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Estaba anocheciendo. El reloj de pared del despacho de Raúl Ballesteros marcaba las dieciocho horas y cuarenta minutos cuando sonó su teléfono móvil. Leyó el nombre de Raquel en la pantalla de su iPhone. No esperaba que la joven le telefoneara, más bien había imaginado un largo peregrinaje antes de su primera cita. La llamada podía estar motivada por algún detalle relacionado con el caso que estaban investigando, aun así estaba impaciente por oír la voz de Raquel. Apretó el botón del móvil para establecer la comunicación y moduló la voz aparentando tranquilidad.

–Diga...

–Hola, soy Raquel. ¿Puedes hablar o estás ocupado?

–Estaba haciendo un escrito de defensa para un juicio que tengo dentro de un par de días –el abogado quería aparentar hallarse ocupado, lo que, aparte de ser cierto, daba una mejor imagen que la ociosidad–, pero puedo hablar tranquilamente.

–¿Tienes algún plan para esta tarde?

–No, ninguno –dijo, pensando que si hubiera tenido algún plan lo habría pospuesto.

–¿Te apetece que quedemos?

–Pues sí, estaría bien. Si te parece bien podemos quedar para ir a cenar. –Ballesteros repasó mentalmente los restaurantes que podían estar abiertos un día de enero entre semana en Ibiza. Pensó en el Ama Lur, pero se dijo que era un restaurante demasiado sofisticado para una primera cita. Lo ideal sería un local sencillo y, a la vez, con buen ambiente y buena cocina. Pensó en el bar San Juan, donde servían comida casera a precios irrisorios, pero recordó que allí te hacían compartir mesa con otros comensales y él no quería la cercanía de oídos ajenos, menos en una primera cita, donde se titubea, se hacen preguntas para conocer a la otra persona y donde uno se precia vanamente de las virtudes propias. Se percató que no conocía los gustos culinarios de Raquel.

–¿Qué tipo de comida te gusta?

–La verdad es que todo.

–Pues podíamos quedar en Ses Canyes para tomar un aperitivo y luego ir a cenar al restaurante indio de la avenida España.

–Perfecto.

–¿Quedamos a las nueve en Ses Canyes o es muy pronto para ti?

Las nueve le pareció bien a la joven. Los días de enero eran cortos y el frío del invierno y la pronta caída de la noche no la estimulaban para salir de casa a una hora más tardía. Las nueve era la hora justa. Raquel apretó el botón de su teléfono móvil para cortar la comunicación y pensó si no se había precipitado al telefonear a Ballesteros. Él podía sacar conclusiones equivocadas, como cualquier hombre. Por otro lado no era un jovenzuelo con la obsesión por el sexo haciendo sinapsis en todas sus neuronas. Y también estaba claro que la investigación de la muerte de su hermana creaba un vínculo entre ellos que justificaba cualquier encuentro. No debía preocuparse por anticipado. Ya vería cómo transcurría la velada. Raquel no había vuelto a tener una cita con un hombre desde su última y malograda relación sentimental con Rafa, un guaperas narcisista y machista del que había estado enamorada. A veces se preguntaba si aquello que había sentido se podía llamar amor. Había leído demasiado sobre el amor y el arte de amar. Para ella, el amor verdadero era el amor desinteresado, cuando deseas el bien para otra persona, no poseer a esa persona. Intentó recordar qué cualidades le habían atraído de Rafa y no pudo. Le sobrevenía su imagen más reciente: su porte engreído, sus aires de sabelotodo siendo bastante inculto, su afán de controlarla, las discusiones, el acoso a que la sometió después de la ruptura. Había volcado su odio en ella, haciéndoselo sentir. Recordó los mensajes remitidos a su móvil, cargados de rencor y llenos de insultos. Por suerte todo había acabado. El odio inicial que él había prendido en el corazón de ella tras su ruptura, se había mitigado hasta convertirse en una fría indiferencia. Desde entonces, Raquel había tenido algún escarceo sexual, siempre con mujeres y siempre superficial y de corta duración. No quería involucrarse sentimentalmente. Prefería relaciones fugaces con mujeres porque eran más orgullosas que los hombres. Quizá la propia inseguridad femenina les impedía lanzarse a tumba abierta declarando su amor como hacían algunos hombres, a quienes tenías que repetir la palabra “no” cien veces para que les entrara en sus entendederas. En cualquier caso, ella se inclinaba por la sutileza femenina, fruto o no de la inseguridad, antes que por el cansino acoso masculino derivado de la cabezonería de ese género. ¿Qué gilipollas había patentado la idea de que las mujeres cuando decían “no” querían decir “tal vez sí”? Ella, cuando decía “no”, quería decir simplemente “no”. Ahora le resultaba ridículo recordar sus celos por Rafa al inicio de su relación, su dependencia emocional cada vez que él se ausentaba o que no contestaba sus llamadas de teléfono, la aversión que sentía cada vez que, después de su ruptura, la pantalla de su móvil le indicaba que había recibido un mensaje remitido por aquel capullo presumido que no sabía aceptar que lo dejaran. Habían pasado del amor al odio y del odio a la indiferencia en poco más de seis meses.

Aunque desde la adolescencia había luchado contra los modelos de la educación imperante, alguno de ellos había calado hondo en Raquel. En las sociedades occidentales se había patentado un modelo de vida feliz en el que uno de los ingredientes necesarios para alcanzar la completa dicha era vivir en pareja y ella, siguiendo inconscientemente este patrón, siempre había fantaseado con encontrar su pareja ideal. Tras su ruptura con Rafa, había descubierto que la soltería proporcionaba una libertad, tranquilidad y un plácido goce de los que no estaba dispuesta a abdicar y que eran muy difíciles de compaginar con la vida en pareja.

De Ballesteros le había atraído su desenvoltura en la sala de justicia. La mezcla de aplomo y consideración hacia el resto de intervinientes en aquella representación judicial. Parecía un hombre inteligente, aunque su experiencia le recordaba que la yuxtaposición del adjetivo inteligente al sustantivo hombre no se encontraba fácilmente.

Se pondría ropa informal, unos vaqueros y un jersey de lana.