CAPÍTULO VII

Seis granujas se reúnen

LIENTRAS Texas y sus compañeros corrían estas inquietantes aventuras, habían sucedido algunas cosas de las que ellos estaban ignorantes.

La noche de su fuga, el impresionante tiroteo que se produjo en el coto de los falsos turistas, atrajo la atención de la policía que se hallaba al otro lado de la llanura y varios agentes acudieron alarmados, pero su llegada fue tardía para descubrir lo que había sucedido. Los jefes, sospechando lo que podía suceder, se apresuraron a cerrar la cueva ocultando el número de víctimas, los sectarios se despojaron de sus capuchones ocultándolos y cuando los agentes acudieron, encontraron en movimiento a todo el campamento, pero sin descubrir nada sospechoso.

Uno de los jefes de la expedición, explicó el tiroteo. Varios elementos filtrados en la organización, se habían emborrachado disparando sobre sus compañeros y al ser perseguidos por éstos, habían huido en una embarcación sin poder ser apresados.

Los agentes se retiraron prometiendo dar parte para que fuesen buscados y apenas abandonaron el lugar, se dio orden de perseguir la motora aprovechando otra que tenían varada algo más lejos y en la que habían llegado algunos jefes de Virginia.

Luego, se preocuparon de volver a la cueva a auxiliar a los caídos. Más de una docena habían pagado con la vida; había siete gravísimos y cinco menos graves, y entre éstos se encontraba Zenker, que había perdido el conocimiento.

El cruel ex secretario fue atendido rápidamente en el botiquín de urgencia oculto en la cueva, e igual se hizo con los que no ofrecían gravedad, pero los que se hallaban en estado desesperado constituían un estorbo y un riesgo para ser sacados de allí sin que las autoridades los descubriesen en el momento del embarque.

Uno de los jefes, el que lucía precisamente en la mano la sortija de piedra ovalada, mandó despejar la cueva, dando orden de que todos estuviesen preparados para partir al siguiente día y quedándose con dos de sus hombres de más confianza, ordenó:

—Esos hombres son un peligro para todos. Hay que evitar que nos pongan en peligro.

La indicación era suficiente. Los dos sectarios se dispusieron fríamente a rematarlos, y minutos después habían pasado a mejor vida.

Se procedió a enterrarlos en la misma cueva y también fue enterrado uno de los jefes que había caído. Los heridos menos graves fueron curados y recibieron orden de ocultar sus heridas hasta que se encontrasen a bordo del yate.

Zenker, bien atendido, quedó depositado en la pradera en espera de las noticias que trajese la gasolinera enviada en persecución de los fugitivos, pero apenas había salido el sol, regresó a la orilla, fracasada rotundamente.

El encargado de la persecución hizo un relato de su sucedido y explicó cómo la embarcación se había estrellado contra las rocas, pero abrigaba la sospecha de que, aprovechando la oscuridad de la noche, habían logrado salvarse a nado, ganando la escollera.

El sectario de la sortija, que había asumido la autoridad suprema, preguntó duramente:

—¿Qué han hecho ustedes?

—Hemos lanzado los cohetes dé aviso y nos han contestado desde la costa.

—Bien, hablaremos de este asunto más tarde. Trasladen a este hombre a la gasolinera. Usted se quedará en la costa para organizar la persecución. Esta vez no ha estado usted a la altura de las circunstancias, pero en atención a sus buenos servicios de otras veces, le doy una oportunidad de rehabilitarse. Le desembarcaré al otro lado de la bahía para que organice la persecución. Movilice cuantos hombres necesite. Usted tiene una lista de gente que puede secundarle. Búsqueme a esos odiosos intrusos y preséntemelos muertos o vivos, pero preséntemelos, de lo contrario, creo que le será muy conveniente arrojarse al fondo de la bahía con una buena piedra atada al cuello.

El sectario palideció, pero, asintiendo, se dispuso a cumplir la orden. Sabía lo que significaba el consejo y rechinaba los dientes; rabioso, prometiéndose deshacer a tiros a aquellos osados que estaban poniendo su vida en peligro.

El jefe llamó a otro de los «Hijos del Diablo», ordenándole que al rayar el sol hiciese reembarcar a los asistentes al acto, trasladándoles al otro lado, para que se diseminasen antes de que, por cualquier incidente, se descubriese el verdadero significado de aquella reunión.

Muy de mañana empezó el embarque. Los heridos, aguantando sus dolores y sacando fuerzas de flaqueza, cruzaron el puente de tablas para alcanzar la cubierta y nadie se dio cuenta de lo sucedido.

La gasolinera había partido sin pasar por los muelles y, directamente, enfiló el otro lado de la costa, donde fue desembarcado el que debía preocuparse de la persecución de Texas y sus amigos.

Libre de él, la embarcación siguió costeando hasta llegar a Portsmouth, donde el jefe tenía sus posesiones.

Arribaron de noche, y con todo género de precauciones Zenker fue trasladado a la granja del jefe, que no era otra que la plantación de tabaco donde Texas había realizado aquella espectacular exhibición de manejo del látigo.

El dueño se llamaba Samuel Alíen, y era uno de los propietarios más prestigiosos y respetados, no sólo de la localidad, sino de muchas millas a la redonda.

Todos le suponían un hombre serio y trabajador, entregado a sus plantaciones, aunque se sabía que explotaba a los negros tan mal o peor que antes de la guerra, pero esto seguía siendo un mal endémico que tardaría muchos años en ser extirpado de raíz.

El herido fue depositado en una habitación interior, donde sólo penetraban las personas de confianza de Samuel, y el resto de los jefes se retiró a sus haciendas, pues todos eran industriales en gran escala y autoridades. Antes de partir, Allen indicó:

—Estén preparados para acudir a la primera llamada. Espero noticias de la persecución de esos tipos y no creo que fracasen. Están encerrados en un círculo terrible, en el que casi todo el mundo está a nuestras órdenes. Yo les avisaré para cambiar impresiones.

Los jefes se retiraron un poco mohínos por los sucesos desarrollados. Adivinaban que las cosas se estaban poniendo muy feas para la secta y como todos tenían bastante que perder si se descubría su doble personalidad, temían que la audacia de aquellos hombres pudiese ponerles al descubierto.

Samuel Allen se apresuró a llamar a su médico, otro afiliado a la secta, y el galeno, tras reconocer la herida y proceder a curarla con cuidado, afirmó seguidamente:

—No es cosa grave. La bala ha desgarrado la carne, pero se desvió sin producir lesión importante. Confío en que, dada su naturaleza, dentro de diez o doce días pueda abandonar el lecho.

Con este diagnóstico optimista, se retiró, prometiendo volver al siguiente día y Allen, más tranquilo, puso al lado del herido un hombre de confianza que cuidase de él, en tanto que él se ocupaba de sus asuntos, un poco abandonados durante su ausencia.

No pareció muy satisfecho del rendimiento de sus antiguos esclavos, en aquel momento peones «libres», y extremó sus crueldades con ellos para obligarles a relajarse ante las plantaciones, sin humanidad ninguna para los infelices explotados.

Alguien —aquel infeliz negro que quiso tener un arranque de virilidad— se quejó del inhumano trato, poco en consonancia con las flamantes leyes dictadas por el Gobierno, y Samuel, para demostrarle que allí no había más leyes que las que él dictaba con el «gato de nueve colas» le apaleó bárbaramente, y cuando el negro quiso convencerse de su error, ya era demasiado tarde.

Texas le ayudó a salvar la vida, pues aquel energúmeno sin entrañas le hubiese matado a latigazos, pero tendría dolores para un buen número de días tumbado sobre la cama de un hospital.

Cuando Samuel cayó, tomando la misma medicina que él había pretendido administrar al negro, su capataz, un tipo tan duro y cruel como su patrón, a quien éste llevaba siempre en sus excursiones para que le guardase las espaldas, Captó los berridos de Allen y quiso intervenir, con la adversa fortuna que le costó perder varios dedos de la mano derecha.

Texas no pudo saber el maremágnum que había armado con su fiera intervención, pero fue algo apoteósico.

El capataz, berreando como una fiera, reclamaba el auxilio de un médico, como si éste pudiera hacer milagros para devolverle sus destrozadas falanges, y Allen, por su parte, agotado de lamentarse, había perdido el conocimiento.

Mientras un peón corría al poblado en busca del médico de Samuel, varios esclavos tomaron su cuerpo, trasladándole a su dormitorio, donde fue depositado, y el capataz, berreando como un ternero que ha perdido a la madre, corría de un lado a otro con la mano fuertemente liada con un pañuelo para contener la hemorragia, mientras amenazaba con acabar a tiros con todos los habitantes del planeta.

Por fin, acudió el doctor, quien atendió primero al capataz para evitar que se desangrase. Le tuvo que amputar los restos de tres dedos, practicándole una cura a lo vivo que hizo maldecir al interesado de todo cuanto existía en el mundo y algo más.

Después, examinó al granjero. Tenía la espalda convertida en una pura llaga y con emplastos y grasas trató de suavizar sus dolores, envolviéndole en una manta de guata para evitar los roces.

Allen recobró el conocimiento horas después y pasó la noche en un grito. Deliraba y en su delirio decía cosas incongruentes que estaban relacionadas con la secta y sus afiliados.

Por fin, se calmó un poco y recordó a su capataz, enterándose de que, menos afortunado que él, había quedado inútil de la mano derecha.

En su egoísmo, Allen no se sintió muy a gusto con la noticia. Un capataz inútil de semejante remo no podía manejar el látigo con eficacia y tenía que ir pensando en relevarle del cargo, para suplirle con alguien que poseyese la mano dura y cruel.

Zenker se enteró al siguiente día por la mañana del suceso. Extrañado de no ver aparecer por su habitación al granjero, preguntó por él y le dieron la fatal noticia. Zenker, que había mejorado mucho, se sintió con ánimos de levantarse y acudir a visitar a su compañero de dolores. A final de cuentas, era superior en jerarquía y debía tenerle contento mientras le necesitase.

Allen agradeció el rasgo y entre hipos y lamentos le dio detalles del suceso.

Zenker, que le había escuchado atentamente, al oír los detalles y sobre todo la descripción de los tres aventureros, lanzó un rugido de ira, exclamando:

—¡Por vida de Judas! ¡Eran ellos, señor Allen!

—¿Quiénes ellos?

—Los tres tipos que escaparon de la cueva, ¿no los ha podido reconocer usted?

—¿Yo? ¿Cómo diablos iba a reconocerles, si no les he visto el rostro nunca? ¿Olvida usted que estaban encapuchados cuando usted desenmascaró a Texas?

—Es cierto, lo olvidaba. ¡Oh, sí, son ellos; sus señas coinciden! ¡Y pensar que los estarán buscando hacia el Norte! Ese Texas es demasiado listo para hombres que son vulgares «Hijos del Diablo».

—¿A quién íbamos a lanzar en su persecución? Usted estaba herido, que es quien mejor los conoce, yo lo estoy ahora. Alguien tenía que hacerlo.

—Es cierto, pero hay que hacer algo más. Tenemos que olvidarnos de esos hombres que bucean por allá arriba y organizar la caza. Si no le fatiga mucho, convendría que citásemos para esta noche a los jefes que nos han acompañado a esta reunión. Son hombres listos, influyentes y ellos pueden hacer mucho para localizarlos. Apuesto la cabeza a que no andan muy lejos de aquí.

—¡Oh! —bramó Allen—, por vengarme soy capaz de salir arrastrándome por tierra para buscarles. Si usted cree que ellos pueden hacer algo, envíeles un aviso. Esta noche, a las once, les esperamos aquí.

Zenker, venciendo sus propios dolores, se retiró y redactó en clave las citaciones para pasadas unas horas. Por muchos dolores que aquejasen al granjero y por mucho odio que éste sintiese hacia Texas, el suyo era mayor y lo que él tenía que vengar más hondo y con más profundas raíces.

Aquella noche, a las once, cinco jefes del estado de Virginia acudían al llamamiento. Lo hacían esperanzados de recibir noticias agradables de la captura de los indeseables, pero sufrieron una impresión penosa e inquietante cuando se encontraron tumbado en el lecho a su jefe principal, y tumbado a latigazos precisamente por uno de los osados enemigos que con más saña buscaban. Pero este suceso les avisó que debían estar muy en guardia para acontecimientos futuros y que todos debían extremar su celo y sus energías, para cazarlos antes de que pudieran poner más tierra por medio, o dar un golpe espectacular, aunque ni Texas ni ninguno sabían que el granjero era uno de los jefes más poderosos del «Ku-Klux-Klan».

Rodeando el lecho del vapuleado, celebraron consejo y Zenker, cuyas energías se habían despertado ante la posibilidad, de poder terminar para siempre con su odiado enemigo, tomó la dirección del asunto y empezó a exponer planes y a dictar órdenes a sus compañeros para el mejor éxito de su empresa.

* * *

Poco más tarde de haber acudido a la reunión los jefes de la secta, Texas y Nino, después de dar un gran rodeo para evitar ser vistos, alcanzaban las inmediaciones de la granja.

A una distancia prudencial, Jim se apeó y el mejicano se hizo cargo de su caballo.

—Quédate aquí —ordenó Texas— y ten el caballo a punto por si necesitase hacer uso de él con premura. Voy a intentar echar un vistazo a ese nido de reptiles. Si no puedo averiguar algo y me fuera fácil apoderarme de ese sapo, me lo llevaría a nuestro refugio y te juro que iba a cantar tan alto que seguramente sería oído en el propio Capitolio.

—Y yo, ¿qué hago mientras, manito? Me voy a aburrir o así aquí sólito.

—Volveré a darte instrucciones. Ahora, solamente se trata de reconocer el terreno.

La noche sin luna, aunque oscura, poseía suficiente luminosidad para poder distinguir en la penumbra el vano más oscuro y compacto de la plantación y la silueta difuminada de la granja. En ésta, había dos huecos, iluminados por la luz de las lámparas, que, a modo de faro, servían para que Texas caminase con seguridad.

El peonaje debía estar durmiendo reciamente en el largo barracón a él destinado, la fatigosa jornada de un día agotador, y no significaba peligro alguno, pues no se molestarían en estar en vela para vigilar.

En cuanto al capataz y al propietario, debían estar en cama más ocupados de sus dolores que de lo que sucedía fuera de la finca, y si tenía la suerte de que no hubiera algún perro vigilante, no sería empresa difícil entrar en la finca.

La cerca de espino era el obstáculo más serio que iba a encontrar, pero se había preparado contra ella. La manta que tomó de la silla sirvió para cubrir los pinchos y saltar a la plantación sin ningún deterioro.

En silencio, con la agilidad y el paso ingrávido de los indios, que le habían enseñado a moverse de manera inmaterial, avanzó por la tierra, ésta, como no era arenisca, no le denunció de modo indiscreto.

Al alcanzar la tapia de uno de los lados, respiró con desahogo. No debía existir perro alguno, pues ningún ladrido indiscreto saludó su aparición.

Dos vanos iluminados habían atraído su atención. Los vanos pertenecían a la planta baja y tenía que intentar echar un vistazo al interior antes de decidirse a obrar en ningún sentido.

Pegado a la tapia, se fue acercando al vano. Su estatura le permitía alcanzar con la vista el interior y de través, para no ser descubierto, se acercó a la jamba y miró. Se trataba de un dormitorio. El lecho, con la cabecera adosada a la pared del lado izquierdo, estaba ocupado por una persona. Desde donde se hallaba no podía alcanzar a distinguir quién era sin exponerse a descubrirse, pero al observar una mano reciamente vendada descansando sobre el cobertor, adivinó que se trataba del capataz a quien Nino había acariciado tan amablemente.

Aquella estancia no le interesaba. El capataz no constituía peligro y quien a él le interesaba era el granjero.

Se corrió hacia el otro lado, pasando inclinado bajo la ventana para que el reflejo no proyectase su silueta sobre la tierra, y se detuvo, junto al otro hueco. La ventana, a medio cerrar, permitía el paso de la voz y su oído de comanche captó un rumor de conversación.

Allí debía haber más de una persona y tenía que obrar con prudencia para poder escuchar lo que se hablaba y, al tiempo, darse cuenta de las personas que ocupaban la estancia.

Suavemente, se fue acercando al borde de la ventana. Tenía que evitar ser descubierto, pero no podía dejar de descubrir quiénes eran los reunidos, pues en su cerebro estaban germinando muchas sospechas que tenía que comprobar.

Por fin, alcanzó a ver un trozo de la estancia. También se trataba de un dormitorio, quizá el de Allen, y observaba el perfil de dos personas de pie ante el lecho, pero no le era posible examinar sus rostros.

El rumor de la conversación llegaba a él como un mosconeo, pero no conseguía captar nada de lo que hablaban y furioso por este fracaso, decidió atisbar desde el otro extremo, para ver si tenía más suerte.

Se inclinó y pasó por debajo del vano, situándose al lado contrario.

Desde éste abarcaba casi la otra parte de la estancia y pudo descubrir otras dos figuras en pie, pero éstas situadas de tal forma que sus perfiles aparecían reciamente iluminados por la luz de la lámpara.

Texas las examinó atentamente, tratando de grabar para siempre en su retina los rasgos fisonómicos de cada una. Esto era muy importante, pues si se trataba de miembros destacados del «Ku-Klux-Klan» le servirían para seguir una pista y, por ellos, llegar a otros nuevos elementos e ir formando la cadena directora.

Uno, era un hombre de unos cincuenta años, de estatura media, duro de rasgos, con los ojos ahuevados y grises, la nariz judaica, el mentón saliente y un bigote que empezaba a canear, y el otro, delgado, cetrino, afilado de nariz, exangüe de labios y hundido de ojos. Tenía el lóbulo de la oreja derecha partido, quizá de un tiro recibido de refilón, y aparentaba unos cuarenta y cinco años.

Aquellos dos pajarracos tenían un perfil inconfundible que ya no se borraría jamás de la memoria de Texas, pero para completar el descubrimiento, necesitaba ver a los otros dos, cuando menos, en el caso de que hubiese alguien más en la estancia.

De nuevo volvió al otro lado de la ventana con la esperanza de que los que se hallaban de espaldas hiciesen algún movimiento que les descubriese, y la suerte le favoreció, porque, momentos después, ambos cambiaban de postura, colocándose al reflejo de la luz.

Así, pudo descubrir que el más alto —un verdadero gigante— lucía una tupida barba recortada en punta, tenía los ojos muy pequeños y la nariz achatada, y que el otro era gordinflón, colorado, tostado de color y de rasgos estúpidos por lo inexpresivos.

No podía distinguir a nadie más en la estancia, y satisfecha esta curiosidad perentoria, se veía acuciado por el loco deseo de captar lo que estaban tratando.

Ya no le cabía duda alguna de que aquello era una reunión de jefes de la secta —quizá los mismos que habían estado reunidos en la cueva la trágica noche de su fuga— y era vital para él enterarse de lo que estaban tratando.

Decidido a averiguarlo, abandonó aquella ventana y retrocedió, tanteando las próximas. Si conseguía abrir alguna y filtrarse por el vano, penetraría en la granja y buscaría la forma de acercarse a la estancia para escuchar la conversación.

Osadamente tanteó todas las ventanas, hasta que, tres más a su izquierda, encontró una que cedió al suave empuje. Sin vacilar, se aferró a la jamba y a pulso se elevó hasta bascular medio cuerpo y poderse deslizar dentro.

La estancia no estaba habitada. Servía para almacenar hojas secas atadas en pequeños fardos, y al fondo vislumbró una puerta, que abrió con infinitas precauciones, para alcanzar un pasillo oscuro.

Pero a la derecha, una raya de luz a ras del piso denunciaba la estancia donde se estaba celebrando la reunión, y de puntillas, pegado a la pared para evitar que las tablas del piso crujiesen a su paso, denunciando su presencia, avanzó con toda clase de precauciones y con el revólver empuñado.

Si la suerte le favorecía, podía enterarse de muchas cosas que en su día podían serle de gran utilidad para dar un golpe de muerte a la secta. Si lo lograba, renunciaría a su plan de apoderarse de Allen y le dejaría tranquilo de momento, para seguir la pista al resto de sus secuaces.

Dominando sus nervios, avanzó paso a paso, como un fantasma y, por fin, se situó junto a la puerta, que, aunque cerrada, por la delgadez de las tablas permitía captar el rumor de la conversación.

Anhelante escuchó, pero quien hablaba lo hacía con voz tan débil, que era imposible discernir lo que decía. Texas le maldijo interiormente y siguió afinando el oído.

Por fin, el mosconeo cesó y una voz más áspera y más agria afirmó:

—Señores, creo que estamos perdiendo el tiempo. Yo opino de otro modo y voy a exponer mi idea.

Texas se sintió estremecido de rabia. La voz que acababa de captar era la de su irreconciliable enemigo Zenker.