CAPÍTULO III

Una emboscada frustrada

LNTRETANTO, el grupo de jinetes, a todo galope, se había encaminado con dirección a la granja. Era camino obligado siguiendo la senda, y no tenían más remedio que cruzar por el sendero que los tres aventureros habían dejado atrás para llegar al poblado.

El que parecía dirigir el grupo se volvió hacia uno de los jinetes, diciéndole:

—Escucha, Pitt, ¿qué sospechas tú?

—No sé… Parece que esos tipos tienen las mismas señas que los que buscamos, pero… dice que eran labriegos que conducían un burro…, y los que buscamos ni son labriegos ni saben nada de burros.

—Ya he pensado en ello, pero es chocante que no hayan sido vistos por aquí. Según el jefe, han desembarcado por esta parte de la costa y tienen que andar escondidos por ella. Alcanzaremos a esos tres tipos, a ver qué dicen. A lo mejor han atracado alguna granja y se han apropiado de ropa para disfrazarse.

—¡Por Judas, creo que tiene usted razón! Adelante, a ver si logramos alcanzarlos antes que sea noche cerrada.

Siguieron galopando hasta alcanzar el lugar donde Texas y sus amigos habían detenido la carreta, y cuando seguían por la senda algo les obligó a frenar la marcha.

—¿Qué es eso? —preguntó Pitt.

—Un pollino. ¿No será el de esos tipos…?

—Veamos…

Se apearon, acercándose al burro. Éste permanecía con las patas trabadas, pero, sin duda a saltos, o Dios sabía cómo, había logrado traspasar el seto, saliendo de nuevo a la senda.

A Pitt le extrañó el caso, y gruñó:

—No me explico esto. No pueden haberle dejado trabado y abandonado en el camino. Quien sea el dueño, no debe andar lejos.

—Registrad los alrededores —ordenó el jefe—. Quizá descubramos algo.

Registraban el seto aprovechando la débil claridad reinante, cuando uno de los jinetes afinó el oído, diciendo:

—¿No oís? Parece que se queja alguien por aquel lado.

—¡Cuidado! Preparad el revólver, que no sea un lazo.

Con infinitas precauciones se acercaron al lugar donde había sido captado el quejido, y por fin descubrieron entre la maleza un cuerpo maniatado y amordazado que pugnaba por desasirse de sus férreas ligaduras.

Con un cuchillo le libraron de ellas, y cuando el infeliz se vio libre pudo dar cuenta de sus cuitas de una manera incoherente, pues sentía en la cabeza y en la mandíbula unos dolores terribles.

—Me pidió una cuerda un tipo gordo que conducía el burro. Se le había roto la cincha y quise ayudarle. De repente, me administró un terrible puñetazo que me dejó sin sentido, y ya no sé más. Hace una hora volví en sí y me encontré maniatado y amordazado.

El infeliz aparecía en paños menores, y el jefe preguntó:

—¿Y su ropa?

—No sé. Han debido quitármela.

—¿Dice usted que era un tipo gordinflón?

—Sí, y apostaría que era mejicano.

El jefe de la patrulla se quedó dudando. Aquello no rimaba con lo que acababa de dejar atrás, y replicó:

—¿Está usted seguro?

—Segurísimo.

—Explíqueme cómo era su ropa.

El conductor dio la relación, y el jefe gruñó:

—Bueno, creo que nos han engañado como a chinos. Esa ropa era la misma que llevaba el tipo aquel que conducía el carretón. No podía ser por menos, pues un hombre gordo no hubiese podido ajustarse prendas tan estrechas.

—Bueno; pero ¿y el gordo? —preguntó Pitt, lógicamente—. Nosotros no vimos a nadie más que al que conducía.

El jefe se dio una palmada en la frente, diciendo:

—¡Ahora caigo! Los otros debían ir escondidos entre las gavillas para disimular.

—¡Maldición! ¡Pues es cierto!… —clamó Pitt—. ¿Qué hacemos, jefe?

—¿Y lo preguntas? Volver grupas y tratar de alcanzar a esos pájaros. Son listos cómo demonios. Nos habían lanzado detrás de una pista falsa, que sin este incidente nos hubiese hecho perder muchas horas. Seguramente que viajan tranquilos creyéndose seguros. ¡Adelante! Tenemos que apresarlos cuanto antes. Es orden terminante de nuestros jefes.

Abandonaron al conductor para que éste se las valiese por sí sólo, y a todo galope volvieron a desandar el camino, confiando en alcanzar la pesada carreta.

Era bien mediada la noche cuando llegaron a la entrada de Morrison. La posada aún estaba abierta y el posadero se disponía a retirarse a descansar.

Al distinguir el grupo de jinetes esperó, y cuando los sudorosos y cansados caballos se detuvieron a la puerta, preguntó: 1

—¿Desean los viajeros descansar aquí? Sus cabalgaduras parecen muy cansadas y les convendría.

El jefe, antes de contestar, sacó del bolsillo un disco redondo que parecía una moneda, y, después de tirarlo en alto y volverlo a recoger, se lo enseñó al posadero, preguntando:

—¿Tiene usted cambió?

—Creo que sí —dijo el aludido, sacando del bolsillo de su chaleco un disco igual y mostrándoselo.

—Bien. Me alegro conocerlo, hermano. Necesito de sus informes.

—Pregunte lo que sea.

—¿Ha pasado por aquí un carretón cargado de gavillas, que era conducido por un individuo alto y moreno?

—Ha pasado y se ha detenido aquí. El conductor ha cenado como un elefante, y carro y conductor están en la cuadra.

Los ojos del jefe fulguraron de alegría al oírle.

—¿Se ha fijado usted si viene solo?

—Yo no vi a nadie más.

—¿Cuál es la cuadra?

—Esa del esquinazo. Ahí ha metido la carreta y se ha quedado dentro.

—Bien; aunque no lo crea, no viene solo. Trae escondidos entre las gavillas a otros dos tipos. Hay orden terminante de buscarles por todo el Sur y localizarles cueste lo que cueste.

—Pues ahí los tiene. ¿Necesita más ayuda?

—Creo que no; traigo ocho hombres.

—Y yo, nueve. Creo que seremos bastantes, aunque ellos sean tres. Espere, que tomo mi revólver.

Mientras el posadero buscaba el arma, el jefe de la cuadrilla habló con sus hombres. Éstos desmontaron y, llevando los caballos al extremo contrario de la posada, los ocultaron detrás del ángulo norte del edificio, para evitar que en el posible fragor de la lucha recibiesen algún disparo.

Los sectarios habían dejado en las sillas los rifles y se habían armado de revólver. Para pelear a corta distancia era la mejor clase de armas.

Cuando el posadero se unió a ellos, el jefe preguntó:

—¿Cómo podremos penetrar, si han cerrado por dentro?

—Déjeme. Llamaré y les diré que tengo que encerrar unos caballos en la cuadra. No pueden negarse, pues no la han alquilado sólo para ellos.

Se corrió al otro extremo del edificio y se detuvo ante la puerta de la cuadra. Ésta era un gran barracón adosado al verdadero edificio que servía de alojamiento a los viajeros.

El posadero, con el revólver oculto en su mano derecha, empujó suavemente la tosca puerta de madera tratando de abrir, pero pronto comprobó que estaba cerrada por dentro.

Inició un gesto de contrariedad, y, decidiéndose, llamó dando varios golpes.

No obtuvo respuesta alguna, y volvió a insistir, gritando:

—¡Eh, amigo, el de la cuadra! Haga el favor de abrir. Tengo aquí unos caballos que necesitan albergue.

El silencio siguió imperando, y, rabioso, aporreó con energía la puerta, amenazando con echarla abajo.

Como siguieran callando a la intimidación, el posadero miró al jefe de los caballistas, y éste, rabioso, le hizo una seña.

—Es inútil… —dijo—. Han debido darse cuenta del objeto de la llamada, y estarán dispuestos a defenderse. Hay que entrar. ¿No tiene más puertas?

—No; no hay más que ésta.

El jefe hizo un gesto de contrariedad, y, llamando a su ayudante, ordenó:

—Pitt, por ahí veo unos enormes pedruscos. Tomad uno entre tres o cuatro y lanzaos con él contra la puerta para hacer saltar la tranca. No creo que sea difícil lograrlo con un buen porrazo. En cuanto observéis que cede, arrojaos al suelo, pues es fácil que os saluden a tiros. Nosotros, desde aquí enfrente, les contestaremos barriendo la entrada.

Cuatro hombres levantaron un peñasco enorme y con él entre las manos se adelantaron cerca de la puerta. Luego, a una orden de Pitt, de un soberano impulso se arrojaron sobre la puerta, estrellando el peñasco contra ella.

Un enorme crujido de maderas les advirtió que la tranca se había desgarrado, y la puerta se entreabrió, mientras los sectarios se arrojaban a tierra y requerían sus armas, esperando oír el estampido de los revólveres desde el interior.

Pero nadie les atacó y todos se quedaron mirándose con asombro, sin creer en lo que estaba sucediendo.

El jefe, preocupado y temiendo una emboscada, se adelantó para empujar la puerta, retirándose a un lado.

El vano de entrada quedó libre, sin que nadie tratase de defenderlo.

Aquello era algo insólito, que no acertaba a comprender, y, llamando al posadero, ordenó:

—Traiga un farol. Ahí dentro no se ve ni la palma de la mano.

El aludido tomó uno de los faroles que pendían de la pared de la posada y se acercó con él. Le temblaba la mano, pues se estaba temiendo algo desagradable.

El jefe, realizando un acto de valor, se adelantó con el farol hasta la puerta, gritando:

—Salgan; es inútil que traten de esconderse, pues somos muchos hombres. Si disparan, prometo que lo primero que haré será cortar las orejas a todos.

Luego, rabioso, gritó:

—¡Adelante! Buscadme a esos sapos que se esconden como mujerzuelas. ¡Rápidos!

Los sectarios, ante la orden, se lanzaron en tromba al interior, alumbrados por su jefe, y corno lobos se arrojaron sobre las gavillas, registrándolas inútilmente.

Los odiados perseguidos no aparecían por parte alguna, y el jefe, iracundo, con el farol en la mano, registró la cuadra, que no se prestaba a ocultar a nadie.

Al descubrir la puerta de la corraliza se lanzó rápido hacia ella, encontrándola también deserta. Los perseguidos se habían evaporado como el humo.

Pero al reparar en lo bajo de la tapia y en los cajones y barriles amontonados junto a ella, adivinó que les habían servido para saltar fuera, y rugió:

—¡Pronto, por aquí! Han debido saltar la tapia.

Dio el ejemplo subiendo a un barril y saltando al exterior, siendo seguido por todos sus secuaces.

Nada distinguieron a la pálida luz de las estrellas. El campo se dilataba durante un buen espacio de terreno, y luego un gran conglomerado de árboles impedía ver lo que sucedía más allá.

Cada vez más rabioso, el jefe exclamó:

—Se han escapado. No deben andar muy lejos. A caballo. Hay que localizarlos como sea.

Dieron la vuelta al edificio, y por el lado contrario alcanzaron el ángulo de la posada tras el que habían quedado los caballos a medio trabar. Al acercarse a ellos, Pitt lanzó un rugido de ira.

—¡Faltan tres caballos, jefe!

—¿Cómo? —clamó éste.

Pronto comprobó que era cierto. Los fugitivos habían descubierto las monturas al huir, y, mientras ellos estaban distraídos echando abajo la puerta, habían aprovechado el tiempo para apropiarse de las monturas.

Pero, su ira alcanzó el paroxismo cuando Pitt, barboteando, gritó:

—¡Los rifles! ¡Se han llevado todos los rifles!

Aquel descubrimiento era el «inri» de la burla. No sólo les habían robado tres caballos, sino que les dejaban medio desarmados, pues a distancia no se podía disparar con la misma eficacia a base de revólveres que de rifles.

La situación era tan trágicamente grotesca, que el jefe, apoyando su mano en el pomo de la silla de uno de los caballos, ordenó:

—¡A caballo, como sea! Hay que alcanzarlos.

Todos saltaron a compás sobre las sillas, pero apenas intentaron inclinarse para tomar las bridas de sus monturas, como grotescas marionetas se inclinaron de costado, cayendo al suelo con los aparejos.

Un grito de indignación brotó de sus gargantas al descubrir que las cinchas que sujetaban las sillas habían sido cortadas limpiamente con un cuchillo.

El jefe estaba frenético. Arrojaba espuma por la boca y maldecía de una forma impresionante.

El posadero, angustioso, se acercó.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó.

El jefe se revolvió contra él, bramando:

—¡Tú tienes la culpa por estúpido! Si cuando pregunté si había alguna otra salida me hubieses advertido lo de la corraliza y la cerca, no hubiese sucedido esto. Y has de saber que el asunto es tan serio, que el que fracase está sentenciado a muerte por los jefes superiores.

Y fríamente, antes de que el posadero se pudiese dar cuenta de lo que significaba la trágica amenaza, el sectario disparó sobre él, clavándole una bala en el corazón.

El posadero lanzó un rugido sordo y cayó de bruces, mientras el jefe, fuera de sí, ordenaba:

—Registrad toda la posada, a ver si encontráis algún caballo fresco o aparejos completos. Hay que encontrar a esos sapos cueste lo que cueste, o nuestras cabezas no están seguras sobre nuestros hombros.

Y, rabiosos, se diseminaron por el interior de la posada en busca de lo preciso para iniciar la persecución.

Las sospechas del jefe de los sectarios eran ciertas. Su plan de captura, que le había parecido tan fácil y sencillo, había fracasado rotundamente, porque Texas era un hombre demasiado listo y vivido para dejarse cazar impunemente.

El bravo aventurero, al montar la guardia, había pensado en muchas cosas, y una de ellas fue la posibilidad de que su hazaña fuese descubierta antes de tiempo y la cuadrilla de sectarios tuviese ocasión de volver sobre sus pasos antes de que ellos se pusieran a salvo, sorprendiéndoles en el camino.

Así, atento a todo ruido exterior, con el ojo aplicado a las junturas de los tablones que formaban la puerta, captó el ruido de los cascos de los caballos, y cuando éstos cruzaron ante la puerta los reconoció al momento.

Comprendiendo que si preguntaban por la carreta el posadero les indicaría que estaba allí encerrada, se apresuró a despertar a sus compañeros, diciéndoles:

—¡Arriba! El peligro ha llegado antes que esperábamos. Ahí fuera está la cuadrilla de caballistas que pasó hace unas horas.

—Bueno —dijo Nino—; si no son más que esos ocho pulpos con capucha, los saludaremos con plomo.

—No les saludaremos con nada —objetó Texas—. Yo no he probado mi revólver y no sé si los proyectiles están en condiciones. Sería estúpido dejarse matar por un albur de la suerte.

—¿Qué vamos a hacer, entonces? ¿Dejarnos cazar?

—No digas tonterías. Vamos a la corraliza.

Cuando salieron, Texas se asomó con prudencia a la parte trasera de la tapia, y, al descubrir que no habían montado una guardia para evitar su fuga, exclamó:

—Vigilen la puerta por si fuerzan la entrada. Voy a echar un vistazo ahí fuera, a ver qué posibilidades de fuga se nos presentan.

Se deslizó por la fachada hasta alcanzar el ángulo, y, asomando la cabeza, descubrió los caballos trabados en la parte lateral, sin que nadie les vigilase.

A todo correr regresó a la corraliza, ordenando:

—¡Pronto, salten! Las cosas se nos ponen a pedir de boca.

Seguido de sus dos compañeros, se deslizó hasta donde se encontraban los caballos. Se observaba que habían caminado, mucho y estaban muy cansados, pero no había opción.

—Nino, tú éste, que es más resistente; usted, Born, aquél, y yo éste… Un momento; saquen los rifles de las sillas y busquen los cartuchos, que estarán en las bolsas. Con estas armas nos defenderemos con seguridad.

Mientras sus compañeros obedecían, tomó el cuchillo de Nino y cortó las cinchas de las sillas, diciendo:

—Que hagan un poco de ejercicio de circo cuando intenten perseguirnos. Esto les alegrará y les hará reír mucho.

Dejó las sillas bien colocadas, y, montando a caballo, se alejaron al paso para no producir ruido. Hasta ellos llegaban los golpes que los bandidos daban con la piedra sobre la puerta.

Cuando se hubieron alejado de manera prudente, Texas dio orden de emprender el trote hacia la zona arbolada. Allí sería difícil descubrirles, y, para buscar sus huellas, necesitarían esperar a que amaneciese.