Capítulo 5

 

 

La condesita sintió una punzada de nervios en el estómago cuando el cochero se detuvo junto a la puerta de la residencia de sus tíos en la collación de Santa María la Mayor.

Era una mansión recia y sobria, con el escudo y el blasón de los Manrique en la fachada. Ana Manrique, la abuela de Inés, había legado su casa, una hacienda en el Aljarafe y el título de conde de Tovar a su segundo hijo, Luis. Pero así como el padre de Inés, el conde de Vera, había sabido administrar con buena mano la herencia recibida, su tío gestionaba su patrimonio con una negligencia pasmosa.

Tanto era así que la mansión de los Tovar, que antaño había sido una fastuosa residencia donde se celebraban las reuniones y bailes más refinados y lujosos de Sevilla, hogaño solo derrochaba decadencia, aburrimiento y goteras. Los únicos objetos de valor que conservaba la casa, y que no habían sido puestos a la venta todavía, eran los que Inés había heredado de sus padres y que afortunadamente hasta este momento había podido conservar.

La condesita solo soñaba con que llegara el día en que pudiera liberarse de la tutela de su tío y así recuperar su libertad y sus pertenencias. Y ese día llegaría en cuanto sucedieran dos cosas: o bien que cumpliera veintiún años tal y como lo había estipulado su padre en su testamento, para lo cual quedaban todavía cuatro años, o bien que se casara, para lo que quedaba una eternidad, pues Inés no pensaba hacerlo jamás.

Por eso, estaba ahora muerta de nervios, pero convencida de lo que estaba haciendo.

Fingiendo aplomó, descendió de la carroza, respiró hondo y rogó a su dueña:

—Deseadme suerte, por favor.

—Lo que estáis haciendo no es correcto. Detesto las mentiras y las mascaradas, pero nunca dejaré de estar a vuestro lado para protegeros.

—Os lo agradezco. —Inés apretó con cariño la mano de su dueña.

—Y él también estará —dijo, refiriéndose con una sonrisa cómplice al cochero.

Julián respondió a la sonrisa con una inclinación de cabeza en señal de lealtad y se marchó hacia las cocheras.

La dueña colocó un mechón de pelo de la condesita en su sitio y luego añadió:

—Julián y yo secundaremos vuestra versión de los hechos. No tenéis nada que temer.

—Tenéis razón. No temo a nada, pero sí a alguien. Mi tío me va a hacer pagar bien caro lo del cuadro.

La ansiedad de Inés trepaba del estómago a la garganta.

—¿Os arrepentís? —preguntó la dueña con preocupación.

La condesita no dudó ni por un instante:

—No.

—Entonces, enderezad vuestra espalda, elevad la barbilla y entrad ahí con toda la dignidad y entereza de vuestro rango.

Con esa actitud y con la dueña a su lado a modo de escudera, cruzaron la casapuerta y el recibimiento, donde las aguardaba Felipe, el mayordomo de toda la vida, siempre serio y grave, que anunció:

—El señor os espera en su despacho.

—¿Qué? —replicó Inés con extrañeza—. ¿Cómo que me espera? ¿Acaso no tiene cosas más importantes que hacer? ¡Así está esta casa que se cae a pedazos!

La dueña reprendió a Inés con la mirada.

—Vuestro tío me ha ordenado que os diga que acudáis a verlo sin falta en cuanto lleguéis. Si sois tan amables, por favor, acompañadme.

El mayordomo las condujo, con una parsimonia que puso mucho más nerviosa a Inés, por el patio con columnas de mármol y un pozo que daba acceso a la cocina, la despensa, la bodega y las dependencias del personal de la casa. Después, subieron por la escalera principal, atravesaron dos salas insulsas, el salón principal que conservaba el fulgor de otras épocas en los zócalos de azulejos, las puertas de taracea, los frisos platerescos y los alfarjes de los techos —lo demás eran cuatro muebles sin fuste y un tapiz desvaído—, y luego otras dos antecámaras anodinas hasta llegar al despacho.

Una vez allí, el mayordomo informó de la llegada de la condesita a su tío, y este pidió que la hiciera pasar.

Inés miró asustada a Petronila. La dueña sonrió a Inés para infundirle ánimos y se quedó esperándola en la antecámara, aunque con la oreja puesta en el despacho.

La condesita apareció en la estancia con todo el aplomo del que pudo hacer acopio. La luz entraba con ganas a través de unos grandes ventanales enmarcados con dos pesados y raídos cortinones de terciopelo, por lo que el despacho parecía mucho más grande y poderoso de lo que realmente era.

El conde estaba tomando notas un escritorio de madera de nogal con cajones de bronce, que pertenecía a Inés, así como la silla de baqueta de Moscovia en la que la invitó a sentarse.

—En cuanto acabe de despachar estos asuntos, estoy con vos. Será solo un momento.

Inés estaba convencida de que eso que lo mantenía tan ocupado no era más que un asunto menor que podía atender en otro momento. Pero su tío no tenía otra forma mejor de darse importanci

—No os preocupéis. No tengo prisa —respondió la condesita juntando las manos en su regazo.

Y era cierto que no tenía prisa: tenía cuatro años por delante, solo cuatro años y su tío dejaría de controlar su vida.

—Entretanto, podéis ir a buscar el cuadro —exigió su tío sin levantar la vista de sus garabatos.

—Es que ha sucedido un percance.

El conde se dignó a mirarla por primera vez, imperturbable y distante como siempre. Era alto y enjuto, como un ciprés seco, de pelo y barba cana, frente despejada, mirada gélida, nariz recta, pómulos recios y labios muy finos, contenidos. De gesto serio, parecía un caballero, templado y justo, pero solo había que darle tiempo para que mostrara su verdadera naturaleza.

—¿Para cuándo estará listo el retrato?

—Es que es el retrato el que ha sufrido un percance.

—¿Cómo decís? —preguntó el conde levantando una ceja.

Inés no se dejó intimidar:

—Que no hay retrato —repuso.

El conde arrojó la pluma, cerró el puño, apretó los labios apenas unos segundos y luego soltó, ya con las cejas enarcadas:

—¿Fuisteis al estudio y resultó que no había retrato?

—Veréis, el maestro Pacheco cumplió con el encargo. —La voz de Inés empezó a quebrarse—. Pintó mi retrato. Quedó estupendo. Yo se lo pagué, pero…

Inés intentó tragar saliva pero no pudo, tenía la garganta tan cerrada que temió que por su boca no volviera a salir ni una palabra más.

—Pero ¿qué? —replicó su tío, impaciente poniéndose en pie.

El conde, que tenía ahora los puños apoyados en la mesa, se impulsó hacia delante y se puso de puntillas como si quisiera ganar en altura para amedrentar a su sobrina más todavía. Pero no lo logró porque Inés, para su sorpresa, recuperó el habla:

—Hicimos una parada en El Arenal porque me quería comprar un sombrero.

—¿Un sombrero? ¿Para qué necesitáis un sombrero si ya tenéis suficientes? ¿Acaso no os he inculcado la discreción, la modestia y la renuncia a las vanidades?

—Sí, pero soy humana y flaqueo —dijo Inés sin el menor atisbo de culpa por su debilidad.

—Eso dice muy poco de vuestra valía moral, hay que tener más disciplina. No tenéis más que seguir mi ejemplo de rectitud y austeridad. Mirad la sobriedad de esta estancia, no me hace falta adornarla con suntuosidades para ser el que soy.

Inés estuvo a punto de replicarle que lo que lo había obligado a vender los valiosos objetos de la abuela no era su virtud y su ascetismo, sino su incompetencia y mala gestión, pero no era momento para replicar nada. Así que prefirió asentir con la cabeza y dejar que su tío siguiera con la perorata.

—Lo que soy, lo que somos, sobrina, está en nuestras venas. La ostentación y la extravagancia es propia de mercaderes, tratantes o cambistas, en fin, algo propio todas esas gentes comunes que no poseen el honor ni el prestigio que sí que tenemos los que pertenecemos a casas principales como el condado de Tovar y el condado de Vera. ¿Os queda claro?

¿Cómo se atrevía a anteponer el ruinoso y pequeño condado de Tovar al próspero y enorme condado de Vera? ¡Si hasta tenían una floreciente industria de la seda, los brocados, los tapices y los terciopelos! Aunque, bien pensado, acababa de formular una pregunta retórica más que estúpida, pues su tío, el que daba lecciones de modestia y discreción, era el rey del engreimiento y la jactancia.

Obviamente, tampoco dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza.

—Y ahora seguid con vuestro relato…

—Poco más hay que contar, tío.

De repente, sintió que la mejor estrategia para salir airosa del trance era soltar la patata caliente y salir por piernas. Así, sin darle ninguna importancia, soltó del tirón:

—Unos embozados nos asaltaron y nos quitaron la bolsa y el retrato. Y ahora si me disculpáis, mis primas me aguardan para que las peine.

Inés hizo una rápida reverencia a su tío y abandonó el despacho como si acabasen de tocar a fuego, o esa fue su intención porque, cuando estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta, su tío gritó:

—¡Inés! ¿Qué broma pesada es esta?

Inés se dio la vuelta y replicó, flemática:

—No es broma, tío, os he contado lo que ha sucedido.

El conde avanzó unos pasos, hasta situarse a una distancia de Inés lo suficientemente intimidatoria.

—¿Sabéis lo que me ha costado ese cuadro, tontita?

Sin embargo, Inés mantuvo el tipo:

—Os recuerdo que yo fui a buscarlo y que yo lo pagué.

El conde juntó sus manos entrelazando sus dedos en un gesto que no pudo resultar más afectadamente autoritario.

—Con mi dinero. ¡Deberíais haber sido más cautelosa!

Inés permaneció imperturbable, sin dejar de resistir la mirada inquisitiva de su tío.

—Fue algo inesperado. Nos asaltaron al doblar una esquina, no nos dio tiempo a verlos venir.

El conde apretó los labios, unió sus manos por detrás de la espalda y levantó aún más la barbilla:

—Deberíais haber defendido ese cuadro con vuestra vida, si hubiese hecho falta.

Curiosamente, la condesa había hecho justo lo contrario: había defendido su vida con el cuadro, y se sentía tan orgullosa de haberlo hecho que las comisuras de sus labios se estiraron hacia arriba, formando algo que era no una sonrisa, sino la constatación de que había ganado una batalla.

—¿Ponéis en duda mi valentía, señor?

—Sois una insolente y una descarada. —El conde la miró con desprecio y luego bufó—: ¡Sois la vergüenza de esta casa!

—¡Cuánto lo lamento, señor! —replicó altiva.

—Hace mucho que tenía que haberme librado de vos. Debería haberos dejado en un convento o encerrada en una torre, pero habéis tenido la suerte de que sea un hombre bueno.

—¿Quién? ¿Vos? —espetó la joven con desprecio.

—Mi bondad es tanta que se me ocurrió la idea del cuadro porque nos daba la posibilidad de buscaros marido sin tener que mostraros hasta el mismo día de la boda.

—¿Un caballero probo como vos urdiendo mascaradas? —preguntó Inés, simulando estupor.

—Si no recurro a ardides, jamás os casaré. Cualquiera que os escuche más de dos frases seguidas saldrá despavorido. Sois tan estúpida y despreciable, sobrina mía. Menos mal que habéis heredado la belleza de vuestra madre y podemos valernos del cebo de vuestros encantos y de vuestro título para pescar un pez gordo. Pero ahora a ver cómo lo hacemos sin el cuadro.

Como siempre que su tío daba muestras explícitas del odio que sentía por ella, Inés sintió una honda pena. Era muy triste sentirse despreciada por alguien al que no le había dado ni una sola razón para hacerlo. Sin embargo, como siempre, se guardó su dolor muy dentro. Había aprendido a endurecerse sin perder la ternura. Ni la dignidad.

—Tapadme la boca y exhibidme en la plaza de San Francisco hasta que encontréis comprador.

—Después de todo el dinero que he gastado en vos, es lógico que quiera recuperar la inversión.

—Es que ese dinero que habéis gastado es el que mi padre dejó a su muerte para mi mantenimiento y cuidado.

—Gracias por recordármelo, el dinero del cuadro que había puesto de mi bolsillo lo tomaré de la dotación que vuestro padre dejó asignada para vos.

—No esperaba menos de vuestra parte.

—Y para que os sirva de escarmiento, os retiraré esa cantidad multiplicada por diez.

¿Cómo un caballero podía ser tan terriblemente injusto?

—Me parece que…

—¿Todavía vais a tener el atrevimiento de replicar? Retiraos de mi vista, que vuestra sola presencia me enferma. Sois mi tormento —dijo, trágico, mientras se llevaba una mano a la frente—. Me habéis levantado un terrible dolor de cabeza, imagino que estaréis contenta.

—Tomad vinagre…

—¿Os estáis burlando de mí, insensata?

No había sarcasmo en las palabras de Inés.

—Es un remedio eficaz que utiliza mi dueña para el dolor de cabeza. Solo hay que disolver dos cucharadas de vinagre de manzana y un poco de miel en un vaso de agua caliente.

—¡Dejaos de sandeces! El único remedio efectivo será perderos de vista. ¡Y bien que ruego cada noche a Dios para que eso suceda cuanto antes!

—Yo anhelo lo mismo, deseo despertar y tener veintiún años.

—Como que voy a esperar a que los cumpláis. ¡Ja! Yo ya no puedo hacer más con vos. Ha llegado la hora de pasar el testigo a otro. Es más que evidente que lo que necesitáis, damita boba y rebelde, no es un tutor sino un marido que os discipline, os embride y os guíe por el camino de la obediencia, el recato y la virtud. Descuidad que yo os lo procuraré… —El conde esbozó una sonrisa cínica y añadió—: El mejor.

Inés plantó a cara a su tío y repuso, retándole con la mirada:

—Querréis decir que será el mejor para vuestros intereses.

—Quiero decir para los de nuestro linaje, ese que tan poco honráis.

Y eso lo decía el hombre que había arruinado su condado… Inés haría las cosas de forma diferente, tenía muchos planes para cuando pudiera ponerse al frente de su hacienda y de las industrias de la seda y los brocados. Ahora lo llevaba un administrador de una forma correcta, pero sin sacarle todo el rendimiento. Tiempo al tiempo. El condado de Vera volvería a conocer los días de prosperidad de los que había disfrutado en tiempos de su padre. Estaba tan convencida de ello que afirmó con determinación:

—Dadme tiempo y os mostraré de lo que soy capaz.

—¡Necia arrogante! No tengo ni un segundo más para vos. Idos —ordenó, señalando la puerta—. ¡No os soporto!

Inés tampoco lo soportaba a él, pero consideró redundante decirlo. Abandonó el despacho y esperó a su dueña en la sala contigua, sintiendo todavía la zarpa de la ansiedad en la boca del estómago.

—¡Mi niña!

La dueña y la condesita se abrazaron.

—Estoy bien, mi dueña —mintió.

Todavía le costaba respirar con normalidad, pero sobre todo mintió porque jamás estaría bien hasta que dejara de estar bajo la tutela de su tío.

—No hagáis caso de las palabras de vuestro tío. Sois una muchacha magnífica. Sois mi orgullo y estoy convencida que también el de vuestros padres en el cielo.

—Vos sí que sois mi orgullo, Petronila. —Inés tomó a la dueña de las manos—. Os necesito tanto…

—Y yo a vos. Sois mi vida entera. Pero os ruego que dejemos esta conversación para más tarde y os marchéis a las dependencias de vuestras primas como hacéis siempre. No conviene soliviantar al conde hasta que se olvide de lo sucedido con el retrato.

—No olvidará nunca. Es muy rencoroso. Ya habéis visto el castigo que me ha impuesto, y esto solo es el principio de lo que me espera. Sé que no va a parar hasta que consume su venganza definitiva, vendiéndome al mejor postor.

—No vamos a preocuparnos por algo que está en el aire.

—Desde luego que yo voy a hacer lo imposible por evitar que me arruine la vida.

—Y yo estaré a vuestro lado, como siempre —habló la dueña, pellizcando la barbilla de la condesita.

—Os adoro. —Inés dio a la dueña un beso en la frente.

—Y yo.

—Me marcho a peinar a mis primas.

Al entrar en las dependencias de sus primas, se encontró con la escena de siempre. Jimena leyendo una novela en la cama de terciopelo carmesí con el cielo y cortinas de damasco, y Teresa sentada frente al tocador, deleitándose con su propia belleza.

Ninguna de las dos se percató de su presencia hasta que las saludó.

—Primas, ya estoy aquí. ¿Por quién empiezo?

Todas las mañanas, por mandato expreso de tu tío, peinaba a sus primas. Era una de las muchas formas que el conde había inventado para disciplinarla. Inés al principio lo odiaba, como todo lo que se impone, pero poco a poco le fue cogiendo el gusto a lo que hacía y un buen día se percató de que lo amaba. Lo amaba y se le daba tan bien que muchas jóvenes de la alta sociedad sevillana empezaron a requerir sus servicios.

Por supuesto que el conde se negó, alegando que toda una condesa no podía desempeñar un oficio impropio de su rango, que los de su clase no trabajaban con las manos ni aunque se murieran de hambre. No obstante, la verdadera razón de su negativa no era esa, Inés sabía que en el fondo lo que su tío no soportaba era que los de fuera reconocieran un talento en ella y encima estuvieran dispuestos a pagar por ello.

Y si hubiese sabido que disfrutaba peinando, se lo habría prohibido ipso facto. Obviamente, tuvo la prudencia de, en presencia de su tío, dar siempre muestras de lo mucho que detestaba dedicarse a esas innobles tareas.

—Empieza conmigo —exigió Teresa, embelesada ante su reflejo.

Teresa era una joven rubia, de larga cabellera ondulada, ojos azules, nariz respingona y boca en forma de corazón, que no decía absolutamente nada. Una de esas bellezas olvidables, a la que adornaba un carácter voluble y caprichoso.

—Antes abre ese baúl —ordenó Jimena, señalando un baúl que estaba a los pies de su cama. Ella, por descontado, no pensaba levantarse. Jimena era vaguísima pero tenía un carácter más templado y generoso que su hermana. También era más bella, con su melena castaña y lisa, sus ojos grandes y vivos, su nariz recta y su sonrisa encantadora.

La condesita abrió el baúl y se quedó fascinada:

—Lo han traído mientras estabas fuera —dijo Jimena—. Son algunas de las ropas que mi madre ha encargado para nuestro viaje. Son de Teresa y mías, las tuyas no han llegado todavía.

El viaje lo emprenderían en unas semanas, acompañando a la marquesa de Consenza a visitar a parientes y amigos que tenía por Europa. La marquesa era una señora de avanzada edad, con fama de celestina, a la que le gustaba organizar fiestas, reuniones y viajes con el fin de emparejar a los casaderos del reino.

En esta ocasión, había invitado a las jóvenes de las casas de Vera y Tovar, aunque las expectativas que cada una de las muchachas tenían puestas en ese viaje eran bien diferentes.

Mas, cualesquiera que fueren las razones que las impulsaban a salir de su casa, las tres necesitaban trajes bonitos que estrenar en los distinguidos salones que las aguardaban.

En el baúl había seis vestidos de seda, con sus correspondientes basquiñas de terciopelo y raso, y capotillos de damasco negro.

—Son maravillosos, primas. Vais a ser el centro de todas las miradas por dondequiera que vayáis.

—¡Qué novedad! Siempre lo somos —habló Teresa, que habría podido competir con Narciso.

—¿Y tu retrato, prima? —preguntó Jimena sin levantar la vista de su libro.

—Nos asaltaron y me lo arrebataron junto con la bolsa.

—¿Y cómo era? ¿Salías hermosa? —dijo Teresa.

—La dueña dice que sí.

—Vaya faena —exclamó Teresa, hipnotizada ante su propia mirada—. Te habría ayudado muchísimo a encontrar marido.

—Pero es que yo no quiero encontrar marido. Yo quiero vivir aventuras, como el viaje que vamos a hacer próximamente, quiero llevar mi hacienda y mis industrias, y, sobre todo, quiero ser libre.

Inés cogió uno de los vestidos, se lo pegó al cuerpo y comenzó a dar vueltas sobre sí misma hasta que acabó cayendo sobre la cama.

Teresa la miró con desdén a través del espejo y soltó:

—¡Cómo te gusta hacerte la loquita! ¿Te crees que eres más especial porque tienes esos pensamientos tan poco apropiados para una dama?

—Es lo que pienso, Teresa.

Teresa apoyó el rostro en ambas manos y, mientras ensayaba poses de damita cándida, dijo:

—A mi padre no le gusta nada como piensas. Y a mí tampoco.

Menuda novedad, pensó Inés. Teresa continuó:

—Yo quiero casarme, es mi gran meta, encontrar a alguien que me adore, que se desviva por mí y que esté a la altura de mi rango. Es lo único que me motiva para hacer este viaje, encontrar a esa grandísima persona que me merezca. Y, sin lugar a dudas, la marquesa de Consenza me ofrece todas las garantías para lograr mi propósito.

Jimena apoyó el libro en su pecho y explicó, con la mirada clavada en el cielo de su cama:

—A mí lo que más me gusta de este viaje es que voy a visitar nuevas librerías y, por supuesto, a comprarme todos los libros que me encandilen. También quiero ver edificios, iglesias, pinturas, paisajes… Probar comidas nuevas, oler aromas distintos, escuchar otras lenguas, otras músicas… Solo espero que durante nuestro periplo no estalle ninguna guerra.

—Lo dudo —opinó Inés—. El duque de Lerma apuesta por la paz, más que nada porque las arcas del reino están famélicas. No creo que padezcamos muchas contiendas durante este reinado.

—¡Qué sabrás tú! —exclamó Teresa, dando un manotazo al aire.

—Es lo que se escucha en los salones, en las calles, solo hay estar un poco atenta.

Teresa se enroscó un mechón de su pelo en el dedo y, reprimiendo un bostezo, habló con un deje de reproche:

—No tienes que inmiscuirte en esas conversaciones, las mujeres no deben mostrar interés por la política.

—Es que si hiciera caso a todo lo que dicen que no debemos hacer, ¡no haría nada! —replicó Inés.

—Puedes bordar, puedes tocar el clavicordio, puedes leer vidas de santos, puedes ir a misa. ¡Se pueden hacer tantas cosas!

Jimena, después de volver a abrir el libro, replicó:

—Pues tú solo te miras al espejo.

—También me gusta ir a fiestas y diversiones.

—Tienes los mismos gustos que nuestro rey —observó Jimena con sorna.

Inés se puso de nuevo en pie. Sacó otro bonito vestido del baúl, mientras comentaba:

—Nos ha salido un rey cortesano, dicen que es un inepto para las tareas de gobierno, que solo está interesado en pasárselo bien, por eso ha delegado en el duque de Lerma.

—Felipe II no quería que Lerma estuviera a su lado, él siempre prefirió a Moura —recordó Jimena.

—¡Queréis dejar de hablar de política! —gritó Teresa, dando un golpe con la mano en el tocador—. Como os paséis el viaje así me vais a matar de aburrimiento. Y por supuesto que hablando de esos asuntos no vais a encontrar marido.

—¡Qué pesada eres, hermanita! Yo no quiero un marido.

—Ni yo tampoco —confesó Inés.

—A mí no me engañáis con ese cuento de que no queréis casaros. Todas queremos hacerlo. Decís esas cosas para haceros las especiales, pero en el fondo anheláis lo que todas. Seguro que por las noches soñáis con que algún día compartiréis la vida con un caballero apuesto y distinguido, con el que formaréis una bonita familia.

—Yo no he soñado eso en mi vida —repuso Jimena.

—Ni yo —confesó Inés.

—No os creo a ninguna de las dos. Y como estáis ansiosas por encontrar marido, os diré algo para que lo tengáis muy en cuenta: los hombres prefieren una mujer fea y callada, antes que una bella y cotorra, y si de lo que cotorrea es de política, ni la tienen en cuenta.

—¡Mejor! —replicaron Inés y Jimena a la vez.

Las jóvenes se miraron y estallaron en carcajadas, para escándalo de Teresa quien todavía se atrevió a preguntar:

—Está bien, no queréis casaros. ¿Y el amor? ¿No os interesa?

—Nooooo —soltaron al unísono las dos jóvenes, muertas de risa.