernal sinfonía de ruido pareció inundar el túnel.
—¿Qué demonios es eso? —dijo Miller. Sacó su arma y apuntó en la dirección que enfocaba su lámpara—. ¡Policía! ¡Salgan inmediatamente!
En respuesta, como burlándose de él, resonó el tamborileo entre las paredes del túnel, pero nadie se dejó ver.
—Jones y McMahon, adelántense unos cien metros con su grupo —ordenó Miller—. Stanislaw y Fredericks, vayan a inspeccionar la retaguardia.
Hayward esperó mientras los pequeños destacamentos desaparecían en la oscuridad y volvían con las manos vacías minutos después.
—¿No irán a decirme que no han visto nada? —bramó Miller ante los gestos de desconcierto de sus hombres—. Ese ruido lo hace alguien.
El tamborileo disminuyó hasta convertirse en un único y rítmico golpeteo.
Hayward dio un paso al frente.
—Son los topos, golpeando las tuberías…
—Cállese, Hayward —la interrumpió Miller con expresión ceñuda.
Hayward notó que el resto de la patrulla prestaba atención a sus palabras.
—Así es como se comunican entre sí, señor —añadió Carlin.
Miller se volvió hacia él, su rostro oscuro e inescrutable en la negrura del túnel.
—Saben que estamos aquí —prosiguió Hayward—. Están advirtiendo a las comunidades cercanas, avisándolas de que van a ser atacadas.
—Ya, claro —dijo Miller—. ¿Acaso tiene poderes telepáticos, sargento?
—¿Y usted entiende el morse, teniente? —replicó Hayward.
Miller no supo qué contestar. Al cabo de un momento soltó una estridente carcajada.
—Aquí Hayward piensa que los nativos están inquietos.
El jocoso comentario fue recibido con risas poco convencidas. El tamborileo continuó.
—¿Y ahora qué dice? —preguntó Miller con tono sarcástico.
Hayward escuchó.
—Se han movilizado.
Tras un largo silencio, Miller bramó:
—¡Qué sarta de gilipolleces! —Se volvió hacia su grupo—. ¡Adelante en fila de a dos! Ya hemos perdido demasiado tiempo.
Cuando Hayward se disponía a protestar, se oyó un golpe sordo a corta distancia. Uno de los hombres situados en las primeras filas gimió, retrocedió tambaleándose y dejó caer el escudo. Una piedra enorme rodó hasta los pies de Hayward.
—¡Formación! —gritó Miller—. ¡Escudos en alto!
Los haces de una docena de lámparas barrieron la negrura alrededor, enfocando nichos y viejos techos. Carlin se aproximó al policía agredido.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
El agente McMahon, asintió con la cabeza, respirando con dificultad.
—El hijo de puta me ha dado en pleno estómago. El chaleco antibalas ha amortiguado el golpe.
—¡Salgan de ahí! —gritó Miller a la oscuridad.
Volaron otras dos piedras, surcando los haces de luz como murciélagos. Una cayó en el suelo polvoriento del túnel y la otra golpeó de refilón el escudo de Miller. El teniente disparó su arma y las balas de goma rebotaron en el tosco techo.
Hayward escuchó alejarse por el túnel el eco de las detonaciones hasta extinguirse por completo. Los hombres escrutaban la oscuridad alarmados, balanceándose, ya nerviosos. Aquélla no era forma de abordar una operación de desalojo de tal envergadura.
Respirando hondo, Hayward se dirigió hacia la cabeza de la patrulla.
—Teniente, mejor será que salgamos ahora mismo…
De pronto empezó a caer una lluvia de objetos: botellas, piedras y basura lanzadas desde delante. Los agentes se agacharon detrás de los escudos para protegerse la cara.
—¡Mierda! —exclamó una voz al borde de la histeria—. ¡Esos cabrones nos están tirando mierda!
Cuando Hayward miró en torno buscando a Carlin, otra voz cercana musitó con manifiesta incredulidad:
—¡Dios santo!
Hayward giró en redondo y sintió que le flaqueaban las piernas ante lo que veían sus ojos: un harapiento ejército de mendigos avanzaba hacia ellos desde detrás, en una maniobra perfectamente planeada. En el exiguo resplandor de las lámparas era imposible hacer una estimación fiable, pero Hayward calculó que había centenares, todos ellos lanzando gritos de rabia y empuñando barras angulares de hierro y trozos de varillas de acero del tipo utilizado como refuerzo en el hormigón armado.
—¡Atrás! —rugió Miller, apuntando a la turba con su arma—. ¡Repliéguense y disparen!
Sonó una descarga cerrada, un estampido breve pero insoportable en el reducido espacio del túnel. Hayward creyó oír los impactos sordos de las balas de goma contra los cuerpos. Varios atacantes de la primera fila se desplomaron, aullando de dolor y buscándose entre los andrajos las heridas de bala que creían haber recibido.
—¡Afuera los cerdos! —clamó un topo alto y mugriento de apelmazado pelo blanco y mirada salvaje, y la muchedumbre reanudó la marcha hacia ellos.
Hayward vio retroceder a Miller, refugiándose en el confuso grupo de agentes y dando órdenes contradictorias. Sonaron más disparos, pero era imposible ver nada en el caos de luces que se deslizaban frenéticamente por las paredes y el techo. Los topos gritaban todos a una; era un alarido ululante y furioso que ponía los pelos de punta.
—¡Joder! —exclamó Hayward estupefacta al ver que la turba atravesaba el parpadeante resplandor de las lámparas y entraba en lucha con la falange de policías.
—¡Por el otro lado! —advirtió un agente—. ¡Vienen también por el otro lado!
Se oyó ruido de cristales rotos, y el túnel quedó sumido en la oscuridad, viéndose sólo algún que otro destello cada vez que alguien disparaba. Hayward permaneció inmóvil en medio del caos, desorientada por la falta de luz e intentando conservar la calma.
De pronto notó una mano grasienta entre los omóplatos. Su momentánea parálisis desapareció de inmediato. Soltando el escudo y desplazando el peso del cuerpo hacia adelante, lanzó a su agresor por encima del hombro y le asestó un furioso golpe con la bota en el abdomen. Entre los chillidos y las detonaciones, oyó aullar de dolor al hombre. Otra figura se aproximaba rápidamente a ella. Instintivamente, Hayward adoptó una postura defensiva: encogida, el peso apoyado en la pierna izquierda, el brazo izquierdo en posición vertical ante la cara. A la vez que fintaba, lanzó un golpe con el brazo izquierdo y acto seguido giró en redondo sobre la pierna apoyada, alzó la otra pierna y derribó al atacante de una patada.
—¡Joder! —dijo Carlin con tono de aprobación, abriéndose paso hacia ella.
La oscuridad era ya absoluta. A menos que consiguiesen luz, estaban perdidos. Sin pérdida de tiempo, Hayward buscó a tientas una bengala en su cinturón, la levantó y tiró del cordón de encendido. El túnel quedó bañado por una fantasmagórica luz anaranjada. Atónita, Hayward contempló las figuras que forcejeaban alrededor. Se hallaban acorralados por un gran número de topos. Oyó un chasquido y vio aparecer otra luz junto a ella. Al menos Carlin conservaba la suficiente presencia de ánimo para seguir su ejemplo.
Hayward alzó la bengala sobre su cabeza y observó la situación, pensando cómo reorganizar la patrulla. No veía a Miller por ninguna parte. Recogió el escudo, desenfundó la porra y probó a avanzar unos pasos. Dos topos corrieron hacia ella, pero los puso en retirada con certeros baquetazos. Carlin, vio Hayward de reojo, permanecía a su lado, intimidando a los agresores con su imponente corpulencia y guardándole el flanco con ayuda de su escudo y su porra. Hayward sabía que, en su mayoría, los mendigos de los subterráneos estaban desnutridos y débiles a causa de la drogadicción. Si bien las bengalas habían reducido temporalmente la ventaja de los topos, el mayor peligro seguía siendo su superioridad numérica.
Otros agentes se agruparon en torno a ellos dos. Situándose contra una pared, se atrincheraron tras una barrera de escudos. Hayward advirtió que el grupo de topos que los habían atacado desde la retaguardia era relativamente pequeño y empezaba a unirse al grupo principal. La mayor parte de los policías rehacían la formación al otro lado de la turba, que avanzaba por el túnel hacia la escalera, gritando y arrojando piedras. La única manera de salir era flanquear a la muchedumbre, obligándolos simultáneamente a subir al nivel superior.
—¡Síganme! —gritó Hayward—. ¡Llevémoslos hacia la salida!
Esquivando piedras y botellas, guió al grupo hacia el flanco derecho de la turba. Los mendigos retrocedieron, y Hayward disparó por encima de sus cabezas, dispersándolos. Menguado ya su arsenal de proyectiles, la lluvia de objetos comenzó a amainar. Los alaridos e insultos continuaban de manera intermitente, pero su moral decrecía, y Hayward advirtió con alivio que la turba se retiraba en desorden.
Se detuvo por un instante para recobrar el aliento y evaluar la situación. Dos policías yacían en el suelo mugriento del túnel, uno revolviéndose con la cabeza entre los brazos, el otro al parecer inconsciente.
—¡Carlin! —dijo Hayward, y señaló a los heridos con la barbilla.
De repente se produjo un violento tumulto entre la multitud en retirada. Hayward levantó la bengala y estiró el cuello para ver la causa del súbito alboroto. Allí estaba Miller, aislado del resto de los policías al otro lado de la turba. Probablemente había intentado huir durante el primer ataque y había quedado acorralado por la segunda emboscada.
Hayward oyó un ruido seco y vio aparecer una nube de humo, empalagosamente verde a la trémula luz de la bengala. Miller, aterrorizado, debía de haber echado mano del gas lacrimógeno.
«¡Dios, sólo nos faltaba eso!», pensó.
—¡Las máscaras! —advirtió a voz en cuello.
El gas avanzó lenta y sinuosamente hacia ellos, extendiéndose por el suelo como una alfombra venenosa.
Hayward se apresuró a colocarse la máscara y se ajustó el cierre de velcro.
Al salir de la nube de humo, agachado y con la máscara puesta, Miller parecía un alienígena.
—¡Échenles el gas! —ordenó con voz ahogada.
—¡No! —protestó Hayward—. ¡Aquí no! ¡Hay dos hombres heridos!
Miller pasó ante Hayward sin mirarla siquiera, agarró un bote del cinturón del agente más cercano, tiró de la anilla y lo lanzó hacia la turba. Hayward vio volar otros dos o tres botes de humo, arrojados por agentes que, presas del pánico, seguían el ejemplo de Miller. Se oyeron más chasquidos a medida que otros policías tiraban de las anillas, y la multitud de topos desapareció entre las espirales de humo. Hayward vio que Miller ordenaba a varios agentes que lanzasen sus botes por los orificios abiertos en el suelo del túnel.
—Haremos salir a esos hijos de puta a fuerza de gas —decía—. Si hay más topos escondidos ahí abajo, los obligaremos a subir con esto.
Carlin, arrodillado junto al policía tendido boca abajo, alzó la vista y rugió:
—¡Pare ya, maldita sea!
Las nubes de gas ascendían lentamente, propagándose por todo el túnel. Alrededor, policías de rodillas echaban botes de humo por los orificios. Hayward advirtió que los topos corrían atropelladamente hacia la escalera, intentando escapar del gas.
—¡Se acabó el tiempo! —gritó Miller. Su voz aguda se quebró—. ¡Salgamos de aquí!
En su mayor parte, los policías no se hicieron rogar y desaparecieron en la nube de humo.
Hayward se abrió paso hacia Carlin, inclinado aún sobre el agente caído junto a McMahon. El otro herido se había incorporado y vomitaba sujetándose el estómago. El gas se acercaba a ellos.
—Retrocedamos un poco —sugirió Hayward—. No podemos ponerle la máscara a ese hombre hasta que acabe de devolver.
El policía se puso en pie lentamente, tambaleándose y cogiéndose la cabeza. Hayward lo ayudó a alejarse mientras Carlin y McMahon llevaban al policía inconsciente a un lugar más seguro del túnel.
—Despierte, amigo —dijo Carlin, dándole palmadas en las mejillas y examinando la profunda brecha abierta en su frente.
El muro verde de gas lacrimógeno estaba cada vez más cerca.
El herido parpadeó.
—¿Se encuentra bien?
—Mierda —murmuró el hombre, tratando de incorporarse.
—¿Puede pensar con claridad? —preguntó Carlin—. ¿Cómo se llama?
—Beal —respondió con voz apagada.
El gas casi los había alcanzado. Carlin desprendió la máscara del cinturón de Beal.
—Voy a ponerle esto, ¿de acuerdo?
Beal asintió con expresión ausente. Carlin le ciñó la máscara y abrió la válvula del distribuidor. Luego lo ayudó a levantarse con cuidado.
—No puedo andar —dijo Beal.
—Apóyese en nosotros —respondió Carlin—. Lo sacaremos de aquí.
La nube los había envuelto ya, una extraña neblina verdosa iluminada por el decreciente resplandor de las bengalas. Avanzaron lentamente, casi arrastrando a Beal, hasta donde se hallaba Hayward, que ajustaba la máscara en torno a la cabeza del otro herido.
—Vámonos —dijo Hayward.
Atravesaron el gas lacrimógeno con cautela. Al otro lado no había nadie. Los mendigos habían huido del gas, y Miller, al frente de la patrulla, los había seguido. Hayward encendió su radio, pero no consiguió ponerse en contacto con nadie a través del denso zumbido de interferencias. A lo lejos, oían toses y maldiciones, procedentes de los rezagados ocultos en el laberinto de túneles inferiores obligados a subir a la superficie por el gas. Hayward no tenía el menor deseo de tropezarse con ellos cuando saliesen.
Al llegar a la escalera, Beal se dobló de pronto por la cintura y vomitó en la máscara. Separándose de inmediato del otro herido, Hayward arrancó la máscara a Beal. El agente agachó la cabeza y volvió a levantarla al instante al respirar el gas. Tensó los miembros, se revolvió y, soltándose de los otros dos hombres, se desplomó con la cara entre las manos.
—Tenemos que seguir —gritó McMahon.
—Sigan ustedes —dijo Hayward—. Yo no pienso dejar aquí a este hombre.
McMahon, indeciso, permaneció inmóvil. Carlin le lanzó una mirada iracunda. Por fin McMahon, con expresión ceñuda, cedió.
—Está bien, me quedo.
Con la ayuda de McMahon, Hayward levantó a Beal, que respiraba con dificultad.
—O camina, o nos ahogamos todos —susurró Hayward al oído de Beal—. Es así de sencillo, amigo mío.
47
El Departamento de Policía de Nueva York había habilitado un centro de control de crisis para la operación de desagüe. Entrando detrás de Pendergast y D'Agosta, Margo vio varias hileras de equipo de comunicaciones colocado todavía en plataformas rodantes. Había numerosos policías uniformados de pie en torno a las mesas cubiertas de mapas. Por el suelo serpenteaban gruesos cables negros unidos con cinta aislante.
Horlocker y Waxie se hallaban sentados ante una larga mesa, de espaldas al equipo de comunicaciones. Incluso desde la puerta, Margo advirtió en sus rostros el brillo del sudor. Cerca de ellos, un hombre de escasa estatura y poblado bigote trabajaba ante un ordenador.
—¿Qué es esto? —preguntó Horlocker al verlos llegar—. ¿Un comité de damas en visita de cortesía?
—Señor —dijo D'Agosta—, no podemos desaguar el Reservoir.
Horlocker ladeó la cabeza.
—D'Agosta, ahora no puedo atenderle. Por si no tenía ya bastante, ahora para colmo debo ocuparme de la manifestación de esa Wisher. Entretanto se lleva a cabo bajo tierra la operación de desalojo del siglo. He desplegado a todo mi contingente. Así que si quiere decirme algo, envíeme una carta, ¿entendido? —Hizo una pausa—. ¿Qué? ¿Han ido a darse un baño?
—El Reservoir —intervino Pendergast, avanzando un paso— está infestado de estas peligrosas plantas. Es la especie que Mbwun necesitaba para vivir, la planta de la que Kawakita extraía su droga. Y está granando. —Arrojó sobre la mesa la planta lodosa que llevaba al hombro—. Ahí la tiene. Llena a rebosar de esmalte. Ahora sabemos dónde la cultivaban.
—¿Qué demonios hace? —protestó Horlocker—. ¡Quite esa mierda de mi mesa!
—Eh, D'Agosta —dijo Waxie—, hace un rato nos has convencido de que debíamos sacar a esos monstruos verdes tuyos de las cloacas, y eso nos proponemos. ¿Qué pasa? ¿Ahora quieres echarte atrás? Pues ni hablar.
D'Agosta contempló con repugnancia la sudorosa papada de Waxie.
—Pedazo de gilipollas —respondió—. Para empezar, la idea de desaguar el Reservoir ha sido tuya.
—Mucho cuidado…
—Caballeros, por favor —terció Pendergast, levantando las manos. Se volvió hacia Horlocker—. Tendremos reproches de sobra que hacernos en otro momento. Ahora el problema más urgente es que cuando esas semillas entren en contacto con el agua salada, se activará el retrovirus portador de la droga. —Sus labios se contrajeron por un instante— Los experimentos de la doctora Green han demostrado que la droga afecta a muy diversas formas de vida, desde organismos unicelulares hasta el hombre, pasando por toda la cadena alimentaria. ¿Querría usted cargar con la responsabilidad de un cataclismo ecológico a nivel mundial?
—Eso no son más que… —empezó a balbucear Waxie.
Horlocker le apoyó una mano en el brazo y echó un vistazo a la enorme planta que empapaba los papeles esparcidos sobre la mesa de mando.
—A mí no me parece tan peligrosa —dijo.
—No existe la menor duda de que es una Liliceae mbwunensis —intervino Margo—. Y contiene una versión manipulada genéticamente del retrovirus de Mbwun.
Horlocker miró a Margo y luego contempló de nuevo la planta.
—Comprendo su incertidumbre —dijo Pendergast con calma—. Han ocurrido muchas cosas desde la reunión de esta mañana. Sólo le pido veinticuatro horas. En ese tiempo la doctora Green realizará las pruebas necesarias. Le demostraremos que esa planta alberga la droga, y que el retrovirus, en contacto con el agua salada, invadiría el ecosistema. Sé que es así; pero si estamos equivocados, me retiraré del caso y podrá usted desaguar el Reservoir cuando quiera.
—Debería haberse retirado ya el primer día —repuso Waxie con desdén—. Usted es del FBI. No tiene jurisdicción sobre esto.
—Ahora que sabemos que existe un delito de fabricación y distribución de droga, la investigación podría pasar a manos del FBI —contestó Pendergast sin inmutarse—. Y de manera inmediata. ¿Eso es lo que quiere?
—Un momento —saltó Horlocker, lanzando una fría mirada a Waxie—. No hay necesidad de llegar a ese extremo. Pero ¿por qué no echamos una buena cantidad de herbicida?
—En este momento no se me ocurre ningún herbicida capaz de matar a todas las plantas sin poner en peligro a los millones de habitantes de Manhattan que consumen ese agua —contestó Pendergast—. ¿Conoce usted alguno, doctora Green?
—Sólo el thyoxin —dijo Margo pensativamente—. Pero tardaría veinticuatro horas, quizá cuarenta y ocho, en matarlas. Es un herbicida de acción lenta.
Margo frunció el entrecejo. Thyoxin, pensó. Yo he oído esa palabra recientemente, estoy segura. Pero ¿dónde? De pronto lo recordó: era una de las palabras que aparecían en las notas fragmentarias del cuaderno quemado de Kawakita.
—Bien, en todo caso será mejor que lo echemos. —Horlocker alzó la vista en un gesto de desesperación—. Tendré que avisar a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. ¡Dios, esto se está convirtiendo en un lío de mil demonios!
Margo vio que Horlocker se volvía hacia el hombre de aspecto asustado que trabajaba en el ordenador cercano, encorvado todavía ante el monitor con exagerada concentración.
—¡Stan!
El hombre se sobresaltó.
—Stan, mejor será que suspenda la secuencia de desagüe —dijo Horlocker con un suspiro—. Al menos hasta que aclaremos este asunto. Waxie, póngase en contacto con Masters. Dígale que continúe con el desalojo de los túneles, pero adviértale que deberemos tener a los mendigos apartados de la circulación otras veinticuatro horas más.
Margo vio que el hombre sentado ante el ordenador palidecía.
Horlocker lo miró de nuevo y preguntó:
—¿Me ha oído, Duffy?
—No puedo suspenderla —contestó el hombre llamado Duffy con voz casi inaudible.
Se produjo un silencio.
—¿Cómo? —preguntó Pendergast.
Al ver la expresión en el rostro de Pendergast, Margo sintió una punzada de miedo. Ella había supuesto que el problema se reducía a convencer a Horlocker.
—¿Qué quiere decir con eso? —prorrumpió Horlocker—. Vaya al ordenador e introduzca la orden.
—No funciona así —respondió Duffy—. Como le expliqué al capitán Waxie, una vez iniciada la secuencia el sistema se alimenta por gravedad. Toneladas de agua vienen en este momento hacia aquí. Los dispositivos hidráulicos son todos automáticos y…
Horlocker dio un puñetazo en la mesa.
—¿De qué demonios me habla?
—No puedo detener el proceso con el ordenador —contestó Duffy con voz entrecortada.
—A mí no me había dicho nada de eso —gimoteó Waxie—. Lo juro…
Horlocker lo obligó a callar con una mirada feroz. Bajando la voz, se dirigió de nuevo al ingeniero.
—No quiero saber lo que no puede hacer. Sólo dígame qué puede hacer.
—Bueno —masculló Duffy—, alguien podría acceder al desagüe principal desde debajo del Reservoir y cerrar las válvulas manualmente. Pero sería una operación arriesgada. Dudo que los mecanismos manuales de esas válvulas se hayan utilizado desde que se automatizó el sistema. De eso hace al menos doce años. En cuanto al caudal de entrada, es imposible detenerlo. Millones de litros de agua bajan hacia aquí desde las montañas a través de tuberías de dos metros y medio de diámetro. Aunque consigamos cerrar esas válvulas a mano, no hay manera de detener el agua. Cuando entre en el Reservoir desde el norte, subirá el nivel. El agua se desbordará en el Central Park y…
—Da igual que el parque se convierta en un lago. Llévese a Waxie y tantos hombres como necesite y hágalo.
—Pero, señor—dijo Waxie con los ojos desorbitados—, creo que sería mejor… —Su voz se fue apagando.
Duffy movía nerviosamente las manos.
—Es muy difícil acceder a esos mecanismos —balbuceó—. Están justo debajo del Reservoir, suspendidos bajo el sistema de válvulas, y sale mucha agua. Alguien podría resultar herido…
—Duffy —lo interrumpió Horlocker—, lárguese de aquí ahora mismo y cierre esas válvulas. ¿Entendido?
—Sí —respondió Duffy, lívido.
Horlocker se volvió hacia Waxie.
—Usted puso esto en marcha, y usted lo detendrá. ¿Alguna pregunta?
—Sí, señor —contestó Waxie.
—¿Qué?
—Quería decir no, señor.
Se produjo un silencio. Nadie se movió.
—¿A qué esperan, pues? —bramó Horlocker.
Margo se hizo a un lado para dejar pasar a Waxie cuando éste, de mala gana, se puso en pie y siguió a Duffy hacia la puerta.
48
La entrada del Whine Cellar —uno de los muchos sótanos rehabilitados como locales nocturnos que habían aparecido por todo Manhattan en el último año— era poco más que una estrecha puerta art déco, colocada como por casualidad en el ángulo inferior izquierdo de la fachada de la Hampshire House. Desde su privilegiaba posición junto a la entrada, Smithback veía un mar de cabezas que se extendía a uno y otro lado de la avenida, sobresaliendo sólo las copas de los ginkgos alineados ante el Central Park. Muchos de los manifestantes mantenían la vista baja en reverente silencio; otros —en su mayoría jóvenes con camisas blancas arremangadas y corbatas aflojadas— bebían cerveza y chocaban las palmas de las manos unos con otros. En la segunda fila, una muchacha sostenía en alto una pancarta que rezaba: PAMELA, NUNCA TE OLVIDAREMOS ; una lágrima resbalaba lentamente por su mejilla. Smithback no pudo menos que notar que en la otra mano llevaba un ejemplar del Post con su reciente artículo. Cuando la gente de las primeras filas calló, Smithback oyó claramente los gritos de los manifestantes, mezclados con las advertencias de la policía a través de los megáfonos —cada vez más lejanas—, los ululatos de las sirenas y los bocinazos de los coches.
Junto a él, la señora Wisher colocó una vela ante un gran retrato de su hija. Tenía el pulso firme, pero la llama oscilaba incesantemente agitada por la fresca brisa nocturna. El silencio se hizo más profundo cuando se arrodilló para orar. Al cabo de un momento volvió a ponerse en pie y se aproximó a un alto montón de flores, permitiendo a varios amigos adelantarse por turno y depositar sus velas junto a la de ella. Pasaron los minutos. Finalmente la señora Wisher dirigió una última mirada a la fotografía, ahora rodeada de velas. Por un instante pareció tambalearse, y Smithback se apresuró a cogerla del brazo. Ella lo miró, como si de pronto hubiese olvidado sus propósitos. Sin embargo la mirada distante desapareció de sus ojos; dio a Smithback un fuerte apretón en el brazo, casi doloroso, y se soltó de él para volverse hacia la multitud.
—Quiero expresar mi dolor —dijo con voz clara— a todas las madres que han perdido a sus hijos a causa de la delincuencia, de los asesinatos, de la enfermedad que se ha apoderado de esta ciudad y este país. Eso es todo.
Varias cámaras de televisión habían conseguido abrirse paso hasta la primera fila; pero la señora Wisher se limitó a alzar la cabeza en actitud desafiante.
—¡A Central Park West! —anunció a voz en grito—. ¡Y al Great Lawn!
Smithback permaneció cerca de ella mientras la muchedumbre reanudaba la marcha hacia el oeste, impulsada por su propio motor interno. Pese a la abundante bebida que corría entre los manifestantes de menor edad, todo parecía bajo control. Casi parecía que la multitud fuese consciente de estar participando en un acontecimiento memorable. Cruzaron la Séptima Avenida. Casi hasta donde la vista alcanzaba, se divisaban varias filas ininterrumpidas de luces rojas de freno. El sonido de los silbatos y megáfonos de la policía era ahora un continuo gemido, un monótono ruido de fondo procedente de todas direcciones. Smithback se rezagó por un momento para consultar el programa de la manifestación publicado por el Post. Se cumplía el horario previsto. Quedaban tres paradas más, todas en Central Park West. Luego entrarían en el parque para la oración final de medianoche.
Cuando rodeaban Columbus Circle, Smithback echó un vistazo hacia Broadway, una ancha brecha gris entre las apretadas filas de edificios. Allí la policía había actuado más deprisa, y la calle estaba cortada y desierta hasta Times Square, ofreciendo un aspecto extraño sin tráfico, reflejándose la luz de incontables farolas sobre el pavimento. Unos cuantos agentes y coches patrulla controlaban el acceso a la calle en el otro extremo; probablemente el resto de la policía seguía movilizado, en un esfuerzo por organizar la circulación e impedir que se sumasen más manifestantes a la marcha. Smithback movió la cabeza en un gesto de asombro, pensando que una mujer diminuta había conseguido paralizar casi por completo el centro de la ciudad. Después de aquello no podían desoír las quejas de la señora Wisher. Y por esa misma razón tampoco podían pasar por alto sus artículos. Lo tenía ya todo planeado. Primero, un artículo en profundidad sobre el acontecimiento, escrito literalmente a la derecha de la señora Wisher, pero por supuesto con su particular enfoque. Luego una serie de perfiles, entrevistas y notas de elogio, con vistas ya al futuro libro. Fácilmente sacaría medio millón de pavos en concepto de derechos por la edición en tapa dura, quizá el doble por la edición en rústica, y eso sólo por las ventas nacionales; si sumaba los derechos de publicación en otros países, que ascenderían al menos a…
Sus cálculos se vieron de pronto interrumpidos por un extraño ruido. Desapareció y volvió a oírse al cabo de un momento, tan grave que parecía más una vibración que un sonido. Smithback notó que alrededor el rumor de las voces perdía intensidad; por lo visto, otros lo habían oído también. De repente en Broadway, a unas dos manzanas de allí, una tapa de alcantarilla se elevó sobre el asfalto y cayó a un lado. Una nube de vapor ascendió hacia el cielo e instantes después salió un hombre increíblemente sucio, estornudando y tosiendo a la luz de las farolas, sus inmundos harapos agitándose en torno a sus miembros. Por un momento Smithback pensó que era el Artillero, el individuo de aspecto abstraído que lo había guiado hasta Mephisto. Al cabo de unos segundos surgió otro hombre de la boca de alcantarilla, sangrando profusamente por un corte abierto en la sien. Lo siguió un tercero, y un cuarto.
Smithback oyó junto a él una profunda inhalación. Al volverse, vio que la señora Wisher caminaba con paso vacilante. De inmediato se aproximó a ella.
—¿Qué está pasando? —preguntó ella casi en un susurro.
Súbitamente saltó otra tapa de alcantarilla más cerca de los manifestantes, y varias figuras demacradas treparon al exterior, tosiendo y desorientadas. Smithback observó estupefacto al andrajoso grupo, incapaz de adivinar la edad o ni siquiera el sexo de ninguno de ellos bajo el pelo pegoteado y la suciedad incrustada. Algunos blandían trozos de tubería o varillas de acero; otros, bates o porras rotas de policía. Uno llevaba en la cabeza algo que parecía una gorra nueva de policía. Los manifestantes más próximos a Broadway se habían detenido y contemplaban el espectáculo. Smithback oyó un nuevo rumor entre la multitud que lo rodeaba: murmullos de preocupación por parte de las personas de mayor edad y mejor vestidas; silbidos y abucheos procedentes de los jóvenes radicales y los oficinistas. Una neblina verde emanó de la estación de metro de la línea IRT, y más mendigos subieron atropelladamente por la escalera. A medida que salía más gente de las bocas de alcantarilla y el metro, fue formándose un andrajoso ejército, y en sus rostros el inicial desconcierto dio paso a una manifiesta hostilidad.
Uno de los harapientos se acercó y dirigió una mirada furiosa a la primera fila de manifestantes. Abrió la boca y prorrumpió en un inarticulado rugido de rabia y frustración, alzando una varilla de acero sobre la cabeza como si fuese un bastón.
En respuesta, los demás mendigos gritaron y levantaron las manos. Smithback advirtió que cada mano sujetaba algo: piedras, trozos de cemento, barras de hierro. Muchos tenían cortes y contusiones. Daba la impresión de que estuviesen preparándose para una batalla, o acabasen de librarla.
¿Qué demonios es esto?, pensó Smithback. ¿De dónde han salido estos tipos? Por un instante se preguntó si se trataría acaso de una especie de atraco a gran escala. Recordó de pronto las últimas palabras de Mephisto mientras él escuchaba agachado en la oscuridad: «Buscaremos otras maneras de hacernos oír.» Ahora no, pensó Smithback. No podrían haber elegido peor momento.
Una voluta de humo se aproximó arrastrada por la brisa, y varios de los manifestantes que se hallaban más cerca empezaron a jadear. Al cabo de unos segundos, Smithback sintió un intenso escozor en los ojos y comprendió que lo que le había parecido vapor era en realidad gas lacrimógeno. En el tramo desierto de Broadway, más allá de los mendigos, Smithback vio a un reducido grupo de policías —sus uniformes desgarrados y sucios— salir por una escalera del metro y dirigirse a trompicones hacia los lejanos coches patrulla.
«Joder —pensó—, aquí ha pasado algo serio.»
—¿Dónde está Mephisto? —preguntó a voz en cuello uno de los mendigos.
—He oído decir que se lo llevaba la policía.
La turba se enardecía por momentos.
—¡Polis de mierda! —exclamó alguien—. Me juego algo a que le han dado una paliza.
—¿Qué hacen ahí esos asquerosos? —oyó preguntar Smithback a un joven detrás de él.
—No lo sé —contestó otra voz—. Desde luego es demasiado tarde para cobrar un cheque de la protección social.
El comentario se recibió con risas y abucheos dispersos.
—¡Mephisto! —empezó a entonar la multitud de harapientos frente a ellos—. ¿Dónde está Mephisto?
—Seguramente esos hijos de puta lo han asesinado.
Se produjo un repentino alboroto entre los manifestantes en el lado de la calle contiguo al parque, y Smithback, al volverse, vio que en el suelo una gran rejilla del metro se abría violentamente y salía otro grupo de mendigos.
—¡Asesinado! —denunciaba un harapiento—. ¡Esos cabrones lo han asesinado!
El hombre que se había adelantado agitó su varilla de acero.
—¡Lo pagarán! ¡Esta vez lo pagarán! —Alzó los brazos—. ¡Esos hijos de puta nos han gaseado!
En respuesta, la turba de vagabundos prorrumpió en furiosos gritos.
—¡Han arrasado nuestros hogares!
Otro rugido surgió de la turba.
—¡Ahora nosotros destrozaremos los suyos!
El harapiento lanzó su varilla contra el cristal de una sucursal bancaria cercana. La varilla rompió la vidriera y fue a caer en el vestíbulo. Empezó a sonar una alarma, ahogada de inmediato por el bullicio ambiental.
—¡Eh! —protestó alguien junto a Smithback—. ¿Habéis visto qué ha hecho ese gilipollas!
La turba de vagabundos, vociferando, arrojó una lluvia de objetos hacia los edificios de Broadway. Smithback, mirando a izquierda y derecha, vio que seguían saliendo mendigos de las alcantarillas, los respiraderos y las bocas de metro, desahogando en Broadway y Central Park West su ira incoherente. Por encima de los alaridos, oyó el tenue e insistente ulular de los vehículos de emergencia. Incontables fragmentos de cristal resplandecían sobre el pavimento negro.
Smithback se sobresaltó al oír la voz amplificada de la señora Wisher. Con el micrófono en la mano, se había vuelto para arengar a los manifestantes.
—¿Ven lo que está ocurriendo? —preguntó. Su voz reverberó en las altas fachadas y se perdió en el parque oscuro y silencioso—. Esta gente pretende destruir lo que nosotros hemos venido a preservar.
En torno a ella comenzaron a elevarse voces indignadas. Smithback miró alrededor. Los grupos de manifestantes de mayor edad —los iniciales seguidores de la señora Wisher— cruzaban unas palabras, señalaban hacia la Quinta Avenida o Central Park West y se alejaban apresuradamente, huyendo del inminente enfrentamiento. Otros, los elementos más jóvenes y agresivos, gritaban airados y avanzaban hacia la turba.
Las cámaras de televisión iban de un lado a otro, unas enfocando a la señora Wisher, otras a los vagabundos, que subían por la calle, haciendo acopio de nuevos proyectiles en los contenedores y cubos de basura, lanzando aullidos de ira y desafío.
La señora Wisher miró a los manifestantes, extendió las manos y volvió a juntarlas como si reuniese al grupo bajo su estandarte.
—¡Fíjense en esa escoria! ¿Vamos a consentirlo, esta noche precisamente?
En el posterior instante de silencio, dirigió a la multitud una mirada en parte interrogativa, en parte suplicante. Los vagabundos de las primeras filas interrumpieron por un momento sus desmanes, sorprendidos por aquella voz atronadora y omnipresente que surgía de una docena de altavoces.
—¡Nada de eso! —exclamó una voz joven.
Con una mezcla de veneración y temor, Smithback observó a la señora Wisher, que alzó un brazo por encima de la cabeza y luego, con imperiosa determinación, lo bajó y señaló a la creciente muchedumbre de vagabundos.
—¡Ésa es la gente que destruiría nuestra ciudad! —declaró, y si bien su voz era firme, Smithback detectó un asomo de histeria.
—¡Fijaos en esos vagos! —gritó un joven, abriéndose paso hasta la primera fila de manifestantes. Un ruidoso grupo se congregó junto a él, a escasos tres metros de los mendigos. Dirigiéndose al jefe, dijo—: ¡Búscate un trabajo, gilipollas!
Entre los topos se produjo un silencio sepulcral y amenazador.
—¿Te crees que me mato a trabajar y pago impuestos para mantenerte? —preguntó el joven.
Un murmullo de indignación surgió de la muchedumbre de mendigos.
—¿Por qué no haces algo por tu país en lugar de vivir de él? —reprochó el joven. Dio un paso al frente y escupió en el suelo—. Vago de mierda.
Los manifestantes lanzaron un rugido de aprobación.
Un mendigo se adelantó al resto, agitando el muñón del brazo izquierdo.
—¡Mira lo que he hecho por mi país! —graznó—. Lo he dado todo. —Mostró el muñón a un lado y a otro y, con la cara crispada por la ira, se volvió hacia el joven—. Chu Lai, ¿te suena de algo?
Los topos avanzaron, y el colérico murmullo se convirtió en clamor.
Smithback observó a la señora Wisher, que seguía mirando a los mendigos con expresión fría y severa. Creía realmente que aquellos individuos eran el enemigo, comprendió Smithback con creciente incredulidad.
—¡Vete a la mierda, sanguijuela! —profirió una voz ebria.
—¡Vete a atracar a tus amigos izquierdistas! —gritó un joven fornido, provocando un estallido de estentóreas carcajadas.
—¡Mataron a mi hermano! —dijo indignado un topo, un hombre alto y delgado—. Caído por la patria, colina Phon Mak, 2 de agosto de 1969. —Dio un paso al frente y levantó el dedo medio en un violento gesto ante el joven fornido—. Métete en el culo tu país de mierda, gilipollas.
—La lástima es que no te matasen a ti también —replicó el joven—. Así habría un despojo menos vagando por las calles.
De pronto una botella, lanzada desde la multitud encolerizada de mendigos, voló por el aire y acertó de pleno en la cabeza del joven. Éste retrocedió tambaleándose, sosteniéndose apenas sobre las piernas, y se llevó las manos a la frente, que sangraba a borbotones.
Fue como si la muchedumbre de manifestantes estallase de repente. Con un clamor inarticulado, los jóvenes se abalanzaron hacia los mendigos. Smithback miró alrededor desconcertado. Los manifestantes de mayor edad habían desaparecido, dejando atrás a los elementos incontrolables y ebrios. Él mismo se vio envuelto por la horda de manifestantes que arremetía con gritos furiosos contra los mendigos. Zarandeado y momentáneamente desorientado, buscó a la señora Wisher y su séquito, pero también ellos se habían evaporado.
Por más que forcejeó, Smithback se vio arrastrado por la riada de gente. Por encima del vocerío, empezó a oír el escalofriante ruido de los palos contra los huesos y los puños contra la carne. Alaridos de dolor y rabia se mezclaron con el griterío colérico. Notó un golpe en los hombros y cayó de rodillas, cubriéndose instintivamente la cabeza con los brazos. De reojo vio deslizarse su casete por el asfalto y quedar reducido a añicos bajo los pies de los contendientes. Intentó levantarse, pero se agachó de nuevo al ver volar en su dirección un pedazo de cemento. Resultaba asombroso contemplar cómo, en cuestión de segundos, el caos se había adueñado de las calles oscuras.
La gran duda era qué o quién había obligado a los mendigos a salir en tropel a la superficie. Smithback sólo sabía que de pronto cada bando veía al rival como la encarnación del diablo. Se había impuesto la mentalidad de las masas exaltadas.
Aún de rodillas, irguió el tronco y miró alrededor desesperado, entre sacudidas y empujones. La manifestación se había disuelto. Sin embargo su artículo aún era salvable; quizá no sólo salvable si aquella algarada alcanzaba las proporciones que cabía prever. Pero tenía que alejarse de la muchedumbre, apostarse en algún lugar elevado desde donde disponer de una buena perspectiva de la situación. Miró al norte, hacia el parque. Sobre el mar de puños y palos en alto, avistó la estatua en bronce de Shakespeare, que contemplaba plácidamente el caos. Agachado, se encaminó hacia allí. Un vagabundo de ojos desorbitados corrió hacia él, aullando y blandiendo amenazadoramente una botella vacía de cerveza. De manera instintiva, Smithback lanzó el puño, y la figura se desplomó con las manos en el estómago. Sorprendido, Smithback advirtió que era una mujer.
—Lo siento, señora —murmuró, escabullándose.
Mientras cruzaba Central Park South, crujían bajo sus pies los cascotes y cristales rotos. Apartó a un borracho de un empujón, se abrió paso entre un grupo de ruidosos jóvenes con trajes caros pero hechos jirones y finalmente llegó a la otra acera.
En la periferia del tumulto, el ruido decrecía notablemente. Evitando los excrementos de paloma, trepó al pedestal de la estatua y se agarró a los pliegues inferiores de la ropa de Shakespeare. Luego se encaramó al brazo y el libro de bronce, y desde allí se subió a los anchos hombros del bardo.
La vista era imponente. La refriega se extendía por Central Park South y Broadway abajo. De la estación de metro de Columbus Circle, así como de las rejillas y respiraderos que bordeaban el parque, seguían saliendo mendigos. Nunca habría imaginado que hubiese tanta gente sin hogar en el mundo, y tampoco, de hecho, tantos jóvenes yuppies borrachos. Desde allí veía también a los manifestantes de mayor edad, la guardia principal de la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad, que se retiraban en ordenada formación hacia Amsterdam Avenue, alejándose lo más posible del tumulto e intentando desesperadamente encontrar taxis. Ante él, se formaban y desintegraban sin cesar grupos de gente vociferante. Con horrorizada fascinación, contempló los lanzamientos de objetos, las peleas a puñetazos, las batallas con palos. En el suelo yacían ya numerosas víctimas, sin conocimiento o acaso algo peor. La sangre corría entre los cascotes y cristales rotos que salpicaban la calle. A la vez, buena parte del enfrentamiento se reducía a insultos, empujones y afectados aspavientos; mucho ruido y pocas nueces. Por fin, varios destacamentos de policía antidisturbios abrían brecha en la multitud; pero no eran suficientes, y la algarada se desplazaba gradualmente hacia el parque, donde sería más difícil controlarla. ¿Dónde se ha metido el resto de la policía?, volvió a preguntarse Smithback.
Pese a su horror y aversión, una parte de él experimentaba una sensación de euforia: ¡Qué artículo saldría de todo aquello! Aguzó la vista en la oscuridad, intentando retener las imágenes en su memoria, redactando ya mentalmente el encabezamiento de la crónica. La turba de mendigos parecía ganar terreno, gritando con justificada ira y obligando a retroceder hacia el parque a los manifestantes. Aunque sin duda muchos de los topos se hallaban debilitados por sus precarias vidas, era evidente que conocían mucho mejor las tácticas de la reyerta callejera que sus adversarios. Varias cámaras de televisión habían quedado destrozadas en el tumulto, y las restantes unidades móviles, sus focos brillando en la oscuridad, se habían agrupado en una defensiva falange. Otros, subidos a los tejados de los edificios próximos y provistos de teleobjetivos, envolvían a los alborotadores en un misterioso resplandor blanco.
Una mancha azul en la multitud llamó su atención. Un apretado grupo de policías, con las porras en alto, se abría camino entre la muchedumbre. En el centro del grupo vio a un civil asustado con un poblado bigote y a un tipo gordo y sudoroso que reconoció en el acto. Era el capitán Waxie.
Intrigado, Smithback observó desfilar al grupo entre los alborotadores. Allí había algo extraño. Al cabo de un momento cayó en la cuenta: los policías no hacían nada para detener la lucha o controlar a la multitud. Por lo visto, se limitaban a proteger a los dos hombres situados en el centro del grupo, Waxie y el otro tipo. Por fin llegaron a la acera y corrieron hacia una de las entradas del parque. Obviamente habían acudido allí con alguna misión; se dirigían apresuradamente a algún sitio en particular.
«Pero ¿qué misión puede ser más importante que dispersar un tumulto?», pensó Smithback.
Permaneció tenso e inmóvil por unos instantes sobre los hombros de Shakespeare, atormentado por la indecisión. Luego bajó rápidamente de la estatua, rodeó la baja tapia de piedra y corrió tras el grupo, adentrándose en la envolvente oscuridad del Central Park.
49
D'Agosta se retiró de los labios el cigarro húmedo, se quitó una hebra de tabaco de la lengua y examinó la boquilla húmeda con irritación. Margo lo observó palparse los bolsillos en busca de una cerilla. No la encontró y miró a Margo enarcando las cejas en una tácita interrogación. Ella movió la cabeza en un gesto de negación. D'Agosta se volvió hacia Horlocker y abrió la boca para hablar, pero cambió de idea. El jefe tenía una radio portátil pegada a la oreja y no parecía muy contento.
—¿Mizner? —vociferó—. ¿Me recibe?
Se oyó un prolongado y débil gemido que, supuso Margo, debía de ser Mizner.
—Simplemente reduzca y detenga a los… —empezó a decir Horlocker.
Se oyó otro débil gemido.
—¿Quinientos? ¿Que han salido del metro? Mire, Mizner, no me venga con ésas. ¿Por qué no están en los autobuses?
Horlocker calló de nuevo para escuchar. Con el rabillo del ojo, Margo vio a Pendergast sentado en el borde de una silla, apoyado contra una unidad de radio móvil, al parecer absorto en la lectura de un ejemplar del periódico Policeman's Gazette.
—Control antidisturbios, gases lacrimógenos, me importa un carajo el método que… ¿Los manifestantes? ¿Cómo que están luchando con los manifestantes? —Apartó la radio, la observó con incredulidad y volvió a acercársela al oído—. No, por Dios, no use el gas cerca de los manifestantes. Mire, tenemos a la Veinte y la Veintidós bajo tierra; la Veintiuno está en los puestos de control; la parte alta se encuentra… En fin, déjelo. Dígale a Perillo que convoque a todos los subjefes a una reunión relámpago dentro de cinco minutos. Haga venir gente de fuera de Manhattan, movilice a los agentes que no están de servicio, traiga guardia urbana, lo que sea. Necesitamos más hombres en ese punto, ¿me ha oído?
Cortó la comunicación con un golpe furioso y descolgó el auricular de un teléfono.
—Curtis, póngame con la oficina del gobernador. La evacuación se ha desplazado hacia el sur, y parte de los mendigos que hemos desalojado de los túneles en la zona del parque están causando disturbios. Se han tropezado con la manifestación en Central Park South. Tendrá que intervenir la Guardia Nacional. Luego póngase en contacto con Masters; vamos a necesitar un helicóptero de la Unidad de Respuesta Táctica por si acaso. Dígale que saque los vehículos de asalto del arsenal de Lexington Avenue. No, esto último olvídelo; ni siquiera conseguirían llegar. Mejor avise a la subcomisaría del parque. Yo mismo telefonearé al alcalde.
Colgó, esta vez con mayor suavidad. Un única gota de sudor descendía con lentitud por su frente, que en cuestión de segundos había pasado de un encendido color rojo a un gris ceniciento. Horlocker miró alrededor, aparentemente sin ver a los policías que corrían de un lado a otro del centro de control, ni los transmisores que crepitaban en innumerables bandas de frecuencia. A ojos de Margo, parecía un hombre cuyo mundo acabase de hundirse de repente.
Pendergast plegó cuidadosamente el periódico y lo dejó en la mesa. Luego se inclinó y se atusó el claro cabello con la mano derecha.
—He estado dando vueltas a este asunto —comentó casi con despreocupación.
Ajá, pensó Margo.
Pendergast se aproximó despacio hasta situarse frente a Horlocker.
—Me parece que esta situación es demasiado peligrosa para dejarla en manos de un solo hombre.
Horlocker cerró los ojos. Al cabo de un momento, volvió a abrirlos y, como si realizase un colosal esfuerzo, dirigió la mirada hacia el rostro plácido de Pendergast.
—¿De qué demonios me habla? —preguntó.
—Dependemos de que nuestro amigo Waxie cierre manualmente las válvulas del Reservoir y detenga el proceso de desagüe.
Pendergast se llevó un dedo a los labios como si estuviese a punto de revelar un secreto.
—Sin querer pecar de indiscreto, opino que el capitán Waxie ha demostrado no ser… digamos, el más fiable de los recaderos. Si fracasa, se producirá una catástrofe de proporciones inimaginables. La planta de Mbwun será arrastrada por el agua hasta los túneles Astor y de ahí saldrá al mar abierto. Una vez expuesto a la salinidad, el retrovirus quedará fuera de control. Podría alterar la ecología marina de manera sustancial.
—Peor aún —se oyó decir Margo—, puede que se introduzca en la cadena alimentaria, y a partir de ahí… —Se interrumpió.
—Esa historia ya la he oído antes —repuso Horlocker—. Y la segunda vez no mejora en absoluto. Hable claro.
—Propongo lo que en el FBI llamamos una solución redundante —dijo Pendergast.
Cuando Horlocker se disponía a hablar, un policía uniformado le hizo una seña desde una mesa de comunicaciones.
—El capitán Waxie para usted, señor —anunció—. Se lo paso por la línea abierta.
Horlocker cogió de nuevo el auricular.
—Waxie, informe de su situación. —Calló para escuchar—. Hable más alto; no oigo nada. ¿Qué? ¿Cómo que no está seguro? ¡Pues resuélvalo, maldita sea! A ver, póngame con Duffy. Waxie, ¿me oye? Se está cortando. ¿Waxie? ¡Waxie!
Dejó el auricular en su horquilla con un ruidoso golpe.
—¡Comuníqueme otra vez con Waxie! —bramó.
—¿Me permite que continúe? —preguntó Pendergast—. Si lo que acabo de oír es indicio de algo, nos queda poco tiempo, así que seré breve. Si Waxie fracasa y el Reservoir se desagua, debemos tener a punto un plan alternativo para impedir que las plantas lleguen al Hudson.
—¿Y cómo demonios vamos a hacerlo? —preguntó D'Agosta—. Son casi las diez. La operación de desagüe está programada para dentro de poco más de dos horas.
—¿No habría alguna manera de evitar sólo el paso de las plantas? —sugirió Margo— ¿Colocando filtros en las tuberías de desagüe o algo así?
—Una idea interesante, doctora Green —dijo Pendergast, mirándola con sus ojos claros. Guardó silencio por un instante—. Imagino que servirían unos filtros de cinco micras. Pero ¿dónde encontraríamos filtros de las dimensiones necesarias ya fabricados? ¿Y cómo calcularíamos las tolerancias requeridas para resistir la enorme presión del agua? ¿Y cómo podríamos asegurarnos de que habíamos obstruido todas las salidas ? —Negó con la cabeza—. Me temo que la única solución que tenemos, dada la limitación de tiempo, es cerrar las salidas de los túneles Astor con explosivos. He estudiado los planos. Bastaría con una docena de cargas de C-4 colocadas en los lugares precisos.
Horlocker se volvió hacia Pendergast.
—Está loco —dijo con calma.
En la puerta del centro de control se produjo un repentino alboroto, y Margo, al dirigir hacia allí la mirada, vio entrar atropelladamente a varios policías. Llevaban los uniformes rotos y enlodados, y uno de ellos tenía una aparatosa brecha en la frente. En medio del grupo, forcejeaba ferozmente un hombre en extremo sucio con un andrajoso traje de pana. Manchas de sangre veteaban su apelmazada cabellera gris. Rodeaba su cuello un gran collar de turquesas, y las puntas de una barba mugrienta le rozaban los puños esposados.
—Hemos cogido al cabecilla —informó con voz entrecortada uno de los policías, arrastrando al hombre hasta Horlocker.
D'Agosta lo miró con expresión de incredulidad.
—¡Es Mephisto! —exclamó.
—¡Vaya! —comentó Horlocker con tono sarcástico—. ¿Un amigo suyo?
—Simplemente un conocido —respondió Pendergast.
Margo observó al hombre llamado Mephisto, que escrutó alternativamente a D'Agosta y Pendergast. De pronto, al reconocerlos, apareció un brillo en su penetrante mirada y su rostro enrojeció.
—¡Vosotros! —acusó con voz sibilante—. ¡Whitey! Erais espías. ¡Traidores! ¡Cerdos!
Se revolvió con furia y consiguió zafarse de los agentes, pero de inmediato lo derribaron y sujetaron de nuevo. Se resistió y pugnó, alzando las manos esposadas.
—¡Judas! —prorrumpió, mirando a Pendergast.
—Es un jodido lunático —comentó Horlocker, observando el forcejeo del grupo en el suelo embaldosado.
—Lo dudo —repuso Pendergast—. ¿Acaso actuaría usted de otra manera si acabasen de gasear su casa para desalojarlo por la fuerza?
Mephisto arremetió de nuevo.
—¡Agárrenlo, por Dios! —ordenó Horlocker, alejándose a una distancia prudencial. A continuación se volvió hacia Pendergast y con insultante delicadeza, como parodiando a un padre que sigue la corriente a un hijo tonto, dijo—: Y ahora veamos si he entendido bien. Propone usted volar los túneles Astor, ¿no es así?
—Más que los túneles, las salidas —contestó Pendergast, indiferente al sarcasmo—. Es vital impedir que el agua del Reservoir llegue al mar. Pero quizá así podríamos resolver los dos problemas: acabar con los habitantes de los túneles Astor y, a la vez, impedir que se propague el retrovirus. Sólo tenemos que retener el agua durante cuarenta y ocho horas, hasta que el herbicida cumpla su función.
De reojo, Margo advirtió que Mephisto se había quedado inmóvil.
—Podemos enviar un equipo de submarinistas por los canales de desagüe del río —continuó Pendergast—. El trayecto hasta el sumidero de los túneles Astor es relativamente sencillo.
Horlocker movió la cabeza en un gesto de negación.
—He estudiado detenidamente el sistema —aseguró Pendergast—. Al llenarse los túneles Astor, el agua se encauza hacia el colector lateral del West Side. Eso es lo que debemos tapar.
—Esto es increíble —dijo Horlocker, inclinando la cabeza y apoyándola en los nudillos de una mano.
—Pero cabe la posibilidad de que no baste con eso —prosiguió Pendergast, pensando en voz alta sin prestar atención a Horlocker—. Para asegurarnos, debemos cerrar la Buhardilla del Diablo también desde arriba. Según los planos, el Cuello de Botella y sus tuberías de desagüe son un sistema cerrado hasta el Reservoir, así que para mantener el agua embalsada sólo hay que cerrar cualquier vía de salida situada inmediatamente debajo. Eso impedirá asimismo que esas criaturas encuentren refugio en alguna bolsa de aire.
Horlocker no salía de su asombro. Pendergast cogió un papel y dibujó rápidamente un diagrama.
—¿Ve? —dijo—. El agua descenderá por el Cuello de Botella, aquí. El segundo equipo bajará desde la superficie y cerrará cualquier canal de salida situado justo debajo del Cuello de Botella. Varios niveles más abajo se encuentra la Buhardilla del Diablo y los canales de desagüe que derivan el agua hacia el río. El equipo de submarinistas de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina colocará las cargas en las bocas de esos canales. —Alzó la vista—. El agua se embalsará en los túneles Astor, y los rugosos no tendrán escapatoria.
Un ronco resuello surgió de la garganta del hombre esposado, y a Margo se le erizó el vello de la nuca.
—Yo acompañaré al segundo equipo, naturalmente —continuó Pendergast con calma—. Necesitarán un guía, y ya he estado allí una vez. Tengo un plano rudimentario de esa área y he estudiado la documentación existente sobre las obras subterráneas más cercanas a la superficie. Iría yo solo, pero harán falta varios hombres para transportar el explosivo plástico.
—No dará resultado, Judas —advirtió Mephisto con aspereza—. No llegará a la Buhardilla del Diablo a tiempo.
Horlocker alzó de pronto la vista y dio un puñetazo en la mesa.
—Ya he oído bastante —espetó—. Se acabó el recreo. Pendergast, tengo una situación de crisis entre manos, así que lárguese.
—Sólo yo conozco los túneles lo suficiente para llevarlo de ida y vuelta antes de las doce —afirmó Mephisto, mirando fijamente a Pendergast.
Pendergast sostuvo su mirada con expresión pensativa.
—Puede que tenga razón —contestó por fin.
—Ya basta —bramó Horlocker al grupo de policías que custodiaban a Mephisto—. Llévenselo. Nos ocuparemos de él cuando las cosas vuelvan a la normalidad.
—¿Y qué ganaría usted con eso, señor Mephisto? —preguntó Pendergast.
—Espacio para vivir. El fin del acoso. Una compensación para mi gente.
Pendergast observó a Mephisto con rostro inescrutable.
—He dicho que se lo lleven —repitió Horlocker, furioso.
Los policías obligaron a Mephisto a levantarse y empezaron a arrastrarlo hacia la puerta.
—Quédense donde están —dijo Pendergast. Pese a que no había alzado la voz, el tono era tan imperioso que los policías, instintivamente, se detuvieron en seco.
Horlocker se volvió hacia él. Una vena palpitaba en su sien.
—¿Qué se ha creído? —preguntó casi en un susurro.
—Jefe Horlocker, tomo bajo mi custodia a este individuo por la autoridad que me confiere ser agente federal del gobierno de Estados Unidos.
—Eso es un farol —replicó Horlocker.
—Pendergast —susurró Margo—, nos quedan apenas dos horas.
El agente movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Me gustaría quedarme e intercambiar cumplidos, pero por desgracia no tengo tiempo —dijo, dirigiéndose a Horlocker. Volviéndose hacia D'Agosta, añadió—: Vincent, por favor, pida la llave de las esposas a estos caballeros.
Pendergast miró al grupo de policías.
—Ustedes, dejen a ese hombre bajo mi custodia.
—¡No obedezcan! —gritó Horlocker.
—Señor, no puede oponerse a los federales —respondió uno de los policías.
Pendergast se acercó al harapiento, que estaba ya junto a D'Agosta, frotándose las muñecas esposadas.
—Señor Mephisto —dijo Pendergast en voz baja—. Ignoro qué papel ha desempeñado en los sucesos de hoy, y no puedo garantizar su libertad. Pero si me ayuda, quizá podamos librar a esta ciudad de los asesinos que han estado cebándose en su comunidad. Y le prometo que sus reivindicaciones de derechos para la gente sin hogar serán escuchadas. —Tendió su mano. Mephisto entornó los ojos.
—Ya me mintió una vez —reprochó.
—No había otra forma de acceder a usted —contestó Pendergast sin retirar la mano—. Esto no es una lucha entre ricos y pobres. Si antes lo era, ya no lo es. Si fracasamos, todos padeceremos las consecuencias por igual, Park Avenue y la Ruta 666.
Siguió un largo silencio. Por fin Mephisto asintió.
—¡Qué conmovedor! —exclamó Horlocker—. Espero que se ahoguen en la mierda.
50
Smithback miró a través de la oxidada rejilla del suelo de la pasarela sobre la que se hallaba hacia la vertiginosa oscuridad del pozo revestido de ladrillo. Oía a Waxie y el resto del grupo —a gran profundidad—, pero no los veía. Una vez más esperó fervientemente que aquello no fuese una pérdida de tiempo. Pero al fin y al cabo había seguido a Waxie hasta allí, y bien podía esperar un rato y averiguar qué ocurría.
Avanzó con cautela, intentando ver a los cinco hombres que estaban bajo él. La pasarela podrida colgaba de la cara inferior de un gigantesco cuenco de metal picado, formando un arco largo y suave hacia un pozo que parecía descender al centro mismo de la tierra. La pasarela se combaba cada vez que Smithback se movía. Al llegar a una escalerilla vertical, se asomó al frío espacio y miró hacia abajo. Una batería de reflectores iluminaba el pozo, pero ni siquiera su potente luz conseguía penetrar plenamente en la oscuridad. Un hilillo de agua procedente de una grieta en el techo caía en espiral hacia el vacío, desapareciendo silenciosamente en la negrura. De arriba llegaba un sonido metálico, semejante a los chirridos del casco de un submarino bajo altas presiones. Una continua corriente de aire fresco ascendía del fondo del pozo, agitándole el flequillo.
Ni en sus más descabelladas fantasías habría imaginado que pudiese existir un espacio tan antiguo y extraño bajo el Reservoir del Central Park. Suponía que el gran techo de metal era en realidad el depósito de desagüe del Reservoir, donde su lecho de tierra se unía con la compleja red de colectores y canales de alimentación. Procuró no pensar en la enorme masa de agua suspendida justo sobre su cabeza.
En las sombras del pozo, vio al grupo sobre una pequeña plataforma contigua a la escalerilla. Smithback distinguía vagamente una maraña de tuberías de hierro, ruedas y válvulas semejante a una máquina infernal de una pesadilla de la era industrial. La escalerilla debía de estar muy resbaladiza a causa del vapor condensado y la pequeña plataforma situada bastante más abajo no tenía barandilla. Smithback apoyó un pie en el primer escalón, pero se lo pensó mejor y retrocedió. Este es tan buen puesto de observación como cualquier otro, se dijo, acuclillándose en la pasarela. Desde allí lo veía todo, permaneciendo él prácticamente invisible.
Abajo, los haces de las linternas se deslizaban por las paredes de ladrillo. Las voces de los policías, resonantes y distorsionadas, flotaban hacia él. Reconoció el timbre grave de Waxie, que había oído antes desde la cabina de proyección del museo. Al parecer, el corpulento policía hablaba por su radio. Guardó la radio y se volvió hacia el hombre de aspecto nervioso en mangas de camisa. Por lo visto, discutían enconadamente por algo.
—Es usted un embustero —acusaba Waxie—. A mí no me ha dicho que la operación era irreversible.
—Sí se lo he dicho, claro que se lo he dicho —gimoteó el otro hombre—. Y usted incluso ha remarcado que no habría cambio de planes. Ojalá hubiese grabado la conversación, porque…
—Cállese. ¿Son ésas las válvulas?
—Están aquí, al fondo.
Siguió un instante de silencio y luego, cuando los hombres cambiaron de posición, una chirriante protesta del metal.
—¿Es segura esta plataforma? —preguntó Waxie, y su voz retumbó en las profundidades del pozo.
—¿Y yo qué sé? —respondió la voz aguda—. Cuando se informatizó el sistema, abandonaron el mantenimiento…
—De acuerdo, de acuerdo. Usted, Duffy, haga lo que tenga que hacer, y marchémonos de aquí.
Smithback asomó un poco más la cabeza y vio que el hombre llamado Duffy examinaba el juego de válvulas.
—Tenemos que cerrar manualmente todas éstas, que corresponden al desagüe principal —explicó el hombre—. Así, cuando el ordenador dé inicio a la operación de desagüe, las compuertas se abrirán, pero estas válvulas manuales contendrán el agua. Actúan sobre el sifón principal, si es que aún funcionan. Como le he dicho, nunca se ha probado.
—Estupendo. Quizá le den el premio Nobel. Hágalo cuanto antes.
Hacer ¿qué?, se preguntó Smithback. Daba la impresión de que intentaban impedir el desagüe del Reservoir. No pudo menos que lanzar una mirada a la salida ante la sola idea de que millones de litros pudiesen escapar del depósito que se extendía sobre su cabeza. Pero ¿por qué?, pensó. ¿Algún fallo técnico? Fuera lo que fuese, dudaba que por aquello mereciese la pena perderse el mayor disturbio callejero de los últimos cien años. Smithback sintió un creciente desánimo; definitivamente allí no estaba la noticia.
—Ayúdeme a girar esto —dijo Duffy.
—Ya lo han oído —bramó Waxie, volviéndose hacia los policías.
Desde su puesto de observación, Smithback vio cómo dos de las pequeñas figuras agarraban una gran rueda de hierro. Se oyó un ligero gruñido.
—No se mueve —anunció uno de los policías.
Duffy se inclinó para inspeccionar de cerca el mecanismo.
—¡Alguien ha estado tocando esto! —exclamó, señalando con el dedo—. Fíjese. Han bloqueado el eje con plomo. Y han roto estas válvulas. Recientemente, además.
—No me venga con gilipolleces, Duffy.
—Mírelo usted mismo. Esto está inservible.
Se produjo un silencio.
—¡Mierda! —protestó Waxie, visiblemente preocupado—. ¿Puede arreglarse?
—Claro que sí. Siempre y cuando tuviésemos veinticuatro horas. Y sopletes de acetileno, un soldador por arco, vástagos de válvula nuevos, y quizá una docena de piezas más que no se fabrican desde principios de siglo.
—Eso no me sirve. Si no impedimos el desagüe manualmente, estamos perdidos. Usted nos ha metido en este lío, Duffy. Más le vale que lo solucione de una puñetera vez.
—¡Váyase a la mierda, capitán! —Su aguda voz resonó en el pozo—. Ya he aguantado bastante. Es usted un estúpido y un grosero. Ah, sí, y un gordo.
—Eso constará en el informe, Duffy.
—Pues no se olvide de poner lo de gordo, porque…
De pronto quedaron todos en silencio.
—¿Huelen eso? —preguntó uno de los policías.
—¿Qué demonios será? —dijo otra voz.
Smithback olfateó el aire fresco y húmedo, pero no percibió más olor que el del moho y los ladrillos mojados.
—Larguémonos de aquí —propuso Waxie, y de inmediato se agarró a la escalerilla y empezó a subir.
—¡Espere un momento! —dijo Duffy—. ¿Y qué hacemos con las válvulas?
—Acaba de decirme que no podía arreglarlas —contestó Waxie sin mirar abajo.
Smithback oyó una ligera vibración procedente del oscuro fondo del pozo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Duffy, quebrándosele la voz.
—¿Viene o no? —gritó Waxie, izando su torpe cuerpo travesaño a travesaño.
Mientras Smithback miraba, Duffy, vacilante, se asomó al borde de la plataforma a echar un vistazo. Al instante se dio media vuelta y comenzó a trepar por la escalerilla detrás de Waxie. Los policías de uniforme lo siguieron. Smithback supo que en cinco minutos llegarían a la pasarela. Para entonces tendría que haberse marchado, retrocediendo con sigilo por la larga pasarela hasta la salida. Y sin una mala noticia que contar después de tantas molestias. Se volvió para irse, esperando no haberse perdido el resto de la algarada y preguntándose dónde estaría la señora Wisher en esos momentos. «¡Por Dios, qué equivocación! —pensó—. ¿Cómo es posible que la intuición me haya fallado de este modo?» Con la mala suerte que tenía, aquel gilipollas de Bryce Harriman ya debía…
Abajo resonó un chirrido de goznes oxidados e inmediatamente después un violento golpe en una rejilla de hierro.
—¿Qué ha sido eso? —oyó preguntar a Waxie.
Smithback volvió a asomarse. Vio que las figuras colgadas de la escalerilla se habían detenido de repente. Todavía flotaba en el pozo el eco de la última pregunta de Waxie, desvaneciéndose lentamente. Todo quedó en silencio. Y en el silencio empezó a cobrar forma un rápido golpeteo de pies y manos en los travesaños de la escalerilla, mezclado con unos extraños gruñidos y resuellos que a Smithback le pusieron la carne de gallina.
Las linternas de los policías rastrearon la oscuridad sin revelar nada.
—¿Quién hay ahí? —dijo Waxie, mirando hacia abajo.
—Sube un grupo de gente por la escalerilla —anunció por fin uno de los agentes.
—¡Somos policías! —gritó Waxie, su voz de pronto mucho más aguda.
No hubo respuesta.
—¡Identifíquense!
—Siguen subiendo —informó el policía.
—Otra vez ese olor —dijo una voz distinta.
De repente Smithback lo percibió claramente. Era un intenso olor a cabra. En su memoria irrumpió, casi como un golpe físico, el horrible recuerdo de las horas que había pasado en los sótanos del museo dieciocho meses atrás.
—¡Desenfunden sus armas! —ordenó Waxie, presa del pánico.
Smithback veía ya unas formas oscuras que trepaban rápidamente por la escalerilla desde las profundidades. Iban encapuchadas y llevaban capas oscuras que flameaban tras ellas movidas por la corriente de aire ascendente.
—¿Me han oído? —gritó Waxie—. ¡Deténganse e identifíquense! —Contorsionó su gruesa silueta en la escalerilla y miró a los agentes—. Ustedes esperen ahí. Averigüen qué hacen aquí. Y si han entrado sin permiso, entréguenles citaciones.
Se volvió y siguió subiendo desesperadamente, seguido de cerca por Duffy.
Mientras Smithback miraba, las extrañas figuras llegaron a la plataforma y se acercaron a los policías, inmóviles en la escalerilla. Tras un breve silencio se inició aparentemente un forcejeo, semejante en la penumbra a una elegante danza. La ilusión óptica se desvaneció en el acto al sonar el estampido de una pistola de 9 milímetros, ensordecedor en el confinado espacio; el eco ascendió entre las paredes de ladrillo como un trueno. Al cabo de un instante, un grito ahogó las últimas reverberaciones del disparo, y Smithback vio al primer policía desprenderse de la escalerilla y caer al pozo, una de las extrañas figuras aferrada todavía a él. Los alaridos se atenuaron gradualmente hasta extinguirse por completo.
—¡Deténganlos! —ordenó Waxie por encima del hombro sin interrumpir su atropellado ascenso—. ¡No los dejen pasar!
Mientras Smithback contemplaba la escena horrorizado, las figuras siguieron subiendo aún más deprisa, acompañadas del traqueteo y los gemidos de la escalerilla metálica. El segundo policía disparó desesperadamente contra las figuras, pero en cuestión de segundos lo agarraron de una pierna y, con un violento tirón, lo arrancaron de la escalerilla. Se precipitó hacia el fondo del pozo, disparando una y otra vez, y el remolino de fogonazos del arma se alejó en la oscuridad. El tercer policía, aterrorizado, se volvió y empezó a subir a toda prisa.
Las oscuras figuras trepaban rápidamente tras él, subiendo los peldaños de dos en dos. Una de las figuras atravesó el haz de un reflector, y Smithback vio el brillo fugaz de algo viscoso y húmedo. La primera figura alcanzó al policía y con un amplio movimiento, como si empuñase un cuchillo, pareció segarle las piernas. El policía lanzó un grito de dolor y se retorció en la escalerilla. La figura se situó de inmediato a su altura y empezó a desgarrarle la cara y la garganta mientras las demás continuaban la persecución pasando sobre ellos.
Smithback intentó moverse, pero fue incapaz de apartar la mirada de aquel horrible espectáculo. En su pánico, Waxie había resbalado y colgaba de un lado de la escalerilla, buscando con desesperación un travesaño donde apoyar los pies. Debajo, Duffy subía velozmente, pero varias figuras se aproximaban ya a él.
—¡Me ha cogido la pierna! —gritó Duffy. Sus patadas se oyeron claramente—. ¡Dios mío, auxilio!
Su voz histérica reverberó en el espacio oscuro. Con súbita fuerza nacida del terror, Duffy consiguió zafarse y siguió su frenético ascenso, rebasando a Waxie, que pataleaba aún en su esfuerzo por sujetarse.
—¡No! ¡No! —gritó Waxie, intentando apartar a patadas las manos de la figura más cercana, y en uno de los golpes le quitó la capucha.
Smithback retiró instintivamente la cabeza ante la súbita visión, pero no antes de que su cerebro registrase algo salido de su peor pesadilla, más horrendo aún en la escasa luz: unas pupilas estrechas de reptil, unos labios húmedos y viscosos, grandes arrugas y pliegues de piel. De pronto cayó en la cuenta de que aquéllos debían de ser los rugosos a que había aludido Mephisto. Entendió por qué los llamaban así.
Aquella visión sacó a Smithback de su parálisis, y empezó a alejarse por la pasarela. Atrás, oyó que Waxie disparaba su arma. Siguió un rugido de dolor, y a Smithback le temblaron las piernas. Tras otros dos rápidos disparos, Waxie lanzó un gemido largo y lastimero, truncado de pronto por un aterrador gorgoteo.
Smithback corrió furtivamente por la pasarela, intentando evitar que la abrumadora sensación de miedo lo paralizase de nuevo. Atrás, oyó a Duffy —o al menos esperaba que fuese Duffy— que, entre sollozos, trepaba sin cesar. «Tengo bastante ventaja», se dijo; las criaturas se hallaban treinta metros más abajo. Por un momento pensó en volver atrás para ayudar a Duffy, pero en décimas de segundo comprendió que no podía hacer nada por él. «Concédeme el privilegio de vivir para lamentarme de haber huido —rogó histéricamente en sus adentros—, y nunca pediré nada más, nunca.»
Pero cuando llegó a la escalera de piedra que conducía a la superficie, y asomó sobre él un acogedor círculo de cielo iluminado por la luna, horrorizado vio aparecer varias figuras en lo alto de la escalera, tapando las estrellas. Descendían hacia él. Retrocedió hasta la pasarela y escrutó las paredes curvas de ladrillo. A un lado de la pasarela vio la boca de un túnel de acceso, un viejo arco recubierto de cal cristalizada, semejante a la escarcha. Las figuras bajaban deprisa. Smithback saltó hacia el arco, lo atravesó y entró en un túnel de poca altura. Lo iluminaban débiles bombillas dispuestas en el techo a largos intervalos. Corrió como alma que lleva el diablo, dándose cuenta de que el túnel tomaba precisamente el rumbo que no deseaba seguir: hacia abajo, siempre hacia abajo.
51
El agente de guardia en el depósito de armas del FBI estaba retrepado en su silla, manteniendo ésta en precario equilibrio sobre las patas traseras, y tenía el rostro medio oculto tras un ejemplar de Soldier of Fortune. Por encima de la revista, Margo advirtió extrañeza en sus ojos al verlos entrar. En el sótano de la oficina central del FBI en Federal Plaza, probablemente no era habitual recibir la visita de un individuo en extremo andrajoso con mirada de loco, seguido de una mujer joven y un hombre rechoncho. Margo notó que entornaba los ojos y dilataba las aletas de la nariz. También debe de haber olido a Mephisto, pensó.
—¿Puede saberse qué demonios hacen aquí, caballeros? —preguntó el vigilante, bajando la revista y echándose lentamente hacia adelante.
—Vienen conmigo —contestó Pendergast con tono enérgico, saliendo de detrás y mostrándole su identificación.
Nada más verlo, el hombre se puso en pie de un salto, dejando caer al suelo la revista.
—Necesito material —dijo Pendergast.
—Sí, señor, enseguida —balbuceó el vigilante, y se apresuró a abrir las dos cerraduras de la puerta situada detrás de él y franquearles el paso.
Margo entró en una gran sala. Hileras e hileras de armarios de madera ascendían ordenadamente hasta el techo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Margo, siguiendo a Pendergast por el pasillo más cercano.
—Suministros de emergencia —respondió Pendergast—. Víveres, medicamentos, agua embotellada, complementos alimenticios, mantas y colchones, piezas de repuesto para los sistemas básicos, combustible.
—Tienen aquí mierda suficiente para resistir un sitio —masculló D'Agosta.
—Ésa es precisamente la idea, teniente —dijo Pendergast, deteniéndose ante una pequeña puerta metálica en la pared del fondo. Introdujo un código numérico y abrió.
La puerta daba a un estrecho corredor. Armarios de acero inoxidable cubrían las paredes, cada uno con su correspondiente etiqueta de plástico. Al entrar, Margo echó un vistazo a las etiquetas cercanas: M-16/XM-148, CAR-15/SM177E2, KEVLAR S-M, KEVLAR L-XXL .
—El poli y sus juguetes —comentó Mephisto.
Pendergast avanzó rápidamente por el pasillo hasta uno de los armarios, lo abrió y sacó tres mascarillas de plástico transparente, unidas a pequeños botes de oxígeno. Se guardó una y entregó las otras a D'Agosta y Mephisto.
—Por si al bajar le viene en gana gasear a más gente en los túneles, ¿no? —dijo Mephisto, cogiendo torpemente la mascarilla con las manos esposadas.
Pendergast se volvió hacia él.
—Sé que considera que los suyos han sido maltratados por la policía —respondió con calma—. Casualmente, coincido con usted. Le prometo que yo no he tenido nada que ver con eso.
—Jano el de las dos caras habla de nuevo. El alcalde de la Tumba de Grant, claro. Tendría que haber imaginado que era todo una patraña.
—Su propia paranoia y aislamiento me obligó a recurrir a esa estratagema —dijo Pendergast, abriendo un armario tras otro. Extrajo un flash utilizable a modo de visera, varios pares de gafas con largos tubos oculares que debían de ser, supuso Margo, dispositivos de visión nocturna, y unos botes alargados de color amarillo que no reconoció—. Nunca lo he considerado un enemigo.
—Entonces quíteme las esposas.
—No lo haga —advirtió D'Agosta.
Pendergast, que en ese momento sacaba varios machetes militares de un armario, se quedó inmóvil. Finalmente metió los dedos en el bolsillo delantero de su chaqueta negra, se acercó a Mephisto y abrió las esposas con un rápido giro de muñeca. Mephisto las lanzó con desprecio al otro extremo del pasillo.
—¿Es que piensa hacer tallas allá abajo? —preguntó—. Esas navajas de bolsillo que ha cogido no le servirán de gran cosa contra los rugosos. Como mucho les hará cosquillas.
—Confío en que no nos crucemos con ninguno de los habitantes de los túneles Astor —repuso Pendergast con la cabeza metida en un armario mientras se colocaba dos pistolas bajo la cintura del pantalón—. Pero ya he aprendido las ventajas de ir bien preparado.
—Muy bien, señor agente del FBI, disfrutaremos de la cacería de patos. Luego podemos pasar a tomar un té con pastas por la Ruta 666, charlar un rato y quizá incluso disecar sus trofeos.
Pendergast se apartó del armario y se aproximó lentamente a Mephisto.
—¿Qué puedo hacer exactamente para convencerlo de la gravedad de esta situación? —preguntó, su rostro a unos centímetros del jefe de la comunidad subterránea. Pese a que hablaba con aparente delicadeza, su voz sonaba por alguna razón amenazadora.
Mephisto retrocedió un paso.
—Si eso es lo que quiere, tendrá que confiar en mí.
—Si no confiase —replicó Pendergast—, no le habría quitado las esposas.
—Entonces demuéstrelo —dijo Mephisto, recobrando de inmediato el aplomo—. Déme un arma. Por ejemplo, uno de esos relucientes rifles Stoner que he visto en aquel armario. O como mínimo un calibre 12. Si los liquidan a ustedes, quiero tener la oportunidad de defenderme.
—Por Dios, Pendergast, no sea loco —advirtió D'Agosta—. Este tipo no es de fiar. Ésta es la primera vez que sale a la calle desde que George Bush era presidente.
—¿Cuánto tardará en guiarnos hasta los túneles Astor? —preguntó Pendergast.
—Una hora y media, quizá. Eso, si no les importa mojarse los pies en el camino.
Se produjo un silencio.
—Parece que entiende de armas —comentó Pendergast—. ¿Tiene experiencia?
—Séptimo de Infantería, I-Corps. Herido para mayor gloria de Estados Unidos de la jodida América en el Triángulo de Hierro.
Con una mezcla de repugnancia y fascinación, Margo vio cómo Mephisto se desabrochaba el mugriento pantalón, se lo bajaba y lucía una fruncida cicatriz que atravesaba el abdomen y parte del muslo, terminando en un grueso nudo de tejido cicatricial.
—Tuvieron que volver a meterme las tripas antes de trasladarme en la camilla —añadió Mephisto con una sesgada sonrisa.
Pendergast guardó silencio durante un largo momento. Por fin se dio media vuelta, abrió otro armario y extrajo dos armas automáticas. Se colgó una al hombro y lanzó la otra a D'Agosta. A continuación sacó una caja de munición y una escopeta de repetición de cañón corto. Cerró el armario, se volvió y entregó la escopeta a Mephisto.
—No me falle, soldado —dijo, sujetando aún el cañón con la mano.
Sin hablar, Mephisto le arrancó el arma de la mano y accionó el cargador.
Margo empezó a intuir una molesta actitud. Pendergast había hecho acopio de material, y a ella aún no le había correspondido nada.
—Un momento —protestó—. ¿Y yo qué? ¿Dónde está mi equipo?
—Lo siento, pero usted no viene —respondió Pendergast mientras sacaba chalecos antibalas de un armario y comprobaba las tallas.
—¿Y eso quién lo ha dicho? —replicó Margo—. ¿Por qué no voy? ¿Porque soy una mujer?
—Por favor, doctora Green, usted bien sabe que no ése el problema. Carece de experiencia en esta clase de acción policial. —Pendergast abrió otro armario y cogió algo del interior—. Tenga, Vincent, encárguese usted de esto, si no le importa.
—Granadas de metralla M-26 —dijo D'Agosta, manipulándolas con sumo cuidado—. Tienen aquí armamento suficiente para invadir China.
—¿Que carezco de experiencia? —repitió Margo sin prestar atención a D'Agosta—. Fui yo quien le salvó el culo en el museo la otra vez, ¿se acuerda? De no ser por mí, se habría convertido usted en excrementos de Mbwun hace tiempo.
—Soy el primero en admitirlo, doctora Green —respondió Pendergast mientras se colocaba una mochila provista de una manguera terminada en una extraña boquilla con capucha.
—No me diga que eso es un lanzallamas —preguntó D'Agosta.
—Un ABT Fastfire, si no me equivoco —apuntó Mephisto—. Cuando yo estaba en el ejército, llamábamos «neblina púrpura» al fuego que vomitaba. Un arma atroz, otra muestra del sadismo de una república en bancarrota moral. —Miró con curiosidad el contenido de uno de los armarios abiertos.
—Soy antropóloga —continuó Margo—. Conozco a esas criaturas mejor que nadie. Necesitarán mi asesoramiento científico.
—No tanto como para poner en peligro su vida —repuso Pendergast—. El doctor Frock también es antropólogo. ¿Nos lo llevamos para que nos dé su docta opinión sobre la materia?
—Fui yo quien descubrió todo esto, ¿recuerda? —insistió Margo, dándose cuenta de que estaba levantando la voz.
—La doctora Green tiene razón —terció D'Agosta—. No estaríamos aquí ahora de no ser por ella.
—Ésa no es razón para que la involucremos más aún en este asunto. Además, nunca ha bajado a los subterráneos, ni pertenece a la policía.
—¡Oiga! —dijo Margo a voz en grito—. Olvide que soy antropóloga. Olvide la ayuda que les he proporcionado hasta el momento. Soy una experta tiradora. D'Agosta puede dar fe de ello. Y tampoco los retrasaré. Al contrario, seguramente serán ustedes quienes lleven la lengua fuera para seguirme el paso. Hay una razón muy sencilla para incluirme: si surgen problemas allá abajo, cuantos más seamos, mejor.
Pendergast dirigió hacia ella sus ojos claros, y Margo percibió la fuerza de su mirada casi como si le hurgase el pensamiento.
—¿Por qué se siente obligada a hacer esto, doctora Green? —inquirió.
—Porque… —Margo se interrumpió, preguntándose por qué quería en realidad bajar a aquel infierno. Sería mucho más fácil desearles buena suerte, salir del edificio, volver a casa, encargar la cena por teléfono al restaurante tailandés de la esquina y ponerse a leer la novela de Thackeray que quería empezar desde hacía un mes.
De pronto comprendió que no era una cuestión de si quería o no hacerlo. Dieciocho meses atrás había mirado a Mbwun a la cara, había visto su propio reflejo en aquellos ojos salvajes. Juntos, ella y Pendergast habían matado a la bestia. Y había dado el asunto por terminado. Tanto ella como todos los demás. Ahora sabía que no era así.
—Hace unos meses Greg Kawakita intentó ponerse en contacto conmigo —dijo por fin—. No me molesté en telefonearlo. Si lo hubiese hecho, quizá nada de esto habría ocurrido. —Calló y al cabo de un momento añadió—: Necesito ver con mis propios ojos que todo ha terminado.
Pendergast mantuvo en ella su mirada escrutadora.
—¡Maldita sea, usted me metió en esto! —exclamó Margo, volviéndose hacia D'Agosta—. Era el último de mis deseos. Pero he llegado hasta aquí, y ahora necesito ver el final.
—También en eso tiene razón —afirmó D'Agosta—. Yo le pedí que colaborase en la investigación.
Pendergast apoyó las manos en los hombros de Margo, en un gesto físico poco común en él.
—Margo, por favor —dijo con tono ecuánime—. Compréndalo. En el museo, no había alternativa. Estábamos ya atrapados dentro con Mbwun. Esto es distinto. Vamos a correr un riesgo conscientemente. Usted es una civil. Lo siento, pero no puede ser.
—Por una vez estoy de acuerdo con el alcalde Whitey. —Mephisto miró a Margo—. Parece usted una persona honrada, y eso quiere decir que está fuera de lugar en compañía de gente como ésta. Deje que los maten a ellos, que para eso son funcionarios.
Pendergast siguió mirando a Margo por un momento. Finalmente retiró las manos y se volvió hacia Mephisto.
—¿Cuál es el camino? —preguntó.
—La línea de Lexington, bajo los almacenes Bloomingdale —contestó Mephisto—. Hay un túnel abandonado a unos quinientos metros al norte de la vía rápida. Lleva derecho hasta el parque y allí baja hacia el Cuello de Botella.
—¡Dios santo! —exclamó D'Agosta—. Quizá usaron esa ruta para tender la emboscada al tren.
—Es posible. —Pendergast guardó silencio por un instante, como si estuviese absorto en sus pensamientos—. Tenemos que recoger los explosivos en la sección C —añadió de pronto, y se dirigió hacia la puerta—. En marcha. Nos quedan menos de dos horas.
—Vamos, Margo —dijo D'Agosta por encima del hombro, siguiendo al trote a Pendergast—. La acompañaremos a la salida.
Margo permaneció inmóvil, viéndolos alejarse rápidamente hacia la puerta exterior del depósito de armas.
—¡Mierda! —gritó en un arrebato de frustración.
Tiró el bolso al suelo y dio un furioso puntapié al armario más cercano. Luego se arrodilló, cubriéndose la cabeza con los brazos.
52
Snow consultó la hora en el enorme reloj de pared. Tras la rejilla protectora, las estrechas manecillas marcaban las 22.15. Recorrió con la vista la sala vacía: los reguladores y botellas de oxígeno de repuesto, las aletas rotas y las grandes gafas de buceo. Su mirada se posó por fin en la montaña de papeles que tenía frente a él, en el escritorio, e hizo una mueca de aversión. Allí estaba, teóricamente recuperándose de una infección bacteriana en los pulmones. Pero tanto él como el resto de la Brigada Submarinista del Departamento de Policía de Nueva York sabían que había caído en desgracia. El sargento, llevándoselo aparte, lo había felicitado por su trabajo; pero Snow había notado que era sólo un cumplido. Ni siquiera importaba que los esqueletos que había encontrado hubiesen sido el punto de partida de una gran investigación policial. El hecho era que se había soltado de la cuerda, se había soltado en su primera inmersión en la brigada. Ya ni siquiera tenía que soportar las burlas de Fernández.
Dejó escapar un suspiro, contemplando a través del mugriento cristal de la ventana el embarcadero desierto y el agua oscura y untuosa, brillando a la luz de la luna. El resto del equipo había salido horas antes con destino al East River, donde había caído un helicóptero. Y en la ciudad ocurría algo grave; la radio del puesto no dejaba de captar mensajes acerca de manifestaciones, disturbios, movilizaciones, medidas de control de masas. Por lo visto, había acción en todas partes menos en su tranquilo rincón de los muelles de Brooklyn. Y allí estaba él, rellenando informes.
Volvió a suspirar, grapó unos papeles, los colocó en una carpeta, la cerró y la lanzó a la bandeja de salida. Un perro muerto, extraído del canal Gowanus. Causa de la muerte: una herida de bala. Dueño desconocido. Caso cerrado. Cogió otra carpeta del montón: Randolf Rowell, veintidós años. Saltó del puente de Triborough. Nota de suicidio hallada en un bolsillo. Causa de la muerte: ahogamiento. Caso cerrado.
Mientras dejaba la carpeta en la bandeja, oyó el ruido de una lancha que se acercaba al embarcadero. Regresaban pronto. Sin embargo el motor sonaba distinto, pensó, más ronco. Quizá necesitaba una puesta a punto.
Oyó unas rápidas pisadas en el embarcadero de madera y la puerta del puesto se abrió de par en par. Eran unos hombres con trajes húmedos de color negro, sin insignias, los rostros pintados de negro y verde con tintura de camuflaje. Cada uno llevaba colgados al cuello dos macutos gemelos de goma y látex.
—¿Dónde está el equipo submarinista? —preguntó con aspereza el hombre más adelantado, una enorme mole con acento de Texas.
—En el East River, donde se ha estrellado el helicóptero —contestó Snow—. ¿Son ustedes del segundo equipo?
Echó un vistazo por la ventana y se sorprendió al ver no la habitual fueraborda azul y blanca de la policía, sino una potente lancha de motor interno con el casco en V, elevándose apenas sobre el agua y tan oscura como quienes habían llegado en ella.
—¿Todo el equipo? —dijo el hombre.
—Menos yo. ¿Quiénes son ustedes?
—Amigo, no somos los sobrinos que su madre perdió de vista hace años, eso se lo aseguro —repuso el hombre con tono cortante—. Necesitamos a alguien que conozca el camino más corto al colector lateral del West Side, y lo necesitamos ya.
A Snow lo asaltó una repentina ansiedad.
—Déjeme avisar al sargento…
—No hay tiempo. ¿Conoce usted el camino?
—Bueno, conozco las salidas de la red de alcantarillas de Manhattan. Forma parte de la instrucción básica. Todo policía…
—¿Puede guiarnos hasta el interior del colector? —lo interrumpió el hombre con brusquedad.
—¿Quieren entrar en el colector lateral del West Side? La mayoría de las salidas están enrejadas, o son demasiado estrechas para…
—Sólo conteste la pregunta: ¿Sí o no?
—Creo que sí —respondió Snow, titubeando ligeramente.
—¿Su nombre?
—Snow. Agente Snow.
—Suba a la lancha.
—Pero mi traje y mis botellas…
—Tenemos todo lo que necesita. Puede ponerse el traje por el camino.
Snow se levantó de inmediato y siguió a los hombres hacia el embarcadero. Aquello no parecía una invitación que pudiese rehusar.
—Todavía no me ha dicho quiénes…
El hombre se detuvo, ya con un pie en la borda de la lancha, y se presentó:
—Comandante Rachlin, jefe de patrulla, Equipo Siete Azul de la Compañía de Operaciones Especiales de la Marina. Y ahora en marcha.
El timonel salió a toda velocidad del embarcadero.
—Atento al timón —ordenó el comandante, e indicó a Snow que se acercase—. He aquí la operación. —Levantó un asiento forrado y sacó del baúl situado debajo un fajo de mapas a prueba de agua—. Nos dividiremos en cuatro equipos, dos hombres por equipo. —Miró alrededor—. ¡Donovan!
—Señor —contestó un hombre, y se aproximó. Pese al traje, se lo veía delgado y fibroso. Sus rasgos faciales quedaban ocultos por el neopreno y la tintura de camuflaje.
—Donovan, usted y Snow irán juntos.
El hombre no contestó, y Snow interpretó su silencio como fastidio.
—¿Qué ocurre? —preguntó Snow.
—Se trata de una DS —respondió Rachlin.
—Una ¿qué?
El comandante le lanzó una mirada severa.
—Demolición submarina. Con saber eso, le basta.
—¿Tiene alguna relación con los últimos asesinatos? —preguntó Snow.
El comandante lo miró fijamente.
—Para ser un submarinista de bañera, novato y tonto del culo, hace demasiadas preguntas, amigo.
Snow guardó silencio. No se atrevió a mirar a Donovan.
—Desde este punto podemos guiarnos por los planos —dijo Rachlin, desplegando uno de los mapas y señalando un punto azul con el pulgar—. Pero con la construcción de la nueva planta depuradora estas vías de acceso han quedado obsoletas. Así que usted ha de llevarnos hasta ese punto.
Snow se inclinó sobre el mapa plastificado. En lo alto, escrito con precisa letra inglesa, se leía: ESTUDIO DE LA RED DE ALCANTARILLAS Y COLECTORES DEL WEST SIDE, CUADRANTE INFERIOR, 1932 . Debajo había un laberinto de finas líneas entrecruzadas. Alguien había dibujado tres grupos de puntos bajo el lado occidental del Central Park. Contempló la compleja retícula, su mente acelerada. El río Humboldt era el acceso más sencillo, pero el camino hasta allí desde donde se hallaban era largo y sinuoso. Además, no quería volver a aquel lugar, nunca a ser posible. Trató de recordar las sesiones de instrucción, los interminables días adentrándose una y otra vez en canales lodosos. ¿Dónde más desaguaba el colector lateral del West Side?
—Esto no es una pregunta de examen —apremió Rachlin—. Dése prisa. Tenemos el tiempo justo.
Snow alzó la vista. Conocía una ruta, de hecho una ruta muy directa. Bueno, pensó, ellos lo han querido.
—La propia planta depuradora del Bajo Hudson —dijo—. Podemos entrar a través del pozo de sedimentación principal.
Se produjo un silencio, y Snow echó un vistazo alrededor.
—¿Tenemos que sumergirnos en aguas residuales? —preguntó una voz grave.
El comandante volvió la cabeza.
—Ya lo han oído. —Lanzó un traje húmedo a Snow—. Y ahora mueva el culo y vaya abajo a ponerse el traje. Tenemos que estar fuera y con la misión cumplida seis minutos antes de las doce.
53
Margo, furiosa, permanecía sentada en el frío suelo de baldosas del depósito de armas. No sabía con quién estaba más enojada, si con D'Agosta por haberla metido en aquel horrible asunto, con Pendergast por haberse negado a llevarla, o consigo misma por ser incapaz de olvidarse de todo. Pero no podía olvidarse. A esas alturas veía ya con toda claridad la larga sombra que los asesinatos del museo —la aterradora lucha final en el sótano— habían proyectado sobre ella. Le habían quitado el sueño, habían hecho añicos su paz de espíritu. Y ahora, para colmo, esta mierda, se dijo.
Sabía que Pendergast pensaba en su seguridad; sin embargo, no podía contener su frustración por quedarse al margen. «De no ser por mí —pensó—, seguirían como al principio. Yo descubrí la relación entre Mbwun y Whittlesey. Yo deduje lo que en realidad había ocurrido.» Con un poco más de tiempo, incluso habría atado los desconcertantes cabos sueltos que aún quedaban: ¿Qué significaban los crípticos fragmentos del diario de Kawakita? ¿Para qué utilizaba el thyoxin? ¿Por qué sintetizaba vitamina D en su último laboratorio?
De hecho, el papel del thyoxin podía llegar a entenderlo. Las notas del diario permitían entrever que, hacia el final, Kawakita había recapacitado. Por lo visto, se había dado cuenta de que sus últimas versiones del esmalte ya no deformaban el cuerpo, pero deformaban la mente. Quizá incluso conocía el peligro que entrañaba para el medio ambiente el contacto de la planta con el agua salada. En cualquier caso, parecía evidente que Kawakita había decidido enmendar sus errores, limpiando el Reservoir de Liliceae mbwunensis. Tal vez las criaturas habían descubierto sus propósitos. Eso explicaría su muerte, ya que obviamente no estaban dispuestas a consentir que nadie las privase de su suministro.
Pero Margo seguía sin comprender qué uso daba a la vitamina D. ¿La necesitaba acaso para el secuenciado genético? No, imposible…
De pronto Margo irguió el tronco y respiró hondo. «Planeaba matar las plantas, de eso estoy segura, pensó. Y era consciente de los riesgos que eso entrañaba. Así que la vitamina D no intervenía en la producción de esmalte. Era para…»
Súbitamente lo vio todo claro.
Se puso en pie al instante. No tenía un segundo que perder. Como electrizada, empezó a abrir los cajones de los armarios y desparramar su contenido por el estrecho pasillo, cogiendo lo que necesitaba y guardándoselo en el bolso: mascarilla de oxígeno, gafas de visión nocturna, balas de 9 milímetros de punta hueca para su semiautomática.
Con la respiración agitada, corrió hasta la sala de almacenamiento contigua. Tiene que estar por aquí en alguna parte, pensó. Apresuradamente, fue de armario en armario, leyendo las etiquetas. Deteniéndose de pronto ante uno, lo abrió y sacó tres botellas de plástico flexible de un litro con tapón a presión. Tras dejarlas junto al bolso, abrió otro armario y extrajo una garrafa de cuatro litros de agua destilada. A continuación, volvió a recorrer los pasillos de armarios, buscando de nuevo y murmurando. Por fin se detuvo y tiró de la puerta de otro armario. Contenía hileras de frascos con píldoras y comprimidos. Leyó febrilmente las etiquetas, encontró lo que quería y regresó de inmediato junto al bolso.
Arrodillándose, abrió los frascos y los vació, formando pequeños montones de píldoras blancas en el suelo.
—¿Cuál es la concentración, Greg? —dijo en voz alta sin darse cuenta.
No hay manera de saberlo, pensó. Mejor será pecar por exceso. Utilizando la base de uno de los frascos, pulverizó las píldoras y echó varios puñados en cada botella. Llenó las botellas de agua, las agitó enérgicamente y observó la suspensión; un poco rudimentario, quizá, pero no había tiempo para sutilezas. Pronto se disolvería.
Se puso en pie y cogió el bolso, golpeando sin querer los frascos vacíos, que se esparcieron ruidosamente por el pasillo.
—¿Quién hay ahí? —preguntó una voz.
Cayó en la cuenta, demasiado tarde, de que se había olvidado del vigilante. Rápidamente metió las botellas en el bolso, se lo colgó al hombro y se dirigió hacia la puerta.
—Lo siento —dijo—. Me he despistado. —Esperaba aparentar sinceridad.
El vigilante frunció el entrecejo y, dejando la revista, hizo ademán de levantarse.
—¿Hacia dónde ha ido el agente Pendergast? —preguntó con tono apremiante—. Ha dicho algo de una sección C.
Mencionar el nombre de Pendergast surtió el efecto deseado. El vigilante permaneció sentado en su silla.
—Vaya a los ascensores del área cuatro, suba a la segunda planta y tuerza a la izquierda —indicó.
Margo le dio las gracias y corrió por el pasillo hacia los ascensores. Cuando las puertas se cerraban, consultó su reloj y lanzó una maldición. No había tiempo. Pulsó con rabia el botón del vestíbulo. Cuando se abrieron las puertas, se dispuso a echar a correr; pero, reparando en el gran número de vigilantes, se conformó con cruzar el vestíbulo a paso ligero y, tras devolver el pase de visitante, salió a la húmeda noche de Manhattan.
Una vez fuera, corrió hasta el bordillo de la acera y paró un taxi.
—Esquina de Lexington Avenue con la calle Cincuenta y nueve —dijo, saltando adentro y cerrando la puerta con fuerza.
—De acuerdo, pero va a ser un viaje lento —advirtió el taxista—. Cerca del parque hay una manifestación o disturbios o algo así. El tráfico es más denso que los pelos del culo de un perro.
—Entonces busque el camino más rápido —respondió Margo, echando un billete de veinte dólares al asiento delantero.
El conductor se dirigió hacia el este y dobló hacia el norte por la Primera Avenida, esquivando los otros vehículos a toda velocidad. Consiguieron llegar a la calle Cuarenta y siete sin detenerse. Delante, Margo vio la calzada convertida en un auténtico aparcamiento de coches y camiones, con los motores al ralentí y las bocinas sonando, seis filas paralelas de luces de frenos que se extendían ininterrumpidamente hasta donde la vista alcanzaba. Sin pensárselo dos veces, cogió el bolso, saltó a la calle y se echó a correr entre los peatones.
Siete minutos más tarde se hallaba en la boca de metro de Bloomingdale. Bajó los escalones de dos en dos, sorteando como podía a los noctámbulos. Le dolía el hombro por el peso del bolso. Por encima del ruido de los motores y los furiosos bocinazos, creyó oír a lo lejos un clamor ahogado y extraño, como si diez mil personas gritasen al unísono. Segundos después, ya bajo tierra, desaparecieron todos los sonidos salvo los chirridos de los trenes. Margo sacó un pase de un bolsillo, cruzó el molinete y corrió escalera abajo hacia el andén. Una pequeña multitud, apiñada junto a la escalera iluminada, esperaba el tren.
—¿Has visto a esos tipos? —preguntaba una muchacha con una camiseta de Columbia—. ¿Qué llevaría en la espalda?
—Probablemente raticida —respondió su compañera—. Aquí abajo se crían unas ratas enormes, ¿sabías? La otra noche, en la estación de la calle 4 Oeste, vi una que debía de ser del tamaño de…
—¿Por dónde se han ido? —la interrumpió Margo con ¿voz entrecortada.
—Han saltado a la vía y han seguido en dirección norte…
Margo corrió hacia el extremo norte del andén. Delante vio perderse en la oscuridad las vías del metro. Pequeños charcos de agua estancada brillaban entre los raíles con un resplandor verde pálido a la luz de las infrecuentes señales de cambio de agujas. Echó un rápido vistazo atrás para asegurarse de que no se aproximaba el tren y luego, respirando hondo, saltó a la vía.
—¡Ahí va otra! —oyó exclamar a alguien en el andén.
Reacomodándose el bolso, empezó a correr, procurando no tropezar en la entrevía de grava o en la irregular superficie de las traviesas. Miró a lo lejos con los ojos entornados, intentando en vano distinguir formas o siluetas. Abrió la boca dispuesta a llamar a Pendergast, pero al instante desechó la idea; al fin y al cabo, en aquella misma línea, un poco más adelante, se había producido la matanza del metro hacía no mucho tiempo.
En el mismo momento en que ese pensamiento cruzaba su mente, notó una ráfaga de aire en la nuca. Volvió la cabeza y se estremeció; detrás, en la oscuridad, veía el símbolo circular de color rojo del expreso número cuatro, lejano pero inconfundible.
Corrió aún más deprisa, llenándose los pulmones de aire denso y húmedo. El tren se detendría sólo el tiempo justo para cargar y descargar pasajeros; luego se pondría de nuevo en marcha y se encaminaría hacia ella ganando velocidad. Desesperada, miró alrededor, buscando un entrante para los operarios del metro o algún otro lugar donde refugiarse. Pero la pared del túnel era lisa y oscura hasta donde su vista alcanzaba.
Detrás oyó el timbre de aviso que precedía al cierre de puertas, el silbido de los frenos de aire comprimido y el ronroneo de los motores al reanudarse la marcha. Aterrorizada, se volvió hacia el único refugio que tenía: el estrecho espacio que separaba las dos mitades del túnel. Pasando con cuidado sobre el tercer raíl, se apretujó entre dos montantes herrumbrosos, encogiéndose para hacerse más delgada que el cambio de agujas situado junto a ella como un oscuro centinela.
El tren se acercó, lanzando una ensordecedora advertencia con el silbato. Cuando pasó ante ella, se sintió empujada hacia atrás por una contundente ráfaga de aire y, extendiendo los brazos, se aferró a los montantes para no salir despedida hacia la otra vía. Ante sus ojos desfilaron en una rápida sucesión de destellos las ventanillas de los vagones, como si un rollo de película se desplegase horizontalmente frente a ella. Finalmente el tren se alejó hacia el norte con un ligero balanceo, dejando tras de sí una lluvia de chispas.
Tosiendo a causa de la nube de polvo, silbándole los oídos, Margo salió de nuevo a la vía y miró en ambas direcciones. Delante, en la roja estela del tren, distinguió tres figuras, que salían de un hueco en la pared del túnel.
—¡Pendergast! —gritó—. ¡Espere, agente Pendergast!
Las figuras se detuvieron y se volvieron hacia ella. Mientras corría en dirección a los tres hombres, vio las estrechas facciones del agente del FBI, que la miraba inmóvil.
—¿Doctora Green? —oyó decir Margo con el familiar dejo sureño.
—¡Santo cielo, Margo! —exclamó D'Agosta con tono airado—. ¿Qué demonios hace aquí? Pendergast le ha dicho…
—Callen y atiendan —exigió Margo, parándose ante ellos—. He averiguado qué hacía Kawakita con la vitamina D que sintetizaba en su laboratorio. No tenía nada que ver con la planta, o el esmalte, o lo que sea. Estaba fabricando un arma.
Aun en la oscuridad, Margo percibió incredulidad en el rostro de D'Agosta. Mephisto se hallaba detrás de él, escuchando en silencio, como una oscura aparición.
—Es verdad —afirmó Margo con voz entrecortada—. Como ya saben, los rugosos no soportan la luz. ¿No es así? Pero no se trata de una simple fobia. En realidad, la temen. La luz es mortal para ellos.
—No sé si acabo de entenderlo —dijo Pendergast.
—De hecho, no es la luz en sí. Es lo que la luz crea. Los rayos de sol activan la vitamina D en la piel. ¿De acuerdo? Si para esas criaturas dicha vitamina fuese venenosa, la luz directa les causaría un gran dolor, o incluso la muerte. Por eso murieron algunos de los cultivos inoculados. Estuvieron una noche entera expuestos a la luz de una lámpara. Y eso quizá explicaría incluso por qué los llaman rugosos. La carencia de vitamina D confiere a la piel un aspecto arrugado y correoso. Y la deficiencia de esa vitamina provoca la osteomalacia, un reblandecimiento de los huesos. ¿Recuerdan que, según el doctor Brambell, el esqueleto de Kawakita parecía el resultado de un caso extremo de raquitismo? Pues en efecto así era.
—Pero eso son sólo conjeturas —replicó D'Agosta—. ¿Dónde están las pruebas?
—¿Por qué, si no, la sintetizaba Kawakita? —dijo Margo—. Piense que para él era igualmente venenosa. Sabía que las criaturas irían a por él si destruía su fuente de suministro. Y después, al carecer de la droga, asesinarían sin control. No, tenía que matar las plantas y también a las criaturas.
Pendergast asentía con la cabeza.
—Parece la única explicación posible. Pero ¿por qué ha venido hasta aquí para contárnoslo?
Margo abrió el bolso.
—Porque traigo aquí tres litros de vitamina D en solución.
D'Agosta resopló.
—¿Y qué? No puede decirse que estemos escasos de armas.
—Si hay tantas criaturas como pensamos, no podrán detenerlas por más armas que lleven —dijo Margo—. ¿Recuerda lo que costó acabar con Mbwun?
—Nuestra intención es evitar cualquier encuentro —afirmó Pendergast.
—Pero desde luego no está dispuesto a correr riesgos, y por eso ha traído semejante arsenal —replicó Margo—, Las balas pueden hacerles daño, pero esto —añadió, señalando su bolso— los fulmina.
Pendergast dejó escapar un suspiro.
—Muy bien, doctora Green —dijo—, dénoslas; nos las repartiremos entre los tres.
—Ni hablar —repuso Margo—. Yo llevaré las botellas. Y voy con ustedes.
—Viene otro tren —anunció Mephisto.
Pendergast guardó silencio por un momento. Por fin dijo:
—Ya le he explicado que no…
—He venido hasta aquí —lo interrumpió Margo, percibiendo la ira y determinación de sus propias palabras mientras hablaba—. Ahora no voy a volverme atrás. Y no vuelva a advertirme lo peligroso que es. Si quiere que firme algún papel descargando de toda responsabilidad a las autoridades, no tengo inconveniente. Démelo.
—No será necesario. —Pendergast exhaló un profundo suspiro—. Muy bien, doctora Green. No podemos perder más tiempo en discusiones. Mephisto, llévenos abajo.
54
Smithback se quedó inmóvil en el túnel, escuchando. De nuevo oyó las pisadas, en esta ocasión más lejanas. Respiró hondo varias veces y tragó saliva, intentando disolver el nudo que tenía en la garganta. Se había perdido en aquellos pasadizos estrechos y oscuros. Ni siquiera sabía si avanzaba en la dirección correcta. Quizá estaba volviendo hacia atrás, hacia los asesinos, quienesquiera que fuesen. Sin embargo la intuición le decía que seguía alejándose del lugar donde se había producido la terrible carnicería. Daba la impresión de que los túneles de resbaladizas paredes bajaban sin cesar.
Las siniestras criaturas que había visto eran sin duda los rugosos, los individuos que Mephisto había denunciado, tal vez responsables también de la matanza del metro. Los rugosos. En unos minutos habían matado por lo menos a cuatro personas. Los gritos de Waxie parecían resonar aún en sus oídos, y ya no estaba seguro de si era un sonido real, o un simple recuerdo.
De pronto irrumpió otro ruido en sus pensamientos, éste muy real: de nuevo las pisadas, y a corta distancia. Aterrorizado, se volvió a un lado y a otro, buscando una salida por donde escapar. Súbitamente una luz intensa lo deslumbró, y detrás surgió una figura que se aproximaba a él. Smithback tensó los músculos, preparándose para una lucha que, afortunadamente, sería breve.
Pero la figura retrocedió, lanzando un chillido de pánico. La linterna cayó a los pies de Smithback. Con profundo alivio, el periodista reconoció el poblado bigote de Duffy, el hombre que subía detrás de Waxie por la escalerilla. Por lo visto, milagrosamente había escapado de sus perseguidores.
—¡Cálmese! —susurró Smithback, agachándose a recoger la linterna antes de que rodase túnel abajo—. Soy periodista. He visto lo que ha ocurrido.
Duffy estaba demasiado asustado, o falto de aliento, para preguntar a Smithback qué hacía allí, bajo el Reservoir del Central Park. Se sentó en el suelo de ladrillo, respirando agitadamente. Cada escasos segundos volvía la cabeza y dirigía una rápida mirada a la oscuridad.
—¿Sabe cómo salir de aquí? —preguntó Smithback.
—No —contestó Duffy entre jadeos—. O quizá sí. Vamos, ayúdeme.
—Me llamo Bill Smithback.
Tendió una mano al tembloroso ingeniero y lo ayudó a levantarse.
—Stan Duffy —dijo el ingeniero.
—¿Cómo ha conseguido librarse de esas criaturas?
—Los he despistado en los túneles de desagüe —respondió Duffy. Una gruesa lágrima resbaló lentamente por su cara manchada de barro.
—¿Por qué todos estos túneles conducen hacia abajo, y no hacia arriba?
Duffy se enjugó los ojos distraídamente con una manga.
—Estamos en unos túneles de desagüe secundarios. En una situación de emergencia, el agua corre tanto por el conducto principal como por estos conductos secundarios, confluyendo en el Cuello de Botella. En esta zona, todo tiene que pasar por el Cuello de Botella. —Se interrumpió y abrió desmesuradamente los ojos, como si acabase de recordar algo. Luego consultó su reloj—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Sólo faltan noventa minutos!
—¿Noventa minutos? ¿Para qué? —preguntó Smithback, enfocando al frente la linterna.
—El Reservoir va a desaguarse a las doce de la noche. Ahora ya no hay forma de impedirlo. Y el agua bajará por estos túneles.
—¿Cómo? —murmuró Smithback.
—Quieren inundar los niveles inferiores, los túneles Astor, para deshacerse de esas criaturas. O mejor dicho, querían. Parece que han cambiado de idea. Pero ya es demasiado tarde…
—¿Los túneles Astor? —repitió Smithback, pensando: «Debe de ser la Buhardilla del Diablo de la que hablaba Mephisto».
Duffy le arrancó la linterna de la mano y se echó a correr túnel abajo.
Smithback lo siguió. El túnel desembocaba en otro mayor que descendía en espiral como un sacacorchos gigante. No había más iluminación que el vacilante haz de la linterna. Intentó mantenerse a los lados del túnel para evitar el riachuelo de agua que bajaba por el centro. Aunque no sabía por qué se molestaba; Duffy chapoteaba en él continuamente, y sus ruidosas pisadas habrían bastado para despertar a los muertos.
Al cabo de unos minutos Duffy se detuvo.
—¡Los he oído! —gritó cuando Smithback lo alcanzó.
—Yo no he oído nada —dijo Smithback, jadeando, y miró alrededor.
Pero Duffy reanudó la carrera, y Smithback salió disparado tras él, con el corazón encogido y la idea de escribir un gran artículo lejos de su mente. Una lóbrega abertura apareció a un lado del túnel, y Duffy se desvió por ella. Smithback lo siguió, y de repente el suelo se abrió bajo sus pies. Un instante después se deslizaba sin control por una rampa mojada y resbaladiza. Mientras rodaba, intentando sujetarse a la viscosa superficie, oía más abajo los gemidos de Duffy. La sensación era semejante a la de los sueños de caídas, sólo que mucho más horrible, dentro de un túnel negro y húmedo, a una profundidad inimaginable bajo Manhattan. De pronto oyó un chapuzón, y segundos después él mismo se halló sumergido en medio metro de agua.
Se levantó de inmediato, dolorido por todas partes pero contento de notar una superficie firme bajo sus pies. El suelo del túnel parecía llano, y a juzgar por el olor el agua estaba relativamente limpia. Junto a él, Duffy lloriqueaba de manera incontrolable.
—Cállese —susurró Smithback—. Va a atraer hacia aquí a esas criaturas.
—¡Dios mío! —dijo Duffy entre sollozos—. Esto no puede estar ocurriendo; no es posible. ¿Qué son esos seres? ¿Qué…?
Smithback buscó a tientas en la oscuridad el brazo de Duffy y tiró de él con brusquedad.
—¡Cállese! —repitió, rozando con los labios la oreja del ingeniero.
Los sollozos remitieron, quedando en un leve hipo.
—¿Dónde está la linterna? —preguntó Smithback.
Sólo recibió un sollozo en respuesta. Pero al cabo de un momento se encendió una débil luz a su lado. Milagrosamente, Duffy no la había soltado.
—¿Dónde estamos?
El hipo dejó de oírse.
—¡Duffy! ¿Dónde estamos?
Un sollozo ahogado.
—No lo sé. En un colector, quizá.
—¿Tiene idea de adónde va a parar?
Duffy se sorbió la nariz.
—Recoge el agua sobrante del Reservoir. Si seguimos por aquí hasta el Cuello de Botella, tal vez consigamos llegar a la red de alcantarillas del nivel inferior.
—¿Y desde ahí cómo salimos? —musitó Smithback.
Duffy hipó.
—No lo sé.
Smithback se enjugó la cara y guardó silencio, tratando de amasar el miedo, el dolor y la conmoción para reducirlos a una pequeña bola que fuese capaz de digerir. Intentó pensar en su artículo. Dios, con una noticia como aquélla tenía el éxito asegurado, por lo menos tanto como con los asesinatos de la Bestia del Museo. Y con un poco de suerte tendría aún en el bolsillo la historia de la señora Wisher. Pero primero…
Se oyó un chapoteo. Debido al eco, era difícil calcular la distancia; pero sin duda se acercaba. Se inclinó en la oscuridad, aguzando el oído.
—¡Todavía nos persiguen! —gritó Duffy a escasos centímetros de su tímpano.
Smithback lo agarró del brazo por segunda vez.
—Duffy, cállese y atienda. Si echamos a correr, nos atraparán; son más rápidos que nosotros. Tenemos que despistarlos. Usted conoce la red; dígame por dónde hay que ir.
Duffy pareció serenarse, y Smithback oyó que respiraba hondo.
—Muy bien —dijo el ingeniero—. Los colectores de emergencia tienen estaciones de medición en el tramo final, justo antes del Cuello de Botella. Si realmente es ahí donde estamos, podemos escondernos dentro…
—Vamos allá —susurró Smithback.
Avanzaron por el agua en la oscuridad, el haz de la linterna oscilando de pared a pared. Llegaron a un recodo del túnel, y al torcer apareció ante ellos una máquina enorme y antigua, una especie de gigantesco tornillo hueco engastado horizontalmente sobre un bloque de granito. Sobresalía una oxidada tubería en cada extremo, y detrás había una maraña de tubos parecida a unos intestinos de hierro. En su base, la máquina tenía una pequeña plataforma de rejilla. La corriente de agua continuaba más allá de la estación, desviándose sólo una pequeña parte a la izquierda por un estrecho y sinuoso túnel adyacente. Cogiendo la linterna, Smithback se agarró a la rejilla y se encaramó a ella. A continuación ayudó a subir a Duffy.
—Dentro de la tubería —murmuró Smithback.
Empujó a Duffy hacia el interior y después se metió él, arrojando la linterna a la corriente antes de ocultarse por completo.
—¿Está loco? Acaba de tirar…
—Es de plástico —dijo Smithback—. Flotará. Espero que sigan la luz corriente abajo.
Permanecieron en absoluto silencio. Las gruesas paredes de la estación de medición amortiguaban los sonidos del túnel, pero al cabo de unos minutos el chapoteo se oía con mayor nitidez. Los rugosos se acercaban, y deprisa, a juzgar por el ruido. Smithback notó contraerse a Duffy detrás de él, y rogó por que el ingeniero no perdiese la cabeza. El chapoteo se hizo más sonoro, y Smithback los oyó respirar, un trabajoso resuello, como el de un caballo cansado. El chapoteo llegó junto a la estación de medición y se detuvo.
Percibiendo el repugnante olor a cabra, Smithback cerró los ojos con fuerza. Detrás de él, en la negrura, Duffy temblaba violentamente.
Oyó el chapoteo en torno a la estación mientras las criaturas la rodeaban. Llegó un sonido grave, como un resoplido, y a Smithback se le heló la sangre al recordar el finísimo olfato de Mbwun. El chapoteo continuó. Instantes después, con una profunda sensación de alivio, Smithback oyó que se alejaba. Las criaturas seguían túnel abajo.
Respiró lentamente, contando las hondas inhalaciones. Al llegar a treinta, se volvió hacia Duffy.
—¿Por dónde se va a las alcantarillas?
—Por el extremo opuesto —susurró Duffy.
—Pues vámonos.
Con cuidado, se dieron la vuelta en aquel fétido y reducido espacio y se arrastraron hasta el extremo de la tubería. Por fin Duffy salió. Smithback lo oyó hundir un pie en el agua y luego el otro, y cuando él avanzaba ya hacia el exterior, un penetrante grito atravesó la oscuridad y algo demasiado espeso y caliente para ser agua le salpicó la cara. Retrocedió aterrorizado.
—¡Socorro! —balbuceó Duffy—. No, por favor, va… ¡Dios, mis tripas! Que alguien llame…
La voz se convirtió de repente en un desesperado resuello líquido y desapareció por fin en medio de un intenso ruido de agua agitada. Smithback, presa del pánico, retrocedió atropelladamente, oyendo un sonido sordo, semejante al golpe de una cuchilla de carnicero en un trozo de carne, seguido de una serie de crujidos de huesos arrancados de sus articulaciones.
Smithback salió por el extremo opuesto de la tubería, cayó de espaldas en el agua, se puso de pie al instante y huyó a toda velocidad por el túnel lateral, sin mirar, sin oír, sin pensar en nada salvo en correr. Corrió y corrió, desviándose una y otra vez en las interminables bifurcaciones, adentrándose cada vez a mayor profundidad en las oscuras entrañas de la tierra. El túnel confluyó con otro, y con otro, cada uno más grande que el anterior. Hasta que de repente un brazo húmedo y extraordinariamente fuerte le rodeó el cuello y una poderosa mano le tapó la boca.