Capítulo 11

 

 

Junio de 1602

 

 

A los pocos días de la visita a las atarazanas, Inés consiguió los permisos de la Casa de la Contratación, previo soborno de unos cuantos oficiales que pusieron ciertas restricciones a concedérselo, alegando la premura del viaje y que la joven no viajaba bajo la protección de algún pariente varón.

Ese mismo día firmó ante notario las cartas del fletamento y luego, por la tarde, envió al cochero a la Taberna del Gato Loco con un billete en el que le decía que lo esperaba en la iglesia Mayor para tratar el asunto del malotaje.

—No me parece un lugar adecuado para quedar, está demasiado cerca de casa. Nos pueden ver cualquiera de nuestros conocidos y contárselo a vuestro tío. ¡Incluso vuestro mismo tío puede estar en la iglesia esta tarde! —protestaba la dueña mientras ayudaba a Inés a colocarse un capotillo de damasco negro.

—Nos hemos pasado la mañana fuera —explicó Inés—, si cogemos el carruaje otra vez sí que vamos a despertar sospechas. Hacedme caso, lo más seguro es quedar en la iglesia. Nos sentaremos en bancos separados y nadie se percatará de nada…

Así lo hicieron. Cuando llegaron a la iglesia Mayor, Pedro estaba sentado en el último banco con la mirada puesta en la espectacular techumbre.

Inés se sentó delante de él y la dueña se marchó a poner unas velas. Pedro, entonces, se arrodilló y susurró casi al oído de Inés:

—Buenas tardes, condesa. ¿Habéis conseguido los permisos?

—Buenas tardes, Pedro —musitó, girando la cabeza hacia un lado para que Pedro pudiera escucharla—. Sí. Está todo. También hemos estado en el notario, ya están firmadas las cartas de fletamento.

—Estupendo.

No era estupendo. Era terrible. Ya solo quedaban unos días y su dama se iría allende los mares.

—Condesa, ¿puedo haceros una pregunta?

—Decidme.

El perfil de su dama era tan hermoso, la frente ancha, la naricilla con la punta redondeada, la boca de fresa, el pequeño lunar, la barbilla sinuosa, su largo cuello… Podría pasarse la vida entera mirándola, pero ella estaba esperando una pregunta.

—¿Por qué os tenéis que marchar de Sevilla?

—¿No decíais que me conocíais? —Inés no pudo disimular cierto tono de revancha en su voz.

—Sí, tengo la sensación de que os conozco.

—Os equivocáis, porque yo también tengo sueños.

—No os toméis a mal aquello que os dije.

—¿Yo? —replicó Inés como si no estuviese molesta.

Pedro suspiró.

—Me refería al sueño de amar. Vos no lo conocéis.

A la condesa le faltó tiempo para responder tajantemente:

—Ni quiero.

—No sabéis lo que os perdéis.

—Tengo otros sueños.

—¿Por qué en las Indias? ¿Por qué no podéis hacer realidad esos sueños en Sevilla? —«En Sevilla junto a mí», pensó, aunque no se lo dijo.

Inés estuvo tentada a inventarse una historia de aventura y libertad, pero Pedro, a pesar de todo, se merecía la verdad.

—Mi tío quiere casarme con un viejo y rico mercader, en menos de dos semanas serán las capitulaciones de palabra. Tras su firma, en quince días tendré que casarme: las Indias es mi única esperanza. Tengo allí una prima segunda que me recibirá con los brazos abiertos y donde supongo que tendré una vida feliz.

Que su dama hubiese encontrado una forma de zafarse de su boda, le provocó un súbito estallido de felicidad y una esperanza tal que no pudo evitar decir en voz alta:

—Condesa, cuando yo me convierta en un rico mercader, iré a buscaros allá donde estéis y os pediré también matrimonio.

—¡Ay, Pedro! ¡No digáis bobadas!

—Seré rico, joven y guapo. No tendréis ningún motivo para negaros.

—Me temo que se os ha olvidado un pequeño detalle: el amor.

—Seré rico, casaos conmigo por puro interés como hace todo el mundo.

—No me apetece compartir mi vida con nadie. De todas formas, os agradezco vuestra proposición.

—No tenéis nada que agradecerme: cuando se ama se dicen estas cosas.

Y más cuando se amaba tanto como él lo hacía…

—¿Y no os abochorna decirlas? ¿No tenéis miedo a parecer ridículo?

—No os enfadéis, condesa, pero hacéis esas preguntas porque no tenéis ni idea de lo que es el amor. Sería ridículo si no las dijera, si me callara lo que siento.

—Estáis en lo cierto. No tengo ni idea de lo que es el amor.

—Pues yo gracias al amor he conocido esta iglesia tan grandiosa en la que pasa algo muy extraño…

Él sí que era muy extraño, pero no podía dejar de escucharlo.

—¿Qué? —preguntó intrigada.

—Uno se siente muy pequeño, muy poca cosa, ante este interior espacioso, altísimo y solemne, ¿no lo sentís vos así?

Nunca se había parado a pensarlo, pero realmente era así como se sentía.

—Sí, es cierto. Lo siento así.

—Pero a la vez te sientes recogido y amparado.

—Así se supone que es Dios. Inmenso y protector.

—Así es también el amor —susurró Pedro, tan cerca de Inés que rozó con la nariz el pelo de su amada—. De repente, te ves abrumado por algo que te desborda si bien te sientes más vivo que nunca, inmortal.

Inés sintió un cosquilleo en la nuca que la estremeció. Era por culpa de Pedro que se había acercado tanto que le había provocado esa sensación… ¿desagradable? Tampoco había resultado del todo así, pero no tenía que volver a repetirse.

—Sois muy exagerado —dijo, echándose un poco hacia delante para evitar posibles estremecimientos—. ¿Y de verdad que nunca habíais estado aquí antes?

—No. Nunca había estado aquí. Y no soy exagerado, únicamente soy sincero.

—Nosotros venimos a misa los domingos, pero mi tío no se queda con las sensaciones como vos, él siempre nos dice que nos fijemos en la planta rectangular que se vertebra en cinco naves con crucero, en los más de cuarenta pilares de piedra labrada de cantería que sostienen la iglesia, en las vidrieras… En fin, se queda con lo de fuera, con la apariencia, así es como es él —explicó, encogiéndose de hombros.

—¿Y vos cómo sois?

—¿No decís que me conocéis? —replicó Inés, retándole.

—Si queréis os hago un retrato.

—Más bien será un boceto.

—¿Me dejáis intentarlo, condesa?

—Sí, claro, intentad.

—Vos sentís. No sois como vuestro tío. Os habéis conmovido cuando he susurrado muy cerca de vos.

—¿Qué decís? ¡Sois un descarado!

Un descarado que decía la verdad, pero ni muerta iba a reconocérselo.

—¿Queréis que siga o no?

—No tengo nada mejor que hacer —respondió, encogiéndose de hombros, fingiendo desinterés, porque realmente estaba loca por saber qué es lo que el joven pensaba de ella.

—Sois valiente como para tomar las riendas de vuestro destino, aunque para eso tengáis que hacer trampas.

—Pues sí. Haré todas las trampas que hagan falta para evitar casarme con el viejo de Mesina. ¿Sabéis que comercia con esclavos?

—¡Menudo pretendiente que os ha buscado!

—El que ha ofrecido más dinero por mí. Pero no hablemos de esto. Seguid con vuestro boceto.

—Sois apasionada y leal, defendéis y os enorgullecéis de lo que sois.

—Si os escuchara mi tío… ¡él piensa todo lo contrario!

—Él no tiene ni idea.

—¿Y sabéis vos más que me acabáis de conocer? —preguntó Inés irónica.

—Sí —respondió Pedro con rotundidad.

Tenía algo especial, pensó Inés. No se parecía a ninguno de los jóvenes que conocía, la mayoría unos bobalicones presuntuosos sin conversación. Y ninguno era tan apuesto como Pedro, a pesar de su pelo revuelto, su camisa raída y sus calzas remendadas.

Además era perspicaz y divertido. ¡Se lo estaba pasando tan bien!

—¿Qué más? Seguid, por favor… —pidió Inés con una sonrisa.

—Sois una mentirosa.

—¿Cómo decís? —preguntó, frunciendo el ceño.

—Mentirosa —susurró rozando de nuevo el pelo de la condesa con su nariz—. Fingís desinterés por mí, pero en el fondo no podéis dejar de escucharme.

Inés se puso de pie de un respingo, se dio la vuelta y desde sus alturas le espetó al joven que permanecía arrodillado:

—¡Insolente! ¡Desvergonzado! ¡Atrevido! ¡Deslenguado!

Y así habría seguido si no llega a aparecer la dueña.

—¿Qué decís, niña, de lenguado?

—Hablábamos de cosas del mercado, mi dueña —respondió Inés, reprimiendo como pudo su ira.

—¿Ya habéis acordado cómo vamos a hacer lo de la compra del malotaje?

—Sí, bueno, quedan aún unos flecos —dijo Inés, mordiéndose el labio.

—¿Todavía? ¡Pero si lleváis de cháchara un rato largo!

—Lo importante ya está —terció Pedro—. Mañana quedaremos en las Gradas para comprar el menaje y los cacharros.

—A primera hora —replicó Inés, clavando su mirada furibunda en Pedro.

—Allí estaré —musitó el joven, con una sonrisita—. Hay un peltrero que se llama Rodolfo, es muy conocido en las Gradas. Preguntad por él. Os espero en su puesto.

Las Gradas era un mentidero próximo a la iglesia Mayor, un hervidero de gente venida de todas partes, repleto de puestos y tenderetes en los que se miraba, se escuchaba, se regateaba, se compraba y se vendía absolutamente de todo: ropa, libros, muebles, joyas, calzado, armas, vajillas y objetos robados.

Cuando, al día siguiente, Inés y la dueña llegaron al puesto de Rodolfo, el peltrero, Pedro ya estaba ahí, mirándola desde la distancia con una cara de tonto que a Inés la hizo ponerse de mal humor. Más enojada de lo que ya estaba, porque apenas había podido dormir por culpa de lo que había dicho el joven en la iglesia Mayor. Estaba visto que no se podía dar confianzas al tabernerito porque, como se había demostrado, al final acababa abusando de ella. Así que había decidido que, a partir de ese instante, su relación iba a ser distante y fría. Más que fría, helada.

—Buenos días, señoras —saludó Pedro en cuanto las vio.

—Buenos días, Pedro —respondió la dueña.

Inés solo alzó una ceja a modo de saludo, y con tal cara de malas pulgas que Pedro preguntó, con una sonrisa en los labios que a Inés le pareció más que nada una burla:

—¿Habéis pasado mala noche, condesa?

La condesita respiró hondo y con su mirada más dura, replicó:

—Una noche perfecta. ¿Podemos empezar con nuestras compras, por favor?

—Yo también he dormido como un angelito, debió de ser porque ayer pasé una tarde tan dulce en la iglesia.

¿Ángel? ¡Un diablo es lo que era!

—¿Esas sartenes nos convienen? —preguntó Inés, señalando unas que estaban expuestas en el tenderete.

—¿Para qué? —replicó Pedro con sorna.

Inés estuvo a punto de responder: «pues para estampárosla en la cabeza». Sin embargo, para no liarla, prefirió contestar:

—Para nuestra travesía.

—Ah, sí. Una buena sartén como esa es muy necesaria.

—¿Verdad que sí? —dijo Inés con más sorna todavía.

Pero tuvieron que dejar la fina esgrima porque el tendero, un señor calvo, de ojos juntos y mandíbula hacia atrás, los interrumpió:

—¡Buenas, Pedrito! ¿En qué puedo ayudarte?

—Las señoras viajan próximamente a las Indias, necesitan el menaje para guardar y preparar las comidas. Yo había pensado en una buena sartén, a la joven le gusta esta —dijo Pedro, señalando la sartén y luego mirando a Inés con una amplia sonrisa—. También unas ollas de alambre, un asador, unas calderas, cazos, perolas de cobre, un servidor, un almirez, una aceitera, varios picheles, jarros, escudillas, platos, hatacas, cucharas, forquinas y… creo que está todo ya. Si se te ocurre a ti algo más, inclúyelo también.

—¿Traéis baúl para guardarlo?

La condesa y la dueña negaron la cabeza.

—Puedo venderos uno a muy buen precio.

—De acuerdo —replicó Inés.

El peltrero empezó a preparar el pedido, tomando los objetos que tenía tanto en el puesto como en otros baúles y guardándolos después en un baúl de piel forrada en terciopelo carmesí.

—Joven —preguntó la dueña—, ¿esto de la cocina cómo funciona dentro del barco?

—Por lo que sé hay un fogón que enciende el cocinero y siempre hay riñas para guisar entre los pasajeros. Yo os recomiendo que lo primero que hagáis al subir a bordo sea haceros amigas del cocinero. La condesita, con su don de gentes—dijo, mirando a Inés con una sonrisa retadora— seguro que no tiene problemas en trabar amistad en un visto y no visto.

Por mucho que la provocara, pensó Inés, no pensaba entrar al trapo. Así que no dijo ni mu y siguió escuchando en silencio la conversación que mantenían la dueña y Pedro sobre la cocina en alta mar.

Cuando el peltrero guardó por fin el encargo en el baúl, Pedro lo portó en su hombro y lo llevó hasta el carruaje de la condesa, que estaba muy cerca de ahí. Después, regresó a las Gradas y acompañó a las damas hasta el puesto de Fernando, el mejor colchonero de Sevilla.

—¿Qué se te ofrece, Pedro?

El colchonero era un hombre gordísimo, de escasa estatura, con una tosca melena que peinaba con la raya en medio y de voz cavernosa.

—Necesitaría el ajuar de dormir para un viaje a las Indias.

—¿Cuántas personas?

—En principio cinco —respondió Inés.

Esas personas eran, además de la dueña y el cochero, dos de las doncellas de la casa, las de más antigüedad y con las que tenían mejor relación. Inés y la dueña habían llegado a la conclusión de que era conveniente viajar con más compañía y así decidieron proponérselo a estas dos mujeres de su confianza.

Pedro sintió, de repente, muchísima envidia de esas cuatro personas que iban a viajar con su dama. ¡Lo que habría dado él por ser uno de ellos! Pero paciencia, mucha paciencia, que algún día él también partiría a las Indias y cumpliría sus sueños. Todos sus sueños. Entretanto, se centraría en ayudar a su dama a preparar el malotaje.

—Necesitamos colchones, sábanas, almohadas, esteras y frazadas. Uno de los colchones que sea terciado.

—¿El terciado para quién? —preguntó Inés con el ceño fruncido. ¿Estaba insinuando que era una de esas damitas absurdas que hacen una tragedia cada vez que se les rompe una uña?

—Para vos que sois…

Inés lo miró amenazante, con cara de: «cuidado con qué vas a decir, que te vas a acabar zampando siete colchones terciados», y luego pidió al colchonero:

—Poned, por favor, todos los colchones terciados, si es que esos son los más cómodos.

—Sí, señora, son cómodos, fáciles de tender y de guardar.

El colchonero preparó todo el pedido y luego ayudó a Pedro a transportarlo hasta el carruaje. A su vuelta, Inés pagó, y de allí se marcharon a la calle Génova a encargar las ropas para el viaje.

Visitaron el taller en el que a la condesita le hacían siempre sus ropas, pero esta vez fue Pedro el que indicó cómo tenían que ser dichos vestidos.

La señora Ruiz, una mujer de unos setenta años, con media melena canosa y rizada repleta de lacitos rojos, la mirada de urraca, la nariz arrugadísima y un rictus de asco en la boca, escuchó con suma atención las explicaciones del joven:

—Las ropas tienen que ser fuertes y forradas, que permitan apostarse en la popa, sentarse en la crujía, tumbarse en las ballesteras, bajar a tierra, protegerse del calor, que no se empapen con el agua y que también abriguen para la noche.

¿Qué se pensaba el joven que era? ¿Un mono que iba a estar saltando de aquí a acullá, de la popa a la crujía? Además, ¿no se daba cuenta el muy necio de que eso que pedía era una quimera?

—¿Estáis pidiendo un imposible a la señora Ruiz? ¡Esas ropas no existen!

—¿Cómo que no existen? —replicó ofendida la señora Ruiz—. Si el joven puede describirlas, pueden confeccionarse.

Pedro miró a Inés y alzó las cejas en señal de victoria. La señora Ruiz añadió, desde detrás del mostrador forrado de fieltro azul:

—Tendréis esas ropas y serán tan provechosas como vistosas.

Inés se sentía como una idiota y lo que más le dolía era que Pedro se había percatado de que se sentía de esa forma. Menos mal que la dueña la obligó a pensar en otra cosa:

—Condesa, también deberíais encargar unos vestidos hermosos para lucir en las Indias —sugirió Petronila.

—Zarpamos el día 15, ¿creéis que los tendríais listos para entonces? —preguntó Inés con preocupación.

—Puedo teneros listos unos cuantos vestidos de seda, jubones y basquiñas de terciopelo y raso, con pasamano de oro y plata, que adonde vais se estila mucho, con tocados, sombreros y chapines a juego. ¿Os parece?

A Pedro le parecía que la condesa estaría bellísima con esos ropajes que él tristemente ya no vería.

—Siento mucho esta premura —respondió la condesita aliviada.

—Estará todo listo a tiempo. Descuidad.

Abandonaron la calle Génova y el cochero los condujo a través de las callejas repletas de gente que iba a pie, en mula, en caballo o en carrozas, hasta la Taberna del Gato Loco, donde acordaron guardar lo que habían comprado para no despertar sospechas.

Pedro lo descargó todo y, cuando las damas ya estaban a punto de marchar, susurró a la joven a través de la ventanilla para que la dueña no lo escuchara:

—¿Todavía seguís enfadada conmigo por lo que os dije en la iglesia?

—¿Solo debo estar enfadada por lo de la iglesia? ¡Pero si no habéis dejado de acumular agravios!

—¿Y vos que tenéis la habilidad de hacerme pasar por lerdo de miles de formas?

—¡Quién va a hablar! El que no para de insinuar que soy una ridícula remilgada que duerme en colchones de pitiminí y que en los barcos no para de moverse como si fuera un macaco histérico.

—Os recuerdo que habéis estado a punto de estamparme una sartén.

Inés, que ya tenía en la punta de la lengua el sartenazo verbal que iba a dejarlo definitivamente muerto, tuvo que guardárselo para otra ocasión porque la dueña, impaciente, gritó:

—¿Arrancamos de una vez?

—Os habéis librado de milagro, tabernerito.

Pedro soltó una carcajada que casi se cae de espaldas. Al recuperar la verticalidad exclamó:

—¡Qué miedo, condesita, qué miedo! ¿Cuándo quedamos para comprar los alimentos?

—En un par de días —repuso muy seria y muy correcta Inés, alzando su barbilla todo lo que pudo.

—En la plaza de San Francisco, a primera hora.

—Allí estaremos.