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Alex Zarco se sorprendió tanto como se alegró de recibir la llamada de Raquel López Demichellis, a quien recordaba como un mito de belleza de la Facultad de Psicología de Valencia, una divina. El asombro de Alex Zarco aumentó hasta el infinito cuando ella le explicó de manera sucinta que quería contratar los servicios de Zarco & Cía. para investigar la muerte de su hermana y le citó en el bufete de Ballesteros para el día siguiente a las diez de la mañana. Él insistió en quedar a las nueve y media en un bar cercano y tomar un café antes de acudir al despacho del abogado.

Zarco había tenido conocimiento de la muerte de Ana López Demichellis por los periódicos y la televisión. No era habitual un homicidio en Ibiza y los medios de comunicación habían recogido ampliamente las noticias sobre el crimen y el posterior juicio cuya sentencia se había dado a conocer ese mismo día. Zarco sabía que habían condenado a diez años de prisión al drogadicto responsable de la muerte de la chica y no veía claro qué pretendía Raquel que investigara.

Alex Zarco y Raquel López eran de la misma edad y habían compartido aula en el colegio, pero no habían trabado amistad hasta que ambos coincidieron en la Universidad de Valencia, en el primer curso de la carrera de Psicología, cuyo estudio Raquel compaginaba con el de Derecho. La afinidad que dio origen a su amistad podía encontrarse en las tendencias sexuales de ambos: la homosexualidad de él y la bisexualidad de ella. Ambos se apartaban de la regla imperante, creando ese vínculo que une a los individuos que se separan de lo considerado “normal”. Porque, a pesar de que, a finales del siglo XX, la sociedad española había evolucionado hacía una mayor tolerancia, lo cierto es que no había cambiado tanto como para que gais y lesbianas estuvieran en pie de igualdad con los heterosexuales. Raquel había contribuido en gran medida a una de las decisiones cruciales de Alex Zarco: la de abrir la puerta del armario, ya que Zarco realmente aún no había salido de este incómodo mueble y exclusivamente se había sincerado con Raquel una noche en la que, contra su costumbre, él había bebido dos cervezas y el alcohol había desatado la lengua de Zarco, en un discurso que por momentos resultaba coherente y en ocasiones era completamente absurdo, y le había revelado no solamente sus inclinaciones sexuales sino también sus miedos y vergüenzas. Raquel había respondido a la sinceridad de Zarco con confidencias que no había hecho nunca a sus amigas y lo cierto es que se sintió aliviada. A ella le agradaba el desinhibido e infantil sentido del humor de él y se sentía relajada en su compañía. Zarco se dejaba utilizar por guapos estudiantes que se acercaban a él como medio de llegar a Raquel. Tras acabar la carrera, ella se fue a Madrid a estudiar oposiciones para el cuerpo de gestión de Hacienda y, tras aprobarlas, se había instalado a vivir definitivamente en la capital. El primer año se telefonearon un par de veces, pero después perdieron el contacto y Alex no había tenido noticias de ella hasta la llamada telefónica de la víspera.

Alex Zarco era lo que, utilizando un anglicismo que se ha popularizado entre la gente de habla hispánica, se denomina un friqui. Aunque le producía enorme placer comprar ropa tan a menudo como se lo permitía su economía, durante los meses de otoño, invierno y hasta bien entrada la primavera se cubría con una gabardina gris de corte anticuado, heredada de su padre, fallecido dos años antes, y lucía en su cuello un pañuelo de seda, a modo de corbata, en lo que pensaba un detalle si no de elegancia, sí reivindicativo de su personalidad. No escatimaba el uso de colonia. Le gustaba la sensación de limpieza que le proporcionaba el perfume y cada mañana, antes de salir a la calle, se rociaba con el pulverizador de Eau Sauvage.

De físico poco agraciado, entrado en carnes e incipiente calva prematura, a sus treinta y tres años aún era virgen. Había reconocido su homosexualidad latente a Raquel en una noche de confidencias inspiradas por el alcohol y la necesidad de desahogo, pero como él mismo decía “era un homosexual de revista”, lo que no significaba que pudiera ocupar las portadas de las revistas gais sino que no había llegado a mantener relaciones sexuales con un ser humano de carne y hueso, tan solo había aliviado su libido contemplando revistas en las que aparecían fotografías de efebos depilados y enormes penes.

Alex Zarco practicaba kárate desde los veinte años y aunque no tenía la precisión en los golpes, ni la agilidad, ni la rapidez de su admirado Bruce Lee, a base de entrenar seis horas semanales durante doce años en la Sociedad de Artes Marciales y Deportivas (SAMYD), había obtenido el cinturón negro en la modalidad de Kárate Do. El local de la SAMYD estaba en una planta baja. Tenía un tatami azul y un espejo en la pared del fondo y era concurrido por lo que Zarco consideraba gente normal, de entre la que quedaban excluidos los pandilleros, matones y porteros de discoteca, que por lo general se decantaban por el kick boxing. Para obtener el cinturón negro no hacía falta levantar el pie hasta la altura del cogote, bastaba la concentración, coordinación y equilibrio que Zarco había conseguido con una perseverancia de años. Nunca había empleado sus técnicas de karateca en una pelea, ni siquiera recordaba haber tenido peleas pasada la adolescencia. Aparte de ser un sistema de defensa personal, el kárate tiene como objetivo la formación del carácter y la búsqueda del equilibrio físico y mental, y su práctica había dado a Alex Zarco confianza y seguridad en sí mismo. Además, sí lo había utilizado en sueños. Desde la niñez, Zarco había padecido pesadillas en las que se veía perseguido o atacado por algún desconocido, pero al empezar a practicar artes marciales estos sueños angustiosos desaparecieron. Si en una pesadilla se le presentaba un desconocido con aviesas intenciones, Zarco le propinaba un tsuki (puñetazo directo) en la cara o un mawashigueri (patada circular) en el costado y lo dejaba grogui.

El tópico que dice que el primer objetivo de los estudiantes de Psicología es diagnosticarse a sí mismos era completamente cierto en el caso de Alex Zarco. En tercer curso llegó a la conclusión de que su carácter apocado se debía en parte a la influencia de sus padres, que apenas se relacionaban con el mundo exterior, así como a su baja autoestima; unos meses después se dio cuenta de que su autodiagnóstico no le servía absolutamente de nada, ya que como él mismo había observado, los humanos somos prisioneros de nuestro carácter y no podemos realizar grandes cambios. Nadie puede dejar de ser miedoso, tímido o irritable a voluntad. Ni siquiera podemos elegir nuestros sentimientos. El libre albedrío era una quimera en un universo regido por infinitas relaciones de causa y efecto. Raquel le animó a realizar el doctorado o, al menos, a escribir un ensayo con sus teorías. “El único problema es que yo solo conozco un caso: el mío”, respondió Zarco.“¿Cuántos casos te crees que conocían Freud o Jung antes de comenzar? Los suyos propios. Solo tienes que escribir tu caso y luego sustituyes el yo por el paciente”.

Tras licenciarse en Psicología no realizó el doctorado, ni escribió el ensayo. En la primavera de 2003, sufrió una crisis nerviosa aguda que provocó su internamiento en un centro de salud mental durante largos meses. Después de recibir el alta médica, sustituyó la celda del hospital por su propia habitación en casa de sus padres. Su misantropía fue en aumento y se refugió como un ermitaño en su cuarto. Sólo salía de su casa los lunes, miércoles y viernes para acudir a clases de kárate. Sus padres le cubrían las necesidades básicas de techo y comida, y, si podían, sus caprichos. Era hijo único y, aunque tenían un modesto vivir, sus progenitores hacían sin pestañear cualquier sacrificio que pudiera contribuir a la felicidad de su vástago. Alex Zarco pasaba los días y parte de las noches encerrado en su habitáculo, leyendo novelas de detectives y de misterio y ninguna actividad le producía tanta satisfacción como esta lectura. Los libros los tomaba prestados de la biblioteca de Can Ventosa, que se hallaba cerca del gimnasio donde recibía clases de Kárate. Había leído prácticamente todo lo publicado de este género en lengua española: autores británicos, como Agatha Christie (quizá su preferida), autores norteamericanos, españoles, escandinavos (que tanto habían proliferado en los últimos años), suramericanos, italianos, belgas, franceses, suizos, finlandeses, griegos, y de algún otro país.

Una tarde en la que, mientras releía una novela protagonizada por Hércules Poirot, la añoranza de vivir una aventura en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX entre la clase alta le sacudió con fuerza, a Zarco le sobrevino la idea, como una inspiración, de que podía convertir su vida en una novela en la que él fuera el protagonista. Y así decidió dedicar sus esfuerzos y parte de los ahorros de sus padres a convertirse en detective privado.

Zarco estudió a distancia y aprobó sin mucho esfuerzo los exámenes para obtener el Diploma Universitario en Investigación Privada, que le habilitaba para el ejercicio de la profesión de detective. También obtuvo el permiso de armas permitido a los escoltas privados. Cumpliendo las leyes españolas, fuera del ejercicio de la función de escolta no podía llevar ninguna arma y debía depositarla para su custodia en un establecimiento autorizado al efecto, por lo que optó por agenciarse en el mercado negro una pequeña pistola Glock 17, de 9 milímetros, cuyo modelo ya no se fabricaba, junto a una caja de munición. Guardaba la pistola descargada sobre el armario de su habitación. No la sacaba de su domicilio pero le daba cierta sensación de tranquilidad saber que estaba allí para el caso de una emergencia que pudiera sobrevenir.

Obtenido el diploma que lo acreditaba como detective privado, creó una página web anunciando los distintos campos que investigaba la agencia de detectives Zarco & Cía. e insertó un anuncio en el Diario de Ibiza publicitando sus servicios. El único componente de la agencia de detectives Zarco & Cía. era Alex Zarco, que había puesto la adenda a su apellido para dar sensación de profesionalidad y porque le gustaba la americanada, que, aparte de ser abreviatura de “compañía”, recordaba a la Central Intelligence Agency. Con más preparación teórica que práctica en la realización de seguimientos y en métodos de investigación, inició su andadura en la profesión de detective, equipado con una cámara fotográfica réflex digital y una cascada scooter, que en otro tiempo fue roja y ahora exhibía un descolorido color ocre debido a la acción del sol. Durante sus primeros encargos frecuentemente perdía al sujeto a quien seguía y reiniciaba el seguimiento al día siguiente. Si la persecución devenía excesivamente complicada y demasiado difícil para llevarla a buen fin, sacaba un par de fotos del individuo de turno en cualquier situación inocua y decía al cónyuge celoso (la inmensa mayoría de sus clientes entraban dentro de este perfil) que en su investigación no había descubierto ninguna evidencia de que hubiera otra persona en la vida de su pareja, afirmación que siendo en sí misma cierta no era un reflejo de la realidad en todos los casos. Su primer cliente fue una mujer madura, dueña de un pequeño supermercado de barrio, que sospechaba que su marido la engañaba.

Zarco se limitó a pedirle un duplicado de las llaves del coche de su marido y le preguntó a qué hora salía él de casa para dirigirse al trabajo. A la mañana siguiente, a las 8:15, Zarco comenzó el seguimiento del automóvil por las calles de Ibiza hasta que entró en un edificio de cuatro plantas habilitadas para el estacionamiento de vehículos, cercano a su lugar de trabajo, una prestigiosa gestoría. Zarco aparcó su moto en la calle y entró en el garaje por el acceso para los peatones. Encontró el coche en la segunda planta, estacionado entre una columna de cemento y otro automóvil. Abrió la puerta del vehículo utilizando la llave que le había dejado su cliente y colocó una grabadora que se activaba con la voz (comprada por ciento veinte euros que le había prestado su madre) bajo el asiento del conductor. Había pensado que las personas que tienen alguna conversación que esconder, obviamente no realizarían una llamada telefónica desde su centro de trabajo, donde pueden ser escuchados por un compañero; ni desde su casa, donde les pueden oír sus parejas o hijos. Tampoco realizarían la llamada desde la calle, en donde no podían prever con quién se cruzarían. Zarco dedujo, tras discurrir largamente, que el lugar en el que una persona se siente protegida y a salvo y segura de no ser escuchada es en el interior de su coche. Desde luego, se podía haber limitado a dejar la grabadora a la esposa y darle las instrucciones para colocarla, pero esto implicaba un posible error por parte de ella y, aunque saliera bien la maniobra, minimizaría la labor del detective, así que colocó él mismo la grabadora. La dejó enganchada debajo del asiento durante un par de días y luego acudió a recogerla de la misma manera que la había colocado, utilizando el duplicado de la llave del vehículo. Tuvo suerte en el primer intento y descubrió una conversación del marido con su amante a la salida del trabajo. Él decía que había quedado con unos amigos para cenar, de esta manera se cubría las espaldas ante su esposa y justificaba su salida nocturna, y que intentaría escaparse de ellos sobre las doce y acudiría a la casa de la amante. Zarco escuchó la cinta con euforia por el triunfo, por el engaño descubierto y alegría por la mujer que lo había contratado, quien por fin descubriría la verdad. El detective se citó con ella en el supermercado que la mujer regentaba, veinte minutos antes de la hora de apertura al público, y conectó la grabadora, apretando el botón de reproducción, satisfecho de sí mismo, de su inteligencia y astucia. Sin embargo, la expresión compungida en la cara de la dueña del supermercado al escuchar la melosa voz de su marido conversando con su amante le hizo recordar a Zarco que ni el dinero ni el conocimiento proporcionan la felicidad. En especial este último.

Paulatinamente le fueron llegando encargos de esta índole, de algún marido celoso que quería espiar a su mujer o de alguna esposa celosa que quería espiar a su marido, o de algún jefe que quería pillar in fraganti al empleado que había cogido una baja injustificada, o también de padres que querían saber dónde iba su joven hijo por las noches y en qué compañías y si bebía o consumía drogas. Nunca había investigado un caso de asesinato, ni siquiera un desfalco. Aunque sus simples y rutinarios casos no se podían comparar con las investigaciones de cualquiera de sus héroes de novela, le gustaba su profesión y la tarea de vigilancia solitaria encajaba con su carácter retraído. En cierta manera, mientras espiaba a sus objetivos, se hallaba en contacto con el mundo a la vez que su ocultación le hacía sentirse seguro y a salvo. La gente le inspiraba aversión, consideraba que la mayoría de las personas eran egoístas, ignorantes y dañinas. Solo tenía que conducir su motocicleta durante media hora por las calles de Ibiza para comprobar cómo se le cruzaban los coches saltándose todo tipo de señales de stop y ceda el paso, como si no le vieran venir o no les importara que un motorista tuviera preferencia. Especialmente le producía rechazo cuando el infractor conducía un todoterreno. La ley del más fuerte. Y del más cazurro. Continuamente intentaba mentalizarse para que este tipo de comportamientos no le perturbara. Recurría a la filosofía budista para intentar recobrar la calma y que no le afectase la agresividad y la energía negativa que se desprendían de este tipo de acciones. Sin embargo, no siempre lo conseguía. También se decía que los humanos simplemente éramos así de imbéciles, lo que lo corroboraba la despreocupación generalizada por las tareas de reciclaje. La gente no era consciente de que uno de los mayores problemas y peligros a los que se enfrentaba la humanidad era el deterioro del medio ambiente, y, para colmo, justificaban su actitud insolidaria diciendo que era una tontería separar el plástico, el vidrio y el papel, ya que luego los servicios municipales lo arrojaban todo junto al mismo vertedero. En fin. No había perdido la costumbre de buscar calificativos para sí mismo y ahora se autodefinía como “un lobo solitario”, aunque evidentemente esta metáfora no era de cosecha propia.

Poco a poco y sin desánimo perfeccionó sus métodos. Con las retribuciones por sus trabajos, alquiló un piso con tres habitaciones que le servía de vivienda y de despacho y fue adquiriendo un equipo de cámaras fotográficas con potentes teleobjetivos, micrófonos que podían captar la voz a cientos de metros, cámaras de vigilancia del tamaño de un botón, software espía para introducirse en ordenadores, en fin, una panoplia de artilugios que colocados en el sitio adecuado hacían el trabajo por sí solos. Cumpliendo estrictamente las leyes y el código deontológico de la profesión, el espionaje de una persona únicamente estaba permitido en vías y locales públicos. Sin embargo, la naturaleza de las investigaciones que le encargaban le obligaba a saltarse estos límites espaciales al tiempo que la legalidad. ¿Quién iba a fotografiar o a filmar a una mujer o marido adúltero con su amante en un parque público? Lo lógico y habitual es que se encontraran en la intimidad de un domicilio o en la habitación de un hotel, lejos de miradas ajenas. Cuando Zarco entregaba informes y fotografías que invadían la esfera privada, tomadas en un domicilio particular, se cuidaba de decir a sus clientes que las fotos las había sacado un colaborador. En estos casos tampoco entregaba facturas cuando le pagaban sus servicios, para que no pudieran vincularlo con esta vulneración de la privacidad ajena que podría acarrearle la pérdida de su licencia. De esta manera, no solo infringía flagrantemente varios artículos de la Constitución española que garantizan el derecho a la intimidad, al honor, a la propia imagen, al secreto de las comunicaciones y a la inviolabilidad del domicilio, sino que también defraudaba al fisco al no entregar factura, ni cobrar IVA, ni declarar la totalidad de sus ingresos.

Aunque podía ser acusado de tenencia ilegal de armas, delitos contra la intimidad de las personas, infracciones a la Hacienda Pública, y no siempre había sido sincero con sus clientes, la gente que lo conocía consideraba a Zarco una persona honrada.

Zarco llegó al bar del hostal El Parque, sito en la frontal de la plaza con el mismo nombre, quince minutos antes de la hora a la que se había citado con Raquel. Aunque había dejado de llover, el cielo estaba cubierto de nubes grises, casi negras, y las luces de la terraza y del interior del bar estaban encendidas. Se quitó la gabardina, se sentó a una mesa y pidió al camarero un Cola Cao con la leche bastante caliente y un cruasán, que comió con fruición empapándolo previamente en el caliente líquido. Se limpió la boca y manos con varias servilletas de papel y giró la cabeza a la vez que Raquel cruzaba la puerta de entrada. Enseguida reconoció sus ojos y sus llamativos labios. Le pareció más guapa que diez años atrás y, desde luego, mucho más elegante. Observó cómo algunos hombres del bar la miraban con mayor o menor disimulo mientras ella se acercaba. Se levantó para recibirla y se saludaron con dos besos en las respectivas mejillas. Raquel percibió el agradable olor que emanaba Zarco y recordó su afición al uso de perfumes.

–¡Cuánto tiempo! –exclamó Zarco.

–Y que lo digas. ¡Vaya alegría verte!

–¿Qué es de tu vida? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos? –Zarco lanzó una andanada de preguntas.

–Ni lo uno ni lo otro, ni siquiera tengo novio. ¿Y tú? Ahora también os podéis casar vosotros.

–Pues no me desagradaría el matrimonio, pero no he encontrado al hombre adecuado. Para ser sincero, ni siquiera he encontrado uno que fuera inadecuado. Tú estás estupenda, divina.

–No exageres. Tú tampoco has cambiado mucho.

–¿En serio? –preguntó Zarco sorprendido–. Dime la verdad, ¿no me ves algo estropeado? Con más grasa y menos pelo –sentenció y resoplando añadió–: Podía ser al revés.

–De verdad, te veo bien. Es cierto, con menos pelo, pero hoy en día te lo rapas del todo y vas de lo más moderno.

–Bueno, siento lo de tu hermana –dijo Zarco, recordando súbitamente el asunto que les había traído allí–. ¿Qué tal te encuentras tú?

–Por suerte o por desgracia, todo se supera. Cuando la encontré muerta fue un shock.No te puedo describir lo que sentí. Tan de sopetón. La maldad humana aterra. –Raquel hilvanaba frases inconexas–. Algunas personas, desde luego, son monstruos. No recuerdo una sensación de tristeza y una impotencia mayor en mi vida. Las únicas muertes hasta entonces de familiares cercanos habían sido la de mi abuelo y un tío, pero en circunstancias normales, por enfermedades y a edades avanzadas. No lo pasé ni la mitad de mal. Ahora ya han transcurrido siete meses y lo llevo mejor, al final siempre sobrevivimos, no podemos vivir con una pena constante.

–Te entiendo perfectamente. Mi padre murió hace dos años y es lo más duro que me ha ocurrido. Al principio pensé que no lo iba a superar nunca, pero, como dices tú, el tiempo lo cura todo, o casi todo. –Zarco hizo una pausa breve antes de proseguir–. Claro que las circunstancias de la muerte de tu hermana también fueron especiales. Lógico que sufrieras por partida doble. ¿Qué es eso que me dijiste por teléfono sobre investigar su muerte? ¿No han condenado ya a un tipo? Y, por cierto, ¿cómo sabías que yo trabajaba de investigador privado?

–Son muchas preguntas seguidas. Sabía que te dedicabas a la investigación privada porque me lo dijo mi hermana. Creo que vio un anuncio en el diario y dedujo que eras tú. Zarco no es un apellido común y tú siempre habías hablado de que te encantaría ser investigador privado. Nosotros lo veíamos como la típica fantasía adolescente, pero ya veo que se ha convertido en realidad.

Raquel recordó en ese momento que su difunta hermana también le había referido, sin entrar en detalles, el ingreso de Zarco en un centro de salud mental en Palma. Siempre tuvo comportamientos extravagantes y antisociales, que le hacían rehuir el trato con la gente. Tenía una alta capacidad intelectual y una nula habilidad social. En sus tiempos de estudiante, ella tenía dudas de que Zarco pudiera encontrar un trabajo por su incapacidad para relacionarse con gente y trabajar en equipo. Se alegraba de que hubiera hallado un modo tan original de ganarse la vida y acorde con su carácter e imaginación. Detective privado. Miró con atención a su amigo sin hallar en sus gestos o su mirada un indicio de deterioro psíquico y prefirió no preguntarle acerca de su enfermedad y su experiencia en el psiquiátrico en su primer encuentro. Surgirían ocasiones más adelante.

–¿Qué piensas Raquel?

–Perdona, Alex, estaba pensando en mi hermana.

–Imagino que hablar de ella te traerá recuerdos. En fin, cuéntame qué es lo que queréis tú y el abogado.

Raquel explicó sucintamente los entresijos de la investigación y del juicio sobre la muerte de su hermana, la dudosa confesión de Eduardo Ribas, la falta de pruebas sólidas, las incongruencias puestas de manifiesto por el abogado y el hecho de que su hermana apareciera con su uniforme de enfermera.

–No creo que el hombre al que han juzgado y condenado sea el asesino –prosiguió Raquel–. Hay muchas cosas que no tienen sentido. Por eso vamos a ver ahora al abogado. Él te dejará el atestado que hizo la policía y te explicará lo que se dijo en el juicio, para que te hagas una idea. Si después de tus investigaciones llegamos a la conclusión de que el tal Ribas fue el asesino, pues nada, ya está en la cárcel. Si no es así, habrá que intentar encontrar al culpable.

–No va a ser fácil. Ocurrió hace siete meses y las pruebas físicas que pudiera haber entonces, huellas u otros restos, se habrán perdido. ¿A ti qué tal te va en Hacienda? Lo último que supe es que habías aprobado las oposiciones.

–Sí, hace ya bastantes años. De hecho hace dos años ascendí a inspectora por promoción interna.

–¿Te gusta tu trabajo?

–En general puedo decir que sí. Tiene sus momentos. En cierta manera, haces de detective, rastreando posibles fraudes. Ahora mismo, tengo un caso interesante. Difícil pero interesante.

–Me dejas intrigado...

–Ya, pero no puedo contarte más. La discreción forma parte esencial de nuestro trabajo. Incluso creo que te he dicho demasiado.

–Raquel, chica, no has dicho nada de nada. No te vuelvas paranoica.