34
Estaba casi terminada.
Entró en la húmeda oscuridad del Templo y recorrió con las yemas de los dedos las frías esferas de que se componían las paredes, acariciando las superficies orgánicas, las cavidades y prominencias. Aquél era el lugar que le correspondía, tan parecido a como antes había sido y, sin embargo, tan distinto. Se volvió y se sentó en el trono que le habían construido, notando la curtida superficie del asiento y la elasticidad de los miembros atados, oyendo el ligero chirrido del tendón y el hueso, sus sentidos tan despiertos como nunca antes. La obra quedaría pronto culminada. Como él había llegado ya a su culminación.
Habían trabajado con ahínco para él, su jefe, su amo. Lo amaban y lo temían, como debía ser, y a partir de ese momento lo venerarían. Cerró los ojos y aspiró el aire denso y fragante que se arremolinaba en torno a él como la bruma. En otro tiempo, antes de adquirir el don de la agudeza sensorial, le habría repugnado el hedor del Templo. Ese don se lo debía a la planta; ese don, y otras muchas cosas. Ahora todo era distinto. Aquel olor era para él como un vasto paisaje, siempre cambiante, teñido de todos los colores imaginables, nítido y luminoso en un sitio, lóbrego y misterioso en otro. Aquel olor contenía montes, desfiladeros y desiertos, mares y cielos, ríos y praderas, un panorámico abanico de fragancias indescriptible mediante el lenguaje humano. En comparación, el mundo percibido con la vista resultaba monótono, desagradable, estéril.
Saboreó su triunfo. Donde el otro había fracasado, él había salido airoso. Donde el otro había sucumbido al miedo y la incertidumbre, él había hecho acopio de fuerza y valor. El otro había sido incapaz de descubrir el defecto de la fórmula. Él no sólo había encontrado el defecto, sino que además había dado el siguiente paso y perfeccionado la extraordinaria planta y su secreto contenido. El otro había subestimado la viva necesidad de ritual y ceremonia de sus criaturas. Él no. Sólo él comprendía el sentido último.
Aquélla era la verdadera manifestación del trabajo de toda su vida, y lo atormentaba pensar que no se había dado cuenta antes. Era él, y no el otro, quien poseía la fuerza, la inteligencia y la voluntad para llevarlo a cabo. Sólo él podía depurar el mundo y guiarlo hacia su futuro.
¡El mundo! Mientras mascullaba la palabra, percibía la presión de ese mundo patético sobre él, sobre el santuario de su Templo. Ahora lo veía todo tan claro… Era un mundo superpoblado, plagado de enjambres de humanos que, como insectos, bullían sin objetivo, sin sentido y sin utilidad, agitándose en sus insignificantes y míseras vidas como los frenéticos pistones de una absurda máquina. Siempre estaban sobre él, vertiendo su basura, apareándose, reproduciéndose, muriendo, atados como esclavos a la noria de la existencia humana. Qué fácil, y qué inevitable, sería arrasarlo todo, todo, como quien abre un hormiguero de un puntapié y aplasta las larvas blanquecinas y blandas. Después vendría el Nuevo Mundo, limpio, diverso y lleno de sueños.
35
—¿Dónde están los demás? —preguntó Margo cuando D'Agosta entró en el laboratorio del Departamento de Antropología.
—No vienen —contestó D'Agosta y, tirándose de las patas del pantalón, se sentó en una de las sillas que rodeaban la pequeña mesa de reuniones situada en el centro del laboratorio—. Tenían otro asunto pendiente. —Viendo la expresión de Margo, sacudió la cabeza en un gesto de enojo y dijo—: ¡Bah, qué más da! Para serle sincero, esto no les interesa. Waxie, el tipo que vino cuando Brambell presentó su informe, está ahora al frente del caso. Y cree que ya tiene a su hombre.
—¿Que ya tiene a su hombre? ¿Qué quiere decir?
—Un chiflado que han encontrado en el Central Park. Es un asesino, sí, pero no el que buscamos. O al menos eso piensa Pendergast.
—¿Y dónde está Pendergast?
—En viaje de negocios. —D'Agosta sonrió, como si la respuesta fuese un chiste que sólo él entendía—. Y bien, ¿qué ha averiguado?
—Empezaré por el principio. —Margo respiró hondo—. De esto hace diez años, ¿de acuerdo? Se organiza una expedición a la cuenca del Amazonas. La dirige un científico del museo, Julian Whittlesey. Surgen graves discrepancias, y el equipo se separa. Por diversas razones, nadie regresa con vida. Pero llegan al museo varias cajas de reliquias. Una de ellas contiene una siniestra estatuilla, embalada con un material fibroso.
D'Agosta asintió con la cabeza. Hasta el momento todo era historia pasada.
—Nadie sabe, no obstante, que la estatuilla es la representación de una criatura autóctona y salvaje, ni que el material de embalaje lo forman fibras de una planta vital en la alimentación de esa criatura. Poco después el hábitat de la criatura es devastado a causa de una prospección minera llevada a cabo por el gobierno local. De manera que el monstruo, Mbwun, sigue el rastro a las únicas fibras que quedan, desde la cuenca del Amazonas hasta Belem y desde allí hasta Nueva York. Sobrevive en el sótano del museo, comiendo animales y consumiendo las fibras de esa planta, de la que por lo visto depende.
D'Agosta volvió a asentir.
—Pues bien, no me lo creo —añadió Margo—. Me lo creía, pero ya no me lo creo.
D'Agosta enarcó las cejas.
—¿Qué es exactamente lo que no se cree?
—Piénselo, teniente. ¿Cómo podría venir un animal salvaje, por inteligente que fuese, desde la cuenca del Amazonas hasta Nueva York detrás de unas cuantas cajas llenas de fibras? Esto está muy lejos de su hábitat.
—No está diciéndome nada que no supiésemos ya cuando acabamos con la bestia —repuso D'Agosta—. Entonces no había más interpretación que ésa, y yo ahora desde luego no veo ninguna otra. Mbwun estuvo aquí. ¡Por Dios, si hasta noté su aliento! Si no vino del Amazonas, ¿de dónde vino?
—Buena pregunta —dijo Margo—. ¿Y si Mbwun era originariamente de Nueva York y no hizo más que volver a casa?
Se produjo un breve silencio.
—¿Volver a casa? —preguntó D'Agosta, desconcertado.
—Sí. ¿Y si Mbwun no era un animal sino un ser humano? ¿Y si era Whittlesey?
Esta vez el silencio se prolongó mucho más tiempo. D'Agosta observó a Margo. Por más que estuviese en excelente forma, debía de hallarse al borde del agotamiento después de tantos días trabajando sin descanso. Y luego el asesinato de Brambell, y para colmo descubrir que uno de los cadáveres que había estado examinando pertenecía a un antiguo compañero de trabajo, un compañero además cuya llamada telefónica no había contestado, con el consiguiente sentimiento de culpabilidad. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan egoísta, de meterla en un asunto como aquél, sabiendo lo mucho que la habían afectado los anteriores asesinatos del museo?
—Escuche, doctora Green, creo que le conviene… —empezó a decir.
—Lo sé, lo sé; parece un disparate —lo interrumpió Margo, alzando la mano—. Pero no lo es, se lo garantizo. En este mismo momento mi ayudante realiza en el laboratorio varias pruebas más para verificar mis descubrimientos, así que déjeme acabar. Mbwun tenía un porcentaje asombrosamente alto de ADN humano. Secuenciamos una uña, ¿recuerda? Y no olvide que la criatura mató a todos cuantos se le cruzaron en el camino menos a una persona, Ian Cuthbert. ¿Por qué? Cuthbert era amigo íntimo de Whittlesey. Por otra parte, el cadáver de Whittlesey nunca apareció.
D'Agosta apretó los dientes. Aquello era una locura. Echó la silla hacia atrás y empezó a levantarse.
—Déjeme acabar —insistió Margo con serenidad.
D'Agosta la miró y vio algo en sus ojos que lo indujo a sentarse de nuevo.
—Teniente —prosiguió Margo—, soy consciente de que todo esto parece absurdo. Cometimos un grave error. Yo soy tan culpable como el que más. La otra vez dejamos el enigma sin resolver. Pero alguien sí encontró la respuesta: Greg Kawakita. —Colocó sobre la mesa una ampliación de veinte por veinticinco centímetros de una imagen microscópica—. Esta planta contiene un retrovirus.
—Eso ya lo sabíamos —recordó D'Agosta.
—Pero pasamos por alto el hecho de que este retrovirus posee una facultad única: introduce ADN extraño en la célula huésped. Y produce una droga. Esta tarde he sometido las fibras a unas cuantas pruebas más y he descubierto un par de detalles interesantes. Portan material genético, ADN de reptil, que se inserta en el huésped humano al ingerirse la planta. Y ese ADN a su vez origina una transformación física. Whittlesey, no sé cómo ni por qué, debió de ingerir la planta durante la expedición, y experimentó un cambio morfológico. Se convirtió en Mbwun. Cuando el cambio se operó por completo, sintió la necesidad de consumir regularmente una dosis de la droga presente en la planta. Y cuando el suministro autóctono desapareció, Whittlesey supo que podía encontrar más en el museo. Lo supo porque él había enviado las plantas como material de embalaje en las cajas. Así que regresó a donde se hallaban las cajas. Sólo cuando se vio privado de su provisión de fibras empezó a matar a seres humanos, porque el hipotálamo del cerebro humano contiene una hormona similar a…
—Un momento. ¿Está diciéndome que uno, al comer esa planta, se convierte en una especie de monstruo? —preguntó D'Agosta con incredulidad.
Margo movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Y ahora ya sé qué tenía que ver Greg con todo esto. Él encontró la clave del misterio y decidió perderse de vista para llevar a cabo algún plan. —Desenrolló un gran diagrama sobre la mesa de reuniones—. Aquí tiene un plano de su laboratorio, o al menos de lo que he podido reconstruir. Esa lista que ve en la esquina incluye todo el equipo que identifiqué. En total, incluso a precios de mayorista, debió de costar más de ochocientos mil dólares.
A D'Agosta se le escapó un silbido.
—Dinero de la droga.
—Exacto, teniente —confirmó Margo—. Un laboratorio de esta envergadura sólo podía tener una finalidad: producir algo mediante ingeniería genética a nivel industrial. Y subrayo la palabra «industrial».
—A finales del año pasado corrieron rumores de que había aparecido en las calles una nueva droga —comentó D'Agosta—. Se llamaba «esmalte». Muy poco común, muy cara, y con un efecto asombroso. Pero últimamente apenas he oído hablar de ella.
—En la ingeniería genética hay tres fases —explicó Margo, poniendo un dedo en el diagrama—. Primero debe determinarse el mapa del ADN de un organismo. Para eso servían los aparatos colocados contra la pared norte. Combinados, constituían un sistema secuencia de gran potencia. Este primero controla la reacción en cadena de la polimerasa, que duplica el ADN para poderlo secuenciar. Este otro secuencia el ADN. Luego viene esta otra máquina, que era un NAD-1 de Cambridge Systems. Abajo tenemos una. Se trata de un superordenador en extremo especializado que usa CPUs de arseniuro de galio y procesado vectorial para analizar los resultados secuenciales. Junto a la pared sur se encontraban los restos fundidos de varios acuarios. Kawakita cultivaba la planta de Mbwun en grandes cantidades para suministrar materia prima a todo este proceso. Y aquí hay un equipo de producción viral Ap-Gel para incubar y cultivar los virus.
La sala quedó sumida en un silencio sepulcral. D'Agosta se enjugó la frente y se palpó el bolsillo en busca de la tranquilizadora forma de su cigarro. A su pesar, empezaba a creer a Margo.
—Kawakita utilizaba este equipo para excluir algunos de los genes del virus. —Margo dispuso varias ampliaciones más sobre la mesa—. Esto son micrografías obtenidas a través del microscopio electrónico de exploración. Revelan que excluía los genes de reptil. ¿Por qué? Porque pretendía anular los efectos físicos de la droga.
—¿Qué opina Frock de todo esto? —preguntó D'Agosta, y al instante le pareció advertir un fugaz sonrojo en el rostro de Margo.
—Aún no he tenido ocasión de informarle. Pero sé que se lo tomará con escepticismo. Sigue aferrado a su teoría de la evolución fractal. Por disparatado que esto suene, teniente, existen muchas sustancias en la naturaleza, por ejemplo las hormonas, que causan transformaciones sorprendentes como ésta. Hay una hormona llamada BSTH que convierte a un gusano en una mariposa. Otra es la resotropina-x. Cuando un renacuajo recibe una dosis, se transforma en rana en cuestión de días. Eso mismo está ocurriendo aquí, no me cabe la menor duda. Sólo que ahora hablamos de cambios en un ser humano. —Guardó silencio por un instante—. Hay algo más.
—¿No le parece ya bastante? —repuso D'Agosta.
Margo extrajo de su bolso pequeños fragmentos de papel quemado, protegidos entre láminas de plástico transparente.
—Entre las cenizas del laboratorio encontré un cuaderno, al parecer el diario de trabajo de Kawakita. Éstas eran las únicas partes con texto legible. —Sacó más fotografías—. He pedido ampliaciones de los fragmentos. El primero pertenece a una de las hojas de la mitad del cuaderno. Es una lista.
D'Agosta observó la fotografía. Distinguió unas cuantas palabras en el margen izquierdo del papel chamuscado: «wysoccan, pie azul amante del estiércol». Más abajo, casi a pie de página, se leía: «nube verde, pólvora, corazón de loto».
—¿Usted entiende el sentido? —preguntó D'Agosta, anotando las palabras en su bloc.
—Sólo el de «pólvora» —contestó Margo—. Aunque tengo la sensación de que debería reconocer algo más. —Le entregó otra fotografía—. Ese otro parece una serie de segmentos del código de su programa de extrapolación. Y luego hay uno más largo.
D'Agosta cogió el fragmento que Margo le tendía.
… no puedo vivir sabiendo lo que he… ¿Cómo pude, mientras estaba concentrado en… pasar por alto los efectos psíquicos que… pero noto al otro cada día más impaciente. Necesito tiempo para…
—Da la impresión de que estuviese tomando conciencia de algo —comentó D'Agosta, devolviéndole la fotografía—. Pero ¿qué hizo exactamente?
—A eso iba —contestó Margo—. Como ve, hace referencia a los efectos psíquicos del esmalte como algo que no había tenido en cuenta. ¿Y se ha fijado en la alusión a «otro»? Esa parte todavía no la entiendo. —Cogió otra ampliación—. Luego está esto. Creo que pertenece a la última página del diario. Observe que, aparte de muchos números y cálculos, aparecen sólo cuatro palabras legibles, separadas por un punto: «… irreversible. El thyoxin podría…».
D'Agosta la miró con expresión interrogativa.
—Lo he consultado. El thyoxin es un herbicida experimental, muy potente, para eliminar las algas de los lagos. Si Greg cultivaba esta planta, ¿para qué quería el thyoxin? ¿O la vitamina D, que por lo visto también sintetizaba? Quedan aún muchos detalles que no consigo explicarme.
—Se lo mencionaré a Pendergast, por si le sugiere algo. —D'Agosta contempló las fotografías por un momento y luego las dejó a un lado—. Sigo sin verlo claro, doctora Green. ¿ Qué perseguía exactamente Kawakita con todos esos aparatos?
—Probablemente intentaba dominar la droga aislando los genes reptilianos en el virus de la planta de Mbwun.
—¿Dominar?
—Creo que pretendía crear una droga que no provocase cambios físicos grotescos. Conseguir que su consumo proporcionase un estado más alerta, más fuerza, más velocidad, mejor visión en la oscuridad. Es decir, las facultades hipersensoriales que poseía Mbwun, pero sin los efectos secundarios. —Margo enrolló el diagrama—. Tendré que analizar unas muestras de tejido del cadáver de Kawakita para asegurarme; pero creo que encontraremos rastros de la droga de Mbwun, sustancialmente modificada. Y casi con toda certeza descubriremos que la droga ejerce un efecto narcótico de algún tipo.
—¿Cree que Kawakita la tomaba?
—Estoy convencida. Pero debió de equivocarse en algo. Posiblemente no la refinó o purificó bien. Y las deformaciones que vimos en su esqueleto fueron el resultado.
D'Agosta volvió a enjugarse la frente. Necesitaba el cigarro con urgencia.
—Permítame sólo un minuto más —dijo—. Kawakita no era tonto. No habría tomado una droga peligrosa sin más ni más, sólo por ver qué ocurría. Eso es inconcebible.
—Tiene razón, teniente. Y quizá a eso se deba la culpabilidad. ¿Comprende? Kawakita no habría tomado la droga directamente; la habría probado antes con otros.
—¡Oh, no! —masculló D'Agosta. Tras un largo silencio, añadió—: ¡Joder, no!
36
Bill Trumbull rebosaba optimismo. La bolsa había subido dieciséis puntos aquel día, casi cien en lo que iba de semana, y la tendencia alcista aún no había tocado techo. A sus veinticinco años, se embolsaba ya cien mil dólares anuales. Sus ex compañeros del Babson College iban a reconcomerse de envidia cuando se lo contase en la reunión de la semana siguiente. Casi todos ellos habían acabado en empleos administrativos de poca monta, y con suerte sacaban a lo sumo cincuenta mil.
Trumbull y sus amigos, charlando y riendo, pasaron por los molinetes de la estación de metro de Fulton Street. Eran ya más de las doce de la noche, y volvían del Seaport, donde habían disfrutado de una buena cena, acompañada de abundante cerveza, y hablado interminablemente de lo ricos que llegarían a ser. Ahora estaban alborotados, mofándose del cretino que acababa de incorporarse al programa de capacitación y que no duraría ni un mes.
Trumbull notó una ráfaga de aire viciado y oyó el rumor distante y familiar del tren a la vez que aparecían en el túnel los dos pequeños faros. Llegaría a casa en media hora. Sintió un momentáneo enojo al pensar en lo lejos que vivía de allí —en la calle Noventa y ocho esquina con la Tercera Avenida— y lo mucho que tardaba en llegar a casa desde Wall Street. Quizá era ya hora de mudarse, buscar un loft en la parte baja de Manhattan o un agradable apartamento de dos habitaciones entre las calles Sesenta y Setenta. Aunque vivir en el Soho no estaba mal, vivir en el East Side estaba mucho mejor. Un piso alto con balcón, cama grande, moqueta de color crema, muebles de cristal y metal cromado.
—…y ella dice: Cariño, ¿podrías prestarme setenta dólares?
Todos prorrumpieron en obscenas carcajadas al oír el final del chiste, y Trumbull rió también instintivamente.
El rumor se convirtió en un ruido ensordecedor cuando el tren entró en la estación. En broma, un miembro del grupo empujó a Trumbull ligeramente hacia el borde del andén, y él retrocedió de un salto ante el tren que se acercaba. Se detuvo con un estruendoso chirrido de frenos, y todos subieron a uno de los vagones.
Trumbull fue a trompicones hasta un asiento cuando el tren salía de la estación y miró alrededor con expresión de fastidio. El aire acondicionado no funcionaba y todas las ventanillas estaban abiertas, dejando entrar el olor a humedad de los túneles y el ruido atronador del tren. Hacía un calor agobiante. Se aflojó la corbata. Empezaba a sentirse mareado y notaba en las sienes un dolor ligero pero persistente. Consultó su reloj; sólo faltaban seis horas para volver a la oficina. Exhaló un suspiro y se recostó en el asiento. El tren avanzaba rápidamente con tal traqueteo que era imposible hablar. Trumbull cerró los ojos.
En la calle Catorce, bajó parte del grupo para hacer transbordo en dirección a la Penn Station, despidiéndose de él con apretones de manos y golpes de puño en el hombro. En Grand Central se apearon varios más, y quedaron sólo Trumbull y Jim Kolb, un vendedor de bonos que trabajaba en la planta de abajo. Trumbull no sentía especial simpatía por Kolb. Volvió a cerrar los ojos y dejó escapar un suspiro de cansancio cuando el tren descendió a mayor profundidad para seguir por la vía rápida.
Trumbull advirtió vagamente que el tren se detenía en la estación de la calle Cincuenta y nueve, se abrían las puertas, se volvían a cerrar, y el tren se adentraba de nuevo en la oscuridad, cobrando velocidad para recorrer el tramo de casi treinta manzanas hasta la calle Ochenta y seis. Una parada más, pensó, soñoliento.
De pronto el tren dio un bandazo, redujo la marcha y paró con un chirrido. Pasó un largo momento. Trumbull se sacudió la modorra y se irguió en el asiento con creciente irritación, escuchando los crujidos del vagón inmóvil.
—Hay que joderse —exclamó Kolb—. Hay que joderse con la línea cuatro de Lexington Avenue. —Miró alrededor en busca de alguna reacción a su comentario, pero los otros dos pasajeros, adormilados, no prestaban atención. Luego dio un codazo a Trumbull, que sonrió débilmente a la vez que pensaba que Kolb era un perdedor nato.
Trumbull echó una ojeada al vagón. Vio a una camarera preciosa y a un muchacho negro con un grueso abrigo y un gorro de punto pese a los cuarenta grados a que ascendía la temperatura dentro del tren. Aunque el chico parecía dormido, Trumbull lo observó con cautela. Probablemente vuelve a casa después de una ardua noche de atracos, pensó. Se metió la mano en el bolsillo y tocó su navaja. A él nadie iba a robarle la cartera, por más que en ese momento la llevase vacía.
De repente los altavoces crepitaron y una voz ronca anunció: «Atención, señores pasajeros. Nos hemos detenido a causa de un problema con las señales. En breve reanudaremos la marcha.»
—Sí, ya, cuéntame otra mejor —protestó Kolb, indignado.
—¿Eh? —masculló Trumbull.
—Siempre dicen lo mismo. Un problema con las señales. En breve volveremos a movernos. ¡Qué optimistas!
Trumbull cruzó los brazos y cerró de nuevo los ojos. El dolor de cabeza empeoraba y el calor era como un manto sofocante.
—Y pensar que cobran un dólar cincuenta por montar en esta sauna —dijo Kolb—. Será mejor que la próxima vez volvamos en taxi.
Trumbull asintió con indiferencia y miró el reloj: la una menos cuarto.
—No me extraña que la gente entre sin pagar —continuó Kolb.
Trumbull asintió de nuevo, preguntándose cómo hacer callar a Kolb. Oyó un ruido fuera del vagón y echó un vistazo por la ventanilla. Una forma vaga se acercaba por la vía contigua en la húmeda oscuridad. Algún técnico del metro, sin duda. Quizá aprovechan estas horas para alguna reparación en las vías, pensó Trumbull despreocupadamente viendo aproximarse la figura. Sus esperanzas crecieron por un momento, pero enseguida se desvanecieron. «Y si el tren se ha averiado; mierda, podríamos quedarnos aquí abajo encerrados hasta…»
La figura pasó silenciosamente junto a su ventanilla. Iba vestida de blanco. Trumbull se enderezó de inmediato. No era un operario sino una mujer, una mujer con un vestido largo que corría tambaleándose por las vías. Trumbull la vio alejarse. Justo en el instante en que desaparecía en la oscuridad, Trumbull advirtió una mancha en su espalda que brilló al reflejarse en ella las luces del tren parado.
—¿Has visto eso? —preguntó a Kolb.
Kolb alzó la vista.
—Si he visto ¿qué?
—Ha pasado una mujer corriendo por las vías.
—¿Has bebido una copa de más, Billy? —dijo Kolb, sonriendo.
Trumbull se puso en pie y asomó la cabeza por la ventanilla, escrutando la oscuridad en la dirección en que iba la figura. Nada. Al volverse de nuevo hacia el interior del vagón, se dio cuenta de que nadie había notado nada.
¿Qué ocurría allí? ¿Era un atraco? Se asomó otra vez, pero la mujer no estaba; el túnel había quedado vacío y en silencio.
—Esto no va a ser ni mucho menos «breve» —se quejó Kolb, golpeando con la yema de un dedo su Rolex tornasolado.
Trumbull tenía la cabeza a punto de estallar. Desde luego había bebido suficiente para ver visiones. Ya era la tercera vez esa semana que se emborrachaba. Quizá debería salir menos por las noches. Seguramente había visto a un operario con algo cargado al hombro. O a una operaria. Al fin y al cabo, últimamente había también mujeres en aquella clase de trabajos. Lanzó un vistazo al vagón de delante a través de las puertas de la zona de enganche, pero dentro todo estaba en orden; el único pasajero permanecía inmóvil con mirada ausente. Si había ocurrido algo, avisarían por los altavoces.
Se sentó, cerró los ojos y se concentró en mitigar el dolor de cabeza. Por lo general, no le disgustaba viajar en metro. Era rápido, y el ruido del tren y los destellos de las luces lo mantenían distraído. Pero en ocasiones como aquélla, viéndose allí inmovilizado en la asfixiante oscuridad, le era difícil no pensar en la profundidad a la que se hallaba el túnel o los casi dos kilómetros de negrura que se extendían entre él y la siguiente parada.
Al principio creyó que era el sonido de un tren lejano, frenando en una estación. Pero luego, al aguzar el oído, se dio cuenta de que era un grito prolongado y distante, extrañamente distorsionado por el eco.
—¿Qué demonios…? —dijo Kolb, echándose hacia adelante en el asiento.
El joven negro abrió al instante los ojos, y la camarera adoptó una actitud alerta.
Siguió un silencio eléctrico mientras escuchaban expectantes. No se oyó nada más.
—Dios santo, Bill, ¿has oído eso? —preguntó Kolb.
Trumbull no contestó. Se había producido un robo, quizá un asesinato. O aún peor, tal vez una banda avanzaba hacia el tren detenido. Ésa era la más horrenda pesadilla de cualquier usuario del metro.
—Nunca explican nada —protestó Kolb, dirigiendo una mirada nerviosa al altavoz— Alguien debería salir a echar un vistazo.
—Sal si quieres —repuso Trumbull.
—Un grito de hombre —continuó Kolb—. Ha gritado un hombre, te lo juro.
Trumbull volvió a mirar por la ventanilla. Esta vez distinguió otra figura que se aproximaba por la vía más alejada; caminaba con una extraña oscilación, casi una cojera.
—Viene alguien —anunció.
—Pregúntale qué pasa.
Trumbull se asomó.
—¡Eh! ¡Eh, oiga! —Vio que la figura se detenía—. ¿Qué ocurre? ¿Hay algún herido?
La figura siguió avanzando. Trumbull la observó mientras se dirigía a la parte delantera del vagón anterior, subía a la zona de enganche y desaparecía. El solitario pasajero continuaba allí, ahora leyendo un libro. Todo volvía a estar en silencio.
—¿Qué ves? —gimoteó Kolb.
Trumbull se sentó.
—Nada —respondió—. Quizá un trabajador del metro llamaba a un compañero.
—Espero que esto se ponga en marcha cuanto antes —comentó la camarera con voz tensa.
El muchacho del abrigo permanecía inmóvil en su asiento, con las manos en los bolsillos. Estoy seguro de que lleva una pistola, pensó Trumbull, sin saber si la idea lo inquietaba o lo tranquilizaba.
Se apagaron las luces del vagón anterior.
—¡Mierda! —exclamó Kolb.
Un violento golpe sonó en el vagón a oscuras, y todo el tren se estremeció como si algo pesado se hubiese estrellado contra él. A continuación se oyó un extraño silbido. A Trumbull se le antojó semejante al sonido de un globo mojado al perder el aire.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la camarera.
—Yo me largo de aquí —dijo Kolb—. ¿Crees que voy a quedarme esperando a que una banda reviente esa puerta y venga a por nosotros?
Trumbull descartó la idea con un gesto. Lo que había que hacer era quedarse allí y mantener la calma. Si uno se levantaba y llamaba la atención, sólo conseguía convertirse en la víctima elegida.
Llegó otro ruido del vagón a oscuras, como el sonido de la lluvia al azotar una superficie de metal.
Con cautela, Trumbull se inclinó y miró hacia el otro vagón. Vio que algo salpicaba el cristal de la puerta desde dentro, algo parecido a la pintura. Una pintura espesa y oscura que resbalaba por el cristal.
—¿Qué es eso? —gritó Kolb.
Unos gamberros estaban destrozando el tren, rodándolo de pintura. Al menos parecía pintura, pintura roja. Quizá era el momento de largarse de allí, y aun antes de expresar su decisión, estaba ya de pie y corría hacia la puerta trasera del vagón.
—¡Billy! —gritó Kolb, pisándole los talones.
A sus espaldas, Trumbull oyó un golpe contra la puerta delantera, pisadas de varios pies y el repentino grito de la camarera. Sin detenerse ni volver la cabeza para mirar, agarró el tirador, lo hizo girar y abrió la puerta corredera. Saltó a la zona de enganche y abrió la puerta del vagón de cola, seguido de cerca por Kolb, que salmodiaba:
—¡Joder, joder, joder!
Antes de que las luces de todo el tren se apagaran, Trumbull tuvo tiempo de ver que el vagón de cola estaba vacío. Desesperado, miró alrededor. No había más iluminación que la que procedía de las débiles y espaciadas luces del túnel y del lejano resplandor amarillo de la estación de la calle Cincuenta y nueve.
Se detuvo y se volvió hacia Kolb.
—Tenemos que forzar la puerta de atrás.
En ese mismo instante un disparo resonó en el vagón del que acababan de salir. Cuando se desvaneció el eco de la detonación, a Trumbull le pareció oír que los sollozos de la camarera se interrumpían súbitamente.
—¡Le han cortado el cuello al chico! —gimió Kolb, mirando por encima del hombro.
—¡Cállate! —susurró Trumbull. Oyera lo que oyese, no pensaba volverse a mirar. Corrió hasta la puerta trasera y agarró las pestañas de goma para intentar abrirla—. ¡Ayúdame!
Kolb, con lágrimas en las mejillas, tiró de una de las pestañas.
—¡Más fuerte, por Dios!
Finalmente la puerta cedió con un silbido, y un sofocante olor a tierra inundó el vagón. Trumbull no había tenido aún tiempo de moverse cuando notó que Kolb lo apartaba de un empujón y se lanzaba a las vías a través de la estrecha abertura. Se tensó para saltar, pero de pronto se quedó paralizado. Varias figuras surgían de la oscuridad del túnel, avanzando hacia Kolb. Trumbull abrió la boca y volvió a cerrarla, tambaleándose ligeramente, sin dar crédito a lo que veía. Las figuras se movían de una manera extraña, aterradoramente ajena. Vio cómo rodeaban a Kolb. Una de las figuras lo agarró del pelo; otra le inmovilizó los brazos. Kolb forcejeaba mudamente en una absurda pantomima. Una tercera figura salió de las sombras, se acercó a Kolb y, con un delicado movimiento, le pasó una mano por la garganta. De inmediato la sangre manó a borbotones en dirección al tren.
Trumbull retrocedió horrorizado, cayó al suelo y se apresuró a ponerse de rodillas, momentáneamente desorientado. En su desesperación, volvió la vista atrás, hacia el vagón del que habían escapado. En la oscuridad, vio a la camarera tendida boca abajo, y junto a ella dos figuras en cuclillas, al parecer muy ocupadas con su cabeza.
Trumbull sintió que una desolación indescriptible le perforaba el estómago. Se volvió, saltó a las vías por la puerta de emergencia y echó a correr hacia la tenue y lejana luz de la estación, dejando atrás a las figuras inclinadas sobre Kolb. Notó una violenta arcada y se vomitó en las piernas la cena y la cerveza. Oyó tras él unos pasos rápidos y sonoros. Un sollozo escapó de sus labios.
De pronto dos figuras encapuchadas aparecieron en las vías ante él, recortándose contra la lejana luz de la estación. Trumbull paró en seco al ver que avanzaban hacia él a extraordinaria velocidad. Detrás, las pisadas de sus perseguidores se acercaban. Un extraño aletargamiento le impidió mover los miembros, y notó que ya apenas podía pensar racionalmente. En cuestión de segundos lo atraparían, como a Kolb.
En ese momento el breve destello de una señal luminosa alumbró el rostro de uno de sus atacantes.
Una sola idea, clara e inequívoca, cobró forma en medio del aturdimiento de aquella noche convertida en pesadilla. Rápidamente, observó las vías, localizó las líneas amarillas de advertencia y el raíl limpio y brillante. Metió el pie bajo la cubierta de seguridad, y al instante el mundo se fundió en un maravilloso resplandor.
37
D'Agosta pensó en el Yankee Stadium: la blanca esfera de cuero surcando el cielo azul de julio, el olor de la hierba recién arrancada al deslizarse el corredor hacia la base, el jugador exterior lanzándose contra la valla con el guante en alto. Era su peculiar forma de meditación transcendental, una manera de aislarse del mundo y recomponer sus ideas. Una técnica especialmente útil cuando todo se había ido al garete.
Mantuvo los ojos cerrados un momento más, intentando olvidar los timbres de los teléfonos, los portazos, el alboroto de las secretarias. En algún lugar, sabía, Waxie corría de un lado a otro como un pavo en celo. Afortunadamente no estaba lo bastante cerca para oír sus graznidos. Pero eso no le servía de consuelo.
Lanzando un suspiro, D'Agosta se obligó a pensar de nuevo en la extraña imagen de Alberta Muñoz, la única superviviente de la matanza del metro.
D'Agosta había llegado al lugar de los hechos cuando la sacaban en camilla por una salida de emergencia de la calle Sesenta y seis, con las manos cruzadas sobre el regazo, expresión plácida y ausente, cuerpo regordete y maternal, la tez tersa y morena en marcado contraste con las sábanas que la envolvían. Sólo Dios sabía cómo había logrado esconderse; por el momento, la señora Muñoz no había pronunciado una sola palabra. El tren se había convertido en un depósito de cadáveres provisional: siete pasajeros y dos empleados del metro muertos; cinco de ellos con los cráneos aplastados y las gargantas cercenadas hasta el hueso, tres decapitados, uno electrocutado por el tercer raíl. D'Agosta casi olía ya a los abogados.
La señora Muñoz había sido trasladada de inmediato al St. Luke, donde se hallaba en aislamiento psiquiátrico. Waxie había vociferado, golpeado mesas y proferido amenazas, pero el médico de guardia se había mostrado inflexible: nada de preguntas hasta por lo menos las seis de la mañana.
Tres cabezas desaparecidas. Habían encontrado enseguida los rastros de sangre, pero el equipo de hemoluminiscencia lo estaba pasando mal en el laberinto de húmedos túneles. D'Agosta reconstruyó mentalmente la escena una vez más. Alguien había cortado el cable de una señal poco más allá de la estación de la calle Cincuenta y nueve, provocando de inmediato la detención de todos los trenes expresos del East Side entre las calles Catorce y Ciento veinticinco. Un tren había quedado atrapado en el largo tramo anterior a la estación de la calle Ochenta y seis. Allí lo esperaban, emboscados.
La operación exigía inteligencia y planificación, y quizá conocimiento interno de la red de metro. Por el momento no se habían hallado huellas claras, pero D'Agosta calculaba que los asaltantes habían sido por lo menos seis. No menos de seis ni más de diez. Un ataque bien planeado y bien coordinado.
Pero ¿por qué?
Los técnicos habían determinado que probablemente el hombre electrocutado había pisado el tercer raíl adrede. D'Agosta se preguntó qué podía haber visto un hombre para actuar de ese modo. Fuera lo que fuese, quizá Alberta Muñoz también lo hubiese visto. Tenía que hablar con ella antes de que Waxie lo echase todo a perder.
—¡D'Agosta! —bramó una voz familiar, como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Qué coño haces? ¿Dormir?
Abrió lentamente los ojos y observó el rostro rojo y tembloroso.
—Perdona que te despierte en el mejor sueño —continuó Waxie—, pero tenemos entre manos una pequeña crisis…
D'Agosta se irguió en su butaca. Recorrió el despacho con la mirada, localizó su chaqueta en el respaldo de una silla, la cogió y empezó a ponérsela
—¿Me oyes, D'Agosta? —dijo Waxie a voz en grito.
D'Agosta apartó al capitán y salió al pasillo. Hayward estaba junto a la mesa de seguimiento, leyendo un fax que acababa de llegar. Cuando alzó la vista, D'Agosta le hizo una seña para que se dirigiese hacia el ascensor.
—¿Adónde demonios vas? —preguntó Waxie, saliendo detrás de ellos—. ¿Estás sordo o qué? He dicho que tenemos una crisis…
—Es tu crisis —lo interrumpió D'Agosta—. Resuélvela tú. Yo tengo cosas que hacer.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor, D'Agosta se llevó un cigarro a la boca y miró a Hayward.
—¿Al St. Luke? —preguntó la sargento.
D'Agosta asintió con la cabeza.
Al cabo de un momento las puertas se abrieron en el amplio vestíbulo embaldosado. D'Agosta salió pero se detuvo al instante. Al otro lado de las puertas de cristal, una muchedumbre alzaba los puños al aire. Se había triplicado desde que D'Agosta había llegado, a las dos de la madrugada. Aquella mujer de la alta sociedad, la señora Wisher, estaba de pie sobre el capó de un coche de policía y hablaba acaloradamente a través de un megáfono. Los medios de comunicación habían acudido en tropel. D'Agosta veía los destellos de los flashes y los dispositivos de las unidades móviles de la televisión.
Hayward le apoyó una mano en el antebrazo.
—¿Está seguro de que no quiere bajar al sótano y coger un coche patrulla del parque móvil?
D'Agosta se volvió hacia ella.
—Buena idea —dijo, y entró de nuevo en el ascensor.
El médico de guardia los tuvo esperando en las sillas de plástico de la cafetería durante cuarenta y cinco minutos. Era joven y adusto, y a juzgar por su aspecto estaba exhausto.
—Ya le he dicho a ese capitán que ha venido antes que nada de preguntas hasta las seis —advirtió con voz débil y airada.
D'Agosta se puso en pie y estrechó la mano al médico.
—Soy el teniente D'Agosta, y ésta es la sargento Hayward. Encantado de conocerlo, doctor Wasserman.
El médico dejó escapar un gruñido y retiró la mano.
—Doctor, en primer lugar quiero asegurarle que no deseamos hacer nada que pueda perjudicar a la señora Muñoz.
El médico asintió con la cabeza.
—Y eso sólo usted puede juzgarlo —añadió D'Agosta.
El médico guardó silencio.
—Por otra parte, me consta que un tal capitán Waxie ha estado aquí y ha causado problemas. Quizá incluso lo ha amenazado.
De pronto Wasserman estalló.
—En todos los años que llevo trabajando en el servicio de urgencias de este hospital, nadie me había tratado nunca como ese hijo de puta.
Hayward se rió y dijo:
—Bienvenido al club.
El médico le lanzó una mirada de sorpresa y luego se relajó un poco.
—Doctor, en esa matanza han intervenido por lo menos seis hombres, quizá diez —prosiguió D'Agosta—. Sospecho que son los mismos que mataron a Pamela Wisher, Nicholas Bitterman y muchos otros. Creo también que deben de estar rondando por los túneles del metro en este mismo momento. Es posible que la señora Muñoz sea la única persona viva capaz de identificarlos. Si de verdad considera que mis preguntas pueden afectar negativamente a la señora Muñoz, lo aceptaré. Sólo espero que tenga usted en cuenta que otras vidas pueden correr peligro.
El médico lo miró fijamente durante un largo momento. Finalmente esbozó una leve sonrisa.
—Muy bien, teniente. Accedo con tres condiciones: yo estaré presente; debe hacer sus preguntas con la mayor delicadeza, e interrumpirá el interrogatorio en cuanto yo diga.
D'Agosta asintió.
—Me temo que va a ser una pérdida de tiempo —agregó el médico—. Se encuentra en estado de shock y presenta los primeros síntomas de estrés postraumático.
—Entendido, doctor.
—Bien. Por lo que hemos averiguado, la señora Muñoz es de un pueblo pequeño del centro de México. Trabaja como niñera para una familia del Upper East Side. Sabemos que habla inglés. Aparte de eso, apenas nada más.
La señora Muñoz yacía en la cama del hospital exactamente en la misma posición que en la camilla en que la habían sacado del lugar de los hechos: las manos cruzadas y la mirada perdida. La habitación olía a jabón de glicerina y alcohol desnaturalizado. Hayward se apostó ante la puerta por si Waxie aparecía antes de tiempo. D'Agosta y el médico se sentaron a ambos lados de la cama y permanecieron inmóviles por un momento. Finalmente, sin hablar, Wasserman cogió la mano a su paciente.
D'Agosta sacó la cartera, extrajo una fotografía de uno de los compartimientos, y la sostuvo frente al rostro de la mujer.
—Ésta es mi hija, Isabella —dijo D'Agosta—. Tiene dos años. Preciosa, ¿verdad?
Mantuvo la foto en alto pacientemente hasta que la mujer dirigió hacia ella la mirada. El médico frunció el entrecejo.
—¿Usted tiene hijos? —preguntó D'Agosta, guardándose la foto.
La señora Muñoz lo miró en silencio.
—Señora Muñoz —continuó D'Agosta—. Sé que está en este país ilegalmente.
La mujer desvió la vista de inmediato. El médico lanzó una mirada de advertencia a D'Agosta.
—También sé que mucha gente le ha hecho promesas que no ha cumplido. Pero yo voy a hacerle una promesa que sí cumpliré; se lo juro sobre la foto de mi hija. Si me ayuda, me ocuparé personalmente de que le concedan el permiso de residencia.
La mujer no respondió. D'Agosta sacó otra foto y la sostuvo ante ella.
—¿Señora Muñoz?
Durante un largo momento la mujer no se movió. Por fin su mirada se posó en la fotografía. D'Agosta se sintió algo más relajado.
—Ésta es Pamela Wisher a la edad de dos años.
La señora Muñoz cogió la fotografía.
—Un ángel —susurró.
—La mataron los mismos que han atacado el tren en que usted viajaba. —D'Agosta hablaba con delicadeza pero apresuradamente—. Por favor, señora Muñoz, ayúdeme a encontrar a esos asesinos brutales. No quiero que maten a nadie más.
Una lágrima cayó por la mejilla de la señora Muñoz. Sus labios temblaron.
—Ojos… —dijo la mujer en español.
—¿Cómo dice? —preguntó D'Agosta.
—Ojos… —tradujo la señora Muñoz. Por unos instantes sus labios se movieron sin articular palabra. Por fin, añadió—: Vinieron sin hacer ruido… ojos de lagarto, ojos de diablo. —Sollozó.
D'Agosta abrió la boca dispuesto a hablar, pero la mirada de Wasserman lo disuadió.
—Ojos… caras de diablo… —continuó la señora Muñoz. En español, añadió—: Cuchillos de pedernal…
—¿Cómo?
—Viejos, caras de viejo…
Se tapó el rostro con las manos y rompió a llorar.
Wasserman se puso en pie.
—Ya basta—ordenó a D'Agosta, gesticulando—. Fuera.
—Pero ¿qué ha…?
—Salga inmediatamente —apremió el médico.
En el pasillo, D'Agosta sacó el bloc y se apresuró a anotar las palabras en español lo mejor que pudo.
—¿Qué es eso? —preguntó Hayward, mirando con curiosidad por encima del brazo de D'Agosta.
—Unas palabras en español.
Hayward arrugó la frente.
—Eso no se parece en nada al español que yo conozco.
D'Agosta le lanzó una mirada severa.
—¿No irá a decirme que además habla español?
Hayward enarcó una ceja.
—En las operaciones de desalojo, no siempre puede una entenderse en inglés con los mendigos. ¿Y a qué viene ahora ese tono?
D'Agosta le colocó el bloc en la palma de la mano.
—Limítese a descubrir qué dice aquí.
Hayward examinó con atención el breve texto, moviendo simultáneamente los labios. Al cabo de un momento se acercó al cubículo de la enfermera y descolgó un teléfono.
Wasserman salió de la habitación y cerró con cuidado la puerta.
—Teniente —dijo a continuación—, ha sido un método… en fin, poco ortodoxo por no decir otra cosa. Pero puede que acabe siendo beneficioso para ella. Gracias.
—No me lo agradezca —contestó D'Agosta—. Me basta con que consiga que se recupere. Aún tengo que hacerle muchas preguntas.
Hayward colgó el teléfono y se dirigió hacia ellos.
—Esto es lo que Jorge y yo hemos podido deducir —anunció, devolviéndole el bloc.
D'Agosta leyó la anotación y frunció el entrecejo.
—¿Cuchillos de pedernal?
—Ni siquiera estamos seguros de que haya dicho eso —respondió Hayward, encogiéndose de hombros—. Pero es lo que más se aproxima a lo que usted ha anotado.
—Gracias —dijo D'Agosta. Se guardó el bloc en el bolsillo y se encaminó rápidamente hacia la salida. Al cabo de un momento se detuvo como si acabase de recordar algo—. Doctor, probablemente el capitán Waxie vendrá por aquí dentro de una hora.
El rostro de Wasserman se ensombreció.
—Pero supongo que la señora Muñoz está demasiado agotada para recibir visitas. ¿No es así? Si el capitán le causa algún problema, dígale que hable conmigo.
Una amplia sonrisa se dibujó por primera vez en los labios de Wasserman.
38
Cuando Margo llegó al laboratorio del Departamento de Antropología a las diez de la mañana, era obvio que la reunión había empezado hacía ya un rato. La mesa situada en el centro estaba cubierta de vasos de café, servilletas, envoltorios de comida y cruasanes a medio comer. Margo advirtió sorprendida que, además de Frock, Waxie y D'Agosta, había asistido Horlocker, el jefe de policía. Los vistosos entorchados del cuello de su casaca y su gorra parecían fuera de lugar en medio del equipo de laboratorio. La hostilidad se palpaba en el aire como una tupida cortina.
—¿Esperas que creamos que los asesinos viven en esos túneles Astor? —decía Waxie a D'Agosta. Al oírla entrar, se volvió con expresión ceñuda y gruñó—: Me alegro de que haya podido venir.
Frock alzó la vista y, con cara de alivio, echó hacia atrás su silla de ruedas para dejarle hueco junto a la pequeña mesa de reuniones.
—¡Margo! —exclamó—. Por fin. Quizá usted puede aclarar las cosas. El teniente D'Agosta ha hecho ciertas afirmaciones un tanto insólitas acerca de sus descubrimientos en el laboratorio de Greg. Según él, ha realizado usted unas… esto… investigaciones adicionales en mi ausencia. Si no la conociese tan bien como la conozco, querida, pensaría que…
—¡Discúlpeme! —lo interrumpió D'Agosta en voz alta. En el repentino silencio, miró uno por uno a Horlocker, Waxie y Frock. Con un tono más sosegado, añadió—: Me gustaría que la doctora Green expusiese de nuevo sus conclusiones.
Margo tomó asiento, sorprendida al ver que Horlocker permanecía en silencio. Había ocurrido algo, y aunque Margo no sabía de qué se trataba, sin duda guardaba relación con la matanza del metro de la noche anterior. Pensó en disculparse por el retraso, aduciendo que se había quedado en el laboratorio hasta las tres de la madrugada, pero decidió no hacerlo. Posiblemente Jen, su ayudante, seguía trabajando y no se había acostado siquiera.
—Un momento —intervino Waxie—. Decía que…
Horlocker se volvió hacia él y dijo:
—Cállese, Waxie. Doctora Green, creo que será mejor que nos explique qué ha estado investigando exactamente y qué ha descubierto.
Margo respiró hondo.
—No sé qué les ha contado ya el teniente D'Agosta —empezó—, así que seré breve. Estarán ya al corriente de que el esqueleto deformado que encontramos pertenece a Gregory Kawakita, en otro tiempo conservador de este museo. Durante el doctorado, él y yo estuvimos aquí como ayudantes. Cuando dejó el museo, Greg organizó por lo visto una serie de laboratorios clandestinos, hallándose el último en los apartaderos del West Side. Al examinar los escombros de ese último laboratorio, encontré pruebas de que, antes de morir, Greg se dedicó a producir una versión de Liliceae mbwunensis manipulada genéticamente.
—¿Y ésa es la planta que la Bestia del Museo necesitaba para vivir? —preguntó Horlocker.
Margo intentó detectar un tono de sarcasmo en su voz, pero no lo había.
—Sí —contestó—. Pero ahora sé que esa planta no era sólo una fuente de alimentación para la bestia. Si estoy en lo cierto, la planta contiene un retrovirus que provoca cambios morfológicos en la criatura que la ingiere.
—¿Cómo dice? —preguntó Waxie.
—Provoca grandes alteraciones físicas. Whittlesey, el jefe de la expedición que envió las plantas al museo, debió de ingerirla, quizá inadvertidamente, quizá contra su voluntad. Nunca conoceremos los detalles. Sin embargo, está claro que la Bestia del Museo era, de hecho, Julian Whittlesey.
Frock tomó aire ruidosamente. Los demás permanecieron en silencio.
—Sé que es difícil de creer —continuó Margo—. Desde luego no coincide con las conclusiones a que llegamos cuando se consiguió eliminar a la bestia. Entonces pensamos que la criatura era simplemente una aberración evolutiva que necesitaba la planta para vivir. Supusimos que, al verse privada de su hábitat natural, siguió el rastro de las únicas plantas que quedaban hasta el museo. Habían sido utilizadas como material de embalaje en las cajas de reliquias enviadas a Nueva York. Después la bestia, al no poder acceder a las plantas, empezó a alimentarse del sucedáneo más aproximado a su disposición: el hipotálamo humano, que contiene muchas de las hormonas presentes en esa planta.
»Pero ahora pienso que estábamos equivocados. La bestia era Whittlesey, tras haber sufrido grandes deformaciones. Creo también que Kawakita descubrió la verdad. Debió de encontrar algún espécimen de la planta y lo modificó genéticamente. Sospecho que consideraba posible eliminar los efectos negativos de la planta.
—Hábleles de la droga —instó D'Agosta.
—Kawakita producía la planta en grandes cantidades —explicó Margo—. Aunque no estoy segura, creo que de ella se deriva una rara droga de diseño. ¿Cómo la llamó usted? ¿«Esmalte»? Probablemente, además de su carga viral, posee propiedades narcóticas o alucinógenas. Kawakita debía de venderla a un escogido grupo de consumidores, posiblemente con vistas a reunir dinero para costear su investigación. Pero a la vez probaba así la eficacia de su descubrimiento. Obviamente, en algún punto también él ingirió la planta. Eso explica las anómalas malformaciones de su esqueleto.
—Pero si esa droga, planta o lo que sea tiene efectos secundarios tan catastróficos, ¿por qué la tomó Kawakita? —preguntó Horlocker.
—No lo sé —respondió Margo, arrugando la frente—. Debió de seguir perfeccionando la cepa del virus. Supongo que pensó que había suprimido los elementos negativos de la droga. Y seguramente vio algún aspecto beneficioso. He iniciado una serie de experimentos con las plantas que encontré en su laboratorio. Hemos suministrado las fibras a diversos animales, incluidos unos ratones blancos y distintos protozoos. Mi ayudante, Jennifer Lake, está en estos momentos observando los resultados.
—¿Por qué no se me informó…? —empezó a decir Waxie.
D'Agosta se puso en pie de inmediato y se volvió hacia él.
—Cuando te molestes en revisar tu bandeja de entrada y escuchar tus mensajes, descubrirás que has sido informado de todo paso por paso.
—Ya basta —terció Horlocker, alzando una mano—. Teniente, todos sabemos que se han cometido errores. Dejaremos las recriminaciones para más tarde.
D'Agosta se sentó de nuevo. Margo nunca lo había visto tan furioso. Casi daba la impresión de que culpase a todos los presentes —él inclusive— de la tragedia del metro.
—En este momento tenemos entre manos una situación en extremo delicada —prosiguió Horlocker—. El alcalde me acosa a todas horas, exigiendo que se tomen medidas. Y ahora, tras la matanza, el gobernador se ha sumado a las quejas. —Se enjugó la frente con un pañuelo húmedo—. Muy bien. Según la doctora Green, nos encontramos ante un grupo de drogadictos, cuyo proveedor era ese científico, Kawakita. Sólo que ahora Kawakita está muerto. Quizá se les haya acabado el suministro, o quizá han enloquecido. Viven bajo tierra, en esos túneles Astor que D'Agosta ha descrito, abandonados hace mucho tiempo a causa de una inundación. Y necesitan la droga desesperadamente. Cuando carecen de ella, se ven obligados a comer cerebros humanos. Exactamente como Mbwun. De ahí los recientes asesinatos. —Miró alrededor—. ¿Qué pruebas tenemos?
—Las plantas de Mbwun encontradas en el laboratorio de Kawakita —respondió Margo.
—La mayor parte de las muertes se han producido sobre los túneles Astor o en las inmediaciones —añadió D'Agosta—. Eso lo demostró Pendergast.
—Simples hipótesis —dijo Waxie con desdén.
—¿Y el testimonio de docenas de mendigos que afirman que la Buhardilla del Diablo ha sido colonizada? —preguntó Margo.
—¿Vamos a fiarnos de una pandilla de vagabundos y drogadictos ? —repuso Waxie.
—¿Por qué iban a mentir? —dijo Margo—. ¿Y quién está en mejor posición que ellos para conocer la verdad?
—¡Muy bien! —Horlocker levantó la mano—. Ante tales pruebas, no nos queda más remedio que aceptarlo. No tenemos ninguna otra pista. Y las autoridades de esta ciudad quieren que actuemos inmediatamente. No mañana ni pasado mañana, sino ahora mismo.
Frock se aclaró la garganta. Era el primer sonido que emitía desde hacía rato.
—¿Profesor? —dijo Horlocker.
Frock se acercó lentamente a la mesa.
—Perdonen mi escepticismo, pero todo esto me parece un poco descabellado —declaró—. Tengo la impresión de que se han extrapolado los hechos. Dado que no he intervenido en las últimas pruebas, no puedo hablar con pleno conocimiento, naturalmente. —Dirigió a Margo una mirada de ligero reproche—. Pero, por lo general, la explicación más simple es la correcta.
—¿Y cuál es esa explicación si puede saberse? —lo interrumpió D'Agosta.
—¿Perdone? —dijo Frock fríamente, volviéndose hacia D'Agosta.
—Cállese, teniente —ordenó Horlocker.
—Es posible que Kawakita llevase a cabo alguna investigación con la planta de Mbwun —prosiguió Frock—. Y no tengo motivos para dudar de Margo cuando afirma que nuestras suposiciones de hace dieciocho meses fueron algo precipitadas. Pero ¿dónde están las pruebas de la existencia de una droga, o de su distribución? —Frock extendió las manos.
—Por Dios, Frock, lo visitaba una procesión de gente en su laboratorio de Long Island…
Frock volvió a mirar con frialdad a D'Agosta.
—Seguramente también usted recibe visitas en su apartamento de Queens —replicó con manifiesta irritación—, y no por eso es traficante de drogas. Por censurables que fuesen desde el punto de vista profesional, las actividades de Kawakita no guardan relación con lo que, a mi juicio, es obra de una banda de jóvenes con instintos homicidas. Kawakita fue víctima de ellos, como todos los demás. No consigo ver la conexión.
—¿Cómo explica, pues, las malformaciones de Kawakita?
—De acuerdo, producía esa droga y quizá la tomaba. En deferencia a Margo, iré aún más lejos y admitiré, por supuesto sin prueba alguna, que quizá esa droga cause ciertos cambios físicos en quien la consume. Pero eso no demuestra en absoluto que la distribuyese, ni que sus… clientes sean responsables de los asesinatos. Y en cuanto a la idea de que Mbwun fuese Julian Whittlesey… en fin. Se opone frontalmente a la teoría de la evolución.
A su teoría de la evolución, pensó Margo.
Horlocker, en un gesto de cansancio, se pasó la mano por la frente y apartó los papeles y restos del desayuno que cubrían un plano extendido sobre la mesa.
—Tomamos nota de sus objeciones, doctor Frock —dijo—. Pero no importa quiénes son esos individuos. Sabemos a qué se dedican y tenemos una idea bastante aproximada de dónde viven. Ahora sólo nos queda actuar.
D'Agosta movió la cabeza en un gesto de negación.
—Creo que es demasiado pronto. Sé que cada minuto cuenta, pero aún hay muchos detalles que desconocemos. Yo estuve la otra vez en el Museo de Historia Natural, ¿recuerda? Vi a Mbwun. Si esos drogadictos poseen aunque sea sólo una mínima parte de las facultades de aquella criatura… —Se encogió de hombros—. Ya vio las fotografías del esqueleto de Kawakita. En mi opinión, no debemos actuar hasta que sepamos con qué nos enfrentamos. Pendergast bajó a los túneles en misión de reconocimiento hace cuarenta y ocho horas. Será mejor esperar a que vuelva.
Frock pareció sorprendido, y Horlocker resopló.
—¿Pendergast? —dijo Horlocker—. Ese hombre no me inspira confianza, y nunca me han gustado sus métodos. No tiene competencias en este asunto. Y francamente, si ha bajado ahí solo, es su problema. Probablemente ya ha pasado a la historia. Disponemos de armamento suficiente para tomar las medidas que sean necesarias.
Waxie asintió enérgicamente.
D'Agosta no parecía muy convencido.
—A lo sumo, propongo algún tipo de esfuerzo de contención hasta que tengamos noticias de Pendergast. Sólo le pido veinticuatro horas, señor.
—Esfuerzo de contención —repitió Horlocker con tono sarcástico, mirando alrededor—. Ni hablar, D'Agosta. ¿Es que no lo ha oído? El alcalde exige que actuemos. No quiere contención. Se nos ha acabado el tiempo. —Se volvió hacia su ayudante—. Póngame con el despacho del alcalde. Y localice a Jack Masters.
—Personalmente comparto la opinión de D'Agosta —afirmó Frock—. No debemos precipitarnos…
—La decisión está tomada, Frock —espetó Horlocker, y concentró su atención en el plano.
Frock se sonrojó. Retrocedió en su silla de ruedas y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a dar una vuelta por el museo —comentó, sin hablar a nadie en particular—. Veo que mi presencia aquí está de más.
Margo hizo ademán de levantarse, pero D'Agosta la sujetó del brazo. Entristecida, vio cerrarse la puerta. Frock había sido un visionario, la persona que más había influido en su elección de carrera; sin embargo, ya sólo sentía lástima por el gran científico que tan estancado estaba en sus teorías. Habría sido mucho menos doloroso, pensó, si le hubiesen dejado disfrutar su retiro en paz.
39
Pendergast se hallaba sobre una pequeña pasarela de metal, contemplando la masa de aguas residuales que fluía lentamente a un metro por debajo de él. En la artificial fosforescencia producida por las gafas de visión nocturna VisnyTek, la superficie del agua brillaba con un resplandor verde e irreal. El olor a gas metano era peligrosamente intenso, y cada pocos minutos inhalaba oxígeno puro de una mascarilla que llevaba oculta bajo el uniforme.
Adornaban la pasarela tiras de papel podrido y otras cosas más difíciles de identificar que habían quedado atrapadas entre las varillas metálicas durante la subida provocada por las últimas lluvias torrenciales. A cada paso, los pies de Pendergast se hundían en blandos montículos de óxido que se adherían al metal como hongos. Avanzaba deprisa, escrutando las pegajosas paredes en busca de la gruesa puerta metálica que anunciaba el descenso final a los túneles Astor. Cada veinte pasos, extraía un pequeño aerosol de un bolsillo y pintaba dos puntos en la pared, indicadores para luces con gran longitud de onda. Los puntos, invisibles para el ojo humano, despedían un fantasmagórico brillo blanco al mirarlos a través de las VisnyTek en modo infrarrojo. Le ayudarían a encontrar el camino de regreso. Sobre todo si, por alguna razón, tenía que salir de allí precipitadamente.
Enfrente, Pendergast distinguió por fin los imprecisos contornos de la puerta que buscaba, reforzada con numerosos remaches y cubierta de una gruesa costra de calcita y herrumbre. Un macizo candado, inmovilizado por el tiempo, colgaba de la plancha frontal. Pendergast se metió la mano en el interior del uniforme, extrajo una pequeña herramienta metálica, y la accionó. El agudo zumbido de una hoja de diamante resonó en la cloaca y un surtidor de chispas parpadeó en la oscuridad. En cuestión de segundos, el candado cayó a la pasarela. Pendergast examinó las bisagras oxidadas y a continuación serró las tres espigas de la puerta.
Guardó la sierra y observó la puerta por un momento. Finalmente agarró la plancha frontal por los bordes y tiró con fuerza. Se oyó un chirrido metálico y la puerta se desprendió del marco, golpeando primero la pasarela y cayendo después ruidosamente al agua. Al otro lado de la puerta, en el suelo, había un oscuro agujero que descendía a profundidades insondables. Pendergast conectó el LED infrarrojo de las gafas y miró por el agujero, sacudiéndose el polvo de los guantes de látex. Seguía sin ver el fondo.
Tras fijar el extremo de una fina cuerda semielástica de kevlar a un perno de hierro, la dejó caer en la oscuridad. Luego sacó de su pequeña mochila un arnés suizo de nailon. Se lo ciñó con cuidado, lo sujetó a la cuerda mediante un mosquetón provisto de un sistema de freno motorizado, penetró en el agujero y se descolgó rápidamente hasta el fondo.
Notó bajo sus botas una superficie blanda. Cuando hubo desenganchado y guardado el arnés, examinó con atención el lugar. La temperatura era tan elevada que todo tenía un color ceniciento. Ajustó la amplitud de las VisnyTek y gradualmente el espacio donde se hallaba cobró forma ante sus ojos, iluminado por un monocromo verde pálido.
Se hallaba en un túnel largo y monótono. La inmundicia que cubría el suelo tenía un grosor de quince centímetros y era espesa como la grasa de cigüeñal. Tras concluir su inspección, se abrió el uniforme y consultó los dibujos del forro. Si el plano era correcto, se encontraba en un túnel de servicio cercano a la vía principal. Quizá a unos quinientos metros de allí estaban los restos del Pabellón de Cristal, la sala de espera privada situada bajo el ya olvidado hotel Knickerbocker, que en otro tiempo se alzaba en la esquina de la Quinta Avenida con Central Park South. Era la mayor sala de espera, mayor que las construidas bajo el Waldorf y las grandes mansiones de la Quinta Avenida. Si existía un punto central en la Buhardilla del Diablo, lo encontraría en el Pabellón de Cristal.
Pendergast avanzó con cautela por el túnel. El olor a metano y descomposición era nauseabundo; aun así, Pendergast respiró hondo por la nariz, percibiendo cierto tufo a cabra que le recordó de inmediato al hedor que había notado en el subsótano del museo dieciocho meses atrás.
El túnel de servicio confluía con un segundo túnel y torcía lentamente hacia la línea principal. Pendergast bajó la vista y se quedó inmóvil. En el lodo había huellas. Huellas de pies descalzos, al parecer recientes. El rastro conducía hacia la línea principal.
Pendergast inhaló oxígeno de la mascarilla y se agachó para examinar más de cerca las huellas. Considerando la elasticidad del lodo, parecían normales, aunque quizá algo más anchas y cortas. Reparó entonces en que los dedos se estrechaban y terminaban en gruesas puntas, más como garras que como uñas. Se advertían ciertas depresiones entre los dedos que indicaban la presencia de membranas interdigitales.
Pendergast se irguió. Así pues, todo era verdad. Los rugosos existían.
Vaciló por un instante y se llevó la mascarilla a la boca de nuevo. A continuación siguió adelante, manteniéndose cerca de la pared. Cuando llegó al cruce de vías, se detuvo por un momento, aguzó el oído, y con un rápido movimiento dobló la esquina y adoptó la postura Weaver, empuñando la pistola.
Nada.
Las huellas se unían a un segundo rastro, mucho más visible, en el centro de la vía principal. Pendergast se arrodilló para examinarlo. Lo formaban innumerables huellas, en su mayoría de pies descalzos, aunque había también algunas pisadas de zapatos o botas. Algunos de los pies eran muy anchos, casi como palas. Otros parecían normales.
Muchos individuos habían pasado por aquel sendero.
Tras otro atento reconocimiento, continuó avanzando. Dejó atrás varios túneles secundarios, y de todos ellos llegaban huellas que convergían en el rastro principal. Semejaban, pensó Pendergast, la telaraña de huellas que uno encontraba al salir de caza en Botswana o Namibia: numerosos animales que convergían en una charca o una guarida.
Más adelante había una enorme estructura. Si Al Diamond estaba en lo cierto, aquello eran los restos del Pabellón de Cristal. Al acercarse, vio un largo andén, y junto a él, ascendiendo desde la vía, un terraplén de desechos, amontonados por incontables inundaciones.
Con suma cautela, siguió el rastro hasta el terraplén, subió al andén y echó un vistazo alrededor, manteniendo siempre la espalda contra la pared.
Las gafas le mostraron, en severos verdes, una escena de inconcebible decadencia. Lámparas de gas en otro tiempo hermosas colgaban, ahora vacías y esqueléticas, de los azulejos agrietados que adornaban las paredes, y un mosaico de las doce figuras del zodíaco cubría el techo.
Al final del andén, el rastro cruzaba bajo un arco de escasa altura. Pendergast se dirigió hacia allí. De pronto se detuvo. A su olfato llegó un olor inconfundible, arrastrado por una ráfaga de aire caliente desde el otro lado del arco. Metió la mano en la mochila, buscó a tientas el flash de argón de uso militar y lo sacó. Sus potentes destellos cegaban momentáneamente a una persona, incluso en pleno día. El inconveniente era que tardaba siete segundos en recargarse y la batería permitía un máximo de doce fogonazos. Tomando oxígeno otra vez, pasó bajo el arco con el flash en una mano y la pistola apuntada hacia la negrura en la otra.
La imagen quedó en blanco por un instante mientras las gafas de visión nocturna intentaban dar resolución al amplio espacio que se extendía al otro lado del arco. Por lo que Pendergast veía, se hallaba en una gran sala circular. A considerable altura, pendían del techo abovedado los restos de una enorme araña de cristal, sucia y torcida. La cúpula estaba revestida de espejos, ahora resquebrajados, suspendidos sobre Pendergast como un cielo brillante y ruinoso. Aunque no avistaba aún el centro de la sala, distinguió unas piedras planas dispuestas en el suelo de manera irregular. Las huellas seguían esas piedras. En el centro se alzaba una estructura de contornos indefinidos, quizá un puesto de información o un antiguo quiosco de bebidas.
Las paredes curvas, divididas por columnas dóricas de yeso desconchado, se alejaban a ambos lados, perdiéndose de vista. Entre las columnas más cercanas había un enorme mural de azulejos: árboles, un tranquilo lago con un dique de castor y un castor, montes y, en el cielo, una inminente tormenta, todo ello deteriorado por igual. El ruinoso estado del mural y los azulejos rotos le habrían recordado a Pompeya de no ser por el tempestuoso mar de barro seco y suciedad que manchaba la parte inferior. Las paredes estaban veteadas de inmundicia, como si un gigante se hubiese entretenido en pintarlas con los dedos. En lo alto del mural, Pendergast distinguió el apellido astor en una compleja composición de azulejos. Sonrió. Astor había empezado a amasar su fortuna con las pieles de castor. Aquello había sido en efecto un santuario privado para un grupo de familias muy ricas.
El siguiente intercolumnio contenía otro gran mural. Éste representaba, en medio de un vasto paisaje de cumbres nevadas, una locomotora de vapor que arrastraba una larga fila de vagones tolva y vagones cisterna por un puente colgado sobre un desfiladero. Arriba se leía el apellido vanderbilt, un hombre que se había enriquecido por medio del ferrocarril. Frente al mural había una vieja otomana con el respaldo roto y los brazos ladeados, el relleno enmohecido asomando por los desgarrones de los cojines. Más allá, un intercolumnio con el apellido rockefeller mostraba una refinería de petróleo en un bucólico escenario, rodeada de granjas, sus columnas de humos teñidas por el sol poniente.
Pendergast avanzó un paso. Observó las hileras de columnas que se alejaban en la oscuridad, los grandes nombres de aquella época dorada resplandeciendo en sus gafas: Vanderbilt, Morgan, Jesup, y otros que no podía distinguir. En el lado opuesto de la sala, un pasillo con el rótulo al hotel conducía a dos barrocos ascensores; las puertas estaban abiertas y manchadas de verdín, las cabinas totalmente destruidas, los cables enrollados en el suelo como serpientes de hierro. En una pared cercana, entre dos espejos agrietados, pendía un tablón de caoba, alabeado y carcomido, con un horario de trenes. La parte inferior se había desprendido, pero arriba se leía aún:
FINES DE SEMANA EN TEMPORADA
Destino Hora
Pocantico Hills 10.14 A
Cold Spring 10.42
Hyde Park 11.30
Junto al horario había una pequeña área de espera, con sillas y sofás destrozados. En medio, Pendergast vio lo que en otro tiempo había sido un piano de cola Bósendorfer. Las inundaciones habían podrido y arrancado casi toda la madera, dejando un macizo armazón metálico, el teclado y una maraña de cuerdas rotas; un esqueleto musical, ahora en silencio.
Pendergast se volvió hacia el centro de la gran sala y escuchó con atención. Sólo rompía el silencio un suave goteo; miró alrededor y vio caer gotas trémulas del techo. Empezó a avanzar, sin perder de vista el arco y el andén en previsión de que un destello blanco en las gafas indicase la aparición de un cuerpo más caliente que las paredes que lo envolvían. Nada.
El olor a cabra se hizo más intenso.
Cuando la forma de la estructura situada en el centro comenzó a adquirir mayor resolución en la bruma verde de sus gafas, Pendergast advirtió que era demasiado baja para ser un kiosco. Pronto vio que se trataba de una tosca construcción: una cabaña de piedras blancas y lisas con sólo una parte del tejado, rodeada de pedestales y plataformas. Acercándose aún más, descubrió que lo que le habían parecido piedras eran en realidad cráneos.
Pendergast se detuvo y aspiró varias veces el oxígeno depurado. Toda la cabaña estaba construida con cráneos humanos, colocados con el lado anterior hacia afuera. Los contó desde el suelo hasta el techo e hizo una estimación aproximada del diámetro; un rápido cálculo le reveló que la pared circular de la cabaña estaba formada por unos cuatrocientos cincuenta cráneos. Los restos de pelo y cuero cabelludo indicaban que la mayoría, si no todos, procedían de muertos recientes.
Pendergast se dirigió hacia la parte delantera y aguardó inmóvil junto a la entrada durante unos minutos. El rastro terminaba allí, miles de confusas huellas ante la abertura. Sobre la entrada, advirtió tres ideogramas pintados con un líquido oscuro:
No percibía ningún sonido ni movimiento. Respiró hondo y, agachándose, se volvió hacia la entrada de la cabaña.
Dentro no había nadie. En el suelo, junto a la pared interior, vio cien o más copas ceremoniales de arcilla. Fuera, frente a la entrada, se alzaba una sencilla mesa de ofrendas. Era de piedra y medía quizá un metro veinte de altura y medio metro de diámetro. La rodeaba una cerca construida aparentemente de huesos humanos atados con cuero sin curtir. Sobre la mesa había extrañas piezas de metal cubiertas de flores marchitas, como si se tratase de un santuario. Pendergast, perplejo, cogió una de las piezas y la examinó. Era un pedazo de metal plano con una gastada asa de goma. Los otros objetos, igualmente anodinos, tampoco le proporcionaron ninguna pista. Se guardó algunos de los más pequeños en un bolsillo.
De pronto las gafas captaron un destello blanco. Pendergast se arrodilló de inmediato detrás de la mesa. La sala seguía en silencio, y se preguntó si habría sido una ilusión óptica. A veces las gafas, como consecuencia de las variaciones térmicas en las capas de aire, producían efectos engañosos.
Pero al cabo de un momento volvió a aparecer algo en su campo de visión: una forma, humana o casi humana, cruzando el arco desde el andén, un borrón blanco seguido de una estela infrarroja. Se dirigía hacia él y, por lo visto, sujetaba algo contra el pecho.
En la absoluta oscuridad, Pendergast alzó la pistola en una mano y el flash en la otra y aguardó en silencio.
40
Margo se recostó en la endeble silla del laboratorio y se frotó las sienes con las yemas de los dedos. Después de marcharse Frock, la reunión había degenerado rápidamente en discusión. Horlocker había salido para hablar con el alcalde por teléfono en privado. Regresó acompañado de un ingeniero municipal llamado Hausmann. En ese momento Jack Masters, jefe de la Unidad de Respuesta Táctica del Departamento de Policía de Nueva York, hablaba desde el otro lado de la línea por el teléfono de altavoz. Pero aún no habían realizado grandes avances respecto al plan de acción.
—Mire, hemos tardado casi media hora sólo en verificar la existencia de esos túneles Astor —dijo Masters. Su voz llegaba débil y distorsionada a través del altavoz—. ¿Cómo vamos a introducir un equipo?
—Pues envíe varios equipos —repuso Horlocker—. Pruebe por distintos puntos de acceso. Utilice un avance conjunto, así conseguirá penetrar por lo menos un equipo.
—Señor, ni siquiera puede proporcionarme el número o la situación de esos… en fin, como quiera llamarlos. Y no conocemos el terreno. La red de túneles que se extiende bajo Manhattan es muy compleja, y pondría en peligro la vida de mis hombres. Hay muchos elementos desconocidos, muchos puntos propicios para las emboscadas.
—Siempre podría usarse el Cuello de Botella —sugirió Hausmann, el ingeniero municipal, que mordisqueaba con fruición el extremo de su bolígrafo.
—¿Cómo? —dijo Horlocker.
—El Cuello de Botella —repitió el ingeniero—. Todas las conducciones de ese cuadrante pasan por un mismo agujero abierto mediante explosivos en la roca. Desciende a una profundidad de unos cien metros. Los túneles Astor están ahí debajo, en algún sitio.
—Ahí tiene —dijo Horlocker, dirigiéndose al teléfono—. Podríamos acordonar esa entrada e iniciar la operación desde ahí, ¿no cree?
Se produjo un silencio.
—Supongo que sí, señor.
—De ese modo los tendríamos atrapados.
—Es posible. —La voz de Masters sonaba poco convencida incluso a través del altavoz—. ¿Y luego qué? No podemos sitiarlos indefinidamente. Y no sería nada fácil entrar y eliminarlos. Quedaríamos en un punto muerto. Necesitamos más tiempo para establecer una ruta.
Margo miró a D'Agosta, que escuchaba irritado la conversación. Era lo que él había aconsejado al principio.
Horlocker dio un puñetazo en la mesa.
—¡Maldita sea, no tenemos tiempo! El gobernador no me deja ni respirar. Me han autorizado a adoptar cualquier medida necesaria para acabar con los asesinatos. Y eso es lo que pienso hacer.
Desde que Horlocker había tomado la decisión, su determinación e impaciencia eran notables. Margo se preguntó qué le habría dicho el alcalde por teléfono para intimidarlo de aquella manera.
Hausmann, el ingeniero, se quitó el bolígrafo de la boca el tiempo justo para decir:
—En todo caso, ¿cómo podemos estar seguros de que esas criaturas viven en los túneles Astor? Bajo Manhattan hay muchos kilómetros de subterráneos.
Horlocker se volvió hacia Margo. Ella se aclaró la garganta, consciente de que acababan de cargarle el muerto.
—Según parece —contestó—, hay mucha gente sin hogar viviendo en los túneles. Si un grupo de esas criaturas se hubiese instalado en algún otro sitio, la gente sin hogar lo sabría. Como se ha dicho antes, no hay razón para dudar de la palabra de ese tal Mephisto. Por otra parte, si las criaturas poseen las características de Mbwun, rehuirán la luz. Optarán por los lugares más profundos. Por supuesto —se apresuró a añadir—, el informe de Pendergast nos…
—Gracias —la interrumpió Horlocker, impidiéndole intencionadamente concluir la frase—. ¿Queda claro, Masters? Ya lo ha oído.
De pronto se abrió la puerta, y el chirrido de unas ruedas de goma anunció el regreso de Frock. Margo alzó lentamente la vista, casi temiendo ver el semblante del viejo científico.
—Creo que les debo una disculpa —se limitó a decir Frock, acercándose a la mesa—. Mientras paseaba por las salas del museo, he intentado analizar objetivamente la situación. Y pensándolo mejor, es posible que me haya equivocado. Cuesta admitirlo, pero supongo que la hipótesis propuesta por Margo se ajusta más a los hechos. —Miró a Margo—. Perdóneme, querida. Soy un anciano cansado y demasiado apegado a sus teorías, sobre todo en lo que atañe a la evolución.
—Muy noble por su parte —dijo Horlocker—. Pero dejaremos los exámenes de conciencia para más tarde.
—Necesitamos planos mejores —prosiguió Masters por el altavoz— y más información sobre los hábitos de los elementos hostiles.
—¡Maldita sea! —exclamó Horlocker—. ¿Es que no me ha oído? No tenemos tiempo para prospecciones geológicas. Waxie, ¿usted qué opina?
Se produjo un silencio.
Frock observó a Waxie, que miraba por la ventana como si esperase hallar la ansiada respuesta pintada en la hierba del Great Lawn del Central Park. El capitán frunció el entrecejo, pero siguió callado.
—Al parecer —dijo Frock sin desviar la vista de Waxie—, los dos primeros cadáveres salieron del alcantarillado después de una tormenta a causa de un aumento de caudal en los colectores.
—Sí, por eso los encontramos tan limpios y aseados —gruñó Horlocker—. ¿Y qué?
—Las marcas de dientes en esas dos víctimas no parecían fruto de un trabajo apresurado —prosiguió Frock—. Cabe pensar que esas criaturas actuaron con calma, sin miedo a ser molestadas. Eso implicaría que los cadáveres estaban cerca de su guarida o en la propia guarida en el momento de roer los huesos. Existen muchos casos análogos en la naturaleza.
—¿Y?
—Si un par de víctimas fueron arrastradas al exterior por una tormenta, ¿qué se requeriría para expulsar de esos túneles la propia guarida?
—¡Eso es! —exclamó Waxie, apartando la mirada de la ventana con expresión triunfal—. ¡Ahogaremos a esos hijos de puta!
—Eso es absurdo —afirmó D'Agosta.
—No, no lo es —dijo Waxie, señalando con vivo entusiasmo por la ventana—. El Reservoir debe desaguarse por el sistema de colectores, ¿no es así? Y cuando los colectores se saturan, ¿no se desborda el agua en los túneles Astor? ¿No hemos dicho que se abandonaron debido a las inundaciones?
Se produjo un breve silencio. Horlocker se volvió hacia el ingeniero con expresión interrogativa.
—Sí, así es —asintió Hausmann—. El Reservoir desagua directamente en el sistema de colectores y las cloacas.
—¿Es factible? —preguntó Horlocker.
Hausmann permaneció pensativo por un instante.
—Tendré que consultar a Duffy para asegurarme —respondió por fin—. Pero a juzgar por la superficie y la profundidad del Reservoir, el volumen de agua debe de rondar los dos millones y medio de metros cúbicos. Si una parte de ese agua, el treinta por ciento, pongamos, se liberase de golpe en el alcantarillado, lo saturaría por completo. Y por lo que se ve, el agua sobrante inundaría los túneles Astor y acabaría en el Hudson.
—¡Exacto! —dijo Waxie, asintiendo triunfalmente.
—A mí me parece una medida un tanto drástica —declaró D'Agosta.
—¿Drástica? —repitió Horlocker—. Perdone, teniente, pero anoche murieron asesinados prácticamente todos los pasajeros de un tren. Esas criaturas están rabiosas, y la situación empeora por momentos. Quizá usted prefiera bajar a entregarles una citación o algo así. Pero eso no serviría de mucho. Las autoridades del estado me persiguen a todas horas exigiéndome acción. De este modo —añadió, señalando hacia la ventana y el Reservoir— podemos acabar con ellos en su propio terreno.
—Pero ¿cómo sabemos adónde va a ir a parar exactamente toda esa agua? —preguntó D'Agosta.
—Nos hacemos una idea bastante aproximada —contestó Hausmann, volviéndose hacia D'Agosta—. Tal como actúa el Cuello de Botella, la inundación quedará restringida al nivel más profundo del cuadrante del Central Park. Los conductos de desagüe conducirán el agua directamente a través del Cuello de Botella hasta los colectores situados a mayor profundidad, que a su vez la verterán en los colectores del West Side y éstos por último la derivarán hacia el Hudson.
—Pendergast dijo que, al norte y el sur del parque, esos túneles están tapiados desde hace años —adujo D'Agosta, hablando casi para sí.
Horlocker miró alrededor, sus facciones contraídas por una sonrisa. A Margo se le antojó una mueca horrible, como si Horlocker no utilizase a menudo esos músculos en particular.
—Quedarán atrapados bajo ese Cuello de Botella, el agua los arrastrará, y se ahogarán —dijo Horlocker—. ¿Alguna objeción?
—Tendrían que asegurarse de que todas las criaturas están ahí abajo cuando se desagüe el Reservoir —advirtió Margo.
La sonrisa desapareció del rostro de Horlocker.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Y cómo vamos a saberlo?
—Uno de los aspectos comunes que revelaron las correlaciones es que ningún asesinato se ha producido con luna llena —comentó D'Agosta, encogiéndose de hombros.
—Eso tiene una explicación —dijo Margo—. Si esas criaturas son como Mbwun, no soportan la luz. Probablemente no salen a la superficie cuando hay luna llena.
—¿Y los mendigos que viven en los túneles, bajo el parque? —preguntó D'Agosta.
Horlocker resopló.
—¿Es que no ha oído a Hausmann, teniente? El agua irá directamente a los niveles más profundos. Según sabemos, los mendigos eluden esa zona. Además, los rugosos habrían matado a cualquiera que rondase a esas profundidades.
Hausmann movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Planearemos una operación controlada que inunde sólo los túneles Astor.
—¿Y si hay topos acampados en el tramo inicial del camino que recorrerá el agua al descender? —insistió D'Agosta.
Horlocker dejó escapar un suspiro.
—¡Joder! Para estar seguros, mejor será que organicemos una batida de desalojo en el cuadrante del Central Park y los llevemos provisionalmente a los refugios. —Horlocker se irguió en la silla—. En realidad, podríamos matar dos pájaros de un tiro, y quizá sacudirnos de encima de una vez a esa Wisher. —Se volvió hacia Waxie—. Esto es lo que yo llamo un plan. Bien hecho.
Waxie se sonrojó y asintió con la cabeza.
—Ahí abajo hay muchos kilómetros de túneles —dijo D'Agosta—, y los mendigos no van a salir voluntariamente.
—D'Agosta —bramó Horlocker—, no quiero oír más objeciones. Por Dios, ¿cuántos mendigos puede haber bajo el Central Park? ¿Cien?
—Son muchos más…
—Si tiene una idea mejor —lo interrumpió Horlocker—, oigámosla. Si no, cállese. —Miró a Waxie—. Esta noche hay luna llena. No podemos esperar otro mes entero, así que actuaremos de inmediato. —Se inclinó sobre el micrófono del teléfono—. Masters, quiero todos los espacios subterráneos de las inmediaciones del Central Park limpios de mendigos antes de medianoche. Desalojen todos los túneles desde la calle Cincuenta y nueve hasta la Ciento diez, y desde Central Park West hasta la Quinta Avenida. Una noche en los refugios no les hará mal a los topos. Solicite colaboración a la autoridad portuaria, a los responsables del transporte urbano, a quien haga falta. Y póngame con el alcalde. Tengo que informarle sobre nuestro plan de acción y pedirle el visto bueno.
—Necesitarán unos cuantos agentes de la Policía de Tráfico ahí abajo —sugirió D'Agosta—. Organizan patrullas de desalojo y saben a qué atenerse.
—No estoy de acuerdo —dijo Waxie de inmediato—. Los topos son gente peligrosa. Hace un par de días un grupo estuvo a punto de matarnos. Para esto se requieren policías de verdad.
—Policías de verdad —repitió D'Agosta. En un tono de voz más alto, añadió—: Entonces que los acompañe por lo menos la sargento Hayward.
—Ni hablar —respondió Waxie—. Sólo sería un estorbo.
—Eso demuestra lo inteligente que eres —espetó D'Agosta—. Es el elemento más valioso que tenías, y ni siquiera te has molestado en explotar sus posibilidades. Hayward es la persona que más sabe sobre la gente sin hogar que vive en los subterráneos. ¿Me has oído? La que más sabe. Créeme, vas a necesitar sus conocimientos y su experiencia en una operación de desalojo de esta envergadura.
Horlocker suspiró.
—Masters, incluya a la sargento Hayward en la batida. Waxie, póngase en contacto con ese técnico de Obras Hidráulicas… ¿Cómo se llamaba? ¿Duffy? Quiero que esas válvulas estén abiertas a medianoche. —Miró alrededor—. Creo que será mejor seguir con esto en jefatura. Profesor Frock, quizá necesitemos su ayuda.
Margo miró a Frock, quien, a su pesar, exteriorizó la satisfacción que le producía sentirse útil.
—Gracias por el ofrecimiento —dijo—. Pero, si es posible, primero pasaré por casa y descansaré un rato. Este asunto me ha agotado.
Sonrió a Horlocker, guiñó un ojo a Margo y se dirigió hacia la puerta.
Margo lo observó salir, pensando: «Nadie imaginará nunca el esfuerzo que le ha representado admitir su error.»
D'Agosta siguió a Horlocker y Waxie camino del pasillo. En la puerta, se detuvo y se volvió hacia Margo.
—¿Qué opina?
Margo movió la cabeza en un gesto de incertidumbre y se recostó en la silla.
—No lo sé. Soy consciente de que no hay tiempo que perder. Pero no puedo evitar acordarme de lo que ocurrió cuando… —Titubeó. Por fin añadió—: Ojalá Pendergast hubiese vuelto ya.
Sonó el teléfono, y Margo contestó.
—Margo Green. Dígame.
Escuchó por un momento y luego colgó.
—Mejor será que siga usted con lo suyo —dijo a D'Agosta—. Era mi ayudante. Quiere que baje inmediatamente.
41
Smithback apartó de un empujón a un hombre con un traje de cloqué y dio un codazo a otro, intentando abrirse paso a través de la apiñada multitud. Había calculado mal el tiempo que le costaría llegar; la muchedumbre se apretujaba a lo largo de tres manzanas de la Quinta Avenida, y cada minuto se unían nuevos manifestantes. Ya se había perdido la arenga inicial de la señora Wisher frente a la catedral. Y quería alcanzar el punto donde se encenderían las primeras velas antes de que la multitud reanudase la marcha.
—¡Un poco de cuidado, gilipollas! —protestó un joven, apartándose una petaca de plata de los labios el tiempo justo para hablar.
—¡Vete a la mierda! —replicó Smithback por encima del hombro sin detenerse.
Oyó que la policía empezaba a intervenir en la periferia de la manifestación, tratando en vano de despejar la avenida. Habían llegado varias unidades móviles de televisión, y Smithback vio a los cámaras encaramados a los techos de las camionetas, buscando una buena toma. Al parecer, a los ricos y poderosos de la primera concentración se había sumado una gran cantidad de gente mucho más joven.
—¡Eh, Smithback! —llamó alguien.
Volviéndose, vio a Clarence Kozinsky, un periodista del Post que cubría la información de Wall Street.
—Increíble, ¿no? —dijo Kozinsky—. La voz ha corrido como el agua.
—Parece que mi artículo ha surtido efecto —respondió Smithback con orgullo.
Kozinsky negó con la cabeza.
—Lamento desilusionarte, muchacho, pero tu artículo ha salido a la calle hace sólo media hora. No querían arriesgarse a alertar a la policía demasiado pronto. La noticia ha circulado a través de los canales de comunicación de Wall Street. Ya sabes, los teletipos de los agentes, la red interna de la Bolsa, Quotron, LEXIS, etcétera. Parece que los chicos de allá abajo están entusiasmados con todo este revuelo de la señora Wisher. La consideran el remedio a todos sus males. —Kozinsky rió con sorna—. Ya no es sólo el problema de la delincuencia. No me preguntes cómo ha pasado, pero en las charlas de los bares se repite una y otra vez que esa mujer tiene más huevos que el alcalde. Piensan que de un plumazo va a acabar con los gastos sociales, limpiar la ciudad de mendigos, poner a un republicano en la Casa Blanca y llevar de nuevo los Dodgers a Brooklyn.
Smithback miró alrededor y dijo:
—No sabía que se dedicase a las finanzas tanta gente, no ya en Manhattan sino en el mundo entero.
Kozinsky volvió a reír.
—Cuando se habla de Wall Street, la gente da por supuesto que allí sólo hay yuppies con traje gris, dos coma cinco hijos por pareja, una casa en las afueras y una existencia monótona y aburrida. Olvidan que aquello tiene también su lado oscuro. Allí encuentras mensajeros, vendedores de bonos, comerciantes de poca monta, operarios, blanqueadores de dinero, lo que quieras. No hablamos de la flor y nata. Hablamos del neoyorquino corriente y moliente. Además, la cosa ha trascendido el ámbito de Wall Street. Unos han avisado a otros valiéndose de lo que tenían a mano: buscas, correo electrónico, fax. Ahora están uniéndose a la fiesta los empleados de sucursales bancarias y agentes de seguros de toda la ciudad.
Más adelante, entre las hileras de cabezas, Smithback divisó a la señora Wisher. Despidiéndose apresuradamente de Kozinsky, se abrió paso hasta las primeras filas. La señora Wisher se hallaba a la sombra del señorial edificio de los almacenes Bergdorf Goodman, acompañada de un sacerdote católico, un pastor episcopaliano y un rabino. Ante ellos se alzaba un montón de flores y tarjetas de un metro de altura. A un lado había un joven cabizbajo de cabello largo y aire afeminado con un traje a rayas oscuro y gruesos calcetines de color violeta. Smithback reconoció su compungido rostro: era el vizconde Adair, el novio de Pamela Wisher. La señora Wisher, sin maquillar y con el cabello recogido, ofrecía un aspecto austero y digno. Al poner en marcha el casete y alzarlo, Smithback no pudo menos que pensar que aquella mujer era una líder nata.
La señora Wisher permaneció en silencio con la cabeza inclinada durante unos minutos. Por fin se volvió hacia la multitud y ajustó un micrófono inalámbrico. Se aclaró la garganta.
—¡Ciudadanos de Nueva York! —dijo a voz en grito.
Mientras se hacía el silencio entre los congregados, Smithback echó un vistazo alrededor, sorprendido por la claridad y el volumen de su voz. Dispuestas estratégicamente entre el gentío, detectó a varias personas que sostenían en alto mástiles con altavoces portátiles. Pese a la apariencia espontánea de la manifestación, la señora Wisher y sus colaboradores habían tenido en cuenta hasta el último detalle.
Cuando los asistentes hubieron callado, la señora Wisher prosiguió en un tono de voz más bajo.
—Estamos aquí para recordar a Mary Ann Cappiletti, que fue asaltada y asesinada a tiros en este lugar el 14 de marzo. Oremos.
Entre sus frases, Smithback oía ahora con mayor claridad los megáfonos de la policía, ordenando a la multitud que se dispersase. Había llegado la policía montada, encontrándose con que la muchedumbre estaba demasiado apiñada para moverse entre la gente sin peligro, y los caballos, en su frustración, brincaban en las inmediaciones. Smithback sabía que en esta ocasión la señora Wisher, intencionadamente, no había solicitado permiso a fin de causar la máxima sorpresa y consternación en el ayuntamiento. Como Kozinsky había dicho, anunciar la manifestación a través de canales privados era un sistema de comunicación eficaz. A la vez, permitía prescindir de las fuerzas del orden, los medios y las autoridades municipales, que tenían noticia del acontecimiento cuando era ya demasiado tarde para impedirlo.
—Ha pasado mucho tiempo —decía la señora Wisher—, muchísimo tiempo desde que un niño podía pasear por Nueva York sin temor. Ahora incluso los adultos tenemos miedo; miedo de ir a pie por las calles, de pasear por el parque…, de viajar en metro.
La alusión a la reciente matanza despertó un murmullo airado. Smithback sumó su voz a la de la multitud, sabiendo que probablemente la señora Wisher no había pisado un vagón de metro en su vida.
—¡Esta noche! —gritó de pronto, clavando una mirada encendida en la muchedumbre—. Esta noche pondremos fin a eso. Y empezaremos recuperando el Central Park. A medianoche nos congregaremos, sin miedo, en el Great Lawn.
Un clamor surgió de la multitud y gradualmente cobró tal intensidad que Smithback sintió que la presión casi le oprimía el pecho. Apagó el casete y se lo guardó en el bolsillo; con tanto ruido no servía de nada, y además no necesitaría ayuda para recordar todo aquello. Sabía que a esas alturas habrían llegado ya periodistas por docenas, tanto locales como nacionales. Pero él, Smithback, era el único con acceso directo a Anette Wisher, el único miembro de la prensa que conocía previamente los detalles de la manifestación. Un rato antes había aparecido en los quioscos una edición especial del Post. Incluía un encarte con un plano del recorrido y la lista de lugares donde se haría un alto en memoria de las víctimas de asesinato. Smithback se sintió de pronto orgulloso. Veía a mucha gente alrededor con ejemplares del encarte. Kozinsky no lo sabía todo. Él, Smithback, había contribuido a difundir la noticia. Sin duda las ventas del Post aumentarían de una manera espectacular, y no lo comprarían sólo las clases trabajadoras, sino también sectores acaudalados e influyentes que normalmente leían el Times. A ver cómo explicaba ese fenómeno a su fosilizado director el remilgado de Harriman.
El sol se había puesto tras las torres y minaretes de Central Park West y se percibía ya en el aire la llegada de una cálida noche veraniega. La señora Wisher encendió una pequeña vela e indicó a los religiosos que la acompañaban que prendiesen las suyas.
—Amigos —dijo la señora Wisher, alzando la vela sobre su cabeza—, que nuestras pequeñas llamas, que nuestras pequeñas voces se unan en una furiosa hoguera y un inconfundible clamor. Tenemos un único objetivo, un objetivo que no admite indiferencia ni oposición: ¡Recuperar nuestra ciudad!
Cuando la multitud comenzó a entonar la consigna, la señora Wisher reanudó la marcha hacia Grand Army Plaza. Con un último esfuerzo, Smithback logró rebasar la primera fila y se incorporó al pequeño séquito que encabezaba la manifestación. Era como hallarse en el ojo de un huracán.
La señora Wisher se volvió hacia él.
—Encantada de verlo, Bill —saludó con la misma tranquilidad que si Smithback estuviese invitado a merendar.
—Encantado de estar aquí —respondió Smithback con una amplia sonrisa.
Cuando la manifestación desfiló lentamente ante el hotel Plaza y dobló por Central Park South, Smithback se giró y vio la gran masa de gente que los seguía, deslizándose como una enorme serpiente por el contorno del parque. Empezaba a afluir gente también del oeste, surgiendo ante ellos de las avenidas Sexta y Séptima. Se advertía una nutrida presencia de gente de alcurnia, hombres y mujeres serenos y canosos. Pero Smithback notó que aumentaban por momentos los jóvenes a que había aludido Kozinsky, vendedores de bonos, empleados de banca, fornidos comerciantes; bebían, silbaban, jaleaban, como si estuviesen preparándose para entrar en acción. Recordó lo poco que habían necesitado en la primera concentración para enardecerse y comenzar a lanzar botellas al alcalde, y se preguntó hasta qué punto sería capaz de controlar a la multitud la señora Wisher si la manifestación adquiría un cariz violento.
Los conductores inmovilizados en Central Park South habían renunciado ya a manifestar su indignación con los cláxones y abandonado sus vehículos para mirar o unirse a los manifestantes; pero el confuso fragor de bocinazos procedente de Columbus Circle era cada vez mayor. Smithback respiró hondo, saboreando el caos como un buen vino. Hay algo en extremo estimulante en los movimientos de masas, pensó.
Un joven se acercó apresuradamente a la señora Wisher.
—Es el alcalde —anunció entre jadeos, y le tendió un teléfono móvil.
La señora Wisher se guardó el micrófono y cogió el teléfono.
—¿Sí? —dijo fríamente sin detenerse. Siguió un largo silencio—. Lamento que no esté usted de acuerdo, pero la hora de los permisos ha pasado. Por lo visto, no se ha dado cuenta de que esta ciudad se halla en una situación de emergencia. Interprete esto como un aviso. Es su última oportunidad para devolver la paz a nuestras calles. —Hizo una pausa y escuchó, tapándose el otro oído con su mano libre para aislarse del ruido de la multitud—. Siento mucho que esta marcha entorpezca el trabajo de sus policías. Y me complace saber que el jefe de la policía ha organizado una operación. Pero permítame que le haga una pregunta: ¿Dónde estaban esos policías cuando asesinaron a mi Pamela? ¿Dónde estaban…? —Escuchó por un momento con impaciencia—. No. Ni hablar. La ciudad está en manos de los delincuentes, ¿y usted me amenaza con una citación? Si no tiene nada más que decir, colgaré. Aquí estamos muy ocupados.
Devolvió el teléfono a su ayudante.
—Si llama otra vez, dígale que no puedo ponerme.
Se volvió hacia Smithback y lo cogió del brazo.
—La siguiente parada es el sitio donde mataron a mi hija. Tengo que ser fuerte, Bill. Me ayudará, ¿verdad?
Smithback se lamió los labios.
—Sí, señora —contestó.
42
D'Agosta siguió a Margo por una sala polvorienta y mal iluminada de la primera planta del museo. Integrada en otro tiempo a una antigua exposición, la sala llevaba años cerrada al público y en la actualidad se usaba básicamente para almacenar piezas sobrantes de la colección de mamíferos. Alineados a ambos lados de la estrecha sala, había animales disecados en posturas de defensa o ataque. A D'Agosta casi se le enganchó la chaqueta en una garra de un oso alzado sobre las patas traseras, y a partir de ese punto mantuvo los brazos pegados a los costados para no rozarse con los enmohecidos especímenes.
Al doblar la esquina de un pasillo aparentemente sin salida, D'Agosta vio enfrente un gran elefante, su escamosa y ajada piel gris llena de remiendos. Bajo el enorme vientre, oculta en las sombras, vio la puerta metálica de un montacargas.
—Tendremos que darnos prisa —dijo cuando Margo pulsó el botón del montacargas—. En jefatura llevan toda la tarde movilizando efectivos. Parece que estén preparándose para el desembarco de Normandía. Además, la plataforma Recuperemos Nuestra Ciudad ha organizado una manifestación sorpresa en la Quinta Avenida.
En el aire flotaba un olor que le recordaba a los escenarios de ciertos crímenes que había visitado en pleno verano.
—El laboratorio de taxidermia está aquí al lado —explicó Margo al ver que D'Agosta arrugaba la nariz—. Deben de estar macerando un espécimen.
—Comprendo —dijo D'Agosta. Alzó la vista y contempló el enorme elefante—. ¿Qué ha sido de los colmillos?
—Ése es Jumbo, la joya de P. T. Barnum. Lo atropelló un tren en Ontario y le rompió los colmillos. Barnum los molió, preparó una gelatina con el polvo y la sirvió de postre en la cena en memoria de Jumbo.
—Un hombre de recursos —comentó D'Agosta, y se llevó un cigarro a la boca. Con semejante olor, nadie podía quejarse por un poco de humo.
—Lo siento, pero está prohibido fumar —dijo Margo, sonriendo tímidamente—. Puede haber metano en el aire.
D'Agosta volvió a guardarse el cigarro en el momento en que se abría la puerta del montacargas. Metano. Ésa si era una buena razón para no fumar.
Salieron a un sofocante pasillo del sótano con tuberías de calefacción y grandes cajas contra las paredes. Una de las cajas estaba abierta, dejando a la vista el extremo nudoso de un hueso negro del grosor de una rama de árbol. Debe de ser de dinosaurio, pensó D'Agosta. Tuvo que esforzarse por controlar la aprensión al recordar la última vez que había estado en el sótano del museo.
—Hemos probado la droga en varios organismos —explicó Margo al entrar en una sala cuyas intensas luces de neón contrastaban con la oscuridad del pasillo. En un rincón había una empleada de laboratorio inclinada sobre un osciloscopio—. Ratones, bacterias E. coli, algas azules y varios organismos unicelulares. Los ratones están aquí.
D'Agosta echó un vistazo a la columna de jaulas que Margo le indicaba y retrocedió de inmediato.
—¡Dios santo! —exclamó.
Las paredes blancas de las jaulas estaban salpicadas de sangre. En el suelo de cada jaula había cuerpos desgarrados de ratones envueltos en sus propias entrañas.
Margo contempló las jaulas.
—Como ve, sólo sigue con vida uno de los cuatro ratones de cada jaula.
—¿Por qué no los puso a todos en jaulas separadas? —preguntó D'Agosta.
Margo se volvió hacia él.
—Colocarlos juntos era la clave del experimento. Quería observar su comportamiento, además de los cambios físicos.
—Parece que se han descontrolado un poco.
Margo asintió.
—Todos esos ratones se han alimentado con la planta de Mbwun, quedando infectados por el retrovirus. No es frecuente que un virus que afecta a los humanos afecte también a los ratones. Por lo general, cada virus se ceba en un huésped específico. Y ahora fíjese en esto.
Cuando Margo se acercó a la jaula más alta, el ratón superviviente saltó hacia ella y se aferró a la tela metálica, silbando y lanzando dentelladas al aire con sus incisivos largos y amarillos.
—Encantador —dijo D'Agosta—. Se han matado entre sí, ¿verdad?
Margo asintió con la cabeza.
—Y lo más sorprendente es que este ratón quedó malherido durante la lucha. Observe que, sin embargo, las heridas han cicatrizado por completo. En las otras jaulas se ha producido el mismo fenómeno. Según parece, la droga posee poderosas propiedades rejuvenecedoras o curativas. Probablemente tienen fotofobia, pero ya sabíamos que la droga aumentaba la sensibilidad a la luz. De hecho, Jen se dejó una luz encendida anoche, y por la mañana la colonia de protozoos situada justo debajo había muerto. —Miró las jaulas por un momento—. Quiero enseñarle otra cosa —dijo por fin—. Jen, ¿me echas una mano?
Con la ayuda de la otra mujer, deslizó un pequeño tabique divisorio en la jaula más alta, arrinconando al ratón vivo a un lado. A continuación, con gran destreza, extrajo los cuerpos de los ratones muertos valiéndose de unas pinzas largas y los depositó en un recipiente de Pyrex.
—Echemos un vistazo rápido —dijo mientras llevaba los restos al laboratorio principal y los colocaba en el portaobjetos de un estereomicroscopio de gran campo visual. Acercando los ojos al visor, hurgó los restos de un ratón con un escalpelo. Ante la mirada de D'Agosta, realizó una incisión en la parte posterior de la cabeza, retiró la piel del cráneo y lo examinó con detenimiento. Con otro corte, dejó a la vista la médula espinal y observó atentamente las vértebras. Irguiéndose, concluyó—: Como ve, parece normal. Salvo por las cualidades rejuvenecedoras, da la impresión de que los principales cambios son conductuales, no morfológicos. Al menos, así ocurre con esta especie. Aún es pronto para tener la total certeza, pero quizá al final Kawakita consiguió dominar la droga.
—Sí, cuando era ya demasiado tarde —añadió D'Agosta.
—Eso es lo que me desconcierta. Kawakita debió de consumir la droga antes de que alcanzase esta etapa de desarrollo. ¿Por qué correría semejante riesgo? Ni siquiera después de probarla en otra gente, podía estar totalmente seguro del resultado. No era propio de él actuar de manera tan irreflexiva.
—Arrogancia —aventuró D'Agosta.
—La arrogancia no explica que una persona se utilice a sí misma como cobaya. Kawakita era un científico muy meticuloso, casi en exceso. Eso no encaja con su modo de ser.
—Hay casos de adicción incluso en la gente a priori menos propensa —aseguró D'Agosta—. Lo he visto docenas de veces. Médicos, enfermeras. Hasta policías.
—Puede ser. —Margo no parecía muy convencida—. En cualquier caso, ahí tenemos a las bacterias y protozoos a los que inoculamos el retrovirus. Curiosamente, la prueba ha dado negativo en todos…, amebas, paramecios, rotíferos…, en todos menos en éste. —Abrió una incubadora que contenía varias hileras de cápsulas de Petri cubiertas de agar violeta. En cada cápsula, un círculo brillante del tamaño de una moneda indicaba la presencia de una colonia de protozoos. Extrajo una cápsula—. Esto es B. meresgerii, un organismo unicelular marino que vive en aguas poco profundas, alojado sobre el kelp y otras algas. Por lo general, se alimenta de plancton. Lo utilizo con frecuencia, porque es relativamente dócil y muy sensible a las sustancias químicas.
Con sumo cuidado, recogió mediante una pequeña espátula metálica una muestra del organismo unicelular e impregnó con ella una laminilla de cristal. A continuación colocó la laminilla en el portaobjetos del microscopio, ajustó el objetivo y se apartó para que D'Agosta echase un vistazo.
En un primer momento D'Agosta no vio nada. Luego distinguió claramente, contra el fondo reticulado, numerosas formas redondas que agitaban sus cilios con furia.
—¿No ha dicho que eran dóciles? —preguntó D'Agosta sin retirarse del visor.
—Normalmente lo son.
De pronto D'Agosta advirtió que sus frenéticos movimientos no eran en absoluto fortuitos. Las diminutas criaturas se atacaban mutuamente, rasgándose las membranas externas y penetrando en las brechas abiertas.
—También ha dicho que comían plancton.
—Por lo general, sí —respondió Margo—. Escalofriante, ¿no?
—Sí, ésa es la palabra —convino D'Agosta, y se apartó del microscopio, sorprendido por la sensación de inquietud que le había causado la ferocidad de aquellas minúsculas criaturas.
—Suponía que le interesaría verlo. —Margo se aproximó de nuevo al microscopio y echó otra ojeada—. Porque si planean… —Se interrumpió de pronto, quedándose inmóvil, como adherida al microscopio.
—¿Qué ocurre? —preguntó D'Agosta.
Margo tardó más de un minuto en contestar.
—Es extraño —murmuró por fin. Se volvió hacia su ayudante—. Jen, ¿puedes teñir parte de la muestra con eosina? Y necesito también un trazador radiactivo para averiguar cuáles son los miembros originales de la colonia.
Indicándole a D'Agosta que esperase, Margo preparó el trazador con su ayudante y colocó la colonia de nuevo bajo el estereomicroscopio. Permaneció con la vista fija en el visor durante lo que a D'Agosta se le antojó una eternidad. Finalmente se irguió, garabateó unas ecuaciones en su cuaderno y volvió a mirar por el microscopio. D'Agosta oyó que calculaba algo en susurros.
—Estos protozoos —explicó al cabo de un rato— tienen una vida media de dieciséis horas. Llevan aquí treinta y seis. El B. meresgerii, incubado a treinta y siete grados se divide una vez cada ocho horas. Así que —concluyó, señalando una ecuación diferencial en su cuaderno— después de treinta y seis horas debería darse una proporción de siete protozoos muertos por cada nueve vivos.
—¿Y? —preguntó D'Agosta.
—Acabo de hacer un cálculo aproximado, y la proporción de protozoos muertos es la mitad de lo que debería ser.
—¿Y eso qué significa?
—Que los B. meresgerii están dividiéndose a un ritmo más bajo, o que…
Volvió a mirar por el microscopio, y D'Agosta oyó que calculaba otra vez. Se irguió de nuevo, esta vez más despacio.
—Se dividen a un ritmo normal —dijo en voz baja.
D'Agosta acarició el cigarro que llevaba en el bolsillo superior y preguntó:
—¿Y entonces?
—Ahora su vida media es un cincuenta por ciento más larga —contestó Margo.
D'Agosta la observó por un momento.
—He ahí el motivo de Kawakita —dijo por fin.
Alguien llamó suavemente a la puerta. Cuando Margo se disponía a abrir, entró Pendergast y los saludó a los dos inclinando la cabeza. Vestía de nuevo su impecable traje negro, y su rostro, aunque algo ojeroso, no revelaba indicios de su reciente expedición excepto por un leve arañazo sobre la ceja izquierda.
—¡Pendergast! —exclamó D'Agosta—. Ya era hora.
—Ciertamente —respondió el agente del FBI—. Suponía que lo encontraría aquí, Vincent. Siento haber tardado tanto en dar señales de vida. El viaje era algo más arduo de lo que preveía. Podría haber venido a informarle de mi encuentro media hora antes, pero he considerado que era esencial ducharme y cambiarme de ropa.
—¿Su encuentro? —preguntó Margo con incredulidad—. ¿Los ha visto?
Pendergast asintió con la cabeza.
—Eso, y muchas cosas más. Pero, para empezar, pónganme al corriente sobre la situación aquí arriba. Ya me he enterado de la tragedia del metro, claro está, y he visto a la policía montada preparada como para un desfile. Pero supongo que me he perdido muchas otras cosas.
Escuchó atentamente mientras Margo y D'Agosta le informaban sobre la verdadera naturaleza de la droga, las circunstancias de las muertes de Whittlesey y Kawakita, y el plan de inundar los túneles Astor. No interrumpió más que para formular unas cuantas preguntas cuando Margo resumió los resultados de sus experimentos.
—Fascinante —comentó al final—. Fascinante, y en extremo alarmante. —Tomó asiento junto a una mesa cercana y cruzó las delgadas piernas—. Todo eso presenta inquietantes paralelismos con mis propias investigaciones. Verán, en los túneles Astor existe un punto de reunión. Se halla en los restos de lo que en su día fue el Pabellón de Cristal, la estación de tren privada situada bajo el desaparecido hotel Knickerbocker. En el centro del pabellón, encontré una peculiar cabaña, construida de arriba abajo con cráneos humanos. Innumerables huellas convergían en esa cabaña. Enfrente había algo parecido a una mesa de ofrendas, junto con diversos artefactos. Mientras la examinaba, apareció en la oscuridad una de esas criaturas.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Margo casi a su pesar.
—Es difícil decirlo —respondió Pendergast, arrugando la frente—. No llegué a estar demasiado cerca, y el dispositivo de visión nocturna que llevaba no ofrece una buena resolución a cierta distancia. Parecía humano, o casi humano. Pero su modo de andar… en fin, no era normal. —Por lo visto, el agente del FBI no encontraba palabras para expresarse, cosa poco habitual en él—. Al correr se encorvaba de un modo extraño, sosteniendo algo contra el pecho que probablemente se proponía añadir a la cabaña. Lo cegué con un destello y disparé, pero el resplandor sobrecargó las gafas, y cuando recuperé la visión, la criatura había desaparecido.
—¿Le dio? —preguntó D'Agosta.
—Eso creo. Vi rastros de sangre. Pero en ese punto estaba ya impaciente por volver a la superficie. —Miró a Margo, enarcando una ceja—. Tengo la impresión de que unas criaturas son más deformes que otras. En todo caso, hay tres cosas indudables: son rápidas, ven en la oscuridad y su malevolencia no tiene límites.
—Y viven en los túneles Astor —añadió Margo, estremeciéndose—. Todas bajo la influencia del esmalte. Muerto Kawakita y privadas de las plantas, probablemente las ha enloquecido la necesidad.
—Eso cabría pensar —dijo Pendergast.
—Y esa cabaña que ha descrito debe de ser el lugar donde Kawakita administraba la droga —prosiguió Margo—. Al menos en la etapa final, cuando la situación empezaba a escapar a su control. Pero todo eso hace pensar en un comportamiento casi ceremonial.
—Exactamente —asintió Pendergast—. Sobre la entrada de la cabaña descubrí unos ideogramas japoneses que, traducidos a nuestro idioma, significan más o menos «Morada de lo Asimétrico». Con esa expresión se describe a veces a los salones de té japoneses.
D'Agosta frunció el entrecejo.
—¿Salones de té? No lo entiendo.
—Al principio tampoco yo lo entendía. Pero cuanto más pienso en ello, más clara veo la intención de Kawakita. El roji, una serie de piedras planas dispuestas de manera irregular ante la cabaña, la escasa ornamentación, el santuario sencillo e inacabado; todos esos son elementos de la ceremonia del té.
—Debía de preparar la planta en infusión, como el té —comentó Margo—. Pero por qué se tomaba tantas molestias… —Hizo una pausa—. A menos que el ritual en sí mismo…
—Eso mismo he pensado yo —convino Pendergast—. Con el tiempo, debió de resultarle cada vez más difícil controlar a esas criaturas. En algún momento dejó de vender la droga y comprendió que simplemente tenía que proporcionarla. Kawakita también estudió antropología, ¿no es cierto? Conocía, pues, el efecto apaciguador, amansador, del ritual y la ceremonia.
—Así que creó un ritual de reparto —dijo Margo—. Los chamanes de las culturas primitivas recurrían a menudo a esa clase de ceremonias para imponer orden y preservar su poder.
—Y se inspiró en la ceremonia del té —continuó Pendergast—. Si fue en una actitud reverente o irreverente, nunca lo sabremos. Aunque supongo que fue una de sus cínicas aportaciones, teniendo en cuenta los otros elementos que introdujo. ¿Recuerda las anotaciones quemadas que encontró en el laboratorio de Kawakita?
—Precisamente aquí las tengo —dijo D'Agosta. Sacó su bloc, buscó la hoja y se lo entregó a Pendergast.
—Ah, sí. Nube verde, pólvora, corazón de loto. Todo eso son tés verdes no demasiado corrientes. —Pendergast señaló el bloc—. Y esto: «pie azul amante del estiércol». ¿Le suena de algo, doctora Green?
—Me suena de algo, pero no sé de qué.
Pendergast arqueó los labios en una ligera sonrisa.
—No es una sola sustancia sino dos. Lo que los miembros de la comunidad Ruta 666 sin duda llamarían «champiñones».
—¡Claro! —Margo chasqueó los dedos—. Caerulipes y coprophila.
—Ahí me he perdido —admitió D'Agosta.
—El psilocybe pie azul y el psilocybe amante del estiércol —explicó Margo—. Son dos de los hongos alucinógenos más potentes.
—Y hay otra cosa, wysoccan —murmuró Pendergast—. Si la memoria no me engaña, eso es una bebida utilizada por los indios algonquinos en las ceremonias de iniciación. Contenía una cantidad considerable de escopolamina, un peligroso alucinógeno que provoca un estado de profunda narcosis.
—¿Eso, pues, viene a ser como la lista de la compra? —dijo D'Agosta.
—Quizá. Quizá Kawakita pretendía modificar el brebaje de algún modo, amansar a los consumidores de la droga.
—Si está en lo cierto, y Kawakita quería mantener bajo control a los consumidores de esmalte, ¿qué función cumplía esa cabaña de cráneos? —preguntó Margo—. Algo así, cabe pensar, tendría precisamente el efecto contrario, los incitaría más aún.
—Cierto —dijo Pendergast—. En este rompecabezas falta aún una pieza grande.
—Una cabaña, construida con cráneos —susurró Margo—. Eso lo he leído en algún sitio. Creo recordar que se mencionaba algo así en el diario de Whittlesey.
Pendergast la miró pensativamente.
—¿En serio? Interesante.
—Consultaremos el archivo. Podemos usar el terminal de mi despacho.
Los rayos del sol vespertino penetraban por la única ventana del pequeño despacho de Margo, extendiendo un manto dorado sobre los papeles y los libros. Observada por Pendergast y D'Agosta, se sentó ante su escritorio, se acercó el teclado y empezó a escribir.
—El año pasado el museo consiguió una subvención para escanear todos los cuadernos de notas de las expediciones y documentos similares e introducirlos en una base de datos —explicó—. Con un poco de suerte, encontraremos ahí el diario.
Inició una búsqueda simultánea de tres palabras: «Whittlesey», «cabaña» y «cráneos». En la pantalla apareció un único documento. Margo lo solicitó al instante e hizo avanzar el texto hasta la penúltima entrada. Mientras leía las frases, fríamente impersonales en el monitor, los recuerdos de dieciocho meses atrás acudieron inevitablemente a su memoria: ella sentada en un oscuro despacho del museo con Bill Smithback, mirando por encima del hombro del periodista en tanto él hojeaba con avidez el enmohecido cuaderno.
… Crocker, Carlos y yo seguimos adelante. Casi de inmediato nos detuvimos para reordenar el contenido de la caja. Un recipiente de muestras se había roto en el interior. Mientras me ocupaba de esa tarea, Crocker se desvió del camino y llegó a un pequeño claro donde había una cabaña medio derruida. Había sido construida completamente con cráneos humanos, sujetos mediante huesos humanos clavados al suelo como en un jacal. En su parte superior, los cráneos presentaban orificios dentados. Una mesa de ofrendas, hecha de huesos atados con tendones, ocupaba el centro de la cabaña. Sobre la mesa encontramos una estatuilla y extrañas tallas de madera.
Pero me estoy anticipando a los hechos. Llevamos hasta allí el equipo para investigar, volvimos a abrir la caja, sacamos la bolsa de herramientas, pero antes de que empezásemos a investigar una anciana nativa salió de pronto de la maleza tambaleándose —enferma o ebria, es imposible saberlo— y señaló la caja, gimiendo…
—Con esto basta —dijo Margo con involuntaria brusquedad, y salió del documento. Lo último que necesitaba en aquellos momentos era otro recordatorio del contenido de aquella siniestra caja.
—Muy curioso —comentó Pendergast—. Quizá deberíamos resumir lo que sabemos hasta ahora. Kawakita refinó la droga conocida como «esmalte», la probó con otras personas y luego consumió él mismo una versión mejorada. Los desafortunados consumidores, deformados por la droga y cada vez más sensibles a la luz, bajaron a los subterráneos. Ya en estado salvaje, empezaron a alimentarse de la gente sin hogar que vive bajo tierra. Ahora, muerto Kawakita y cortado el suministro de esmalte, se han intensificado sus cacerías.
—Y conocemos el motivo por el que Kawakita tomó la droga —añadió Margo—. Al parecer, la droga posee propiedades rejuvenecedoras, incluso alarga la vida. Esas criaturas recibieron una versión inicial de la droga. Y por lo visto Kawakita siguió perfeccionándola aun después de empezar a consumirla. Los especímenes de mi laboratorio no presentan anormalidades físicas. Pero la droga tiene efectos negativos hasta en su versión final, y prueba de ello es la conducta agresiva que ha provocado en los ratones e incluso los protozoos.
—Pero quedan aún tres dudas —dijo de pronto D'Agosta.
Pendergast y Margo se volvieron hacia él.
—Primero, ¿por qué lo mataron esas criaturas? Pues parece evidente que es eso lo que ocurrió.
—Quizá eran cada vez más incontrolables —sugirió Pendergast.
—O se volvieron contra él, considerándolo la causa de su lamentable estado —añadió Margo—. O quizá se estableció una lucha de poder entre él y una de las criaturas. Recuerde lo que escribió en su cuaderno: «Noto al otro cada día más impaciente.»
—Segundo —continuó D'Agosta—, ¿qué significa la otra nota de su cuaderno, donde menciona el herbicida, el thyoxin? Eso no encaja en ninguna parte. ¿O la vitamina D que, según usted, sintetizaba?
—Y no olvide que Kawakita también escribió en su cuaderno la palabra «irreversible» —dijo Pendergast—. Quizá al final se dio cuenta de que no podía enmendar el daño que había causado.
—Y eso podría explicar los remordimientos que se adivinan en sus notas —comentó Margo—. Según parece, concentró sus esfuerzos en evitar los cambios físicos originados por la droga, pero pasó por alto los efectos que podía tener en la mente la nueva cepa del virus.
—Tercero, y último —prosiguió D'Agosta—, ¿qué sentido tenía reconstruir esa cabaña de cráneos mencionada en el diario de Whittlesey?
Esta vez Margo y Pendergast permanecieron en silencio.
Por fin, Pendergast suspiró y dijo:
—Tiene razón, Vincent. La finalidad de eso me resulta incomprensible. Tan incomprensible como los extraños trozos de metal que encontré en la mesa de ofrendas.
Pendergast extrajo los objetos y los extendió sobre la mesa de trabajo de Margo. D'Agosta los cogió de inmediato y los examinó.
—¿No podrían ser simplemente desechos? —preguntó.
Pendergast negó con la cabeza.
—Estaban colocados con sumo esmero, casi con cariño, como reliquias en un relicario.
—¿Un qué?
—Un relicario —repitió Pendergast—, un lugar donde se exhiben objetos venerados.
—Personalmente no los encuentro muy dignos de veneración, la verdad. Parecen piezas de un tablero de mandos, o de un aparato eléctrico, quizá. —D'Agosta se volvió hacia Margo—. ¿Alguna idea?
Margo se apartó del escritorio, se levantó y se acercó a la mesa de trabajo. Cogió uno de los fragmentos de metal, lo observó por un momento y volvió a dejarlo.
—Podrían ser cualquier cosa —dijo, y cogió otro objeto, un tubo metálico con un extremo recubierto de goma gris.
—Cualquier cosa —repitió Pendergast—. Pero tengo la impresión de que cuando descubramos qué son, y por qué estaban dispuestos como objetos sagrados sobre una plataforma de piedra a una profundidad de treinta pisos bajo Nueva York, tendremos la clave del rompecabezas.
43
Hayward se echó al hombro el equipo antidisturbios, se ajustó la lámpara de visera que llevaba ceñida a la cabeza, y echó un vistazo a la multitud de uniformes azules que se arremolinaba en el patio central de la comisaría de la calle Cincuenta y nueve. Debía localizar la patrulla cinco, comandada por el teniente Miller; pero el amplio patio era un caos, donde todo el mundo intentaba encontrar a todo el mundo y, por consiguiente, nadie encontraba a nadie.
Vio aparecer al jefe Horlocker, que llegaba de pasar revista a las patrullas reunidas en la calle Ochenta y uno, bajo el museo. Horlocker se colocó al fondo del patio, junto al jefe de la Unidad de Respuesta Táctica, Jack Masters, un hombre enjuto de cara avinagrada. Masters, cuyos largos brazos colgaban normalmente a los costados como los de un simio, hacía ahora aspavientos mientras hablaba a un grupo de tenientes, dando palmadas a diversos mapas y trazando en ellos líneas imaginarias. A su lado, Horlocker asentía con la cabeza y sostenía un puntero semejante a un bastón con el que de vez en cuando señalaba un mapa para hacer hincapié en algún punto de especial importancia. Mientras Hayward los observaba, Horlocker despidió a los tenientes y Masters se proveyó de un megáfono.
—¡Atención! —bramó con voz ronca—. ¿Están ya agrupadas todas las patrullas?
A Hayward todo aquello le recordaba un campamento de niños exploradores.
Un confuso rumor que podía interpretarse como un «No» recorrió el patio.
—En ese caso, patrulla uno aquí —dijo Masters, señalando al frente—. Patrulla dos, en el lado sur.
Siguió asignando secciones del patio a las patrullas. Hayward se dirigió al punto de reunión de la patrulla cinco. Cuando llegó, el teniente Miller extendía un gran plano con el área de responsabilidad de su patrulla sombreada en azul. Miller llevaba un ligero uniforme de asalto gris cuyos holgados pliegues no conseguían ocultar su abundante capa de tejido adiposo.
—No quiero actos heroicos ni enfrentamientos —decía Miller—. ¿Entendido? Básicamente se trata de una misión propia de agentes de tráfico, nada extraordinario. Ante la menor resistencia, usen su máscara y el gas lacrimógeno. No se anden con rodeos; demuestren que la cosa va en serio. No obstante, no preveo problemas. Hagan bien su trabajo, y estaremos fuera dentro de una hora.
Hayward abrió la boca para intervenir, pero se contuvo. En su opinión, emplear gas lacrimógeno bajo tierra podía resultar un tanto arriesgado. En una ocasión, años antes de que la Policía de Tráfico perdiese su autonomía y se integrase como una unidad más en el Departamento de Policía de Nueva York, algún alto jefe sugirió que se usasen gases para sofocar un disturbio. Los agentes casi se sublevaron. El gas lacrimógeno tenía malas consecuencias incluso en la superficie, pero bajo tierra podía ser mortífero. Y por lo que Hayward veía en el plano, su patrulla debía cubrir los túneles de metro y mantenimiento situados a mayor profundidad bajo la estación de Columbus Circle.
Miller miró alrededor, balanceándose las gafas de sol que llevaba colgadas del cuello.
—Recuerden que la mayoría de los topos están enganchados a una cosa u otra, y muchos debilitados quizá por abusar de la bebida —dijo—. Demuéstrenles autoridad, y obedecerán. Limítense a ponerlos en movimiento y hacerlos salir como a ganado, ¿queda claro? Una vez que estén en marcha, azúcenlos para que no paren. Diríjanlos hacia este punto central, bajo el desvío número dos. Ése es el lugar de espera para las patrullas cuatro, cinco y seis. Cuando las tres patrullas se hayan reagrupado, conduciremos a los topos hasta aquí, la salida del metro más cercana al parque.
—¿Teniente Miller? —dijo por fin Hayward, incapaz de seguir callada un solo segundo más.
El teniente se volvió hacia ella.
—Yo he participado en el desalojo de algunos de esos túneles, y conozco bien a los topos. No va a ser tan fácil moverlos como usted piensa.
Miller abrió más los ojos, como si no la hubiese visto hasta ese momento.
—¿Usted? —preguntó, incrédulo—. ¿En las misiones de desalojo?
—Sí, señor —contestó Hayward, pensando que al siguiente que le preguntase eso iba a darle una patada en los huevos.
—¡Dios santo! —dijo Miller, moviendo la cabeza.
Se produjo un silencio mientras el resto de la patrulla observaba a Hayward.
—¿Hay aquí algún otro ex policía de tráfico? —preguntó Miller, mirando al grupo.
Otro agente levantó la mano. Hayward reparó de inmediato en sus rasgos más visibles: alto, negro, la constitución de un tanque.
—¿Nombre? —bramó Miller.
—Carlin —respondió el corpulento agente con un marcado acento sureño.
—¿Alguien más? —preguntó Miller.
Nadie contestó.
—Bien.
—Nosotros los ex policías de tráfico conocemos esos túneles —comentó Carlin con tono afable—. Es una lástima que no hayan incluido a más en esta excursión. Señor.
—¿Carlin? —repuso Miller—. Lleva el gas; lleva la porra; lleva la pistola. Así que no se mee en los pantalones. Y cuando necesite su opinión, se la preguntaré. —Miller miró alrededor—. Aquí hay demasiada gente. Esta acción requeriría un reducido grupo de élite. Pero el jefe lo quiere así, y las órdenes son órdenes.
Hayward echó también un vistazo al patio y calculó que habría unos cien agentes.
—Sólo bajo Columbus Circle viven por lo menos trescientos mendigos —dijo con toda tranquilidad.
—¿Ah, sí? ¿Y cuándo los ha contado por última vez? —preguntó Miller.
Hayward no contestó.
—Siempre tiene que haber uno así —masculló Miller sin dirigirse a nadie en particular—. Escúchenme bien. Esto es una operación táctica, y tenemos que estar unidos y obedecer órdenes. ¿Queda claro?
Varios hombres asintieron. Carlin miró a Hayward, dándole a entender cuál era su opinión de Miller.
—Muy bien. Iremos de dos en dos; elijan compañero —ordenó Miller, y enrolló el plano.
Hayward se volvió hacia Carlin, y él movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Al acercarse, Hayward comprobó que la corpulencia de Carlin, contra su primera impresión, no se debía al exceso de peso; era un hombre fuerte, con la complexión de un levantador de pesas, sin un gramo de grasa en ninguna parte.
—¿Qué tal? —preguntó Carlin—. ¿Dónde hacía la ronda antes de la fusión?
—Bajo la Penn Station. Me llamo Hayward.
Con el rabillo del ojo, Hayward advirtió una expresión de desdén en el rostro de Miller al verlos juntos.
—En realidad, esto es trabajo para un hombre —comentó Miller, mirando todavía a Hayward—. Siempre existe la posibilidad de que las cosas se pongan feas. No se lo echaremos en cara si…
—Estando aquí el agente Carlin —lo interrumpió Hayward—, hay hombre de sobra por los dos.
Lanzó una mirada de aprobación al fornido cuerpo de Carlin y luego fijó la vista maliciosamente en el vientre de Miller.
Varios hombres prorrumpieron en carcajadas, y Miller frunció el entrecejo.
—Ya les encontraré alguna tarea en retaguardia —dijo.
—¡Agentes del orden! —rugió de pronto Horlocker por el megáfono—. Disponemos de menos de cuatro horas para desalojar a los mendigos de los túneles situados bajo el Central Park y sus inmediaciones. Recuerden que exactamente a las doce de la noche millones de litros de agua del Reservoir se verterán en el sistema de colectores. El agua será canalizada con toda precisión; pero sería imposible tener la certeza de que la corriente no arrastrase a ningún mendigo. Por eso es imprescindible que lleven a cabo esta operación, y que mucho antes de esa hora haya sido evacuado todo el mundo de la zona indicada. Todo el mundo. No se trata de una evacuación temporal. Aprovecharemos esta ocasión única para desalojar de una vez por todas a los mendigos de esos túneles. Todos ustedes tienen ya asignadas misiones específicas, y los jefes de equipo han sido elegidos por su experiencia. No existe ningún motivo que impida completar la operación en el tiempo previsto.
»Lo tenemos ya todo preparado para proporcionar comida y cobijo a esa gente esta noche. Explíquenselo si es necesario. En los puntos de salida marcados en los planos los aguardan autobuses que los trasladarán a los centros de acogida de Manhattan y las otras zonas de la ciudad. No esperamos que opongan resistencia. Pero si eso ocurriese, ya conocen las órdenes.
Miró por un momento al grupo y luego volvió a levantar el megáfono.
—Sus compañeros de la sección norte ya han recibido detalladas instrucciones, e iniciarán la operación en el mismo momento que ustedes. Recuerden que, una vez en los subterráneos, las radios tienen un alcance limitado. Quizá puedan comunicarse entre sí y con los jefes de equipos cercanos; pero la comunicación con la superficie será intermitente en el mejor de los casos. Así pues, cíñanse al plan, cíñanse al horario, y lleven a cabo su parte. —Dio un paso al frente—. ¡Y ahora, agentes, en marcha!
Las filas de policías uniformados se cuadraron mientras Horlocker pasaba revista, dando palmadas en la espalda a algunos y pronunciando palabras de aliento. Al llegar a Hayward, se detuvo y la miró con expresión ceñuda.
—Usted es Hayward, ¿no? ¿La chica de D'Agosta?
Y una mierda, la «chica de D'Agosta», pensó.
—Trabajo con D'Agosta, señor —contestó.
Horlocker asintió con la cabeza.
—Muy bien. Adelante, pues.
—Eh, señor, creo que sería mejor… —empezó a decir Hayward, pero uno de los ayudantes de Horlocker acababa de reclamar su atención, balbuceando algo sobre una manifestación en el Central Park mucho más numerosa de lo previsto, y el jefe se marchó rápidamente.
Miller lanzó una mirada de advertencia a Hayward.
Cuando Horlocker salió del patio con su séquito de ayudantes, Masters cogió el megáfono y ordenó:
—Abandonen el recinto por patrullas.
Miller se volvió hacia su grupo con una sonrisa de medio lado y dijo:
—Muy bien, agentes, cacemos a unos cuantos topos.
44
El capitán Waxie salió de la comisaría del Central Park, un edificio antiguo con los muros de pudinga, y resoplando se adentró en la oscuridad de los árboles por el camino que torcía hacia el norte. A su izquierda iba un policía uniformado de la comisaría; a su derecha, Stan Duffy, ingeniero jefe de hidráulica del ayuntamiento. Duffy caminaba deprisa un par de pasos por delante de ellos y volvía la cabeza con impaciencia.
—No corra tanto —dijo Waxie, jadeando—. Esto no es una maratón.
—No me gusta estar en el parque tan tarde —respondió Duffy con voz atiplada—. Y menos con la oleada de asesinatos de los últimos días. Lo esperaba en la comisaría desde hacía media hora.
—Por encima de la calle Cuarenta y dos está todo paralizado —dijo Waxie—. Hay un atasco increíble. Es culpa de esa Wisher. Así, sin más, ha salido de la nada una manifestación.
Waxie movió la cabeza en un gesto de indignación. Habían colapsado Central Park West y Central Park South, y aún quedaban manifestantes rezagados en la Quinta Avenida, provocando un caos inimaginable. «Si yo fuese el alcalde —pensó—, los habría metido a todos en la cárcel.»
Al cabo de un momento apareció a su derecha el quiosco de música, vacío y en silencio, adornado con una capa de pintadas de una densidad inconcebible, un paraíso para los atracadores. Duffy le lanzó una nerviosa mirada y se apresuró más aún.
Siguiendo el East Drive, dejaron atrás el estanque. A lo lejos, más allá de los sombríos límites del parque, Waxie oía gritos y aplausos, bocinazos y ruido de motores. Miró su reloj: las ocho y media. El plan era iniciar la secuencia de desagüe a las ocho cuarenta y cinco. Apretó el paso. Tenían el tiempo justo.
El Centro de Medición del Reservoir del Central Park se hallaba en un viejo edificio de piedra a unos quinientos metros al sur del Reservoir. Waxie lo veía ya entre los árboles, una única luz brillando tras una ventana sucia. Aminoró la marcha mientras Duffy, que se había adelantado, metía una llave en la cerradura de la pesada puerta metálica. Al abrirse hacia adentro, reveló una sala de piedra pobremente decorada con mesas de mapas y polvorientos instrumentos hidrométricos olvidados hacía mucho tiempo. En un rincón, en marcado contraste con el resto del material, había un complejo equipo informático, compuesto de varios monitores, impresoras y periféricos de aspecto extraño.
Cuando entraron, Duffy cerró la puerta con llave y se dirigió a la consola.
—Es la primera vez que hago esto —dijo con tono intranquilo, sacando de debajo de un escritorio un manual que pesaba por lo menos siete kilos.
—No nos venga ahora con ésas —replicó Waxie.
Duffy dirigió hacia él sus ojos amarillentos. Por un momento dio la impresión de que se disponía a hablar. Pero finalmente se concentró en el manual y pasó hojas durante varios minutos. Después se volvió hacia el ordenador y empezó a teclear. Una serie de comandos apareció en el monitor más grande.
—¿En qué consiste esto? —preguntó Waxie, desplazando de una pierna a otra el peso de su cuerpo. Debido al alto grado de humedad de la sala, le dolían las articulaciones.
—Es muy sencillo —contestó Duffy—. El agua procedente de los montes Catskill inferiores alimenta por gravedad el Reservoir del Central Park. Por grande que el Reservoir parezca, contiene sólo un volumen de agua equivalente al consumo de Manhattan durante tres días. Es en realidad un depósito de almacenamiento temporal, utilizado para absorber subidas y bajadas en el nivel de demanda. —Seguía tecleando—. Este sistema de control está programado para anticiparse a esas subidas y bajadas, y ajusta el caudal de entrada al Reservoir conforme a eso. Puede abrir y cerrar compuertas en lugares tan alejados como la montaña Storm King, a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí. El programa tiene en cuenta los datos sobre consumo de agua de los últimos veinte años, introduce como factor los partes meteorológicos más recientes, y realiza una estimación continua de la demanda. —Sintiéndose a salvo entre las paredes de su cubil, Duffy siguió explayándose a gusto sobre su especialidad—. A veces se producen desviaciones respecto a la estimación, claro está. Cuando la demanda es menor que la prevista y afluye demasiada agua hacia el Reservoir, el ordenador abre el desagüe principal y vierte el agua sobrante en los colectores y cloacas. Cuando la demanda es inesperadamente alta, se cierra el desagüe principal y en los pantanos de nuestra área hidrográfica se abren las compuertas necesarias para aumentar el caudal de entrada.
—¿En serio? —dijo Waxie, que había perdido el interés a partir de la segunda frase.
—Ahora voy a anular el automatismo para abrir simultáneamente las compuertas de los pantanos y el desagüe principal. Así aumentará el caudal de entrada y el exceso se desaguará inmediatamente en el alcantarillado. Es una solución sencilla y elegante. Sólo tengo que programar el sistema para que a las doce de la noche libere medio millón de metros cúbicos de agua, es decir, unos quinientos millones de litros, y después vuelva al modo de funcionamiento automático.
—¿El Reservoir no se quedará seco, pues? —preguntó Waxie.
Duffy sonrió con indulgencia.
—Sinceramente, capitán, no tenemos la menor intención de alarmar a la población. Créame, esto pude hacerse con una mínima incidencia en el suministro de agua. Dudo que el nivel del Reservoir baje más de un metro. Es un sistema increíble, la verdad. Cuesta creer que se proyectase hace más de un siglo; los ingenieros de entonces se anticiparon incluso a las necesidades de hoy en día. —Su sonrisa se desvaneció—. Aun así, nunca se ha realizado un desagüe a esta escala. ¿Está convencido de que quiere ponerlo en marcha? Todas las válvulas abiertas a la vez… en fin, lo único que puedo asegurarle es que va a provocar una crecida de mil demonios ahí abajo.
—Ya ha oído al jefe —respondió Waxie, frotándose la protuberante nariz con el pulgar—. Usted preocúpese sólo de que funcione.
—Funcionará, eso sin duda —afirmó Duffy.
Waxie le apoyó una mano en el hombro.
—Claro que funcionará —dijo Waxie—. Porque si no, acabará de operario de compuertas en la planta depuradora del Bajo Hudson.
Duffy soltó una nerviosa carcajada.
—Sinceramente, capitán —repitió—, no hay necesidad de amenazas.
Duffy continuó tecleando, y Waxie empezó a pasearse por la sala. El agente uniformado permanecía inmutable junto a la puerta, observando la maniobra sin interés.
—¿Cuánto tardará en verterse ese volumen de agua? —preguntó Waxie al cabo de un rato.
—Unos ocho minutos.
Waxie lanzó un gruñido de sorpresa.
—¿Ocho minutos para verter quinientos millones de litros?
—Si no he entendido mal, quieren que el agua se vierta lo más deprisa posible para inundar los túneles más profundos de la zona del Central Park y limpiarlos por completo, ¿no es así?
Waxie asintió con la cabeza.
—Ocho minutos implican que el sistema de desagüe operará al ciento por ciento de su capacidad. Naturalmente, tardaremos unas tres horas en tener a punto todos los dispositivos hidráulicos. Cuando todo esté listo, será cuestión simplemente de desaguar el Reservoir e inyectarle agua a través de los acueductos procedentes del norte del estado. Así impediremos que el nivel del Reservoir caiga excesivamente. La operación debe realizarse con suma precisión, porque si el caudal de entrada fuese mayor que el de salida… en fin, se produciría un desbordamiento de grandes proporciones en el Central Park.
—Espero, pues, que sepa lo que se trae entre manos —advirtió Waxie—. Quiero que se cumpla el horario previsto, sin retrasos ni fallos técnicos.
El sonido del tecleo se hizo más pausado.
—Deje de preocuparse —dijo Duffy con un dedo suspendido sobre una tecla—. No habrá el menor retraso. Pero no cambien de idea, porque en cuanto pulse esta tecla, todo dependerá del sistema hidráulico. No podré detenerlo. Comprenda…
—Apriete la tecla de una puñetera vez —ordenó Waxie con impaciencia.
Duffy pulsó la tecla con un gesto teatral y se volvió hacia Waxie.
—Hecho —anunció—. Ahora sólo un milagro podría evitar la inundación de los túneles. Y por si no lo ha oído decir, en Nueva York están prohibidos los milagros.
45
D'Agosta observó las piezas de goma y metal cromado dispuestas sobre la mesa, cogió una y volvió a dejarla, irritado.
—Es lo más raro que he visto en mi vida —dijo—. ¿No podrían haber estado allí por casualidad?
—Le aseguro, Vincent —respondió Pendergast—, que habían sido colocadas con sumo cuidado en el altar, como si fuesen una ofrenda. —El despacho quedó en silencio mientras Pendergast se paseaba inquieto de un lado a otro—. Hay otra cuestión que me preocupa. Kawakita, al fin y al cabo, cultivaba la planta en acuarios. ¿Por qué lo mataron y quemaron el laboratorio? ¿Por qué acabaron con su única fuente de suministro? Si algo aterroriza a un adicto, es perder a su proveedor. Y el laboratorio fue incendiado intencionadamente. Dijo usted que se detectaron restos de sustancias inflamables en las cenizas.
—A menos que la cultivasen también en otra parte —sugirió D'Agosta, tocándose distraídamente el bolsillo delantero de la chaqueta.
—Adelante, enciéndalo —dijo Margo.
D'Agosta la miró.
—¿En serio?
Margo sonrió y asintió con la cabeza.
—Sólo por esta vez. Pero no se lo diga a la directora Merriam.
A D'Agosta se le iluminó la cara.
—Será nuestro secreto —prometió.
Sacó el cigarro, perforó la base con la punta de un lápiz, se acercó a la ventana y levantó la hoja corredera. Encendió el cigarro y exhaló satisfecho la nube de humo sobre el Central Park.
«Ojalá yo tuviese un vicio que me proporcionase la mitad del placer que ése», pensó Margo, observando despreocupadamente a D'Agosta.
—He considerado la posibilidad de una fuente alternativa de suministro —proseguía Pendergast—. Durante mi expedición permanecí atento a cualquier indicio de un jardín subterráneo. Pero no lo encontré. Una plantación así requiere agua quieta y aire libre. No se me ocurre dónde podrían ocultarla bajo tierra.
Acodándose en el alféizar de la ventana, D'Agosta lanzó otra bocanada de humo azul.
—Fíjense qué caos —comentó, señalando hacia el sur con el mentón—. A Horlocker va a darle una ataque cuando vea eso.
Margo se aproximó a la ventana y recorrió con la mirada el exuberante manto verde del Central Park, umbrío y misterioso bajo los rayos rosados del sol poniente. A su derecha, en Central Park South, oyó el sonido lejano de innumerables bocinas. Una gran muchedumbre de manifestantes llegaba en esos momentos a Grand Army Plaza, moviéndose con el lento fluir de la melaza.
—Eso sí es una manifestación —dijo.
—¡Que si lo es! —repuso D'Agosta—. Y además esa gente vota.
—Espero que el coche que llevaba al doctor Frock no se haya quedado atrapado en el atasco —susurró Margo—. No soporta las multitudes.
Dejó vagar la mirada en dirección norte, más allá de la Sheep Meadow y la fuente de Bethesda, y contempló el plácido óvalo formado por el Reservoir. A media noche, aquella tranquila masa de agua vertería medio millón de metros cúbicos de muerte en los niveles más profundos de Manhattan. De pronto la asaltaron los remordimientos al pensar en los rugosos que serían arrastrados por la crecida. Pero de inmediato volvieron a su memoria las jaulas de ratones ensangrentadas, la súbita ferocidad de los B. meresgerii. Aquélla era una droga siniestra, una droga que multiplicaba por mil la agresividad natural con que la evolución había dotado a casi todos los seres vivos. Y Kawakita, él mismo infectado, creía que el proceso era irreversible…
—Me alegro de no estar ahí abajo —masculló D'Agosta, fumando pensativamente.
Margo movió la cabeza en un gesto de asentimiento. De reojo veía a Pendergast pasearse por el despacho, cogiendo objetos y dejándolos de nuevo en su sitio.
Cuando mañana vuelva a salir el sol, pensó Margo, el volumen del Reservoir se habrá reducido en medio millón de metros cúbicos. Su mirada se posó en la superficie del agua, donde se reflejaban los últimos rayos de sol en tonos anaranjados, rojizos y verdes. Era una bella vista, su callada calma en contraste con el alboroto de los manifestantes y los bocinazos de los desesperados conductores a veinte manzanas de allí.
De pronto Margo frunció el entrecejo. Nunca había visto reflejos verdes a la puesta del sol.
Estirándose hacia adelante, observó con atención la superficie del agua, que la sombra empezaba a cubrir rápidamente. En el menguante resplandor, vio con claridad opacas manchas verdes en el agua. Una sospecha extraña y horrible cobró forma en su mente de manera espontánea. «Agua quieta y aire libre», había dicho Pendergast.
Es imposible, pensó Margo. Alguien se habría dado cuenta. ¿O quizá no?
Se dio media vuelta y miró a Pendergast. El agente del FBI advirtió su expresión y se detuvo al instante.
—¿Margo? —preguntó, enarcando una ceja.
Margo, en silencio, se volvió de nuevo hacia la ventana. Pendergast siguió su mirada, contempló por un momento el Reservoir, y su cuerpo se tensó. Cuando miró de nuevo a Margo, ella notó en sus ojos la misma sospecha.
—Mejor será que echemos un vistazo —susurró Pendergast.
El Reservoir del Central Park estaba separado de la pista para footing que lo rodeaba por una alta valla de tela metálica. D'Agosta agarró la base de la valla y dio un violento tirón hacia arriba, dejando un hueco para pasar. Seguida de cerca por Pendergast y D'Agosta, Margo corrió por el camino de grava hasta la orilla. Allí se metió en el agua y vadeó hasta un grupo de extrañas plantas acuáticas, aterrorizada por una sensación de familiaridad. Arrancó la más cercana y la levantó, observando sus raíces carnosas y chorreantes.
—Liliceae mbwunensis —dijo—. Están cultivándola en el Reservoir. Así planeaba Kawakita resolver el problema del suministro. Los acuarios eran limitados. De manera que no sólo manipuló genéticamente la droga, sino que además híbrido la planta para adaptarla a un clima templado.
—He ahí su fuente alternativa —comentó D'Agosta, todavía con el cigarro en la boca.
Vadeando hasta Margo, Pendergast hundió las manos en el agua, arrancó varias plantas y las examinó en la escasa luz del crepúsculo. Varias personas que trotaban en torno al Reservoir interrumpieron su robótica carrera y contemplaron boquiabiertos la inusitada escena: una joven con bata de laboratorio, un hombre corpulento con un cigarro en los labios que resplandecía como una tea y un hombre alto de clarísimo cabello rubio con un traje negro a medida metidos hasta el pecho en el depósito de suministro de agua de Manhattan.
Pendergast alzó una de las plantas y vio que de su tallo pendía una gran vaina pardusca. La vaina estaba enroscada y abierta.
—Están granando —murmuró—. Desaguando el Reservoir, simplemente se verterá la planta y su mortífero contenido en el río Hudson… y en el mar.
Se produjo un silencio, roto sólo por los lejanos bocinazos.
—Pero esta planta no crece en agua salada —prosiguió Pendergast—. ¿Verdad, doctora Green?
—No, claro que no. La salinidad… —Una espantosa idea se abrió paso hasta la conciencia de Margo—. ¡Dios santo, qué estúpida he sido!
Pendergast se volvió hacia ella con las cejas enarcadas.
—La salinidad —repitió Margo.
—No la entiendo —dijo Pendergast.
—El único organismo unicelular afectado por el virus fue el B. meresgerii —continuó Margo lentamente—. Existe una diferencia entre el B. meresgerii y los otros organismos en que probamos la droga. En las cápsulas de Petri que contenían el B. meresgerii empleamos un medio de cultivo salino. El B. meresgerii es un organismo marino. Vive en un entorno salino.
—¿Y? —preguntó D'Agosta.
—Es un método habitual para activar un virus. Basta con añadir al medio de cultivo una pequeña cantidad de solución salina. En el agua fría y dulce del Reservoir, la planta permanece aletargada, pero cuando esas semillas lleguen al mar, el agua salina activará el virus. Y propagará la droga por el ecosistema.
—En el Hudson, la corriente de marea llega más arriba de Manhattan —añadió Pendergast.
Margo soltó la planta y retrocedió.
—Ya hemos visto el efecto que tenía la droga en un solo organismo microscópico. Si se propaga por el mar, sabe Dios cuál será el resultado final. La ecología marina podría alterarse radicalmente. Y la cadena alimentaria depende de los mares.
—Un momento —intervino D'Agosta—. El mar es muy grande.
—El mar distribuye las semillas de muchas plantas de agua dulce y plantas terrestres —dijo Margo—. ¿Quién sabe qué plantas y animales colonizará el virus? Y en realidad poco importará si la planta se propaga por el mar, o si las semillas consiguen llegar a los estuarios y las marismas.
Pendergast salió del agua y se echó al hombro la planta, manchándose la espalda con las nudosas raíces.
—Nos quedan tres horas —anunció.