CAPÍTULO V

De emboscada en emboscada

LUANDO se alejaron calle arriba, Born sonrió. Se estaba dando cuenta de que era martes y que, por lo tanto, las oficinas quedaban cerradas seis días.

—Bueno comentó; —como no se le ocurra entrar a alguien, van a criar hierba en el estómago de tanto ayunar.

—Si fuera hierba «loco» de esa que envenena al ganado —comentó Nino—, les sentaría muy bien.

Siguieron adelante sin preguntar a nadie y con las manos aferradas a las armas, pero, al parecer, allí se había terminado el tropiezo, de momento.

Por fin alcanzaron el río. La noche se había echado encima, y las aguas, negras como el betún, rebrillaban con el tenue resplandor de los faroles colgados de las lanchas que hacían la travesía del estuario, o de los vaporcitos que subían y bajaban el río.

Texas se quedó reflexionando, y por fin dijo:

—No nos conviene cruzar con los caballos. Ya son conocidos y servirán para indicar una pista. Debemos deshacernos de ellos.

—¿Dejándoles abandonados en mitad de la calle?

—No. Vamos a hacer otra cosa. Ya no tenemos tanta prisa. Esos sapos tardarán en despertar. Vamos a una posada, dejamos los caballos en la cuadra, cenamos bien y salimos a dar un paseo. Luego, tomamos un vaporcito de éstos y cruzamos a la otra orilla. Es más difícil retener en la memoria unos viajeros vulgares entre muchos, que unos que cruzan solos con los caballos.

—Eso de cenar antes es una idea estupenda —afirmó Nino—. Tengo ya el estómago que no puedo ni con el «Colt».

Retrocedieron hasta encontrar una posada cerca de los malecones, y, dejando los caballos, pidieron de cenar.

Esta vez se hartaron, desquitándose de las vigilias sufridas, y, cuando concluyeron, Texas ordenó a Born:

—Vea de sacar los rifles sin que le observen. Ésos no conviene dejarlos.

Born se trasladó a la cuadra y tomó los rifles, envolviéndoles en un trozo de manta, mientras Texas abonaba el gasto de la cena y el importe del hospedaje para los tres.

Sin ser molestados ni observados, salieron al obscuro paseo y, después de vigilar la orilla durante un rato, se decidieron.

Un pilluelo de unos catorce años se acercó a ellos, diciendo:

—Oigan: ¿necesitan vapor para cruzar? Ahí tienen uno muy bueno. Sólo se lo recomiendo a los que tienen cara de dar veinte centavos por el consejo.

—¿Yo tengo cara de eso? —preguntó Texas.

—¡Oh, claro!… Yo tengo buena vista. Es un buen vapor, señor. El más veloz de todos.

—Bueno, muchacho. ¿Qué cobran?

—Un dólar por cabeza, señor.

—Bien: guíanos a ese magnífico vapor.

El muchacho se adelantó, gritando:

—¡Eh, James, que le traigo clientes! ¡Despierte, maldito dormilón!

Un marino de río, grande como un elefante, se irguió del fondo del vaporcito, bostezando, y saltó a tierra.

—Bien está, gorrión del demonio. Ya podías haberme dejado dormir un rato más… ¡Bill, prepara el motor!

Otro barquero también de aspecto ciclópeo surgió entre las sombras y se dedicó a poner en marcha el motor, en tanto que el llamado James arrimaba más la lancha a tierra para que saltasen los viajeros.

Texas saltó, seguido de Nino y Born, y James saltó el último.

Texas entregó al muchacho unas monedas, y la lancha se puso en movimiento, adentrándose en la negrura del agua.

La barca sólo poseía un farol, colgado a proa, para anunciar su paso por el estuario. El resto de la embarcación permanecía en una semipenumbra, en la que las figuras se difuminaban de un modo vago.

Texas se había sentado a proa sobre unas tablas que oficiaban de asiento, mientras Nino y Born, apoyados en el cable que circundaba el lanchón a modo de baranda, paseaban su mirada por el agua, siguiendo con interés el cabrilleo de los faroles de posición de los barcos que cruzaban de un lado a otro.

Poco a poco se fueron distanciando del resto de las embarcaciones que seguían la ruta. El muchacho tuvo razón al asegurar que la lancha era una de las más rápidas que cruzaban el estuario.

El llamado James cuidaba del timón a popa y se hallaba sentado a menos de un metro de Born y Nino.

Sin descuidar su labor, sacó la pipa y la atascó. Luego rebuscó por los bolsillos, y, no encontrando la yesca, se levantó, acercándose al mejicano.

—¿Me da un poco de lumbre? —preguntó.

Nino se volvió y metió la mano en el bolsillo para sacar el yesquero, y James, aprovechando el momento en que tenía la mano ocupada lejos del revólver, extendió su poderoso puño, lanzándole brutalmente contra el rostro del mejicano, con la intención de lanzarle de espaldas por la frágil borda. Nino pareció adivinar la intención de su enemigo, porque pudo ladear la cara, recibiendo el golpe de refilón en una oreja, que empezó a sangrarle violentamente, y hasta se dobló de espaldas, recostándose en la frágil pasarela sin perder el equilibrio, pero, aprovechando la posición, extendió su enorme pierna y, con la terrible bota que calzaba, aplicó a su enemigo tan formidable puntapié en el estómago, que, aquél se inclinó de bruces, lanzando un berrido impresionante, para llevarse las manos al estómago en una contracción terrible.

Nino, antes de que Born tuviera tiempo de intervenir en su auxilio, aprovechó la postura para enderezarse y aplicar el puño de abajo arriba en el rostro del gigante marino. Éste, como un saco, se dobló hacia atrás, cayendo en cubierta privado de conocimiento.

Mientras, Texas había estado a punto de ser víctima del otro rufián. Éste, desde el motor, había lanzado su cuchillo contra él, tratando de clavárselo en el pecho, y si su mala suerte hizo que fracasase fue debido a que a Texas se le había escurrido de la mano la pipa en aquel momento y, al inclinarse para recogerla, el cuchillo pasó silbando como una víbora por encima de su cabeza.

Jim, de un salto fantástico, cayó sobre su agresor en el momento en que éste, al darse cuenta de su fallo, se ponía en pie con una terrible barra de hierro en la mano, dispuesto a caer sobre él antes de que tuviera tiempo a reponerse y echara mano al revólver.

Pero cuando iniciaba el movimiento para elevarla en el vacío, Jim cayó sobre él, abrazándole reciamente, y ambos rodaron por la frágil cubierta, imprimiendo un vaivén peligroso a la embarcación.

El enemigo que le había tocado en suerte a Texas, no era un pelele fláccido y endeble, sino un hombre muy rudo, con una fuerza descomunal y ambos, aferrados como lagartos, rodaban por cubierta tratando de echarse mano al cuello para decidir el combate.

En las vueltas, Texas tuvo la desgracia de chocar de cabeza contra la cabina del motor y el golpe fue tan violento, que por un momento se sintió mareado, aflojando la presión que tenazmente realizaba contra su enemigo y éste, aprovechando el momento de desfallecimiento, intentó echarle la llave fatal.

Pero en aquel instante, Born que se había dado cuenta del peligro que corría Texas, acudió en su ayuda y con la culata del revólver, aplicó tan feroz golpe al marinero, que éste, bramando de dolor, soltó su presa para llevarse de un modo mecánico las manos al lugar de la herida.

Texas se revolvió aferrándole el cuello y momentos después, con la ayuda de Nino que ya se había deshecho de su enemigo, era reducido a la impotencia.

El mejicano, bramando de rabia de dolor, pues la oreja le sangraba ferozmente, se aplicó el pañuelo gruñendo…

—¡Malditos sapos traicioneros!… Me tengo que comer crudas las orejas de uno de ellos como me llamo Nino Mendoza.

La lancha abandonada, se iba a la deriva y Texas rogó a Born que se hiciese cargo del motor, mientras él atendía al timón, haciendo colocar a su lado al maniatado barquero.

Éste bramaba de dolor y de rabia y Texas fríamente, le advirtió:

—Tienes una posibilidad de conservar las orejas pegadas al cráneo. Habla.

—No tengo nada que decir —masculló su agresor.

—¿Estás seguro?

El otro no contestó y Texas haciendo un gesto, dijo:

—Tuyas son las orejas de este sapo, Nino. Puedes hacer lo que quieras con ellas.

El mejicano, ferozmente, asió una de las orejas del sectario y le aplicó el fino corte de su cuchillo. El rufián al sentir el frío del acero, bramó:

—¡No!… ¡No!… ¡Hablaré!

—Bien. ¿Quién te ordenó que nos agredieses?

—Quien tiene poder para mandar.

—No me dices nada con eso. Necesito datos.

—No los tengo. Recibí una orden por medio de un compañero y no sé de dónde procede directamente…

—¿Cómo sabíais que éramos precisamente nosotros los que debíamos ser atacados?

—Nos dieron vuestras señas y las de vuestra ropa. Nos indicaron qué caballos montabais y os han vigilado desde que llegasteis a los malecones. Para confiaros, destacaron al muchacho que os ofreció la barca.

—¿Es todo cuánto tienes que decir?

—No sé más.

—¿Qué orden teníais sobre nosotros?

—Apresaros si era posible y si no, lanzaros al agua. Como erais tres y fuertes, no podíamos soñar con apresaros. Mi compañero se comprometió a arrojar al agua al mejicano y si podía, apresar al otro. Yo debía apresarte a ti o matarte; decidí lo primero como más seguro.

—Si nos hubieseis apresado, ¿qué debíais hacer con nosotros?

—Amarraros bien, dejaros ocultos en el fondo de la lancha y volver a tierra. Allí se harían cargo de vosotros.

—¿Quién?

—No lo sé, ya se presentarían quienes tuviesen órdenes de hacerlo.

Texas discutió con Born lo más conveniente a hacer. Podían volver al punto de partida a ver quién se presentaba al llegar la lancha, pero Born opinó que era imprudente. Podían ser muchos o no obtener resultado alguno.

Lo mejor era seguir adelante y desembarcar al otro lado aprovechando el tiempo. Cuando los que esperaban se diesen cuenta de que todo había fracasado y quisieran seguir la pista, habrían aprovechado el tiempo para intentar borrarla.

Texas comprendió que era lo más prudente y dijo:

—Bien, ¿qué hacemos con este par de traidores?

Nino bramó. Él no podía quedarse sin cobrarse el golpe recibido y reclamaba de su propiedad al rufián que le había vapuleado.

Born le apoyó diciendo:

—Capitán; no podemos mostrarnos compasivos con este atajo de miserables. Vea cómo se comportan ellos.

Texas, encogiéndose de hombros, exclamó:

—Ustedes ganan. Nino, para ti los dos; te los puedes cenar de una sentada.

El mejicano, sonriendo ferozmente, levantó a pulso al rufián bramando:

—¿Conque querías dejarme sin mi jefecito, no es así, maldito sea tu corazón? Pues ya te enseñaré yo cómo se hacen las cosas o así, ¡maldito sea Jalisco!

Le volteó en el aire como a un pelele y le lanzó al vacío. Un grito de terror vibró en el aire y el cuerpo del sectario se hundió como un plomo en el agua.

Luego, tomó el insensible cuerpo de su agresor, que siguió el mismo camino que el de su compañero y el agua se tragó a éste, borrando así las huellas de la tragedia.

Texas se puso al timón guiando la lancha, mientras Born trataba de sacar todo el provecho posible al motor para ganar la costa cuanto antes.

Una hora más tarde divisaban los malecones de la orilla contraria y Jim, tratando de pasar lo más desapercibido posible, viró hacia la derecha buscando un lugar poco frecuentado para arribar.

Despreció los malecones y se apartó de ellos hasta alcanzar la orilla natural, donde por fin, encalló la lancha desembarcando.

—¿Qué hacemos con este trasto? —preguntó Nino—. Si lo dejamos abandonado, lo descubrirán y producirá sospechas.

—Llévatelo en un bolsillo —comentó irónico Texas.

—Eso no, manito, pero la podemos hundir.

—Prueba a hacerlo.

Nino, picado en su amor propio, dijo a Born:

—Ayúdeme un poco a levantarla de proa. ¡Maldita sea Guadalajara! Si no la hundo, me tiro al río con una piedra al cuello.

Con sus poderosos brazos, arrastró un poco la lancha, levantándola de proa ayudado por Born y así, la fue poniendo en sentido casi vertical, buscando la forma de que la popa se hundiese en el agua. Sudaba como un condenado a causa del esfuerzo, pero amenazaba con lograr su objeto.

Por fin, el peso hundió la parte trasera en el agua. Esta empezó a invadir el interior y Nino la empujó hacia abajo ayudando a hundirla más.

Cuando estaba sumergida a medias, de un empujón la lanzó hacia el río. La lancha cabeceó, acabó de hacer agua y poco a poco fue desapareciendo hasta hundirse completamente.

—Bueno, manito, ¿qué más quieres? —preguntó gozoso.

—Nada, Nino. Cuando haya que sumergir el Capitolio, te lo encargaremos a ti. Creo que de un voleo lo meterás en el cieno del Potomac.

La noche estaba bastante avanzada y no tardando mucho, empezaría a amanecer.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Born—. No podemos perder mucho tiempo. En cuanto observen que la lancha tarda en regresar más de lo calculado, comprenderán que fracasaron y se lanzarán bacía aquí intentando otro truco.

—Estoy un poco desorientado —afirmó Texas—. No sé hacia dónde dirigirme.

—Un poco a la derecha, hay un pueblo que se llama Pig… y a unas diez millas, Portsmonth.

Texas, después de pensarlo, dijo:

—Debemos entrar en ese poblado. Nos haría falta cambiar la indumentaria y si encontrásemos caballos, mejor.

—Pues vamos para allá. Hay una caminata y llegaremos allí cuando sea de día.

Guiados por Born, que era quien conocía la región, se encaminaron por el sendero general hacia el poblado. Lo avanzado de la hora, hizo que no se cruzasen con nadie en el camino.

Born tuvo un comentario amargo:

—En mi vida me ha pasado lo que ahora. Siempre que he luchado, he sabido contra quién. Ahora, luchamos con fantasmas y nos vemos obligados a ponernos a la defensiva.

—Es cierto —afirmó Texas—. La situación no es muy halagüeña, pero tarde o temprano conseguiremos encontrar alguna pista y ese día… alguien va a pagar con creces todo lo que nos han hecho peligrar.

—¿Dónde cree usted encontrar la pista?

—¿Quién lo sabe? Pero tanto va el recipiente al arroyo, que se rompe. Un día se cansarán de ver cómo fracasan sus satélites y algún pez gordo se sentirá inclinado a dar la cara. Ese día habrá presa mayor y le obligaremos a cantar.

Siguieron caminando lentamente y la salida del sol les sorprendió a media milla del poblado. Este era pequeño y se hallaba situado en una llanura detrás de un conglomerado de árboles.

Esperaron entre los árboles a que acabase de hacerse más de día para llegar cuando hubiesen abierto el almacén. No pensaban estar en el poblado más que el tiempo justo para equiparse.

Cuando penetraron en la estrecha y polvorienta calle mayor del poblado, apenas si distinguieron habitante alguno. Varias mujeres barrían el polvo amontonado junto a las puertas, con unos toscos escobones de ramas, un tabernero soñoliento habría su establecimiento a un público que no tenía ganas de madrugar y un labriego cruzaba con un pollino cargado de verduras.

Siguiendo adelante, repasando las pancartas anunciadoras, dejaron tras sí la botica, el herrero y el barbero y por fin, descubrieron una ancha puerta sobre la que se leía:

ALMACÉN

Peter Lorigan

Texas hizo señas a sus amigos para que se quedasen vigilando fuera y penetró. Un joven delgado y medio dormido, preguntó blandamente:

—¿Qué deseaba?

—Ropa, proyectiles del 45 para revólver «Colt», otros para Winchester, del 45, también; algunas conservas, tabaco, fósforos.

El joven, aturdido, empezó a abrir cajones y a poner prendas sobre el mostrador. Texas calculaba el volumen y la estatura de sus compañeros, e iba apartando ropa con gran sorpresa del dependiente, que no se explicaba el acopio del marchante.

—Asustado, preguntó:

—¿Cree usted que tendrá dinero para pagar todo esto y fuerzas para llevárselo?

—En cuanto a dinero, aquí hay un billete de cien dólares y si no llega, me quedan más. De fuerza, espero que un buen caballo pueda cargarlo.

—Oh, sí claro; un buen caballo sí puede.

—¿Venden caballos por aquí? El mío se le rompió una pata y tuve que despenarlo.

—Es una pena… pues sí, al final de la calle, hay un corral. Le pueden vender alguno si no son para tomar parte en unas carreras, precisamente. Están algo viejos los pobres, pero pueden cargar.

—Nos resignaremos con eso.

Cuando todo lo tuvo reunido, se asomó llamando:

—Born, Nino, pasen. Creo que no falta nada.

Examinaron la ropa y decidieron cambiarse allí mismo de indumentaria. El dependiente les contemplaba azorado, pues estaba sospechando ya de ellos.

Nino lo comprendió y tomó una decisión. Cuando la cuenta estuvo saldada, dijo:

—Ábrame esa lata grande de manteca, por favor.

Texas le miró con asombro, pero Mendoza le guiñó un ojo y Jim, adivinando alguna travesura suya, le dejó hacer…

El dependiente abrió una gran lata de manteca que dejó sobre el mostrador. Nino acercó la nariz y retrocedió haciendo un gesto.

—Esto es una porquería. Está rancia.

—¿Cómo rancia? No puede ser. Es reciente.

—Huélala, verá.

Tomó la lata por debajo del envase y se la ofreció al dependiente. Este inclinó la cabeza para oler y Nino, de un impulso hacia arriba, le introdujo la manteca en la boca y los ojos, dejándole imposibilitado para gritar y defenderse.

Era tan cómica la figura del pobre dependiente con el rostro cubierto por la grasienta masa y sus esfuerzos para deshacerse de ella, que Texas y Born no pudieron evitar la carcajada, mientras Nino, muy serio, saltaba el mostrador y arrastrando a la trastienda al infeliz dependiente, advertía:

—No te des tanta prisa, pelao, que vas a tener tiempo de relamerte de gusto durante muchas horas. Toma, aquí en el bolsillo te dejo el dinero de la compra y lo que vale la manteca. No somos salteadores de almacenes, pero creo que es conveniente que no presumas de haber vendido cosas tan útiles a unos forasteros.

Le ató concienzudamente y saltando de nuevo el mostrador, dijo:

—Si vienen detrás de nosotros, evitaremos que este buen mozo pueda informarles, al menos de momento.

—En cuanto entre alguno y le eche de menos se descubrirá todo, Nino. Has obrado como un perfecto imbécil…

—¿Tú crees, manito? Ahora te lo diré.

Tomó un papel de facturas y escribió algo en él. Luego, buscó las llaves en un cajón y los tres salieron a la calle.

No había nadie en aquel lado y Nino, después de cerrar la puerta y echar la llave, colocó sobre la tabla el papel escrito. Este decía:

CERRADO POR AUSENCIA

Reapertura el próximo lunes

Born tuvo un comentario:

—Este Nino es terrible. Va a cerrar todos los establecimientos del Este a este paso.

Se discutió el asunto de los caballos. Al parecer no eran buenos y adquirirlos sin garantía de poder confiar en ellos, era malgastar el dinero. Nino exclamó:

—Si sólo hay diez millas al poblado, con un poco de ánimo podemos llegar en medio día. Allí será más fácil adquirir caballos buenos sin llamar tanto la atención.

—Pues adelante. Con tal de no ser alcanzados antes de llegar, podemos darnos por conformes.

Animosamente, emprendieron la marcha y para borrar mejor su pista, se internaron por terrenos fuera de la ruta ordinaria.

Ahora parecían granjeros del interior y su ropa era nueva y bastante ajustada a sus tipos.

Born, que no había querido prescindir de los rifles, los había envuelto en un trozo de manta atada con cuerdas y colgaban de su hombro en bandolera. Si adquirían caballos y se veían perseguidos por la llanura, aquellas armas les serían más útiles que los revólveres.

Sus rostros habían variado bastante a causa del sol, del polvo y de no haber tenido tiempo a rasurarse. Tenían la barba crecida de bastantes días y a causa de la tierra, parecían barbas canosas que les avejentaba bastante. Born lo comentó y Texas afirmó:

—No le pese. Esto hará que nos reconozcan con más dificultad los que sólo nos hayan visto una vez. Hay que acogerse a todo para burlar a estos sapos encapuchados, como dice Nino.

Y por fin, mediado el día, cuando vislumbraban el pueblo, se encontraron frente a una enorme plantación de tabaco, donde se detuvieron a causa de un incidente imprevisto.