La falacia de la mera existencia
De los diarios de Lenny Abramov
6 DE JUNIO
Querido diario:
Ahí va un mensaje de Joshie que se materializó en mi äppärät justo después de mi ordalía en el JFK:
QUERIDO MACACO, ¿YA DE REGRESO? AQUÍ CANTIDAD CAMBIOS POSITIVOS Y RECORTES; PUEDES QUEDARTE EN ROMA CUANTO GUSTES; SALARIO Y EMPLEO EN EL FUTURO = YA HABLAREMOS.
Pero ¿a qué coño venía eso? ¿Estaba Joshie Goldman, mi jefe y mi segundo padre, a punto de despedirme? ¿Me habría enviado a Europa para quitarme de en medio?
Aún conservo un viejo cuaderno de cuando era pequeño y llevo tiempo esforzándome por darle alguna utilidad. Así pues, le arranqué una genuina hoja de papel, la puse sobre la mesita de centro y empecé a escribir esto a mano.
ESTRATEGIA DE SUPERVIVENCIA A CORTO PLAZO,
SEGUIDA DE INMORTALIDAD, TRAS EL REGRESO A NUEVA YORK DESPUÉS DEL DESASTRE EUROPEO.
Por Lenny Abramov,
licenciado y Máster en Administración de Empresas.
1) Trabajar duro para Joshie: demostrar que eres necesario en lo que haces; demostrar que no eres tan solo la mascota del profesor, sino un pensador creativo y un Proveedor de Contenidos; disculparte por los escasos resultados en Europa; conseguir un aumento de sueldo; recortar gastos; ahorrar dinero para tratamientos iniciales de descronificación; aumentar la propia perspectiva de vida en veinte años y luego seguir adelante de forma exponencial, hasta alcanzar el impulso necesario para conseguir la Extensión Vital Indefinida.
2) Conseguir que Joshie te proteja: evocar el lazo paterno-filial en respuesta a la situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos judíos de terror e injusticia.
3) Querer a Eunice: aunque esté lejos, intenta pensar en ella como potencial compañera; medita sobre sus pecas y hazte sentir amado por ella para rebajar los niveles de estrés y sentirte menos solo. ¡¡¡Deja que el potencial de su dulzura amplíe tu felicidad!!! Luego suplícale que venga a Nueva York y déjala convertirse, sucesivamente, en amante reticente, compañera cautelosa y esposa joven y bonita.
4) Preocuparte por tus amigos: queda con ellos justo después de ver a Joshie e intenta recrear una sensación de comunidad con tus eternos compadres Noah y Vishnu.
5) Ser amable con tus padres (dentro de un orden): puede que se porten mal contigo, pero representan tu pasado y tu identidad. 5a) Busca similitudes con tus progenitores: ellos crecieron en una dictadura, ¡¡¡y tú también puedes acabar viviendo en una!!!
6) Disfrutar de lo que tienes: no estás tan mal como otra gente. Piensa en ese pobre gordinflón del avión (¿Dónde está ahora? ¿Qué le estarán haciendo?) y siéntete feliz en comparación.
Plegué el papel y me lo metí en la cartera por si había que consultarlo. «Y ahora —me dije—, ¡a por ello!»
Primero, disfruté de lo que tengo (punto número 6). Empecé por los setenta metros cuadrados que constituyen mi parte de la isla de Manhattan. Vivo en la última zona de clase media de la ciudad, en lo alto de un zigurat de ladrillo rojo erigido por un sindicato de trabajadores judíos del textil en las orillas del río East, en la época en que los judíos cosían ropa para vivir. Digan lo que digan, esos espantosos edificios están llenos de auténticos viejos con historias reales que contar (aunque esas historias resultan a menudo prolijas y difíciles de seguir; por ejemplo, ¿quién demonios era ese tal Dillinger?).
Luego disfruté de mi Muro de Libros. Conté los volúmenes de mi estantería modernista de siete metros de longitud para cerciorarme de que ninguno estaba fuera de sitio o había sido utilizado por mi realquilado para atizar el fuego.
—Os considero sagrados —les dije a los libros—. Solo yo me preocupo por vosotros. Estaréis conmigo eternamente. Y un día conseguiré que volváis a ser importantes.
Pensé en esa terrible calumnia de la nueva generación según la cual los libros huelen mal. Por si acaso, ante la posible llegada de Eunice Park, decidí curarme en salud y darle al ambientador Chorro de Flor Silvestre PinoSol en las proximidades de mis queridos tomos, abanicando con las manos esos zumos atomizados en la dirección del lomo. Luego disfruté de mis demás posesiones, del mobiliario de diseño modular, de la estilizada electrónica y de la cómoda de los años 50 inspirada en Le Corbusier, rebosante de recuerdos de pasadas relaciones, algunos muy agradables y con olor a zonas íntimas, otros impregnados en ese tipo de tristeza que debería aprender a ignorar. Disfruté de esa mesa de la terraza tan difícil de montar (seguía teniendo una pata más corta que las otras) y me tomé al fresco un café no romano bastante asqueroso, contemplando el concurrido cielo en torno a los rascacielos del centro de la ciudad, situado a unas veinte manzanas de distancia, mientras helicópteros civiles y militares pasaban junto a la extremada aguja de la Torre de la Libertad y demás rutilancias de la zona. Disfruté de los bloques bajitos de apartamentos que ocupan mi más cercano campo de visión, las llamadas Casas Vladeck, cuyo ladrillo rojo se solidariza con el nuestro, aunque tales edificios no parezcan muy orgullosos de sí mismos, sino más bien resignados en su necesidad, con sus miles de residentes dispuestos a recibir el calor del verano y, si se me permite especular, el amor del verano. Incluso a treinta metros de distancia, a veces oigo los dolorosos gritos de amor que emiten los vecinos desde detrás de sus costrosas banderas puertorriqueñas, por no hablar de sus violentos berridos.
Con el amor en la cabeza, decidí disfrutar de la estación. Para mí, la transición de mayo a junio está marcada por el cambio radical de los calcetines hasta la rodilla por los tobilleros. Me puse unos pantalones blancos de lino, una camisa con estampado de pingüinos y unas cómodas deportivas malayas, consiguiendo así fácilmente un gran parecido con la mayoría de nonagenarios de mi edificio. Mis vecinos forman parte de una CJN —Comunidad de Jubilados Naturales—, que es una especie de Florida instantánea para aquellos demasiado débiles o pobres como para poder ser trasladados a Boca Ratón con tiempo suficiente para asistir a su propio funeral. Bajando en el ascensor, rodeado por bregados vejestorios en sillas de ruedas motorizadas junto a sus cuidadores jamaicanos, conté la cosecha diaria de fiambres que aparecía en la Lista de la Muerte colgada junto a los botones. Solo en los últimos dos días, cinco vecinos de la CJN habían pasado a mejor vida. La señora que ocupaba el piso de encima del mío, el E-707, que tenía ochenta y tantos años y se llamaba Naomi Margolis, había fallecido, y su hijo David invitaba a sus eclécticos vecinos —los jóvenes profesionales de Crédito y Medios, las viejas planchadoras viudas y socialistas, y los cada vez más extendidos judíos ortodoxos— a «disfrutar de su recuerdo» en su casa de Teaneck, Nueva Jersey. Yo admiraba a la señora Margolis por haber vivido tanto, pero una vez se acepta la idea de que un recuerdo es, en cierto modo, el sustituto de un ser humano, igual se acaba renunciando a Extensión Vital Indefinida. Creo poder decir que yo, aunque admiraba a la señora Margolis, también la odiaba. La odiaba por renunciar a la vida, por dejar que las olas fueran y vinieran, haciendo lo que querían con su cuerpo marchito. Es posible que detestara a todos los viejos de mi edificio y les desease una rápida desaparición para poder concentrarme en mi propia lucha contra la mortalidad.
Con mi enrollado atuendo de carcamal, eché a andar tan pimpante por la calle Grand hacia el parque del río East, subiéndome a cada acera con ese profundo «ay» que tanto se oye en mi vecindario. Me senté en mi banco favorito, cerca del poderoso anclaje del puente de Williamsburg, observando cómo una parte de la estructura parecía un montón de cartones de leche puestos unos encima de otros. Disfruté de las madres adolescentes de las Casas Vladeck mientras atendían las quejas de sus hijos («¡Me ha picado una abeja, mamá!»). Me encantaba oír un idioma hablado realmente por niños. Verbos exagerados, pronombres explosivos, preposiciones bellamente mal usadas. Lenguaje, no datos. ¿Cuánto faltaría para que esos críos se retiraran al denso mundo del äppärät que hace clic-clac, típico de sus agobiadas madres y ausentes padres?
Luego me fijé en una señora china de aspecto saludable, muy adecuada para el disfrute visual, y la seguí a paso de tortuga por la calle Grand y luego por East Broadway, viendo cómo palpaba exóticos tubérculos y manoseaba algunos pescados de escamas plateadas. Iba de compras con suma pachorra, haciéndose con todo lo que se le ponía a tiro, y acto seguido, después de cada adquisición, corría hacia uno de los postes de telégrafo de madera que ahora flanqueaban las calles.
En Roma, mi amigo Sandi, el de la moda, me había hablado de los Postes de Crédito, refocilándose en lo chulo que era su diseño retro, en el modo en que la madera tenía un aspecto intencionadamente nudoso en algunos sitios y en cómo el cable habitual había sido sustituido por ristras de bombillas de colores. La apariencia anticuada de los postes pretendía evocar una época más vigorosa de la historia de nuestra nación, exceptuando los pequeños contadores LED situados a la altura de los ojos que registraban tu nivel de Crédito al pasar. En lo alto de los Postes, había cartelitos de la Autoridad de Restauración Estadounidense en varios idiomas. En las zonas de Chinatown de East Broadway, los rótulos estaban en inglés y en chino —«¡Estados Unidos felicita a sus compradores!»—, junto al dibujo de una desdichada hormiga corriendo feliz hacia una montaña de regalos de Navidad bien envueltos. En las secciones latinas de la calle Madison, estaban en inglés y en español —«No te lo gastes todo, huevón»—, y se veía un saltamontes de ceño fruncido vestido de inmigrante mexicano de los años cuarenta y mostrando los bolsillos vacíos. Había textos alternativos en los tres idiomas:
El barco está lleno.
Evite la deportación.
Latinos: a ahorrar.
Chinos: a gastar.
Mantenga SIEMPRE su nivel de Crédito dentro del límite.
AUTORIDAD DE RESTAURACIÓN ESTADOUNIDENSE
«¡JUNTOS SORPRENDEREMOS AL MUNDO!»
Sentí un rutinario escalofrío liberal al ver cómo razas enteras de seres humanos podían ser reducidas y estereotipadas de forma tan sumaria, pero también me descubrí interesado cual mirón en ver el nivel de Crédito de la gente. La vieja china ostentaba un digno 1400, pero otros, como las jóvenes madres latinas y hasta un disoluto adolescente hasídico que iba echando el bofe por la calle, mostraban unos saldos en luz roja parpadeante de menos de 900, lo cual me llevó a preocuparme por ellos. Pasé por delante de uno de los Postes, dejando que captara la información de mi äppärät, y pude ver mi propio saldo, que era de unos impresionantes 1520. Pero había un asterisco rojo parpadeando junto al resultado.
¿Seguiría incordiándome la nutria?
Le envié un mensaje de GlobalTeens a Nettie Fine, pero lo único que obtuve por respuesta fue la sorprendente frase DESTINATARIO BORRADO. ¿Y eso qué quería decir? Nunca borran a nadie de GlobalTeens. Intenté encontrarla por GlobalTrace, pero conseguí algo aún más terrorífico: DESTINATARIO INENCONTRABLE/INACTIVO. Pero ¿a qué clase de persona no se podía encontrar en este mundo?
Cuando estaba en Roma, solía quedar para comer con Sandi en Da Tonino y hablábamos de lo que más añorábamos de Manhattan. En mi caso, se trataba de las empanadillas de cerdo frito con cebolleta de la calle Eldridge; en el suyo, de las señoras mayores negras de la compañía del gas o de la oficina del paro que le llamaban «chato», «cariño» y a veces «guapo». Él decía que no era una cosa gay, sino que, más bien, esas mujeres negras le hacían sentirse tranquilo y cómodo, como si de repente le hubiera caído encima el amor maternal de una perfecta desconocida.
Supongo que eso es lo que esperaba ahora de la INACTIVA Nettie Fine, con Eunice a seis husos horarios de distancia, con los Postes de Crédito reduciendo a todo el mundo a un simple número de tres cifras, con un gordo inocente sacado a empujones de un avión y con Joshie diciéndome «salario y empleo en el futuro = ya hablaremos»: un poco de amor maternal.
Recorrí de cabo a rabo la zona este de la calle Grand tratando de sentirme en casa, de restablecer mi dominio del territorio. Pero no se trataba únicamente de los Postes de Crédito. El barrio había cambiado desde que me había ido a Roma un año atrás. Todos los negocios moribundos seguían allí, decadentes covachas de linóleo con nombres como A-OK Pizza Shack, frecuentado por parroquianos pobretones que plantaban las zarpas en un viejo terminal de ordenador mientras se tragaban los tufos del aceite de las pizzas y una costrosa edición de 1988 en diez tomos de El nuevo libro de la ciencia popular criaba polvo en algún rincón, a la espera de algún cliente que supiera leer. Pero había un plus de desgana en la población: esos desempleados que deambulaban por la calle cubierta de huesos de pollo como si la hubieran agarrado con una pinta de alcohol de grano en vez de beberse unas cuantas botellas de cerveza Negra Modelo, con el rostro hundido por el peso del efecto depresivo que yo siempre asocio con mi padre… Una niña angelical de siete años, con trenzas, le estaba gritando a su äppärät: «¡La próxima vez que esa negra asome el culo, la voy a hostiar en la tripa!». Una anciana judía de mi edificio se había caído sobre el asfalto recalentado por el sol y sus amigas habían formado a su alrededor un círculo protector mientras ella daba vueltas cual tortuga. Junto a la verja de alambre afilado que delineaba un proyecto interrumpido de apartamentos de lujo, un borracho con una guayabera inmunda se bajaba los pantalones y se disponía a evacuar. Yo ya había visto a ese caballero jiñar en público con anterioridad, pero la expresión de dolor de su rostro y la manera en que se frotaba las desnudas caderas mientras cagaba, como si el sol de junio no bastara para calentárselas, así como los terribles gruñidos que escupía en dirección al nuboso cielo de nuestra ciudad, me hicieron sentir como si mi calle natal se estuviera alejando de mí hasta caer en el río East, deslizándose en una nueva arruga temporal en la que todos nos bajaríamos los pantalones para ciscarnos con furia sobre la madre tierra.
Una tanqueta con la insignia de la Guardia Nacional del Ejército de Nueva York estaba aparcada junto a un bache enorme en el frecuentado cruce de Essex con Delancey. Llevaba montada en el techo una ametralladora Browning del calibre 50 con una rotación de 180 grados, hacia delante y hacia atrás, que parecía un metrónomo retrasado y que cantaba bastante en el paisaje movido pero pacífico del Lower East Side. El tráfico estaba bloqueado por toda la calle Delancey. Un tráfico silencioso, además, pues nadie se atrevía a tocarle la bocina a un vehículo militar. La esquina de la calle se vació a mi alrededor hasta que me quedé solo, con la vista clavada en el cañón del arma como un idiota. Levanté las manos en señal de pánico y salí pitando de allí.
Me estaban amargando el pretendido disfrute. Saqué la lista que había redactado a mano y decidí hacer uso inmediato del Punto Número 2 (Hacer que Joshie te proteja). Junto a una recién chapada cafetería pija del Bowery llamada Powertea, encontré un taxi y me dirigí a la guarida de mi segundo padre en el Upper East Side.
La división de Servicios Poshumanos de la Corporación Staatling-Wapachung se encuentra en una antigua sinagoga de estilo morisco cerca de la Quinta Avenida. Se trata de un edificio de aspecto fatigado que rebosa de arabescos, contrafuertes majaretas y otras basurillas que remiten a un Gaudí muy menor. Joshie lo compró en una subasta por tan solo ochenta mil dólares cuando la congregación plegó velas tras ser timada unos años atrás en cierta estafa piramidal judía.
Lo primero en que reparé a mi regreso fue el olor de costumbre. En los Servicios Poshumanos se fomenta el uso contundente de un ambientador especial hipoalergénico de aire orgánico, pues el aroma de la inmortalidad es complicado. Los suplementos, la dieta, las muestras constantes de sangre y piel para diferentes pruebas físicas y el temor a los componentes metálicos que se encuentran en la mayoría de los desodorantes crean una curiosa variedad de olores posmortales, siendo el más benigno de ellos el conocido como «aliento de sardina».
Con una o dos excepciones, no he hecho amigos en mi trabajo de los Servicios Poshumanos desde que cumplí los treinta. No es fácil hacerse amigo de algún mocoso de veintidós años que se escandaliza ante el rápido crecimiento de su nivel de glucosa en sangre o que envía un GroupTeen con su índice de adrenalina junto a una carita sonriente. Cuando la inscripción del retrete reza «Los niveles de insulina de Lenny Abramov son de aúpa», a uno se le inflan un tanto las narices, lo que a su vez eleva los niveles de cortisol asociados al estrés y propicia la crisis celular.
De todos modos, cuando crucé la puerta esperaba reconocer a alguien. El santuario principal y con adornos dorados de la sinagoga estaba lleno de hombres y mujeres jóvenes vestidos con airado desaliño posuniversitario, pero proyectaban desde algún punto entre los ojos el mensaje de que eran la personificación de aquel viejo éxito de Whitney Houston que ya he mencionado anteriormente: es decir, que los niños eran de facto el futuro. En los Servicios Poshumanos teníamos ya personal suficiente como para repoblar las originales Doce Tribus de Israel, que tan bien representadas estaban, por cierto, en las vidrieras del santuario. Qué aburridos resultábamos todos a su luz de un azul oceánico.
El arca en que suelen estar guardadas las Torahs había sido retirada, y en su lugar colgaban cinco gigantescas pantallas de horarios Solari que Joshie había rescatado de diferentes estaciones ferroviarias italianas. En vez de las horas de arrivi y de partenze de los trenes que salían o llegaban a Florencia o a Milán, la pantalla retráctil exhibía los nombres de los empleados de Servicios Poshumanos junto a los resultados de nuestras últimas pruebas físicas, nuestros niveles de metilación y de homocisteína, nuestra testosterona y estrógenos, nuestra insulina y triglicéridos y, lo más importante de todo, nuestros «indicadores de tono y estrés», que siempre debían responder a la clasificación «positivo/emprendedor/dispuesto a contribuir», pero que, con la suficiente aportación de colegas competitivos, podía cambiarse a «el cabrón está hoy de mala hostia» o «este mes no ha dado ni golpe». Ese día en concreto, las placas blanquinegras giraban locamente y las letras y los números mutaban —con un ruidito de lo más molesto— para formar nuevas cifras y palabras, mientras un desafortunado Aiden M. era degradado de «acusa la terrible pérdida de un ser querido» a «deja que la vida personal interfiera en la laboral», y de ahí a «no se lleva bien con los demás». Lo más preocupante de todo era que muchos de mis antiguos colegas, incluyendo a mi compatriota ruso, el brillante maníaco depresivo Vasily Greenbaum, estaban marcados con la temible leyenda TREN CANCELADO.
Y por lo que a mí respecta, ni siquiera figuraba en la lista.
Me posicioné en mitad del santuario, debajo de Los Paneles, intentando formar parte de los discretos murmullos que se producían a mi rededor.
—Hola —dije. Y separando los brazos—: ¡Lenny Abramov!
Pero mis palabras desaparecieron en la nueva cobertura de madera a prueba de ruidos mientras varias configuraciones de jóvenes, algunos de ellos cogidos del brazo, como si hubieran quedado para salir, atravesaban el santuario en dirección a la Cocina de Soja o a la Sala de la Eternidad, dejándome para que escuchara expresiones y abreviaturas como «Política Blanda», «Reducción de Daños», «TPESOPRA», «PRGV», «TIMATOV» o «Rubenstein el Enculador»; y, entre risas femeninas, «Macaco». ¡Mi alias! Alguien había reconocido mi relación especial con Joshie y la evidencia de que la había utilizado para hacerme el importante por aquí.
Se trataba de Kelly Nardl. Mi querida Kelly Nardl. Una chica delicada y bajita de mi edad por la que me sentiría fatalmente atraído si me viese capaz de pasarme la vida a menos de tres mesas de distancia de su aroma animal no desodorizado. Me dio la bienvenida con un beso en cada mejilla, como si fuese ella la que acababa de volver de Europa, y me llevó de la mano hacia su pulcro y reluciente escritorio situado en lo que había sido el despacho del Cantor.
—Te voy a hacer un plato de saludables verduritas, chato —me dijo, y con esa única frase consiguió reducir mis temores a la mitad. En Servicios Poshumanos no te despiden después de servirte un buen repollo. Las verduras son una señal de respeto. También hay que decir que Kelly constituía una excepción en la estirada gente de por aquí: había crecido entre la amabilidad y la gentileza de Luisiana y era como una Nettie Fine más joven y menos histérica (espero que Nettie esté viva y en buen estado, donde quiera que se encuentre).
Me quedé detrás de Kelly mientras ella esparcía berros dorados por una estepa de col rizada siberiana. Apoyé las manos en sus sólidos hombros y respiré su agria vitalidad. Kelly inclinó una cálida mejilla sobre una de mis muñecas, un gesto tan familiar que me hacía pensar que nos habíamos conocido en una vida anterior. Sus pálidos y bonitos muslos asomaban bajo unos modestos pantalones cortos de estilo militar, y recordé nuevamente que tenía que disfrutar; en este caso, de cada centímetro de la imperfección de Kelly.
—Oye —le dije—, ¿han cancelado el tren de Vasily Greenbaum? Tocaba la guitarra y hablaba un poco de árabe. Y cuando no estaba totalmente deprimido, siempre se sentía muy «dispuesto a contribuir».
—Cumplió los cuarenta el mes pasado —suspiró Kelly—. Y no alcanzó los resultados previstos.
—Yo también estoy a punto de cumplirlos —dije—. ¿Y por qué no figura mi nombre en Los Paneles?
Kelly no dijo nada. Estaba troceando una coliflor con un cuchillo de seguridad más bien romo y el sudor le perlaba la blanca frente. En cierta ocasión, Kelly y yo habíamos compartido una botella de vino —o de «resveratrol», como le llamamos los Post Humanos— en un bar de tapas de Brooklyn, y después de acompañarla a su violento edificio de Bushwick, me preguntó si algún día podría enamorarme de una mujer de una decencia tan compulsiva como discreta (respuesta: no).
—¿Y quien sigue aquí de la vieja pandilla? —pregunté con voz temblorosa—. No he visto el nombre de Jami Pilsner. Ni el de Irene Po. ¿Es que nos van a despedir a todos?
—A Howard Shu le va bien —repuso ella—. Lo han ascendido.
—Estupendo —dije.
Entre los que habían conservado el empleo tenía que figurar ese canijo cabrón de Shu, mi compañero de clase en la Universidad de Nueva York, el tipo que, a lo largo de los últimos doce años, me había superado en todas las competiciones más infames de esta vida. En mi opinión, hay algo un tanto triste en los empleados de Servicios Poshumanos, y para mí, el implacable y altamente eficaz Howard Shu personifica esa tristeza. Lo cierto es que aunque creamos ser el futuro, no lo somos. Somos sirvientes y aprendices, no clientes inmortales. Recogemos nuestros yuanes, nos tomamos nuestros elementos nutricionales, nos pinchamos, sangramos y medimos ese líquido de color púrpura oscuro de mil maneras distintas, y hacemos de todo menos rezar, pero al final seguimos condenados a morir. Ya puedo yo tomarme en serio el genoma y el corazón, y emprender una guerra nutricional contra mi desastroso E4 hasta convertirme en una lechuga andante, pero nada me curará de mi principal defecto genético:
Mi padre es un celador de un país pobre.
El padre de Howard Shu vende tortugas en miniatura por las calles de Chinatown. Kelly Nardl es rica, pero no lo suficiente. La escala de riqueza con la que crecimos ya no está vigente.
El äppärät de Kelly iluminaba el aire que la rodeaba, y ella estaba volcada en las necesidades de un centenar de clientes. Tras la decadencia cotidiana de Roma, nuestras oficinas resultaban muy sobrias. Todo estaba bañado en colores suaves y en el saludable resplandor de la madera natural; el material de oficina, cubierto con sarcófagos estilo Chernóbil cuando no se utilizaba; los simuladores de ondas alfa, ocultos tras pantallas japonesas, acariciando nuestros hiperactivos cerebros con rayos tranquilizantes. Había algunos cuadritos humorísticos repartidos por la zona, con frases como «A las féculas, diles que no», «¡Alegra esa cara, que el pesimismo mata!», «No hay nada como las células ricas en telómeros» o «LA NATURALEZA TIENE MUCHO QUE APRENDER DE NOSOTROS». Y ondeando al viento sobre el escritorio de Kelly, un cartel mostraba el dibujo de un hippy al que le estaban atizando en la cabeza con un manojo de brócoli:
SE BUSCA
Por robo de electrones.
Por asesinato del ADN.
Por maligno daño celular.
ABBIE «RADICAL LIBRE» HOFFMAN
CUIDADO: el sujeto puede estar armado y ser peligroso.
No intenten detenerle.
Llamar de inmediato a las autoridades e incrementar
la ingesta de la coenzima Q10.
—Creo que me iré a mi mesa —le dije a Kelly.
—Cariño —repuso ella, poniendo sus largos dedos en torno a los míos: se podría ahogar a un gatito en el inmenso azul de sus ojos.
—Ay, Señor —dije—. No me lo digas.
—No tienes mesa. Bueno, te la ha cogido alguien. Ese chico nuevo de Brown-Yonsei. Se llama Darryl, creo.
—¿Dónde está Joshie? —pregunté automáticamente.
—Regresando de Washington —lo comprobó en su äppärät—. Se estropeó su avión particular, así que vuelve en un vuelo comercial. Llegará hacia la hora del almuerzo.
—¿Y yo qué hago? —susurré.
—Te iría bien parecer más joven —dijo Kelly—. Cuídate más. Ve a la Sala de la Eternidad. Ponte un poco de Lexin-DC concentrado debajo de los ojos.
La Sala de la Eternidad estaba abarrotada de jóvenes malolientes consultando sus äppäräti o tumbados en sofás con la vista clavada en el techo, relajándose, respirando adecuadamente. Un aroma a té verde introdujo un matiz de nostalgia en mi situación generalizada de pánico. Yo ya estaba allí cuando inauguraron la Sala de la Eternidad cinco años atrás, en lo que había sido el salón de banquetes de la sinagoga. Howard Shu y yo habíamos necesitado tres años para eliminar el olor a carne asada.
—Hola —le dije a cualquiera dispuesto a escucharme. Miré hacia los sofás, pero apenas quedaba espacio en ninguno para sentarse. Saqué el äppärät, pero observé que todos los chicos nuevos llevaban el último modelo en forma de guijarro colgado del cuello, como Eunice. Por lo menos, tres de las chicas allí presentes eran atractivas de un modo que trascendía la cosa física y remitía sus suaves e indeterminadas facciones y sus tristes ojos marrones a la antigua Mesopotamia.
Me acerqué al minibar en que servían el té verde sin azúcar, además del agua alcalinizada y los 231 elementos nutricionales del día. Cuando estaba a punto de darle a los aceites de pescado y a los pepinillos, que mantienen la inflamación a distancia, alguien se rió de mí: se trataba de una risa femenina y, por consiguiente, más dañina de lo habitual. Repartidos al buen tuntún sobre los preciosos sofás, mis compañeros de trabajo parecían personajes de una teleserie sobre jóvenes de Manhattan que recordaba haber visto de manera compulsiva en mi adolescencia.
—Acabo de volver tras un año en Roma —dije, intentando hacerme el sobrado—. Por allí no hay más que hidratos de carbono. Necesito almacenar elementos esenciales a punta pala. ¡Me encanta estar de regreso, chicos!
Silencio. Pero mientras me daba la vuelta para atacar los suplementos, alguien dijo:
—¿Cómo va eso, Macaco?
Era un muchacho con un leve atisbo de bigote, un mono gris con las palabras TXUPA POYA impresas a la altura del pecho y una especie de cinta roja en el cuello. Lo más probable es que se tratara de Darryl, el de Brown, el que me había quitado la mesa. No podía tener más de veinticinco años. Le sonreí, miré el äppärät, suspiré como si me esperara un trabajo del copón y luego eché a andar como si tal cosa hacia la puerta de la Sala de la Eternidad.
—¿A dónde vas, Macaco? —me preguntó mientras me bloqueaba la salida con su escuálido cuerpo de prieto trasero, me plantificaba en la cara su äppärät y me inundaba las fosas nasales con su potente olor orgánico—. ¿No quieres hacernos algún trabajito sanguíneo, colega? He visto que tenías los triglicéridos a 135. Y eso era antes de que escaparas a Europa cual vulgar guarrilla.
Más algarabía al fondo de la sala: era evidente que a las mujeres les encantaba tan tóxica bronca.
Retrocedí.
—Uno treinta y cinco se mantiene dentro de la normalidad—. ¿Cuál era aquel acrónimo que había utilizado Eunice?—. DPC —dije—. Solo te estoy Dando Por Culo.
Más risas, el atisbo al fondo de una barbilla de peltre, el brillo de unas manos sin vello acariciando estilizados colgantes tecnológicos cargados de información correcta. Momentáneamente, vi la prosa de Chéjov ante mis ojos, su descripción de Laptev, el hijo del comerciante moscovita, quien «sabía que era feo, pero ahora era consciente de que la fealdad se extendía por todo su cuerpo».
Aún así, el animal acorralado en el que me había convertido plantaba cara.
—Tío —le dije a mi agresor, recordando cómo me había llamado aquel joven grosero del avión al quejarse del olor de mi libro—. Tío, puedo sentir tu rabia. Tú tranquilo, que me someteré a una prueba de sangre, pero ya que estamos, pues vamos a medir también tus niveles de cortisol y epinefrina. Voy a colocar tus niveles de estrés en Los Paneles. No te relacionas bien con los demás.
Pero nadie escuchó mis sensatas palabras. El sudor que relucía en mi frente de cavernícola me delataba. Era una invitación general. Que el joven se coma al viejo. El tío del TXUPA POYA me empezó a empujar hasta que sentí el frío de las paredes de la Sala de la Eternidad contra el escaso pelo que me quedaba. Me clavó el äppärät en la cara. La pantalla mostraba mis datos sanguíneos de hacía un año.
—¿Cómo te atreves a volver por aquí tan pancho con ese índice de masa corporal que tienes? —me espetó—. ¿Te crees que te vas a hacer con una de nuestras mesas? ¿Después de un año cagándola en Italia? Lo sabemos todo de ti, Macaco. Te voy a meter por el culo un churro repleto de hidratos de carbono como no te largues ahora mismo.
A su espalda, se produjo una gigantesca algarabía de telecomedia: un inmenso guauuuu de alegre ira y feliz consternación, la apoteosis del sentimiento tribal contra su miembro más débil.
Dos latidos y medio después, los berridos cesaron de manera abrupta.
Oí murmurar Su Nombre y el clip-clap de sus pasos al acercarse. La abigarrada chusma se dispersaba, los guerreros TXUPA POYA empezaban a desaparecer, esos Darryls y esas Heaths.
Y ahí estaba él. Más joven que antes. Los tratamientos iniciales de descronificación —los tratamientos beta, como los llamábamos— ya estaban surtiendo efecto. De ahí ese rostro sin arrugas y de una inmovilidad armoniosa, a excepción de la narizota, que se agitaba a veces de manera incontrolable debido a algún grupo de músculos que hacía la guerra por su cuenta. Las orejas le destacaban en la despoblada cabeza como dos centinelas.
Joshie Goldman nunca revelaba su edad, pero yo daba por sentado que era un sesentón: un hombre de sesenta y tantos años con un bigote tan negro como la eternidad. En los restaurantes, a veces lo confundían con un hermano mío más atractivo. Compartíamos los mismos y nada apreciados labios rellenos, cejas espesas y pecho echado hacia delante como el de un terrier, pero ahí terminaban las similitudes. Porque cuando Joshie te miraba, cuando bajaba la vista hacia ti, se te calentaban las mejillas y te sentías extraña e irrevocablemente presente.
—Oh, Leonard —dijo suspirando y agitando la mano—. ¿Te lo está haciendo pasar mal esta gente? Pobre Macaco. Ven. Hablemos.
Le seguí tímidamente mientras echaba a andar escaleras arriba (nada de ascensor, jamás) hacia su despacho. Cojeando, debería decir. Joshie tiene un problema con su esqueleto del que nunca habla y que le hace balancearse de forma insegura de un pie al otro y caminar de forma entrecortada, un poco a trancas y barrancas, como si siguiera el ritmo imperioso de una pieza de Philip Glass.
Abarrotaban su despacho una docena de jóvenes empleados que yo no había visto en mi vida, todos ellos hablando a la vez.
—Muchachos —les dijo Joshie a sus acólitos—, ¿me dejáis a solas un minutito? Enseguida volvemos a la carga. Es cosa de un momento.
Suspiro colectivo. Salieron todos en tromba, sorprendidos, agitados, aturdidos y con el äppärät escupiendo ya información sobre mí, puede que diciéndoles que yo no pintaba nada y que mis treinta y nueve años me habían convertido en obsoleto.
Joshie me pasó la mano por la pelambrera y le dio la vuelta a mi cabeza.
—Mucha cana —sentenció.
Casi me alejé de su contacto. ¿Qué me había dicho Eunice durante uno de nuestros últimos momentos compartidos? Eres viejo, Len. Pero en vez de eso, le permití a Joshie que me examinara de cerca, mientras yo, eso sí, sometía a escrutinio el afilado perfil aguileño de su pecho, la presencia muscular de su nariz del calibre Nettie Fine y el equilibrio precario que mantenía con la tierra bajo sus pies. Su mano me rascaba el cráneo y sus dedos estaban inusualmente fríos.
—Mucha cana —repitió.
—Son los hidratos de carbono de la pasta —tartamudeé—. Y el estrés de la vida italiana. Aunque no te lo creas, no es fácil vivir en Italia con un sueldo estadounidense. El dólar…
—¿Cuál es tu nivel de PH? —me interrumpió.
—Ay, Dios —repuse.
Las sombras de las ramas de un roble soberbio se dibujaban en la ventana, obsequiando a Joshie con un par de cuernos de ciervo en su afeitada cúpula. Las ventanas de esta parte de la antigua sinagoga estaban diseñadas para formar una introducción a los Diez Mandamientos. El despacho de Joshie estaba en el piso de arriba y en sus ventanas seguían grabadas, en hebreo e inglés, las palabras «No tendrás más Dios que yo».
—Ocho punto nueve —dije.
—Tienes que desintoxicarte, Len.
Pude oír un clamor al otro lado de la puerta. Voces vehementes peleándose entre ellas por la atención del jefe, con el trabajo del día extendiéndose como los inacabables pasillos de información que recorrían Manhattan. Sobre el escritorio de Joshie, una suave pieza de cristal en forma de estilizado marco digital mostraba un pase de diapositivas de su vida: el joven Joshie disfrazado de marajá durante su corta carrera como humorista en el Off Broadway; budistas felices ante el templo de Laos que él les había ayudado a reconstruir desde cero; Joshie, con un sombrero cónico de paja, luciendo una sonrisa irresistible durante su breve dedicación al cultivo de soja…
—Beberé quince vasos diarios de agua alcalinizada —le prometí.
—Me preocupa tu patrón de calvicie masculina.
Me eché a reír. Dije «Ja, ja».
—A mí también me preocupa, Oso Pardo.
—No estoy hablando de estética. Toda esa testosterona judío-rusa acaba inevitablemente convertida en testosterona deshidratada. Y eso es mortal. Cáncer de próstata a la vuelta de la esquina. Necesitarás, por lo menos, ochocientos miligramos diarios de hoja de palmera enana. ¿Qué te pasa, Macaco? Pareces a punto de echarte a llorar.
Pero yo solo quería seguir escuchando cómo se preocupaba por mí.
Quería que prestase suma atención a mi testosterona deshidratada y me rescatara de los hermosos matones de la Sala de la Eternidad. Joshie siempre nos había dicho a los empleados de Servicios Poshumanos que mantuviésemos un diario para recordar quiénes éramos, pues nuestros cerebros y sinapsis se reconstruyen y reparan constantemente sin prestar la más mínima atención a nuestras personalidades, de manera que año tras año, mes tras mes y día tras día, nos vamos transformando en una persona distinta, en una iteración muy poco fiable de nuestro ser original, de aquel chiquillo que babeaba en la cuna. Pero eso no va conmigo. Yo sigo siendo un facsímil de mi primera infancia. Sigo en busca de un papá cariñoso que me levante y me abrace y de cuyos labios salgan palabras tranquilizantes e inofensivas en inglés. Si Nettie Fine había criado a mis padres, ¿por qué no podía Joshie criarme a mí?
—Creo que me he enamorado de una chica —le espeté.
—Cuéntamelo.
—Es superjoven. Supersaludable. Asiática. Esperanza de vida: muy alta.
—Ya sabes lo que pienso del amor —dijo Joshie.
El clamor del exterior iba derivando de la impaciencia hacia una profunda infelicidad de cariz adolescente.
—¿Crees que no debo comprometerme románticamente? —le pregunté—. Porque podría parar.
—Estoy de broma, Lenny —me dijo Joshie, dándome un golpe en el hombro que, francamente, me dolió, pues ese hombre subestimaba su nueva fuerza juvenil—. Joder, relájate un poco. El amor es estupendo para el PH, la ACTH, el LDL y cualquier cosa que te aflija. Siempre que se trate de un amor bueno y positivo, carente de sospechas u hostilidades. Mira, lo que tienes que hacer es conseguir que esa saludable muchacha asiática te necesite tanto como tú me necesitas a mí.
—No me dejes morir, Joshie —clamé—. Necesito los tratamientos de descronificación. ¿Por qué no aparece mi nombre en Los Paneles?
—Las cosas están cambiando, Macaco —repuso Joshie—. Si hubieras seguido hora a hora las informaciones de CrisisNet en Roma, como se suponía que debías hacer, ahora sabrías exactamente de qué te hablo.
—¿El dólar? —pregunté, dudoso.
—Olvídate del dólar. No es más que un síntoma. Nuestras ventajas no valen nada. Los europeos del norte están descubriendo cómo despegarse de nuestra economía, y en cuanto los asiáticos cierren el grifo del dinero, nos hundimos. ¿Y sabes qué? ¡Todo esto va a ser magnífico para Servicios Poshumanos! El Miedo de la Edad Oscura: eso eleva por completo nuestro perfil. Es posible que los chinos o los de Singapur nos compren de inmediato. Howard Shu habla algo de mandarín. Igual deberías ir a clase de mandarín. Ni hao y demás chorradas.
—Lamento haberte decepcionado al quedarme tanto tiempo en Roma —dije prácticamente en susurros—. Pensé que igual conseguía entender mejor a mis padres viviendo en Europa. Dedicar un poco de tiempo a pensar en la inmortalidad en un lugar realmente antiguo. Leer algunos libros. Aclararme las ideas…
Joshie se apartó de mí. Desde este ángulo, podía ver otra faceta suya: la ligera sombra gris que resaltaba sobre su perfecto mentón en forma de huevo, las leves intuiciones de que no todo en él podía ser manipulado hacia atrás para llegar a la inmortalidad… Todavía.
—Esas ideas, esos libros, son el problema, Macaco —dijo—. Tienes que dejar de pensar y empezar a vender. Ese es el motivo de que todos esos jóvenes geniecillos de la Sala de la Eternidad quieran introducirte por el culo un churro trufado de hidratos de carbono. Sí, lo he oído. Tengo un nuevo tímpano beta. ¿Y quién podría echárselo en cara, Lenny? Les haces pensar en la muerte. Les recuerdas a una versión diferente y pretérita de nuestra especie. Y ahora no te cabrees conmigo. Recuerda que yo empecé igual que tú. Actuando. Estudiando Humanidades. Es la Falacia de la Mera Existencia, FME. Ya habrá tiempo más adelante para reflexionar, escribir y actuar. Pero ahora mismo tienes que vender para vivir.
La inundación estaba creciendo. Se me había pasado el arroz. Yo no valía nada, nada de nada.
—Soy muy egoísta, Oso Pardo. Ojalá hubiera podido encontrarte más IAI en Europa. Por el amor de Dios. ¿Sigo teniendo un trabajo?
—Vamos a tener que reajustarte —declaró Joshie. Me tocó brevemente el hombro mientras se dirigía hacia la puerta—. Ahora mismo no puedo darte una mesa, pero puedo asignarte a Ingresos en el Centro de Bienvenida —me estaba degradando de mi puesto anterior, pero lo podía tolerar si el sueldo seguía siendo el mismo—. Tenemos que conseguirte un äppärät nuevo —siguió—. Vas a tener que aprender a navegar mejor entre los torrentes de información. Tienes que aprender a calificar a la gente más rápidamente.
Recordé el Punto Número 2: Evocar el nexo paterno-filial en respuesta a la situación política. Hablar de lo que ocurrió en el avión; evocar sentimientos judíos de terror e injusticia.
—Joshie —le dije—, deberías llevar siempre encima el äppärät. Ese pobre gordinflón del avión…
Pero ya había salido por la puerta, lanzándome una breve mirada que me urgía a seguirle. Las hordas de graduados de Brown-Yonsei y Reed-Fuyan se le echaban encima, cada individuo tratando de imponerse a los demás en lo referente a informalidad («¡SuperJoshie!», «¡Papaíto!», «¡Papi chulo!»), cada uno de ellos (y ellas) cargado con la solución a todos los problemas del mundo. Joshie repartía diminutos pedacitos de sí mismo. Alborotaba pelambreras.
—¡Viva la pasta, rasta! —le dijo a un tío de aspecto jamaicano que, visto de cerca, resultaba que no era jamaicano. Me di cuenta de que íbamos hacia la planta baja, hacia el indomable oasis de Recursos Humanos, de cabeza al escritorio de Howard Shu.
Shu, jodido inmigrante incansable en la línea de mi padre el celador, pero con un buen inglés y unos mejores resultados laborales, se las veía con tres äppäräti a la vez; sus dedos encallecidos y esa dicción de Chinatown modelo ametralladora combatían con el alud de información mientras él se hacía la ilusión de que controlaba por completo la situación. Me recordaba aquella vez que fui a una conferencia sobre longevidad que tenía lugar en una ciudad china de provincias. Aterricé en un aeropuerto recién construido que era tan bonito como un arrecife de coral e igual de complejo, le eché un vistazo a la masa que se agitaba por allí y capté el resplandor de la insania en sus ojos. Tres tipos situados junto a la fila de taxis intentaron venderme un nuevo y sofisticado aparato para cortar el pelo de la nariz (¿así había sido Nueva York a principios del siglo XX?) y yo me dije: «Caballeros, el mundo es suyo».
Puestos a empeorar las cosas, Shu no carecía de atractivo, y cuando Joshie y él chocaron esos cinco sentí una envidia purísima, una emoción que hizo que se me durmieran los pies y se me cortara el aliento.
—Ocúpate del amigo Lenny —le dijo Joshie a Howard Shu, con no mucha convicción—. Recuerda que es un OG.
Confié en que OG correspondiera a Original Gánster y no a Objetivo: Geriátrico.
Y acto seguido, antes de poder celebrar con unas risas su conducta juvenil y su porte dicharachero, Joshie desapareció de regreso a esos brazos abiertos que le recibirían por todas partes cada vez que necesitara un abrazo.
Me senté frente a Howard Shu e intenté irradiar indiferencia. Bajo ese casco de cabello negro y lustroso que tenía, Shu hizo lo mismo.
—Leonard —me dijo mientras le relucía la punta de la nariz—. Voy a consultar tu expediente.
—Por favor.
—Te cargan 239.000 dólares vinculados al yuan —dijo Shu.
—¿Cómo?
—Tus gastos en Europa. Has ido a todas partes en primera clase. ¿Trece mil euros norteños en resveratrol?
—Solo me tomaba un par de copas al día. Nada más que vino tinto.
—Eso sale a veinte euros la copa. ¿Y qué cojones es un bidé?
—Yo solo trataba de hacer mi trabajo, Howard. No me vas a salir ahora con…
—Por favor —me interrumpió—. No has hecho nada, aparte de dedicarte a mamonear por ahí. ¿Dónde están los clientes? ¿Qué ha sido de aquel escultor que tenías «en el bote»?
—No me gusta nada tu tono.
—Y a mí no me gusta nada tu incapacidad para el trabajo.
—Intenté vender el Producto, pero a los europeos no les interesa. Se muestran absolutamente escépticos ante nuestra tecnología. Y algunos de ellos hasta se quieren morir.
Sus ojos de inmigrante me miraron airados:
—No te vas a ir de rositas, Leonard. Nada de acogerse a la buena voluntad de Joshie. O te pones las pilas o acabarás de patitas en la calle. Puedes conservar el salario anterior, te pondremos en Ingresos y vas a pagar hasta la última albóndiga que te zampaste en Roma.
Miré a mi espalda.
—No mires a tu espalda —me reprendió Shu—. Papaíto se ha ido. Pero ¿qué coño es esto?—. Un código rojo brillaba en medio de la información del bonito äppärät metálico—. La Autoridad de Restauración Estadounidense dice que te sacaron tarjeta roja en la embajada de Roma. ¿Ahora tienes detrás a los de la ARE? ¿Qué carajo hiciste?
El mundo dio otra vuelta y luego pegó un salto.
—¡Nada! —clamé—. ¡Nada! No intenté ayudar al gordo. Y no conozco a nadie en Transilvania. Me acosté con Fabrizia unas pocas veces. La nutria lo entendió todo al revés. Es todo un montaje. El tío de la cámara me grabó en el avión y yo dije «¿Por qué?». Y ahora no puedo ponerme en contacto con Nettie Fine. ¿Tú sabes qué le han hecho? Su cuenta de GlobalTeens ha sido borrada. Tampoco puedo acceder a ella por GlobalTrace.
—¿La nutria? ¿Nettie qué? Aquí pone «aportación malintencionada de información incompleta». A joderse, otro desastre que arreglar. Déjame ver tu äppärät. Por los putos clavos de Cristo. Pero ¿qué es eso, un IPhone? —y hablando al puño de la camisa dijo—: Kelly, tráeme un äppärät nuevo para Abramov. Cárgaselo a Ingresos.
—Lo sabía —dije—. Es culpa de mi äppärät. Le acabo de decir a Joshie que debería llevarlo siempre encima. Hay que joderse con la Autoridad de Restauración.
—Joshie no necesita un äppärät —dijo Shu—. Joshie no necesita nada de nada. —Se me quedó mirando fijamente con lo que podría ser una compasión inimaginable o un odio no menos inimaginable, pero que en cualquier caso implicaba una perfecta inmovilidad animal.
Apareció Kelly, echando el bofe escaleras arriba, con un nuevo äppärät metido en su caja, que era en sí misma un arcoíris de datos parpadeantes y nudillos: en concreto, los de una voz nasal incrustada de algún modo en el cartón que me prometía «Lo último en tecnología ValoraMe».
—Gracias —dijo Shu, y luego despidió a Kelly con un displicente quiebro de muñeca.
Siete años atrás, antes de que la poderosa Corporación Staatling-Wapachung le comprara la empresa a Joshie por una desquiciada suma de dinero, Kelly, Howard y yo ostentábamos el mismo nivel en lo que entonces se conocía como una «organización plana», carente de grados o jerarquías. Intenté captar la atención de Kelly, con vistas a ponerla de mi parte ante ese monstruo que ni siquiera sabía pronunciar correctamente la palabra «bidé», pero abandonó el escritorio de Howard a toda prisa y sin molestarse en encoger sus amistosos hombros.
—Aprende a usar este trasto de inmediato —me ordenó Shu—. Sobre todo, lo concerniente al ValoraMe. Aprende a valorar a cuantos te rodean. Ordena tu información. Conéctate a CrisisNet y mantente al corriente de todo lo que pasa. Actualmente, un vendedor desinformado es un muerto viviente. Concéntrate en lo que importa. Luego ya veremos si volvemos a poner tu nombre en Los Paneles. Eso es todo, Leonard.
Según mis cálculos, aún estábamos en la hora del almuerzo, así que me acerqué al río East con la caja del äppärät haciendo ruiditos bajo el sobaco. Vi barcos sin identificación alguna pero trufados de armamento que formaban una cadena naval de color gris desde el puente de Triborough al de Williamsburg. Según los Medios, el Banquero Central Chino venía a visitar nuestra endeudada patria en cosa de dos semanas, por lo que la seguridad iba a ser de lo más estricta en Manhattan durante su visita. Me senté en una silla dura e incómoda y me quedé mirando la impresionante y acristalada línea de los rascacielos de Queens, edificados mucho antes de la última devaluación del dólar. Abrí la caja y saqué ese suave guijarro que era el nuevo äppärät, que ya venía calentito de fábrica. Una mujer asiática del mismo calibre que Eunice se materializó ante mis ojos.
—Hola —me saludó—, bienvenido al äppärät 7.5 con ValoraMe Plus. ¿Te gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? ¿Te gustaría empezar? Tú di que «sí» y podemos empezar.
Le debía a Howard Shu 239.000 dólares vinculados al yuan. Mi primer intento de descronificación se había esfumado. El cabello se me seguiría encaneciendo y algún día se me caería del todo; y acto seguido, en algún momento absurdamente cercano al presente, tan absurdo como este mismo presente, yo desaparecería de la faz de la tierra. Y todas esas emociones, todos esos anhelos, toda esa información, si ese término ayuda a captar la enormidad de lo que estoy hablando, se volatilizaría. Y eso es lo que la inmortalidad significa para mí, Joshie. Significa egoísmo. Es esa teoría de mi generación según la cual cada uno de nosotros es más importante de lo que tú o cualquier otro podría pensar.
Se produjo una conmoción en el agua, una distracción muy necesitada. Dejando un reguero de cálido humo blanco tras de sí, un hidroavión despegó en dirección norte de forma tan elegante, tan aparentemente libre de mecánica y de desesperación, que por un momento imaginé que todas nuestras vidas durarían eternamente.