Hombres de cinco jiaos
De los diarios de Lenny Abramov
5 DE SEPTIEMBRE
Querido diario:
Mi äppärät no se conecta. Yo no me puedo conectar.
Hace casi un mes de mi última entrada en el diario. Lo siento mucho. Pero no me puedo conectar con nadie de manera inteligible. Ni siquiera contigo, diario mío. Cuatro jóvenes se han suicidado en nuestros complejos de edificios, y dos de ellos dejaron notas en las que decían que eran incapaces de imaginar un futuro sin sus äppäräti. Uno de ellos dejó escrito, de forma harto elocuente, que «intentaba alcanzar la vida», pero solo encontraba «paredes y pensamientos y rostros», lo cual no le parecía en absoluto suficiente. Necesitaba que le otorgaran una puntuación, saber cuál era su lugar en el mundo. Y puede que suene ridículo, pero yo le entiendo. Estamos todos muertos de aburrimiento. Mis manos anhelan la conexión, quiero conectar con mis padres y con Vishnu y con Grace, quiero llorar a Noah en su compañía. Pero lo único de que dispongo es Eunice y mi Muro de Libros. Así que trato de Disfrutar De Lo Que Tengo, que es uno de mis principales lemas.
El trabajo ha estado bien. Algo borroso, pero incluso lo borroso es mejor que la lenta agitación de la realidad. Básicamente, trabajo solo ante mi escritorio, con un bol de sopa de miso medio volcado al lado. No he vuelto a pasar el rato con Joshie desde La Bofetada. Anda por ahí, negociando con el FMI o con los noruegos o los chinos o cualquiera que aún le preste un poco de atención. Howard Shu, con lo burro que es, se ha convertido en el representante de los cuatro gatos que aún quedamos en Poshumanos. Ronda por ahí con una carpeta anticuada y nos dice lo que tenemos que hacer. Antes de la Ruptura, nunca habríamos tolerado algo tan jerarquizado, pero ahora hasta nos gusta que nos den instrucciones, aunque sea a ladridos. De momento, mi trabajo consiste en enviarles a nuestros clientes mensajes urgentes de Wapachung Emergencias para cerciorarnos de que están bien, pero también para controlar sutilmente sus negocios, sus matrimonios, sus hijos y sus finanzas. Para asegurarnos de que nosotros estamos a salvo y de que nuestros pagos mensuales siguen llegando.
No va a ser fácil. Nadie trabaja. Los maestros no cobran, o eso he oído. No hay colegio. Los niños andan sueltos por la nueva y difícil ciudad. Me topé con un chico de las Casas Vladeck, que no tendría más de diez o doce años, sentado junto a la tienda árabe y lamiendo el interior de una bolsa vacía de algo llamado «Clück», cuyo envoltorio advertía que estaba «¡inspirado en auténtico sabor a pollo!». Cuando me senté a su lado, el chico apenas podía levantar la vista para mirarme. De manera puramente instintiva, saqué el äppärät y apunté con él al crío, como si eso pudiera mejorar las cosas. Luego saqué un billete marrón de veinte yuanes y lo dejé a sus pies. Inmediatamente, lanzó la mano hacia él. El billete acabó arrugado en su puño. Y el puño, oculto tras su espalda. Su rostro se fue torciendo lentamente para observar el mío. La mirada siniestra que me dedicó no era precisamente de gratitud. Su aspecto me decía: Déjame en paz con mi recién adquirida fortuna, o te zurraré con mis últimas fuerzas. Lo dejé ahí con el puño a la espalda y la vista clavada en mis pies, que se alejaban.
No sé qué está pasando. O la ciudad está totalmente acabada o ya apunta a la redención. Hay nuevas señales. «Turismo de Nueva York: ¿Estás preparado para la Ruptura?» o «Nueva York: ¿tienes agallas para sobrevivir?».
Hasta donde alcanzo a ver, las formas más evidentes de empleo en la zona de Manhattan son esas «Obras en Marcha de Staatling-Wapachung» que prometen «Una hora de trabajo honrado = Una moneda de cinco jiaos. Se sirve un almuerzo nutritivo». Hileras de hombres se dedican a abrir el asfalto, a cavar zanjas y a llenarlas de cemento. Esos hombres de cinco jiaos deambulan por la ciudad con las manos en los bolsillos e inútiles pinganillos de äppärät en las orejas, cual orgullosos leones mudos. Son entre jóvenes y de mediana edad, de escaso pelo emblanquecido por el sol, tiránicas quemaduras que resaltan en sus caras y cuellos, onerosas camisetas adquiridas en tiempos mejores y ríos de sudor deslizándoseles estómago abajo. Picos, palas y suspiros profundos, pues ya no se gruñe para ahorrar energía. Vi al viejo amigo de Noah, Hartford Brown, que apenas unos meses atrás ponía el culo en un yate que navegaba por las Antillas, trabajando por cinco jiaos la hora en la calle Prince. Se le veía cascado, la mitad de su cuerpo bronceada y la otra mitad pelada; su rostro levemente rollizo había perdido toda su textura, cual loncha gorda de jamón. Si pueden lograr que un gay fabuloso trabaje de esa manera, me dije, ¿qué no harán con el resto de nosotros?
Me acerqué a él mientras blandía el pico y noté cómo se me metía en las fosas nasales su apestoso sudor.
—Hartford —le dije—, soy Lenny Abramov, el amigo de Noah. —De algún horrible lugar de su interior emergió una exhalación igualmente horrible—. ¡Hartford! —insistí.
Apartó la vista. Alguien con un megáfono estaba chillando, «¡Ponte a currar, Morenito!». Le di un billete de cien yuanes, que aceptó, aunque tampoco me dio las gracias, y volvió acto seguido a darle al pico.
—Hartford —le dije—, ¡oye! No tienes por qué seguir trabajando. Cien yuanes son doscientas horas de trabajo. Tómatelo con calma. Descansa un poco. Ponte a la sombra.
Pero él seguía picando de manera mecánica, evitando mi presencia, de vuelta ya a su mundo, que empezaba con el pico al hombro y terminaba con el pico en el suelo.
De vuelta al hogar, Eunice se estaba encargando de organizar las tareas de apoyo a la gente mayor. No sé por qué. ¿Vestigios de su educación cristiana? ¿Pena por no poder ayudar a sus propios padres? Voy a hacer como que me lo creo.
La muchacha se pateaba todos los pisos de nuestros cuatro inmuebles, hasta un total de ochenta, llamaba a cada puerta y si encontraba a algún anciano, tomaba nota de sus necesidades de comida y agua, y se cercioraba de que las vituallas aparecieran a la semana siguiente en uno de esos convoyes de Staatling-Wapachung Servicios que organizaba Joshie. ¿Por qué nos estará ayudando? Supongo que se siente culpable por Noah y lo del transbordador, o puede que por La Bofetada. En cualquier caso, necesitamos lo que nos consigue.
Eunice entregaba el agua en persona —con mi asistencia esporádica— en cada apartamento, comprobaba que todas las puertas y ventanas estuviesen abiertas para mejorar la circulación del aire y se sentaba ahí para escuchar cómo los viejos lloraban por sus hijos y nietos, que andaban desperdigados por todo el país y por quienes temían lo peor. De vez en cuando, me pedía ayuda para interpretar ciertas palabras en yiddish («ese farkakteh de Rubenstein», «Rubenstein, ese shlemiel», «el enano pisher de Rubenstein»), pero en general se quedaba ahí sentada, abrazando a los vejetes mientras sus lágrimas polinizaban los polvorientos felpudos y las castigadas alfombras del siglo pasado. Cuando las mujeres más mayores (casi todos nuestros residentes de edad avanzada pertenecen al gremio de las viudas) olían especialmente mal, Eunice les limpiaba las sucias bañeras, ayudaba a las temblorosas ancianas a meterse en ellas y las bañaba. Era una tarea que yo encontraba especialmente repugnante —¡cómo temía acabar cuidando algún día de mis padres de manera tan táctil como concienzuda, que es lo que la tradición rusa esperaba de mí!—, pero Eunice, a quien le daba dentera cualquier olor extraño procedente de la nevera o el hedor de las uñas de mis pies tras varios esquinazos a la pedicura, no le hacía ascos a esa carne floja y manchada que tenía entre manos.
Vimos morir a una mujer. Bueno, fue Eunice quien la vio. Creo que fue un infarto. Era incapaz de decir nada, esa criatura marchita sentada junto a una mesita de café cubierta de inútiles mandos a distancia, con un retrato enmarcado a su espalda del rabino Lubavitcher, mostrando orgulloso su hermosa barba. «Aican», iba diciendo mientras escupía sin querer por encima del hombro de Eunice. Y después, con mayor vehemencia, «¡Aican, aican, aican!».
¿Pretendería decir I can[1]? Salí del apartamento porque me sentía incapaz de revivir el recuerdo de mi propia abuela tras el ataque final, cuando iba en silla de ruedas y se tapaba con el chai como podía porque le preocupaba parecer indefensa ante el mundo.
Los viejos me daban miedo, temía su mortalidad, pero cuanto más miedo me daban, más me enamoraba de Eunice Park. Me rendí ante ella de una manera tan completa e inevitable como lo había hecho en Roma, donde la había confundido con una persona distinta y más fuerte. Mi problema era que no podía ayudarla a encontrar a sus padres y a su hermana. Ni siquiera con mis contactos en Staatling era capaz de averiguar qué había sido de su familia en Fort Lee. Un día, Eunice me dijo que podía sentir que aún estaban vivos y a salvo… Un sentimiento que me sorprendió por su ingenuidad casi religiosa, pero que, al mismo tiempo, me hizo desear poder creer lo mismo acerca de los Abramov.
Aican, aican, aican.
Han pasado muchas cosas desde la última vez que te escribí, querido diario, algunas de ellas horrorosas, la mayoría vulgares. Supongo que lo más importante que se me ocurre es el hecho de que las cosas con Eunice están mejorando, de que a través de la depresión compartida por lo que le ha ocurrido a nuestra ciudad, a nuestros amigos y a nuestras vidas, nos hemos sentido más próximos. Como no podemos conectarnos al äppärät, estamos aprendiendo a depender el uno del otro.
En cierta ocasión, tras un largo fin de semana dedicado a bañar y frotar a nuestros mayores, hasta me pidió que le leyera.
Me dirigí al Muro de Libros y me hice con La insoportable levedad del ser, de Kundera, cuya portada había pillado yo a Eunice examinando tiempo atrás, recorriendo con el dedo el contorno de ese bombín que volaba sobre los edificios de Praga. Había comentarios laudatorios sobre el autor y su obra en la primera página del libro, procedentes de The New Yorker, The Washington Post, The New York Times (el auténtico, no el Lifestyle Times) y hasta de algo llamado Commonweal. ¿Qué había sido de todas esas publicaciones? Recuerdo haber leído el Times en el metro, plegándolo cómo podía mientras me apoyaba contra la puerta, atrapado por las palabras, preocupado por caerme al suelo o por pisar a alguna belleza ligera de ropa (siempre había una, por lo menos), pero aún más asustado ante la posibilidad de perder el hilo del artículo que tenía delante: la puerta del vagón me cascaba el espinazo, y el ruido que me envolvía era espantoso, pero ahí estaba yo tan feliz, a solas con mis palabras.
Al leer el libro de Kundera, noté una ansiedad creciente a medida que las frases de esas castigadas páginas amarillentas me salían de la boca. Acabé respirando trabajosamente. En mi adolescencia había leído ese libro varias veces, doblando el extremo de muchas páginas en las que la filosofía de Kundera coincidía con la mía. Pero ahora hasta tenía dificultades para absorber todos los conceptos, así que no sé qué entendería Eunice. La insoportable levedad del ser era un novela de ideas ambientada en un país que no significaba nada para ella, en una época —la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968— que, para mi chica, podía no haber ni existido. Eunice había aprendido a amar a Italia, pero esa era una tierra más digerible y elegante, un país de Imágenes.
En las primeras páginas, Kundera habla de varias figuras históricas abstractas: Robespierre, Nietzsche, Hitler… Por el bien de Eunice, tenía ganas de que el hombre se centrara en la trama, introdujera personajes reales «vivos» —recordé que se trataba de una historia de amor— y se olvidara del mundo de las ideas. Ahí estábamos, dos personas tumbadas en la cama: Eunice reposando su preocupada cabeza en mi hombro y yo tratando de que sintiéramos algo en común. Deseaba que ese lenguaje complejo, esta exhibición de intelecto, derivara hacia el amor. ¿No era eso lo que hacía la gente un siglo atrás, leerse poesía?
En la página ocho, di con una parte que había subrayado en mis tiempos de adolescente melancólico y virginal. «Lo que solo sucede una vez… es como si no hubiera sucedido nunca. Si solo disponemos de una vida es como si nunca hubiésemos vivido.» Yo había añadido al lado, en borrosas mayúsculas, «¿¿¿CINISMO EUROPEO O ATERRADORA VERDAD???». Leí de nuevo esas líneas, de manera lenta y enfática, directamente hacia la orejita fresca y limpia de cera de Eunice, y mientras lo hacía me preguntaba si no sería tal vez ese libro el que había puesto en marcha mi búsqueda de la inmortalidad. En cierta ocasión, el mismo Joshie le había dicho a un cliente muy importante: «La vida eterna es la única vida que merece la pena. Todo lo demás no es más que una polilla revoloteando en torno a la luz». No se había percatado de que yo estaba a la puerta de su despacho. Regresé a mi cubículo bañado en lágrimas, sintiéndome abandonado a la nada, como una polilla, pero atónito ante el inusual lirismo de Joshie. Me refiero a lo de la polilla. Conmigo nunca hablaba así. Siempre subrayaba las cosas positivas de mi breve existencia; el hecho, sin ir más lejos, de que tenía amigos, podía permitirme frecuentar buenos restaurantes y nunca pasaba demasiado tiempo a solas.
Seguí leyendo, sintiendo en el pecho la solemne respiración de Eunice. El protagonista, Tomas, empezaba a mantener relaciones sexuales con diferentes damas checas de lo más atractivas. Releí varias veces un pasaje en el que la amante de Tomas estaba de pie ante él, vestida únicamente con bragas, sujetador y un bombín negro. Señalé el bombín negro de la portada. Eunice asintió, pero yo tenía la impresión de que Kundera había envuelto el fetichismo en demasiadas palabras como para que ella pudiese obtener lo que su generación le exigía a cualquier forma de contenido: un rápido incremento de la excitación, un abordaje temporal de la satisfacción.
Hacia la página sesenta y cuatro, la novia de Tomas, Tereza, y la amante de este, Sabina, están tomando fotografías la una de la otra, desnudas, cubiertas tan solo por el recurrente bombín negro. «Ella estaba totalmente a merced de la amante de Tomas», leí dos páginas después mientras le guiñaba el ojo a Eunice. «Esa hermosa sumisión fascinaba a Tereza.» Repetí las palabras «hermosa sumisión». Eunice se puso tensa. Se quitó las EntregaTotal de un manotazo y se echó hacia arriba para hundirme la cara entre sus piernas. Con el libro parcialmente abierto en una mano, la agarré del trasero con la otra mientras introducía la lengua de la manera habitual en su abertura. Se apartó un momento y me dejó mirarla a la cara. Confundí su expresión con una sonrisa. Era otra cosa, una ligera apertura de la boca, con el labio inferior torcido a la derecha. Se trataba de estupor: el estupor de ser amada por completo. El milagro de no recibir golpes. Recuperó su posición sobre mi cara y soltó unos gruñidos de una agudeza atiplada jamás oída. Era como si hablase en un idioma extranjero, un idioma que había pasado a la historia y que se había quedado atascado en el sonido primigenio «guh». La aparté de mí, no muy convencido de que estuviese disfrutando.
—¿Quieres que paremos? —le pregunté. Pero ella se propulsó sobre mi rostro y se movió a mayor velocidad.
Después, regresó a su percha en mi hombro, olisqueando con interés el sendero que me había dejado en la barbilla. Volví a la lectura. Leí en voz alta las hazañas del ficticio Tomas y sus muchas amantes. Pasé páginas en busca de fragmentos más jugosos con los que alimentar a Eunice. La historia se trasladaba a Zúrich y luego volvía a Praga. La pequeña nación checoslovaca acababa hecha añicos por el imperialismo soviético (que a su vez, aunque el autor no podía saberlo mientras escribía el libro, también acabaría hecho añicos apenas veintitrés años después). En la novela, los personajes tenían que adoptar decisiones políticas que al final no significaban nada. El concepto de lo kitsch era atacado de manera justa, aunque implacable. Kundera me obligaba a cuestionarme la mortalidad una vez más.
La mirada de Eunice se había ido apagando y la luz de sus ojos había desaparecido, ya no estaba presente en esas negras órbitas gemelas, habitualmente cargadas con un mandato irreprimible de rabia y deseo.
—¿Te estás enterando de algo? —le pregunté—. Igual deberíamos parar.
—Estoy escuchando —medio susurró.
—Pero ¿lo estás entendiendo? —insistí.
—La verdad es que nunca he aprendido a leer textos —repuso—. Solo sé escanearlos en busca de información.
Solté una risita estúpida.
Y ella se echó a llorar.
—Oh, nena, lo siento —me disculpé—. No pretendía reírme. Ay, nena.
—Lenny —me dijo ella.
—Hasta yo estoy teniendo problemas para pillarlo. No es tan solo cosa tuya. Leer es difícil. Se supone que la gente ya no tiene que hacerlo. Estamos en una era posliteraria. Ya sabes, una era visual. Después de la caída de Roma, ¿cuántos años transcurrieron hasta que apareció un Dante? Muchos, muchísimos.
Seguí largando en este plan durante unos cuantos minutos. Eunice se trasladó al salón. Cuando me quedé solo, arrojé a lo lejos La insoportable levedad del ser. Tenía ganas de hacer pedazos esa novela. Me toqué la piel, que conservaba su humedad. Me entraron ganas de salir pitando del apartamento, en dirección a la empobrecida noche de Manhattan. Echaba de menos a mis padres. En tiempos duros, los débiles buscan a los fuertes.
En el salón, Eunice había abierto el äppärät y se concentraba en la última página de compras que había almacenado la memoria antes de que las comunicaciones se interrumpiesen. Podía ver que había abierto instintivamente un torrente de LandOLakes dedicado al Pago de Crédito, pero cada vez que intentaba acceder a la información de su cuenta, acababa echando la cabeza hacia atrás como si le hubieran pegado un puñetazo.
—No puedo comprar nada —se quejó.
—Eunice —le dije—, no tienes por qué comprar nada. Vente a la cama. No tenemos que seguir leyendo. No tenemos por qué volverlo a hacer. Te lo prometo. ¿Cómo podemos ponernos a leer cuando la gente necesita nuestra ayuda? Es un lujo. Un lujo de lo más idiota.
Cuando la luz matutina alcanzó todo su esplendor, Eunice se enroscó finalmente junto a mí, cubierta de sudor, derrotada. Ignoramos la mañana e ignoramos la jornada. Y también ignoramos el día siguiente. Pero cuando me desperté al tercer día, mientras el calor se abría paso a través de la ventana abierta, Eunice ya no estaba. Corrí hacia el salón: ni rastro. Bajé a la zona de recepción. Les pregunté a los viejos que lo ensuciaban todo si la habían visto. Notaba que el corazón se me detenía y que la sangre se me retiraba de manos y pies.
Cuando por fin apareció, al cabo de veinte horas («Fui a dar una vuelta. Necesitaba salir de aquí. No es tan peligroso, Lenny. Lamento que te inquietaras»), acabé arrodillado en la posición habitual, suplicándole que me perdonara algún pecado impreciso, rezando por su compañía y su sonrisa de verdad, rogándole que no me volviera a abandonar.
Aican, aican, aican.