DIECISÉIS: ¡HUYE QUE TE COGE EL BUEY!
Agar aprovechó la confusión y salió al patio. Los gritos de Papá Lorenzo se escuchaban aún desde la casa. Se echó al final, detrás del lavadero de Mamá Pepita. Contempló desde allí un cielo increíblemente azul con unas nubes increíblemente blancas.
«Jugaré a las nubes» —pensó.
No le fue difícil descubrir al sargento York, de casco y mochila, disparando desde el cielo.
La nube, en su trayecto de tortuga, se desfiguró después y fue un apache enfurecido. Y después fue Tonka; el caballo salvaje. Y después una araña en un círculo de piedras. Al final tomó la forma de un inmenso conejo. Era Bugs Bunny, «El Conejo de la Suerte».
-¡Adiós, amigo! —saludó Bugs Bunny levantando una mano de humo blanco.— Nos vamos al país de las zanahorias gigantes...
Papá Lorenzo pasó también, seguido de Agrispina Pérez Pérez y la bruja de «Historias Macabras» y el bicéfalo de Finstown.
Se acarició el pene. Ahora sí podría sacarlo sin problemas. Allí, al final del patio, Mamá Pepita jamás podría tomarlo de sorpresa y él podría guardarlo antes que lo vieran.
De modo que lo tomó, definitivamente, entre sus manos, y lo frotó como un buen boy scout frota una rama de pino para hacer fuego en el bosque oscuro.
Sólo jugaba.
Porque aquellas cosquillas que anunciaba Tín Marbán, él nunca las sentía.
Estuvo un tiempo así, frotándose mientras revisaba absorto las nubes. Descubriendo en ellas nuevos rostros, objetos y personajes que formaban en su lenta marcha hacia el oeste. Cerró los ojos.
La gran vedette Tongolele, anunciadora del aceite Sensat, lo descubrió en su camerino.
—¡Hola! —exclamó desconcertada—. ¿Estabas aquí?
Cuasimodo la vio alzar la pierna y zafarse las ligas. Quedó entonces descalza sobre la alfombra, y paseó así por la habitación, con el zíper descorrido.
Se volvió hacia Cuasimodo después, y haciendo un mohín de indiferencia se libró de los tirantes. Cuasimodo contempló sus tetas temblar libremente y se abalanzó hacia ellas.
—¡Qué haces, monstruo!
La atrapó entre sus manos. Sentía latir su corazón en la punta de su falo. Su gigantesco falo de dieciocho pulgadas.
Tongolele cayó definitivamente vencida, sobre la alfombra de su camerino. Cuasimodo atravesó violentamente aquel cuerpo blando, escuchando crujidos de membranas y chirridos de gandingas. La gandinga de Tongolele, la gran vedette del Aceite Sensat. La mujer de las tetas fabulosas que...
Se estremeció de repente.
La cabeza le dio un vuelco inesperado.
Sintió que algo se desprendía en su interior.
Algo se soltaba después de haber estado miles de años encerrado. Nuevo. Desconocido. Algo que lo sacudió hasta la médula de los huesos y le provocó fuertes retortijones de placer.
Algo había hecho erupción en sus cavernas. Y ahora se miraba las manos con grandioso estupor.
Lava blanca y espesa.
Lava pegajosa como la saliva del catarro.
Como el mismísimo almidón.
Comprendió todo de un golpe en aquel momento decisivo. Con una calma desconocida se incorporó y fue hasta la rejilla del traspatio.
Entonces dijo, grave y solemne: «Señoras y Señores».
Como ante el Gran Jurado de la Opinión Pública.
Y echó a correr para siempre.
El sol caía duro sobre el romerillo, y sus rayos se descomponían sobre la manigua en luces violetas y verdosas. Y una lagartija sacó su corbata roja desde un muro en señal intermitente de «Peligro» «Peligro» «Peligro».
La Habana, 1968