Capítulo 9

 

 

La dueña ofreció su brazo a la condesita y esta lo tomó con la avidez y el desespero del náufrago a la tabla.

—No me encuentro bien, mi dueña.

—Respirad despacio. Este paseo que vamos a dar hasta la casapuerta os vendrá bien para reponeros —aseguró dándole unos golpecitos en el brazo.

—¿Habéis escuchado lo que me ha propuesto el conde?

—Sí. He llegado a tiempo para enterarme de lo principal.

—Me ha cogido completamente desprevenida. No me esperaba en absoluto este golpe mortal —confesó Inés, abanicándose con la mano mientras atravesaban las desaboridas antecámaras.

La dueña, intentando disimular su preocupación, recordó con cariño:

—Niña, vos siempre habéis sospechado que algo así sucedería.

—Pero con lo del cuadro pensaba que había ganado algo de tiempo.

Y había sido un error, pensó la joven. Con su tío jamás había que bajar la guardia.

—Ahora que mencionáis el cuadro: os está esperando en la casapuerta.

Inés se paró en seco en mitad del historiado y decadente salón principal y, con cara de extrañeza, susurró:

—¡No puede ser! Pero si lo dejamos tirado en la puerta de una taberna.

—El hijo de la tabernera os aguarda en la casapuerta con el retrato y un billete de don Francisco Pacheco —replicó la dueña, en voz baja, para evitar ser oídas.

—Pensaba que era un ardid vuestro, eso de que un joven me estaba esperando en la puerta, para liberarme de las garras de mi tío.

—Ha sido una feliz coincidencia que el joven llegara justo en el momento más propicio.

—¿Feliz? El cuadro solo viene a traerme más problemas. Imaginad que el conde se lo regala a mi añoso prometido.

—Ya.

Ese «ya» significaba que le iba a faltar tiempo al viejo portugués para hincar el diente, si es que le quedaba alguno, a su joven presa. Sin embargo, decidió no expresar más que ese lacónico «ya» que nada decía y lo decía todo.

La dueña, con un rictus de resignación, volvió a tomar del brazo a la condesita y continuaron con su paseo hasta la casapuerta.

—Obviamente, no voy a contarle que ha aparecido. Ya sé que la mentira es odiosa, mi querida dueña, pero pienso seguir mintiendo.

—Ocultar la verdad no es mentir. Callar no es siempre una falta al octavo mandamiento.

En la última de las tristes y aburridas salas que conducían a la escalera principal, Inés se quedó de nuevo impertérrita.

—Explicadme eso, mi dueña.

—Una cosa es mentir a vuestro tío, como cuando le dijisteis que os habían robado y otra es no decir nada. Si os pregunta por lo que os ha traído el muchacho, responded que era un billete de agradecimiento sin importancia.

—¿Y si me pregunta de quién?

—Decid que de un proveedor de la casa. No es mentira. Al maestro Pacheco se le pagó en su día por hacer un servicio al conde.

—Me alegra saber que mi lista de pecados veniales no va a seguir engordando.

Abandonaron la última sala y descendieron por las escaleras con cuidado, remangando un poco las faldas de sus vestidos.

—¿Ya os encontráis mejor de vuestra indisposición, niña Inés?

—Un poco. Pero me temo que cada vez que piense en mi pretendiente, me van a entrar unas terribles náuseas. Y eso que no tengo el disgusto de conocerlo todavía.

—No hay que sacar el matamoscas hasta que no se escucha su zumbido.

—¿Sesenta años, quince hijos y tratante de esclavos os parece poco zumbido?

—No adelantemos acontecimientos y centrémonos en lo que nos ocupa.

Lo que las ocupaba era cruzar el patio con columnas de mármol, recorrer el adusto recibimiento y llegar por fin a la casapuerta, donde las esperaba Pedro.

Ya desde el recibimiento a Inés le llamó la atención la guapura del joven tabernero. Tal vez por eso, comprobó que el moño alto que se había hecho estaba en su sitio y se pellizcó las mejillas para darse color.

Por su parte, Pedro, en cuanto a vio a su dama a lo lejos, caminando hacia él, sintió la dicha más grande que jamás había conocido su corazón. Tuvo que morderse los labios para evitar gritar de puro contento y abrazarse con fuerza al retrato para no salir corriendo a estrecharla entre sus brazos.

—Señora, este es el joven que encontró vuestro retrato —dijo la dueña.

El joven miró a Inés a los ojos y luego inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Joven, esta es la condesa de Vera.

Inés sonrió ruborizada y luego preguntó:

—¿Cómo os llamáis?

—Pedro Martínez Aranda.

Y casi estuvo a punto de añadir: «soy el que os ama», pero decidió dejarlo para otro momento. Qué bella era su dama. El retrato, a pesar de ser una obra de arte, no hacía honor a la hermosura de la condesa, a la finura de su piel, al fulgor de sus ojos, a la carnosidad de sus labios, a la delicadeza de su cuerpo, a la elegancia de su talle… Y luego estaban sus manos, esas que no había contemplado jamás y que tantas veces se había preguntado cómo serían. Por fin estaban delante de él para su deleite. Eran unas manos largas y finas que se movían alegres como jazmines, unas manos que estaba deseando atrapar entre las suyas.

—Soy Inés García de Aroca.

«Qué nombre más dulce, Inés», pensó Pedro. Cuatro letras que encerraban su mundo, sus sueños, sus esperanzas.

La dueña supuso que, en breve, si nada lo remediaba, una escena similar se repetiría con el carcamal del pretendiente que le había buscado el conde de Tovar a su niña. Seguro que entonces Inés no tendría el brillo en los ojos ni la sonrisa en los labios que en ese instante lucía. Estaba radiante. Se alegró de que el corazón de su condesa se alborozase, aunque fuera solo durante un rato, por eso decidió marcharse:

—Tengo que atender un asunto en las cocinas —se excusó la dueña—. Me alegro de haberos conocido, joven.

—Igualmente, señora.

¿Qué se le había perdido a Petronila en las cocinas? A Inés le extrañó que su dueña la dejara sola con un desconocido, ya que no había asunto más importante que su honor y su reputación. Por lo menos eso era lo que decía siempre, si bien no pudo cavilar mucho más sobre el asunto porque ahí estaba el joven, demandando toda su atención:

—Tomad este billete que don Pedro Pacheco me dio para vos. —Pedro le tendió el billete.

Inés lo cogió y al hacerlo sus dedos apenas se rozaron, pero los dos lo sintieron. Ella, como cientos de mariposas revolotear en su estómago; y él, a miles de caballos galopando en su pecho.

Se miraron a los ojos y se preguntaron sin decir nada: «¿lo has sentido?». Los dos supieron que sí.

¿Qué era eso? Pedro no lo dudó. Inés sí. Más que dudar, decidió quitarle importancia y comportarse como si no hubiese pasado nada.

Simulando indiferencia, abrió el billete y leyó:

 

Estimada condesa:

Si no deseáis quedaros con el retrato, permitidme que me tome la licencia de deciros que jamás encontraréis mejor dueño que el joven que os lo lleva. Con mi amistad y lealtad,

Francisco Pacheco

 

Cuando hubo acabado de leer, Pedro le ofreció el retrato:

—Esto es vuestro.

—No. —La condesita se negó a coger el cuadro.

Pedro no entendía nada.

—¿Qué queréis decir?

—No lo quiero. No puedo tenerlo conmigo. Solo me ocasionará problemas —dijo angustiada, llevándose la mano al vientre.

—No sé que os inquieta, condesa. Pero yo puedo custodiar vuestro cuadro hasta que esa amenaza que se cierne sobre vos desaparezca.

—Dios quiera que tenga la suerte de desaparecer.

Sin embargo, era muy difícil: su pretendiente tenía dinero de sobra para comprarla a ella, a su tío y a media Sevilla.

—¿Entonces me dais vuestro permiso para que os lleve conmigo?

A ella le habría gustado responder que le daba permiso para que se llevara al cuadro y a ella misma tan lejos como fuera posible. Pero se limitó a responder:

—Sí.

—Condesa, ya sé que soy un pobre tabernero que no está a la altura de vuestra distinguida posición, pero os juro que conmigo estará mejor que en los más ricos palacios.

—Lo sé.

No sabía explicar por qué, pensó Inés, pero sabía que lo que el joven estaba diciendo era cierto.

La confianza que su dama había puesto en él hizo que se dejara llevar, y por ello osó a decir a la joven con haciendas, escudos y blasones, a la que la sociedad decía que no debía siquiera mirar a los ojos:

—Os protegeré, os cuidaré y os amaré.

Así era como lo sentía y no pensaba excusarse.

La condesa sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras que próximamente escucharía de boca del vejestorio de su pretendiente portugués. Palabras que no la emocionarían como lo estaban haciendo las del joven tabernero al hablar de su retrato de esa forma tan torpe. El pintor tenía razón, su cuadro no podía haber caído en mejores manos. Pero ¿qué veía en él para protegerlo con la vehemencia de un cruzado? Se moría de ganas por saberlo, si bien las damas no hacían esa clase de preguntas. ¡Qué harta estaba de ser una dama! ¿Y si dejaba de serlo por un rato? Total, nadie iba a enterarse.

—¿Por qué amáis tanto mi retrato?

¿Su retrato? ¡La amaba a ella! ¿Todavía no se había dado cuenta? Sin miedo a nada, Pedro se acercó más a la condesa, tanto que podía oler su perfume de rosas y apreciar pequeños detalles de su rostro, como un pequeño lunar junto a la boca que estaba loco por besar, y dijo con más fe de la que nunca había puesto en nada:

—Yo creía que el amor no podía pintarse, ni dibujarse, ni describirse, pero al ver vuestro retrato tuve que cambiar de opinión: vos, condesa, sois el amor.

Por segunda vez en lo que llevaba de día, Inés estuvo a punto de caerse redonda al suelo.

—¿Estáis bien, señora? De súbito habéis palidecido.

—Descuidad. Sí. Estoy bien. Solo es… falta de sueño.

¿Cómo era posible que en el mismo día, a ella, que no estaba en absoluto interesada en amores, le aparecieran de golpe dos pretendientes? Y los dos sumamente inapropiados.

—Sé que os he asustado, mas no debéis tener miedo. Reconozco que, por mi origen y hacienda, no soy digno de vos. Mi sangre es pechera, vivo de lo que me gano con mi sudor y con mis manos, y solo poseo sueños y quimeras. Sé que lo que siento atenta contra la sensatez, la cordura y el orden, pero os amo.

¿Cómo iba a amarla? El joven además de sumamente inapropiado era un completo majadero. Respiró hondo, recobró el aplomo y habló muy seria:

—No me conocéis, amáis a la dama que creéis que soy, amáis a la fantasía que habéis construido en vuestra cabeza, no a mí.

—Pensaréis que estoy loco, pero creo que os conozco.

—Sí. Lo pienso. Estáis loco.

—Paso tanto tiempo contemplando vuestro retrato…

—Yo también tengo en mi alcoba el retrato de Santa Catalina y no por eso pienso que la conozco.

—Entiendo que os parezca una chaladura. Yo mismo creí que estaba bajo los efectos de un hechizo el día que descubrí vuestro retrato y ya no pude dejar de pensar en vos.

Podía suceder, pensó Inés. En las novelas que leía Jimena sucedía que los caballeros se quedaban prendados de una dama a la que solo habían visto una vez, y la marquesa de Consenza contaba historias de personas que habían recibido de repente el flechazo de Cupido y se habían quedado atontolinados de por vida. ¡Pero ella qué podía hacer si no sentía nada por él! La flecha no le había venido ni le iba a venir porque el amor era un asunto que no le interesaba para nada. Al muchacho iba a dolerle, si bien tenía que decirle la verdad:

—El amor es algo que no va conmigo. No me concierne. Tengo mis ilusiones puestas en otros sitios.

—Yo era igual que vos. De hecho, incluso me burlaba de los que se quedaban embobados mirando a la luna, como yo lo hago ahora.

—Dios quiera que no me pase como a vos. De verdad —dijo, llevándose la mano al pecho—, siento haberos ocasionado ese trastorno. Fui yo la que dejé el retrato en la puerta de vuestra taberna.

—No lamentéis nada. ¡Al contrario! Sentir esto que siento es una maravilla, es un tormento también, pero es muy dulce. Y la vida te parece tan bonita cuando tienes un amor. Las preocupaciones se achican y vives en el otro. Yo vivo en vos. Y sueño. Si veo un amanecer hermoso o como algo rico, solo ansío compartirlo con vos, mas como no estáis, lo que hago es que sueño. Os sueño a mi lado. Y somos felices.

—Es tan triste esto que contáis. ¿No os percatáis de que soñáis con algo que jamás tendréis?

—Os equivocáis. Lo triste es lo vuestro que ni soñáis ni amáis.

Podía haber respondido tantas cosas, pero la condesita prefirió no decir nada al respecto y marcharse de allí cuanto antes.

—Es muy interesante esta conversación, pero mi tío me está esperando. Voy a por vuestra recompensa. Enseguida vuelvo.

—¿Recompensa por qué? ¿No os parece suficiente recompensa que me lleve vuestro retrato? Atended a vuestras obligaciones, condesa.

—Os agradezco lo que habéis hecho.

—Cuando lo que os impide que tengáis el retrato ya no sea un problema, idos a la taberna del Gato Loco y allí os dirán dónde estoy.

—¿Es que pensáis marcharos a algún sitio?

—Quiero ser maestre de mis propios navíos en las Indias. Así que dentro de unos años estaré allende los mares. En la taberna os darán cuenta de mis andanzas. Tengo sueños. Ya os lo he dicho.

Desde luego, el joven no podía resultar más cargante con lo de los sueños. Su paciencia estaba a punto de agotarse: se imponía la despedida.

—Que tengáis mucha suerte, joven.

—Vos también. —El joven hizo una inclinación de cabeza y se marchó con una sonrisa.

Enfadada por lo que le había dicho el joven de que ni amaba ni soñaba, pero contenta por haberse librado de él, Inés volvió al despacho de su tío, quien, después de unos minutos de garabateo, se dignó a atenderla.

—Bien, sigamos hablando de vuestra boda. Haremos dentro de tres semanas las capitulaciones de palabra. Descuidad, que seré muy exigente y estableceré muy bien las cláusulas. A todas luces este es un matrimonio desigual, dado vuestro rango, por lo que pediremos a vuestro pretendiente una justa aportación, y con ella quedará superado el escollo de vuestras diferencias sociales.

—Un negocio perfecto para vos. ¿Cuántos escudos vais a pedir por mí?

Con sumo desprecio, el conde miró a su sobrina y luego espetó:

—Si tuvierais cabeza y amarais a vuestro linaje más que a vos misma, como yo hago, no haríais esa clase de preguntas ofensivas. Menos mal que pronto estaréis bajo la tutela de vuestro marido y os enderezará como yo no he podido hacerlo, pues bien os habéis aprovechado de mi bondad y de mi generosidad. Con Mesina será todo diferente, él no tendrá piedad de vos. Es un hombre muy severo que sabrá hacer de vos una mujer obediente y modesta.

De pronto, Inés sintió que el despacho menguaba y menguaba, que como no huyera cuanto antes de allí, iba a acabar aprisionada por sus paredes.

—¿Tenéis que decirme algo más? —preguntó angustiada. Le costaba respirar.

—Poco más me queda por decir. Una vez redactadas las capitulaciones en las que fijaremos los plazos, la dote y las arras, las firmaremos, y en quince días será la feliz boda en faz de la Santa Madre Iglesia.

Inés solo tenía ganas de salir corriendo y huir, lejos, muy lejos.

—¿Puedo marcharme ya?

Envanecido y triunfante, su tío respondió acariciando su blanca gorguera almidonada:

—Con los años sé que acabaréis agradeciéndome que os haya procurado este casamiento.

Con los años esperaba que esta pesadilla no fuera ni siquiera un recuerdo.

Nada más abandonar el despacho, Inés corrió hasta sus aposentos, porque necesitaba pensar, pensar y pensar.

No obstante, había cuatro palabras que no cesaron de acudir a su mente una y otra vez, como los pajarillos a las migajas de pan: «ni soñáis ni amáis». Aquellas palabras estuvieron resonando en la mente y en el corazón de la condesita aquella noche y durante los tres días siguientes a que recibiera la visita del joven.

Habían sido tan injustas y falsas esas palabras. ¡Y el muy atrevido aún osaba a jactarse de que la conocía? ¡Qué necio! ¿Acaso ella no sabía lo que era querer a su dueña? Y en cuanto a los sueños…

¡Qué poco sabía el tabernero de sus sueños! Soñaba con tantas cosas que solo necesitaba cumplir los veintiuno para empezar a hacerlas realidad. Claro que antes tenía que evitar como fuese dar palabra de matrimonio al abuelo portugués. ¿Cómo? Solo había que pensar.

Caviló y caviló sin descanso, se le ocurrieron mil y una formas de librarse del infierno, mas solo encontró una factible: fugarse.

Inés tenía a una prima segunda en Nueva España, su prima Margarita, de la que recibía cartas a menudo en las que siempre se despedía diciendo: Se despide vuestra prima que os quiere, con el gran deseo de que algún día pueda gozar de vuestra compañía.

Era el momento perfecto de cumplir el «gran deseo» de la prima Margarita. Y no había tiempo que perder, porque, bendita casualidad, el día 15 de junio zarpaba la Flota de Nueva España.

Tenía que embarcar como fuese, y para eso no se le ocurrió nada mejor que recurrir a Pedro. Un tabernero del Arenal con ínfulas de capitán de navío seguro que conocería a alguno de los maestres que partirían próximamente para Nueva España.

Además, ¿no decía que no tenía sueños? Pues él iba a tener que ayudar a materializarlos.

A los cinco días de haber recibido la visita del joven, Inés fue a buscar a su dueña, que estaba en una de las salas enseñando a Filomena, una doncella que llevaba poco en la casa, a cómo sacar más brillo a la única vajilla que quedaba de plata labrada.

—Mi dueña, nos vamos al Arenal.

—¿A qué?

Inés no se fiaba de las doncellas que recientemente había contratado su tío, así que dijo:

—¿Nos disculpáis?

En cuanto la doncella se hubo marchado, Inés explicó en voz queda:

—Nos vamos a la Taberna del Gato Loco. Tengo un plan.

La dueña temía los planes de la condesita, si bien sintió un ramalazo de ansiedad alegre en las tripas.

—¿Qué plan, niña?

—¡Nos vamos a ir a las Indias, con mi prima Margarita! El día 15 de junio parte la Flota de Nueva España.

¿Las Indias? La dueña también había estado maquinando para que la condesita pudiera librarse del apestoso de Mesina, pero ninguno de sus planes era tan bueno como marchar a las Indias. La prima Margarita había matrimoniado con un alto funcionario de la Corona y tenían una buena casa, hacienda y minas. Si bien, el plan tenía algún que otro pero.

—Es todo tan precipitado…

—El joven tabernero nos ayudará a encontrar maestre con el que negociar y contratar el viaje.

La dueña no paraba de mover la cabeza de un lado a otro, mordiéndose los labios de los nervios.

—También necesitaréis los permisos de la Casa de la Contratación, os van a pedir documentos.

—Los tendremos, en Sevilla todo se compra, incluidos a los oficiales la Casa de la Contratación.

—¿Y vais a ir vestida así a la Taberna del Gato Loco?

—¿Así cómo? —replicó Inés, disimulando porque bien sabía cómo iba vestida.

Se había pasado dos horas probándose vestidos y joyas hasta que por fin había logrado ese aspecto de mujer que ama y que sueña.

—Como si fuerais a una fiesta de los Guzmán o los Ponce: vestido de tafetán con adornos en terciopelo carmesí, basquiña de seda y damasco, chapines dorados, una sarta de perlas en vuestro cuello…

—Iremos en el carruaje viejo de mi tío.

—Id a vuestros aposentos y cambiaos de ropa. No es apropiado ir de esa guisa a una taberna del Arenal.

—No vamos a una taberna cualquiera, vamos al Gato Loco y allí solo puedo ir vestida de esta manera.

—¿Ah sí? —preguntó la dueña entre divertida y curiosa.

—Forma parte de mi plan.