23
La calle 63 Oeste se extendía hacia el río Hudson, y las dos hileras de magníficos edificios de apartamentos daban lugar gradualmente a cuidadas casas de piedra rojiza. D'Agosta caminaba con determinación, la vista baja, y una intensa sensación de ser el blanco de todas las miradas. La figura andrajosa y maloliente de Pendergast caminaba arrastrando los pies justo delante de él.
—¡Vaya un pasatiempo para mi tarde libre! —masculló D'Agosta.
Aunque le picaba en los lugares más recónditos del cuerpo, decidió no rascarse. Rascarse implicaba tocar la vieja y mugrienta gabardina que llevaba, o la roñosa camisa escocesa de poliéster, o el pantalón raído y lustroso. Se preguntaba de dónde habría sacado Pendergast todo aquello.
Para colmo, la suciedad y la grasa con que había tenido que embadurnarse la cara eran auténticas, y no simple maquillaje. Incluso los zapatos le repugnaban. Pero al mostrarse reacio a vestirse con aquella indumentaria, Pendergast se había limitado a decir: «Vincent, su vida depende de ello.»
Ni siquiera le había permitido llevar el arma o la placa, aduciendo: «Ni se imagina lo que harían con usted si le encontrasen una placa encima.» En realidad, pensaba D'Agosta con pesar, toda la expedición en sí era una clara violación del reglamento.
Alzó la vista por un instante y vio que se acercaba una mujer con un impecable vestido veraniego y zapatos de tacón paseando a un chihuahua. La mujer se detuvo en seco y desvió la mirada con cara de asco. Cuando Pendergast pasó junto a ella, el perro saltó hacia adelante y empezó a lanzar agudos y estridentes ladridos. Pendergast se apartó, y el perro, tirando de la correa, redobló sus histéricos esfuerzos.
Pese a lo violento que se sentía, o quizá por eso mismo, D'Agosta fue incapaz de reprimir un creciente enojo por la expresión de desprecio de la mujer. «¿Quién le da derecho a juzgarnos?», pensó. Al pasar por su lado, paró y se volvió hacia ella.
—¡Que le vaya bien! —gruñó, echando el mentón hacia adelante.
La mujer retrocedió.
—Es usted un tipejo asqueroso —prorrumpió—. ¡ Petit Chou, no te acerques a él!
Pendergast agarró a D'Agosta de un brazo y lo arrastró hasta la esquina de Columbus Avenue.
—¿Está loco? —reprochó en voz baja.
Mientras se alejaban a toda prisa, D'Agosta oyó gritar a la mujer:
—¡Ayuda! ¡Esos hombres me han amenazado!
Pendergast apretó el paso en dirección sur, y D'Agosta tuvo que correr tras él para no rezagarse. Adentrándose en la penumbra de un ancho pasaje situado en medio de la manzana, Pendergast se arrodilló rápidamente sobre las planchas de acero de una salida de emergencia del metro. Valiéndose de una pequeña herramienta con forma de gancho, levantó las planchas e indicó a D'Agosta que descendiese por la escalera metálica. Entró detrás de D'Agosta en el oscuro hueco y volvió a cerrar las planchas. Al pie de la escalera había dos vías de tren escasamente iluminadas. Cruzaron las vías y llegaron a un arco que daba acceso a otra escalera descendente, cuyos peldaños bajaron de dos en dos.
Pendergast se detuvo en el último escalón. D'Agosta, jadeante, paró junto a él en la total oscuridad. Al cabo de unos segundos Pendergast encendió una linterna de bolsillo.
—«¡Que le vaya bien!» —dijo, remedando a D'Agosta, y chasqueó la lengua—. ¿A quién se le ocurre, Vincent?
—Sólo pretendía ser amable —repuso D'Agosta con tono acre.
—Podría haber hecho fracasar esta pequeña expedición aun antes de salir de puerto. Recuérdelo bien: ha venido conmigo sólo para completar mi disfraz. Únicamente presentándome como jefe de otra comunidad conseguiré entrevistarme con Mephisto. Y nunca viajaría sin mi ayuda de campo. —Señaló un estrecho túnel secundario con la linterna—. Por ahí se va hacia el este, hacia su territorio.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Recuerde mis instrucciones. Hablaré yo. Es imprescindible que olvide momentáneamente que es policía. Ocurra lo que ocurra, no intervenga. —Sacó dos blandos gorros de lana de un bolsillo de su mugrienta gabardina. Entregándole uno a D'Agosta, dijo—: Póngase esto.
—¿Por qué?
—Cubrirse sirve para ocultar el verdadero contorno de la cabeza. Además, si nos vemos obligados a una huida precipitada, sólo con quitarnos los gorros ofreceremos un perfil distinto. Recuerde que no estamos acostumbrados a la oscuridad. Ellos nos llevan ventaja.
Pendergast volvió a meterse la mano en el bolsillo y extrajo un pequeño objeto que se colocó en la boca.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó D'Agosta a la vez que se calaba el gorro.
—Un paladar postizo para cambiar la posición de la lengua y modificar así las resonancias armónicas de la garganta. Vamos a codearnos con delincuentes, ¿recuerda? El año pasado estuve mucho tiempo en el complejo penitenciario de Rikers's Island, elaborando un estudio caracterológico de los asesinos para la base naval de Quantico. Es posible que aquí vuelva a encontrarme con algunos de ellos. Si eso sucede, no conviene que me reconozcan por mi aspecto ni por mi voz. —Se señaló a sí mismo—. Por supuesto, el disfraz sólo no basta. Debo adaptar mis posturas, mi andar e incluso mis gestos. Su trabajo es más sencillo: guarde silencio y sígame la corriente. No destaque en modo alguno. ¿Conforme?
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Con un poco de suerte, ese tal Mephisto nos llevará en la dirección correcta. Quizá regresemos con las pruebas de los crímenes que describió al Post. Eso nos proporcionaría nuevo material forense que necesitamos con urgencia. —Hizo una pausa. Después, empezando a caminar con la linterna encendida, preguntó—: ¿Se ha descubierto algo en relación con el asesinato de Brambell?
—No —contestó D'Agosta—. Waxie y los jefes consideran que es un hecho fortuito, como tantas otras muertes. Yo, en cambio, me pregunto si no tendrá algo que ver con su trabajo.
Pendergast movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Una hipótesis interesante.
—Tengo la impresión de que estas muertes, o al menos parte de ellas, no han ocurrido al azar. Brambell, por ejemplo, estaba a punto de averiguar la identidad del segundo esqueleto. Tal vez alguien prefería que ese dato no saliese a la luz.
Pendergast volvió a asentir.
—He de admitir, teniente, que me quedé atónito al enterarme de que el segundo esqueleto pertenecía a Kawakita. Eso nos deja ante un panorama… mucho más desagradable y complejo. Y hace pensar que el doctor Frock, la doctora Green y los otros que trabajan en el caso deberían ser protegidos.
—Esta mañana he ido al despacho de Horlocker con eso en mente —dijo D'Agosta, frunciendo el entrecejo—. Se ha negado a ofrecer protección a Green y Frock. Según él, Kawakita debía de mantener algún tipo de relación con Pamela Wisher, y tuvieron la desgracia de aparecer los dos juntos en el lugar y momento menos oportunos. Otro hecho fortuito, como el asesinato de Brambell. Lo único que le preocupa es que nada de esto se filtre a la prensa, por lo menos hasta que la familia de Kawakita sea localizada y puesta sobre aviso… si es que hay algún pariente a quien localizar. Creo que alguna vez oí decir que Kawakita era huérfano. Waxie estaba también allí, pavoneándose por el despacho como un gallo sobrealimentado. Me ha recomendado que me esmere más en mantenerlo en secreto, para que no ocurra lo mismo que con el asunto de Pamela Wisher.
—¿Y?
—Le he sugerido que se la machaque un rato. Con educación, eso sí. Había pensado que era mejor no alarmar a Frock y Green. Pero después de la reunión he cambiado de idea y he ido a darles unos consejos. Me han prometido que andarán con cuidado, al menos hasta que terminen su parte del trabajo.
—¿Han descubierto qué causó las deformaciones óseas de Kawakita?
—Todavía no —contestó D'Agosta distraídamente.
Pendergast se volvió hacia él y preguntó:
—¿Qué le pasa?
D'Agosta vaciló.
—Supongo que estoy un poco preocupado por cómo vaya a tomarse esto la doctora Green. Al fin y al cabo, fue idea mía meterlos a ella y a Frock en este asunto, y ahora no sé si hice bien. Frock parece el mismo viejo cascarrabias de siempre, pero Margo… —Guardó silencio por un instante—. Ya sabe cómo reaccionó después de los asesinatos del museo: poniéndose en forma, corriendo a diario, llevando una pistola en el bolso.
—Es una reacción postraumática muy corriente —explicó Pendergast, asintiendo con la cabeza—. A menudo la gente que vive situaciones aterradoras busca maneras de recobrar el control, de atenuar su sensación de vulnerabilidad. De hecho, es una respuesta bastante saludable a las tensiones extremas. —Esbozó una triste sonrisa—. Y conozco pocas experiencias más tensas que la que ella y yo vivimos en aquel pasillo oscuro del museo.
—Sí, pero él lo ha exagerado. Y ahora, con toda esta mierda… En fin, quizá me equivoqué al solicitar su colaboración.
—Tomó usted la decisión correcta. Necesitamos sus conocimientos, y más ahora que Kawakita ha muerto. Investigará sus últimos meses de vida, supongo.
D'Agosta movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Debería pensar en pedirle a la doctora Green que le eche una mano con eso —sugirió Pendergast, y reanudó su reconocimiento del oscuro túnel—. En fin, ¿está listo, Vincent?
—Eso creo. ¿Y si encontramos elementos hostiles?
Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Pendergast.
—Ser tratante en el principal comercio local suele apaciguar a los lugareños.
—¿Drogas? —preguntó D'Agosta con incredulidad.
Pendergast asintió y se abrió la gabardina. A la luz de la linterna, D'Agosta distinguió varios pequeños bolsillos cosidos al sucio forro.
—Por lo visto, casi todos los que viven aquí son o han sido adictos de una u otra cosa. Llevo una farmacia completa —dijo, y señalando los bolsillos uno a uno con el dedo, recitó—: crack, metilfenidato, pentobarbital, Seconal, Blue 88s del ejército. Puede que esto salve nuestras vidas, Vincent. Salvó la mía en mi anterior descenso.
Pendergast metió los dedos en uno de los bolsillos y extrajo una cápsula de color negro.
—Bifetamina —aclaró—, conocida en la hermandad subterránea como «monada negra».
Contempló la cápsula por unos segundos y luego, con un rápido movimiento, se la echó a la boca.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir D'Agosta, pero Pendergast alzó la mano para acallarlo.
—No basta con que interprete el personaje —susurró el agente del FBI—. Tengo que ser el personaje. Sin duda el tal Mephisto es un individuo desconfiado y paranoico. Intuir un engaño es posiblemente su mayor habilidad. No lo olvide.
D'Agosta no respondió. Realmente habían penetrado en un mundo ajeno a la sociedad, a la ley, a todo.
Se adentraron en el túnel secundario y siguieron los raíles de una vía abandonada. Cada pocos minutos Pendergast se detenía y consultaba sus notas. Avanzando tras el agente del FBI en la creciente oscuridad, D'Agosta notó con asombro lo pronto que se perdía allí abajo la orientación, el sentido del tiempo.
De pronto Pendergast señaló hacia un resplandor rojizo y trémulo, aparentemente suspendido en la oscuridad, unos cien metros más adelante.
—Hay gente alrededor de esa fogata —susurró—. Probablemente son los «vecinos de arriba», una pequeña comunidad de ocupas instalados en la periferia del territorio de Mephisto. —Observó la luz pensativamente. Al cabo de un momento se volvió hacia D'Agosta y preguntó—: ¿Pasamos al salón?
Sin esperar la respuesta, Pendergast se encaminó hacia el lejano resplandor.
Cuando se acercaban, D'Agosta distinguió una docena de siluetas poco más o menos, tendidas en el suelo o encorvadas sobre cajones de leche. Sobre las brasas se alzaba una borboteante cafetera negra. Pendergast penetró en el círculo de luz y se acuclilló junto a la fogata. Nadie le prestó atención. Metió la mano bajo una de las múltiples capas de ropa que lo envolvían y sacó una botella de vino de Toka. D'Agosta advirtió que todas las miradas se clavaban en la botella.
Pendergast desenroscó el tapón, tomó un largo trago y lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Alguien quiere echarse un lingotazo? —preguntó, dirigiendo la etiqueta de la botella hacia la luz para que todos la viesen.
D'Agosta quedó momentáneamente desconcertado; la voz del agente del FBI había cambiado por completo, adquiriendo un cerrado acento del Brooklyn más barriobajero. La piel blanca, los ojos claros y el pelo rubio de Pendergast resultaban extraños y amenazadores en el parpadeante resplandor.
—Yo —contestó una voz.
Un hombre sentado en un cajón de leche alargó el brazo, cogió la botella y se la llevó a los labios. Se oyó un prolongado gorgoteo. Cuando devolvió la botella a Pendergast, se había evaporado una cuarta parte del contenido. Pendergast pasó a otro la botella, y ésta fue de mano en mano hasta completarse el círculo y volver vacía a su dueño. Sólo uno de ellos lanzó un gruñido de agradecimiento.
D'Agosta procuró situarse de manera que el humo de la fogata lo resguardase del hedor de cuerpos humanos sucios, vino malo y orina rancia.
—Busco a Mephisto —anunció Pendergast al cabo de un momento.
Se produjo cierta agitación en torno al fuego. De pronto aquellos hombres parecían más cautos.
—¿Quién lo busca? —preguntó con tono hostil el primero que había aceptado la botella.
—Yo lo busco —repuso Pendergast con igual agresividad.
El hombre observó a Pendergast en silencio, evaluándolo.
—Vete a la mierda —dijo por fin, relajándose de nuevo en su asiento.
Pendergast se movió con tal rapidez que D'Agosta, asustado, se apartó de un salto. Cuando volvió a mirar, el hombre yacía boca abajo, con la cara contra los escombros y el pie de Pendergast en el cuello.
—¡Joder! —aulló el hombre.
Pendergast, de pie junto a él, apretó con mayor fuerza
—Nadie habla así a Whitey —espetó con voz sibilante.
—¡Era en broma, tío!
Pendergast redujo ligeramente la presión.
—Mephisto anda por la Ruta 666 —dijo el hombre desde el suelo.
—¿Dónde está eso?
—¡Suéltame ya, tío! ¡Me haces daño! Ve por la vía 100 hasta el viejo generador. Allí baja por la escalera hasta la pasarela.
Pendergast retiró el pie, y el hombre se incorporó frotándose el cuello.
—A Mephisto no le gustan los intrusos.
—Él y yo tenemos un asunto que tratar —dijo Pendergast.
—¿Sí? ¿Qué asunto?
—Tiene que ver con los rugosos.
Pese a la oscuridad, D'Agosta percibió repentina tensión en el grupo.
—¿Qué pasa con los rugosos? —preguntó otra voz con aspereza.
—Sólo hablaré con Mephisto.
Pendergast hizo una señal a D'Agosta con la cabeza, y ambos siguieron adelante por el lóbrego túnel. Cuando la fogata no era más que un pequeño punto a lo lejos, volvió a encender la linterna.
—Aquí abajo no pueden tolerarse faltas de respeto —explicó en voz baja—. Ni siquiera en un grupo menor como ése. Si notan debilidad, estás perdido.
—Ha sido una maniobra admirable —comentó D'Agosta.
—No es difícil dejar fuera de combate a un borracho. En mi anterior descenso averigüé que en estos niveles superiores el alcohol es la droga predominante. En ese grupo la única excepción era el tipo delgado que estaba más lejos del fuego. Me jugaría algo a que ése se pinchaba. ¿Se ha fijado en que se rascaba distraídamente sin cesar? Eso es un efecto secundario del fentanil, sin lugar a dudas.
El túnel se bifurcó, y Pendergast, tras consultar un plano de ferrocarriles que llevaba en un bolsillo, tomó por el ramal de la izquierda, el más estrecho.
—Esto va a dar a la vía 100 —dijo.
D'Agosta lo siguió. Tras lo que se le antojó una distancia interminable, Pendergast volvió a detenerse y señaló una máquina enorme y oxidada con grandes poleas, cada una de cuatro metros de diámetro por lo menos. Las podridas correas de transmisión se hallaban amontonadas en el suelo. Al otro lado había una escalera metálica que descendía hasta una pasarela suspendida sobre un antiguo túnel. D'Agosta agachó la cabeza para pasar bajo una tubería con estalactitas en cuya superficie se leía el rótulo h.p. st. y siguió a Pendergast escalera abajo y por la desvencijada pasarela de rejilla. En el extremo opuesto, una trampilla con bisagras daba acceso a una escalerilla metálica que bajaba hasta un ancho túnel inacabado. Había piedras y montantes oxidados apilados de cualquier manera contra las paredes. Si bien se veían restos de fogatas, el lugar parecía desierto.
—Por lo visto, tendremos que descolgarnos por esa roca —dijo Pendergast, iluminando con la linterna un amplio espacio al final del túnel. Las aristas de la roca relucían debido al paso de incontables manos y pies. De abajo subía un olor acre.
D'Agosta descendió primero, aferrándose desesperadamente al afilado y húmedo basalto. Tardó cinco aterradores minutos en llegar abajo. Se sentía enterrado en el lecho rocoso de la isla.
—Me gustaría ver a alguien bajar por ahí drogado —comentó cuando Pendergast saltó al suelo junto a él. Los músculos de los brazos le temblaban a causa del esfuerzo.
—En este nivel nadie sale a la superficie —contestó Pendergast—. Salvo los mensajeros.
—¿Los mensajeros?
—Según tengo entendido, son los únicos miembros de la comunidad que tienen contacto con el exterior. Recogen y cobran los cheques del programa de ayuda para familias con hijos, buscan comida, recolectan y venden envases reciclables, consiguen medicamentos y leche, compran droga.
Pendergast iluminó las toscas paredes de roca con la linterna. Al fondo vieron una plancha de hojalata acanalada de un metro y medio de altura que cubría parcialmente la entrada de un túnel abandonado. Al lado, pintado toscamente en la pared, un rótulo anunciaba: SÓLO FAMILIAS. PROHIBIDO EL PASO A TODOS LOS DEMÁS .
Pendergast tiró de la plancha de hojalata, que giró sobre sus bisagras con un estridente chirrido.
—El timbre de la puerta —explicó.
Cuando entraron en el túnel, apareció ante ellos una andrajosa figura empuñando una gran tea. Era alto y tenía un aspecto espantosamente demacrado.
—¿Quiénes sois? —inquirió, impidiendo el paso a Pendergast.
—¿Eres el Artillero? —preguntó Pendergast.
—Fuera de aquí —ordenó el hombre, y los empujó hacia la puerta de hojalata hasta sacarlos de nuevo al pozo de roca—. Me llamo Flint. ¿Qué queréis?
—He venido a ver a Mephisto —contestó Pendergast.
—¿Para qué?
—Soy el jefe de la Tumba de Grant, una pequeña comunidad que vive bajo la Universidad de Columbia. Quiero hablar con él de los asesinatos.
Siguió un prolongado silencio.
—¿Y ése? —dijo Flint finalmente, señalando hacia D'Agosta.
—Mi mensajero.
—¿Lleváis armas o drogas? —preguntó Flint mirando a Pendergast.
—Armas no —respondió Pendergast. A la tenue luz de la tea, pareció de pronto incómodo—. Pero llevo mi propio suministro…
—Aquí no se admiten drogas —dijo Flint—. Somos una comunidad limpia.
Y una mierda, pensó D'Agosta, advirtiendo el brillo de sus ojos.
—Lo siento —repuso Pendergast—. Nunca me separo de mi alijo. Si es un problema…
—¿Qué llevas? —preguntó Flint.
—No es asunto tuyo.
—¿Coca? —aventuró Flint, y D'Agosta percibió un ligero tono de esperanza en su voz.
—Acertaste —respondió Pendergast tras un breve silencio.
—Tendré que confiscártela.
—Considérala un regalo.
Pendergast extrajo un pequeño paquete de papel de aluminio y se lo entregó a Flint, que se apresuró a guardárselo.
—Seguidme —dijo Flint.
D'Agosta cerró la puerta de hojalata al entrar, y Flint los guió hasta una escalera metálica. La escalera terminaba en una estrecha abertura por donde se accedía a una repisa de cemento suspendida a gran altura sobre un enorme espacio cilíndrico. Flint torció a la derecha y empezó a descender por una rampa de cemento en espiral adosada a la pared. Mientras bajaban, D'Agosta advirtió sucesivos cubículos excavados en la roca, todos ellos ocupados por individuos o familias. El resplandor trémulo de velas o lámparas de queroseno iluminaba sus rostros sucios y sus mugrientos colchones. Al otro lado del vasto espacio, vio una tubería rota que sobresalía de la pared. El agua que manaba de ella caía en un charco lodoso. Alrededor había varias figuras agachadas, aparentemente lavando ropa. El agua sucia formaba un arroyo y desaparecía por la irregular boca de un túnel.
Al llegar abajo, cruzaron el arroyo por un viejo tablón. En el suelo, dispersos por toda la caverna, había grupos de gente durmiendo o jugando a las cartas. En un rincón apartado yacía un hombre con los ojos abiertos y lechosos; D'Agosta advirtió que esperaba su entierro y desvió la mirada.
Flint los llevó por un pasadizo largo y bajo que parecía ramificarse en numerosos túneles. Al final de algunos de ellos, en la exigua luz, D'Agosta vio gente que trabajaba: almacenando latas de alimentos, remendando ropa, destilando alcohol. Finalmente Flint los hizo pasar a una cámara iluminada con luz eléctrica. D'Agosta alzó la vista y vio una única bombilla que pendía de un cable raído procedente de una vieja caja de empalmes situada en un rincón.
D'Agosta echó un vistazo alrededor, reparando en el agrietado revestimiento de ladrillos. De pronto se quedó inmóvil, con una mueca de incredulidad en los labios. En el centro de la cámara había un viejo y destartalado furgón de tren, inclinado en un ángulo absurdo y con las ruedas traseras a más de medio metro del suelo. No podía siquiera imaginar cómo había llegado aquello hasta allí. En un costado, sobre el herrumbroso metal rojizo, se distinguían vagamente las letras NUEVA YO CENTR .
Tras indicarles con un gesto que esperasen allí, Flint entró en el furgón. Asomó al cabo de unos minutos y los llamó con una seña.
Al entrar, D'Agosta vio que se hallaban en una pequeña antecámara, delimitada al fondo por una tupida cortina. Flint había desaparecido. El furgón estaba a oscuras y hacía un calor sofocante.
—¿Sí? —dijo una voz extraña y sibilante al otro lado de la cortina.
Pendergast se aclaró la garganta y contestó:
—Me llaman Whitey, y soy jefe de la comunidad Tumba de Grant. Hemos oído tu llamamiento a la unidad de todos los que vivimos bajo tierra para combatir los asesinatos.
Se produjo un silencio. D'Agosta se preguntó qué habría detrás de la cortina. Quizá nada, pensó. Quizá es como en El mago de Oz. Quizá Smithback se inventó la mitad del artículo. Con los periodistas nunca se sabe…
—Adelante —invitó la voz.
Alguien descorrió la cortina. D'Agosta, de mala gana, entró detrás de Pendergast a la cámara.
La iluminación se reducía al reflejo de la bombilla colgada en el exterior y al resplandor de unas brasas que ardían al fondo bajo un respiradero. Frente a ellos había un hombre sentado en una enorme silla semejante a un trono, colocada exactamente en el centro de la cámara. Era alto, de miembros robustos y abundante cabello gris. Vestía un viejo traje de pana con pantalón de pata de elefante y un raído sombrero borsalino. Rodeaba su cuello un macizo collar navajo de plata con turquesas engastadas.
Mephisto les lanzó una penetrante mirada.
—Alcalde Whitey. No es muy original. Difícilmente inspirará respeto un nombre así. Pero muy apropiado para alguien medio albino como tú. —La voz sibilante había adoptado un tono formal.
D'Agosta notó que Mephisto dirigía hacia él su mirada. Sea lo que sea este tipo, pensó, no está loco. Al menos, no del todo. Se sentía incómodo. En los ojos de Mephisto apareció un destello de recelo.
—¿Y éste quién es? —preguntó.
—Cigarro. Mi principal mensajero.
Mephisto observó por un largo momento a D'Agosta. Por fin se volvió hacia Pendergast y dijo con manifiesta desconfianza:
—Es la primera vez que oigo hablar de esa comunidad.
—Hay una gran red de túneles de servicio bajo la Universidad de Columbia y los edificios anexos —repuso Pendergast—. Somos pocos y nos ocupamos de nuestros asuntos. Los estudiantes son gente generosa.
Mephisto asintió con la cabeza. La expresión de recelo se desvaneció lentamente, dando paso a algo que era una mueca maliciosa o una sonrisa.
—Muy bien. Siempre es un placer conocer a un aliado en esta época oscura. Tomemos algo para darle un rango oficial a la reunión. Ya hablaremos después. —Batió palmas—. ¡Sillas para nuestros invitados! ¡Y avivad ese fuego! Artillero, tráenos un poco de carne.
Un hombre delgado de corta estatura cuya presencia D'Agosta no había advertido surgió de las sombras y salió del furgón. Otro que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas se levantó con dificultad y, moviéndose con extrema lentitud, apiló varios trozos de madera sobre las brasas y atizó el fuego.
Por si no hacía ya bastante calor aquí dentro, pensó D'Agosta, notando que le corría el sudor bajo la mugrienta camisa.
Entró un hombre enorme y muy musculoso con dos cajones de embalaje que colocó frente a la silla de Mephisto.
—Por favor, caballeros —dijo Mephisto, señalando los cajones con fingida solemnidad.
D'Agosta se sentó con cuidado a la vez que volvía el hombre llamado Artillero con algo húmedo y chorreante envuelto en papel de periódico. Lo depositó junto al fuego, y D'Agosta, al ver el contenido, notó que se le agarrotaba el estómago: era una rata de tamaño considerable con la cabeza aplastada y las patas sacudiéndose aún rítmicamente.
—¡Excelente! —exclamó Mephisto—. Recién cazada, como veis. —Dirigió su intensa mirada a Pendergast—. Coméis conejo de túnel, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Pendergast.
D'Agosta advirtió que el individuo musculoso se hallaba justo detrás de ellos. Empezaba a intuir que iban a someterlos a una prueba que les convenía superar.
Alargando los brazos, Mephisto cogió la rata muerta con una mano y un espetón con la otra. Sujetando la rata por debajo de las patas delanteras, la empaló diestramente por el ano y la colocó sobre el fuego. D'Agosta observó con horrorizada fascinación cómo se prendía y crepitaba de inmediato el pelo, y la rata se agitaba en un último espasmo. Al cabo de un momento todo el animal llameaba, despidiendo una acre columna de humo hacia el techo del furgón. Las llamas perdieron intensidad, quedando el rabo de la rata reducido a un tirabuzón chamuscado.
Mephisto contempló por un momento la rata. A continuación la retiró del fuego, extrajo un cuchillo de la chaqueta y raspó la piel para acabar de limpiarla de pelo. Tras perforar el vientre para liberar los gases de la cocción, volvió a ponerla sobre la fogata, esta vez a mayor altura.
—Requiere cierta habilidad preparar le grand souris en brochette —comentó.
D'Agosta aguardó, consciente de que todas las miradas confluían en Pendergast y él. No quería pensar siquiera qué ocurriría si dejaba entrever el menor indicio de repugnancia.
Pasaron los minutos sin más sonido que el crepitar de la rata. Mephisto hizo girar el espetón y después miró a Pendergast.
—¿Tú, Whitey, cómo la prefieres? —preguntó—. A mí me gusta poco hecha.
—A mí también —respondió Pendergast con la misma tranquilidad que si le ofreciesen un acompañamiento de tostadas en el Tavern on the Green.
«Es sólo un animal —pensó D'Agosta desesperado—. Comérmelo no va a matarme, que es más de lo que puede decirse de estos tipos.»
Mephisto dejó escapar un suspiro con mal disimulada impaciencia.
—¿Estará ya a punto? —preguntó.
—Vamos allá —contestó Pendergast, frotándose las manos.
D'Agosta permaneció en silencio.
—Aquí falta un poco de alcohol —dijo Mephisto a voz en grito.
Casi de inmediato apareció una botella medio vacía de Night Train. Mephisto la miró con expresión de enojo.
—¡Tenemos invitados! —prorrumpió, apartando la botella de un manotazo—. Trae algo más apropiado para la ocasión.
No tardaron en llegar una botella verde de Cold Duck y tres vasos de plástico. Mephisto retiró el espetón del fuego, desensartó la rata y la dejó sobre el papel de periódico.
—Haz los honores —propuso, pasándosela a Pendergast.
D'Agosta intentó reprimir una repentina sensación de pánico. ¿Qué debía hacer Pendergast a continuación? Observó con una mezcla de terror y alivio mientras Pendergast, sin vacilar, levantaba la rata y aplicaba los labios al corte del costado. Se oyó una profunda succión cuando absorbió las vísceras del roedor. D'Agosta contuvo una arcada.
Relamiéndose, Pendergast depositó el periódico y su carga frente al anfitrión.
—Excelente —se limitó a decir el agente del FBI.
Mephisto movió la cabeza en un gesto de aprobación.
—Una técnica interesante —comentó.
—Nada del otro mundo —repuso Pendergast, encogiéndose de hombros—. En los túneles de servicio de los alrededores de Columbia echan mucho raticida. Probando el hígado, uno siempre sabe si hay riesgo de envenenarse o no.
Una sonrisa amplia y sincera se extendió por el rostro de Mephisto.
—Lo recordaré —dijo.
Acto seguido, cogió el cuchillo, cortó varias tiras de carne de un anca y se las entregó a D'Agosta.
Había llegado la hora de la verdad. Con el rabillo del ojo D'Agosta vio que la voluminosa figura plantada a sus espaldas se tensaba. Cerrando los ojos, atacó la carne con fingido entusiasmo. Se la metió toda en la boca, masticó con vehemencia y se la tragó casi sin saborearla. Disimuló su suplicio con una sonrisa, esforzándose por sofocar las náuseas que le sacudían el estómago.
—¡Bravo! —exclamó Mephisto, observándolo—. ¡Un auténtico gourmet!
El nivel de tensión decreció sensiblemente. Cuando D'Agosta se reacomodó en el cajón de embalaje, llevándose una mano protectora al vientre, el silencio dio paso a susurros y comedidas risas.
—Disculpad mis recelos —dijo Mephisto—. Antes aquí abajo podíamos permitirnos ser más abiertos y confiados. Si sois quienes decís, ya debéis saberlo. Pero corren tiempos difíciles.
Mephisto llenó los vasos y levantó el suyo en un brindis. Cortó varios trozos más de carne y se los pasó a Pendergast. Luego dio buena cuenta del resto de la rata él mismo.
—Permitidme que os presente a mis lugartenientes —prosiguió Mephisto. Señaló al gigante que se hallaba detrás de ellos—. Ése es Little Harry. Se enganchó al caballo muy joven. Incurrió en pequeños robos para pagarse el hábito. Una cosa llevó a la otra, y acabó preso en Attica. Allí aprendió mucho. Al salir, no encontró trabajo. Afortunadamente bajó a los subterráneos y se unió a nuestra comunidad antes de volver a las malas costumbres. —Mephisto señaló a continuación al hombre de movimientos lentos sentado junto al fuego—. Ése es Boy Alice. Daba clases de literatura en un colegio privado de Connecticut. La vida se le complicó. Perdió el empleo, se divorció, se quedó sin dinero y le dio por empinar el codo. Empezó a frecuentar los refugios y comedores de la beneficencia, y allí oyó hablar de nosotros. En cuanto al Artillero, estuvo en Vietnam, y al volver se encontró con que el país que había defendido no quería saber nada de él. —Se limpió la boca con el papel de periódico. Luego añadió—: Os he dicho más de lo que hacía falta. Hemos dejado atrás el pasado, como vosotros seguramente. Así que habéis venido a hablar de los asesinatos.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Tres de los nuestros han desaparecido en esta última semana —explicó—, y los demás empiezan a preocuparse. Nos enteramos de tu llamamiento a la unidad contra los rugosos, los asesinos sin cabeza.
—Ha corrido la voz. Hace dos días tuve noticias del Filósofo. ¿Lo conoces?
Pendergast vaciló apenas un segundo.
—No —contestó.
—Me extraña —dijo Mephisto, entornando los párpados—. Es mi homólogo en las comunidades que viven bajo la Grand Central.
—Quizá algún día nos conozcamos —respondió Pendergast—. Ahora lo que me interesa es llevar noticias tranquilizadoras a mi gente. ¿Qué puedes decirme de los asesinatos y los asesinos?
—Empezaron hace casi un año —contestó Mephisto con un suave siseo—. El primero fue Joe Atcitty. Encontramos su cadáver cerca del Blocao; faltaba la cabeza. Después desapareció Annie la Morena. Luego el Sargento Mayor. Y así uno tras otro. Encontramos a algunos; a la mayoría no. Más tarde supimos gracias a los mandras que se había detectado movimiento en las profundidades.
—¿Los mandras? —repitió Pendergast, frunciendo el entrecejo.
Mephisto volvió a lanzarle una mirada recelosa.
—¿No has oído hablar de los mandras? —Soltó una carcajada de burla—. Deberías salir a estirar las piernas un poco más, alcalde Whitey, darte algún que otro paseo por estos barrios. Los mandras viven debajo de nosotros. Nunca suben; no utilizan ninguna clase de luces. Como las salamandras. Versteht? Nos dijeron que había indicios de actividad debajo de ellos. —Redujo el volumen de voz a un susurro—. Nos dijeron que la Buhardilla del Diablo había sido colonizada.
D'Agosta dirigió una mirada inquisitiva a Pendergast. Pero el agente del FBI se limitó a asentir y, como para sí, dijo:
—El nivel más bajo de la ciudad.
—El más bajo —remarcó Mephisto.
—¿Has estado allí? —preguntó Pendergast como de pasada.
Mephisto lo miró como dando a entender que ni siquiera él estaba tan loco.
—Pero ¿crees que esa gente es la responsable de los asesinatos?
—No lo creo. Lo sé. Están debajo de nosotros en este mismo momento. —Mephisto esbozó una fatalista sonrisa—. Pero dudo que la palabra «gente» sea muy exacta.
—¿Qué quieres decir? —dijo Pendergast, ya sin disimular su interés.
—Rumores —susurró Mephisto—. Dicen que los llaman «rugosos» por una razón.
—¿Qué razón?
Mephisto no contestó.
Pendergast se echó hacia atrás.
—¿Y qué podemos hacer?
—¿Qué podemos hacer? —La sonrisa desapareció del rostro de Mephisto—. Podemos despertar a esta ciudad, eso es lo que podemos hacer. Demostrarles que no sólo los topos, la gente invisible, morirán.
—Y si lo conseguimos, ¿qué puede hacer la ciudad respecto a los rugosos?
Mephisto pensó por un momento.
—Lo que haría con cualquier plaga. Erradicarlos.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo.
Mephisto posó en el agente del FBI su mirada dura y brillante.
—¿Tienes una idea mejor, Whitey?
Pendergast guardó silencio por un instante.
—Todavía no —respondió por fin.
24
Robert Willson, bibliotecario de la Sociedad de Historia de Nueva York, miró irritado al otro ocupante de la sala de cartografía. Era un individuo extraño: lúgubre traje negro, ojos claros de gato, cabello rubio casi blanco austeramente peinado hacia atrás. Y molesto. Molesto como pocos. Llevaba allí toda la tarde, pidiendo y desechando mapas sin cesar. Cada vez que Willson se sentaba ante su ordenador para seguir trabajando en su proyecto favorito —la monografía definitiva sobre los fetiches de los indios zuñi—, aquel hombre se levantaba a preguntar algo.
Como si le hubiese leído el pensamiento, el hombre se puso en pie y se encaminó hacia él con ruidosos pasos.
—Disculpe —dijo con su educado pero apremiante acento sureño.
Willson apartó la vista del monitor y lo miró.
—¿Sí?
—Siento importunarlo de nuevo, pero tengo entendido que los planos del proyecto de Vaux y Olmstead para el Central Park planteaban la necesidad de construir canales para drenar los pantanos. Querría saber si puedo consultar esos planos.
Willson apretó los labios.
—Esos planos fueron rechazados por la Comisión de Parques —respondió—. Se perdieron. Una tragedia.
Se volvió hacia la pantalla, esperando que aquel individuo captase la indirecta. La verdadera tragedia sería que no pudiese reanudar de una vez su monografía.
—Entiendo —dijo el visitante, sin captar la indirecta en absoluto—. Dígame, pues, cómo se drenaron los pantanos.
Willson, exasperado, se reclinó contra el respaldo de la silla.
—Pensaba que lo sabía todo el mundo. Se usó el acueducto de la calle Ochenta y seis.
—¿Y existen planos de la obra?
—Sí —contestó Willson.
—¿Podría verlos?
Lanzando un suspiro, Willson se levantó y cruzó una vez más la maciza puerta que conducía a las librerías. La sala estaba tan desordenada como de costumbre. Por alguna razón era a la vez enorme y claustrofóbica, con estanterías que se alzaban en la oscuridad a una altura de dos pisos, llenas de planos enrollados y cianotipos enmohecidos. Willson casi notaba posarse el polvo en su calva mientras inspeccionaba las arcanas listas de signaturas. Empezó a picarle la nariz. Localizó el estante, extrajo los antiguos planos y los llevó a la pequeña sala de lectura. «¿Por qué la gente pedirá siempre los planos más pesados?», se preguntó.
—Aquí los tiene —dijo Willson, dejándolos sobre el mostrador de caoba.
Observó al hombre mientras se los llevaba a su pupitre y comenzaba a consultarlos, tomando notas y dibujando en una pequeña libreta encuadernada en piel. «Tiene dinero —pensó Willson con acritud—. Ningún profesor podría permitirse un traje como ése.»
La sala quedó sumida en un celestial silencio. Por fin podía reanudar su trabajo. Llevó a su mesa unas cuantas fotografías amarillentas y empezó a introducir modificaciones en el capítulo sobre la imaginería de los distintos clanes.
Al cabo de unos minutos advirtió que el visitante se hallaba de nuevo detrás de él. Willson alzó la vista en silencio.
El hombre señaló con el mentón una de las fotografías de Willson. Mostraba una representación abstracta de animal tallada en piedra, con una punta de sílex sujeta al lomo mediante un trozo de tendón.
—En mi opinión —dijo el hombre—, ese fetiche en particular, que según veo ha descrito como puma, es en realidad un oso pardo.
Willson observó su cara pálida y sonriente, preguntándose si hablaba en broma.
—Cushing, que encontró este fetiche en 1883, lo atribuyó específicamente al clan del puma —repuso—. Puede consultarlo usted mismo. —«En estos tiempos cualquiera es un entendido», pensó.
—El fetiche del oso —continuó el hombre, impertérrito— siempre lleva una punta de lanza sujeta a la espalda, como éste. El fetiche del puma lleva una punta de flecha.
—¿Y cuál es la diferencia, si puede saberse? —preguntó Willson, irguiéndose en la silla.
—Un puma se caza con un arco y una flecha. Para matar a un oso se necesita una lanza.
Willson enmudeció.
—Cushing se equivocaba de vez en cuando —concluyó el hombre con delicadeza.
Willson apiló las hojas del manuscrito y lo dejó a un lado.
—Sinceramente, doy más crédito a Cushing que a un… —Dejó la frase inconclusa. Al cabo de un instante, añadió—: Por cierto, la biblioteca cierra dentro de una hora.
—En ese caso —dijo el hombre—, me gustaría ver las láminas del estudio de 1956 sobre las conducciones de gas natural del Upper West Side.
Willson apretó los labios.
—¿Cuáles exactamente?
—Todas, si es tan amable.
Aquello iba ya demasiado lejos.
—Lo siento —contestó Willson con firmeza—, eso no está permitido. No pueden consultarse más de diez planos de una misma serie simultáneamente. —Contempló al visitante con expresión triunfal.
Pero el hombre, absorto en sus pensamientos, no pareció inmutarse. De pronto miró de nuevo al bibliotecario.
—Robert Willson —dijo, señalando la placa colocada sobre la mesa—. Ya sé de qué me sonaba su nombre.
—¿Ah, sí? —preguntó Willson, vacilante.
—Por supuesto. ¿No pronunció usted el año pasado una conferencia excelente sobre las piedras espejismo en el Congreso de Estudios Navajos de Window Rock?
—Pues sí, fui yo.
—Lo suponía. Yo no pude asistir, pero leí las actas. He realizado ciertas investigaciones a título particular sobre la imaginería religiosa del suroeste. —El visitante hizo una pausa—. No tan a fondo como usted, desde luego.
Willson se aclaró la garganta.
—Supongo que uno no dedica treinta años al estudio de ese tema sin que su nombre llegue a ser conocido —dijo con toda la modestia posible.
El visitante sonrió.
—Es un honor conocerlo. Me llamo Pendergast.
Willson tendió la mano y se encontró con un apretón desagradablemente flácido. Él se ufanaba de la firmeza del suyo.
—Resulta alentador ver que continúa con sus estudios —dijo el hombre llamado Pendergast—. Es tan profunda la ignorancia sobre las culturas de los pueblos suroccidentales…
—Lo es, sin duda —convino Willson con plena convicción.
Lo invadió una curiosa sensación de orgullo. Nadie había demostrado nunca el menor interés por su trabajo, al menos nadie capacitado para hablar del tema de manera inteligible. Desde luego aquel tal Pendergast estaba mal informado sobre los fetiches indios, pero…
—Me encantaría seguir hablando con usted —dijo Pendergast—, pero creo que ya le he robado demasiado tiempo.
—Ni mucho menos —respondió Willson—. ¿Qué me ha dicho que quería ver? ¿El estudio del año 56?
Pendergast asintió con la cabeza.
—Y hay otra cosa, si es posible. Tengo entendido que existe un informe sobre los túneles excavados en los años veinte para el proyecto ferroviario de Interborough Rapid Transit. ¿Es así?
Willson lo miró de nuevo con expresión hosca.
—Pero si esa serie consta de sesenta planos… —contestó, apagándose gradualmente su voz.
—Ya veo —dijo Pendergast con manifiesto desánimo—. No está permitido.
De pronto Willson sonrió.
—En fin, no tiene por qué enterarse nadie —respondió, satisfecho de su propia temeridad—. Y no se preocupe por la hora de cierre. Yo me quedaré aún unas horas trabajando en mi monografía. Las normas están para incumplirlas, ¿no?
Transcurridos diez minutos, salió de la oscuridad de la sala contigua empujando un carrito abarrotado de planos sobre el gastado parquet.
25
Smithback atravesó la cavernosa entrada del Four Seasons, impaciente por dejar atrás el calor, el ruido y el mal olor de Park Avenue. Se acercó a la barra cuadrada con andar acompasado. Había pasado largos ratos en aquellos taburetes, contemplando con envidia el inaccesible paraíso situado en el otro extremo del local, más allá del tapiz de Picasso. En esa ocasión, sin embargo, no se entretuvo en la barra, sino que fue derecho hacia el maître. Bastó la rápida mención de un nombre, y él, Smithback, se encaminó por aquel pasillo de ensueño hacia el exclusivo restaurante.
Pese a que todas las mesas estaban ocupadas, el salón parecía tranquilo y en silencio, ahogándose cualquier sonido en su inmensidad. Pasó entre grandes empresarios, magnates de la prensa y potentados sin escrúpulos en dirección a una de las codiciadas mesas cercanas a la fuente. Allí, ya sentada, lo esperaba la señora Wisher.
—Señor Smithback —dijo—. Gracias por venir. Tome asiento, por favor.
Smithback se sentó en la silla que le había indicado, frente a ella, y echó un vistazo alrededor. Aquel almuerzo se presentaba interesante, y confiaba en disponer de tiempo para disfrutarlo plenamente. Apenas había empezado a redactar su gran artículo, y tenía de plazo hasta las seis.
—¿Le apetece una copa de Amarone? —preguntó la señora Wisher, señalando la botella que había junto a la mesa.
Vestía un austero conjunto formado por una blusa color azafrán y una falda plisada.
—Por favor —respondió Smithback, mirándola a la cara.
Se sentía mucho más cómodo que la primera vez que la vio, sentada remilgadamente en el oscuro salón de su apartamento, con un ejemplar del Post al lado como una muda acusación. Su necrológica del «Ángel de Central Park South», la recompensa ofrecida por el Post y la favorable crónica sobre la concentración de Grand Army Plaza, pensaba, le garantizaban una cálida acogida.
La señora Wisher hizo una seña al sumiller, esperó a que llenase la copa del periodista y luego se inclinó casi imperceptiblemente sobre la mesa.
—Señor Smithback, se preguntará sin duda por qué le he pedido que almuerce conmigo.
—Cierta curiosidad sí tengo, desde luego —contestó Smithback. Saboreó el vino y le pareció excelente.
—En ese caso, no perderé el tiempo recreándome con su inteligencia. En esta ciudad están a punto de producirse ciertos acontecimientos, y me gustaría que usted los documentase.
—¿Yo? —dijo Smithback, dejando de inmediato la copa.
Los labios de la señora Wisher se enarcaron levemente en lo que quizá fuese una sonrisa.
—Imaginaba que se sorprendería. Pero sepa, señor Smithback, que he llevado a cabo una ligera investigación sobre usted desde nuestra anterior entrevista. Y he leído su libro sobre los asesinatos del museo.
—¿Ha comprado un ejemplar? —preguntó Smithback esperanzado.
—Lo encontré en la biblioteca pública de Amsterdam Avenue. Fue una lectura interesante. Ignoraba que se hubiese visto implicado tan directamente en casi todos los aspectos del suceso.
Smithback escrutó su rostro, pero no percibió el menor indicio de sarcasmo en su expresión.
—Leí también su artículo sobre nuestra concentración —prosiguió la señora Wisher—. Noté en él un tono constructivo del que carecían las reseñas de otros periódicos. —Trazó un amplio gesto con las manos—. Además, debo darle las gracias porque sin usted todo eso no habría ocurrido.
—¿Usted cree? —preguntó Smithback con cierto nerviosismo.
La señora Wisher asintió con la cabeza.
—Fue usted quien me convenció de que la única manera de despertar a esta ciudad es espolearla. ¿Recuerda sus palabras? «En esta ciudad la gente no presta atención a nada a menos que se lo escupamos a la cara.» De no ser por usted, quizá seguiría sentada en el salón de mi casa, escribiendo cartas al alcalde en lugar de encauzar mi dolor hacia una buena causa.
Smithback movió la cabeza en un gesto de asentimiento. La viuda «no muy alegre» tenía su parte de razón.
—Desde aquella concentración, nuestro movimiento se ha difundido de una manera espectacular —dijo la señora Wisher—. Hemos puesto de manifiesto un problema que preocupa a todos por igual. La gente empieza a unirse, gente con poder e influencia. Pero nuestro mensaje va dirigido también al ciudadano de a pie, al hombre de la calle. Y ésa es la clase de personas a las que usted puede llegar con su periódico.
Aunque a Smithback no le gustaba que le recordasen que escribía para el ciudadano de a pie, no se le demudó la expresión. Por otra parte, lo había visto con sus propios ojos: al disolverse la concentración, muchos se habían quedado en las inmediaciones, bebiendo, vociferando, dispuestos a la acción.
—Y ahora le expondré mi propuesta. —La señora Wisher apoyó sus uñas pequeñas y cuidadas en el mantel de hilo—. Le proporcionaré acceso privilegiado a todas las acciones que organice Recuperemos Nuestra Ciudad. Muchas de esas acciones se realizarán intencionadamente sin previo aviso. Ni la prensa ni la policía se enterarán hasta que sea ya demasiado tarde para intervenir. Usted, en cambio, formará parte de mi círculo. Sabrá qué esperar y cuándo esperarlo. Puede acompañarme si lo desea. Y luego se lo escupirá a sus lectores a la cara.
Smithback se esforzó por disimular su entusiasmo. Esto es demasiado bueno para ser verdad, pensó.
—Imagino que deseará escribir otro libro —continuó la señora Wisher—. Cuando la campaña Recuperemos Nuestra Ciudad llegue a buen puerto, contará con todo mi apoyo en ese proyecto. Me pondré a su disposición para cuantas entrevistas considere necesarias. Además, Hiram Bennet, el editor de Cygnus House, es amigo íntimo mío. Sin duda le interesará un manuscrito así.
¡Dios santo!, pensó Smithback. Hiram Bennet, el editor por antonomasia. Imaginaba ya la guerra de pujas entre Cygnus House y Stockbridge, la editorial que había publicado su libro sobre el museo. Exigiría a su agente que lo sacase a subasta, partiendo de un mínimo de doscientos mil de los grandes, no, mejor doscientos cincuenta mil, y un diez por ciento de derechos…
—A cambio le pido una cosa —dijo fríamente la señora Wisher, interrumpiendo sus pensamientos—. Que a partir de ahora se dedique plenamente a informar sobre Recuperemos Nuestra Ciudad. Quiero que sus artículos, cuando aparezcan, se centren de manera exclusiva en nuestra causa.
—¿Cómo? —preguntó Smithback—. Señora Wisher, soy cronista de sucesos. Mi contrato me exige presentar material con regularidad.
El espejismo de la fama se desvaneció de inmediato, dando paso al rostro airado del director del Post, Arnold Murray, reclamándole su siguiente artículo.
La señora Wisher asintió con la cabeza.
—Me hago cargo. Y creo que dentro de unos días podré suministrarle todo el «material» que desee. Le daré detalles en cuanto redondeemos nuestros planes. Confíe en mí: estoy segura de que los dos saldremos beneficiados de esta relación.
Smithback pensó rápidamente. En dos horas debía presentar su artículo sobre lo que había escuchado a escondidas en la reunión del museo. De hecho ya lo había atrasado con la esperanza de conseguir más información. Aquél era el artículo que le valdría un aumento de sueldo, el artículo con el que volvería a anticiparse al gilipollas de Bryce Harriman.
Pero ¿realmente lo era? El asunto de la recompensa estaba ya un tanto trasnochado, y no había proporcionado pistas. El reportaje sobre Mephisto no había suscitado el interés que preveía. No existían indicios claros de que la muerte del forense guardase relación con el caso, por sospechosa que resultase la coincidencia. Y había que tener en cuenta asimismo las posibles consecuencias de haber entrado en el museo sin autorización.
Por otro lado, la exclusiva que proponía la señora Wisher podía ser la dinamita que andaba buscando. Su intuición periodística le decía que aquello era un éxito seguro. Podía telefonear y pretextar que estaba enfermo, eludir a Murray durante un par de días. Cuando apareciese con el resultado final, todo quedaría olvidado.
Alzó la vista.
—Señora Wisher, acaba de cerrar un trato.
—Llámeme Anette —dijo ella, mirándolo a la cara por un momento antes de concentrarse de nuevo en la carta—. Y ahora pidamos, ¿le parece? Le recomiendo las vieiras envueltas en hojaldre al limón y caviar. Al cocinero le quedan deliciosas.
26
Hayward dobló la esquina de la calle Setenta y dos y, deteniéndose en seco, contempló con incredulidad el edificio de color arena que se alzaba ante ella. Sacó de un bolsillo el papel donde tenía anotada la dirección, la comprobó y volvió a alzar la vista. No había error. Sin embargo el edificio parecía más una mansión de una historieta de Charles Addams —unas veinte veces más grande, quizá— que un bloque de apartamentos de Manhattan. La estructura se elevaba, piedra sobre piedra, a la generosa altura de nueve plantas. En lo alto, dos enormes hastiales de dos pisos se cernían como cejas sobre la fachada. El tejado de pizarra guarnecido de cobre estaba erizado de chimeneas, chapiteles, torrecillas, florones… de todo menos mirador. O menos aspilleras habría que decir quizá en este caso, pensó Hayward. El Dakota, se llamaba. Un extraño nombre para un extraño edificio. Había oído hablar de él, pero nunca lo había visto. Pero, claro está, no encontraba muchas excusas para visitar el Upper West Side.
Se dirigió hacia el arco de entrada situado en la fachada sur del edificio. El guarda de seguridad que se hallaba en la garita contigua tomó su nombre e hizo una breve llamada.
—Vestíbulo suroeste —dijo al colgar, y le indicó el camino.
Hayward se adentró por el oscuro túnel y salió a un amplio patio interior. Allí se detuvo un momento a contemplar las fuentes de bronce, pensando que el rumor suave, casi enigmático, del agua parecía fuera de lugar en aquella zona de Manhattan. Dobló a la derecha y se encaminó hacia la esquina del patio más cercana. Atravesó el estrecho vestíbulo, entró en el ascensor y pulsó el botón.
El ascensor subió lentamente y se abrió por fin ante un pequeño espacio rectangular revestido de madera oscura. Al salir, vio enfrente una única puerta. El ascensor se cerró con un susurro y empezó a descender, dejando a Hayward a oscuras. Por un instante pensó que se había equivocado de piso. Oyó un leve ruido e instintivamente movió la mano hacia su arma reglamentaria.
—Sargento Hayward. Estupendo. Pase.
Incluso en la oscuridad, Hayward habría reconocido aquella voz meliflua, aquel acento. Pero la puerta del fondo acababa de abrirse, y el agente Pendergast se hallaba en el vano, perfilándose su esbelta e inconfundible silueta contra el tenue resplandor del interior del apartamento.
Hayward entró, y Pendergast cerró la puerta. Aunque la habitación no era demasiado espaciosa, el alto techo daba una sensación de suntuosidad. Hayward miró alrededor con curiosidad. Tres de las paredes estaban pintadas de un color rosa intenso, bordeadas tanto arriba como abajo por molduras negras. La luz procedía de detrás de lo que parecían finísimos trozos de ágata enmarcados en apliques de bronce con forma de concha situados a unos dos metros de altura. La cuarta pared estaba recubierta de mármol negro. Por la superficie del mármol corría de arriba abajo una delicada cortina de agua, semejante a una cascada de cristal, desapareciendo con un ligero borboteo por la rejilla del suelo. Había pequeños sofás de piel en distintos puntos de la sala, sus bases hundidas en el tupido pelo de la alfombra. Los únicos elementos decorativos eran unos cuantos cuadros y varias plantas de tallo retorcido dispuestas sobre mesas lacadas. Todo estaba obsesivamente limpio, sin una mancha ni una mota de polvo. Aunque debía de haber otras puertas que conducían al resto de las habitaciones, sus contornos estaban tan bien disimulados que Hayward era incapaz de distinguirlos.
—Siéntese donde guste, señorita Hayward —dijo Pendergast—. ¿Quiere tomar algo?
—No, gracias —respondió Hayward. Eligió el sofá más cercano a la puerta y se dejó envolver voluptuosamente por la suave piel negra. Contempló el cuadro que colgaba de la pared más próxima, un paisaje impresionista con almiares y un sol rosado que por alguna razón le resultaba familiar—. Un sitio agradable, aunque el edificio es un tanto extraño.
—Los vecinos preferimos calificarlo de excéntrico —repuso Pendergast—. Pero a lo largo de los años muchos habrán coincidido con usted, supongo. El Dakota, así llamado porque cuando se construyó en 1884, esta parte de la ciudad parecía tan lejana como el territorio indio. Sin embargo posee una solidez, una especie de permanencia, que me gusta. Levantado sobre un lecho de roca, con paredes de ochenta centímetros de grosor en la planta baja. Pero no ha venido usted a escuchar una conferencia sobre arquitectura. En realidad, me alegro de que se haya dignado venir.
—¿Bromea? —dijo Hayward—. ¿Cómo iba a perderme una visita turística a la choza del agente Pendergast? En la policía, es usted una especie de leyenda, como seguramente ya sabe.
—Muy alentador —comentó Pendergast, acomodándose en un sillón—. Pero lamentablemente la visita turística se reduce a esta habitación. Rara vez recibo a gente aquí. No obstante, me parecía el mejor lugar para nuestra conversación.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Hayward mientras seguía inspeccionando la sala. De pronto su vista se posó en la mesa lacada más cercana y, señalándola, exclamó—: ¡Eh, pero si es un bonsái, un árbol en miniatura! Mi sensei en el dojo de kárate tiene un par.
—Es un Gingko biloba —explicó Pendergast—; «cabello de doncella» en nuestro idioma. Es el único miembro que queda de una familia de árboles muy común en la prehistoria. Y a su derecha verá una agrupación de arces tridentes enanos. Me siento particularmente orgulloso de su aspecto natural. Todos los árboles de esa agrupación cambian de color en distintos momentos del otoño. Plantarlos del primero al último me llevó nueve años. Su sensei podrá explicarle que el secreto de las agrupaciones de árboles es añadir bonsais gradualmente, y siempre en cantidades impares, hasta que contar el número de troncos exija concentración. Llegados a ese punto, el trabajo ha concluido.
—¿Nueve años? —repitió Hayward—. Debe de tener mucho tiempo libre.
—La verdad es que no. Soy un apasionado de los bonsais. Es un arte que uno nunca domina por completo. Y me fascina esa mezcla de estética natural y artificial. —Cruzó las piernas, su traje negro casi invisible contra la piel negra del sillón, y dio por finalizada su disertación con un ademán—. Pero no me incite a hablar de ello porque no acabaría nunca. Hace un momento me ha preguntado por qué considero éste el mejor sitio para conversar. La razón es muy simple: deseo conocer mejor a la gente sin hogar.
Hayward permaneció en silencio.
—Usted ha trabajado con ellos —prosiguió Pendergast—, los ha estudiado. Es una experta en la materia.
—Los otros no opinan lo mismo.
—Si se parasen a pensar, cambiarían de idea. En todo caso, comprendo su susceptibilidad al respecto. Y por eso mismo he creído que podía sentirse más cómoda hablando del tema fuera de las horas de servicio, lejos de la jefatura y la comisaría de distrito.
Pendergast había acertado de pleno, pensó Hayward. Aquella sala extraña y relajante, con su silenciosa cascada y su desnuda belleza, le parecía tan lejana a la jefatura como la luna. Recostada en la embriagadora suavidad del sofá, notó que su natural cautela se disipaba. Pensó en quitarse el voluminoso cinto de la pistola, pero se sentía demasiado a gusto para moverse.
—Yo he estado en los subterráneos dos veces —dijo Pendergast—. La primera sólo para poner a prueba el disfraz y realizar un reconocimiento preliminar, y la segunda para buscar a Mephisto, el jefe de la gente sin hogar. Y cuando lo encontré, comprendí que había subestimado un par de aspectos: la firmeza de sus convicciones y el número de seguidores.
—Nadie sabe exactamente cuántos viven bajo tierra —contestó Hayward—. Sólo una cosa es segura: son muchos más de los que cabría esperar. En cuanto a Mephisto, probablemente ahí abajo es el alcalde más famoso. Su comunidad es la mayor. En realidad, según he oído decir, se compone de varias comunidades: un núcleo de veteranos de Vietnam y reliquias de los sesenta inadaptados y otras comunidades que se unieron a ellos cuando empezaron los asesinatos. Él y los suyos tienen ocupados los túneles más profundos de la zona del Central Park.
—Lo que más me sorprendió fue la gran diversidad que advertí —continuó Pendergast—. Yo esperaba encontrar un tipo de personalidad trastornada predominante, o dos a lo sumo. En cambio, encontré un amplio espectro de seres humanos.
—No toda la gente sin hogar baja a los subterráneos —dijo Hayward—. Pero los que temen los centros de acogida, los que no soportan los comedores de beneficencia y las rejas del metro, los solitarios, los fanáticos de sectas… esos sí bajan. Primero prueban en los túneles del metro, luego en zonas más profundas. Créame, hay muchos sitios donde esconderse.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Incluso en mi primer descenso, quedé asombrado por la inmensidad de los subterráneos. Me sentía como los exploradores Lewis y Clark a punto de adentrarse en una tierra desconocida.
—Y no conoce usted ni la mitad. Existen más de tres mil kilómetros de túneles abandonados a medio excavar, y otros ocho mil kilómetros todavía en uso. Cámaras subterráneas tapiadas y olvidadas. —Hayward se encogió de hombros—. Además, se oyen historias. Por ejemplo, sobre refugios antiaéreos construidos por el Pentágono en los años cincuenta para proteger a la gente importante de Wall Street. Según dicen, algunos conservan todavía agua corriente, suministro eléctrico y alimentos enlatados. Salas de máquinas llenas de maquinaria abandonada, grandes conductos de madera usados antiguamente como cloacas. Todo un espeluznante mundo perdido.
Pendergast se echó hacia adelante en el sillón.
—Sargento Hayward —dijo—, ¿ha oído hablar de la Buhardilla del Diablo?
Hayward asintió con la cabeza.
—Sí. Algo he oído.
—¿Sabría decirme dónde está o cómo localizarla?
Hayward se quedó pensativa por un largo momento.
—No. La mencionaron un par de mendigos durante los desalojos. Pero se oyen tantas tonterías ahí abajo, que una presta poca atención a la mayor parte. Siempre he pensado que era una fantasía absurda.
—¿Conoce a alguien que pueda proporcionarme más información?
Hayward cambió ligeramente de postura.
—Puede hablar con Al Diamond —contestó, dirigiendo la mirada nuevamente al paisaje de los almiares. Era asombroso, pensó, que con unos cuantos puntos de pintura fuese posible producir una imagen tan clara—. Es un ingeniero del puerto, una auténtica autoridad sobre estructuras subterráneas. Lo llaman siempre que hay una fuga importante a gran profundidad o quieren tender un nuevo gasoducto. —Se interrumpió por un instante—. Pero hace tiempo que no sé nada de él. Quizá haya hincado el pico.
—¿Cómo?
—Que quizá haya muerto, quería decir.
Siguió un silencio, roto sólo por el suave arrullo del agua.
—Si los asesinos han colonizado algún espacio recóndito bajo tierra, el gran número de gente que habita en los túneles será en sí mismo una complicación —dijo Pendergast por fin.
Hayward desvió la mirada del cuadro y la fijó en el agente del FBI.
—Y va a más —afirmó.
—¿A qué se refiere?
—Faltan sólo unas semanas para el principio del otoño —contestó Hayward—. Es en esa época, en previsión del frío del invierno, cuando los mendigos se trasladan masivamente a los subterráneos. Si está en lo cierto sobre esos asesinos, imagine qué ocurrirá en ese momento.
—No, no lo imagino —repuso Pendergast—. Dígamelo usted.
—Temporada de caza —respondió Hayward, y volvió a mirar el paisaje.
27
El mugriento tramo industrial de la avenida terminaba en una escollera junto a las turbias aguas del East River. El lugar ofrecía una vista panorámica de Roosevelt Island y el puente de la calle Cincuenta y nueve. En la otra orilla, el FDR Drive, desde allí apenas una fina cinta gris, serpenteaba entre los lujosos bloques de apartamentos de Sutton Place y el edificio de las Naciones Unidas. Una buena vista, pensó D'Agosta mientras se apeaba del coche sin distintivos policiales. Una buena vista, y un barrio espantoso.
El sol de agosto caía oblicuamente sobre la avenida, reblandeciendo los charcos de alquitrán y reflejándose trémulamente en el asfalto. Aflojándose el cuello de la camisa, D'Agosta comprobó una vez más la dirección que le había facilitado el Departamento de Personal del museo: avenida Noventa y cuatro, 11-46, Long Island City. Contempló los edificios de las inmediaciones, preguntándose si había algún error. Aquello no se parecía en nada un barrio residencial. A ambos lados de la calle se alineaban almacenes y fábricas abandonadas. Aunque era mediodía, el lugar se hallaba casi desierto; la única señal de vida era un destartalado camión que salía en ese momento de un área de carga situada al final de la manzana. Nadie como Waxie para cargarle lo que, en su opinión, era la última misión por orden de prioridad.
Los números 11-46 de la avenida se correspondían con una gruesa puerta de metal, rayada y desportillada, con diez capas de pintura negra por lo menos. Como el resto de las puertas de aquella manzana, parecía la entrada de un almacén vacío. D'Agosta pulsó el botón de un viejo portero automático. Al no recibir respuesta, aporreó la puerta con fuerza. Silencio.
Esperó unos minutos. Luego se adentró por un estrecho callejón contiguo al edificio. Abriéndose paso entre unos rollos de papel alquitranado, se acercó a una ventana de cristal reforzado con malla metálica, agrietado y casi opaco a causa del polvo. Se encaramó a uno de los rollos, limpió parte del cristal con la punta de la corbata y miró adentro.
Cuando su vista se acostumbró a la oscuridad del interior, distinguió un amplio espacio vacío. Tenues líneas de luz se dibujaban en el sucio suelo de cemento. Al fondo, una escalera ascendía a lo que en otro tiempo debió de ser el despacho del encargado. Aparte de eso, nada.
D'Agosta percibió un repentino movimiento en el callejón. Al volverse, vio correr a un hombre hacia él, y en su mano el siniestro brillo de un largo cuchillo de cocina. Instintivamente saltó al suelo y sacó la pistola. Al ver el arma, el hombre paró en seco y se dio media vuelta para huir.
—¡Alto! —bramó D'Agosta—. ¡Policía!
El hombre se volvió de nuevo hacia D'Agosta. Inexplicablemente, una sonrisa apareció en su rostro.
—¡Un policía! —exclamó con manifiesto cinismo—. ¿Quién lo iba a pensar? ¡Un policía por estos barrios!
Siguió inmóvil donde estaba, la sonrisa fija en sus labios. Tenía el aspecto más extraño que D'Agosta había visto en su vida: la cabeza rapada y pintada de verde; una rala perilla; minúsculas gafas estilo Trotski; una camisa de un material semejante a la arpillera; unas viejas zapatillas rojas de deporte.
—Suelte el cuchillo —ordenó D'Agosta.
—Tranquilo, no pasa nada —dijo el hombre—. Pensaba que era un ladrón.
—He dicho que suelte el puñetero cuchillo.
El hombre dejó de sonreír y tiró el cuchillo al suelo a un par de metros por delante de él.
D'Agosta lo apartó con el pie.
—Ahora dése la vuelta, apoye las manos en la pared y separe las piernas.
—¿Qué es esto? ¿La China comunista? —protestó el hombre.
—Haga lo que le digo.
El hombre obedeció sin dejar de rezongar, y D'Agosta lo cacheó, hallando sólo una cartera. La abrió. En el carnet de conducir constaba como dirección el edificio contiguo.
D'Agosta enfundó la pistola y devolvió al hombre la cartera.
—¿No se da cuenta, señor Kirtsema, de que podría haberle pegado un tiro? —preguntó.
—Eh, yo no sabía que era policía. Pensaba que era un ladrón. —Se apartó de la pared y se sacudió el polvo de las manos—. No sabe cuántas veces me han robado. Ustedes ya ni se molestan en responder. Usted es el primer policía que veo por aquí desde hace meses, y…
D'Agosta le indicó que callase con un gesto y dijo:
—Simplemente vaya con más cuidado. Además, no tiene la menor idea de cómo manejar un cuchillo. Si fuese un ladrón, probablemente usted estaría ya muerto.
El hombre se frotó la nariz y masculló algo ininteligible.
—¿Vive en el edificio de al lado? —preguntó D'Agosta. Le era imposible pasar por alto que el tipo llevaba la cabeza rapada y pintada de verde. Procuraba no mirar.
El hombre asintió.
—¿Cuánto hace que vive aquí?
—Unos tres años. Antes tenía un almacén en el Soho, pero me desahuciaron. Éste es el único sitio que he encontrado donde puedo trabajar tranquilamente.
—¿Y a qué se dedica?
—Es difícil explicarlo. —El hombre empezó de pronto a mostrarse más cauto—. Además, ¿por qué iba a contestarle?
D'Agosta le enseñó la placa y su identificación.
—Homicidios, ¿eh? —dijo el hombre, mirando la placa—. ¿Han matado a alguien por aquí?
—No. ¿Podemos entrar y hablar un rato?
—¿Es un registro? —preguntó el hombre, mirándolo con recelo—. ¿No debería traer una orden?
D'Agosta contuvo su creciente irritación.
—Se lo pido a modo de colaboración voluntaria. Quiero hacerle unas preguntas sobre el hombre que vivía en este almacén, Kawakita.
—¿Así se llamaba? Ese sí era un tipo raro, pero que muy raro.
Salieron del callejón, y el hombre llamado Kirtsema sacó una llave y abrió su propia puerta negra de metal. Al entrar, D'Agosta vio que era otro enorme almacén, pintado de color hueso. A lo largo de las paredes había cubos metálicos de formas extrañas llenos de basura. En una esquina se alzaba una palmera muerta. En el centro del almacén, pendían del techo en grupos innumerables cordeles negros. Era como estar contemplando un bosque lunar en una pesadilla. En el rincón más alejado, vio un camastro, un fregadero, un hornillo y un váter al descubierto. No había a la vista más comodidades.
—¿Y eso qué es? —preguntó D'Agosta, señalando los cordeles.
—¡No los enmarañe, por Dios! —gritó Kirtsema, casi derribando a D'Agosta al apartarlo para reparar los daños. Manipulando nerviosamente los cordeles, añadió con tono ofendido—: Nunca deben tocarse entre sí.
D'Agosta retrocedió.
—¿Qué es? ¿Un experimento?
—No. Es un entorno artificial, una reproducción de la selva primigenia en la que todos nos desarrollamos, trasladada a Nueva York.
D'Agosta observó los cordeles con incredulidad.
—¿Esto es arte, pues? ¿Quién lo ve?
—Es arte conceptual —aclaró Kirtsema con impaciencia—. Nadie lo ve. No está concebido para ser visto. Basta con que exista. Los cordeles nunca se tocan, del mismo modo que los seres humanos nunca se relacionan realmente. Estamos solos. Y todo este mundo nunca es visto, del mismo modo que flotamos a través del cosmos sin verlo. Como dijo Derrida: «El arte es aquello que no es arte», lo cual significa…
—¿Sabe si se llamaba Gregory de nombre de pila? —lo interrumpió D'Agosta.
—Jacques. Jacques Derrida, no Gregory.
—Me refiero al hombre que vivía al lado.
—Como ya le he dicho, ni siquiera conocía su nombre —contestó Kirtsema—. Huía de él como de la peste. Supongo que ha venido por las quejas.
—¿Las quejas?
—Sí. Telefoneé a la policía hasta cansarme. Después de las dos primeras veces ni se molestaban en venir. —Parpadeó—. No, un momento. Usted es de Homicidios. ¿Ha matado a alguien, ese tipo?
Sin responder, D'Agosta extrajo un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.
—Hábleme de él.
—Se mudó a este barrio hace dos años, quizá un poco menos. Al principio, parecía bastante tranquilo. Luego empezaron a llegar camiones, que descargaban cajas y más cajas. Por esas fechas comenzaron los ruidos: martillazos, golpes, estallidos. Y el olor… —Kirtsema arrugó la nariz en una mueca de asco—. Como si se quemase algo acre. Pintó las ventanas de negro por dentro, pero una vez se rompió un cristal, y pude echar un vistazo antes de que lo cambiasen. —Sonrió—. Tenía montado allí un tinglado de lo más extraño. Vi microscopios, vasos grandes de laboratorio que hervían y hervían, cajas grises de metal con lámparas encima, acuarios.
—¿Acuarios?
—Un acuario detrás de otro, hileras y más hileras. Muy grandes, llenos de algas. Era científico, desde luego. —Kirtsema pronunció la palabra con repugnancia—. Un disector, un reduccionista. A mí no me gusta esa manera de concebir el mundo. Yo soy un holista, sargento.
—Ya —dijo D'Agosta.
—Y un día se presentaron aquí los de la compañía eléctrica. Dijeron que tenían que conectar en su almacén unas líneas especiales para uso industrial o algo así. Y a mí me cortaron la corriente durante dos días. ¡Dos días! Pero cualquiera presenta una queja a los de Con Edison, burócratas deshumanizados.
—¿Tenía visitas? —preguntó D'Agosta—. ¿Algún amigo?
—¡Visitas! —exclamó Kirtsema—. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Empezó a llegar gente. Siempre de noche. Y llamaban todos a la puerta de la misma manera, como si fuese una contraseña. Fue entonces cuando avisé a la policía. Estaba convencido de que algo extraño pasaba ahí dentro. Pensé que podía tratarse de algún asunto de drogas. Vinieron un par de polis, me aseguraron que todo era legal, y se marcharon. —Movió la cabeza en un gesto de indignación por el recuerdo—. Y las cosas siguieron como antes. Volví a avisar a la policía para quejarme del ruido y el olor, pero después de la segunda visita ya no vinieron más. Y un día, hará quizá un año, el tipo se presentó ante mi puerta. Así, sin previo aviso, a eso de las once de la noche.
—¿Qué quería? —preguntó D'Agosta.
—No lo sé. Posiblemente preguntarme por qué había avisado a la policía. Lo único que sé es que sólo verlo me puso los pelos de punta. Era septiembre y hacía casi tanto calor como ahora, y sin embargo él llevaba un abrigo grueso con una capucha enorme. Se quedó en la penumbra, y no pude verle la cara. Simplemente se plantó allí, en la oscuridad, y me preguntó si podía entrar. Le dije que no, por supuesto. Ya hice bastante, sargento, con no cerrarle la puerta en las narices.
—Teniente —corrigió D'Agosta distraídamente mientras tomaba notas.
—Da igual. A mí no me gusta etiquetar a la gente. «Ser humano» es la única etiqueta que tiene sentido. —Movió en un gesto de asentimiento su verde calva para mayor énfasis.
D'Agosta continuaba escribiendo. Aquella imagen no le recordaba en absoluto al Greg Kawakita que había conocido en el despacho de Frock después del desastre ocurrido en la inauguración de la exposición «Supersticiones». Se exprimió la memoria buscando algún rasgo característico del científico.
—¿Podría describir su voz? —preguntó.
—Sí. Muy grave, y con un ligero ceceo.
D'Agosta frunció el entrecejo.
—¿Algún acento peculiar?
—Diría que no. Pero el ceceo era tan marcado que me atrevería a asegurárselo. Las palabras casi sonaban a castellano, pero hablaba inglés, no español.
D'Agosta tomó nota mentalmente para preguntarle más tarde a Pendergast qué demonios era el «castellano».
—¿Cuándo se marchó del barrio, y por qué?
—Un par de semanas después de venir a verme —contestó Kirtsema—. Quizá en octubre. Una noche oí que llegaban dos camiones grandes, lo cual era relativamente habitual. Pero esta vez no descargaban sino que cargaban. Cuando me levanté a mediodía, el almacén estaba vacío. Incluso habían limpiado la pintura negra de los cristales.
—¿A mediodía, dice?
—Mi horario normal de sueño es de cinco de la madrugada a doce del mediodía. No me someto a las rotaciones físicas del sistema tierra-sol-luna, sargento.
—¿Le llamó la atención algún detalle de los camiones? —preguntó D'Agosta—. ¿Un logo, por ejemplo? ¿O el nombre de la compañía?
Kirtsema se quedó pensativo por un instante.
—Sí—dijo por fin—. Mudanzas de precisión científica.
D'Agosta observó al hombre de mediana edad con la calva verde.
—¿Está seguro?
—Por completo.
D'Agosta le creyó. Con su aspecto, no serviría ni remotamente como testigo, pero era buen observador. O quizá simplemente entrometido.
—¿Desea añadir algo más?
Volvió a mover la verde calva.
—Sí. Poco después de instalarse aquí ese tipo, se apagaron todas las farolas de la calle, y por lo visto nunca consiguieron arreglarlas. Siguen sin dar luz. Creo que él tuvo algo que ver con eso, aunque no me explico qué pudo pasar. Telefoneé a Con Edison para plantearle también ese problema; pero, como de costumbre, los robots sin rostro de la compañía no hicieron nada al respecto. Y eso sí, olvídese de pagar el recibo una sola vez y…
—Gracias por su ayuda, señor Kirtsema —lo interrumpió D'Agosta—. Avíseme si recuerda alguna otra cosa. —Cerró el bloc, se lo guardó en el bolsillo y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo y dijo—: Ha comentado antes que le han robado varias veces. ¿Qué se han llevado? No parece que haya aquí muchas cosas de valor. —Volvió a echar un vistazo al almacén.
—¡Ideas, sargento! —respondió Kirtsema, alzando el mentón—. Los objetos materiales son superfluos. Pero las ideas no tienen precio. Mire alrededor. ¿Ha visto alguna vez tantas ideas brillantes juntas?
28
La chimenea de ventilación número doce se alzaba como la imagen de una pesadilla sobre la entrada al túnel Lincoln de la calle Treinta y ocho, un chapitel de ladrillo y metal oxidado de sesenta metros de altura.
Casi en lo alto de la chimenea, adherida como una lapa a la pared anaranjada, había una pequeña cabina de observación. Desde su privilegiada posición en la estrecha escalerilla de acceso, Pendergast veía la cabina a gran distancia por encima de su cabeza. La escalerilla estaba atornillada al lado de la chimenea que daba al río, y en varios puntos los tornillos se habían desprendido. Mientras ascendía, veía a través de la rejilla de los peldaños de hierro el tráfico que entraba en el túnel treinta metros más abajo.
La escalerilla quedó a la sombra cuando Pendergast se acercó a la base de la cabina de observación. Alzando la vista, advirtió que tenía una escotilla en el suelo provista de una manivela circular, como la puerta estanca de un submarino, y marcada con las palabras autoridad portuaria de nueva york. El rugido procedente de la chimenea de ventilación se asemejaba al ruido de un motor a reacción, y Pendergast tuvo que llamar varias veces a la escotilla para hacerse oír por la persona que se hallaba en la cabina.
Pendergast entró en el reducido espacio y se arregló el traje mientras el ocupante de la cabina —un fibroso de corta estatura vestido con una camisa de cuadros y un mono— cerraba la escotilla. Tres lados de la cabina de observación daban al Hudson, los accesos al túnel Lincoln y el enorme generador que alimentaba los extractores encargados de absorber el aire viciado del interior del túnel y expulsarlo al exterior por las chimeneas de ventilación. Estirando el cuello, Pendergast vio las turbinas del sistema de filtración del túnel, retumbando justo debajo de ellos.
El hombre, tras cerrar la escotilla, fue a sentarse a un taburete colocado ante una mesa de dibujo. No había más asiento que aquél en la pequeña cabina. Pendergast vio que el hombre lo miraba y movía la boca como si hablase. Sin embargo el zumbido de la chimenea de ventilación ahogaba cualquier otro sonido.
—¿Cómo? —preguntó Pendergast a voz en cuello, acercándose a él. La escotilla del suelo aislaba escasamente la cabina del ruido y los humos del tráfico.
—Identificación —respondió el hombre—. Me dijeron que traería alguna clase de identificación.
Pendergast se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le mostró su identificación del FBI. El hombre la examinó detenidamente.
—Usted es el señor Albert Diamond, ¿no? —preguntó Pendergast.
—Al —dijo el hombre con naturalidad—. ¿Qué necesita?
—Según he oído, es usted quien mejor conoce los subterráneos de Nueva York —explicó Pendergast—. Siempre le consultan cuando han de perforar un nuevo túnel para el metro o reparar un gasoducto.
Diamond miró fijamente a Pendergast. Una de sus mejillas se hinchó mientras se recorría lentamente los molares inferiores con la lengua.
—Así es, supongo —respondió por fin.
—¿Cuándo visitó por última vez los subterráneos?
Diamond alzó un puño, lo abrió dos veces y lo volvió a cerrar.
—¿Diez? —dijo Pendergast—. ¿Hace diez meses?
Diamond negó con la cabeza.
—¿Años?
Diamond asintió.
—¿Por qué tanto tiempo?
—Me cansé. Solicité el traslado aquí.
—¿Lo solicitó? Una interesante elección de puesto. Prácticamente lo más alejado del subsuelo sin tener que subirse a un avión. ¿Era ésa su idea?
Diamond hizo un gesto de indiferencia, sin darle la razón ni contradecirlo.
—Necesito cierta información —continuó Pendergast a voz en grito. Había demasiado ruido en la cabina de observación para andarse con rodeos.
Diamond asintió, y el bulto de la mejilla ascendió lentamente cuando inició la inspección de los molares superiores.
—Hábleme de la Buhardilla del Diablo.
El bulto de la mejilla se detuvo en el acto. Al cabo de un instante, Diamond cambió de posición en el taburete pero permaneció callado.
—Me han dicho —prosiguió Pendergast— que hay túneles a gran profundidad bajo el Central Park. A una profundidad mucho mayor que la del resto. He oído que llaman a esa zona la Buhardilla del Diablo. Sin embargo no he encontrado constancia de la existencia de dicho lugar, al menos por ese nombre.
Diamond bajó la vista.
—¿La Buhardilla del Diablo? —repitió de mala gana transcurridos unos segundos.
—¿Conoce ese lugar?
Diamond se metió la mano bajo el mono de trabajo y sacó una pequeña petaca con algo que no era agua. Tomó un largo trago y volvió a guardársela sin invitar a Pendergast. Dijo algo inaudible a causa del estruendo de la chimenea de ventilación.
—¿Cómo? —preguntó Pendergast, acercándose todavía más.
—He dicho que sí, lo conozco.
—Hábleme de él, si es tan amable.
Diamond desvió la mirada y contempló la orilla de Nueva Jersey al otro lado del río.
—Los cabrones de los ricachos —masculló.
—¿Perdone?
—Los cabrones de los ricachos —repitió Diamond—. No querían tener el menor contacto con la clase trabajadora.
—¿Los ricachos?
—Sí, ya sabe: Astor, Rockefeller, Morgan, y todos los demás. Construyeron esos túneles hace más de cien años.
—No entiendo —dijo Pendergast.
—Túneles de ferrocarril —prorrumpió Diamond, malhumorado—. Pretendían construirse una línea de ferrocarril privada. Venía de Pelham y pasaba bajo el parque, el hotel Knickerbocker, las mansiones de la Quinta Avenida. Estaciones y salas de espera privadas con todos los lujos. No se privaban de nada.
—Pero ¿por qué a esa profundidad?
Diamond sonrió por primera vez.
—Cosas de la geología. Tenían que perforar bajo los túneles de metro y líneas de ferrocarril ya existentes, claro está. Pero justo debajo había un estrato de lutita, un tipo de roca sedimentaria precámbrica de pésima calidad. La lutita admite cloacas y conducciones de agua, pero no un túnel de ferrocarril. Así que tuvieron que bajar más. La Buhardilla del Diablo está a una profundidad equivalente a treinta plantas.
—Pero ¿por qué se embarcaron en semejante empresa? —preguntó Pendergast.
Diamond lo miró con expresión de incredulidad.
—¿Por qué? ¿A usted qué le parece? Esos remilgados no querían compartir las vías ni las señales con las líneas de tren regulares. Perforando los túneles a esa profundidad, podían salir directamente de la ciudad, subir hasta Crotón y tener pista libre. Sin retrasos, sin mezclarse con la gente corriente.
—Eso no explica por qué no hay documentos de su existencia —adujo Pendergast.
—La construcción costó una fortuna. Y no todo el dinero salió de los bolsillos de los magnates del petróleo. Pidieron favores al ayuntamiento. —Diamond se tocó un lado de la nariz—. No suele dejarse constancia de esa clase de construcción.
—¿Por qué abandonaron el proyecto?
—Las labores de mantenimiento eran interminables. Al estar los túneles bajo las cloacas y los colectores de lluvias, no había manera de conservarlos secos. Se producían, además, acumulaciones de metano, de monóxido de carbono, etcétera.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Gases pesados que descendían a los niveles inferiores.
—Gastaron millones en esos condenados túneles, y no consiguieron acabar la línea. En las inundaciones del 98, cuando no llevaban abiertos ni dos años, las bombas no dieron abasto y quedó todo anegado de aguas residuales. Así que tapiaron los accesos, sin molestarse siquiera en sacar la maquinaria.
Diamond se calló, y en la cabina se oyó sólo el rugido de la chimenea de ventilación.
—¿Existe algún plano de esos túneles? —preguntó Pendergast al cabo de un momento.
—¿Planos? —repitió Diamond, alzando la vista al techo—. Me pasé veinte años buscando los planos. No hay ningún plano. Lo que sé lo averigüé charlando con unos cuantos viejos.
—¿Usted ha estado allí?
Diamond dio un respingo. Al cabo de un momento, asintió con la cabeza.
—¿Podría dibujármelos?
Diamond guardó silencio.
Pendergast se acercó a él.
—Aunque fuese un simple esbozo, le estaría muy agradecido —dijo. Se llevó la mano a una solapa como para alisársela, pero como por arte de magia asomó entre sus delgados dedos un billete de cien dólares, arqueándose hacia el ingeniero.
Diamond miró el billete como si reflexionase. Finalmente lo cogió, formó con él una bola y se lo metió en el bolsillo. A continuación, se volvió hacia la mesa de dibujo y empezó a trazar diestras líneas en una hoja amarilla de papel milimetrado. Una intrincada red de túneles comenzó a cobrar forma.
—Esto es lo mejor que puedo ofrecerle —dijo pasados unos minutos, irguiéndose en el taburete—. Yo acostumbraba a entrar por ahí. Muchas de las cavidades situadas al sur del parque se rellenaron de hormigón, y los túneles situados al norte se hundieron hace años. Tendrá que descender por el Cuello de Botella. Siga por el túnel de alimentación número 18 desde el punto donde se cruza con la tubería de agua número 24.
—¿El Cuello de Botella? —preguntó Pendergast.
Diamond asintió con la cabeza, rascándose la nariz con un dedo sucio.
—Una veta de granito atraviesa el lecho de roca sobre el que se asienta el parque. Es de una dureza extrema. En su día, para ahorrar tiempo y dinamita, los técnicos de las compañías de suministros optaron por abrir un enorme agujero y lo canalizaron todo por allí. Los túneles Astor se encuentran justo debajo. Que yo sepa, ésa es la única vía de acceso desde el sur, a menos, claro, que tenga un traje de submarinista.
Pendergast aceptó la hoja y la examinó atentamente.
—Gracias, señor Diamond. ¿Cabe alguna posibilidad de que desee volver ahí abajo e inspeccionar con mayor detenimiento la Buhardilla del Diablo? A cambio de una remuneración justa, por supuesto.
Diamond se llevó la petaca a los labios y tomó otro largo trago. Después contestó:
—No volvería a bajar ahí por todo el dinero del mundo.
Pendergast inclinó la cabeza.
—Otra cosa —añadió Diamond—. No lo llame Buhardilla del Diablo, si no le importa. Eso es jerga de topos. Son los túneles Astor.
—¿Túneles Astor?
—Sí. El proyecto fue idea de la señora Astor. Según se cuenta, convenció a su marido de que construyese la primera estación privada bajo su mansión de la Quinta Avenida. Así empezó todo.
—¿De dónde ha salido el nombre «Buhardilla del Diablo» ? —preguntó Pendergast.
Diamond sonrió con amargura.
—No lo sé. Pero piense un poco. Imagine túneles a una profundidad de treinta pisos, con grandes murales de azulejos. Imagine salas de espera con sofás, espejos, elegantes vidrieras de colores. Imagine ascensores hidráulicos con suelos de parquet y cortinas de terciopelo. Y ahora piense en qué estado debe de encontrarse todo eso después de anegarlo en aguas residuales y tenerlo cerrado a cal y canto durante un siglo. —Se echó hacia atrás y miró a Pendergast—. No sé a usted, pero a mí se me antojaría la buhardilla del mismísimo infierno.
29
Los apartaderos ferroviarios del West Side ocupaban una amplia hondonada en la zona más occidental de Manhattan, prácticamente invisible para los millones de neoyorquinos que vivían y trabajaban a escasa distancia de allí, y con sus treinta hectáreas de superficie constituían el terreno no urbanizado más extenso de la isla después del Central Park. Uno de los principales núcleos del transporte ferroviario a principios de siglo, se hallaba en la actualidad en el más completo abandono: raíles herrumbrosos que se perdían entre lampazos y ailantos, viejas vías muertas rotas y olvidadas, almacenes con el techo hundido y las paredes llenas de pintadas.
En los últimos veinte años aquella porción de tierra había dado pie a proyectos urbanísticos, querellas, manipulaciones políticas y bancarrotas. Gradualmente los arrendatarios de los almacenes habían renunciado a sus contratos y abandonado la zona, dejando paso a vándalos, pirómanos y gente sin hogar. En una esquina del terreno se concentraba un pequeño grupo de chabolas construidas de madera contrachapada, cartón y hojalata. Junto a ellas había patéticos huertos de guisantes y calabazas en absoluto desorden.
Margo se hallaba en medio de un solar cubierto de escombros chamuscados, flanqueado por dos antiguos edificios de la compañía ferroviaria. El almacén que antes ocupaba el solar había ardido por completo hacía cuatro meses. La estructura había quedado reducida a un ennegrecido armazón de vigas y algunos muros bajos de hormigón. El suelo de cemento permanecía oculto bajo medio metro de cascotes y tablas quemadas. En un rincón se veían los restos de varias mesas alargadas de metal, y sobre ellas aparatos aplastados y cristal fundido. Miró alrededor, a través de las sombras vespertinas que se entretejían sobre los escombros. Había varios objetos voluminosos que en otro tiempo habían sido máquinas con cubiertas metálicas; las cubiertas se habían fundido, dejando a la vista los mecanismos internos, marañas de cables y circuitos integrados. El olor acre del plástico y el alquitrán quemados seguía obstinadamente adherido a todo.
D'Agosta apareció junto a ella y preguntó:
—¿Qué opina?
Margo movió la cabeza en un gesto de duda.
—¿Está seguro de que ésta fue la última dirección conocida de Greg?
—Me lo ha confirmado la compañía de mudanzas. El incendio del almacén y su muerte se produjeron más o menos en las mismas fechas, así que probablemente no tuvo tiempo de mudarse a otro sitio. Pero usó un alias al solicitar el suministro eléctrico y la línea telefónica, así que no estamos seguros.
—¿Un alias? —Margo seguía contemplando los restos del almacén—. Me pregunto si murió antes o después del incendio.
—Yo me pregunto eso y otras muchas cosas —dijo D'Agosta.
—Parece un laboratorio.
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Eso hasta yo lo había supuesto. Ese tal Kawakita era científico. Como usted.
—No exactamente. Greg se dedicaba sobre todo a la genética y la biología evolutiva. Mi especialidad es la farmacología antropológica.
—Igual da. —D'Agosta se reacomodó la cintura del pantalón—. Mi duda es qué clase de laboratorio era éste.
—Así, sin más, no sabría decirle. Necesitaría averiguar qué eran esas máquinas del rincón. Y a partir del cristal fundido que hay sobre esas mesas tendría que formarme una idea de los accesorios que utilizaba y cómo estaban dispuestos.
—¿Y bien? —dijo D'Agosta, mirándola.
—Y bien ¿qué?
—¿Quiere ocuparse de ello?
Margo se volvió hacia él.
—¿Por qué yo? En el Departamento de Policía debe de haber especialistas…
—No les interesa —la interrumpió D'Agosta—. En su lista de prioridades, esto está justo por debajo de las multas de aparcamiento.
Margo, sorprendida, arrugó el entrecejo.
—A los jefes les trae sin cuidado Kawakita y a qué pudiese dedicarse antes de su muerte. Consideran que fue una víctima fortuita más. Como el propio Brambell.
—¿Y usted no está de acuerdo? ¿Cree que estaba implicado en los asesinatos?
D'Agosta sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
—Francamente, no lo sé. Pero intuyo que Kawakita estaba metido en algo, y me gustaría saber de qué se trataba. Usted lo conocía, ¿verdad?
—Sí —contestó Margo.
—Yo sólo lo vi una vez, en la fiesta de despedida que Frock organizó para Pendergast. ¿Cómo era?
Margo pensó por un momento.
—Muy inteligente. Un científico de primera.
—¿Y qué puede decirme de su personalidad?
—No era la persona más encantadora del museo —respondió Margo con cautela—. Era… en fin, un tanto inflexible, podríamos decir. Siempre tuve la impresión de que habría sido capaz de cualquier cosa por promocionarse profesionalmente. No se relacionaba apenas con el resto del personal y no parecía confiar en nadie que pudiese… —Se interrumpió.
—¿Sí?
—¿Es esto necesario? No me gusta hablar mal de alguien que no está presente para defenderse.
—Pues ésa suele ser la mejor ocasión. ¿Era la clase de hombre que podría involucrarse en actividades delictivas?
—No, en absoluto. Era uno de esos científicos que antepone la ciencia a los valores humanos, y yo no siempre aprobaba su sentido ético, pero no era un delincuente. —Titubeó—. Intentó ponerse en contacto conmigo hace un tiempo, quizá un mes antes de morir.
D'Agosta la miró con curiosidad.
—¿Sabe qué quería? No parece que él y usted fuesen precisamente amigos.
—Amigos íntimos no. Pero éramos colegas. Si él tenía algún problema… —Su rostro se ensombreció—. Quizá podría haberlo ayudado, y ni siquiera le devolví la llamada.
—Probablemente nunca lo sabrá. En todo caso, le agradecería que echase un vistazo por aquí, que intentase averiguar a qué se dedicaba.
Margo vaciló, y D'Agosta la miró con mayor atención.
—¿Quién sabe? —añadió con un tono más distendido—. Quizá le sirva para aplacar a alguno de esos demonios internos.
«Bonita manera de decirlo —pensó Margo, consciente sin embargo de que el teniente no albergaba mala intención—. El teniente D'Agosta, psicólogo popular. Y ahora me saldrá con que examinar este montón de escombros me servirá para “liberar mi ansiedad”.»
Contempló por un momento el almacén derruido.
—De acuerdo, teniente —accedió por fin.
—¿Quiere que haga venir a un fotógrafo? —sugirió D'Agosta.
—Quizá después. Por ahora me bastará con hacer unos dibujos.
—Muy bien —respondió D'Agosta, que parecía inquieto.
—Ya puede marcharse —dijo Margo—. No hace falta que se quede ahí mirando.
—Ni hablar —repuso D'Agosta—. Después de lo de Brambell, no pienso dejarla sola.
—Teniente…
—De todos modos, tengo que recoger unas cenizas para las pruebas de detección de sustancias inflamables. No la molestaré. —Malhumorado, permaneció inmóvil junto a ella.
Margo dejó escapar un suspiro, sacó un cuaderno de dibujo del bolso y observó de nuevo el laboratorio en ruinas. Era un lugar deprimente, como una muda acusación: «Podrías haber hecho algo. Greg intentó ponerse en contacto contigo. Quizá las cosas no habrían acabado así.»
Sacudió la cabeza, disipando el sentimiento de culpabilidad. No le serviría de nada. Además, si en algún sitio podía encontrar una explicación a la muerte de Greg, era allí. Y tal vez la única manera de huir de aquella pesadilla era bajar la cabeza y ponerse manos a la obra de inmediato. En todo caso, le permitía alejarse un rato del Laboratorio de Antropología Forense, que empezaba a parecer un osario. El cadáver de Bitterman había llegado del depósito el miércoles por la tarde, trayendo consigo nuevas dudas. Las marcas en los huesos del cuello indicaban que había sido decapitado mediante alguna clase de cuchillo tosco y primitivo. El asesino —o los asesinos— había realizado su siniestro trabajo con precipitación.
Dibujó a grandes rasgos el laboratorio, teniendo en cuenta las dimensiones de las paredes, la colocación de las mesas y la disposición de los montones de equipo destrozado. Todo laboratorio poseía una dinámica, que dependía de la clase de tareas que se llevasen a cabo. Si bien el equipo permitía averiguar de manera general la clase de investigación que se realizaba, la dinámica revelaba la aplicación específica.
Una vez completado el esbozo global, Margo pasó a las mesas. Al ser de metal, habían resistido relativamente bien el calor del fuego. Dibujó un rectángulo por cada mesa y luego se concentró en los restos de cristal fundido: vasos de precipitados, pipetas, probetas graduadas y otros accesorios que por el momento era imposible identificar. Se intuía una compleja disposición multinivel. Sin duda se había efectuado allí algún tipo de investigación bioquímica avanzada. Pero ¿qué tipo exactamente?
Se detuvo por un instante y aspiró la mezcla de olores del aislante eléctrico quemado y la brisa salina del Hudson. Luego dirigió su atención a la maquinaria. Era un material caro, a juzgar por las cubiertas de acero inoxidable mate y los restos de los paneles de control y los displays fluorescentes de vacío.
Margo se ocupó primero de la máquina más grande. La cubierta de metal se había desmontado a causa del calor y las piezas interiores se habían desunido. La golpeó ligeramente con un pie, y se desplomó con gran estrépito. Margo retrocedió de un salto y de pronto tomó conciencia de lo solitario que era aquel lugar. Más allá de los apartaderos y del río, el sol se hallaba suspendido justo encima de las Palisades de Nueva Jersey. Veía planear las gaviotas sobre los postes podridos de viejos embarcaderos que se adentraban en el Hudson desde la orilla y oía sus gritos. Lejos de los apartaderos terminaba una alegre tarde de verano. Allí sin embargo, en aquel lugar ruinoso y abandonado, no había espacio para la alegría. Miró a D'Agosta, que había recogido sus muestras y contemplaba el Hudson de brazos cruzados bajo el sol poniente. De pronto Margo se alegró de que el teniente hubiese insistido en quedarse.
Se inclinó sobre la máquina, riéndose de su nerviosismo. Revolviendo entre los fragmentos de metal chamuscado y descolorido, encontró por fin la placa frontal. Tras limpiar el hollín, distinguió el rótulo westerly genetics equipment, junto con el logo de la WGE. Abajo, en la pestaña de acoplamiento, llevaba estampados un número de serie y las palabras analizador-secuenciador integrado de adn wge. Anotó la información en el cuaderno.
En un rincón había restos fundidos de maquinaria que parecía distinta al resto. Margo la examinó, observando y retirando las piezas una a una para deducir qué era. Por lo visto, se trataba de un complejo equipo para la síntesis química de compuestos orgánicos, provisto incluso de aparatos de fraccionamiento y destilación, gradientes de difusión y nodos eléctricos de bajo voltaje. Al fondo, donde el calor había causado menos daños, encontró fragmentos de varios frascos de Erlenmayer. A juzgar por los rótulos grabados con esmeril en el cristal, en su mayor parte habían contenido sustancias químicas corrientes en un laboratorio. Sin embargo no reconoció de inmediato uno de los rótulos fragmentarios: 7-DIHIDROCOL… ACTIVADO .
Dio la vuelta al fragmento de frasco. El nombre del compuesto le resultaba familiar, pero no conseguía recordarlo. Finalmente, metió el fragmento en el bolso. Consultaría el nombre en la enciclopedia de química orgánica del laboratorio.
Junto a la máquina encontró los restos de una fina libreta, quemada completamente salvo por unas cuantas páginas que habían quedado carbonizadas. Cuando la cogió, empezó a desmenuzarse entre sus dedos. Reunió con sumo cuidado los trozos chamuscados, los introdujo en una bolsa con cierre hermético, y la guardó también en el bolso.
Al cabo de un cuarto de hora ya había identificado suficientes aparatos para estar segura de una cosa: aquello había sido un laboratorio de genética de alto nivel. Margo trabajaba a diario con aparatos semejantes y estimaba el coste de aquel laboratorio destruido en más de medio millón de dólares.
Retrocedió un paso, pensando: ¿De dónde sacaría Kawakita el dinero para financiar un laboratorio de estas características? ¿Y qué demonios se proponía?
Mientras recorría el laboratorio tomando notas en el cuaderno, algo le llamó la atención. En el suelo, entre los cascotes y el cristal fundido, distinguió algo semejante a cinco grandes charcos de barro —endurecido por efecto del fuego— rodeados de grava.
Movida por la curiosidad, se inclinó para examinarlos de cerca. En el charco más próximo había incrustado un objeto metálico del tamaño de un puño. Sacó una pequeña navaja del bolso y, haciendo palanca, consiguió liberar el objeto del barro. Con el filo de la navaja, raspó la costra que lo recubría, adherida a la superficie como cemento. Debajo leyó las letras material… arios… Dando vueltas al objeto, llegó a la conclusión de que era una bomba de acuario.
Se irguió y contempló los cinco charcos similares de barro, alineados bajo lo que quedaba de una pared. La grava, los cristales rotos… Debían de ser los restos de cinco acuarios. Acuarios enormes, a juzgar por el tamaño de los charcos. Pero ¿acuarios llenos de barro? No tenía sentido.
Arrodillándose, hundió la navaja en la masa seca más cercana y presionó oblicuamente. Se desprendió una porción de barro, disgregándose en varios trozos. Cogió el fragmento mayor y lo examinó, sorprendiéndose al ver las raíces y parte del tallo de una planta, a salvo del fuego gracias a la capa protectora de barro. Lamentándose del escaso tamaño de la navaja, limpió la planta de barro y la alzó para contemplarla en la tenue luz.
De pronto dejó caer la planta y retiró bruscamente la mano como si quemase. Al cabo de un momento volvió a cogerla y la observó detenidamente, notando cómo se le aceleraba el corazón. No es posible, pensó.
Conocía aquella planta; la conocía bien. El tallo duro y fibroso y las nudosas raíces despertaron en ella dolorosos recuerdos. Se vio a sí misma sentada en el Laboratorio de Genética del museo, la vista fija en el visor de un microscopio, horas antes de la desastrosa inauguración de la exposición «Supersticiones». Era la rara planta amazónica que Mbwun ansiaba con desesperación; la planta cuyas hojas, hacía casi una década, Whittlesey había utilizado inadvertidamente como material de embalaje en la fatídica caja de reliquias que había enviado al museo desde el Alto Xingú. Se suponía que la planta se había extinguido; su hábitat natural había sido arrasado y los vestigios existentes en el museo habían sido destruidos por las autoridades cuando por fin se consiguió matar a Mbwun, la Bestia del Museo.
Margo se levantó y se limpió de hollín las rodillas. Greg Kawakita había logrado hacerse con la planta y la cultivaba en aquellos acuarios enormes.
«Pero ¿para qué?», se preguntó.
De repente la asaltó una horrible sospecha, pero la rechazó de inmediato. No era posible que Greg estuviese alimentando a un segundo Mbwun.
¿O si lo era?
—Teniente, ¿sabe qué es esto? —preguntó Margo.
D'Agosta se acercó.
—No tengo la más remota idea.
—Una Liliceae mbwunensis. La planta de Mbwun.
—¿Me toma el pelo? —dijo D'Agosta.
Margo negó lentamente con la cabeza.
—Ojalá fuese así.
Permanecieron inmóviles mientras el sol se ponía tras las Palisades, envolviendo los lejanos edificios en un nimbo de luz dorada. Observando de nuevo la planta mientras hacía hueco en su bolso para colocarla, Margo notó algo que antes le había pasado inadvertido.
En la base de la raíz, a lo largo de la xilema, había una pequeña hendidura en forma de doble uve, resultante de una operación de injertado. Una hendidura como aquélla, sabía Margo, sólo podía significar dos cosas. Un experimento corriente de hibridación.
O un complejo experimento de ingeniería genética.
30
A la hora del almuerzo Hayward, aún con la boca llena, abrió bruscamente la puerta. Tragándose el bocado de atún, anunció:
—Acaba de telefonear el capitán Waxie. Quiere que baje inmediatamente a la unidad de interrogatorios. Lo han cogido.
D'Agosta levantó la vista después de clavar los últimos alfileres correspondientes a personas desaparecidas en un plano que sustituía al que Waxie se había llevado.
—¿A quién?
—¿A quién va a ser? —repuso Hayward, enarcando las cejas—. A él. Al asesino que imitaba a la Bestia del Museo.
—¡No joda! —exclamó el teniente. Se plantó al instante en la puerta, descolgó la chaqueta de la percha y se la puso.
—Lo han cogido en el Ramble —dijo Hayward mientras cruzaban la oficina en dirección a los ascensores—. Un agente que estaba de vigilancia en la zona oyó gritos y se acercó a ver qué ocurría. El tipo acababa de apuñalar a un vagabundo y se proponía cortarle la cabeza.
—¿Cómo saben que se proponía cortarle la cabeza?
—Pregúntele al capitán Waxie —contestó Hayward, encogiéndose de hombros.
—¿Y el cuchillo?
—De fabricación casera. Muy rudimentario. Exactamente lo que buscaban —explicó Hayward, al parecer no muy convencida.
Las puertas del ascensor se abrieron y dentro apareció Pendergast. Viendo que D'Agosta y Hayward se disponían a entrar, los miró con expresión interrogativa.
—El asesino está en la unidad de interrogatorios —dijo D'Agosta—. Waxie quiere que baje.
—¿En serio? —El agente del FBI retrocedió y pulsó el botón de la segunda planta—. Pues bajemos, cómo no. Siento curiosidad por ver qué clase de pez ha pescado Waxie.
La unidad de interrogatorios de la jefatura de policía se componía de una serie de lóbregas habitaciones de color gris con paredes de hormigón y macizas puertas metálicas. El agente que estaba de guardia en la entrada les franqueó el paso y los envió al área de observación de la celda número nueve. Allí encontraron a Waxie, que, repantigado en una silla, contemplaba la celda a través del cristal unidireccional. Al oírlos llegar, alzó la vista, saludó a D'Agosta con un gruñido, miró a Pendergast con expresión ceñuda y no se fijó siquiera en Hayward.
—¿Ha hablado? —preguntó D'Agosta.
Tras otro gruñido, Waxie contestó:
—Ah, sí. No hace otra cosa que hablar. Pero hasta el momento sólo hemos oído una sarta de gilipolleces. Dice llamarse Jeffrey, y de ahí no sale. Pero pronto le sacaremos la verdad. He pensado que entretanto quizá querrías preguntarle alguna que otra cosa. —En su triunfo, Waxie se mostraba generoso, rebosante de seguridad en sí mismo.
A través del cristal, D'Agosta vio a un hombre desaliñado con mirada de loco. Los movimientos mudos y rápidos de su boca contrastaban casi cómicamente con la rígida inmovilidad de su cuerpo.
—¿Es ése? —dijo D'Agosta con escepticismo.
—El mismo.
D'Agosta siguió mirando a través del cristal.
—Parece difícil que alguien tan pequeño haya causado tantos estragos.
Waxie contrajo los labios en una mueca defensiva.
—Quizá haya soportado muchas humillaciones en su vida.
D'Agosta se inclinó y apretó el botón del micrófono interior. Al instante, una avalancha de palabras soeces afluyó al altavoz situado sobre el cristal. D'Agosta escuchó por un momento y volvió a apagar el micrófono.
—¿Qué se sabe sobre el arma del crimen? —preguntó a Waxie.
El capitán se encogió de hombros.
—Es de fabricación casera. Un trozo de acero hundido en un palo de madera. El mango estaba envuelto en un paño, gasa o algo así. Estaba demasiado manchado de sangre para saber qué era. Habrá que esperar el informe forense.
—Acero —dijo Pendergast.
—Acero —repitió Waxie.
—No piedra.
—He dicho acero. Vaya a verlo usted mismo.
—Lo haremos —terció D'Agosta, apartándose del cristal—. Pero ahora veamos qué nos cuenta ese tipo.
Se dirigió hacia la puerta, y Pendergast lo siguió en silencio.
La celda número nueve era como cualquier sala de interrogatorios de cualquier comisaría del país. Una mesa de madera con la superficie rayada ocupaba el centro del austero espacio. A un extremo de la mesa estaba el detenido, sentado en una silla de respaldo recto con las manos esposadas a la espalda. En una de las sillas dispuestas al otro lado de la mesa, un inspector manejaba la grabadora y soportaba los insultos con absoluta indiferencia. En rincones opuestos de la celda montaban guardia dos agentes armados y uniformados. Dos ampliaciones en blanco y negro colgaban de las paredes laterales: una mostraba el cuerpo desgarrado y mutilado de Nicholas Bitterman en el suelo del servicio de caballeros del Castillo de Belvedere; la otra era la ya famosa fotografía de Pamela Wisher difundida por el Post. Desde un ángulo del techo, una cámara de vídeo grababa imparcialmente la reunión.
D'Agosta tomó asiento y percibió un familiar olor a sudor, calcetines húmedos y miedo. Waxie acomodó con cuidado su considerable humanidad en la silla contigua. Hayward se quedó de pie junto al agente uniformado más cercano. Pendergast cerró la puerta y se apoyó contra ella, cruzando de manera informal los brazos ante la impecable pechera de su chaqueta negra.
El detenido había dejado de vociferar al abrirse la puerta, y escrutaba a los recién llegados desde detrás de un grasiento mechón de pelo. Posó la mirada en Hayward por un largo momento; luego la desvió.
—¿Qué coño mira? —dijo por fin, dirigiéndose a D'Agosta.
—No lo sé —contestó D'Agosta—. Dígamelo usted.
—Váyase a la mierda.
D'Agosta dejó escapar un suspiro.
—¿Conoce sus derechos?
El detenido sonrió, revelando unos dientes pequeños y sucios.
—Me los ha leído ese gordo maricón que tiene al lado. No necesito que un abogado me coja de la mano.
—¡Cuidado con esa boca! —saltó Waxie, rojo de ira.
—No, gordinflón, cuida tú la tuya. Y también de paso ese pedazo de culo que tienes —replicó el detenido, y prorrumpió en carcajadas.
Hayward no se molestó en disimular la sonrisa.
D'Agosta se preguntó si la conversación habría discurrido en esos términos antes de llegar él.
—¿Qué ha pasado en el parque? —preguntó.
—¿Quiere que se lo diga punto por punto? Primero, ese fulano estaba durmiendo en mi sitio. Segundo, me ha silbado como una serpiente de Egipto. Tercero, no tenía la bendición de Dios. Cuarto…
Waxie lo interrumpió con un ademán y dijo:
—Ya nos hacemos una idea. ¿Y los otros?
Jeffrey permaneció en silencio.
—Vamos —insistió Waxie—. ¿A quién más has matado?
—A muchos —respondió por fin—. Todo el que me ofende recibe su merecido. —Se inclinó sobre la mesa—. Vale más que te andes con cuidado, gordinflón, no vaya a rebanarte un pedazo de grasa.
D'Agosta apoyó una mano en el brazo de Waxie para contenerlo.
—Así pues, ¿a quién más ha matado? —se apresuró a preguntar.
—Ah, ya me conocen. Conocen bien a Jeffrey, el gato querubín. Sigo mi camino.
—¿Y qué dices de Pamela Wisher? —lo interrumpió Waxie—. No lo niegues, Jeffrey.
—No lo niego —repuso el detenido, y las profundas arrugas que nacían en las comisuras de sus ojos se ensancharon—. Esos cerdos me faltaron al respeto, todos. Se lo merecían.
—¿Y qué hiciste con las cabezas? —preguntó Waxie al instante.
—¿Las cabezas? —preguntó Jeffrey.
D'Agosta creyó advertir en su voz una ligera vacilación.
—Estás metido hasta el cuello —prosiguió Waxie—, ahora no intentes negarlo.
—¿Las cabezas? —repitió Jeffrey—. Me las comí; eso hice con las cabezas.
Waxie lanzó una mirada triunfal a D'Agosta.
—¿Y qué pasó con el tipo del Castillo de Belvedere, Nick Bitterman? Háblame de él.
—Eso estuvo bien. Aquel maricón no sabía lo que era el respeto. Era un hipócrita, un miserable. Era el adversario. —Empezó a mecerse en la silla.
—¿El adversario? —preguntó D'Agosta, frunciendo el entrecejo.
—El príncipe de los adversarios.
—Sí —dijo Pendergast con tono comprensivo—. Debes contrarrestar las fuerzas de la oscuridad. —Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían entrado en la celda.
El detenido se balanceó con más brío.
—Sí, sí.
—Con tu piel eléctrica —añadió Pendergast.
De pronto se interrumpió el balanceo.
—Y con tus ojos radiantes —prosiguió Pendergast. A continuación se apartó de la puerta y se acercó lentamente al sospechoso, mirándolo a la cara.
—¿Quién es usted? —susurró Jeffrey, observando a Pendergast.
Pendergast guardó silencio por un momento.
—Kit Smart —contestó por fin sin retirar la mirada de Jeffrey.
D'Agosta advirtió desconcertado el cambio que se produjo súbitamente en el detenido. El color abandonó su rostro al instante. Contempló a Pendergast, moviendo mudamente los labios. De pronto, lanzando un alarido, se echó hacia atrás con tal violencia que la silla se desplomó. Hayward y los dos agentes uniformados se abalanzaron de inmediato sobre la figura que pataleaba en el suelo e intentaron inmovilizarla.
—Por Dios, Pendergast, ¿qué le ha dicho? —preguntó Waxie, levantándose con dificultad de la silla.
—Lo que había que decir, según parece. —Pendergast miró a Hayward y añadió—: Por favor, proporciónele a ese hombre todo el consuelo posible. Creo que podemos dejar que el capitán Waxie siga con el interrogatorio desde este punto.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó D'Agosta mientras subían en ascensor a Homicidios.
—Ignoro su verdadero nombre —respondió Pendergast mientras se arreglaba el nudo de la corbata—. Pero desde luego no se llama Jeffrey. Y no es la persona que buscamos.
—Eso dígaselo a Waxie.
Pendergast dirigió una mirada cordial a D'Agosta.
—Acabamos de ver un caso clásico de esquizofrenia paranoica, agravado por un trastorno de personalidad múltiple. ¿Se ha fijado en que ese hombre parecía entrar y salir de dos personajes distintos? Por un lado, estaba el matón, sin duda tan poco convincente para usted como para mí. Por otro lado, estaba el asesino visionario, infinitamente más peligroso. ¿Ha oído sus palabras? «Segundo, me ha silbado como una serpiente de Egipto.» O cuando ha dicho: «Jeffrey, el gato querubín.»
—Claro que lo he oído —respondió D'Agosta—. Hablaba como si acabasen de entregarle los diez mandamientos o algo así.
—O algo así. Tiene usted razón: sus desvaríos presentaban la estructura y la cadencia del lenguaje escrito. También a mí me ha dado esa impresión. En ese punto me he dado cuenta de que estaba citando unos versos del viejo poema Jubilate Agno, de Christopher Smart.
—La primera vez que oigo ese nombre.
—Es una obra muy poco conocida de un escritor muy poco conocido —explicó Pendergast con una ligera sonrisa—. Sin embargo, causa un innegable impacto desde su extraña concepción; debería leerla. El autor, Smart l a escribió en un estado de semilocura mientras cumplía condena por no pagar sus deudas. Eso al margen, en un largo pasaje del poema, Smart describe a su gato, Jeoffry, al que consideraba una especie de crisálida en plena transformación física.
—Si usted lo dice. Pero ¿qué tiene eso que ver con nuestro ruidoso amigo de allá abajo?
—Obviamente el pobre hombre se identifica con el gato del poema —aclaró Pendergast.
—¿Con el gato? —preguntó D'Agosta, incrédulo.
—¿Por qué no? Kit Smart, el auténtico Kit Smart, se identificaba sin duda con su gato. Es una potente imagen de la metamorfosis. Seguramente ese pobre hombre fue en otro tiempo profesor o poeta frustrado, antes de emprender el lento descenso hacia la locura. Ha matado a un hombre, es cierto; pero sólo cuando se ha cruzado en su camino en mal momento. En cuanto a los otros asesinatos… —Pendergast descartó la idea con un gesto—. Hay muchos indicios de que ese hombre no es nuestro objetivo.
—Como las fotografías —dijo D'Agosta.
Todo buen interrogador sabía que ningún asesino era capaz de desviar la mirada de las fotografías de sus víctimas o los objetos presentes en el lugar del crimen. Y por lo que D'Agosta había visto, Jeffrey no se había fijado siquiera en ninguna de las fotografías.
—Exacto. —Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro, y los dos se encaminaron hacia el despacho de D'Agosta a través del barullo de la oficina—. O el hecho de que este asesinato, como Waxie lo describe, no presente ninguno de los elementos de los sanguinarios ataques padecidos por las otras víctimas. En todo caso, en cuanto he reconocido la identificación neurótica con el poema, ha sido fácil sacar su locura a la superficie. —Pendergast cerró la puerta del despacho y esperó a que D'Agosta se sentase para continuar—. Pero olvidemos este molesto incidente. ¿Ha habido suerte con las correlaciones de datos que pedí?
—Proceso de Datos las ha entregado esta misma mañana. —D'Agosta hojeó un grueso fajo de listados de impresora—. Veamos. El ochenta y cinco por ciento de las víctimas eran varones. Y el noventa y dos por ciento residían en Manhattan, incluida la población flotante.
—Me interesan básicamente los rasgos que todas las víctimas tenían en común.
—Comprendo. —D'Agosta permaneció en silencio por un momento—. Los apellidos de todos ellos empezaban por letras distintas de I, S, U, V, X y Z.
Pendergast contrajo los labios en lo que podía ser una fugaz sonrisa.
—Todos eran mayores de doce años y menores de cincuenta y seis —continuó D'Agosta—. Ninguna de las víctimas nació en noviembre.
—Siga.
—Creo que eso es todo. —D'Agosta pasó unas cuantas hojas más—. Ah, hay otra cosa. Pedimos que se contrastasen los datos con los rasgos genéricos asociados a los asesinos en serie. La única circunstancia común es que ninguno de los asesinatos se cometió con luna llena.
Pendergast se irguió en la silla.
—¿Ah, sí? Merece la pena recordarlo. ¿Algo más?
—No, eso es todo.
—Gracias. —Se hundió de nuevo en la silla—. Pero es muy poco. Información es lo que necesitamos, Vincent, datos concretos. Y por eso no puedo atrasarlo más.
D'Agosta lo miró desconcertado. Al cabo de un instante frunció el entrecejo.
—Va a bajar otra vez.
—En efecto. Si el capitán Waxie insiste en que ese hombre es el asesino, se suprimirán las patrullas de excepción en la zona. Se reducirán las precauciones, creándose una atmósfera que facilitará los asesinatos.
—¿Adónde piensa ir? —preguntó D'Agosta.
—A la Buhardilla del Diablo.
D'Agosta resopló.
—Vamos, Pendergast. No sabe siquiera si ese lugar existe, y mucho menos cómo llegar hasta allí. Sólo tiene la palabra de ese vagabundo.
—Creo que la palabra de Mephisto es digna de crédito —respondió Pendergast—. Y además tengo mucho más que su palabra. Hablé con un ingeniero, Al Diamond. Me explicó que la llamada Buhardilla del Diablo es en realidad una serie de túneles, construidos por las familias más ricas de Nueva York a finales del siglo pasado. Se proponían crear una línea privada de ferrocarril, pero abandonaron el intento pocos años después. Y he conseguido reconstruir aproximadamente el recorrido de esos túneles.
Pendergast cogió un rotulador del escritorio y se acercó al plano donde estaban señalados los asesinatos y desapariciones de personas. Apoyó la punta del rotulador en el cruce de Park Avenue y la calle Cuarenta y cinco; desde allí trazó una línea que llegaba hasta la Quinta Avenida, ascendía hasta Grand Army Plaza, cruzaba en diagonal el Central Park y seguía hacia el norte por Central Park West. Luego retrocedió y miró a D'Agosta con expresión de perplejidad.
D'Agosta observó el plano. Salvo por unos cuantos puntos en el parque, todos los alfileres blancos y rojos se concentraban a lo largo de la línea que había dibujado Pendergast.
—¡Joder! —exclamó D'Agosta en un susurro.
—Ciertamente —dijo Pendergast—. Diamond señaló también que los tramos al norte y sur del parque habían sido rellenados, así que mi destino está bajo el parque.
—Lo acompaño —propuso D'Agosta, sacando un cigarro de un cajón.
—Lo siento, Vincent. Ahora que el resto de la policía está a punto de bajar la guardia, su presencia aquí es vital. Y conviene que usted y Margo Green determinen la naturaleza exacta de las actividades de Kawakita. No conocemos aún cuál fue su participación en todo esto. Por otra parte, esta vez me moveré con el mayor sigilo. Será una incursión sumamente peligrosa. Si bajásemos los dos, se duplicaría el riesgo de ser descubiertos. —Puso el tapón al rotulador y lo ajustó con un golpe de dedo—. No obstante, si puede prescindir de la pericia de la sargento Hayward durante unas horas, no me vendría mal su ayuda en mis preparativos.
D'Agosta arrugó la frente y dejó el cigarro.
—Por Dios, Pendergast, el camino es largo. Pasará ahí la noche entera.
—La noche y mucho más, me temo. —El agente del FBI dejó el rotulador en el escritorio—. Si no ha tenido noticias mías dentro de setenta y dos horas… —Guardó silencio por un instante. De pronto sonrió y estrechó la mano a D'Agosta—. Sería absurdo organizar una partida de rescate.
—¿Y qué comerá?
Pendergast fingió sorpresa.
—¿Ha olvidado la exquisitez del conejo de vía au vin, asado con leña?
D'Agosta hizo una mueca de asco, y Pendergast le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—No tema, teniente. Iré bien aprovisionado: comida, planos… todo lo necesario.
—Es como el viaje al centro de la tierra —comentó D'Agosta, moviendo la cabeza, en un gesto de pesimismo.
—En efecto. Me siento como un explorador a punto de salir con rumbo a tierras desconocidas, pobladas por tribus desconocidas. Resulta extraño pensar que se encuentran justo debajo de nuestros pies. Cui ci sono dei mostri, amigo mío. Confío en poder eludir a i mostri. Nuestra común amiga Hayward me verá partir.
Pendergast permaneció inmóvil por un momento, al parecer absorto en sus pensamientos. Por fin, el último de los grandes exploradores se despidió de D'Agosta con un gesto y salió al pasillo, reflejándose la luz de los fluorescentes en la pelusilla de seda de su traje negro con un brillo apagado.
31
Pendergast subió rápidamente por los peldaños de la entrada de la Biblioteca Pública de Nueva York con una gran bolsa de lona y piel en la mano. Detrás de él, Hayward se detuvo a contemplar los descomunales leones de mármol que flanqueaban la escalinata.
—No tenga miedo, sargento —dijo Pendergast—. Ya han recibido su ración de comida del mediodía.
Pese al calor, Pendergast llevaba una larga gabardina abotonada de arriba abajo.
Dentro, el vestíbulo de mármol estaba oscuro y agradablemente fresco. Pendergast habló en voz baja con un vigilante, le mostró su identificación y le formuló unas cuantas preguntas. Luego, haciendo una seña a Hayward para que lo siguiese, se dirigió hacia una puerta situada bajo la monumental escalera doble.
—Sargento Hayward, usted conoce los subterráneos de Manhattan mejor que cualquiera de nosotros —dijo Pendergast cuando entraron en un pequeño ascensor revestido de piel—. Me ha dado ya inestimables consejos. ¿Tiene alguna última recomendación?
El ascensor comenzó a descender.
—Sí —contestó Hayward—. No vaya.
Pendergast sonrió.
—Lamentablemente eso no es una opción. Únicamente un reconocimiento directo demostrará si los túneles Astor son o no el origen de los asesinatos.
—Entonces déjeme que lo acompañe —propuso al instante Hayward.
Pendergast negó con la cabeza.
—Ojalá pudiese, sinceramente. Pero pretendo actuar con el mayor sigilo. Dos personas implicarían un nivel de ruido inaceptable.
El ascensor se detuvo en la planta más baja, la 3-B, y salieron a un pasillo oscuro.
—Entonces vaya con pies de plomo —sugirió Hayward—. La mayoría de los topos bajan a los subterráneos para eludir enfrentamientos, no para iniciarlos. Pero hay también muchos depredadores. Las drogas y el alcohol complican aún más las cosas. Recuerde que ven mejor, oyen mejor y conocen los túneles. Se mire por donde se mire, está usted en desventaja.
—Cierto —convino Pendergast—. Por esa misma razón haré todo lo posible para equilibrar la balanza.
Se detuvo frente a una vieja puerta, abrió con una llave y dejó pasar a Hayward. La sargento vio que era una sala con estanterías metálicas hasta el techo, abarrotadas de libros antiguos. Los pasillos entre las estanterías tenían apenas cincuenta centímetros de anchura. El olor a polvo y moho era insufrible.
—Por cierto, ¿qué hacemos aquí? —preguntó Hayward, siguiendo a Pendergast entre las estanterías.
—De todos los edificios que he examinado, éste era el que tenía los planos más claros y el mejor acceso a los túneles Astor —explicó Pendergast—. Me queda aún un largo descenso por delante, y me apartaré un poco de mi destino final; pero he considerado prudente reducir los riesgos al mínimo. —Se detuvo y echó un vistazo alrededor. Finalmente, señalando con el mentón uno de los estrechos pasillos, dijo—: Ah, debe de ser por aquí.
Abrió con llave otra puerta mucho más pequeña que la anterior y guió a Hayward escalera abajo hasta una reducida habitación con el suelo sin pavimentar.
—Justo debajo de nosotros hay un conducto de acceso —continuó Pendergast—. Se construyó en 1925 como parte de un sistema neumático para entregar libros a la biblioteca de Mid-Manhattan. El proyecto se suspendió durante la Depresión y ya no se reanudó. Así y todo, debería permitirme acceder a uno de los principales túneles de alimentación.
Pendergast dejó la bolsa e inspeccionó el suelo con una linterna. A continuación quitó el polvo de una vieja trampilla y la levantó con la ayuda de Hayward. Debajo apareció un angosto y oscuro conducto revestido de baldosas. Lo iluminó con la linterna para echar una ojeada y al cabo de un momento, al parecer satisfecho, se irguió y empezó a desabrocharse la larga gabardina.
Hayward, sorprendida, lo miró con los ojos entornados. Bajo la gabardina, el agente del FBI llevaba un uniforme de faena militar con un irregular estampado negro y gris. Las cremalleras y hebillas eran de plástico negro con acabado mate.
Pendergast sonrió.
—Un insólito uniforme de camuflaje, ¿no le parece? —dijo—. Fíjese en que tiene color gris en lugar del habitual caqui. Está diseñado para situaciones de oscuridad absoluta.
Se arrodilló junto a la bolsa y la abrió. Extrajo de un compartimiento un tubo de maquillaje negro de uso militar y comenzó a extendérselo por las manos y la cara. A continuación sacó una tira de fieltro enrollada. Mientras Pendergast la examinaba, Hayward advirtió que llevaba varios bolsillos cosidos en el borde interior.
—Un pequeño y completo equipo para improvisar un disfraz: maquinilla de afeitar, toallitas, espejo, goma de postizos —explicó Pendergast—. Esta vez pretendo evitar la detección. No deseo reunirme con nadie ni con nada. Pero me llevaré esto por si acaso.
Metió el tubo de maquillaje negro en uno de los bolsillos de la tira de fieltro, volvió a enrollarla y se la guardó bajo la camisa. Después extrajo de la bolsa una pistola de cañón corto cuyo acabado mate parecía más propio del plástico que del metal.
—¿Qué es eso? —preguntó Hayward con curiosidad.
Pendergast dio vueltas al arma entre sus manos.
—Es una pistola experimental de 9 milímetros creada por Anschluss GMBH. Dispara una bala mixta de cerámica y teflón con punta redondeada.
—¿Piensa ir de caza?
—Posiblemente ya ha oído hablar de mi encuentro con la Bestia del Museo —respondió Pendergast—. Aquella experiencia me enseñó que uno siempre debe ir preparado. Con esta pequeña pistola podría atravesar a un elefante de parte a parte.
—Un arma ofensiva —comentó Hayward—. En más de un sentido.
—Interpretaré eso como una señal de aprobación —dijo Pendergast—. Naturalmente, el aspecto defensivo será cuando menos tan importante como el ofensivo. Llevo mi propia armadura.
Se bajó los hombros del uniforme, revelando un chaleco antibalas. Metió de nuevo la mano en la bolsa y sacó un gorro elástico de goma que se ciñó a la cabeza. Luego extrajo un equipo portátil de depuración de agua y varios objetos más y se los distribuyó por los diversos bolsillos. Por último cogió del interior dos bolsas cuidadosamente precintadas que contenían tiras de algo negro parecido al cuero de zapato.
—Pemmican —anunció.
—¿Cómo?
—Solomillo cortado en tiras, curado y triturado después con bayas, fruta y frutos secos. Posee todas las vitaminas, minerales y proteínas que un hombre necesita. Y sorprendentemente no sabe mal. Lo usaban los indios americanos, y nadie ha inventado aún un alimento mejor para llevar en una expedición. Lewis y Clark se nutrieron de esto durante meses.
—Bueno, parece que va bien aprovisionado —dijo Hayward, moviendo la cabeza con admiración—. Siempre y cuando no se pierda.
Pendergast se bajó la cremallera del uniforme y le mostró el forro.
—Quizá ésta sea mi posesión más imprescindible: los mapas. Como los aviadores de la Segunda Guerra Mundial, los he reproducido en mi cazadora, por así decirlo. —Señaló con el mentón la intrincada red de conductos, túneles y niveles que había dibujado con trazo preciso en el forro de color crema.
Se subió la cremallera del uniforme de camuflaje y después, como si acabase de recordar algo, se metió la mano en un bolsillo y le entregó a Hayward un juego de llaves.
—Había pensado envolverlas con cinta adhesiva para evitar el tintineo, pero es mejor que se las quede usted. —De otro bolsillo extrajo su cartera e identificación del FBI, que tendió también a la sargento—. Hágame el favor de entregarle esto al teniente D'Agosta. Ahí abajo no voy a necesitarlo.
Se palpó el uniforme con las manos como para comprobar que no olvidaba nada. Después se volvió hacia la trampilla y entró con cuidado en el conducto.
—Le agradeceré que cuide de eso por mí —dijo Pendergast, señalando la bolsa.
—No se preocupe —respondió Hayward—. Envíeme una postal.
La trampilla se cerró sobre el conducto húmedo y oscuro, y Hayward corrió el pasador con un rápido giro de muñeca.
32
Margo permanecía atenta a la valoración, casi sin pestañear. Con cada nueva gota que veía temblar en el extremo de la bureta y caer en la solución, aguardaba expectante un cambio de color. La tranquila respiración de Frock a sus espaldas —ya que también él estaba pendiente del proceso— le recordaba que ella contenía el aliento inconscientemente.
De pronto la solución adoptó un vivo color amarillo. Margo cerró la llave de paso de la bureta y marcó el nivel en el tubo graduado.
Retrocedió un paso, consciente de que empezaba a invadirla una sensación desagradablemente familiar: una sensación de desasosiego, incluso de miedo. Quedándose inmóvil, recordó los dramáticos momentos vividos en otro laboratorio a cien metros de aquél, en el mismo pasillo, hacía un año y medio. También en aquella ocasión se hallaban ellos dos solos, pegados a la pantalla del ordenador, mientras el extrapolador genético —el programa desarrollado por Kawakita— listaba los atributos físicos de la criatura que más tarde sería conocida como Mbwun, la Bestia del Museo.
Recordaba que casi maldijo a Julian Whittlesey, el científico cuya expedición se había perdido en la selva amazónica. Whittlesey, que inadvertidamente había utilizado fibras de cierta planta acuática como material de embalaje en las cajas que había enviado al museo. Whittlesey no sabía —ninguno de ellos lo sabía— que la bestia Mbwun dependía de esa planta. Necesitaba las hormonas de la planta para sobrevivir. Y cuando su hábitat fue devastado, la bestia partió en busca de la única fuente de alimento que le quedaba: la fibras usadas como material de embalaje en las cajas. Irónicamente, las cajas se guardaron bajo llave en la zona protegida del museo, hecho que obligó a la criatura a encontrar el sucedáneo más parecido a las hormonas de la planta, el hipotálamo del cerebro humano.
Contemplando la solución de color amarillo, Margo se dio cuenta de que, además de miedo, sentía insatisfacción. En todo aquello había algo extraño, todavía sin explicar. Había experimentado esa misma sensación cuando se llevaron el cadáver de Mbwun tras la matanza ocurrida durante la inauguración de la exposición «Supersticiones». Se lo llevaron en una furgoneta blanca con matrícula del gobierno, y no volvieron a saber nada de él. Aunque siempre se había negado a admitirlo, desde el principio tuvo la impresión de que no habían llegado al fondo de la cuestión, de que no habían averiguado realmente qué era Mbwun. Inicialmente Margo confiaba en ver los resultados de la autopsia, un informe forense, algo que explicase, para empezar, cómo había sabido la bestia llegar al museo. O por qué la criatura presentaba una proporción tan alta de genes humanos. Algo, cualquier cosa, que permitiese zanjar el asunto, y quizá incluso poner fin a sus pesadillas.
De pronto Margo comprendía que la teoría de Frock —según la cual, Mbwun era una aberración evolutiva— nunca la había convencido por completo. Contra su voluntad, se obligó a pensar en los escasos momentos en que había tenido a la bestia ante sus propios ojos, corriendo por el pasillo oscuro hacia ella y Pendergast, con un brillo triunfal en la mirada salvaje. A ella le parecía más un híbrido que una aberración. Pero ¿un híbrido de qué?
Oyó que Frock cambiaba de posición en la silla de ruedas e interrumpió sus pensamientos.
—Probémoslo otra vez —dijo Frock—. Para asegurarnos.
—Yo ya estoy segura —contestó Margo.
—Querida, es usted demasiado joven para estar segura de algo —repuso Frock con una sonrisa—. Recuerde que todo resultado experimental debe poder reproducirse. No pretendo decepcionarla, pero me temo que al final habremos perdido un tiempo valioso que podríamos haber dedicado a examinar el cadáver de Bitterman.
Conteniendo su enojo, Margo preparó de nuevo las soluciones para la valoración. A ese paso, tardarían semanas en disponer de resultados sobre sus hallazgos en el laboratorio derruido de Kawakita. Frock era conocido por la minuciosidad y precisión de sus experimentos científicos, y como de costumbre no parecía darse cuenta de que en aquel caso el tiempo era vital. Pero naturalmente, como casi todos los grandes científicos, estaba abstraído, más interesado en sus propias teorías y su propio trabajo que en los ajenos. Margo recordó las conversaciones que mantenían cuando Frock supervisaba su tesis doctoral. Contaba una anécdota tras otra de sus viajes por África, Sudamérica y Australia en la época en que no estaba aún encadenado a una silla de ruedas, dedicando más tiempo a sus relatos que a la investigación de Margo.
Llevaban horas concentrados en las valoraciones y los programas de regresión lineal, intentando llegar a alguna conclusión sobre las plantas que Margo había encontrado entre los escombros del almacén. Margo observó la solución, masajeándose la parte baja de la espalda. D'Agosta tenía la convicción de que las fibras contenían alguna clase de droga psicoactiva. Pero hasta el momento no habían descubierto nada que sustentase esa hipótesis. Si se hubiese conservado parte de las fibras originales, pensó Margo, ahora podríamos realizar un estudio comparativo. Pero el Centro para el Control de Enfermedades había exigido que se destruyesen todos los restos de fibras originales. Habían insistido incluso en que incinerase su bolso, que había utilizado una vez para transportar algunas de las fibras.
Ése era otro enigma. Si se habían destruido todas las fibras, ¿cómo habían llegado algunas de ellas a poder de Greg Kawakita? ¿Cómo había logrado cultivar la planta? Y sobre todo: ¿Con qué fin la había cultivado?
Y estaba asimismo el misterio del frasco con el rótulo 7—DIHIDROCOL… ACTIVADO . Obviamente faltaban las letras ESTEROL ; lo había consultado, riéndose de su propia estupidez al descubrirlo. No era de extrañar que el nombre le hubiese resultado familiar de inmediato; se trataba de la forma más común de vitamina D3. En cuanto cayó en la cuenta, comprendió que el equipo de química orgánica del laboratorio de Kawakita había sido un sistema improvisado para sintetizar vitamina D. Pero ¿para qué?
La solución se volvió amarilla, y Margo marcó el nivel; como preveía, era exactamente el mismo. Frock, desplazando de un sitio a otro parte del equipo en el otro extremo del laboratorio, no prestó atención. Margo vaciló por un instante, preguntándose qué hacer a continuación. Finalmente se acercó al estereomicroscopio y separó otra pequeña fibra de la muestra, que disminuía rápidamente.
Frock se aproximó mientras Margo manipulaba el portaobjetos.
—Son las siete, Margo —dijo con delicadeza—. Disculpe, pero creo que ha trabajado demasiado. ¿Me permite aconsejarle que lo deje ya por hoy?
—Casi he terminado, doctor Frock —respondió Margo con una sonrisa—. Me gustaría comprobar una última cosa, y después daré por concluida la jornada.
—Ah. ¿Y de qué se trata?
—He pensado en someter una muestra a un análisis por congelación y fractura y obtener una imagen de diez ángstroms mediante el microscopio electrónico de exploración.
Frock arrugó la frente.
—¿Con qué finalidad?
Margo miró la muestra, un diminuto punto en el portaobjetos.
—No estoy muy segura. Cuando estudiamos esta planta por primera vez, sabíamos que era portadora de un retrovirus. Un virus cuyo código genético se correspondía con el de las proteínas humanas y animales. Quería comprobar si ese virus es el origen de la droga.
Frock dejó escapar un murmullo grave que finalmente se convirtió en risa.
—Margo, definitivamente creo que ha llegado el momento de tomarse un descanso —dijo—. Eso son especulaciones absurdas.
—Quizá —repuso Margo—. Pero yo prefiero llamarlo corazonada.
Frock la miró por un momento y luego suspiró.
—Como guste. Pero yo personalmente necesito descansar. Mañana iré al Morristown Memorial para someterme al interminable chequeo que por lo visto hay que padecer periódicamente cuando uno se jubila. Nos veremos el miércoles.
Margo se despidió y lo observó mientras salía del laboratorio. Empezaba a darse cuenta de que al famoso científico le molestaba que lo contradijesen. Cuando Margo era una simple estudiante de posgrado, tímida y dócil, Frock parecía la gentileza en persona y siempre se mostraba encantador con ella. Pero ahora que Frock era un miembro emérito del museo y ella conservadora por derecho propio, con opiniones propias, a veces se le notaba poco complacido con su segura actitud.
Trasladó la minúscula muestra a una laminilla cóncava y la llevó hasta el equipo de congelación y fractura. Dentro del aparato, encapsulada en un pequeño bloque de plástico, sería congelada a una temperatura casi de cero absoluto y cortada en dos. Luego el microscopio electrónico de exploración ofrecería una imagen de alta resolución de la superficie fracturada. Por supuesto, Frock tenía razón. En circunstancias normales, un procedimiento como aquél no aportaría nada a su investigación. Margo lo había llamado corazonada, pero en realidad era un último recurso cuando no quedaba ya nada por probar.
No tardó en encenderse una luz verde en el dispositivo criogénico. Manipulando el bloque con un brazo electrónico, Margo desplazó la muestra congelada al portaobjetos de corte. La cuchilla de diamante descendió con suavidad, se produjo un leve chasquido, y el bloque quedó separado en dos partes. Colocando una de las dos mitades en el microscopio electrónico de exploración, ajustó con cuidado el portaobjetos, los controles y el haz de electrones. Al cabo de unos minutos, apareció en la pantalla contigua una nítida imagen en blanco y negro.
Observándola, Margo notó que se le helaba la sangre en las venas.
Como era previsible, se distinguían diminutas partículas hexagonales, el retrovirus que el programa de extrapolación de Kawakita había detectado en las fibras originales de la planta dieciocho meses atrás. Pero allí aparecían en una concentración altísima: los orgánulos estaban literalmente saturados. Alrededor de las partículas se veían vacuolas de considerable tamaño llenas de alguna clase de secreción cristalizada, que sólo podía proceder del retrovirus.
Margo respiró lentamente. Aquel alto grado de concentración y la secreción cristalizada podía significar sólo una cosa: la planta, la Liliceae mbwunensis, era sólo una portadora. El virus producía la droga. Y no habían podido encontrar rastros de la droga porque se hallaba encapsulada en las vacuolas.
La solución, pues, era sencilla: aislar el retrovirus, introducirlo en un medio de cultivo y ver qué droga producía.
«Kawakita debió de pensar lo mismo», se dijo Margo.
Quizá Kawakita no había intentado manipular genéticamente la planta, sino el virus. En ese caso…
Margo se sentó, devanándose los sesos. Parecía que por fin las cosas comenzaban a encajar: la anterior investigación y la actual; la materia viral y la planta huésped; Mbwun; las fibras. Pero seguía sin explicarse por qué Kawakita había abandonado el museo para ocuparse de aquello. Tampoco entendía cómo podía haberse desplazado Mbwun desde la selva amazónica hasta allí en busca de las plantas que la expedición de Whittlesey había…
Whittlesey .
Llevándose una mano a la boca, se puso en pie. El taburete cayó ruidosamente al suelo de linóleo.
De pronto todo resultaba perfecta y aterradoramente claro.
33
En aquella ocasión, cuando Smithback salió del ascensor del número 9 de Central Park South y entró en el recibidor del apartamento, notó de inmediato que las ventanas del amplio salón estaban abiertas de par en par. El sol penetraba a raudales, envolviendo en una luz dorada los sofás y las mesas de palisandro y convirtiendo lo que antes parecía una funeraria en un espacio cálido y luminoso.
Anette Wisher se hallaba en el balcón, sentada a una mesa con la superficie de cristal, y llevaba un sombrero de paja y unas gafas de sol. Se volvió hacia él, sonrió y le indicó que tomase asiento. Smithback se acomodó en una de las sillas y contempló admirado la vasta alfombra verde del Central Park, desplegándose en dirección norte hacia la calle Ciento diez.
—Sírvele un té al señor Smithback —ordenó la señora Wisher a la criada que lo había acompañado hasta allí.
—Llámeme Bill, por favor —dijo Smithback, estrechando la mano que la señora Wisher le tendió.
Incluso bajo la luz implacable del verano, advirtió Smithback, la piel de la señora Wisher parecía inmune a los estragos del tiempo. Blanca y tersa, poseía una elasticidad juvenil, sin el menor indicio de la flacidez propia de la edad.
—Agradezco la paciencia que ha demostrado —dijo la señora Wisher al retirar la mano—. Creo que coincidiremos en que está a punto de verse recompensada. Hemos decidido ya el plan de acción, y como le prometí, usted será el primero en saberlo. Naturalmente, debe mantenerlo en secreto.
Smithback aceptó el té y aspiró el aroma exquisito y delicado del jazmín. Sentado en aquel magnífico apartamento, con todo Manhattan a sus pies, tomando té con la mujer que todos los periodistas de la ciudad deseaban entrevistar, sentía un agradable bienestar. Incluso compensaba la humillación de ver cómo le pisaba la primicia el hijo de puta petulante de Bryce Harriman.
—Dado el éxito de la concentración de Grand Army Plaza, hemos decidido poner en marcha una nueva etapa de la campaña Recuperemos Nuestra Ciudad —explicó la señora Wisher.
Smithback asintió con la cabeza.
—El plan es muy sencillo, de hecho —continuó la señora Wisher—. Todas nuestras futuras acciones tendrán lugar sin previo aviso, y cada una de ellas a mayor escala. Y siempre que se cometa un nuevo asesinato, nos manifestaremos ante la jefatura de policía para exigir el final de tales atrocidades. —Se llevó la mano a la cara y se apartó un mechón de cabello suelto—. Pero confío en que no tendremos que esperar demasiado para ver verdaderos cambios.
—Y eso ¿por qué? —preguntó Smithback con curiosidad.
—Mañana por la tarde a las seis nuestros seguidores se congregarán frente a la catedral de San Patricio. Y créame, el grupo que vio en Grand Army Plaza le parecerá insignificante en comparación. Nos proponemos demostrar a esta ciudad que hablamos en serio. Subiremos por la Quinta Avenida, doblaremos en Central Park South y seguiremos por Central Park West, deteniéndonos a encender velas en todos los lugares donde se han producido asesinatos. Por último, a medianoche, nos concentraremos en el Great Lawn del Central Park para rezar una oración. —Movió la cabeza en un gesto de negación—. Me temo que las autoridades municipales no han comprendido aún el mensaje. Pero cuando vean el centro de Manhattan colapsado por la presencia de un gran número de electores, todos exigiendo que se tomen medidas, sin duda lo comprenderán, se lo aseguro.
—¿Y el alcalde? —preguntó Smithback.
—Es posible que el alcalde vuelva a aparecer. Los políticos de su calaña se sienten atraídos irresistiblemente por las multitudes. Cuando venga, pienso advertirle que ésta es su última oportunidad. Si vuelve a decepcionarnos, estamos dispuestos a pedir nuevas elecciones para apartarlo del cargo. Y cuando acabemos con él, no encontrará trabajo ni en la perrera de Akron, Ohio. —Una fría sonrisa se dibujó en sus labios—. Espero que, en su momento, reproduzca usted textualmente mis palabras.
Smithback no pudo evitar sonreír. Aquello era absolutamente perfecto.