A LAS QUINCE TE RAYO EL LINCE

La tarde pasaba. Dentro del cuarto sintió el aire pesado y cargado de modorra.

La tarde pasaba y él había pasado casi todo el día castigado. Las vacaciones se iban y él había pasado casi todas las vacaciones castigado.

Hubiera dado una mano por salir afuera. La hubiera puesto en la pira de Odín y le hubiera dicho al dios de los Vikings:

—¡Quema!, pero déjame salir.

Asomó el ojo por la puerta entornada. En el sofá, Papá Lorenzo escribía un largo discurso sobre el aire. Pensó que podía pedirle permiso. Aunque después pensó que si lo pedía, Papá Lorenzo podía volverse de espaldas y hacerse el dormido. O bien podía decir:

—¡Pídeselo a tu madre!

Y entonces él iría a donde Mamá Pepita y ésta diría:

—¿Yo? ¡Pídeselo a tu madre!

Y así iría, dando vueltas de un lado para otro hasta que reventaba a llorar de indignación.

No obstante, la Voz Interior le sugirió esta vez:

—Pídeselo... ¿que pierdes?

—Puede salirme con una patada de mula —reconsideró.

De modo que decidió apelar al Destino Imaginario y concibió una fórmula para decidirse de una vez.

Papá Lorenzo escribía en el aire de espaldas a él. Si se volteaba, le concedería lo que pidiera.

Esperó.

Esperó.

Esperó.

Papá Lorenzo se fue volteando lentamente. Su corazón latió con fuerza.

Llegó hasta el sofá. Papá Lorenzo recogió el periódico del suelo y volvió a abrirlo por la página de las historietas.

—Voy al cine —balbuceó Agar.

Papá Lorenzo comentó:

—¿Se habrá muerto por fin Anita la Huerfanita?

—Voy al cine...

—¿Cómo?— fingió escuchar por primera vez Papá Lorenzo.

—Voy al cine —repitió Agar.

—Si tienes el dinero, yo no me opongo —dijo Papá Lorenzo.

—Papá, todo el mundo va hoy al cine. Echan una película de Red Ryder.

—No hay dinero —dijo Papá Lorenzo sin quitar la vista del periódico.

Agar sabía que corría un riesgo si insistía. Sin embargo, lo hizo.

—Papá... ¿no tienes 70 centavos? Es todo lo que vale la tanda.

Papá Lorenzo lo miró irritado. Después se volteó en el sofá, dándole las espaldas.

—No vayas... —dijo desde allí— Los indios siboneyes nunca iban al cine, y eran felices.

Mamá Pepita soltó los cacharros y vino desde la cocina.

—¡Eres un salvaje! —gritó—. Todo lo arreglas con los indios. Y yo no me pongo un vestido nuevo desde hace cinco años, sencillamente porque los indios iban en cueros, ¡y eran felices! Y ando con estas greñas horribles desde hace seis meses, sencillamente porque los indios no se hacían el cold wave, ¡y eran felices! Y todo con los indios. ¡Los indios se acabaron!

Gritaba.

Papá Lorenzo, vuelto de cara al respaldo del sofá, se hacía el dormido. Al final, abrió los ojos, fingió una sonrisa de comerciales, y dijo:

—No hay dinero.

Mamá Pepita refunfuñó de nuevo y comenzó a dar vueltas alrededor del sofá, buscándole el frente a Papá Lorenzo y echándole en cara su indolencia. Finalmente logró irritarlo. De modo que Papá Lorenzo se tiró del sofá y corrió hacia el cuarto y comenzó a voltearlo todo diciendo:

—¡NO HAY!

Y así viró las gavetas y el ropero, y así comenzó a vaciar «El Clóset de los Recuerdos». Gritando:

—¡NO HAY! —y tirando los libros de Bujarin y Kropotkine.

—¡NO HAY! —dijo, estrellando las fotos de Stalin contra las paredes.

—¡NO HAY! —dijo, desperdigando los viejos periódicos comunistas.

—NO HAY. NO HAY. NO HAY. NO HAY.

Y cayó al fin, extenuado, sobre el reguero de ropas y libros rojos. Resoplando.

—Estoy asqueado —dijo entonces Papá Lorenzo—. Y esta vida es una cabrona conmigo.